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Valeria Duval

EL HOMBRE DE ARCILLA
Primera edición.
Primera entrega de la serie Origin Family.
Copyright © 2016 Valeria Duval.
Todos los derechos reservados.
ISBN-10: 978-1537126814.
ISBN-13: 1537126814.
Dedicatoria
Prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Orígenes
Nornas
Sobre Origin Family
Agradecimientos
Sobre Valeria
Al agente B.
PREFACIO

Italia, actualidad.

Mi nombre es Lilla Kyteler y no soy muy distinta a las demás mujeres. Se


preguntarán, entonces, ¿por qué querer contarles mi historia si es una
historia cualquiera? Mi respuesta sería que, aunque yo soy una mujer más,
mi historia no es cualquiera.
Verán, nací en Lazio, Italia, hace diecinueve años. No conocí a mis
padres; ellos fueron devorados y yo crecí con mi abuela, quien es una bruja.
No, no la estoy insultando: Iza —como le gusta que la llamen—
literalmente es una bruja.
Iza dejó su aquelarre cuando se enamoró de mi abuelo, un humano. De
Iza aprendí todo lo que sé de magia. Que no es mucho, pero sí lo suficiente
para arruinar mi propia existencia. Y no, no es porque la magia atraiga la
desgracia, o porque cada hechizo tenga un precio que sólo se pague con
sangre o el alma, o alguna otra de esas cosas con las cuales se han
empeñado en desvalorizar la hechicería. La verdad es que la magia no es
mala. No, si se practica con conciencia.
Yo no lo hice.
Quizá deba comenzar por contarles que mi suerte, con los hombres,
nunca ha sido la mejor. Y eso no es porque sea particularmente fea —de
hecho, con temor a escucharme presuntuosa, diré que soy algo atractiva:
pelirroja, como casi todas las brujas, de ojos verdes y piel blanca; alta y
delgada—, sino porque mi actitud no es precisamente la mejor.
Debido a que mi desarrollo fue distinto al de las otras niñas —vamos,
que no todas juegan a invocar espíritus ni practican sellos de protección con
sangre de cordero— no tenía mucho de qué hablar con ellas, así que crecí
alejada de los demás niños. Más tarde, me separaba de los adolescentes —a
ellas les interesaban los ídolos de televisión y a mí escuchar los ecos del
pasado en los muros— pero, cuando me mudé a Roma para asistir a la
universidad y, por primera vez, me encontré lejos de Iza —mi mentora y
mejor amiga—, me sentí… sola.
Ésa es la verdad.
No era buena haciendo amigas, así que ni lo intenté siquiera.
Durante mis horas de clases me sentía marginada, rechazada. No tenía
nadie con quién hablar. Ni siquiera tenía a quién pedirle las notas, cuando
llegaba a faltar a alguna clase. Y al salir de la universidad, ya rumbo a casa,
mientras cenaba en esa misma cafetería cada noche, deseaba tener a alguien
con quien compartir esa pequeña mesa.
Mi vida era solitaria.
Sé lo que muchos opinarán: debí conseguirme un gato, pero, a mi
defensa, lo único que puedo decir es que los gatos y las brujas no nos
llevamos bien. No con los gatos reales. Pero ésa es una historia para otro
día y ahora mismo sólo quiero hablarles de Samuel.
Mi Samuel.

Era sábado por la noche y me encontraba yo viendo una serie


estadounidense de tv y hojeando uno de los tantos diarios de Iza cuando se
me ocurrió hacerlo.
A mi hombre. El de arcilla.
CAPÍTULO 1

Me dije que tenía casi todos los ingredientes necesarios en casa, con
excepción de la arcilla romana —pero, ¡qué diablos! ¡Vivía en Roma!—,
Sal de las lágrimas de Eva y un espíritu puro.
Naturalmente que me pregunté de dónde iba a sacar un espíritu puro —
yo nunca antes había trabajado con uno, pero la Sal de las lágrimas de Eva
es realmente fácil de conseguir. Lo es, si eres una bruja bien adiestrada (y,
¿cómo no lo sería? Siendo esas lágrimas altamente tóxicas para las brujas)
—, así que leí cada pie de página en el diario de Iza, y ahí lo encontré. Con
letra muy chiquita, decía:

«Dos fuentes sencillas de conseguir un espíritu puro son:


La primera, arrancando el feto (con las 36 semanas
completas de gestación) del vientre de su madre y sacrificándolo,
TENIENDO PREPARADA SOBRE ÉL EL CONTENEDOR UNGIDO CON
LOS ACEITES CORRESPONDIENTES, cosa que en la actualidad no
se recomienda. Las madres ya no venden a sus fetos con facilidad
—lo que se complica y entra en conflicto a la hora de matarla a
ella (para quitarle al niño) puesto que no será ella una persona
marcada—.
La segunda, es invocando al espíritu. Suerte encontrando uno
puro.»

Cualquiera de las dos opciones debió hacerme desistir, lo sé. Pero yo


me sentía realmente sola. Además, me convencí de que hacerlo era mi
obligación: desde que me había mudado a Roma, no había practicado mis
hechizos y, toda buena bruja sabe que la magia es como los idiomas: si no
se practica, se olvida.
Así que, aproveché que era domingo y visité, como turista, uno de los
cementerios históricos más antiguos y ocultos de Roma, El Santo Corvino.
¿Dónde más iba a encontrar un espíritu puro, si no era en esa tierra con
fama de albergar santos mártires?
Además, tengo un don que no muchas brujas poseen: siento la luz en las
almas. Ya sea que pertenezcan a personas vivas o muertas, yo puedo
sentirlas. Tocando sus cuerpos, sus tumbas, o incluso un objeto que les
pertenezca o haya pertenecido. Y no crean que es algo involuntario o un
suplicio, ¡para nada! La verdad es que me produce placer la sensación.
Excepto cuando se trata de una persona mezquina, claro. Las emociones
que transmiten son perturbadoras y me cuesta salir del trance.
También —no me gusta hablar mucho de eso— hay otras almas. Son
otro tipo de… espíritus, de criaturas, de las que no puedo sentir nada en
absoluto, salvo frialdad. No me gusta encontrarme con esos seres.
Pero ya me desvié nuevamente del tema. Decía que tenía yo una ventaja
para encontrar al espíritu. Pero la verdad es que caminé y caminé entre los
mausoleos hasta pasada la media noche —para quedarme en el cementerio,
me había visto obligada a ocultarme de los celadores que recorrían el lugar
antes de cerrar sus puertas a los turistas—, cargando en mi mochila mi
esfera de cristal y plata —que usaría como contenedor para el alma—, mi
caldero con capacidad para al menos dos litros de agua, mis runas celtas, las
ramas de manzano y la botella con agua bendita y mi sangre, recogida
durante seis días. Se escucha poco, pero la verdad es que llega a ser pesado;
especialmente el caldero de hierro.
Agotada y a punto de darme por vencida, rompí la protección de un
mausoleo, entré para descansar un momento y… fue ahí donde lo sentí. A
su alma.
Me sentí intrigada pues, para empezar, el mausoleo estaba vacío ¡no
había tumba en él! Comencé a recorrer el lugar palpando las paredes, hasta
que di con una elevación. A simple vista, parecía ser un muro resaltado
pero, al quitar todas esas ramas secas que tenía alrededor, descubrí que el
muro estaba sólo sobrepuesto y que ocultaba un diminuto pasaje a una
cripta. Claro que me pareció de lo más extraño. ¿Qué clase de persona mete
a sus seres queridos en un mausoleo con cripta? Pero… incluso desde ahí
yo podía sentir su alma. Era una sensación que me invadía, que me envolvía
desde el interior.
Pese a que las brujas tenemos buena vista nocturna, la verdad es que
con una oscuridad absoluta no ayuda mucho, así que utilicé mi teléfono
celular para iluminar los peldaños de roca, pequeños y angostos, mientras
bajaba. Al llegar al final de la escalera, pude ver que los muros eran de
piedra lisa, pulida cuidadosamente y ornamentada con exquisitos motivos
célticos. Encontré esto aún más raro: ¿por qué una cripta tan elegante estaba
oculta en un mausoleo tan modesto?
No pude meditar algo tan importante por mucho tiempo, pues su alma
me atraía como un imán. Me acerqué a la tumba alta y la acaricié
superficialmente: él había fallecido trecientos años atrás, a los diecisiete,
protegiendo a su madre y hermana pequeña de un grupo de asaltantes y…
no, regularmente yo no sé tanto sobre una alma al tocar sus pertenencias.
Me convencí de que esa información era producto de la intranquilidad del
espíritu, quien seguía atrapado en el momento de su muerte.
Soplé sobre la tumba para apartar el polvo mientras percibía más cosas
sobre él: ese muchacho, Samuel, no había vivido nada en absoluto. Había
crecido en un claustro total, dedicando su vida al rezo y oración. ¡Vaya
desperdicio! Él era uno de esos que ni siquiera se habían masturbado,
convencidos de que la autocomplacencia es una ofensa contra un… Dios
que te entregó un cuerpo equipado, precisamente, para que gozaras de él.
Acompañado o no.
La inscripción tallada en la tumba decía el año de su nacimiento y
muerte, confirmándome lo que yo ya sabía, y también su nombre: «Samuel
Spínola». Pero no había nada más. ¿Nada de amado hijo? ¿Nada de amado
hermano? No, nada en absoluto, sólo más símbolos celtas.
Saqué mi caldero y gustosa encendí, al lado de su tumba, las ramas de
manzano, convencida de que le hacía un favor al darle una segunda
oportunidad. Bueno… él viviría sólo treinta días pero, en mi opinión, treinta
noches de mirar la luna eran mejores que tener, como último recuerdo, a un
montón de ladrones y violadores reventándote los órganos a patadas.
Me hice un corte en la muñeca, como ofrenda, y me valí de la fuerza del
Padre heredada a toda bruja gracias a la sangre de la Madre y, sin necesidad
de tocarla, aparté la tapa de la tumba con un movimiento de mi mano
derecha, descubriendo su esqueleto; hay brujas quienes no gustan de acudir
a la fuerza de nuestro Padre, pues deteriora el cuerpo y acorta la vida pero,
¿no lo hace acaso también el tocino? ¿Y dejamos de comerlo por eso? ¡No!
Además, el promedio de vida de una bruja es de ciento cincuenta años —
por lo cual cambiamos de identidad legal al menos tres o cuatro veces
porque, ¿se imaginan?: presentar una identificación que asegure tienes
cincuenta años, pero tú luces como de veinticinco. Incómodo y nada bueno
para los asuntos legales— y yo sólo había acudido a la fuerza del Padre en
dos ocasiones. Y ésta, definitivamente, era necesaria, pues la tapa estaba
sellada.
Me acerqué al esqueleto —cubriéndome la nariz con un pañuelo— y lo
contemplé bien: aún podía apreciarse la seda fina, ya corroída por la
podredumbre, sobre la que había sido recostado y, entre las manos, él tenía
un rosario de oro puro. Todo en esa cripta gritaba riqueza y respeto por la
persona que descansaba ahí… ¿por qué lo habían ocultado, entonces, en ese
mausoleo tan feo y sin nombre? Porque, recordé en ese momento, no había
nombre fuera.
¿Podría eso tratarse de un descuido, acaso?
Me quité al final el pañuelo de la nariz y, con éste, despegué un fémur
amarillento y poroso, lo puse dentro del caldero y, cuando el agua y mi
sangre hirvieron, agregué dentro todas las hierbas y me iluminé con una
vela para pronunciar la invocación; mi arameo apesta, por lo que no estaba
segura de que funcionaría. Capturar un alma no tan fácil como hacer que
una vecina odiosa vea y escuche cosas hasta que la crean esquizofrénica
¡Vaya que me puse feliz cuando sentí despertar al espíritu del chico!, ya
que, debo aclarar una cosa: hay almas que no pueden tocarse. El Creador
no nos deja. Literalmente. Nos es imposible manipularlas.
Cuando los vapores de mi sangre capturaron al espíritu, rápidamente
cogí mi contenedor y lo capturé, luego, me desmayé.
No crean que es una cosa sencilla lo que les estoy contando. Requerí de
toda mi fuerza para capturar su alma.

** ** **
Me despertó un celador al día siguiente.
—Malditos satanistas —decía, mientras contemplaba la cripta con recelo;
era obvio que ese hombre nunca había estado ahí y que, además, desconocía
que hubiese algo más en ese antiquísimo mausoleo—. Malditos. Al menos
no abriste la tumba o tú y yo ahora mismo no estaríamos hablando solos,
¡aquí estaría la policía!
¿Cómo? ¿Que no la abrí? Miré hacia la tumba y la encontré cerrada.
¿Acaso yo había hecho eso? De momento, sólo me sentí agradecida, no me
pregunté cómo es que estaba cerrada. Me puse de pie y reuní todas mis
cosas.
—Lo siento. Lo siento mucho —le decía, mientras vertía
cuidadosamente el contenido de mi caldero a los pies de la tumba de
Samuel (excepto el hueso), marcándola como el lugar al cual debía volver
el espíritu al concluir los treinta días.
Mantuve el contenedor —más pequeño que una pelota de soccer— bajo
mi brazo a todo momento, protegiéndolo, aunque no era necesario: lo que el
alma del celador transmitía, decía que él era incapaz de tocar propiedad
alguna de una persona a quien consideraba «seguidor de satán», aunque
fuera de un metal precioso.
Cerca de mi corazón, podía sentir el espíritu de Samuel inquieto.
Parecía asustado. No sabía qué sucedía; su último recuerdo era,
efectivamente, a sí mismo muriendo de dolor y hemorragias internas.

De camino a casa, en el autobús, mantuve el contenedor sobre mis piernas.


El alma de Sam, aún en aquel estado, era cálida.
Cuando por fin me encontré en casa —en mi departamento de una sola
recámara, un solo cuarto de baño y sala comedor pegados, con una cocina
diminuta—, dejé caer mi mochila sobre la alfombra grisácea y me quedé
ahí, con Sam entre mis manos, recorriendo el lugar con la mirada. No sabía
dónde depositar el contenedor porque, ¿cuál es el mejor lugar, en una casa,
para poner un alma? Dentro de un cuerpo, lo sé, pero aún faltaban siete días
para la luna nueva. Además, primero debía tranquilizar su alma. Realmente
estaba inquieta y un espíritu histérico no es nada bueno para un hombre de
arcilla.
Pasados quince minutos, decidí que dejaría el contenedor ahí mismo, en
la alfombra, sobre una manta —al principio pensé en dejarlo sobre la mesa,
pero temí que rodara, se cayera, se rompiera, y el alma de Sam vagara
eternamente… o hasta que un demonio se la comiera. Y eso no era una
opción—. Me pinché un dedo —varias veces— y dibujé los símbolos,
aprendidos de los mismos Guardianes, que alejarían a toda clase de
criaturas hambrientas del alma de mi Sam y, llena de dudas, fui a tomar una
ducha. Ya había perdido una hora de clase en la universidad y, créanlo o no,
soy una persona dedicada y responsable, aun así, ya una vez que estuve lista
para partir, no pude dejar mi departamento. ¿Cómo carajos puede alguien
dejar un alma tan descuidadamente?
Tonta de mí, ya comenzaba a cuidarlo entonces.
CAPÍTULO 2

Me pasé el día entero mirando el humo gris-azulado agitarse dentro de la


esfera de cristal, apresada con espirales de plata pulida, donde estaban
escritos una infinidad de símbolos, a los cuales, por primera vez, presté
atención: intenté leer la escritura, pero no pude, pues comenzaba en arameo
y… terminaba en símbolos que yo jamás había visto.
Aquel contenedor había sido un obsequio de mi abuela cuando cumplí
mis quince años. Es una herencia familiar y mi única defensa en caso de…
necesitarlo.
En ese momento me dije que estaba haciendo mal en tener ocupada —
con un alma pura— mi única defensa contra los devoradores de brujas, pero
ya estaba hecho, ya tenía un alma y, ahora, lo único que podía hacer era
esperar a la luna nueva.
—Tranquilo, Sam. —Le pedí.
Para mi sorpresa, su alma respondió. Dio un brinco primero,
sorprendida de que lo llamaran. Me dije que, tranquilizarlo, sería mucho
más fácil de lo que esperaba si podía comunicarme con él.
Y así fue.
Lo acaricié y le prometí que todo estaría bien. Sam quería saber dónde
estaba, le interesaba mucho saber si eso era el cielo —temía él que no fuera
así—. Me transmitía su sensación de frío. Le expliqué que era debido a la
plata y le prometí sacarlo pronto de ahí.
Y él confió. Le gustaba el sonido de mi voz y el calor de mi mano a
través del cristal.
La realidad es que fue fácil convivir con su alma durante esos siete días.
Y más lo fue cuando comencé a llevarlo en mi mochila, a la universidad —
no soy de las que faltan a clases con facilidad—.
** ** **

Llegándose el séptimo día, yo ya tenía reunidos todos los materiales para


mi hombre de arcilla, incluso el problema del horno, de dos metros, lo
resolví de manera rudimentaria: mi azotea, ladrillos y una lámina gruesa,
que soportara al menos cien kilogramos.
Esa misma tarde, antes de que el sol se metiera, cerré la puerta de la
azotea con candado y monté la leña para la hoguera, coloqué los ladrillos de
manera que formaran dos muros —de medio metro cada uno— sólidos y,
con más trabajos de los que creí, logré subir la lámina sobre ellos —los
cuales tiré como nueve veces—.
Preparé luego la arcilla —asegurándome de moler bien el hueso de Sam
y de poner tanta de mi sangre y pétalos de rosas blancas, como me fuera
posible—. Increíblemente, logré tenerlo todo listo para la media noche, que
fue cuando dejé el primer puñado de arcilla preparada sobre la lámina, que
ya estaba al rojo vivo, gracias al fuego que había encendido debajo.

Mientras formaba el cuerpo de Sam, intenté imaginarlo en vida, pero no


pude. Lo que su alma me había dejado ver me decía que él era una persona
poco interesada en el físico de nadie. Ni siquiera en el de él mismo, así que
lo dejé en blanco; no le di rostro, ni cuerpo, ni piel, ni color de ojos. Lo dejé
neutro, para que adquiriese la apariencia de la que Sam había gozado —o
sufrido— en vida.
Claro que me pregunté, más de una vez, si estaba haciendo mal. Claro
que pensé en que podría ser un adefesio pero, cada vez que lo pensaba, me
decía que Sam sería mi compañía, mi amigo, y ninguna otra cosa, así que,
¿qué más daba su apariencia?
¿Que si podía darle la figura que yo quisiera? Sí, podía: los hombres de
arcilla fueron creados, principalmente, para proteger y, en menor medida,
para recomenzarles: si había un guerrero fiel que moría en batalla, era traído
de vuelta por las brujas, ya fuera para que continuara su misión o para
agradecerle como era debido: podían dársele extremidades, en caso de que
las hubiese perdido, o aumentar su musculatura, o hacerlo mucho más bello
de lo que fue en toda su vida. Claro, ellos no tenían ni idea del por qué se
les agradecía, pues los hombres de arcilla vuelven todos sin memoria
alguna, pero al menos disfrutaban de la vida temporal que se les otorgaba.

Terminé a Sam casi con los primeros rayos del sol. Tallé en su pecho —del
lado izquierdo— con mi daga de plata, el pentagrama final y pasé mis
manos, untadas con los aceites benditos, por todo su cuerpo —ya suave,
comenzando a volverse humano—, coloqué el contenedor sobre su vientre
y, dejando escapar el aliento en su boca, pronuncie la invocación en italiano
—la lengua de Sam—:

Ven, Samuel Spínola. Ocupa este cuerpo de arcilla y vuélvelo, con


tu Chispa, de carne. Ven, Samuel Spínola. Ven y cumple con tu
propósito, hasta que la nueva luna vuelva tu cuerpo de polvo.

El alma de Sam dejó el contendor y entró al cuerpo de arcilla por su


boca, en un aliento de vida.
La arcilla pálida se volvió, primero, carne rosada; pude ver los huesos
endurecerse y los músculos crecer. Vi los tendones, las venas y luego
formarse la piel. Era blanca.
Lejos de parecerme un proceso repulsivo, la verdad es que fue
fascinante.
Di un paso atrás, temerosa de infectar su cuerpo con mi respiración.
Sus rasgos comenzaron a formarse. Uñas, cabello, pestañas… Mantenía
los ojos cerrados mientras la nariz, erguida y refinada, se pulía en su cara.
Y era una cara preciosa.
Sus rasgos aún eran los de un adolescente volviéndose hombre pero,
¡qué hombre! Tenía unos pómulos resaltados, altos y masculinos, su
mandíbula era cuadrada y afilada, fina —tenía más rubor en la mejilla
izquierda que en la derecha, como si hubiese llorado… o le hubiesen dado
un puñetazo—, sus labios eran rosas y tenía cabellos oscuros. Aparentaba
tener alrededor de veinte años y no diecisiete. Eso me agradó.
Me sentí el Dr. Frankenstein cuando el cuerpo de arcilla —ahora
completamente de carne— comenzó a respirar. Respiraba suavemente, lleno
de paz. Sonreí como una idiota, deseando que abriera sus ojos para que me
dejara ver el color.
Deseaba que fueran negros. Me gustan los ojos negros. Cosas de brujas.
Sam arrugó los párpados y… ¡llamaron a la maldita puerta de la azotea!
CAPÍTULO 3

—¿Quién está ahí? —preguntaba mi casera—. Sea quien sea, ¡saben que
no pueden cerrar las puertas! —me gritó.
Y aunque yo sabía que ella tenía razón —pues todas las inquilinas del
edificio lavábamos nuestra ropa en las lavadoras dispuestas en la azotea—,
me prometí regalarle dos o tres alucinaciones la vieja.
Miré hacia la puerta, convencida de que mi candado impediría que
nadie pasara hasta que…
Sam inhaló profundamente, al tiempo que se incorporaba de prisa. ¡NO!
La maldita vieja había hecho que me perdiera cuando él vio por primera vez
la luz y… de repente lo tenía ahí, vivo, de carne y hueso, con cada lunar y
cicatriz que hubiese él tenido antes de morir.
Al ser enteramente consciente de su existencia, por un momento, no
supe qué hacer. Hasta ese momento, no sabía qué iba a encontrarme y, verlo
ahí, tan vivo, tan… real, me impacto. Los golpes de mi casera, en la puerta,
me obligaron a reaccionar:
—¿Sam? —lo llamé, entre la urgencia y el temor.
Él me miró con sus ojos azules, muy abiertos y… ¡Oh, Padre! ¡Oh,
gran Padre! Eran un de azul profundo, con lunares… ¿plateados? Sus ojos
eran el universo mismo, el origen de la vida. Nunca antes había visto unos
ojos tan bellos y, lo único que me sacó del pasmo, fue su respiración
agitada; él parecía a punto de hiperventilar.
—¿Dónde estoy? —me preguntó. Su voz era suave. Era masculina, pero
suave.
—¿Te acuerdas de mí? —lo intenté. Nos habíamos comunicado mucho
durante esos siete días.
Tras probar por un par de segundos, finalmente él sacudió la cabeza; su
frente estaba perlada de sudor.
—No —confesó—. ¿Quién eres? —me preguntó antes de darse cuenta
de que estaba desnudo. Buscó entonces, con la mirada, con qué cubrirse.
Encontré adorable su pudor aún en aquella situación. Corrí y le alcancé
una sábana de color amarillo desgastado que estaba colgada de un hilo de
acero.
—Gracias —me dijo él, envolviéndose con ella al momento, mirando
hacia la puerta, la cual mi casera seguía golpeando—. ¡Dios! ¿Qué pasa? —
gritó.
—Tranquilo, Sam —le supliqué, comprendiendo su temor: él había
muerto en un ataque y, lo primero que oía al volver, eran gritos y golpes—.
Ven, vámonos. Estamos en un lugar que no debemos. —Lo hice bajar de la
lámina (que aún estaba tibia) y tomé el recipiente donde preparé la arcilla.
Él no se movió. No despegaba su vista de la puerta roja con candado.
Tenía miedo; yo sabía que su cerebro no podía recordar nada de su vida, o
su muerte… pero el alma —a la cual no tiene acceso la parte consciente del
cerebro— no olvida nada.
—Sam —lo llamé—. Todo está bien. —Le prometí y… ¡él me creyó!
Padre, no sabía quién era yo, pero confió en mí. Eso quería decir que su
alma me recordaba bien; gracias a lo cual, más tarde, lograría adaptarse
bien.
Asintió y me cogió una mano, buscando apoyo.
Fuimos hasta la puerta y la abrí. La casera, una mujer de mediana edad,
de mediana estatura, de piel bronceada y cabellos rizados, esperaba con el
ceño fruncido… ¡hasta que vio a Sam! Puso entonces cara de infarto, como
si nunca hubiese visto a un chico desnudo, envuelto en una sábana.
—¡Lilla! —me llamó ella; su voz fue apenas un hilo.
—¡Lo siento, señora di Pietro! —me disculpé, pasando de ella con Sam
cogido por una mano y con mi enorme recipiente (ocultando la daga) en la
otra—. Tenemos prisa. —Aseguré, pensando en que debía hacerme cargo,
rápidamente, de la lámina y ese montón de ladrillos.
Sam me seguía en silencio, con el corazón desbocado.
Llegamos al apartamento y cerré la puerta con algo de fuerza. También
yo me sentía nerviosa. Lo miré: sudaba más y estaba pálido.
—Voy a vomitar. —Me avisó.
—Ven. Por aquí. —Lo cogí por uno de sus brazos atléticos y lo guié al
sanitario. Fue entonces cuando me di cuenta de que… ¡Mierda, se me había
olvidado mi contenedor!
—Ahora vuelvo, quédate aquí —le supliqué—. No me tardo.
Corrí nuevamente por el pasillo y subí a toda velocidad las escaleras
que me llevarían a la azotea; encontré a mi casera ahí, mirando mi plancha
improvisada, ¡y llegué justo en el momento en que ella se disponía a poner
sus sucias manos sobre mi precioso contenedor!
—¡Alto ahí! —le grité con más agresividad de la que quería pero… es
que ese contenedor era lo único que podría salvarme la vida. Mis padres no
tuvieron uno cerca, la noche en que los Lobos los capturaron—. ¡Eso es
mío!
—¡Lilla! —también ella me gritó a mí—. ¡Sabes las reglas del edificio!
No tengo ningún inconveniente en que-- —se detuvo, torciendo un gesto,
cuando cogí mi contenedor y lo besé, prometiéndome no volver a olvidarlo
nunca más—. ¿Me estás escuchando? —Me ladró ella.
—Sí, sí —le dije—: nada de chicos luego de la media noche. Pero Sam
no es mi novio, es mi primo y sufre de sonambulismo. ¡Que esté bien,
señora di Pietro! —Me despedí, mientras corría de nuevo a mi
departamento.
Verán, el edificio en el cual vivo actualmente, es uno de estudiantes
exclusivo para señoritas. Las visitas de chicos se nos están permitidas, pero
éstas no deben ser nocturnas y, mucho menos —de ninguna manera—,
deben quedarse a pasar la noche ahí.
Y Sam, en la azotea, violaba todas y cada una de las reglas.
Que sí, que soy estúpida. Pero, ¡esperen! Mi vivienda no es, de ninguna
manera, el mayor de los problemas que se me vino encima.
CAPÍTULO 4

De vuelta ya, en casa, encontré a Sam sentado, recargado contra la pared,


jadeando y débil, frente al sanitario; sus bonitos labios tenían un brillo
húmedo.
Lo ayudé a ponerse de pie y lo llevé al sofá donde, poco a poco, él
comenzó a recuperar el color, al tiempo que su fina sudoración se detenía y
su respiración se controlaba.
Le ofrecí un poco de agua pero él se negó. Comenzó a hacerme
preguntas y, lo primero, fue convencerlo de que no estaba siendo víctima de
ninguna clase de ataque —en realidad no; lo primero que hice fue intentar
parar de mirarlo como una imbécil: ¡él realmente era bello! Qué error más
grande habría cometido de ponerle un rostro—.
—¿Cómo es que no me acuerdo de nada? —me preguntaba, aterrado.
Seguía envuelto en su sábana amarilla. Parecía un pollito. Un adorable
pollito—. ¿Tuve alguna clase de accidente?
¿Accidente? Casi me pongo a reír cuando lo sugirió.
—Algo así. —Le dije.
—Oh, Dios. ¿Y fue grave? —siguió él—. Debió serlo, ¡realmente no
recuerdo nada!
—¡Y no sabes cuánto! —acepté yo—. Pero ahora estás bien.
¿Recuerdas tu nombre?
—Sí. Soy Samuel. Samuel Spínola. ¿Quién eres tú?
—Soy Lilla, Sam. Soy tu amiga.
—Oh… ¿y tú has estado cuidando de mí desde mi accidente?
¿Cuidando de él? Por primera vez en mi vida tuve tacto al hablar con
otra persona y… eso no fue precisamente por lo apuesto que era, sino
porque parecía realmente consternado. Quizá no tanto como lo estaría un
enfermo de alzhéimer durante un brevísimo y repentino lapso de lucidez —
los días que su alma pasó en mi apartamento, junto a mí, realmente habían
ayudado—, pero lucía perdido y muy angustiado.
—Se podría decir —acepté—. Oye, Sam… debes calmarte. Te juro que
estás a salvo. ¿Cómo te sientes ya?
—Ya me siento mejor, gracias. Qué buena amiga eres. —Comentó,
comenzando a relajarse.
Sí, claro que sentí… algo cuando me dijo eso. ¿Ven? ¡Otro maldito
error! Una no debe sentir nada por darle una nueva oportunidad a un
hombre de arcilla.

Más tarde, una vez que su cuerpo se adaptó, lo siguiente fue conseguirle
algo de ropa. No podía dejarlo por ahí, desnudo, aferrado a su sábana
amarilla, mirando para todos lados. O sea, por mí encantada —él tenía
brazos fuertes, unos hombros anchos y un torso precioso, todo obtenido
gracias al trabajo duro y no a un gimnasio—, pero no podía ni debía dejarlo
así.
Utilicé la tarjeta dorada que me dio Iza para emergencias y lo llevé de
compras.
Bueno, antes lo metí en el pijama más grande que yo tenía: un pantalón
deportivo color gris —que a él, con su más de 1.85 metros, le quedaba muy
por arriba de los tobillos—, una playera de Hello Kitty y pantuflas
rosadas… de conejos. ¡Y aun así él me dio las gracias!
—Eres muy amable, Lilla. —Me dijo, saliendo del cuarto de baño
vestido como un demente.
Aguantando la risa, me pregunté por qué no había previsto ropa para él
y a la única respuesta que llegué fue… que, en el fondo, tal vez no esperaba
que mi hechizo funcionara. Aun así… él era un precioso demente.
Un adorable demente.
¡Un guapísimo demente!
Realmente se veía tan lindo.
Me preguntó si sabía cómo había perdido su ropa —toda, hasta la que
llevaba puesta— y yo, sin una mentira mejor, le expliqué que eran cosas
que él solía hacer… desde su «accidente».
—A veces te deshaces de todo. Es por eso que vienes a vivir conmigo.
Ya no puedes estar solo. —Le dije.
Y aunque al principio torció un sutil gesto de preocupación, luego
pareció centrarse en que viviríamos juntos, pues sus mejillas de piel blanca
se ruborizaron, al tiempo que abría esos preciosos universos, que tenía por
ojos.
—¿Va-amos a… vivir juntos? —Me preguntó.
¡Oh, maldita sea! ¡Era tan adorablemente tímido! ¿Podría alguien ser
más encantador?
—Claro, Sam —intenté tranquilizarlo—. Somos amigos desde niños.
Tú y yo somos como hermanos. —Le dije.
No debí hacerlo.
¡No debí hacerlo!
¡Maldición, no debí hacerlo!
Yo sola me di mi lugar en su mundo: ¡me envié directo la devastadora
zona «amigos» y, a lo que es peor: ¡a la de una hermana!

De camino a comprar su ropa, por supuesto que las personas lo miraron.


Todos lo miraban. Algunos hombres lo hacían porque iba metido en un
pijama de chica y, las chicas… porque era guapísimo. Tenía un rostro
divino y una expresión de esas que ya no hay, ¡que por ningún lado se
encuentran! Sam no sólo era bello, no, su atractivo no era sólo estético, él
emanaba algo, una especie de… aura-imán. Además, ¡tenía la mirada más
bella del mundo —tímida, noble, inocente, piadosa…— en los ojos más
bonitos del universo!
Sus ojos eran el universo.
Cuando paramos un momento, él me preguntó qué tan grave era su
problema. Al parecer, había tenido tiempo para pensarlo y comenzaba a
preocuparse por su mente. ¿Tenía retención?, me preguntó. ¿Tenía
momentos lúcidos y momentos de locura? ¿Cuánto duraban sus lapsos
coherentes? ¿Qué tan frecuente se olvidaba de todo?
Lo hice tomar asiento en la banca metálica de un parque —ignorando
por completo su femenina vestimenta— y, nuevamente, con toda la
consideración del mundo —no se podía ser de otro modo con una persona
tan dulce como él— intenté tranquilizarlo: le dije que todo el tiempo era
lúcido, que sólo sufría de lagunas. ¡Pero éstas eran muy raras!, le juré.
—¿Y el doctor dice que se irán? —se interesó—. Me gustaría verlo.
… Mierda.
—Sí. Sería bueno —comenté, algo nerviosa—. Pero lo viste apenas
ayer. Tienes cita para el próximo mes.
—¿El próximo mes?
—Sí. Exactamente en treinta días. —Dije. En treinta días él ya no
estaría en este mundo.
Sam frunció ligeramente el ceño y asintió, confiado.
Mirándolo —tan bello, tan inocente—, me pregunté cómo es que esos
ladrones fueron capaces de golpearlo. Él era una de esas personas que te
inspiran protegerlas.
… Sí, eso fue justo eso lo que arruinó mi vida.

Ya en centro comercial, sólo visitamos una tienda, pues él se negó a


recorrerlas todas —parecía incómodo en ese lugar tan grande, abierto y
lleno de gente—. Decía haber encontrado todo lo que necesitaba ahí: cogió
un pantalón de mezclilla discreto, una camisa de manga larga de color
negro, ropa interior y unos zapatos.
—¿Sólo vas a llevar un cambio? ¿No crees que vas a necesitar más que
eso? —Le pregunté.
Sam me miró con vergüenza y me explicó que no llevaba dinero. ¡Ay,
cuánto me gustaba ya!
—No te preocupes por eso —le pedí—. Yo tengo guardados algunos de
tus ahorros. Me los diste por si acaso los perdías.
Por primera vez, sus hermosísimos ojos azules me miraron con
desconfianza. No parecía creerlo. Pese a todo, lo convencí de que eligiera
dos atuendos más y yo escogí otros dos para él.
Y luego de evaluarlo con ropa —sí, se veía divino. Un ser celestial—,
visitamos una estética.
Me estaba divirtiendo mucho con él, era como jugar con el novio Ken
de esa muñeca… ¿cómo se llama? ¡Oh, Barbie! Nunca tuve una: mis
muñecas eran todas vudús de los vecinos.
Con el corte que Sam revivió, se veía bien: cabellos oscuros, rizados
ligeramente, largos hasta por debajo de las orejas, pasados de moda hace
como… trescientos años, así que hice que le metieran la máquina por todos
lados, hasta que conseguí el corte perfecto para su bonita cara afilada.
¡Y qué hermosa cara! Juro por la Madre que él tenía el rostro más bello
del todo el universo.
—Me siento desnudo —me confesó luego, cuando dejamos la estética
—. ¿Por qué tenía que cortarme el cabello? ¿Era inapropiado?
¿Un corte inapropiado? Pensé en que hacía mucho, mucho tiempo en
que no oía o pensaba en algo como eso… Un corte de cabello inapropiado.
Me sonó de lo más extraño y, aunque parezca increíble, de momento no
recordé la época de la cual venía él.
—¿Inapropiado? No —sacudí la cabeza—. Ya te acostumbrarás. —Le
prometí, embobada con él.
¡Y él asintió! Maldición, me tenía una fe ciega. ¡¿Qué clase de demente
confía en una bruja?! Pues él lo hacía.
Sí… ésa es una de las razones por las cuales, ahora mismo, moriré.
CAPÍTULO 5

Sam no tenía recuerdos de su vida, pero sabía para qué eran las cosas
cuando las veía. Zapatos, a los pies. Cubiertos, para comer. Libro, para leer.
Y claro que sabía leer; en vida, él había sido un letrado, recluido con
monjes en un monasterio, donde no tenía otra cosa qué hacer más que orar,
leer y traducir libros antiguos…
Sí, claro. Eso me tuvo que dar una alerta. Pero no lo hizo. Lo
subestimé.
Las cosas que yo tenía que enseñarle eran pocas. Como a utilizar el
televisor, por ejemplo, o el teléfono; descubrí que le interesaba la
tecnología.
Yo estaba fascinada con él.

** ** **

El segundo día de Sam fue un lunes —la noche anterior no habíamos


podido dormir; él giró la noche entera en su sofá y yo, en mi recámara… la
verdad era que me sentía de lo más extraña, con un muchacho durmiendo
en el mismo apartamento que yo. No le tuve desconfianza en ningún
momento, luego de todo: él era un alma pura—. Y yo ya tenía que ir a la
universidad (había faltado a muchas materias la semana anterior) pero no
quería hacerlo. ¿Cómo se deja solo a un hombre de arcilla así, tan fácil?
Además, estaba el asunto de la casera.
Antes de prepararme para ir a la escuela, fui a buscar a la mujer y le
expliqué que Sam era mi primo, que él no tenía a nadie más que a mí, que
sus padres habían muerto y… ¿qué? Eso no fue mentira, ¡sí estaban
muertos! Toda su familia estaba ahora muerta. Tampoco era mentira lo del
problema mental que sugerí… bueno, casi, ¿acaso él no tenía problemas
para recordar? Pues eso.
Le expliqué a la mujer que él no era peligroso —por su problema
mental—, ni debía preocuparse pero que sí debía darme un par de semanas
para conseguirle una buena casa para personas como él.
—¡Por favor! —Le supliqué, pensando en las hemorroides extremas
que iba a provocarle en caso de que nos echara a los dos del edificio.
Pero ella se mostró compasiva:
—Yo tuve un sobrino especial. Lo queríamos tanto —me confesó—. Sé
lo difícil que es encontrar hogares buenos, que los cuiden y respeten
verdaderamente.
»Déjalo aquí, pero búscale casa y, por favor, que nadie lo vea luego de
las diez de la noche. —Me permitió.
Me puse tan feliz que la besé en ambas mejillas. Fue algo sumamente
extraño, pues a la única persona que había besado, es a Iza, pero sentí
deseos de besar a esa mujer y la besé. Ella se rió y me despachó.
Cuando volví a mi apartamento, encontré a Sam ya despierto,
cambiando lentamente los canales de la televisión.
—Hola, Sam. Buenos días. —Lo saludé, yendo directo a la cocina.
—Buenos días, Lilla. —Me respondió, dejando el control de la tv y
siguiéndome con la mirada.
—¿Tienes hambre? —seguí, tomando la Nutella de la alacena y el pan
—. ¿Quieres un sándwich?
—¿Vas a salir? —Me preguntó a cambio él, notando mi prisa.
—Sí —le dije, sin estar muy segura. ¡Diablos, ¿cómo iba a dejarlo?!—.
Pero volveré pronto. ¿Quieres un sándwich? Esta crema es buena. —
Aseguré, sin dejar de untar chocolate en el pan integral.
—Lilla —me llamó él, con seriedad. Me detuve y lo miré—, ¿voy a
quedarme solo? —lucía preocupado—. Mi… Mi problema, ¿lo recuerdas?
Suspiré. Sentí pena.
—M-Mira —comencé, acercándome a él—. Tú estás bien. De verdad.
Sólo… no puedes acordarte de algunas cosas, ¡pero es todo! No hay nada
de malo en ti. —Esperé un poco, evaluando su reacción.
Él fruncía ligeramente su bonito ceño y ya no me miraba a los ojos;
meditaba mis palabras.
—Sam —volví a llamarlo, con una sonrisa—. Toma —le di su
sándwich, para no dejarlo pensar más—. ¿Quieres leche? Voy a servirte
leche. —Me escuché decir y… fue justo eso lo que me hizo salir a la
universidad con total seguridad: darle confianza a él. Hacerlo sentir que
estaba bien.
… ¡Vaya estúpida!

Esa misma tarde, cuando volví a mi apartamento —a toda prisa—, me


encontré a Sam frente la tv, mirando un documental sobre delfines y
terminando de comerse el frasco más grande de Nutella a cucharadas. Me
reí: Sam había encontrado a su primer amor... al primero.
CAPÍTULO 6

Para el día martes, antes de irme a la universidad, yo tenía ya listos dos


frascos de Nutella, mucho pan, más leche y algunos DVD’s de mis películas
favoritas. Creí que Sam se alegraría al ver todo eso… pero él sólo frunció el
ceño, aunque luego sonrió con educación y me dio las gracias.
De haberlo conocido más en ese momento, habría entendido que la idea
de quedarse encerrado, mirando la tv y comiendo dulces, no le agradaba
nada.
Cuando volví, encontré la tv apagada, la comida casi intacta y a él
dormido sobre el sofá, con mi copia de El Retrato de Dorian Grey sobre su
vientre plano.
Lo miré por un momento, pero no deleitándome en lo guapo que él era,
sino dándome cuenta de que su mente, la mente de un erudito, necesitaba de
nutrientes vitales —o sea, libros— y yo le había dado una tv y un frasco de
Nutella.
Idiota.
Él tiritó un poco y entonces noté que el lugar estaba helado. Me volví
hacia la ventana, adivinando que era el lugar por el cual el calor se
escapaba: esa maldita ventana tenía flojo el ganchillo, por lo que se abría
sola todo el tiempo. Fui allá y la cerré intentado no hacer ruido, pero no lo
logré, pues la única manera de meter bien el gancho era dándole un buen
golpe.
—Hola, Lil. —Me saludó Sam, incorporándose.
—Hola. Perdón por despertarte: esta estúpida ventana se abre sola. —
Me excusé.
—¿Qué le pasa? —Se interesó.
—Oh, lo mismo que al resto del apartamento: ¡se está cayendo a
pedazos! Si tan sólo este lugar no estuviese tan cerca de mi universidad, ya
me habría largado.
—Entiendo. —Fue todo lo que dijo él, pero… al día siguiente, cuando
volví a casa con una pizza en las manos, encontré mi ventana perfectamente
bien cerrada: él había reparado ese molesto ganchillo ¡y no sólo eso!:
arregló el rechinar de la puerta de la entrada, dejó reluciente los azulejos del
cuarto de baño, limpió toda la casa y acomodó mis libros por orden
alfabético según su autor.
Y con todo y eso, él pareció avergonzado:
—Oh —miró la pizza—, yo quería cocinarte algo, pero no logré
adivinar cómo haces funcionar la estufa.
—¡No te preocupes! —le supliqué, completamente satisfecha. ¡Oh,
Dios, mi casa al fin estaba limpia!—. ¡Gracias por todo! —Le dije, con
sinceridad.
Esa noche, mientras cenábamos, me di cuenta de que Sam no sólo era
guapo, servicial, educado y considerado, sino que también era un buen
oyente: me prestó atención a todo momento, únicamente hablando cuando
tenía una duda sobre lo que le decía o cuando yo solicitaba alguna opinión.
Sam me ponía verdadera atención, su interés no era fingido ni esperaba su
turno para hablar. Él solo… me oía.
Él era maravilloso, en cada sentido y… yo soy una idiota.
Comenzaba a enamorarme de un hombre que, desde el principio, sabía
que no podría quedarme.
Aunque, en ese momento, yo eso lo creía por su naturaleza, por su
caducidad de treinta días… jamás creí que sería él quien se iría.
CAPÍTULO 7

El día jueves, cuando volví a casa, él ya tenía preparada la comida para


ambos: un simple filete frito lentamente y hongos portobello con queso.
—¡Lograste encender la estufa! —Le festejé. Él se rió con modestia.
También cocinaba bien.
… Incluso eso hacía bien.
Esa noche hablamos nuevamente sobre la universidad y él me preguntó
qué tan cerca estaba del apartamento. Y yo, sin muchos detalles, le hice
saber el camino. Mi peor error pues, al día siguiente, cuando salí de la
universidad, noté que algunas chicas se reunían en grupos y susurraban
entre ellas. Eran varios grupos, de al menos cuatro o cinco chicas cada uno.
Me pareció extraño, así que miré en todas direcciones, buscando qué era
eso tan interesante qu… ¡Oh, Padre!
Lo encontré. Ahí, en la acera de enfrente, se encontraba Sam. ¡MI
Sam!, siendo el objetivo de todas esas miradas asombradas y lujuriosas.
Torcí un gesto y fui directamente donde él. De momento ni siquiera reparé
en que él había salido de casa… sin decirme nada, sin avisarme.
Sam sonrió al verme.
—¿Qué haces aquí? —Le pregunté.
—Estaba aburrido —me explicó—. Quise venir a buscarte. ¡Dios, hay
mucha gente! Temía no encontrarte.
Lo tomé por un codo y comencé a caminar con él, alejándolo de todas
esas miradas asquerosas —¿quiénes se creían ellas para poder contemplar
de ese modo poco respetuoso a mi hombre de arcilla? ¡Él era mío!—.
—Hola. —Me saludó una compañera de clases que, yo creía, ni siquiera
me había notado.
Pero entonces ella miró a Sam y comprendí: quería que los presentara.
Puse los ojos en blanco, sujeté con mayor fuerza a mi hombre de arcilla y
seguí andando, sin saberlo, al infierno: decidí visitar con Sam esa cafetería
donde yo solía cenar, todas las noches, antes de él. Error.
Entramos y tomamos la última mesa.
—Aquí tienen un pan que es muy bueno. —Le comenté.
Por primera vez, él no me escuchó.
La miraba a ella.
A esa mesera guapa, de ojos azules y largos cabellos castaños, a la que
nunca antes yo había prestado demasiada atención.
Miré a Sam; él veía a la mesera.
Miré a la mesera; ella notó a Sam.
CAPÍTULO 8

Cuando abrí los ojos, ese primer sábado junto a mi Sam, yo ya me había
olvidado completamente de la mesera.
«Total —me dije a mí misma—: se miraron porque ella está guapa y él
también lo es. ¿Qué hay de malo en eso?» y me levanté con unas ansias
increíbles de preparar el desayuno para él.
Ya por la tarde, tuve un fuerte antojo de comer alitas de pollo y beber
una cerveza. Le pregunté si quería ir y, obvio, él me dijo que sí, pero no
pudimos llegar de inmediato: a medio camino se nos cruzó una librería y…
sí, mi voraz lector entró en ella como atraído por un conjuro. ¡Y qué sonrisa
más bonita dibujó!
—Hay tantos libros. —Suspiró, mirando a su alrededor con ilusión.
Leyó todos los títulos de un estante, acarició con la yema de su índice
izquierdo los lomos de algunos y leyó un montón de sinopsis —quedando
confundido con muchas de ellas; con las sagas juveniles, específicamente
—. Cuando al fin salimos de la librería ya era de noche y, mientras yo
comía alitas —mismas que Sam ignoraba— él estaba sumamente fascinado
con sus libros.
Ahí ya comenzábamos a mostrarnos distintos.
Al día siguiente, sin embargo, me recompensó: él mismo organizó un
paseo a un parque cercano, que había logrado ver de camino a la
universidad, cuando fue a buscarme.
Y por primera vez en mi vida, ahí, tirada sobre la hierba del parque, me
sentí cómoda entre las personas; no tenía prisas, no estaba ansiosa por
volver y hacer algo, no quería nada en particular… estaba bien conmigo
misma. Sam me hacía sentirme cómoda conmigo misma; tomé asiento
frente al lago, bajo un árbol, y ahí dormité recargada sobre su hombro. Un
rato más tarde, mi muñequito de arcilla me despertó: había logrado ver unos
caballos, al otro lado del parque y quería a buscarlos.

Los caballos resultaron ser de alquiler.


—Lo siento. No sé montar. —Me excusé, en caso de que él quisiera que lo
enseñase.
Pero él me sorprendió, diciéndome:
—Yo sí. Podría enseñarte, si quieres. —Me ofreció, acariciando al
animal.
—Mejor no. —Me negué. Verán, no es común, pero hay ciertos
animales que no gustan de las brujas. Yo prefiero no arriesgarme.
—Vamos —insistió él—. Es fácil, el truco está en no sentir miedo y,
aunque sea la primera vez que montes, imaginar que es algo que haces a
menudo.
Y eso debió haberme alertado. ¿Un hombre de arcilla podía recordar
algo como eso? En el diario de Iza decía que ellos volvían con recuerdos
básicos que les permitieran sobrevivir… no un gusto como ése.
En ese momento, sin embargo, yo sólo vi a un muchacho. A uno que
había regresado de la muerte y no a mi juguete…
Comencé a ver en él a un hombre en toda la extensión de la palabra, y no
a un muñeco que se volvería polvo en algunas semanas.
CAPÍTULO 9

Encontrar a Sam fuera de mi universidad, luego de un largo día, fue


cuestión de alegría —casi tanta como ver a mis compañeras idiotas
volviendo sus cabezas, cuales búhos, para mirarnos andar—, sin embargo,
aquel lunes, cuando él quiso volver a esa cafetería —donde estaba esa
guapa mesera de ojos azules— a comer, yo… sentí amarga la boca.
Le concedí el gusto, sin embargo. Creo que, en ese momento, ya habían
pocas cosas que yo le negaría.
Y nuevamente se miraron, la mesera y él.
Se miraron largo rato y, antes de darme cuenta, estaba diciéndole:
—Oye, Sam, creo que… tal vez no deberías venir a buscarme ya.
Él me miró confundido.
—¿Por qué? —Me preguntó, sentado al otro lado de la pequeña mesa,
con el menú entre sus manos bonitas, de piel blanca, de dedos largos y
masculinos, pero que aún no eran los de un hombre maduro.
—Es que —busqué en mi cabeza algo que no fuera: «Es que ya no te
quiero cerca de esta perra. Estoy a una miradita más, entre ustedes, de
hacerle un vudú corrosivo»—… mira —no me salía nada de la boca—.
Todo ha estado bien pero… recuerda que tuviste un accidente, Sam. Te
afectó la memoria. —Le insinué.
El universo en sus ojos pareció apagarse. Me sentí una mezquina
traicionera, ¡y eso está absolutamente mal!: una bruja no debe sentirse mal
por recordarle a un hombre de arcilla su propósito, y el de Sam era
acompañarme a mí… y no enamorarse de esa mesera.
De camino a casa, con voz un poco más baja de lo habitual, Sam me
contó que había encontrado una biblioteca pública dos calles más abajo; en
ese momento, creí que lo había hecho para matar el silencio entre nosotros
pero, ahora que lo pienso, tal vez estaba pensando en que ya no podría
visitarla, pues le había prohibido salir sin mí.
Al día siguiente, al volver a casa y encontrarme con su preciosa cara
marcada con una incomodidad que intentaba ocultar, le dije:
—Tal vez puedas ir a buscarme, pero… ten cuidado. Si te sientes mal,
vuelve inmediatamente. —Le pedí.
¡Y mayor error no pude cometer, mayor error no pude cometer!

** ** **

El día miércoles, cuando salí de la universidad, lo encontré sentado en la


acera de enfrente, metido en la lectura de un libro propiedad de la
biblioteca.
—Conseguiste un pase para sacar libros —lo saludé, notando que él
estaba adaptándose demasiado rápido a esta época.
—Sí —me dijo, de lo más feliz—. Y también conseguí un trabajo.
—¿Trabajo? —¿Qué había dicho él?
—Sí, un trabajo. No haré nada peligroso, no te preocupes: seré mesero.
—… ¿Mesero?
—Sí. En ese café en el que hemos cenado antes. —Me explicó,
emocionado.
Genial. Había conseguido trabajo junto a la guapa mesera.
¡Estupendo!
CAPÍTULO 10

Para el día jueves —nuestro segundo jueves juntos—, salí de la


universidad desganada, deprimida: había estado, durante todas las clases,
pensando en Sam… En Sam y en la mesera, juntos. Aquel había sido su
primer día de trabajo y yo ya los imaginaba besándose en la parte trasera
del café.
Terrible, lo sé.
Aun así, fui allá porque eso habíamos acordado: yo lo buscaría a él, en
el café, saliendo de clases. Y cuando llegué, lo encontré limpiando una
mesa; se veía precioso con su mandil blanco, quitando las migas de pan que
habían dejado algunos clientes. Permanecí fuera, contemplándolo a través
de los cristales hasta que él me notó. Sonrió al verme y me saludó con la
mano, luego me pidió, con un ademán, que entrara, pero yo sacudí la
cabeza. Él miró sobre su hombro… a la mesera, y fue donde ella,
quitándose el mandil, el cual dejó tras la barra.
La mesera se acercó a él e intercambiaron algunas palabras… ¡y luego
me miraron de frente! Los dos. Me puse nerviosa, pero me tranquilicé un
poco al ver que venían hacia mí.
Sam abrió la puerta y primero salió la mesera. Por primera vez, me fijé
bien en ella: ¡realmente era bonita!, y no sólo eso… su alma era cálida. No
era una fuente de bondad andante, como Sam, pero era una humana llena de
virtudes —ella era, sobre todo, empática—. Diablos.
—Lilla —me llamó Sam—, ella es Adele. Es mi jefa.
Adele hizo una seña con su mano, como si esa palabra jerárquica la
hubiese incomodado, pero no dijo nada al respecto.
—Mucho gusto —dijo luego, con regalándome una (bonita) sonrisa, y
me tendió una mano—. Sam me contó que cuidas de él desde su accidente.
¿Accidente? ¡¿Él le había hablado al respecto?! ¡¿Qué clase de persona
le cuenta a su jefe que tuvo un accidente que le hizo perder parte de la
memoria?! Claro… una responsable, me dije.
—Me moría por conocerte —me dijo Adele y, aunque algunas personas
pudiesen creer que había doble intención en sus palabras, su alma me
dejaba ver que eran completamente ciertas—. No todas las personas ayudan
tanto a un amigo que está pasándola mal.
Enmudecí; ella me hizo sentir como… una sucia mentirosa y, cuando
Sam se despidió de ella, con una sonrisa, fue peor… sentí que estaba
engañándolo.
De camino a casa, esa tarde, fuimos en silencio.

Esa misma noche, Sam tuvo su primera pesadilla. O al menos, fue la


primera de la que yo me percaté.
Yo no podía dormir y me levanté a buscar galletas, cuando lo oí.
—No, no… —Decía él, en un susurro.
Me acerqué al sofá donde dormía y lo miré bien: tenía la frente perlada
de sudor y respiraba con dificultad.
—No, ¡no! —Suplicó, y luego despertó con un grito, antes de que
pudiese hablarle (Iza me había contado en alguna ocasión que, la mejor
manera de superar las pesadillas, es hablándole a la persona en sueños, no
interrumpiéndolo).
Sam se incorporó, llevándose una mano al pecho —justo ahí, donde
tenía la cicatriz del pentagrama que yo formé con mi daga—.
—¿Estás bien? —Le pregunté, arrodillándome a su lado.
Sus ojos de universo me miraron aterrados.
—¿Sam? —Seguí.
Él sacudió la cabeza.
—¿Tuviste una pesadilla? —Le pregunté. ¿Un hombre de arcilla podía
tener pesadillas? ¿Exactamente de qué? Se suponía que no recordaba
nada…
Él jadeó, intentando controlarse, antes de decirme:
—No lo sé. No me acuerdo.
Y en ningún momento se me ocurrió que él pudiera mentirme.
CAPÍTULO 11

Ya en viernes, la verdad es que yo temía dejarlo solo —esa pesadilla no me


había gustado nada, y mucho menos me gustó cuando releí las páginas que
hablaban sobre los hombres de arcilla y no encontré ninguna clase de
referencia a pesadillas: eso era terrible, ya que Iza era extremadamente
meticulosa en ese tipo de cosas—, aun así, Sam insistió en que yo debía ir a
la universidad y él a su trabajo.
Pero yo no pude concentrarme en nada. Sólo pensaba y pensaba y, por
primera vez, me pregunté si había hecho algo mal durante el conjuro.

Esa misma tarde de viernes, cuando pasé a buscar a Sam a la cafetería, lo


encontré conversando con Adele.
Ellos sonreían. Sam sonreía, como si no hubiese tenido una espantosa
pesadilla que no lo había dejado volver a dormir durante toda la noche, y
mantenido distraído toda la mañana.
Me pregunté si acaso esa chica le daba paz.
… y así era.
Sam se sentía bien a su lado, con sólo mirarla.
Di un paso atrás, llena de negación, y entonces Adele logró verme. Ella
me sonrió con amabilidad y me saludó como antes había hecho Sam.
La odié.
Sam me buscó con la mirada y perdió la sonrisa.
—¿Por qué no entraste? —Me preguntó ya de camino a casa, cuando
cruzábamos el parque donde montamos a caballo.
—Porque no me dio la gana. Le espeté, sintiéndome furiosa.
Sam me miró por un segundo: él era un muchacho de apariencia
inocente, apacible, y aunque su evidente su intención de decir algo, no lo
hizo.
Lo agradecí. ¿Cómo iba a decirle que estaba celosa? ¿Cómo iba a
decirle que él era mío, porque yo lo había creado para mí? No se lo dije no
porque no quisiera que él conociese su origen… sino porque… me dio
pena. Me di cuenta que eso lo ponía en un lugar más bajo incluso que una
mascota. Quizá un objeto.
Y Sam no era un objeto.
Era una persona maravillosa.
No un hombre de arcilla, no un golem… era un muchacho, un ser
humano.
Esa noche, Sam tuvo otra pesadilla que intentó ocultarme. Esa noche,
cuando despertó, lo vi enterrarse los dedos en el pentagrama en su pecho, a
través de la playera empapada de sudor; era como si le doliera.
CAPÍTULO 12

Al ser una bruja y al tener costumbres diferentes, mi moral y ética son


confusas para los humanos, tanto como para mí lo son las suyas, así que no
soy muy buena con filosofía.
Lo intento, pero no me entra en la cabeza.
Por suerte, a Sam sí.
Todo el día sábado lo pasamos tirados en la sala, comiendo pizza y
hablando de filosofía. Bueno, en realidad Sam me dictaba las respuestas a
un cuestionario donde se hablaba principalmente de Hegel y sus reflexiones
referentes a asuntos morales; intentó explicarme conceptos como la persona
—como sujeto individual, consciente, que no puede ser convertida en
objeto—, la dignidad, la libertad…
¡Y fui tan tonta que en ningún momento me pregunté cómo es que
Samuel podía recordar tantas reflexiones y citas de grandes filósofos! Él los
recordaba con total claridad y… ése fue el indicio más claro que pude haber
tenido de que algo estaba resultando muy distinto al hechizo que saqué del
diario de Iza, pero yo estaba tan hipnotizada con él, que no me di cuenta.
Yo sólo admiré su increíble capacidad mental. Ni siquiera reparé en el
contenido de sus palabras.
—¿Qué clase de libros te gustan? —me preguntó cuando ya
terminábamos mi tarea.
—De filosofía, no —me reí, y lo pensé por un momento: yo leía poca
literatura (generalmente mis lecturas son los diarios de brujas antiguas) pero
entonces recordé: Nereo y Harmonía.
—¿Qué es eso? —me preguntó—. Parecen nombres griegos.
—Hn. Lo son —aseguré—. Nereo y Harmonía son como… Romeo y
Julieta, pero más inteligentes y menos suicidas.
Sam se rió y me preguntó si podía contarle la historia.
—Claro —le dije—. Harmonía era una joven de un aquelarre griego
que estaba llegando a su fin, pues las brujas parecían sufrir de algún
maleficio que, desde hacían décadas, sólo les permitía parir nueve varones
por cada hembra.
—¿Y eso de qué manera afectaba al aquelarre? —me preguntó él.
—Bueno, pues lo afectaba porque —pensé en cómo explicárselo—.
¿Sabes lo que es un ligre o un tigón?
—No —confesó él.
—Bueno, el ligre es el hijo de un león y una tigresa, mientras que el
tigón es hijo de un tigre y una leona.
—No sabía que eso existiera —él frunció el ceño—. ¿Cuáles es la
diferencia entre ellos? A fin de cuentas, ¿no son hijos de tigres y leones?
¿No son iguales?
—Por lógica, tendrían que serlo —acepté—, pero no lo son:
independientemente de su sexo, el ligre es un gato muy grande, mientras
que el tigón es pequeño. ¿Esto a qué se debe? A que el gen que ayuda a
controlar el crecimiento, en el caso de los leones, se transmite vía materna,
mientras que en los tigres es al revés.
—¿Lo transmite el macho?
—Así es. Entonces, el ligre no hereda dicho gen por ninguno de sus
progenitores, por lo que crece durante toda su vida. En el caso del tigón, sin
embargo, hereda el gen por parte de ambos padres.
—Qué curioso.
—Sólo es genética.
»En el caso de las brujas, el gen que permite hacer ciertas cosas, es sólo
heredado por la madre y se hereda exclusivamente a las hembras. ¡Es como
si fuese una enfermedad recesiva! Como la hemofilia, por ejemplo: esa
enfermedad se encuentra en el cromosoma X, y la madre (si es portadora)
sólo puede heredar la enfermedad activa a sus hijos varones, pero no a sus
hijas, porque los hombres son XY, mientras que las mujeres somos XX, o
sea, tenemos dos Xs, una de respaldo en caso de que la otra no sirva (más o
menos es así), mientras que los varones hemofílicos sólo tienen una X y
está jodida. ¿Me entiendes?
Él frunció el ceño.
—Más o menos.
—Bueno, pues de esa manera es como el aquelarre estaba muriendo: no
había brujas. Debían unirse a otro o aceptar su fin, sin más.
—¿Y lo hicieron?
—Así es. Entonces pactaron con un aquelarre del norte, con brujas del
viento, que tenían una población cada vez mayor y tierras pobres; a ambos
aquelarres les convenía: el de Harmonía, por ejemplo (quienes eran
usuarias de agua) tenían una vasta región y un castillo enorme, pero
necesitaban brujas urgentemente, para protección.
»Fue de esa manera como Nereo se unió al aquelarre de Harmonía,
quien, para entonces, ya estaba prometida con Arístides.
—Oh. Problemas.
—Sí. Harmonía no era una bruja especialmente habilidosa, pero era
muy cotizada entre los jóvenes.
—Había nueve hombres por cada mujer —notó él, riéndose—, si se
casaban sólo entre ellos, ¡todas las mujeres debieron serlo!
—Tal vez —acepté—, pero Harmonía no sólo tenía muchos
admiradores porque hubiesen pocas mujeres, ni siquiera por su atractivo,
sino por su voz: las brujas decían que su canto rivalizaba con el de las
sirenas.
—¿Sirenas?
—Sí, son una especie de ninfas de agua —le resté importancia—.
Entonces, la primera noche que ambos aquelarres pasarían juntos, durante
la primera cena, se prometieron bodas para volverse una sola y gran familia.
»A Nereo, quien era el hijo de la líder del aquelarre de viento, lo
comprometieron con Nora, la bruja más hábil del aquelarre de agua (quien
tenía las habilidades para ser la próxima líder)… pero Nereo y Harmonía no
pudieron evitar enamorarse. Solían encontrarse en el bosque, cerca de un
lago profundo donde Harmonía pasaba sus días, practicando a solas.
»Una tarde, Arístides buscó a su prometida sin avisarle.
—¿Él lo sospechaba? —me interrumpió Sam, interesado, mostrándome
una palma para pedirme un momento.
—Es posible —respondí—: aunque el matrimonio de Arístides y
Harmonía había sido arreglado, como muchos otros hace uno o dos mil
años A. C., él era su gran admirador y, algunos dicen, que también su mejor
amigo —suspiré.
Sam frunció ligeramente el ceño y me pidió continuar con un
movimiento suave de su cabeza.
—Entonces los encontró en el bosque, pero no les dijo nada. No les
hizo saber que los había visto. Los dejó volver al castillo y, al día siguiente,
Arístides le pidió a su rival que lo acompañase a cazar; Nereo aceptó y
Arístides lo guió hacia el lago donde lo había visto con su prometida. Ahí le
cortó el cuello y, cuando Nereo cayó al lago, él lo dio por muerto y volvió
al castillo. Creía que nadie lo sabía, pues nadie los había visto salir juntos,
pero Harmonía sabía de su excursión y, angustiada, salió a buscar a su
amado.
—¿Lo encontró?
—Sí. Cerca del lago, agonizando. En su desesperación, Harmonía
realizó un conjuro prohibido: ella invocó al Padre y suplicó que alargara los
días de Nereo. El Padre aceptó, pero tomó a cambio un sacrificio de la
bruja.
—¿Su alma? —Temió Sam.
Yo me reí. ¿Para qué el Padre querría el alma de una bruja? ¡Nosotras
no podemos ir al cielo o al infierno! Me pareció graciosa su pregunta, pero
disimulé bien.
—No, algo más inmediato: su vida.
—Oh.
—Sí, bueno, al menos la mitad de ella.
—¿La mitad?
—Sí, el Padre es bueno con sus hijas, sólo tomó la mitad (por lo que
algunas brujas dicen que no fue realmente un pago, sino un sacrificio
requerido para el hechizo).
Sam entrecerró sus hermosos ojos ligeramente, y me pareció que los
lunares plateados se… oscurecieron.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Él sacudió la cabeza. Vi, en sus bellísimos ojos, que él tenía algo que
debatir, pero decidió callárselo, así que continué:
—Bueno. La pareja volvió al castillo y la madre de Nereo se dio cuenta
de que había algo diferente en su hijo. Ella era la bruja líder de su aquelarre,
claro que se dio cuenta y lo que había ocurrido no fue algo ligero: se había
atacado a un miembro de su aquelarre a pocas semanas de enlazar la unión.
Debían conocerse los motivos y castigar a los responsables.
—¿Supieron de Arístides?
—Eran brujas. Claro que lo supieron y también el motivo que lo llevó a
cometer el horrendo crimen: Nereo y Harmonía le habían sido infieles.
Arístides había estado en su derecho y, quienes debían morir, eran la infiel
pareja.
—¿Los mataron?
—No. Arístides no soportó la idea de ver arder a Harmonía, así que se
ofreció para ser castigado en su lugar (debían castigar a alguien). Él prefería
la muerte a no volver a verla.
—Vaya…
—Sí.
—¿Mataron a Arístides?
—No. Él no había hecho nada malo. Tampoco quemaron a la pareja.
—Les otorgó su perdón. —Obvió Sam.
—Sí, él los perdonó (por Harmonía) pero había una cuarta persona en la
ecuación.
—¿Nora?
—Sí. Nora. Ella se sentía humillada y demandó el castigo
correspondiente para ambos. Ella no los perdonaba y… bueno, las brujas
suelen vivir en matriarcados y ella tenía la última palabra.
—¿Cómo lograron sobrevivir, entonces?
—Harmonía retó a Nora a un combate y, ella, sabiéndose habilidosa y a
su rival torpe, aceptó. El combate se llevaría a cabo cerca del lago y no
usarían más que la fuerza del Padre para intentar hacer pedazos a la otra.
—Eso sonó horrible.
—Fue horrible. Una pelea entre hermanas siempre es algo horrible y
ellas habían crecido en el mismo aquelarre, como familia.
»Nora fue la primera en atacar: lanzó a Harmonía tan profundo al
interior del lago que todos creyeron que se ahogaría, pero ella volvió…
volvió con un par de dracae, quienes ahogaron a Nora sin ningún problema.
—¿Qué es una dracae? —Me preguntó, sacudiendo ligeramente la
cabeza, decidiendo en qué parte de mi historia centrarse.
—Otra clase de ninfa acuática.
—Como… ¿las sirenas?
—Similares. De apariencia casi completamente humana, pero ninfas
acuáticas, a fin de cuentas: enamoradas de la voz.
—Y Harmonía cantaba. —Dedujo.
—¡Como una sirena! Nadie sabía que, las largas horas que Harmonía
pasaba cerca del lago, tenían poca o ninguna relación con sus prácticas de
brujería: Harmonía comenzó a usar otro tipo de magia. La que las ninfas de
agua le enseñaban. Se volvieron amigas y habían sido ellas quienes
salvaron a Nereo y luego le enseñaron ese hechizo para llamar al Padre.
»Fue así como Nereo y Harmonía vivieron uno de los más grandes
amores. —Suspiré.
—Destrozando vidas. —Comentó él, bajándome de mi nube.
—¿Destrozando?
—Había un compromiso. Dos. Ellos no hicieron lo correcto,
provocaron una muerte y tal vez hubiesen comenzado una guerra interna,
¿no es así?
—… Su-Supongo. —Dudé, pero era cierto eso.
—Creo que en la época en que lo relatas, debió ser una falta muy grave.
—Lo fue pero… Se centra en la historia de amor. Al menos es lo que yo
entiendo. ¿No te gustó?
—¿Amor? —preguntó él y, tras pensarlo por un par de segundos, me
dijo—: sí, en la historia del amor de Arístides, a quien no le importó la
humillación, ni siquiera perder la vida, por la mujer que amaba.
»¡Y sí me gustó! Me encantó la manera en que lo relataste, como si las
brujas existiesen. —Confesó.
Y yo fruncí el ceño. Claro… como si las brujas existiesen.
CAPÍTULO 13

El día domingo, cuando desperté, Sam no estaba en casa. Me preocupé un


poco, ¿a dónde había ido él? Trabajaba de lunes a viernes y los domingos la
biblioteca estaba cerrada. Intenté tranquilizarme y me hice un café; lo bebí
sentada en el alféizar de la ventana, esperando por él. Pero pasó una hora, y
luego otra… y luego sucedió.
Un accidente en la esquina de mi edificio.
Atropellaron a una persona.
Algo me dijo que era Sam.
Samuel, un chico sacado de otro tiempo y puesto en una de las ciudades
más concurridas del mundo.
No recuerdo haber dejado la taza sobre la mesilla, ni haber salido del
apartamento, sólo me recuerdo corriendo escaleras abajo, buscando a mi
Sam.
«No, no, no, ¡Madre, no lo permitas!» suplicaba, en mi mente,
abriéndome paso entre la multitud que no se apartaba. ¡Era Sam! Estaba
segura de eso… tal vez por eso no empujaba a las personas con fuerza. Tal
vez no quería ver su bonito cuerpo destrozado bajo las ruedas de esa
camioneta oscura.
Temía no volver a verlo nunca más.
Una misma alma no puede ser traída de regreso dos veces. Si había
perdido a Sam… lo había perdido para siempre.
—Sam… —gemí, al borde de las lágrimas.
… Y entonces alguien me cogió por los hombros con suavidad y me
haló hacia atrás.
Me giré, alterada… y lo vi.
Era mi Samuel quien me apartaba del horrible accidente. Él vestía ropa
deportiva, la cual estaba algo sudada, y algunos de sus cabellos oscuros se
adherían a su frente. ¡Él sólo había salido a correr!
—¡Sam! —Solté, en un jadeo tembloroso, al tiempo que las lágrimas
(producto de la angustia sufrida y el repentino golpe de alivio y felicidad)
me rodaban por ambas mejillas.
Lo abracé con fuerza, por la cintura; Sam era alto y yo apenas le llegaba
por los hombros.
—Creí que eras tú. —Le confesé, entre lágrimas, sin darme cuenta.
Lo escuché reír con suavidad, mientras me acariciaba los cabellos. Miré
hacia arriba; él sonreía —¡ay, me gustaría que lo hubiesen visto! Sam tenía
la piel muy blanca y, en aquel estado te cansancio, bajo su pómulo
izquierdo se le había remarcado esa mancha rojiza… Se veía tan guapo.
Aterradoramente bello—. Realmente nunca antes lo vi tan
maravillosamente apuesto, atento y, sobre todo, compasivo. Le alegraba
saber que le quería.
… mi segundo gran error.
—Estoy bien, Lil —musitó, bajito—. Vamos a casa.

Aquel día, luego de mi susto de muerte, Sam me consintió como si fuese yo


una niña: pastel, chocolate caliente, pasta por montones, aunque no la
cocinó él: había descubierto cómo pedir comida a domicilio y había
aprendido sobre dinero.
Sam se adaptaba y asimilaba todo rápidamente.
Esa noche hubo luna llena.
Las fases lunares son importantes para una bruja; nos da energía, es
nuestro calendario para hechizos y nuestra guía de conexión más grande
con la Madre. Sam me acompañó a contemplarla esa noche; estuvimos en la
azotea —en la misma donde él volvió a la vida—, bebiendo chocolate,
envueltos con la misma frazada. Era el cuarto domingo de Enero, y hacía
tanto frío que, por poco, no noto que Sam tenía dolor en el pecho. Él se
llevaba la mano con frecuencia al lugar donde, bajo su camisa de botones,
estaba la cicatriz del pentagrama, y lo presionaba con discreción.
—¿Te duele? —Le pregunté.
—No te preocupes —me suplicó—. Estoy bien.
Me volví hacia él y, cuando Sam suspiró… noté un brillo extraño,
plateado, en sus pupilas.
Intenté recordar dónde había visto ese brillo antes. ¿En un gato, en la
oscuridad? No, el de Sam había sido más sutil.
¿Qué rayos había sido eso?
Me pregunté, una vez más, si había hecho algo mal cuando le di vida.
Miré a la luna y, como si hubiese sido un mensaje de la Madre, recordé
que me había quedado inconsciente en el cementerio, luego de capturar su
alma… Ni siquiera recordaba haber cerrado la tumba y, cuando desperté,
estaba cerrada. ¿Acaso había sucedido algo importante durante ese tiempo?
CAPÍTULO 14

El día lunes, cuando salí de la universidad, estaba tan angustiada por él —


sumado a las pesadillas, ahora era el dolor en su pecho y ese extraño brillo
en sus ojos— que, cuando llegué al café, para buscarlo, y lo encontré
comiendo de la mano de Adele, no produjo en mí el efecto que
regularmente tendría. ¿Que si no me puse celosa? ¡Sí, me puse! ¿Que si
pensé en hacerle vudú —de una buena vez— a esa chica? ¡Oh, claro que sí!
Pero era mayor la angustia que sentía por él, así que entré, pero, al
hacerlo… el aura en ese lugar no me gustó. No sé el qué era pero me sentí
tan incómoda que por un momento se me olvidó.
Sam sonrió al verme y corrió a servirme un postre.
—Dime qué te parece —me pidió, emocionado—. Yo lo preparé. —Me
hizo saber.
Pero realmente no era necesario que me lo dijera porque noté que su
ingrediente principal era Nutella. Obviamente lo había preparado él.
Con recelo, miré a Adele. Así que ella estaba ascendiéndolo, ¿eh?
¿Ahora lo dejaba experimentar en la cocina? La idiota me sorprendió
viéndola y me saludó con la mano, sonriéndome.

Esa noche no dormí, cuidando de Sam, pero él no tuvo pesadillas de nuevo.


Al menos no de ésas que lo hacían gritar, pero sus bonitos ojos de universo,
bajo los párpados, se movían una y otra vez. Quise llamarlo en sueños pero
me dije que no serviría de nada, pues él ni siquiera recordaba el qué soñaba,
al despertar.
Me dejé caer en una silla, frente a la pequeña mesa de la cocina y,
mirando las ramitas al fondo de la taza en la que había bebido té, recordé
ese viejo conjuro para mirar dentro de los sueños de otras personas.

** ** **

El día martes ni siquiera entré a clases. Me quedé en el campus revisando


los diarios de Iza, en busca del conjuro; me decía que era mi obligación
ayudarlo, ya que yo lo había… traído de regreso.
Al final lo encontré: el ritual debía realizarse en una de las cuatro fases
importantes de la luna y, durante los cuatro días previos, dar a beber a la
persona un concentrado de algunas hierbas y sangre de bruja.
Lo consideré una bendición de la Madre, pues faltaban sólo seis días para
el cuarto menguante. ¡Tenía el tiempo suficiente para conseguir los
ingredientes y preparar el hechizo! Sentí que Ella me guiaba… y así era…
sólo que yo estaba malinterpretando los mensajes.
CAPÍTULO 15

El día miércoles, en lugar de ir a la universidad, apenas Samuel salió a la


cafetería, yo me dediqué a conseguir las hierbas necesarias para su
concentrado. Me llevó más tiempo del que pensé —visité cinco o seis
hierberas para conseguirlo todo— y, cuando por fin terminé, ya era la hora
en que Sam salía de su trabajo pero, en lugar de ir a buscarlo, regresé a mi
apartamento y comencé a preparar el destilado de hierbas; para cuando
logré prepararlo, poner todo dentro de un frasco y meter éste bajo el sofá
donde Sam dormía (como requería la poción), ya había anochecido. ¡Y lo
logré justo a tiempo, porque entonces Sam llamó a la puerta! Reparé en que
él no tenía llaves del lugar, ya que siempre entrábamos y salíamos juntos.
Arreglé sus cosas tal y cómo él las tenía: la manta bien doblada, el libro
sobre ésta, una guía de museos entre los cojines, todo igual, y entonces abrí.
Y lo encontré con una preciosa carita de preocupación.
—Hm. Aquí estás. —Murmuró.
—Aquí estoy. —Repetí, algo nerviosa y apresurada.
Miré lo que él tenía entre las manos: algunas bolsas plastificadas que
contenían alimento para los dos, varios frascos de Nutella y… un ramo de
rosas blancas; al parecer, le habían pagado su primera semana de trabajo.
Él sonrió con timidez y me tendió el ramo:
—Una mujer entró al café, vendiendo rosas —me explicó—. Creí
que… podrían gustarte. —Continuaba parado en la puerta.
Cogí las rosas sin estar muy segura de qué debía hacer con ellas: nunca
me habían regalado rosas y, generalmente, cuando una bruja consigue
flores, es para hacer pociones con ellas. Aun así… me gustaron.
—Gracias. —Le dije.
—Sí —él seguía hablando bajito—. También traje esto. —Me tendió
una bolsita de papel.
La cogí y la abrí, dentro había dos croissants; parecían recién hechos.
Tuve la sensación de que él y la mesera, Adele, los habían cocinado juntos.
Sentí la boca amarga y debí torcer alguna mueca, porque él frunció
ligeramente el ceño, angustiado.
—¿Todo está bien, Lil? —Me preguntó.
—Sí, ¿por qué? —Me escuché responder, seca.
—Bueno… no me buscaste hoy y… estás parada en la puerta, como si
quisieras que me fuera.
Parpadeé repetidas veces, saliendo trance, y me aparté rápidamente.
—Pe-perdón —le pedí—. Entra, perdón. Estoy distraída.
—¿Sí? ¿Por qué? —Siguió él, yendo hacia la cocina.
—¿Por qué, qué?
—Distraída. ¿Por qué estás distraída? —Me preguntó, dejando sobre la
mesa las bolsas con comida.
Me quedé mirándolo, sin saber qué decir. ¿Qué se supone que debía
responder a eso? ¡Es sólo una expresión! Cualquier persona así lo habría
entendido, pero no él, quien era tan atento y educado.
Sam era una persona especial.
Lo era al menos para mí.
Al día siguiente, preocupada de que él llegara a pensar que no lo quería
ya en mi apartamento, saqué una copia de la llave y se la entregué cuando
fui a buscarlo al café.
—Así ya no tendrás que tocar a la puerta. —Le dije.
Y ése fue uno de los errores más grandes que pude yo cometer.
CAPÍTULO 16

El día viernes Sam salió antes que yo a su trabajo —pues yo estaba


demorándome a propósito para poder sacar las hierbas bajo de sofá—, pero
volvió casi inmediatamente, pues se había olvidado del libro que leía; abrió
con su llave, entró volando y, tras darme un beso en la cabeza —y el peor
susto de mi vida—, corrió de nuevo.
Sí, casi me da un infarto cuando entró y yo estaba inclinándome bajo su
sofá, por fortuna, no vio nada. ¿La parte mala? Es que el asunto no quedó
ahí: yo vivía en el apartamento «J», del piso cuatro, y cuando bajé para ir a
la universidad, la casera me detuvo y me dijo:
—Lilla, ha habido quejas. Dicen las personas que han visto a tu primo
entrar y salir con su propia llave.
Yo entorné los ojos. ¿Quejas? Por piso, había únicamente dos
apartamentos y, si alguien vio a Sam entrar con su llave, fue la maldita
muchacha boba del «I», quien se pasa la vida husmeando en la de los otros.
—No se preocupe, señora di Pietro —le pedí—. Sam sólo estará aquí
unos días más. Diez, para ser exactos. —Añadí y… sentí que los ojos me
escocieron.
Faltaban diez días para que el cuerpo de Sam se volviera polvo.
Diez días para que nunca más volviese a verlo.
Sólo diez.

Esa noche, cuando volvimos a casa, valiéndome del frío que hacía, preparé
té para mí y el concentrado de hierbas para él; me fue difícil verter la sangre
en la taza sin que él se diese cuenta, con lo diminuto que es el apartamento,
pero lo logré: me pinche una muñeca con cuidado, mirándolo, y dejé caer
tres gotas dentro del líquido verdoso y caliente.
Si alguien está pensando que es antihigiénico, déjenme decirles que no
lo es: como bruja, gracias a la sangre del Padre, soy inmune a casi todas las
enfermedades humanas. Sí, les estoy presumiendo.
Sam me agradeció cuando le entregué su taza. Me senté a su lado y lo
miré de reojo, con mi taza cerca de los labios, comprobando si él lo bebía;
un solo trago era suficiente. ¡Y lo hizo! Él bebió un pequeño sorbo y
frunció el ceño.
—Esto… —comenzó, pero no continuó.
—¿Qué? —Le pregunté, sabiéndolo demasiado educado para decirme
que mi té era asqueroso.
La mezcla de hierbas que utilicé, para hacer el concentrado, son
sumamente amargas.
—Su sabor es muy intenso. —Se limitó, arqueando sus bonitas cejas.
—Sí. Si no te gusta, no te lo bebas. —Le pedí. El trabajo ya estaba
hecho: él había bebido un sorbo y eso era suficiente.
—No, está bien. —Me dijo.
¡Y se lo bebió todo! Era tan propio, dulce e inocente, que daban ganas
de abrazarlo y llenarlo de besos...

** ** **

El día sábado sucedió algo que, a mi parecer, fue de lo más extraño. Él


quería ir al otro lado de la ciudad, a un museo pequeño que exponía objetos
antiguos, que eran… artículos personales y sin mucha importancia.
Caminamos entre contenedores repletos de peinetas de hace doscientos
años, entre navajas de hace doscientos cincuenta y nos detuvimos,
finalmente, frente a un aparador que mostraba un dije de madera y plata.
No parecía nada viejo, pero en el estante marcaba que tenía
aproximadamente trescientos años en posesión de la familia fundadora del
museo.
Trescientos. De la época de Sam. Miré a mi alrededor, temerosa.
—¿Qué hacemos aquí? —Le pregunté.
—Sólo miramos —me respondió, distraído, con sus hermosos ojos de
universo clavados en el dije.
—¿Qué es eso?
—No lo sé. —Se limitó él.
—Y… ¿eso te gusta? —Señalé el dije—. Tal vez podamos conseguirte
uno.
Él sonrió.
—Sí, es hipnotizante. Mira el gravado.
Me acerqué más y, tallado en la plata, encontré… ¡esos símbolos
antiguos que estaban en mi esfera de cristal y plata, que yo no podía leer!
¿Acaso ese dije había sido posesión de una bruja? Era extraño,
generalmente las brujas tomamos precauciones de nuestras posesiones, en
caso de muerte.
Intenté ocultar mi impresión y seguí contemplando los símbolos, y
entonces me di cuenta de que no eran los mismos que tenía mi contenedor.
Eran similares, pero eran otra cosa: los de mi esfera eran simétricos,
mientras que los de ese dije eran puntiagudos.
Ese dije no pertenecía a una bruja. Y estaba completamente segura de
que tampoco era propiedad de los devoradores de brujas —a ellos no les
gusta la plata… a menos que eso no fuera realmente plata, como decía la
ficha ofrecida—. ¿De qué cosa era? Y, lo más importante: ¿por qué Sam
había ido a buscar algo como eso?
Lo miré, recelosa, y él ni siquiera se dio cuenta. Sus ojos parecían
incluso más brillantes y bonitos, contemplando el dije.
Cuando salimos del museo, fuimos a almorzar a un restaurante cercano,
y sucedió otra cosa igual de espeluznante: tras alimentarnos, del restaurante
yo salí primero, sorbiendo tranquilamente mi jugo de una pajilla cuando lo
oí. Primero fue un gruñido suave, a mi izquierda, volteé despacio y… ahí
estaba: inmenso, aterrador, mostrándome sus afilados colmillos… ¡era uno
de esos malditos perros que los descendientes de los devoradores de brujas
usan para cazarnos! Era un animal enorme, con apariencia de lobo gris,
encadenado a un poste, ladrándome y tironeándose para escapar y hacerme
pedazos…, para lo que había sido entrenado.
Déjenme aclararles algo: que un perro de esos logre olfatear a una bruja
que lleva protección encima, implica que han estado rastreando a dicha
bruja, y yo, todas las mañanas, me aseguraba de echarme encima medio
frasco del perfume con el cual combinaba los destilados que confunden sus
asquerosas narices. Eso era algo realmente aterrador y yo grité, aterrada,
sin poder evitarlo, y miré a mi alrededor, buscando al propietario del animal
—para saber en qué dirección debía huir—… pero no fue necesario: la
puerta del modesto restaurante volvió a abrirse y emergió Sam, alarmado
por mi grito, pero no me preguntó nada, pues justo a mi lado estaba esa
rabiosa bestia… la cual dejó de ladrar instantáneamente apenas hacer
contacto visual con mi hombre de arcilla. El enorme perro se encogió en sí
mismo, echó las orejas para atrás, metió el rabo entre las patas y chilló,
como si Sam lo hubiese apaleado antes, con crueldad, y le tuviese un
incontrolable miedo.
Pero en ese momento yo no me di cuenta de lo que ocurría, yo misma
estaba envuelta en pánico. Me eché atrás, apoyándome de espaldas contra el
muro, huyendo del animal y torciéndome un tobillo en el acto.
—¿Estás bien? —Me preguntó Sam.
Y en ese momento, al encontrarme con sus ojos de universo, no pensé
en nada, sólo me sentí profundamente agradecida de que él estuviese ahí,
conmigo.
Me ayudó a caminar y llegamos a la parada del autobús, y entonces
comencé a reaccionar. ¿Iba a ir directo a mi casa luego de encontrarme con
una de esas bestias? Hice la parada a un taxi y subimos.
—¿A dónde vamos? —Me preguntó el conductor.
—No sé —le dije—. Derecho, conduzca. —Lo urgí.
El hombre buscó los ojos de Sam, quien, a su vez, me miraba a mí con
frunciendo ligeramente el ceño; al final, asintió, confirmando mi petición.
Hice al taxista dar vueltas por todo Roma —estuve mirando por la
ventanilla trasera todo el tiempo, intentado memorizar colores y modelos de
autos, serie de placas, incluso, asegurándome de que nadie nos seguía—. Al
final, paramos frente a una monasterio diminuto, el cual contaba con capilla
abierta al público; las brujas habían construido ese lugar, cientos de años
atrás, como un refugio y escape —en su interior, bajo tierra, había pasadizos
directos a casas cercanas—.
—Lilla —me llamó Sam, cuando entramos a la capilla.
Yo seguía cuidándome la espalda; renqueaba ligeramente.
—Lilla —me llamó de nuevo, deteniéndome tras cruzar las puertas
altas, de madera e hierro—, ¿qué ocurre? —él se puso serio.
—No sé. —Respondí, sacudiendo ligeramente la cabeza. Me sentía
aterrada aún, no podía pensar bien.
Él se negó a ir más dentro.
—Si no me cuentas, no puedo ayudarte. —Me dijo.
Y yo lo miré. ¿Él? ¿Cómo iba a ayudarme él?
Se acercó a mí y me hizo tomar asiento en una banca, luego él se sentó
frente a mí y, sujetándome por los hombros, me dijo:
—Sea lo que sea, te prometo que vas a estar bien. —Me miraba directo
a los ojos…
… sus ojos.
Sus extraños y bellísimos ojos.
Lo recorrí con la mirada: los pómulos altos, el perfil perfecto, los labios
bien delineados… y esos ojos. Sam era impresionantemente guapo,
excesivamente atractivo —¡todo en él!—, tanto que… algunos dudarían que
fuese humano.
Ideas comenzaron a combinarse en mi mente: las horas que duré
inconsciente en el cementerio, luego de capturar su alma… esa alma tan
pura…, ese perro diseñado y entrenado para cazar brujas… el mismo perro
curado de espantos, que casi se había orinado al ver a Samuel…
Y recordé algo que mencionó Iza, cuando yo era niña. Algo que yo ya
sabía muy bien: “Hay almas que no pueden tocarse, el Creador no nos
deja”, me había dicho. Confundida, le había preguntado a mi abuela qué
clase de almas, y ella me respondió: “Las humanas. Generalmente las almas
humanas están protegidas, por Él.”
CAPÍTULO 17

Cuando volvimos a casa, mientras Sam me ponía una bolsa de hielo en el


pie que se me había torcido, yo me sentía cada vez más desesperada, pues
quería proteger mi apartamento contra los Lobos y, con él ahí, no podía.
—¿Ya te sientes mejor? —me preguntó él, luego de un rato; estaba
sentado frente a mí, en el sofá en el que dormía—. Aún pareces alterada.
Sacudí la cabeza, sin poder dejar de mirar mi Contenedor, que en ese
momento lucía como adorno en mi librero.
—Sólo quiero darme un baño —mentí—. ¿Por qué no te duchas antes
tú? Creo que yo me voy a demorar.
Y él me miró por un rato, como si me estuviese estudiando.
—Yo puedo lavarme mañana. ¿Quieres que te prepare la bañera? —me
ofreció.
—Por favor —no se me ocurría otra cosa con la cual alejarlo un rato de
mí—. Pero lava antes la bañera, ¿sí? Lávala bien. Se me tiró esta mañana un
poco de quita manchas para ropa, y me va a irritar la piel —le dije.
Y él me estudió de nuevo, luego asintió. Y apenas entró en el cuarto de
baño, yo boté la bolsa de hielo y corrí al frigorífico; del congelador saqué el
pequeño recipiente oscuro, en el que tenía congelada una infusión de
hierbas con polvo de plata, para emergencias, y lo metí bajo el chorro de
agua caliente, en el lavamanos, para descongelarla. En ese instante, vi las
hiervas para el té de Sam y puse la tetera al fuego; mientras tanto, me
pinche la piel, cerca de la coyuntura del codo izquierdo, y derramé un par
de gotas de mi sangre sobre la taza en la que le daría de beber.
Cuando la infusión estuvo algo líquida, abrí el frasco y, utilizando mis
dedos, bordeé el interior del marco de la ventana la cocina, luego hice lo
mismo con la de la sala de estar, la puerta y mi recámara. Me lavé entonces
las manos, esperando a que Sam dejara el cuarto de baño y, cuando
finalmente lo hizo, yo entré rápidamente y cubrí la pequeña ventila.
Verán, aunque yo me daba prisa por cubrir cada abertura de mi casa con
el preparado, realmente no era ninguna clase de barrera contra los Lobos, se
trata sólo de un método —similar a la protección en mi perfume— para
confundir sus narices; además del polvo de plata, contiene cosas como
vainilla, vinagre, apio y cenizas del cabello de un Rafishá macho, realmente
es un conjuro muy simple que sirve, principalmente, para alertarnos de la
presencia de los Lobos, y aunque su efecto, casi inocuo, sólo dura por unas
cuantas horas —y su preparación, meses— yo me sentía más tranquila
usándolo… o al menos lo hice hasta salir del cuarto de baño y reparar en
que Sam estaba parado a mitad de la sala, quieto, recorriendo el lugar con la
mirada, pero sin ver nada, realmente.
—¿Sam? —lo llamé.
Y él me miró con… En ese preciso instante, en ese momento, al ver sus
bonitos ojos de universo, supe sin lugar a ninguna duda, que él podía sentir
mi conjuro.
Sentí miedo. ¿Cómo es que un humano podía sentir algo como eso? No
digo que no haya humanos que son capaces de sentir escalofríos cuando
entran a un lugar donde se ha practicado alta magia… magia oscura, pero…
mi conjuro era algo muy suave.
—¿Te encuentras mejor? —me despertó él.
Y yo sólo atiné a asentir como una estúpida. Me di media vuelta y
regresé al cuarto de baño; me metí a la bañera por largo rato, tan sólo
pensando.
No llegué a ninguna conclusión.
Cuando salí, encontré a Sam preparando la cena; había echado el
pestillo a la ventana y los cerrojos a la puerta. Y no era todo: estaba
bebiéndose el té que preparé para él.
El té era horrible y, esta vez, yo no se lo había dado, ¿por qué se lo
bebía?
Esa noche, cuando Sam puso la cena frente a mí —avena y fruta—, yo
no fui capaz de hacer con ella más que picarla con la cuchara y, luego, ir
directo a mi cama.
No, no pude dormir esa noche, en absoluto —ni tampoco lo intenté—;
pasé las horas mirando la luna —estaba creciendo— y pensaba en que a
Sam sólo le quedaban nueve días y… me sentía desesperada.
Sentía una increíble mezcolanza por él: incertidumbre, intriga… y
temor. Mucho temor. Pero no de él, sino por él: aunque no entendía mucho
de lo que ocurría con él, no quería que se llegaran los nueve días.
CAPÍTULO 18

La mañana del día domingo, apenas salió el sol —apenas me aseguré de


que los Lobos no me atacarían—, cogí los diarios de Iza y comencé a
hojearlos con cuidado, buscando…, aunque estaba segura de que ahí no
encontraría lo que yo quería —ya los había leído todos buscando una
mención de las pesadillas que tenía mi hombre de arcilla—, pero quería
tener esperanzas… Ya comenzaba a fantasear entonces.

** ** **

El primer lunes de Febrero trajo él el cuarto menguante. Aquel día yo seguí


con mi rutina: salí a la universidad en compañía de Sam, quien se dirigía al
café. Estuve inquieta en cada clase —por Sam…— y, al final de la jornada,
pasé a buscarlo, llevándome la gran sorpresa de que él se había retirado un
par de horas atrás.
—Se sentía un poco mal —me hizo saber Adele, angustiada—. Me
ofrecí a acompañarlo a su casa, pero él se negó.
Le di las gracias y corrí a buscarlo. Bueno, literalmente no corrí, pero sí
tomé un autobús. Me bajé cerca de mi edificio, entré prácticamente trotando
y subí las escaleras igual y, cuando entré a mi departamento… me encontré
a Sam de espaldas a la puerta de mi recámara. Sus ojos, ese par de
hermosos y profundos universos, me miraron fijamente.
—Dijo Adele que te sentías mal. —Fue lo único que se me ocurrió
decirle.
A él le llevó un momento responderme, pero al final abrió ligeramente
sus bonitos labios y asintió con suavidad, antes de decirme:
—Ya-a estoy bien. —Tartamudeó.
Eso debió decirme que algo no andaba bien. Pero no lo hizo.
—Gracias por preocuparte. —Siguió, tan amable como siempre.
—¿Qué te ocurría? —Dejé mi mochila y me acerqué a él.
Sam seguía mirándome fijamente.
—… Dolor de cabeza. —Hablaba muy bajo.
Le toqué la frente con una mano, midiendo su temperatura, pero ésta era
normal. Él no se apartó.
Esa noche, la última que debía beberse el té, mientras lo preparaba, él
me miraba atentamente —por lo que me fue más difícil que antes
pincharme un dedo y poner mi sangre dentro— y, cuando le tendí la taza, él
la estudió por un par de segundos, finalmente alargó la mano y, sin
despegarse la taza de los labios, se bebió todo el contenido.
No supe cómo interpretar eso… hasta que entré en sus sueños.
CAPÍTULO 19

Las pesadillas que Sam tenía se reducían a su muerte en manos de esos


asaltantes, sin embargo, en sus sueños, él no temía por sí mismo, sino por su
madre y su pequeña hermana. Pese al dolor físico, él sólo temía por lo que
esos hombres harían con ellas cuando acabaran con él.
Bien, entonces lo que debía hacer era un hechizo bloqueador. Nada
complicado.
Ya estaba. Creí que el hechizo me sacaría de ahí en ese momento (su
misión se había cumplido), pero no fue así, me llevó más dentro… me llevó
a mi propio apartamento.
Al principio no lo entendí. Debo explicar que, lo que yo veía, no era a
Sam, sino sus recuerdos, lo que sus ojos habían visto y, hasta cierto punto,
sus pensamientos y emociones.
Continué confundida hasta que vi cómo llevaba al lavaplatos mi taza de
conejos, la misma que yo había dejado sobre la mesa justo antes de ir a la
universidad, aquella misma mañana. El hechizo me hacía ver lo que había
sucedido aquella misma mañana, ¡podría ver realmente el malestar de Sam!
Intenté centrarme en sus pensamientos, pero sólo logré entender que ya no
le dolía el pecho, ni se encontraba mareado.
Pisoteó algo en el suelo y, cuando él bajó la mirada, encontré mi pijama
rosa, de Hello Kitty. Él la levantó y se dirigió a mi habitación. Pensé en que
era la primera vez que él entraría ahí —hasta ese momento, él no lo había
hecho: Sam no sólo había vuelto siendo quien fue, también había traído con
él todas sus costumbres y su moral— y… eso estuvo muy mal. Sam
planeaba dejar mi pijama sobre la cama y salir, pero entonces se encontró
con el diario de Iza abierto —mi estúpida costumbre de dejar todo tirado,
por doquier— y, lo que fue peor, entre sus páginas miró el pentagrama que
él tenía grabado en el pecho.
Cuando sus bonitos ojos de universo se encontraron con el símbolo, la
cicatriz en su pecho volvió a escocerle y él la acarició con sus yemas, a
través de la playera, misma que luego se levantó para comparar mejor, con
el dibujo del libro. En ese momento, sintiendo lo que él, supe que Sam
había estado preocupado por el pentagrama… temía ser adorador del
demonio y no me lo había preguntado por temor a que yo lo creyese
peligroso.
Preocupado, tomó asiento en mi cama e hizo volver las hojas hasta el
comienzo del hechizo.
«Hombre de Arcilla —leyó—. Arcilla romana. Un feto de treinta y seis
semanas. Un alma…»
Lo siguiente en que sus bonitos ojos de universo, se enfocaron, fue en
los símbolos en arameo que acompañaban cada hechizo y, aunque no los
entendió, comprendió gran parte. Fui una tonta al no entenderlo desde el
principio: Sam había sido un letrado, había vivido entre monjes religiosos,
poseedores de textos y testamentos de reyes y de hombres sabios, de
hombres que conocían secretos de… la Familia, vueltos mitos… Sam había
leído y traducido, al latín y al italiano, pergaminos de lenguas lejanas,
incluso muertas.
El pecho comenzó a dolerle una vez más. El mareo que experimentó en
el café, regresó, duplicado por cien. Sintió ganas de vomitar al entenderlo…
En ese momento, aterrada, no pensé en cómo es que un muchacho,
creyente en Dios, en el Creador, había aceptado tan fácilmente una cosa
como ésa —una cosa es traducir textos y otra, muy diferente, creer lo que
ellos dicen—. ¡Ni siquiera me pregunté por qué, entonces, sabiendo lo que
yo era, se bebió mi última taza de té! Pero seguí mirando y lo entendí…
El hechizo me llevó más atrás en el tiempo. Muy atrás. Al momento en
que Sam tenía aproximadamente cinco años; sabía su edad porque el niño
estaba frente a un espejo y yo seguía viendo a través de sus ojos: estaba en
una casa grande, de techos altos, era una casa ricamente ornamentada, con
pinturas finas en los muros y costosas alfombras en los pisos; era la casa de
una familia muy rica.
Sam permanecía en lo alto de la escalera, arrodillado, espiando,
mirando a su madre —una mujer que debía rondar los veinte años, de largos
cabellos castaños—; ella lloraba y su padre le gritaba.
Ellos hablaban sobre Sam.
De nuevo.
Sam estaba muy triste y asustado, y también enojado con él mismo
porque había roto las reglas y causado muchos problemas: su abuelo había
dispuesto un ala de la casa exclusivamente para él, un ala donde las criadas,
lacayos y esclavos no entraban… un ala donde ocultaban a ese niño de
extraños ojos de universo, la prueba de que Bartola, la única hija de Vittorio
Spínola —poseedor de viñedos, afamado comerciante y el décimo segundo
hijo de un marqués—, se había deshonrado y no sólo eso… que había
parido al hijo de un demonio.
Un demonio que sabía cosas que no debía saber.
Un demonio que, escuchando los susurros de Satán, predecía el futuro.
Samuel no sabía mucho de su padre, sólo que su nombre de Florian y
que él había muerto —asesinado— antes de que su madre y él pudieran
casarse.
La falta moral de la madre de Sam era merecedora del destierro, pero el
amor de Vittorio, por su única hija, lo impidió: la encerró durante todo su
embarazo en esa ala donde luego se quedó Sam.
Y Sam sabía que no debía salir de ahí pero… esa mañana, al asomarse
por una ventana, vio un molino derrumbarse sobre las personas, más de
treinta, y matarlas a todas, incluida una mujer rubia, embarazada.
Horrorizado, el niño se había echado hacia atrás, y al parpadear… vio al
molino ahí, de pie, y a las personas trabajando a su alrededor,
tranquilamente.
Y aunque en ese momento él no lo entendía, lo supo: eso era algo que
pasaría. Pensó en la mujer embarazada, siendo aplastada por una viga justo
en el vientre… y rompió las reglas. Bajó a escondidas y le habló de su
visión a uno de los hombres que parecían estar a cargo.
Ese hombre no conocía al niño, el cual se había librado de un bofetón
gracias a las ropas finas que llevaba, las cuales indicaban que no era el hijo
de un campesino… pero entonces lo vio entrar a casa del amo Vittorio, y los
rumores, sobre el hijo oculto de la señorita Bartola, comenzaron a cobrar
credibilidad, y no sólo eso… ciertamente, el niño tenía esos ojos extraños
que mencionó la partera que lo trajo al mundo —la cual había desaparecido
poco tiempo después del alumbramiento—.
El capataz hizo revisar el molino y los lacayos encontraron vigas sueltas
que, con las lluvias, posiblemente se soltarían. Pero aún había algo más: el
niño mencionó a una mujer rubia, embarazada y, la única mujer, en ese
lugar, que encajaba en el perfil, tenía pocas semanas de embarazo y no se lo
había contado a nadie, más que a su marido. El rumor se esparció rápido y,
cuando comenzaron los accidentes en los viñedos, fue al niño demoniaco al
que culparon.
Vittorio le gritaba a su hija que los lincharían a todos y Sam no podía
estar más horrorizado. Quemados. Ellos iban a quemarlos vivos…
Esa noche Sam pidió perdón a su madre incontables veces, pero ella
siempre le dijo que no había hecho nada malo y que no debía sentirse
culpable, sin embargo, dos días después, a mitad de la noche, Bartola y Sam
subieron a una carroza, tirada por cuatro caballos, y apenas pararon, por
días fueron hacia el sur, hasta llegar a un viejo castillo amurallado.
—¿Qué es aquí, mami? —Le preguntó el niño, aterrado.
—Es un lugar en el que vas a poder salir a jugar a toda hora del día,
donde no tendrás que vivir encerrado.
Y él comprendió… se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Tú te vas a quedar conmigo? —Tanteó, adivinando la respuesta.
Bartola lo abrazó contra su pecho y sollozó por largo rato, luego se
limpió las lágrimas, se quitó un collar que llevaba siempre bajo las ropas y
se lo puso a su hijo.
Era un dije de madera y de un material muy parecido a la plata.
—Era de tu padre —Le dijo—. Va a cuidarte.
Sam apretó los dientes e intentó ser valiente, por ella, pues ya no quería
hacerla llorar más. Salieron de la carroza y entraron caminando al
monasterio; el conductor, quien era el sirviente más fiel de Vittorio, cargó el
enorme baúl que contenía la ropa de Samuel.
Las enormes puertas se abrieron y los recibieron un par de hombres
encapuchados. Temeroso, Sam se agarró con fuerza al vestido de su madre,
sin embargo, anduvo junto a ella hasta un salón amplio, donde los esperaba
un muchacho joven, de apariencia algo andrógina, vestido igualmente con
hábito, pero con la capucha baja, dejando ver sus enormes ojos
completamente negros.
El muchacho se acercó a una distancia prudente y, antes de saludar a
Bartola, se inclinó frente al niño y sonrió.
—Tiene los ojos de Florian —comentó, sin intentar ocultar su
aprobación—. Y su collar también. —Añadió, bajando sus extrañísimos
ojos al pecho del niño.
—Sí. —Aceptó ella, disimulando sus lágrimas.
Entonces el muchacho se puso de pie y le cogió una mano entre las
suyas.
—Él estará bien, Bartola —le prometió el hombre—. Es aquí donde
debe estar.
La mujer sonrió, intentado creerse sus palabras, y se quedó hasta que
guiaron a Samuel a su recámara: una pequeña celda donde sólo cabía una
cama y un ropero. Sin poder contenerlo más, el niño torció un puchero y
echó a llorar: ahí no cabían sus libros, ni sus juguetes… ni su madre y él, en
esa cama tan pequeña. No quería quedarse solo en ese lugar.
Bartola lo abrazó y se quedaron a solas, y Sam lloró hasta quedarse
dormido.
Por la mañana, cuando despertó, su madre ya no estaba con él. Sam
corrió a buscarla y llegó hasta el patio principal, pero ella ya no estaba ahí;
subió las escaleras y miró sobre la muralla ¡pero el carruaje tampoco
estaba!
Su madre se había ido… lo había dejado. Las lágrimas volvieron a sus
ojos, justo antes de sentir una mano sobre el hombro.
Se volvió y se encontró al muchacho de ojos negros.
—Ella va a volver, Sam. —Le prometió.
—¿Cuándo? —El niño se limpió las lágrimas.
—Cada vez que ella lo desee.
—¿De verdad? —Quería controlarse. Quería parecer un hombre, pero
sólo era un niño de cinco años que había estado encerrado su vida entera en
el mismo rincón de una vieja casa y, que ahora, había sido abandonado en
un lugar que no conocía… lejos de la única persona que lo quería: su
madre.
—¡Claro que sí! Cada vez que ella lo desee —Siguió el muchacho—. Y
además te quiero decir algo: este castillo, cada parte de él, puedes usarlo
como mejor te parezca. Cada habitación, cada herramienta, son tuyas, pero
te recomiendo los establos: tenemos potrillos recién nacidos —sonrió—.
¿Quieres verlos?
Samuel lo pensó: siempre había querido subir a un caballo, pero nunca
—hasta la noche anterior, que subió por primera vez a una carroza— había
tenido a uno cerca.
—Sí. —Aceptó finalmente, limpiándose las lágrimas.
—Antes, ¿podemos hacer una parada en otro lugar? Hay algo más que
me gustaría mostrarte.
El niño asintió y el muchacho de ojos oscuros lo guió a una enorme
biblioteca, donde los bonitos ojos de Sam se iluminaron. ¡Amaba los libros!
Su madre le leía cada noche sobre niños que tenían aventuras que él jamás
podría...
—Tu padre pasaba mucho tiempo aquí, cuando niño —dijo el
muchacho—. Quizá encuentres algo que te guste. —Le guió un ojo,
percatándose de la emoción del niño.
—¿Tú también creciste aquí? —Le preguntó Sam.
—Sí. Junto a tu padre; él y yo éramos amigos.
—¿Nunca has salido? —Le preguntó. De alguna manera lo supo… De
la misma manera en que siempre lo sabía todo, antes de que alguien se lo
dijera.
—A veces. Pero me gusta estar aquí… Aquí estamos seguros.
¿Seguros? Sam no preguntó más… porque lo entendía. Entendía de
quiénes. Y también había entendido algo más: estaría ahí el resto de su
vida.
—Por cierto —continuó el muchacho—, escuché que tienes una
habilidad.
Samuel sacudió la cabeza con fuerza, negándolo.
—¿No quieres hablar sobre eso?
Sam volvió a sacudir la cabeza. ¡No! No quería hablarlo nunca más! La
última vez… terminó lejos de su madre.
—Bueno —lo aceptó el muchacho—. Así es mejor, ¿sabes? —sonrió,
melancólico y, mirando al frente, comentó—: Si no la quieres, no piensas en
ella. Evítala.
Y aquello fue todo lo que hablaron sobre su… habilidad. Ni siquiera
mencionaron el nombre.
Los siguientes doce años, Samuel los vivió dentro del castillo
amurallado; creció entre libros, caballos, entrenando espada con sus
hermanos (a quienes llegó a considerar y querer como familia verdadera),
recibiendo clases de literatura, filosofía y teología. A veces ayudaba en la
cocina —le gustaba cocinar porque se distraía—, otras a sembrar y
cosechar, otros días sólo se dedicaba a meditar. Y oraba; pese a saber lo que
él era, aún creía en Dios. Sus hermanos le habían dicho que, si vivían sus
vidas alejados de los hijos del Creador, sin causarles ningún daño, Él no
volvería a castigarlos.
Sam jamás preguntó cuándo lo había hecho.
Vivía de manera cómoda… pero siempre se sintió prisionero. Anhelaba
viajar a los lugares que sus libros describían, pero sabía que no podía
hacerlo. Tenía miedo: algunos de sus hermanos decían que todo suceso
siempre corría a cada rincón y… él temía por su madre. Si él salía y los
rumores sobre el hijo de Bartola Spínola se esparcían, su madre moriría
quemada.
Y él adoraba a su madre. Ella lo visitaban en el castillo una vez por
mes. Bartola siempre llegaba en dos o tres carruajes, cargada de regalos
para Sam y el resto de hermanos, y aunque ellos siempre le decían que
debía dejar de hacerlo, recibían con gusto los libros. Y el vino. Los libros y
el vino siempre eran bien recibidos.
… Y fue por eso que ladrones decidieron asaltarla: ella era una mujer
joven, que transportaba cargamento valioso, en compañía únicamente de un
par de cocheros y su hija, Gloria, de diez años.
Bartola se había casado un año luego de dejar a Sam en el monasterio;
Vittorio había arreglado su matrimonio con urgencia, pues algunos aldeanos
comenzaban a llamarla «bruja» y, el destino de toda bruja, era ser quemada
en la hoguera. Y aunque el matrimonio de Bartola duró poco —pues él
murió dos años después—, puso fin a las habladurías, pues el mismo esposo
había dado fe de que ella no tenía ningún hijo, y mucho menos uno mitad
demonio.
Gloria tenía los cabellos castaños de Bartola, pero los ojos azules del
que fuera su padre, y Samuel la adoraba. Ambos se tenían un cariño muy
grande, fue por eso que, la primera pesadilla que tuvo Sam, donde veía el
cuerpo desnudo y ensangrentado de su hermana, tirada en el bosque escuro,
con los ojos abiertos, lo hizo a despertar gritando…
En la siguiente pesadilla, vio a su madre, débil y desangrándose,
temblorosa, con los dientes apretados, luchando por salvar a su pequeña hija
de esa docena de ladrones y violadores.
En su siguiente pesadilla… se miró a sí mismo: el castillo estaba casi
vacío, sus hermanos habían salido al pueblo y él se encontraba en el establo,
revisando el estado de su yegua preñada. Sonó entonces la campana del
medio día, sonó tres veces, por un error de quien la manipulaba… y él
seguía ahí, con su yegua, mientras, en el bosque, no muy lejos de ahí,
mataban a su madre y hermana.
Sam no quería ninguna clase de habilidad ni don. Había pasado doce
años olvidándose de él pero, la tarde de domingo que se preparaba para la
llegada de su madre, mientras revisaba a su yegua… y cuando escuchó la
campana de las doce replicar tres veces… él no pudo hacer otra cosa más
que coger su espada, montar su caballo y, por primera vez en doce años,
dejar el monasterio y adentrarse al bosque.
Cuando llegó donde su madre, los ladrones ya habían asesinado a los
dos cocheros, y Sam logró acabar con cuatro de los rufianes antes de que
una flecha le atravesara el pecho y lo hiciera caer del caballo…
Para su infortunio, la flecha no acabó con su vida. Tres de esos
hombres, coléricos, se ensañaron con él; lo mataron lento, a golpes, frente a
su madre y a su hermana.
Antes de morir, él sintió la fractura de sus costillas, de su brazo
izquierdo, de las dos piernas y la mandíbula… y de algo más, en el vientre,
justo antes de que asestaran un último golpe al cráneo. Pero éste ya no lo
sintió él. La masiva hemorragia interna lo mató antes.
CAPÍTULO 20

Yo lo sabía. Sabía que Sam había muerto intentado salvar a su familia pero,
cuando al fin salí de su mente, mi cuerpo se encontraba tan débil que ni
siquiera sentía las lágrimas correrme por las mejillas.
Entendí varios asuntos: el por qué mi hombre de arcilla recordaba cosas
que no debería… y el por qué tenía esas terribles pesadillas… Sam no era
humano.
Me cubrí la boca con una mano para que no escuchara mi sollozo.
Sam había pasado su vida entra en el claustro. Primero ocultándose de
los campesinos y después obligado en un monasterio (obligándose a sí
mismo, por el bien de las personas que amaba)… y ahora yo lo tenía ahí,
prisionero nuevamente, obligado a acompañarme hasta que regresara a su
tumba.
Sentía tanta lástima por ese muchacho que, aún mientras moría, no
había sido capaz de pensar únicamente en él, sino en su madre y su pequeña
hermana… quienes serían víctimas de eso violadores y asesinos.
Lloré la noche entera; di gracias de que mi poción sirviera como
somnífero.
Cuando ya amanecía, pero aún no salía el sol, Sam despertó y me
encontró llorando cerca de la ventana.
—¿Qué pasa, Lil? —Me preguntó.
Yo me limpié las lágrimas y sacudí la cabeza, deseando decirle «no te
preocupes, nada», y lo que me salió de la boca, fue:
—Lo siento mucho, Sam.
… y él no me preguntó por qué. Él sabía lo que yo era, lo que yo había
hecho. Pero yo no estaba disculpándome: ¡sentía con toda mi alma que él
hubiese sufrido tanto!
Sam tragó saliva, se sentó a mi lado y me abrazó.
—Tranquila —me suplicó—. Gracias. —Susurró luego.
… Yo tampoco le pregunté por qué me agradecía.

Esa tarde, cuando pasé a buscarlo al café… lo encontré abrazado de Adele.


Él la abrazaba con fuerza y ella sonreía ligeramente, prestándose a él…
abrazándolo también.
Ni siquiera fui capaz de sentir celos.
En ese momento, Sam era mi prisionero… como lo había sido toda su
vida. Samuel nunca había tenido nada de lo que quería y… ¿yo también iba
a quitársela? Su libertad… Su derecho a ser feliz… a aventurarse, a amar.
Di un paso atrás, incapaz de robarle nada, nada más. En ese momento,
me di cuenta de que quería que Sam viviera intensamente, que disfrutase de
todo, que fuera feliz hasta delirar, que riera a carcajadas, que viajara, ¡que
amara hasta sentir que debía gritar!... Que amara, que amara a quien eligiera
a amar. Que tuviera libertad.
Quería tanto para Sam… Quería a Sam.
Me marché a mi apartamento y revisé los libros una vez más. ¡Me
parecía absurdo que pudiese regresarlo a la vida con apenas un poco de
arcilla, pero que no hubiese nada para hacer que se quedara luego!
Me quedé dormida leyendo, sobre su sofá.
Cuando desperté, él estaba dormido a mi lado, sobre la alfombra;
apoyaba su cabeza en una almohada y yo tenía una manta sobre el cuerpo.
Me incorporé y lo desperté poco a poco, tocando suavemente su hombro
izquierdo con las yemas de mis dedos.
—Sam —le susurré—. Sube al sofá. Perdón. Me iré a mi cama.
Adormilado, él me miró con sus bellísimos ojos —me pregunté cómo
es que estos pudieron inspirarle temor a alguien—.
—Quédate ahí —me permitió, tomando asiento, luego me miró por
unos segundos—. Lil, ¿puedo dormir esta noche contigo? —Me suplicó,
tímido.
—¡Sí! —Solté, de inmediato.
Y nos apretujamos en el sofá. Usé como almohada su brazo derecho.
Comencé a llorar sin poder evitarlo.
—Ya no llores, Lil. —Me imploró. Nuevamente, no preguntó por qué
lloraba.
Le quedaban sólo cinco días.
CAPÍTULO 21

«Deje el mensaje después del tono», me dijo la máquina.


—Soy yo, Iza —le dije. Mi abuela jamás ha atendido el teléfono a
menos que sepa quién le llama—. Sé que estás ahí. No sales más que los
jueves a embriagarte con tu amiga. Responde.
Luego de algunos segundos, Iza levantó el teléfono.
—Eh. Hola, cariño —me dijo ella—. ¿Cómo estás? ¿Todo bien?
—Muy bien. Bueno —dudé—, en realidad no.
—¿Qué pasa?
—He estado estudiando tus diarios. —Comencé.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Y has encontrado algo interesante?
—Sí. Me interesé en particular sobre… —tomé aire—… los hombres
de arcilla. —Solté, con rapidez, como si no tuviese importancia.
Iza guardó silencio por un momento.
—… ¿Qué pasa con ellos? —Su voz se volvió cauta.
—Pues nada. Sólo que me surgieron dudas.
—¿Cómo cuáles?
—Ahm… por ejemplo, si existe alguna manera de que se queden
contigo. Me refiero a que--
—No —me interrumpió ella—. Ni lo pienses, cariño. Ésas son cosas
que no se hacen.
—¿Cómo? No, no —mentí—. Es sólo… teórico. Curiosidad.
—¿De verdad?
—Sí, ¡de verdad!
Permanecimos calladas un momento, en el que comprendí que ella no
iba a decírmelo, sin embargo, mi llamada no había sido una pérdida de
tiempo: ella me había informado, de manera indirecta, que efectivamente
había una manera…
—Ya-Ya me voy, Iza. Te llamo luego.
—Lilla —me detuvo mi abuela—. Ten cuidado.
—Sí. Sí. Gracias. —Colgué y me derrumbé sobre el sofá,
experimentando una imposible mezcla de esperanza y desolación: había una
manera de retenerlo, pero… ¡¿cuál era?!
Por algún motivo, recordé la historia de Nereo y Harmonía.

Pese a los milenios transcurridos, las brujas sabemos que Nereo y


Harmonía no son ninguna clase de mito. Ellos existieron, su amor fue
auténtico y, lo más importante: ella logró frenar la muerte de él.
Claro, las cosas con Sam eran distintas. Comenzando porque él era un
hombre de arcilla pero, ¿acaso no moriría pronto, de no hacerse algo al
respecto?
¿Que si dudé un solo momento en ofrecer la mitad de mi vida? No. Ni
un solo segundo, a pesar de que… Adele, esa guapa mesera, vino a mi
mente.
Sam no me amaba a mí. Gustaba de ella y, muy posiblemente, se
enamoraría. ¡Yo me enamoraría de ella de no estarlo ya de Samuel! Me
refiero a que… su alma era tan cálida. Definitivamente ella lo merecía más
que yo. ¡No! Se merecía a Samuel quien él lo eligiera, porque él era libre de
decidir el rumbo que tomaría su vida. Porque era su vida, no era mi juguete
ni el prisionero de nadie.
Dediqué todo el día jueves a leer una y otra vez la historia de Harmonía,
buscando algún indicio del hechizo que ella utilizó, pero no encontré nada.
Ya por la tarde, cansada y frustrada, se me ocurrió que tal vez
encontraría información en los libros de hechicería de agua. Me refiero a los
hechizos que las ninfas acuáticas han compartido con las brujas, luego de
todo, habían sido ellas quienes le transmitieron el hechizo a Harmonía, ¿no?
Bien… pues entonces tenía otro problema porque yo no tenía de esos libros
en mi apartamento y, los que tenía Iza, estaba junto a ella… en su casa. A
cuatro horas de distancia en autobús.
No, no tengo escoba para volar. ¡No se puede volar en una puta escoba,
en serio! ¿Han pensado siquiera en lo incómodo que sería?
Suspiré y me busqué monedas en los bolsillos de los vaqueros
desgastados que llevaba puestos.
CAPÍTULO 22

La casa de Iza —mi casa—, lejos de lo que podrían imaginarse —tal vez
una cueva oscura o una cabaña repleta de patas y pieles de animales— es
una simple residencia italiana, clásica. Los libros de hechicería y otros
materiales básicos están en una habitación de entrada oculta en la sala de
estar. Y ya que era jueves, sabía que mi abuela estaría en casa de esa amiga
humana que tiene, charlando y bebiendo vino hasta el anochecer, por lo que
entré sin prisas, planeando buscar los libros y volver a mi apartamento, sin
embargo, el destino ya comenzaba a mostrarme que no tendría las cosas
fáciles: apenas abrí la puerta, una… especie de rata mutante, de color
canela, me saltó encima.
Por fortuna no llegó a morderme, ya que di un brinco y grité. La
pequeña rata resultó ser un perro chihuahua que se ocultó detrás de un
mueble y comenzó a ladrarme. Lo miré bien, preguntándome de dónde mi
abuela lo había sacado y también si esa clase de animalejos reunían los
requisitos básicos para considerarse perros.
—¡Shu! —Espanté a la rata.
Ella me chilló más duro; la ignoré, fui hasta la habitación oculta y
busqué, y busqué… y busqué. Me parecía una broma cruel, pues no pude
encontrar los libros de hechicería acuática que siempre estaban en el primer
estante, a la derecha. Desesperada, comencé a apilar libro por libro en la
mesilla de centro, y aunque al final no encontré lo que buscaba, apareció
algo mejor: el diario de Alice McBean, una de nuestras líderes más
poderosas. Bueno… una de nuestras líderes que también estaba loca, pero
una bruja muy poderosa bruja, a fin de cuentas. El diario tenía seis o siete
generaciones en nuestra familia. Lo miré bien: delicado, fragilísimo, con
empastado de piel humana, de hombre racista; torcí un gesto de asco —las
brujas tendemos a profesar un odio extremo por los racistas— y me lo
guardé dentro del bolso, antes de acomodar todos los libros.

Llegué a casa ya por la noche. Sorprendí a Sam pensativo, mirando por la


ventana.
—Hola. —Lo saludé, casi jadeando por la carrera desde el autobús.
Estaba ansiosa por leer el diario de Alice.
Para ese momento, ya había quedado claro que ninguno quería hablar
sobre lo que él encontró en mi recámara. Sobre lo que él era…
—Hola —frunció el ceño al verme—. ¿Estás bien?
—Sí. Sólo corrí un poco.
—Oh —él me recorrió con sus bonitos ojos azules—. Estaba algo…
preocupado —me confesó—. Te esperaba en el café.
—Sí. Sí —dejé mi bolso en la mesilla de la cocina—. Perdón, no te
avisé que saldría. ¿Cómo estás? —Cogí una botella de agua de la alacena.
—Bien. Oye, Lil —me llamó cuando entraba a mi recámara—. ¡Lil!
—Ahora no, Sam —le supliqué—. Estoy ocupada. —Me excusé. Tenía
algo verdaderamente importante qué hacer: mantenerlo con vida.
Mi teléfono celular timbró en mi bolso; supe de inmediato que era Iza,
así que la ignoré. Mientras cerraba la puerta de mi recámara, vi a Sam
parado a mitad de la sala, mirándome arqueando ligeramente sus bonitas
cejas, como si quisiera decirme algo. Me dije que ya habría luego tiempo
para charlar.
… Yo estaba equivocada. Ahora lo sé.
CAPÍTULO 23

¿Han sentido eso cuando, en medio de un examen de matemáticas, una


operación les resulta tan fácil que dudan de que esté bien hecha? ¿No
repasan la operación una y otra vez, dudándolo siempre?
Eso justo me pasó leyendo el diario de Alice McBean: en sus páginas
decía que no había un ritual. No había nada qué hacer… más que dar a
cambio mi vida. El diario decía que debía derramar un poco de mi sangre,
como un sacrificio al Padre y, sobre la herida, untar un poco de Sal de las
lágrimas de Eva… O sea, veneno para brujas. Esto debía realizarse en luna
nueva y, si era bien vista por la Madre, el Padre aparecería y salvaría mi
vida… entonces yo podría pedirle que salvara también a Sam.
Claro, si no era grata a sus ojos, supuse que moriría y ya y…, eso estaba
bien. Una oportunidad de salvar a Sam era mejor que nada.

Ese mismo viernes, ya por la tarde, cuando me preparaba para salir de la


universidad, Iza me hizo la llamada décima tercera. Cansada y, ciertamente,
un poco temerosa, le respondí mientras caminaba hacia el café donde
trabajaba Sam.
—Te he llamado varias veces. —Fue su saludo.
—Estaba en clase, Iza. —Le expliqué.
—¿Y ayer? ¿Por qué no contestaste ayer?
—Tarea.
—Claro. —Se le oía molesta. Más de lo que regularmente estaría por no
responderle unas simples llamadas.
Me detuve para que un taxista maleducado cruzara la calle y le
pregunté:
—¿Sucede algo, Iza?
—Sí. Viniste a mi casa y tomaste algo. —Me acusó.
—Sí, fui a nuestra casa y tomé algunas cosas que necesitaba.
—Sé lo que tomaste.
—Libros.
—Un libro.
—Estoy estu--
—Para ya, Lilla —atajó mi abuela—. Sé lo que estás haciendo. Lo sé
desde el momento en que lo trajiste a la vida. —Me confesó.
Mi pulso se detuvo por un segundo, pero ella no me dio tiempo a
reaccionar siquiera.
—¿Crees que no relacioné la luna nueva con todas esas compras que
hiciste con la tarjeta? Eres una bruja muy hábil, cariño, pero también eres
mi nieta de diecinueve años, ¡claro que reviso tus estados de cuenta!
Me detuve a una calle del café y busqué algo que responder. No se me
ocurrió nada.
—Lilla. —Siguió ella.
—No he hecho nada malo —la interrumpí—. Nada en absoluto.
—Aún no.
Seguí caminando más lentamente. Llegué al café; a través de los
cristales pude ver a Sam quitándole un mechón de cabellos oscuros a Adele,
de la frente, y ponérselo detrás de la oreja. Se reían de algo.
—Lo que estás pensando hacer es una estupidez —aseguró Iza—. Tal
vez creas estar enamorada pero… pasará, Lilla. Pasará cuando te des cuenta
de que no es un hombre real, de que es sólo la sombra de quien fue en algún
momento y… ¿Lilla, estás escuchándome?
Mis ojos seguían clavados en Sam y Adele.
—… Sí. —Susurré.
—Los hombres de arcilla no pueden amar, mi cielo. No son reales. Te
contaré algo: traíamos a nuestros guerreros a la vida para recompensarles no
para que ellos lo disfrutaran verdaderamente, sino para sentirnos mejor con
nosotras mismas, ¿entiendes? Ellos… no son personas reales.
Adele bebía algo de color rojo, en un vaso de cristal, sorbiéndolo por
una pajilla, pero dejó su vaso cuando una mesa se ocupó… Ella le ofreció
su vaso a Sam y él lo aceptó.
—Te equivocas —murmuré a mi abuela, sin poder dejar de mirar a…
mi hombre de arcilla—. Sam es muy real. Y puede amar.
—No, Lilla. Escúcham--
—Escúchame tú —de repente, me sentía furiosa—. Esto no lo estoy
haciendo po-or… —tartamudeé— porque yo crea que él me ame. Él no me
ama, Iza. No me ama pero no porque no pueda, sino porque está
enamorado de alguien más.
»Estoy completamente consciente de lo que hago, ¿entiendes? Déjame
tranquila. —Le ordené, cortando la llamada.
Fue la primera vez que alcé la voz a Iza y… sentía miedo pero mis
ganas de llorar eran más intensas. Pensé en seguir con mi camino y esperar
a Sam en casa, pero entonces Adele me miró y me saludó con la mano,
invitándome a pasar.
Al hacerlo, logré ver, colgado en la puerta, un letrero que rezaba: «Se
solicita ayudante». Miré a Sam… ¿acaso él le había dicho a Adele que no
pensaba volver el día lunes?
Si las cosas no resultaban como debían, aquel sería su último día de
trabajo.
CAPÍTULO 24

De camino a casa, no dijimos una sola palabra. Pedimos pizza para la cena
y la comimos en silencio, y aunque más tarde él quería ver una película, yo
no tuve deseos de hacerlo.
Tomé una ducha larga, pensando en las posibilidades de que el ritual no
sirviera de nada y, cuando salí del cuarto de baño, lo encontré leyendo las
últimas páginas de un libro que había comprado dos días atrás.
Era un libro de más de quinientas páginas y yo estaba segura que, unas
horas antes, el marcapáginas lo tenía al principio.
De inmediato me di cuenta de lo que ocurría: estaba leyendo el final de
su libro. No quería morir sin saber el final. Mis ganas de llorar volvieron.
No, ¡él no moriría otra vez! Yo no lo permitiría.
—No deberías hacerte spoiler a ti mismo. —Me escuché decirle.
—¿Hacerme qué? —Preguntó él, levantando la vista.
Y hasta ese momento, hasta que él se volvió rápidamente, no reparé en
que iba yo envuelta sólo en una toalla. Regularmente salía con la bata de
baño y me iba directo a mi recámara —Sam había vuelto con todo su pudor
y costumbres—, pero aquel día yo no tenía más blancos limpios y, estaba
tan ansiosa de pasar tiempo con él, que no lo pensé.
—Perdón. —Le dije, huyendo a mi recámara a buscar un pijama
enorme, de esos que no lo hacían sentirse incómodo.

** ** **

Fue idea de Sam visitar la playa.


El día sábado, cuando me levanté, él ya tenía listo todo.
—Cerca de aquí pasa un autobús que puede llevarnos. —Me dijo,
señalándome el trayecto en un mapa.
Yo acepté con gusto la invitación pero, cuando nos dirigíamos al
autobús… vi que los bonitos ojos de Sam miraban en dirección al café e
imaginé que era con ella con quien quería pasar realmente el día.
Pese a eso, nuestro día en la playa fue perfecto.
Comimos peces, caminamos descalzos por la arena y, cuando el sol ya
comenzaba a ponerse, buscamos un espacio solitario, cerca de las rocas, y
nos dejamos caer ahí. No fue un atardecer especialmente bonito, pero el
agua nocturna sí que fue impresionante; las estalas brillaban con el mismo
color plateado que la luna… o los lunares en los ojos de Sam, y yo me
sentía en un cuento.
Noté entonces que él no había llevado ningún libro con él ese día —él
solía llevar un libro casi a todos lados, por si surgían algunos minutos libres
—, y le pregunté por ello, sin pensarlo.
—Oh —él sonrió y, del bolsillo del pantalón, se sacó un iPod—. La otra
tarde compré esto —abrió una aplicación de lectura y sonrió, mostrándome
un montón de títulos—. La joven donde lo compré intentó explicarme cómo
funciona, y aunque no sé si lo entendí bien, lo interesante está en que
puedes comprar una tarjeta en esa misma tienda e, ingresando el número
que se revela al rascar, puedes comprar los libros y… ¡los tienes aquí! —me
contó, y la emoción en su voz me recordó a mí misma, cuando era niña y
hacía mis primeros hechizos—. ¡Todos juntos! Todos tus libros.
Me reí y, como si no supiese cómo funcionaba el sistema, le pregunté
(tan sólo por gusto, tan sólo porque quería seguir escuchándolo):
—Y, ¿si se te pierde esto? —cogí su iPod.
—No pasa nada, puedo comprar otro y reaparecerán todos los libros de
nuevo porque están no algo llamado Cuenta.
—Excelente. —Sonreí.
En ese momento, una ola trajo una estrella de mar, de color naranja y
Sam frunció el ceño; rápidamente, la regresó al agua con el pie, pero sin
tocarla, empujándola con la arena.
—¡No! —chillé—. ¿Por qué hiciste eso? Nunca había visto una viva.
—Lo lamento —se disculpó él, pero no parecía sentirlo en lo más
mínimo—. No me gustan —confesó—. Nunca me han gustado.
Lo miré en silencio. ¿Había dicho que nunca le habían gustado? Me
pregunté cuánto podía recordar de su vida. Le cogí una mano y le sonreí. Él
parecía confundido; se veía adorable.
Aún no entendía del todo por qué Sam estaba tan… vivo, pero yo iba a
hacer todo lo posible para que continuara así.
Yo realmente lo amaba.
CAPÍTULO 25

Y fue así como se llegó el día domingo, o sea, HOY.


El penúltimo día de Sam.
Muy temprano, por la mañana, comencé a preparar mis cosas. Aunque
no había mucho qué hacer…
Cuando hiciera el sacrificio, tanto podría aparecer el Padre como no;
siendo así, había pocas opciones:

a) El Padre no aparece. Muero envenenada y Sam se vuelve polvo.


b) El Padre aparece, nos salva a ambos y vivimos felices para siempre.
Bueno, Sam con Adele.
c) El Padre aparece y, tomando mi vida restante, salva a Sam.

Comencé a prepararme para cualquiera de las tres opciones.


Puse dentro de una caja todos mis libros de hechicería, ingredientes y
posesiones valiosas, luego la sellé, para después llevarla a la paquetería. Es
lo que toda bruja responsable debe hacer cuando sospecha que podría…
morir: proteger al resto.
Para la opción B pues no tenía qué hacer nada más que ser optimista.
Para la opción C… ésa era la difícil. ¿Qué iba a hacer Sam luego de que
yo muriera? La casera iba a pedirle que dejara el edificio y, aunque él tenía
un trabajo —del que tal vez ya había renunciado—, ¿podría sostenerse y
pagarse un alquiler con eso? Pensé de nuevo en Adele. ¿Acaso ella podría
recibirlo en su casa, si le exponía la situación? Claro, no iba a decirle que
pensaba sacrificarme en un ritual sino… tal vez que saldría por un tiempo y
que Sam necesitaba de un hogar. Y de una amiga.
Una con casa, de preferencia.
No. Eso no se escuchaba bien.
Pegué las últimas tarjetas, con el domicilio de Iza, en la caja que
llevaría a la paquetería, y confié en que se me ocurriría qué decirle a la
mesera en el camino. Afortunadamente, tanto la cafetería como la
paquetería quedaban por el mismo rumbo.
—¿A dónde vas con eso? —Me preguntó Sam, cuando me vio salir de
mi recámara con mi enorme caja.
Se adelantó para ayudarme, pero me negué.
—A la paquetería —le dije—. No tardo nada.
—¿En domingo? —se extrañó él—. ¿No quieres que te ayude?
—Sí, es de esos lugares de 24/7. Y no, no es tan pesada como parece —
mentí. La realidad es que la caja sí era pesada pero, ¿cómo iba a hablar con
Adele, si lo tenía a un lado?—. Gracias, ahora vuelto.
Sam no parecía convencido de lo que yo decía —de hecho, su rostro tan
bonito reflejaba algo de preocupación— cuando me vio salir. Aun así, no
insistió. Estaba preparándome cordero.
Lo quiero tanto.
—Buenos días, Lilla. —Saludó la casera, con una sonrisa, desde la puerta
del edificio donde regaba las hortensias de color rosa, que adornaban tanto
los balcones como las escaleras.
—Buenos días, señora di Pietro. —Le regresó la bruja el saludo, e
incrementó la velocidad, intentado evitar que la mujer la entretuviera.
—E-Eh —la casera la llamó con algo de urgencia—. ¿Qué es eso que
llevas ahí? —le preguntó.
Lilla maldijo en su mente y apoyó la pesada caja en una silla cercana a
la entrada.
—Ah, ¿esto? Nada —le restó importancia—. Cosas que ya no necesito.
La casera no pareció creerlo.
—¿En serio? —preguntó con recelo—. No irás a mudarte sin decírmelo,
¿verdad?
—¿Cómo? —la muchacha se rió y se echó la melena rizada y rojiza
hacia un lado—. ¡Claro que no! Son sólo algunas cosas que enviaré a mi
abuela. Tranquila.
La casera asintió, mirando aún la caja.
—¿Qué tal está tu primo? —Siguió.
La sonrisa de Lilla se borró.
—Excelente. Gracias. —Cogió nuevamente su caja y salió.
Y durante todo el camino a la paquetería, y mientras los empleados de
ésta pesaban la caja y mientras pagaba el servicio, y aún mientras volvía a
casa, a Lilla no se le ocurrió nada qué decirle a Adele. Así que cuando llegó
al café sólo tomó asiento sobre una banca metálica, justo frente al comercio,
y se quedó ahí, mirando a la guapa mesera a través de los cristales…
notando que, arriba del café, parecía haber un departamento vacío.
Cuando golpetearon la puerta del apartamento, Sam Spínola creyó que
Lilla había olvidado sus llaves, pero luego, la fuerza y urgencia del llamado
le hizo saber que no se trataba de su amiga.
Por un momento, Sam dudó en abrir, pero la persona al otro lado volvió
a llamar; se quitó el mandil y abrió la puerta, encontrándose con una mujer
de no más de cincuenta años —aunque algo le dijo que ella tenía más de
noventa—, alta, esbelta, de cabellos rojizos —más claros que los de Lilla—
y ojos verdes. No necesitó esforzarse demasiado para saber quién era ésa
mujer.

//

Iza dio un paso atrás al verlo.


… Al ver sus ojos.
Al llamar a la puerta, ella no tenía la menor idea de qué iba a
encontrarse —bueno, sí: a un muchacho tan apuesto que estaba obligando a
las neuronas de su nieta a suicidarse, antes de pensar en tolerar la idea de
perderlo— pero… definitivamente no lo esperaba eso.
No a él.
No a uno como él.
La poderosa bruja miró en ambas direcciones y dudó meterse bajo el
mismo techo que él, sin embargo, el recuerdo de que su nieta estaba a punto
de sacrificarse por él, fue mucho más fuerte que el temor que pudiera
inspirarle la cercanía de ese… Oráculo. Él era un Norna.
—¿Dónde está Lilla? —le preguntó, entrando con cautela.
En el aire detectó un exquisito olor a carne.

//

Esos ojos verdes, que al abrir la puerta eran toda seguridad —la
seguridad de un ser que se sabe intocable, poderoso—, reflejaron… temor.
Sam lo pudo ver con total claridad.
Temor de él.
Esos ojos le recordaron a la mirada que le dedicaba Vittorio Spínola.
—¿Dónde está Lilla? —preguntó la mujer, recelosa.
Sam sintió deseos de alejarse de ella.
—Salió —se escuchó decir—. A la paquetería. Está algunas calles
abajo.
—¿Paquetería? —Iza no se acercaba demasiado a él. Se adentraba al
apartamento caminando de lado, sin darle la espalda, como si se cuidara de
él…
… pero Sam no se sentía el depredador, sino la presa. Su pulso
comenzó a acelerarse, junto a su respiración.

//

—¿Paquetería? —preguntó Iza.


¿Qué asuntos tan importantes tenía una bruja (más específicamente
Lilla) en una paquetería, un domingo? Era obvio lo que sucedía.
—¿Cuánto te queda? —se escuchó preguntarle. Un hombre de arcilla,
uno común, moría con la luna nueva pero… ¿y los que eran como él?
No estaba segura de lo que ocurría con ellos —que moriría, lo haría,
estaba segura—. Ni siquiera podía creer lo que sus ojos veían. Algunas
brujas decían que los Nornas no existían más.
//

—Dos días y una noche —soltó Sam, tranquilo, sin molestarse en


ocultarlo—. Es lo que decía el libro de Lilla.
—¿Tú pudiste leer su libro? ¿Ella te mostró sus libros?
Sam no respondió: la respuesta era no. Él había entrado a su recámara
sin permiso y visto, por accidente, sus libros. El cómo había logrado
comprender la gran mayoría de su contenido —cuyas páginas estaban
escritas en italiano y arameo—… no lo sabía. No tenía idea del cómo
lograba comprender casi todo en lenguas que jamás había estudiado ni visto
antes, el significado de algunos símbolos… los pensamientos de algunas
personas, sus intenciones, sus deseos… y también, a veces, los sucesos
relevantes que, en futuros próximos, tendrían lugar en sus vidas.
—No. —Se limitó a responder él, con la verdad.
La mujer seguía mirándolo con recelo.
—¿Sabes lo que ella hará por ti? —Le preguntó.
¿Hará? De manera inconsciente, Sam intentaba no mostrar reacciones.
Una parte de él, una que tal vez él no conocía (aún) estaba preparándose
para huir de ella.
—Sé lo que hizo.
—Profanó tu cuerpo. —Escupió ella, tanteando, atenta.
—Me regaló treinta días. —Difirió él.
—Y su vida entera —lo acusó—. ¿Qué es lo que le hiciste para
convencerla de sacrificarse por ti?
Sacri… Sam frunció el ceño y sacudió la cabeza. Esa palabra, tan
fuerte, le hizo bajar la guardia.
—¿Qué? —Fue todo lo que salió de su boca.

//

Aquello confundió a Iza: él realmente parecía no tener idea de lo que


Lilla planeaba pero… ¿un Norna que desconocía lo que ocurría a su
alrededor? No sonaba lógico. A menos, claro, que él no fuese un Norna.
Pero lo era. Esos ojos —inconfundibles… tan atrayentes de los
Devoradores de Brujas— eran la prueba.
—Lilla planea darte su vida.
—Eso no es cierto.
—Lo es. ¿Sabes lo que envió en esa caja? Se prepara para morir porque
no quiere que te vuelvas polvo.
»La fuerza que utilizó para traerte aquí, deterioró su cuerpo.
Ligeramente (el daño reparará en cuestión de meses), pero lo hizo… ¿sabes
lo que será necesario para que te quedes en este mundo?
Iza no sabía en lo que estaba pensando ese muchacho, pero lo veía
apretar los labios cada vez más.
Luego, de repente, él se quedó quieto, abriendo enormes sus ojos
azules, de brillantes lunares plateados y… a Iza le llevó un momento darse
cuenta de que su reacción poco tenía que ver con sus palabras.
Sam miró hacia su derecha, hacia la ventana, hacia el lugar en que
estaba la paquetería… y Lilla y, apretando los labios, con movimientos tan
rápidos que apenas fue capaz verlos la bruja, él salió corriendo.
Por un momento, Iza creyó que él huía pero entonces se dio cuenta de
algo: el Oráculo había tenía una visión. Miró hacia la ventana y se preguntó
si esa premonición estaba relacionada con su nieta y, antes de terminar de
decidirlo, se descubrió yendo rápidamente tras el Norna, no le importó
llamar la atención de las personas con las que se cruzó por la calle.
Cuando finalmente lo alcanzó, cuando finalmente llegó al lugar donde
él estaba parado, algunos metros detrás de la banca metálica de un parque,
donde Lilla permanecía sentada, ajena a que, detrás de ella, un par de Lobos
—dos hombres jóvenes, de piel clara, altos, musculosos, de rasgos duros—
la acechaban… o al menos lo estuvieron haciendo, hasta que llegó Samuel y
se interpuso entre ellos y la bruja, firme, en una advertencia muda.
Sin meditar más la situación, la bruja comenzó invocar al viento en un
susurro; el aire comenzó a revolverse suavemente a su alrededor,
suavemente, y los Lobos, atentos al Oráculo, ni siquiera notaron a la
poderosa bruja.
Sam dio un paso al frente, hacia ellos, y los Lobos uno hacia atrás,
apretando los dientes, mostrando sus colmillos caninos sobrecrecidos… e
Iza se quedó quieta al reparar en que ellos gruñían con temor. Sam los había
vuelto un par de cachorros atemorizados. Gruñían temerosos y, humillados,
apretaron los dientes, giraron sobre sus talones y huyeron rápidamente.
La bruja miró al Norna, recordando las viejas leyendas que aseguraban
que, los extintos Oráculos, eran de las criaturas más peligrosas de la
creación… especialmente para los Lobos.

//

Sam dejó escapar el aliento, aliviado, cuando los Lobos se marcharon


sin dar mayores problemas: no tenía idea de qué podría hacer contra ellos;
al igual que sabía para qué servía un vaso, cuando volvió a la vida, sabía
que los devoradores de brujas intentarían huir de él…, pero no tenía idea
del qué. Aunque eso no tenía importancia en ese momento, tenía que sacar a
Lilla de ahí.
—¿Lil? —La llamó, sin saber aún qué iba a decirle.
La pelirroja volteó, sorprendida.
—Sam —dijo ella su nombre, al tiempo que se ponía de pie y le
regalaba una de esas sonrisas llenas de ternura, que sólo le dedicaba a él—.
¿Qué haces aquí?
—¿Qué haces tú aquí? —Preguntó a cambio él, recordando las palabras
de la vieja bruja: ella planeaba sacrificarse por él.
A Lilla no se le ocurrió nada qué decir. Se limitó a sonreír, cansada…
triste.
—Lilla —terció su abuela, presintiendo que los muchachos se
entretendrían y para eso no había tiempo: tenían que ocultarse rápidamente
—, tenemos que irnos.
Sam la miró por un rato, estando totalmente de acuerdo con la bruja:
tenían que marcharse pero, ¿cómo lo haría sin alarmarla? Lilla ya tenía
suficiente con lo que estaba sufriendo, a causa de él. Se relamió los labios y
decidió utilizar a la bruja:
—Vino a decirme algo —le informó, con voz suave y serena—. Dice
que estás planeando suicidarte para que yo pueda vivir. —Soltó, franco,
directo, sin tacto alguno… tan impropio de él.
Lilla no pudo evitar reírse.
—Dicho así —no le vio sentido a mentirle. No en ese momento. No
frente a Iza—. Pero… Realmente no es así. El Padre podría salvarnos a
ambos.
Sam pareció confundido.
—¿De qué est-- —decía Iza, cuando Sam la interrumpió.
—Y… ¿qué haces aquí? —le preguntó, alzando ligeramente la voz para
superar a la bruja.
—A-Ah —Lilla tartamudeó; dio gracias del frío que hacía, con el que
podía excusar su temblor—. Yo… creí que si, por algún motivo (aunque no
es probable) —añadió de prisa—, ocurriera algo… indeseado y… yo… Me
interesa saber si… —No pudo continuar. No sabía cómo decirlo.
El muchacho esbozó una sonrisa triste, y aunque fue cosa de un
segundo, sus rasgos no se endurecieron. Tan sólo permaneció.
—¿Me buscabas casa, en caso de que murieras? —Lo supo. Tal y como
lo sabía siempre todo.
Lilla volvió a sonreír.
—Ah… Dicho así.
—Bueno —Sam se aclaró la garganta—. Puedo buscarme casa yo
mismo, así que puedes quedarte tranquila.
—¿Ah? —Lilla abrió sus ojos verdes y alzó ambas cejas, al tiempo que
su boca se fruncía en un beso apenas perceptible, confundida.
Sam se rió.
—Adoro cuando pones esa cara. Se borra tu expresión de… maldad y
revelas tu verdadero yo: ingenua, tontita… buena.
»Sería una expresión que estaría encantado de ver por siempre.
—Oh, dices eso porque no me conoces demasiado. Soy una bruja muy
mala.
—Tal vez una bruja torpe; mala, no: mira que querer darte tu vida a una
persona que murió hace trescientos años.
Lilla se rió, intentado disimular el llanto que, por alguna razón, venía.
—No a cualquier persona —sus ojos verdes buscaron a Adele, dentro
de la cafetería—. Quiero que seas feliz, Sam —una lágrimas le rodó por la
mejilla derecha, al mirarlo—. No quiero que vuelvas a esa horrible tumba.
¡No quiero que estés encerrado un día más! —su llanto brotó por ambos
ojos y ella no intentó frenarlo. Sam no se movió—. No te quiero dentro de
cuatro paredes, ni en un monasterio, ¡ni en una tumba! Te quiero libre, feliz
—sollozó—… enamorado, si así lo quieres. De quien tú quieras. —Sus ojos
volvieron a Adele.
—¿Es… por eso que estás aquí —preguntó él, dubitativo—, stalkeando
a Adele?
Lilla se rió.
—¡Stalker! —Notó.
—Sí —él le regresó la sonrisa—. Busqué en Google la palabra
«spoiler». Stalker estaba justo abajo.
La bruja se mordió el labio inferior, sonriendo.
—¿Tú crees que yo estoy enamorado de Adele? —siguió el muchacho.
—¡Eso no importa! —juró ella—. No importa la manera en que vivas tu
vida, ni con quién decidas compartirla… ¡Sólo quiero que vivas!
Sam asintió.
—Vivo e infeliz.
—¿Hum?
El muchacho sonrió con ternura.
—Ahí está de nuevo esa expresión de totalmente-perdida —alargó una
mano y le secó las lágrimas, ya frías—. Me refiero, Lilla, a que si tú haces
lo que tienes pensado, yo no gozaría esta vida en absoluto. ¿Cómo podría,
extrañándote tanto?
Ella sólo sacudió la cabeza.
—Adele… —Fue todo lo que dijo.
Sam suspiró.
—Adele es descendiente de mi hermana. Cuando la vi, por primera
vez… sus ojos… Sus ojos me decían algo, pero yo no entendía qué era,
hasta esa noche cuando te metiste en mis recuerdos.
—Tú te metiste a mi recámara primero. —Se defendió ella.
Ambos se rieron.
—La siguiente vez que estuve frente a ella —continuó el muchacho—,
lo supe. No sé cómo, pero lo supe. Además, esa noche en que me invadiste,
tuve un sueño… de esos que no me gustan: yo no pude salvar a mi madre y
a mi hermana, pero lo hicieron mis hermanos, mis compañeros en el
monasterio. Hice el tiempo suficiente para que los demás escuchasen los
gritos. Mi madre y mi hermana vivieron, Lil.
»Mi madre murió vieja, en su cama, y mi hermana creció y tuvo un
hijo; Adele es la generación número doce, luego de él.
—Ah… —Fue todo lo que salió de los labios rosas de la bruja.
—¿Sí entiendes lo que te digo?
—… S-Sí. —Mintió.
—No puedo amar a Adele porque… —se rió— ella es mi sobrina y
porque yo estoy profundamente enamorado de ti.
Lilla torció un puchero.
—Es por eso que no voy a aceptar tu vida, Lil. ¿Cómo podría quitarle la
vida a la persona que amo?
—¿Qué dices? —preguntó Lilla, sin razonarlo bien.
—Que no voy a aceptar tu vida. He vivido treinta días más de los que
me correspondían y… te estoy muy agradecido por ello. No vas a
sacrificarte por mí.
Lilla gimió, desesperada. ¡No había tiempo para eso! ¡Sólo tenían un
día y no quería malgastarlo en convencerlo!
—Mira, ¡no sé qué cosa te dijo ella —señaló a su abuela, parada a un
espacio prudente de ellos—, pero te aseguro que no es así! Iza lo dramatiza
todo, ¡intenta asustar siempre!
—No es por ella. —Insistió él.
—¡Lo más probable es que esté bien!
—Lilla, no voy a arriesgar tu vida por —torció un gesto—… mí.
La muchacha miró a su abuela con impotencia: «¿Qué es lo que has
hecho?» fue lo que ella preguntó, en silencio, y lo que su abuela entendió.
En su interior, Iza supo que ella jamás la perdonaría si ese muchacho
moría —fuera o no causa suya—. Ella parecía realmente amarlo aunque
él… ¿realmente él era capaz de amar? ¿Había una posibilidad de que él
fuera una persona auténtica? Tal vez… por su naturaleza. Un Oráculo
vuelto a la vida, un poderoso Oráculo cuya esencia no podía alterar ni
siquiera la muerte.
Sus pensamientos se desviaron a Nereo y Harmonía, la historia
predilecta de Lilla, quien jamás lo había dicho pero era evidente: ella quería
un amor intenso y legendario, como el de Harmonía… pero ella no era
Harmonía, sino Arístides: la máxima expresión de amor intenso, genuino,
desinteresado.
Realmente ella no iba a perdonarle si Sam no aceptaba el sacrificio,
pues la culparía a ella.
—Tal vez —se escuchó decir, aclarándose la garganta—. Tal vez haya
una manera de no arriesgar su vida. —Se escuchó decir.
El muchacho pareció recordar que Iza estaba ahí. La miró sobre su
hombro y frunció el ceño.
—No la hay. —Atajó Lilla y su tono sugería más: debía cerrar ya la
boca. Ya había hecho suficiente.
—Leíste el diario de Alice McBean —siguió Iza—: una bruja loca.
Déjame a mí.
Lilla no mostró reacción alguna. Tal vez no entendía o no quería
entender. Tal vez no confiaba en ella.
—¿Crees realmente que aparecerá el Padre si te envenenas? —se rió
Iza—. Te falta tanto por aprender —suspiró—. Nadie ha visto al Padre en
mucho, mucho tiempo. El hechizo de Harmonía no fue otro que un
ligamento, para el cual no necesitas más que saber utilizar de manera
adecuada la fuerza del Padre.
Ambos muchachos la miraron fijo. Iza volvió a suspirar —¿realmente
iba a tener que explicarles en ese momento? ¡Había Lobos cerca!—.
—Lo que vivas tú, vivirá él —simplificó—. El día en que tu corazón se
detenga, se detendrá el de él, ¿entiendes? —explicó.
—¿ Ligamento? —gimió Lilla, confundida—. ¿Qué es eso?
—Los hombres de arcilla eran sirvientes, mi cielo —le explicó ella—.
Sirvientes fieles, fieros guerreros que ya habían muerto luchando por su
ama, ¿crees que era fácil de encontrar eso? Las brujas los traíamos de
regreso porque los queríamos para mantenernos seguras, y a nuestros
aquelarres: si ellos volvían siendo funcionales (pues había posibilidades de
que no sirvieran para su causa, ya que sólo eran hombres de arcilla y no
personas reales), entonces la líder pagaba el sacrificio. ¡Pero no lo hacía por
ser la líder!, sino porque era la bruja más longeva de entre todas.
»Harmonía no hizo más que darle parte de su vida al Nereo que las
Ninfas lograron mantener con vida.
—¿Eso es cierto? —se atrevió a preguntar Lilla.
—¿Te he mentido alguna vez?
La muchacha sonrió y miró a Samuel.
—¿Lo oíste? —le preguntó.
—Sí —aceptó él, y deseó decirle que corrieran a hacerlo (que se
marcharan rápidamente de ese lugar) pero… eso era mentirle y él no quería
jamás engañar a Lilla. Su rostro reveló el horror que sentía por la idea, y le
dijo—: renunciarás a parte de tu vida.
Aún en aquella situación, Iza no pudo evitar estudiar lo que ocurría ahí
y preguntarse nuevamente: ¿podría realmente ser Sam quien fue en vida?
Miró a su nieta: si él estuviera mintiendo, ella lo habría sentido, ¿no? ¿Su
don funcionaba con un Norna? Se preguntó y, al momento, tuvo la
respuesta: sí. Funcionaba con él. Lilla era una romántica, pero no una mujer
tonta —estaba segura que su amor por él no tenía como base, en absoluto,
la bonita cara del Norna—. Su don funcionaba perfectamente bien: debía
sentir algo realmente especial en él, si estaba dispuesta a sacrificarse.
Además, lo necesitaba para que la protegiera: los Lobos ya la conocían.
—Acepta lo que te ofrecen—soltó Iza, mirando al muchacho—. Deja de
poner peros, no tienes elección: tienes que cuidar de ella —le insinuó… y él
entendió: los Lobos no la dejarían nunca—. Él es un Norna, Lilla —le
explicó a su nieta—, ¡un Oráculo! Él podría acabar con todos los Lobos de
Italia, si así lo quisiera. Tiene que cuidar de ti.
—Eh… ¿hola? —Terció una voz femenina.
Los ojos verdes, entre el llanto (ya pasado) y la emoción, de Lilla,
localizaron a Adele.
—¿Todo bien? —preguntó la gerente de la cafetería.
—¿Ésta es tu sobrina? —preguntó Iza, mirando a la intrusa.
Adele frunció el ceño y buscó explicación en Sam —¿su sobrina?—,
quien no se dio cuenta, él miraba a Iza confundido.
—Te está confundiendo. —Logró reaccionar él.
—Ah —Adele parecía recelosa—. ¿estás bien, Lilla?
—¡Sí! —Sam respondió por ella—. Está muy bien, es sólo que… Le
acabo de pedir que nos casemos y está emocionada —no se le ocurrió otra
cosa qué decir y… entonces lo pensó.
Iza y Lilla miraron al muchacho, completamente, torciendo un gesto.
—Vamos a compartir una vida, ¿no? —preguntó Sam a la pelirroja,
urgiéndola para marcharse de una vez—. Pues entonces que sea oficial. —
Aceptó, pero no la vida de Lilla. Jamás lo haría: aceptó quedarse y cuidar
de ella.
Lilla jadeó al no poder reprimir una risotada.
—¡Gracias! —Le echó los brazos al cuello.
Él estaba tan presionado que ni siquiera se sintió tímido con aquel
primer abrazo.
—Yo —Adele miraba a Iza—… acabo de sacar un pastel de chocolate.
¿Quiere un trozo?
Iza se obligó a sonreír.
—Yo misma cocinaré esta noche —hablaba de su hechizo. No
mencionó que tenía más de cuarenta años que no comía ninguna clase de
harina. Miró a su nieta y le insinuó—: Iré a conseguir algunos aceites que
necesitamos.
El estómago de Lilla gruñó. El de Samuel le siguió.
Iza no los había dejado comer nada durante todo el día. Era de noche.
Era el segundo lunes de febrero, hacía frío y había luna nueva.
Cuando el día acabara, si el hechizo no se realizaba correctamente,
Samuel se volvería polvo.
—¿Crees que me borre poco a poco o sea todo arena de repente? —
preguntó él, mirando a Iza dibujar extraños símbolos, en forma de círculos,
en la azotea, con una mezcla de su sangre y aceites.
Se sentía tranquilo: Iza había utilizado de pretexto el conjuro para
llevarse lejos de su apartamento a Lilla.
—Sammm. —Lo silenció ella, apretándole la mano que le tenía cogida.
—Sólo es curiosidad. ¿Crees que lo sienta?
—¡Sam! —su estómago volvió a gruñir—. Tengo tanta hambre.
—Cuando esto termine, si sigo en una pieza, puedo buscarte crepas.
—Cuando esto termine no vamos a levantarnos en tres días, según
cuenta Iza.
—Ya veo. ¿Y si alguno muere de inanición?
—¿Se puede morir en tres días de inanición?
—No. Creo que no.
—Bien. Entonces quizá baje un par de kilos.
Sam sonrió.
—Tú no necesitas bajar de peso. Te he visto casi desnuda. Eres
perfecta.
—Oh… —Lilla sonrió, picara.
Samuel miró donde Iza, dándose cuenta de lo que había dicho y,
avergonzado, soltó la mano de la nieta. La joven bruja se echó a reír,
enternecida.
—¿Me das un beso? —le suplicó.
Los ojos azules de Sam, con lunares tan brillantes como las estrellas,
buscaron una vez más a la abuela.
—Ahora no. —Se negó, temeroso.
—Ay, ella está apunto de quitarme la mitad de la vida para dártela a ti
—susurró—. ¡No va a molestarle un besito!
—Lilla —él comenzó a verse incómodo—. Yo… Mira, es correcto
tocar a la mujer que amas sólo cuando hay un compromiso muy serio.
—¿No estamos comprometidos? —Ella frunció el ceño.
—Sí, pero yo me refiero a cas--
—¡Ay! —se alarmó ella—. ¿Te refieres a que no vas a besarme hasta
que nos casemos? ¡Me faltan al menos tres años para terminar la
universidad! —Se quejó.
El muchacho se rió.
—Me refería a un compromiso como el matrimonio, sí, o a cuando una
chica te da la mitad de su vida. Supongo que entonces está permitido
besarla, si te da la mitad de su vida.
—¡Menos mal! —Se rió ella.
—Lilla, Sam —los llamó Iza—. Ya es hora.
Ambos se miraron a los ojos. Sam buscó la mano de su novia.

Cuando terminó el hechizo. Iza estaba tumbada sobre una silla vieja, débil
y mareada; había perdido mucha sangre y recurrido a más fuerza del Padre
de lo que había hecho en toda su vida junta, pero los muchachos estaban
peor que ella: Lilla estaba tirada dentro del círculo, pálida como el marfil,
con la boca entreabierta y los ojos opacos. A su lado, bocabajo, Sam apenas
respiraba.
—Li-la. —Intentó llamarla él, angustiado. Tal vez no salió nada de su
boca.
Lilla parecía… un cadáver.
Iza se levantó, temblorosa, se acercó a su nieta, se arrodilló a su lado y
le dijo:
—Vas a quedarte ahí y a mirar cómo tu hombre de arcilla se vuelve
polvo. Eres una tonta: ¡trajiste de vuelta a un Norna! ¿Sabes lo que eso
significa? ¡Los Lobos van a cazarnos! ¡Seguirán su olor y van a cazarnos!
Van a devorarnos vivas, como hicieron con mi querida hija…
Y en ese momento, Sam lo entendió todo.
Ella sólo había inmovilizado a Lilla...
También lo entendió Lilla. Dando una fuerte bocanada de aire, se
incorporó, desesperada y rabiosa.
Iza comenzó a reírse.
—¡Oh, Padre, creí que te perdía! —La bruja estaba muy cansada.
Lilla se alejó de ella y miró a Sam. Él comenzaba a respirar mejor.
Aterrada, la muchacha miró a su abuela.
—No reaccionabas, Lilla —le explicó—. Tenía que subirte la
adrenalina de algún modo.
La muchacha siempre se reía de esas bromas tan crueles que hacía su
abuela, pero en ese momento no pudo: Estaba muy mareada. Se dejó caer
hacia atrás; su abuela le sujetó la cabeza antes de que se golpeara contra el
suelo.
—¿Cuánto falta para la media noche? —Se escuchó preguntar, mirando
a Samuel.
—Pasó hace dos horas, querida. Son ya las dos a. m.
EPÍLOGO

Lilla estaba mirando por la ventana de su nueva casa, a la que se habían


mudado hacían seis meses. Habían recorrido el mundo por dos años;
viajaron sin llevar más que una valija cada quien. Viajaron en trenes, en
barcos y en aviones…
No habían vuelto a toparse con Lobos —lo cual Samuel agradecía
profundamente pues sabía que, si se llagaba el momento… tendría que
matarlos pues, si ellos llegaban a atrapar a Lilla, se la comerían viva—; él
había aprendido a percibir el futuro cercano, evitando así los encuentros, lo
cual les permitía tener una vida plena.
Vivían en una pequeña casa al sur de Italia, donde tenían dos caballos;
estaban rodeados de granjas y viñedos, y conseguían vinos exquisitos, en
céntimos… aunque a Sam comenzaba a preocuparle que Lilla se bebía tres
copas diarias desde que esa anciana, que vivía justo frente a ellos, tiraba sal
en su jardín. En el de ellos.
La anciana, celosa de las hermosas hortensias de Lilla, quería acabar
con ellas y, todas las tardes, por al menos una hora —a diferentes horas—,
Lilla se sentaba cerca de la ventana, detrás de esas cortinas oscuras,
esperando sorprenderla. De momento, la bruja sólo la había visto quitarse la
ropa frente a la ventana abierta, por lo que aseguraba estar ya un poco
ciega.
Un gato negro entró por la diminuta puertilla para mascotas en la
entrada principal de su casa y la muchacha enarcó una ceja.
—Hola. —Lo saludó.
El gato, con toda la indiferencia y elegancia propias de un gato, la
ignoró y entró directo a la cocina. Lilla le dio un trago a su copa de vino y
esperó. Luego de treinta segundos, un muchacho de diecinueve años, alto,
de cuerpo atlético, de piel blanca y cabellos negros, emergió vistiendo sólo
bóxers.
—Sí. Ya-Ya no vamos a hacer lo del gato. —Se quejó.
—¿Por qué no? —preguntó Lilla, con fingida inocencia. El gato negro
salió de la cocina, un poco desequilibrado, maullando bajo—. Ven, ven,
gato roñoso. —Lo llamó ella, con tono cariñoso.
Sam se señaló el cuello, más específicamente, al par de chupetones
rojizos que tenía en el cuello.
—No sé de qué hablas. —Negó ella.
Él apretó los labios.
—Tienes un enorme espejo en la cocina, bruja —le espetó, riéndose. No
estaba insultándola: Lilla literalmente utilizaba el espejo de la cocina para
realizar hechizos—. Puedo verlos. ¿Por qué me chupas el cuello mientras
estoy en el gato?
—Para que esas niñas que contrataste como meseras sepan que eres
casado.
Samuel tenía un pequeño restaurante en el pueblo, y aunque sólo lo
visitaba tres veces por semana… a Lilla comenzaban a incomodarle las
miradas que le dedicaban sus meseras.
—Comprendo —suspiró él—. Como la argolla en mi dedo, no basta.
—Al parecer, no —se quejó ella—. Y sí volveremos a hacer lo del gato
—dictó—. Hay una peineta en ese museo que visitamos el otro día; creo
que valdría bastante por eBay.
—No voy a robarla. —Se adelantó él.
—Robaste ese collar —le señaló el dije de madera y plata, que él
llevaba pendiendo de cuello.
—No lo robé, ¡es mío! ¡Era de mi padre!
—Excusas. —Jugó ella.
Desde que había aprendido a llevar la conciencia de Sam a un gato, no
paraba de hacerlo. Al principio lo habían intentado únicamente para
recuperar el collar del muchacho… ya luego para que Lilla pudiera dominar
el hechizo.
—¿Le dejaste el amuleto a la vieja? —Cambió de tema, señalando con
la cabeza hacia la casa de enfrente.
Sam se relamió los labios; Lilla había dicho que era un amuleto para
llamar a las buenas vibras, entonces las plantas de la anciana florecerían y
dejaría de intentar matar a las suyas.
—No era un amuleto eso que me diste —la descubrió—: era una
maldición.
—¿Lo dejaste? —Ella lo ignoró por completo.
Él suspiró.
—Sí. La pobre incluso le acarició la cabeza al gato.
Lilla arqueó una ceja, incrédula.
—No lo dejaste, ¿verdad?
Sam suspiró una vez más.
—No —confesó—. Pero le dejé un ratón sobre la almohada.
Ella torció un gesto.
—Genial. Ahora pensará que la ama un gato.
—Déjala en paz —le suplicó él—… Le quedan pocos meses. Tus
plantas volverán a florecer.
Lilla se quedó mirándolo.
—¿Lo viste en sueños? —Le preguntó.
Él no respondió. Prevenir encuentros con los Lobos tenía un precio: las
visiones, de todo tipo, le llegaban en todo momento. Habían frenado su
viaje porque Sam no podía seguir en contacto con tantas personas…
sabiendo exactamente lo que había hecho cada una de ellas. Y Lilla lo
entendía completamente: ella sólo sentía qué clase de aura tenían las
personas… pero él podía ver lo que ellos habían hecho.
Él debía aprender a controlarlo —a veces, luego de encontrarse con una
persona horrible, Sam permanecía perturbado por días. Y una noche… uno
de esos monstruos (un humano despreciable, un degenerado que, por placer
y de las más crueles maneras, había acabado con vidas que apenas
comenzaban) murió. No lo había hecho Lilla…, lo había hecho Sam sin
saberlo: ese hombre perverso había tenido un derrame tan intenso, que la
sangre brotó, literalmente, por cada orificio que tenía en la cabeza. Iza se
los había explicado: la poderosa sangre que corría por las venas de los
Nornas, llamaba a demonios menores, volviéndolos sumisos esclavos de los
deseos del Oráculo. Sam deseaba tanto que ese asqueroso ser, que esa
siniestra maldad, dejara de existir que… dejó de hacerlo—. Lilla intentaba
ayudarlo a controlar su don y, aunque les estaba yendo bien… a veces las
visiones eran inevitables.
—¿Estás bien? —Se interesó ella, acercándose.
Sam asintió.
—¿Vamos arriba? —le pidió, besándole los labios, ansioso por dejar el
tema—. Voy a vengarme por estos chupetes.
Lilla intentó sonreír y, al tiempo que rodeaba cariñosamente el cuello
del muchacho, con sus brazos, el gato negro, mostrando unas afiladas garras
y el odio destellando en sus ojos color miel, se echaba encima de ella por la
espalda.

F I N.
ORÍGENES

Dice Iza que no hay error en la teoría de la evolución, pero que tampoco es
errado el relato de la creación —la prueba de ello somos nosotras, las
brujas—. Según me contó, basado en las revelaciones que los Guardianes
hicieron a sus hijos, el Creador dio leyes a Su universo —lleno de un
sinnúmero de planos— para conseguir varios fines; uno de ellos, fue la
vida en este pequeño planeta, el cual maduró hasta albergar la clase de
vida que a Él le interesaba, la clase de vida que podría ser semejante a la
de Sus ángeles y, a esos seres, les dotó de la Chispa.
La Chispa no era otra cosa que una parte de Su esencia, de Su alma.
Según yo entiendo, el Creador es un espíritu. Según he leído, los hay de
varios tipos pero es Éste el que nos interesa, pues es Su universo en el que
habitamos.
Un trozo minúsculo, casi inexistente, de Su Chispa, permitió al hombre
desarrollar capacidades superiores a las del resto de especies que
habitaban el planeta y, cuando llegamos a un punto de la evolución en que,
sin Su orientación llegaríamos a lugares no deseados —pues los ángeles (o
demonios) desterrados a la tierra en La Primera Gran Caída[1], rondaban
cada vez más cerca de esa especie que mostraba atributos similares a los
suyos—, Él eligió una pareja apropiada.
Les dio por nombres Adán y Lilith, los llevó al Edén, a un paraíso
virgen, y los hizo vigilar por la Primera Generación[2] de Guardianes; allí,
sus ángeles comenzaron a instruirles.
Y entonces llegó Asmodeo, un demonio, uno de los más poderosos
ángeles caídos, desterrado, obligado a vagar por la tierra hasta el fin de
los tiempos. Asmodeo habitaba en una cueva del Mar Rojo —los espíritus
suelen apoderarse de lugares u objetos— y se acercó a Lilith con la
intención de dañar a aquella pareja que Él, su padre, había elegido de
entre todos los hombres.
Comenzó a hacer que Lilith se preguntara por qué debía someterse a
un hombre que era de su igual, que era tan nacido del fango, como ella, la
hizo llenarse de curiosidad y de dudas, enseñándole palabras nuevas,
mostrándole las virtudes de plantas sanadoras —y venenosas—, dándole
conocimientos, a los cuales, el cobarde de Adán, tenía miedo —porque
justo a eso se le estaba enseñando: a temer—. Lo que no esperaba
Asmodeo, lo que nunca se imaginó, era que terminaría amando esos ojos
verdes que brillaban con ilusión cada vez que él hablaba, cada vez que le
enseñaba una invocación nueva…
Lilith —toda su especie— no había sido provista con todos los atributos
que un ángel, pero tenía un minúsculo trozo de La Chispa y, bien instruida,
podía manipular, hasta cierto punto, lo que la rodeaba.
Asmodeo amó de Lilith no sólo su cuerpo, no sólo su sonrisa, se
enamoró de su esencia, de su inteligencia y de cada una de sus virtudes;
entendió por qué ella había sido elegida, de entre todas sus semejantes, y la
adoró como a una diosa. Se arrodilló frente a ella y, besando su vientre
desnudo, se volvió uno con ella.
Cuando niña, yo intentaba imaginar a Asmodeo y Lilith, en medio de
una selva clara, y la imagen me resultaba tanto romántica como
aterradora: la Madre, tan joven, desnuda, con sus cabellos de fuego, largos
hasta la cintura, cubriéndole los senos, y frente a ella, arrodillado, un
poderoso ángel caído, un demonio alado, un guerrero (desterrado) del
Creador, tan hermoso como temible: musculoso, dotado de una boca de la
que emergía la más suave de las voces… y las más horrendas perversiones.
El Padre es objeto de amor y de terror, entre todos sus hijos, pero no
para Lilith, ella sólo sentía amor por él, y la más grande pasión, y cuando
Adán, una noche, le pidió que cumpliera con su deber de esposa, a ella no
le causó más que repulsión y mucha risa: luego de un maravilloso ser —
con la apariencia del hombre más fascinante e imponente que alguien
pudiera imaginarse jamás— que la trataba como a lo más admirable de la
Creación, llegaba un enclenque ignorante y no sólo no intentaba seducirla,
sino que le exigía someterse… Para entonces, Lilith conocía muchas
palabras nuevas que podían describir bien lo que él intentaba y lo que ella
sentía, pero no le dijo nada… Ella sólo apretó los dientes y, sintiéndose
humillada, pronunció las palabras que su amor le había enseñado,
invocando al viento, y se elevó por los aires.
Y ella sabía a dónde debía dirigirse —Asmodeo le había señalado el
lugar—, pero la Madre era sólo una frágil mujer humana haciendo uso de
fuerzas para las que su pobre Chispa no era apta, y pronto se vio obligada
a continuar el camino con sus pies desnudos; Lilith anduvo a través de
tierra caliente y húmeda, sobre piedras filosas que herían su piel, entre
animales ponzoñosos…
Por primera vez, Lilith tuvo hambre y frío, y conoció la desesperación,
pero nunca pensó en volver al Edén. Algunas noches, ella intentaba invocar
al Padre, pero su cuerpo, cada vez más débil, jamás lo permitió. Aun así,
Lilith era voluntariosa, persistente y, a pesar de tenerlo todo en su contra,
lo logró. Llegó al Mar Rojo, donde la esperaba un Asmodeo anhelante,
apesadumbrado, dolorido: él había pasado días buscándola, creyéndola
muerta —completamente fuera, de su alcance, pues él no había podido
capturar su alma al momento de su muerte, por lo que ella, probablemente,
ahora estaba en un plano al que él no tenía acceso—.
El Padre la tomó en brazos, la llenó de besos y compartió con ella su
sangre; Lilith, temblorosa, la bebió y sus heridas sanaron.
Pocos meses más tarde, Lilith dio a luz a un par de gemelos: un niño y
una niña. Los primeros hijos de un ángel y una mujer humana, que
conformaron una nueva especie: Nefilim Puros. Los primeros sobre la
tierra, los cuales (como sucede con casi todas las mujeres humanas, que
traen a este mundo hijos de ángeles) le costaron la vida.
Asmodeo capturó el alma de Lilith antes de que abandonara este plano
—el alma humana, ese trozo de Chispa, pasa por un proceso antes de
volver a unirse a el Creador, con mayor energía que antes… o desaparecer
por completo, si es que el humano acabó con toda la luz que había en ella
—, sin embargo, antes de que él pudiera regresarla al cuerpo de su
amada… la Chispa regresó sola al cadáver, y cuando ella se levantó, el
Padre lo comprendió: al igual que él —quien rechazó Sus mandatos y
renegó de Él—, ella jamás podría abandonar este mundo.
Aquel día, nació el primer demonio súcubo: una mujer humana que
perdió su naturaleza divina y se volvió un demonio. Como castigo directo
del Creador, Lilith fue condenada a padecer una insaciable libido, producto
de la cual le nacieron una infinidad de hijos, que no eran ni humanos, ni
Nefilim (ella ya no era humana), ni demonios enteros. Eran bestias:
humanos con rasgos de animales, o intelecto humano en cuerpos de
chacales… o figuras humanas sin conciencia, con el veneno y la
agresividad de una mamba negra… Los hijos de Lilith se atacaban entre
ellos, acabándose entre hermanos.
Hubo dos, sin embargo, dos de los muchos que nacieron y murieron sin
dejar marca en el mundo, un macho y una hembra que, a pesar de no gozar
de cuerpos complemente humanos, tenían conciencia y, los primeros hijos
de Lilith, los Nefilim, los tomaron como compañeros.
De estas dos parejas nacieron nuevas especies: de la chica Nefilim y
ese macho mitad bestia (que parió Lilith siendo un súcubo), nacimos las
brujas. Del Nefilim macho, y esa chica mitad lobo… nacieron los
devoradores de brujas.

Tiempo después, justo antes de la Segunda Gran Caída, había ya otras


especies (mucho más que Brujas y Lobos). Habían nacido más Nefilim,
producto de la primera generación de Guardianes y otras mujeres humanas
(cuyos hijos, a su vez, habían tomado por compañeros a más hijos e hijas
de Lilith, conscientes de que, detrás de esas temibles formas, había grandes
dones…).
NORNAS

Oráculos. Descendientes directos de un Jefe de Docena[3] con el don de la


premonición, y una hija de Lilith nacida de ella ya en calidad de súcubo.
El Gen es transmitido por el varón de la especie, únicamente a los
varones. Poseen el poder de ver (tanto despiertos, como en sueños) el o los
eventos importantes, próximos, de las personas que los rodean.
Algunos son capaces de maldecir a otros seres —por medio de la
invocación instantánea a Demonios Menores— o de procurarles
bendiciones —con la misma estrategia— por lo que también son llamados
Dioses del Destino.
Todos producen veneno letal contra los Lobos.
SOBRE

Es un conjunto de novelas juveniles, de temática sobrenatural, generalmente


ligeras y románticas. No son una saga, por lo que no es necesario leerlas en
orden, aunque más de un personaje podría aparecer en diferentes títulos.

Éste título, El Hombre de Arcilla, es el primero de la colección.


AGRADECIMIENTOS

A ti, por leer este libro. Quiero que sepas que esto fue algo que disfruté
muchísimo escribiendo, por lo que espero que tú hayas disfrutando igual
leyéndolo,

Valeria.
SOBRE LA AUTORA

Valeria Duval es una estudiante de derecho, adicta a la lectura y escritura


desde que tiene memoria.
Es mexicana y amante de los perros.

Puedes encontrar a Valeria en


Facebook y Twitter:

/ VlrDuval
@VlrDuval

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El Hombre de Arcilla, donde podrás encontrar desde material extra
relacionado con este libro, hasta sorteos para ganarte otros títulos de la
autora:

/ ElHombreDeArcilla

[1] Se tiene conocimiento de Tres Grandes Caídas.


[2] Hasta ahora, se conocen dos esferas.
[3] Los Guardianes, los ángeles designados para vigilar el Edén, fueron ciento cincuenta y uno, de
diferentes círculos jerárquicos, en total: un Comandante, doce Jefes de Decena, llamados así ya que
cada uno tenía bajo su cargo a doce Ángeles, quienes estaban en contacto directo con los hombres.

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