Está en la página 1de 4

El debate inconcluso de la argumentación judicial

José Ángel Pérez Ariza1

En el pasado, cuando el poder era ejercido por monarcas absolutistas, en cuya persona se concentraban los
atributos de gobernar, legislar y juzgar, era impensable exigirles que motivaran sus decisiones, las cuales
debían acatarse por injustas y arbitrarias que fueran. Sostenían que su poder derivaba de un derecho divino
y por lo tanto ninguna de sus actuaciones podía ser cuestionada, por ser implícitamente buenas, y las
condenas o penas que por su causa soportaban los infelices súbditos, inocentes o culpables, no eran más
que mandatos de autoridad que se atribuían, en últimas, a la ineluctable voluntad de Dios.

La idea de que los jueces están obligados a sustentar sus decisiones comenzó a gestarse con el
advenimiento de los estados liberales de creación constitucional para convencer a las partes que
intervienen en los procesos y, más allá de estos, a todo el conglomerado social, que sus fallos se enmarcan
dentro de las normas jurídicas y son el resultado de los hechos debatidos y probados dentro de los
respectivos juicios.

Ese deber que tienen los jueces de exponer razonadamente las motivaciones que los llevan a fallar de un
modo y no de otro, abrió el boquete para un debate que hoy todavía continúa inconcluso sin hallar
fórmulas para zanjarlo definitivamente. Esta discusión gira en torno a la discrecionalidad judicial. Hay
quienes sostienen que en los llamados “casos difíciles” el juez siempre conserva un margen de
discrecionalidad que es imposible eliminar. Otros, por el contrario, afirman que la discrecionalidad es
evitable y en todas las situaciones está predeterminada una única solución que es la correcta.

Para resolver el tema de la discrecionalidad que lleva implícita la idea del acierto en las decisiones
judiciales se han propuesto distintas doctrinas. La más antigua, que tuvo origen en la Grecia clásica, se
conoce como la teoría iusnaturalista. Esta propugna que hay normas que no emanan del derecho
legislado sino que surgen de la propia naturaleza humana. En su primera etapa y durante mucho tiempo se
impuso el iusnaturalismo de corte teológico, el cual sostenía la existencia de una ley natural inmutable y
eterna que había sido puesta por Dios y sobre ella descansaba todo el derecho legislado; es decir que por
encima del derecho positivo hay normas que son derecho aunque no hayan sido creadas por un legislador.
Con la llegada de la ilustración, se tornó en iusnaturalismo racionalista cuya máxima es que la ley natural
existe aunque Dios no exista. La pregunta básica que plantea es: ¿cuándo se debe obedecer el derecho y
cuándo es legítimo desobedecerlo? En principio podía pensarse que a esta doctrina la animaba un genuino
propósito de procurar justicia aunque para ello fuese necesario desconocer o desobedecer normas
jurídicas que se concebían injustas. Pero no siempre ha sido así. Del iusnaturalismo han echado mano
monarcas y tiranos de distintas pelambres quienes se proclaman legítimos poseedores de las virtudes que
encarnan las leyes naturales que se originan en Dios o la razón humana, de modo que desobedecer sus
designios significaba al mismo tiempo un acto antijurídico y un acto inmoral. Los jueces bajo tales

1*
Abogado egresado de la Corporación Universitaria de Ciencia y Desarrollo UNICIENCIA, extensión
Bucaramanga. Especialista en derecho procesal de la Universidad Santo Tomás de Bucaramanga. Maestrando en
derecho procesal de la Universidad Libre de Bogotá.
sistemas terminan convirtiéndose en esbirros de los gobernantes y sus decisiones pasan de la
discrecionalidad a la más aberrante arbitrariedad.

En oposición al iusnaturalismo surgió el positivismo jurídico en el siglo XIX, el cual afirmaba que no
hay más derecho que el derecho positivo, de ahí que únicamente puede considerarse derecho al conjunto
de normas legisladas, independientemente de que sus contenidos tengan valor moral, pues la moral y el
derecho van por caminos separados, ya que no todo lo que es inmoral es ilegal y viceversa. El positivismo
estaba convencido de que a través del legislador la Nación misma legisla para el pueblo y como legislador
no se equivoca ni es injusta. En otras palabras, el pueblo ha sustituido a Dios.

Las tesis positivistas sostienen: (1) la separación conceptual entre el derecho y la moral; (2) las fuentes
sociales que le otorgan carácter convencional al derecho; (3) el derecho es creación humana, producto de
las relaciones sociales y es positivizado a través de mandatos por el legislador; y (4) no existe el derecho
natural.

Para negar la discrecionalidad, la Escuela de la Exégesis, surgida en Francia al calor de la expedición del
Código Civil de Napoleón, considerado como la obra maestra de la razón jurídica que vino a ocupar el
lugar que antes detentaba el derecho natural, y la Jurisprudencia de Conceptos, que apareció
coetáneamente en Alemania, propusieron que las decisiones de los jueces se construyeran a partir de
silogismos en los que las normas jurídicas hacían el papel de premisa mayor, los hechos probados se
tenían como premisa menor y la conclusión o sentencia no era más que el resultado de encajar
mecánicamente los hechos en las normas, subsumiéndolos. No concebían la existencia de lagunas, ni
soluciones para los casos difíciles al margen del sistema normativo, ni las antinomias, ni los textos legales
ambiguos. Los franceses sostenían que bajo ese sistema la ley hablaba por la boca del juez y ésta no se
equivocaba, por lo tanto no había espacio para la discrecionalidad. Los alemanes que tenían un sistema
jurídico más complejo, lo simplificaron en categorías esenciales o conceptos en los que el juez debía
subsumir todos y cada uno de los casos que se le presentaran y bajo ese esquema tampoco se le permitía
actuar discrecionalmente. Estas teorías fueron objeto de fuertes críticas porque el derecho es una
herramienta práctica y los conceptos son elaboraciones culturales que pueden cambiar de un lugar a otro.
Por otra parte, el derecho evoluciona y cambia en sus contenidos, de modo que carece de contenidos
necesarios.

A comienzos del siglo XX los positivistas introducen el concepto de la discrecionalidad judicial en la


interpretación jurídica mediante juicios valorativos, resaltando que el derecho no es perfecto, no está
conformado por conceptos inamovibles y tampoco existen teorías con una única respuesta correcta. Por lo
tanto, en toda aplicación del derecho hay un componente mayor o menor de discrecionalidad y los
problemas jurídicos tienen más de una respuesta posible.

En las primeras décadas del siglo XX Kelsen sostenía que en la Constitución residía la soberanía popular e
imponía límites al Estado para proteger los derechos y libertades individuales de los ciudadanos. Esta tesis
se oponía a una concepción estatista que comenzó a gestarse en Alemania después de la Primera Guerra
Mundial, según la cual el Estado poseía unos atributos de persona colectiva que trascendía los derechos
individuales. En los años treinta no fueron pocos los juristas 2 que se adhirieron a Adolf Hitler e

2
Larenz, Henkel, Dahm, Höhn,  Lange, Huber, Eckhardt, Schönfeld, Maunz, entre muchos otros.
impusieron lo que pudiera denominarse el Positivismo Estatista que proclamaba que el derecho y la vida
social nace del Estado y se debe al Estado, llegando a proclamar que el Führer como encarnación del
Estado era la fuente máxima del derecho y las normas jurídicas debían interpretarse con absoluto respeto
de su voluntad, para justificar el obedecimiento de leyes infames y decisiones que cubrieron de horror a la
justicia. Al ser derrotados en la Segunda Guerra Mundial, esos juristas justificaron todos sus desmanes en
el pensamiento jurídico de Kelsen, arguyendo que éste, supuestamente, los había obnubilado con sus tesis.
Dijeron que ellos simplemente se limitaron a obedecer y aplicar las leyes nazis porque estaban
convencidos de que constituían derecho y no podían oponerle argumentos morales. Terminada la guerra,
algunos retornaron a sus cátedras universitarias o volvieron a sus antiguos cargos en la judicatura desde
donde defendieron con entusiasmo la Ley Fundamental de Bonn, promulgada en 1949 para la Alemania
Occidental, bajo cuyos principios tomó forma la Jurisprudencia de Valores, la cual sostiene que el
derecho positivo no agota el derecho porque detrás de éste subyace un sistema de valores morales que
impiden su degradación para convertirse en fuente de injusticias. Esta jurisprudencia moralizó el derecho
al sostener que toda norma responde a un fin y ese fin puede representar intereses contrapuestos; para
interpretarla se debe buscar el valor que encierra el trasfondo de cada norma; es decir que el sistema
jurídico se construye como una pirámide cuyo soporte ya no son los enunciados o conceptos sino los
valores.

Entre los positivistas del Siglo XX merece especial mención Hebert Hart quien postula que en los
llamados “casos difíciles” es inevitable cierta discrecionalidad de los jueces porque las normas suelen
incurrir en vaguedades e imprecisiones, de modo que a ellos solo se les puede exigir que justifiquen con
razones convincentes las opciones y valoraciones que tuvieron en cuenta para sustentar determinada
decisión, ya que jamás podrá demostrarse que esa era la única respuesta correcta porque la ley permitía
varias y el juez hubo de elegir una entre todas. Considera que el derecho no es una ciencia exacta sino que
está permeada por componentes políticos y de poder. Y dice que si la ley previera la solución que debe
darse a cada caso, los jueces no tendrían que enfrascarse en profundos razonamientos para resolver los
conflictos que son llevados a los estrados judiciales. Agrega que los sistemas jurídicos son conscientes de
ese fenómeno y facultan al juez para optar entre soluciones posibles, siempre y cuando no vulnere el texto
de la ley, sin que pueda pedírsele cuentas por haber fallado de un modo o de otro, acusándolo de
prevaricador, a menos que quede demostrado que incurrió en manifiesta arbitrariedad o mala fe.

Las tesis de Hart son rebatidas por un poderoso contendiente: Ronad Dworkin, quien se opone a la
doctrina de la discrecionalidad judicial argumentando que admitirla equivale a decir que el juez se vale de
las lagunas de la ley para crear la norma con la cual va a solucionar el “caso difícil”, con efectos
retroactivos porque se usa para resolver una situación que ya existía antes de la norma que acaba de
inventar. En su lugar plantea que, además de los enunciados positivos de las normas, que denomina reglas,
existen también principios que se encuentran en la moral social, pues cada regla creada por el legislador
obedece a patrones morales de la sociedad. De modo que si al aplicar una regla se entra en conflicto con
un principio de la moral social, éste último debe prevalecer en desmedro de la regla porque el principio es
la parte más valiosa del derecho. Aunque en teoría la propuesta suena muy lógica, en la práctica la
discusión es de nunca acabar, pues al hablar de normas morales, lo primero que se nos viene a la cabeza es
preguntarnos de cuál moral estamos hablando. Si es la moral del juez, existirán tantas morales como
jueces hayan. No se puede hablar de una moral verdadera porque en un estado de libertades se admite el
pluralismo moral, al contrario del derecho que es único. Fuera de lo anterior, es indiscutible que la moral
social va cambiando y lo que ayer era inmoral hoy puede dejar de serlo, como acontece con el matrimonio
y la unión marital de hecho o con el matrimonio igualitario, solo para dar unos pequeños ejemplos.
Dworkin se apoya en el mítico juez Hércules, sabio conocedor del derecho como ninguno otro, que
siempre es capaz de dar con la respuesta correcta; pero si se pide a los jueces humanos, que son todos los
que administran justicia, vasto campo en el que es más lo que se ignora que lo que se conoce, donde
imperan más las dudas que las certezas, la teoría dworkiniana es vista más como un ideal imposible de
llevar al terreno de lo práctico que como una solución al problema de la argumentación judicial, porque lo
más que se le puede exigir a un juez es que se apoye en los mejores fundamentos para tomar una decisión
sin pretender que ha encontrado la única respuesta correcta para darle solución al caso.

Una variante iusmoralista intenta desarrollar un método alternativo para explicar dónde está lo justo y
cómo hacer para comprenderlo, empleado el sistema constructivista, el cual plantea que lo justo o injusto
no está predeterminado o preestablecido. Lo justo es aquello en lo que todos estaríamos de acuerdo, si
todos fuésemos racionales, objetivos e imparciales. Y una sociedad justa sería aquella en la que todos
razonáramos según nuestras preferencias y pudiéramos estar de acuerdo en lo mismo.

Entre los exponentes del iusmoralismo constructivista se encuentra Robert Alexy. Este jurista parte del
concepto de que las normas iusfundamentales son principios que deben ser tomados como mandatos de
optimización, que significan: en la mayor medida de lo posible. Ningún derecho es absoluto, pues todo
derecho es limitado por otro derecho y para determinar cuál derecho prevalece se emplea el método de la
ponderación que es una comparación entre principios o entre principios y reglas. Para ello propuso los
siguientes test de ponderación:

Test de idoneidad: la limitación de un derecho fundamental solo es constitucionalmente admisible


cuando sirve para favorecer a otro derecho fundamental.

Test de necesidad: la limitación de un derecho constitucional debe estar justificada cuando el juez no
encuentra otras opciones menos dañosas para ese derecho.

Test de proporcionalidad en sentido estricto: para que sea constitucionalmente efectiva la norma, a
medida que afecta un derecho debe perseguirse un efecto a favor de otro derecho fundamental.

En conclusión, la doctrina iusmoralista se enmarca dentro de la corriente denominada


neoconstitucionalismo en la que la moral ha migrado al interior de los sistemas jurídicos, es decir que se
ha constitucionalizado a tal punto que cuando anulamos o inaplicamos por inmoral una norma legal, no
estamos aplicando normas morales sino la constitución misma.

También podría gustarte