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EL HOMBRE DE ARCILLA
Primera edición.
Primera entrega de la serie Origin Family.
Copyright © 2016 Valeria Duval.
Todos los derechos reservados.
ISBN-10: 978-1537126814.
ISBN-13: 1537126814.
Dedicatoria
Prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Orígenes
Nornas
Sobre Origin Family
Agradecimientos
Sobre Valeria
Al agente B.
PREFACIO
Italia, actualidad.
Me dije que tenía casi todos los ingredientes necesarios en casa, con
excepción de la arcilla romana —pero, ¡qué diablos! ¡Vivía en Roma!—,
Sal de las lágrimas de Eva y un espíritu puro.
Naturalmente que me pregunté de dónde iba a sacar un espíritu puro —
yo nunca antes había trabajado con uno, pero la Sal de las lágrimas de Eva
es realmente fácil de conseguir. Lo es, si eres una bruja bien adiestrada (y,
¿cómo no lo sería? Siendo esas lágrimas altamente tóxicas para las brujas)
—, así que leí cada pie de página en el diario de Iza, y ahí lo encontré. Con
letra muy chiquita, decía:
** ** **
Me despertó un celador al día siguiente.
—Malditos satanistas —decía, mientras contemplaba la cripta con recelo;
era obvio que ese hombre nunca había estado ahí y que, además, desconocía
que hubiese algo más en ese antiquísimo mausoleo—. Malditos. Al menos
no abriste la tumba o tú y yo ahora mismo no estaríamos hablando solos,
¡aquí estaría la policía!
¿Cómo? ¿Que no la abrí? Miré hacia la tumba y la encontré cerrada.
¿Acaso yo había hecho eso? De momento, sólo me sentí agradecida, no me
pregunté cómo es que estaba cerrada. Me puse de pie y reuní todas mis
cosas.
—Lo siento. Lo siento mucho —le decía, mientras vertía
cuidadosamente el contenido de mi caldero a los pies de la tumba de
Samuel (excepto el hueso), marcándola como el lugar al cual debía volver
el espíritu al concluir los treinta días.
Mantuve el contenedor —más pequeño que una pelota de soccer— bajo
mi brazo a todo momento, protegiéndolo, aunque no era necesario: lo que el
alma del celador transmitía, decía que él era incapaz de tocar propiedad
alguna de una persona a quien consideraba «seguidor de satán», aunque
fuera de un metal precioso.
Cerca de mi corazón, podía sentir el espíritu de Samuel inquieto.
Parecía asustado. No sabía qué sucedía; su último recuerdo era,
efectivamente, a sí mismo muriendo de dolor y hemorragias internas.
Terminé a Sam casi con los primeros rayos del sol. Tallé en su pecho —del
lado izquierdo— con mi daga de plata, el pentagrama final y pasé mis
manos, untadas con los aceites benditos, por todo su cuerpo —ya suave,
comenzando a volverse humano—, coloqué el contenedor sobre su vientre
y, dejando escapar el aliento en su boca, pronuncie la invocación en italiano
—la lengua de Sam—:
—¿Quién está ahí? —preguntaba mi casera—. Sea quien sea, ¡saben que
no pueden cerrar las puertas! —me gritó.
Y aunque yo sabía que ella tenía razón —pues todas las inquilinas del
edificio lavábamos nuestra ropa en las lavadoras dispuestas en la azotea—,
me prometí regalarle dos o tres alucinaciones la vieja.
Miré hacia la puerta, convencida de que mi candado impediría que
nadie pasara hasta que…
Sam inhaló profundamente, al tiempo que se incorporaba de prisa. ¡NO!
La maldita vieja había hecho que me perdiera cuando él vio por primera vez
la luz y… de repente lo tenía ahí, vivo, de carne y hueso, con cada lunar y
cicatriz que hubiese él tenido antes de morir.
Al ser enteramente consciente de su existencia, por un momento, no
supe qué hacer. Hasta ese momento, no sabía qué iba a encontrarme y, verlo
ahí, tan vivo, tan… real, me impacto. Los golpes de mi casera, en la puerta,
me obligaron a reaccionar:
—¿Sam? —lo llamé, entre la urgencia y el temor.
Él me miró con sus ojos azules, muy abiertos y… ¡Oh, Padre! ¡Oh,
gran Padre! Eran un de azul profundo, con lunares… ¿plateados? Sus ojos
eran el universo mismo, el origen de la vida. Nunca antes había visto unos
ojos tan bellos y, lo único que me sacó del pasmo, fue su respiración
agitada; él parecía a punto de hiperventilar.
—¿Dónde estoy? —me preguntó. Su voz era suave. Era masculina, pero
suave.
—¿Te acuerdas de mí? —lo intenté. Nos habíamos comunicado mucho
durante esos siete días.
Tras probar por un par de segundos, finalmente él sacudió la cabeza; su
frente estaba perlada de sudor.
—No —confesó—. ¿Quién eres? —me preguntó antes de darse cuenta
de que estaba desnudo. Buscó entonces, con la mirada, con qué cubrirse.
Encontré adorable su pudor aún en aquella situación. Corrí y le alcancé
una sábana de color amarillo desgastado que estaba colgada de un hilo de
acero.
—Gracias —me dijo él, envolviéndose con ella al momento, mirando
hacia la puerta, la cual mi casera seguía golpeando—. ¡Dios! ¿Qué pasa? —
gritó.
—Tranquilo, Sam —le supliqué, comprendiendo su temor: él había
muerto en un ataque y, lo primero que oía al volver, eran gritos y golpes—.
Ven, vámonos. Estamos en un lugar que no debemos. —Lo hice bajar de la
lámina (que aún estaba tibia) y tomé el recipiente donde preparé la arcilla.
Él no se movió. No despegaba su vista de la puerta roja con candado.
Tenía miedo; yo sabía que su cerebro no podía recordar nada de su vida, o
su muerte… pero el alma —a la cual no tiene acceso la parte consciente del
cerebro— no olvida nada.
—Sam —lo llamé—. Todo está bien. —Le prometí y… ¡él me creyó!
Padre, no sabía quién era yo, pero confió en mí. Eso quería decir que su
alma me recordaba bien; gracias a lo cual, más tarde, lograría adaptarse
bien.
Asintió y me cogió una mano, buscando apoyo.
Fuimos hasta la puerta y la abrí. La casera, una mujer de mediana edad,
de mediana estatura, de piel bronceada y cabellos rizados, esperaba con el
ceño fruncido… ¡hasta que vio a Sam! Puso entonces cara de infarto, como
si nunca hubiese visto a un chico desnudo, envuelto en una sábana.
—¡Lilla! —me llamó ella; su voz fue apenas un hilo.
—¡Lo siento, señora di Pietro! —me disculpé, pasando de ella con Sam
cogido por una mano y con mi enorme recipiente (ocultando la daga) en la
otra—. Tenemos prisa. —Aseguré, pensando en que debía hacerme cargo,
rápidamente, de la lámina y ese montón de ladrillos.
Sam me seguía en silencio, con el corazón desbocado.
Llegamos al apartamento y cerré la puerta con algo de fuerza. También
yo me sentía nerviosa. Lo miré: sudaba más y estaba pálido.
—Voy a vomitar. —Me avisó.
—Ven. Por aquí. —Lo cogí por uno de sus brazos atléticos y lo guié al
sanitario. Fue entonces cuando me di cuenta de que… ¡Mierda, se me había
olvidado mi contenedor!
—Ahora vuelvo, quédate aquí —le supliqué—. No me tardo.
Corrí nuevamente por el pasillo y subí a toda velocidad las escaleras
que me llevarían a la azotea; encontré a mi casera ahí, mirando mi plancha
improvisada, ¡y llegué justo en el momento en que ella se disponía a poner
sus sucias manos sobre mi precioso contenedor!
—¡Alto ahí! —le grité con más agresividad de la que quería pero… es
que ese contenedor era lo único que podría salvarme la vida. Mis padres no
tuvieron uno cerca, la noche en que los Lobos los capturaron—. ¡Eso es
mío!
—¡Lilla! —también ella me gritó a mí—. ¡Sabes las reglas del edificio!
No tengo ningún inconveniente en que-- —se detuvo, torciendo un gesto,
cuando cogí mi contenedor y lo besé, prometiéndome no volver a olvidarlo
nunca más—. ¿Me estás escuchando? —Me ladró ella.
—Sí, sí —le dije—: nada de chicos luego de la media noche. Pero Sam
no es mi novio, es mi primo y sufre de sonambulismo. ¡Que esté bien,
señora di Pietro! —Me despedí, mientras corría de nuevo a mi
departamento.
Verán, el edificio en el cual vivo actualmente, es uno de estudiantes
exclusivo para señoritas. Las visitas de chicos se nos están permitidas, pero
éstas no deben ser nocturnas y, mucho menos —de ninguna manera—,
deben quedarse a pasar la noche ahí.
Y Sam, en la azotea, violaba todas y cada una de las reglas.
Que sí, que soy estúpida. Pero, ¡esperen! Mi vivienda no es, de ninguna
manera, el mayor de los problemas que se me vino encima.
CAPÍTULO 4
Más tarde, una vez que su cuerpo se adaptó, lo siguiente fue conseguirle
algo de ropa. No podía dejarlo por ahí, desnudo, aferrado a su sábana
amarilla, mirando para todos lados. O sea, por mí encantada —él tenía
brazos fuertes, unos hombros anchos y un torso precioso, todo obtenido
gracias al trabajo duro y no a un gimnasio—, pero no podía ni debía dejarlo
así.
Utilicé la tarjeta dorada que me dio Iza para emergencias y lo llevé de
compras.
Bueno, antes lo metí en el pijama más grande que yo tenía: un pantalón
deportivo color gris —que a él, con su más de 1.85 metros, le quedaba muy
por arriba de los tobillos—, una playera de Hello Kitty y pantuflas
rosadas… de conejos. ¡Y aun así él me dio las gracias!
—Eres muy amable, Lilla. —Me dijo, saliendo del cuarto de baño
vestido como un demente.
Aguantando la risa, me pregunté por qué no había previsto ropa para él
y a la única respuesta que llegué fue… que, en el fondo, tal vez no esperaba
que mi hechizo funcionara. Aun así… él era un precioso demente.
Un adorable demente.
¡Un guapísimo demente!
Realmente se veía tan lindo.
Me preguntó si sabía cómo había perdido su ropa —toda, hasta la que
llevaba puesta— y yo, sin una mentira mejor, le expliqué que eran cosas
que él solía hacer… desde su «accidente».
—A veces te deshaces de todo. Es por eso que vienes a vivir conmigo.
Ya no puedes estar solo. —Le dije.
Y aunque al principio torció un sutil gesto de preocupación, luego
pareció centrarse en que viviríamos juntos, pues sus mejillas de piel blanca
se ruborizaron, al tiempo que abría esos preciosos universos, que tenía por
ojos.
—¿Va-amos a… vivir juntos? —Me preguntó.
¡Oh, maldita sea! ¡Era tan adorablemente tímido! ¿Podría alguien ser
más encantador?
—Claro, Sam —intenté tranquilizarlo—. Somos amigos desde niños.
Tú y yo somos como hermanos. —Le dije.
No debí hacerlo.
¡No debí hacerlo!
¡Maldición, no debí hacerlo!
Yo sola me di mi lugar en su mundo: ¡me envié directo la devastadora
zona «amigos» y, a lo que es peor: ¡a la de una hermana!
Sam no tenía recuerdos de su vida, pero sabía para qué eran las cosas
cuando las veía. Zapatos, a los pies. Cubiertos, para comer. Libro, para leer.
Y claro que sabía leer; en vida, él había sido un letrado, recluido con
monjes en un monasterio, donde no tenía otra cosa qué hacer más que orar,
leer y traducir libros antiguos…
Sí, claro. Eso me tuvo que dar una alerta. Pero no lo hizo. Lo
subestimé.
Las cosas que yo tenía que enseñarle eran pocas. Como a utilizar el
televisor, por ejemplo, o el teléfono; descubrí que le interesaba la
tecnología.
Yo estaba fascinada con él.
** ** **
Cuando abrí los ojos, ese primer sábado junto a mi Sam, yo ya me había
olvidado completamente de la mesera.
«Total —me dije a mí misma—: se miraron porque ella está guapa y él
también lo es. ¿Qué hay de malo en eso?» y me levanté con unas ansias
increíbles de preparar el desayuno para él.
Ya por la tarde, tuve un fuerte antojo de comer alitas de pollo y beber
una cerveza. Le pregunté si quería ir y, obvio, él me dijo que sí, pero no
pudimos llegar de inmediato: a medio camino se nos cruzó una librería y…
sí, mi voraz lector entró en ella como atraído por un conjuro. ¡Y qué sonrisa
más bonita dibujó!
—Hay tantos libros. —Suspiró, mirando a su alrededor con ilusión.
Leyó todos los títulos de un estante, acarició con la yema de su índice
izquierdo los lomos de algunos y leyó un montón de sinopsis —quedando
confundido con muchas de ellas; con las sagas juveniles, específicamente
—. Cuando al fin salimos de la librería ya era de noche y, mientras yo
comía alitas —mismas que Sam ignoraba— él estaba sumamente fascinado
con sus libros.
Ahí ya comenzábamos a mostrarnos distintos.
Al día siguiente, sin embargo, me recompensó: él mismo organizó un
paseo a un parque cercano, que había logrado ver de camino a la
universidad, cuando fue a buscarme.
Y por primera vez en mi vida, ahí, tirada sobre la hierba del parque, me
sentí cómoda entre las personas; no tenía prisas, no estaba ansiosa por
volver y hacer algo, no quería nada en particular… estaba bien conmigo
misma. Sam me hacía sentirme cómoda conmigo misma; tomé asiento
frente al lago, bajo un árbol, y ahí dormité recargada sobre su hombro. Un
rato más tarde, mi muñequito de arcilla me despertó: había logrado ver unos
caballos, al otro lado del parque y quería a buscarlos.
** ** **
** ** **
Esa noche, cuando volvimos a casa, valiéndome del frío que hacía, preparé
té para mí y el concentrado de hierbas para él; me fue difícil verter la sangre
en la taza sin que él se diese cuenta, con lo diminuto que es el apartamento,
pero lo logré: me pinche una muñeca con cuidado, mirándolo, y dejé caer
tres gotas dentro del líquido verdoso y caliente.
Si alguien está pensando que es antihigiénico, déjenme decirles que no
lo es: como bruja, gracias a la sangre del Padre, soy inmune a casi todas las
enfermedades humanas. Sí, les estoy presumiendo.
Sam me agradeció cuando le entregué su taza. Me senté a su lado y lo
miré de reojo, con mi taza cerca de los labios, comprobando si él lo bebía;
un solo trago era suficiente. ¡Y lo hizo! Él bebió un pequeño sorbo y
frunció el ceño.
—Esto… —comenzó, pero no continuó.
—¿Qué? —Le pregunté, sabiéndolo demasiado educado para decirme
que mi té era asqueroso.
La mezcla de hierbas que utilicé, para hacer el concentrado, son
sumamente amargas.
—Su sabor es muy intenso. —Se limitó, arqueando sus bonitas cejas.
—Sí. Si no te gusta, no te lo bebas. —Le pedí. El trabajo ya estaba
hecho: él había bebido un sorbo y eso era suficiente.
—No, está bien. —Me dijo.
¡Y se lo bebió todo! Era tan propio, dulce e inocente, que daban ganas
de abrazarlo y llenarlo de besos...
** ** **
** ** **
Yo lo sabía. Sabía que Sam había muerto intentado salvar a su familia pero,
cuando al fin salí de su mente, mi cuerpo se encontraba tan débil que ni
siquiera sentía las lágrimas correrme por las mejillas.
Entendí varios asuntos: el por qué mi hombre de arcilla recordaba cosas
que no debería… y el por qué tenía esas terribles pesadillas… Sam no era
humano.
Me cubrí la boca con una mano para que no escuchara mi sollozo.
Sam había pasado su vida entra en el claustro. Primero ocultándose de
los campesinos y después obligado en un monasterio (obligándose a sí
mismo, por el bien de las personas que amaba)… y ahora yo lo tenía ahí,
prisionero nuevamente, obligado a acompañarme hasta que regresara a su
tumba.
Sentía tanta lástima por ese muchacho que, aún mientras moría, no
había sido capaz de pensar únicamente en él, sino en su madre y su pequeña
hermana… quienes serían víctimas de eso violadores y asesinos.
Lloré la noche entera; di gracias de que mi poción sirviera como
somnífero.
Cuando ya amanecía, pero aún no salía el sol, Sam despertó y me
encontró llorando cerca de la ventana.
—¿Qué pasa, Lil? —Me preguntó.
Yo me limpié las lágrimas y sacudí la cabeza, deseando decirle «no te
preocupes, nada», y lo que me salió de la boca, fue:
—Lo siento mucho, Sam.
… y él no me preguntó por qué. Él sabía lo que yo era, lo que yo había
hecho. Pero yo no estaba disculpándome: ¡sentía con toda mi alma que él
hubiese sufrido tanto!
Sam tragó saliva, se sentó a mi lado y me abrazó.
—Tranquila —me suplicó—. Gracias. —Susurró luego.
… Yo tampoco le pregunté por qué me agradecía.
La casa de Iza —mi casa—, lejos de lo que podrían imaginarse —tal vez
una cueva oscura o una cabaña repleta de patas y pieles de animales— es
una simple residencia italiana, clásica. Los libros de hechicería y otros
materiales básicos están en una habitación de entrada oculta en la sala de
estar. Y ya que era jueves, sabía que mi abuela estaría en casa de esa amiga
humana que tiene, charlando y bebiendo vino hasta el anochecer, por lo que
entré sin prisas, planeando buscar los libros y volver a mi apartamento, sin
embargo, el destino ya comenzaba a mostrarme que no tendría las cosas
fáciles: apenas abrí la puerta, una… especie de rata mutante, de color
canela, me saltó encima.
Por fortuna no llegó a morderme, ya que di un brinco y grité. La
pequeña rata resultó ser un perro chihuahua que se ocultó detrás de un
mueble y comenzó a ladrarme. Lo miré bien, preguntándome de dónde mi
abuela lo había sacado y también si esa clase de animalejos reunían los
requisitos básicos para considerarse perros.
—¡Shu! —Espanté a la rata.
Ella me chilló más duro; la ignoré, fui hasta la habitación oculta y
busqué, y busqué… y busqué. Me parecía una broma cruel, pues no pude
encontrar los libros de hechicería acuática que siempre estaban en el primer
estante, a la derecha. Desesperada, comencé a apilar libro por libro en la
mesilla de centro, y aunque al final no encontré lo que buscaba, apareció
algo mejor: el diario de Alice McBean, una de nuestras líderes más
poderosas. Bueno… una de nuestras líderes que también estaba loca, pero
una bruja muy poderosa bruja, a fin de cuentas. El diario tenía seis o siete
generaciones en nuestra familia. Lo miré bien: delicado, fragilísimo, con
empastado de piel humana, de hombre racista; torcí un gesto de asco —las
brujas tendemos a profesar un odio extremo por los racistas— y me lo
guardé dentro del bolso, antes de acomodar todos los libros.
De camino a casa, no dijimos una sola palabra. Pedimos pizza para la cena
y la comimos en silencio, y aunque más tarde él quería ver una película, yo
no tuve deseos de hacerlo.
Tomé una ducha larga, pensando en las posibilidades de que el ritual no
sirviera de nada y, cuando salí del cuarto de baño, lo encontré leyendo las
últimas páginas de un libro que había comprado dos días atrás.
Era un libro de más de quinientas páginas y yo estaba segura que, unas
horas antes, el marcapáginas lo tenía al principio.
De inmediato me di cuenta de lo que ocurría: estaba leyendo el final de
su libro. No quería morir sin saber el final. Mis ganas de llorar volvieron.
No, ¡él no moriría otra vez! Yo no lo permitiría.
—No deberías hacerte spoiler a ti mismo. —Me escuché decirle.
—¿Hacerme qué? —Preguntó él, levantando la vista.
Y hasta ese momento, hasta que él se volvió rápidamente, no reparé en
que iba yo envuelta sólo en una toalla. Regularmente salía con la bata de
baño y me iba directo a mi recámara —Sam había vuelto con todo su pudor
y costumbres—, pero aquel día yo no tenía más blancos limpios y, estaba
tan ansiosa de pasar tiempo con él, que no lo pensé.
—Perdón. —Le dije, huyendo a mi recámara a buscar un pijama
enorme, de esos que no lo hacían sentirse incómodo.
** ** **
//
//
Esos ojos verdes, que al abrir la puerta eran toda seguridad —la
seguridad de un ser que se sabe intocable, poderoso—, reflejaron… temor.
Sam lo pudo ver con total claridad.
Temor de él.
Esos ojos le recordaron a la mirada que le dedicaba Vittorio Spínola.
—¿Dónde está Lilla? —preguntó la mujer, recelosa.
Sam sintió deseos de alejarse de ella.
—Salió —se escuchó decir—. A la paquetería. Está algunas calles
abajo.
—¿Paquetería? —Iza no se acercaba demasiado a él. Se adentraba al
apartamento caminando de lado, sin darle la espalda, como si se cuidara de
él…
… pero Sam no se sentía el depredador, sino la presa. Su pulso
comenzó a acelerarse, junto a su respiración.
//
//
//
Cuando terminó el hechizo. Iza estaba tumbada sobre una silla vieja, débil
y mareada; había perdido mucha sangre y recurrido a más fuerza del Padre
de lo que había hecho en toda su vida junta, pero los muchachos estaban
peor que ella: Lilla estaba tirada dentro del círculo, pálida como el marfil,
con la boca entreabierta y los ojos opacos. A su lado, bocabajo, Sam apenas
respiraba.
—Li-la. —Intentó llamarla él, angustiado. Tal vez no salió nada de su
boca.
Lilla parecía… un cadáver.
Iza se levantó, temblorosa, se acercó a su nieta, se arrodilló a su lado y
le dijo:
—Vas a quedarte ahí y a mirar cómo tu hombre de arcilla se vuelve
polvo. Eres una tonta: ¡trajiste de vuelta a un Norna! ¿Sabes lo que eso
significa? ¡Los Lobos van a cazarnos! ¡Seguirán su olor y van a cazarnos!
Van a devorarnos vivas, como hicieron con mi querida hija…
Y en ese momento, Sam lo entendió todo.
Ella sólo había inmovilizado a Lilla...
También lo entendió Lilla. Dando una fuerte bocanada de aire, se
incorporó, desesperada y rabiosa.
Iza comenzó a reírse.
—¡Oh, Padre, creí que te perdía! —La bruja estaba muy cansada.
Lilla se alejó de ella y miró a Sam. Él comenzaba a respirar mejor.
Aterrada, la muchacha miró a su abuela.
—No reaccionabas, Lilla —le explicó—. Tenía que subirte la
adrenalina de algún modo.
La muchacha siempre se reía de esas bromas tan crueles que hacía su
abuela, pero en ese momento no pudo: Estaba muy mareada. Se dejó caer
hacia atrás; su abuela le sujetó la cabeza antes de que se golpeara contra el
suelo.
—¿Cuánto falta para la media noche? —Se escuchó preguntar, mirando
a Samuel.
—Pasó hace dos horas, querida. Son ya las dos a. m.
EPÍLOGO
F I N.
ORÍGENES
Dice Iza que no hay error en la teoría de la evolución, pero que tampoco es
errado el relato de la creación —la prueba de ello somos nosotras, las
brujas—. Según me contó, basado en las revelaciones que los Guardianes
hicieron a sus hijos, el Creador dio leyes a Su universo —lleno de un
sinnúmero de planos— para conseguir varios fines; uno de ellos, fue la
vida en este pequeño planeta, el cual maduró hasta albergar la clase de
vida que a Él le interesaba, la clase de vida que podría ser semejante a la
de Sus ángeles y, a esos seres, les dotó de la Chispa.
La Chispa no era otra cosa que una parte de Su esencia, de Su alma.
Según yo entiendo, el Creador es un espíritu. Según he leído, los hay de
varios tipos pero es Éste el que nos interesa, pues es Su universo en el que
habitamos.
Un trozo minúsculo, casi inexistente, de Su Chispa, permitió al hombre
desarrollar capacidades superiores a las del resto de especies que
habitaban el planeta y, cuando llegamos a un punto de la evolución en que,
sin Su orientación llegaríamos a lugares no deseados —pues los ángeles (o
demonios) desterrados a la tierra en La Primera Gran Caída[1], rondaban
cada vez más cerca de esa especie que mostraba atributos similares a los
suyos—, Él eligió una pareja apropiada.
Les dio por nombres Adán y Lilith, los llevó al Edén, a un paraíso
virgen, y los hizo vigilar por la Primera Generación[2] de Guardianes; allí,
sus ángeles comenzaron a instruirles.
Y entonces llegó Asmodeo, un demonio, uno de los más poderosos
ángeles caídos, desterrado, obligado a vagar por la tierra hasta el fin de
los tiempos. Asmodeo habitaba en una cueva del Mar Rojo —los espíritus
suelen apoderarse de lugares u objetos— y se acercó a Lilith con la
intención de dañar a aquella pareja que Él, su padre, había elegido de
entre todos los hombres.
Comenzó a hacer que Lilith se preguntara por qué debía someterse a
un hombre que era de su igual, que era tan nacido del fango, como ella, la
hizo llenarse de curiosidad y de dudas, enseñándole palabras nuevas,
mostrándole las virtudes de plantas sanadoras —y venenosas—, dándole
conocimientos, a los cuales, el cobarde de Adán, tenía miedo —porque
justo a eso se le estaba enseñando: a temer—. Lo que no esperaba
Asmodeo, lo que nunca se imaginó, era que terminaría amando esos ojos
verdes que brillaban con ilusión cada vez que él hablaba, cada vez que le
enseñaba una invocación nueva…
Lilith —toda su especie— no había sido provista con todos los atributos
que un ángel, pero tenía un minúsculo trozo de La Chispa y, bien instruida,
podía manipular, hasta cierto punto, lo que la rodeaba.
Asmodeo amó de Lilith no sólo su cuerpo, no sólo su sonrisa, se
enamoró de su esencia, de su inteligencia y de cada una de sus virtudes;
entendió por qué ella había sido elegida, de entre todas sus semejantes, y la
adoró como a una diosa. Se arrodilló frente a ella y, besando su vientre
desnudo, se volvió uno con ella.
Cuando niña, yo intentaba imaginar a Asmodeo y Lilith, en medio de
una selva clara, y la imagen me resultaba tanto romántica como
aterradora: la Madre, tan joven, desnuda, con sus cabellos de fuego, largos
hasta la cintura, cubriéndole los senos, y frente a ella, arrodillado, un
poderoso ángel caído, un demonio alado, un guerrero (desterrado) del
Creador, tan hermoso como temible: musculoso, dotado de una boca de la
que emergía la más suave de las voces… y las más horrendas perversiones.
El Padre es objeto de amor y de terror, entre todos sus hijos, pero no
para Lilith, ella sólo sentía amor por él, y la más grande pasión, y cuando
Adán, una noche, le pidió que cumpliera con su deber de esposa, a ella no
le causó más que repulsión y mucha risa: luego de un maravilloso ser —
con la apariencia del hombre más fascinante e imponente que alguien
pudiera imaginarse jamás— que la trataba como a lo más admirable de la
Creación, llegaba un enclenque ignorante y no sólo no intentaba seducirla,
sino que le exigía someterse… Para entonces, Lilith conocía muchas
palabras nuevas que podían describir bien lo que él intentaba y lo que ella
sentía, pero no le dijo nada… Ella sólo apretó los dientes y, sintiéndose
humillada, pronunció las palabras que su amor le había enseñado,
invocando al viento, y se elevó por los aires.
Y ella sabía a dónde debía dirigirse —Asmodeo le había señalado el
lugar—, pero la Madre era sólo una frágil mujer humana haciendo uso de
fuerzas para las que su pobre Chispa no era apta, y pronto se vio obligada
a continuar el camino con sus pies desnudos; Lilith anduvo a través de
tierra caliente y húmeda, sobre piedras filosas que herían su piel, entre
animales ponzoñosos…
Por primera vez, Lilith tuvo hambre y frío, y conoció la desesperación,
pero nunca pensó en volver al Edén. Algunas noches, ella intentaba invocar
al Padre, pero su cuerpo, cada vez más débil, jamás lo permitió. Aun así,
Lilith era voluntariosa, persistente y, a pesar de tenerlo todo en su contra,
lo logró. Llegó al Mar Rojo, donde la esperaba un Asmodeo anhelante,
apesadumbrado, dolorido: él había pasado días buscándola, creyéndola
muerta —completamente fuera, de su alcance, pues él no había podido
capturar su alma al momento de su muerte, por lo que ella, probablemente,
ahora estaba en un plano al que él no tenía acceso—.
El Padre la tomó en brazos, la llenó de besos y compartió con ella su
sangre; Lilith, temblorosa, la bebió y sus heridas sanaron.
Pocos meses más tarde, Lilith dio a luz a un par de gemelos: un niño y
una niña. Los primeros hijos de un ángel y una mujer humana, que
conformaron una nueva especie: Nefilim Puros. Los primeros sobre la
tierra, los cuales (como sucede con casi todas las mujeres humanas, que
traen a este mundo hijos de ángeles) le costaron la vida.
Asmodeo capturó el alma de Lilith antes de que abandonara este plano
—el alma humana, ese trozo de Chispa, pasa por un proceso antes de
volver a unirse a el Creador, con mayor energía que antes… o desaparecer
por completo, si es que el humano acabó con toda la luz que había en ella
—, sin embargo, antes de que él pudiera regresarla al cuerpo de su
amada… la Chispa regresó sola al cadáver, y cuando ella se levantó, el
Padre lo comprendió: al igual que él —quien rechazó Sus mandatos y
renegó de Él—, ella jamás podría abandonar este mundo.
Aquel día, nació el primer demonio súcubo: una mujer humana que
perdió su naturaleza divina y se volvió un demonio. Como castigo directo
del Creador, Lilith fue condenada a padecer una insaciable libido, producto
de la cual le nacieron una infinidad de hijos, que no eran ni humanos, ni
Nefilim (ella ya no era humana), ni demonios enteros. Eran bestias:
humanos con rasgos de animales, o intelecto humano en cuerpos de
chacales… o figuras humanas sin conciencia, con el veneno y la
agresividad de una mamba negra… Los hijos de Lilith se atacaban entre
ellos, acabándose entre hermanos.
Hubo dos, sin embargo, dos de los muchos que nacieron y murieron sin
dejar marca en el mundo, un macho y una hembra que, a pesar de no gozar
de cuerpos complemente humanos, tenían conciencia y, los primeros hijos
de Lilith, los Nefilim, los tomaron como compañeros.
De estas dos parejas nacieron nuevas especies: de la chica Nefilim y
ese macho mitad bestia (que parió Lilith siendo un súcubo), nacimos las
brujas. Del Nefilim macho, y esa chica mitad lobo… nacieron los
devoradores de brujas.
A ti, por leer este libro. Quiero que sepas que esto fue algo que disfruté
muchísimo escribiendo, por lo que espero que tú hayas disfrutando igual
leyéndolo,
Valeria.
SOBRE LA AUTORA
/ VlrDuval
@VlrDuval
/ ElHombreDeArcilla