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Cuando estaba en 4to año del secundario durante la primera hora de Psicología, la
docente encargada de la materia, cuestionó a una compañera porque había estado
conversando con otras compañeras. La docente se acercó a la estudiante,
obligándola a que se levantara del asiento y advirtiéndole sobre su comportamiento
durante las clases, ya que, muchas veces interrumpía, llegaba tarde o no
completaba las tareas que se pactaban con antelación para realizarlas en la casa.
La profesora agredió verbalmente a mi compañera, exclamando que nunca iba a
llegar a nada, que “no iba a ser nadie” por su pésima conducta. La manera en que
había sido tratada, le generó angustia, entonces, sin mediar más palabras, la
profesora le pidió que se retirara.
Esto trajo como consecuencia la deserción escolar. Mi compañera desde ese día no
volvió a asistir a la escuela. Este incidente me marcó a nivel personal, y lo recuerdo
cada vez que ocurre un suceso similar. Yo conocía la situación familiar de mi
compañera; tenía una familia disfuncional, su madre era adicta, y tuvo que hacerse
responsable tanto de sí misma como del cuidado de su madre, de ocuparse de los
quehaceres del hogar, y demás tareas que normalmente los adolescentes no
estamos acostumbrados a realizar. Debido al contexto particular en el que vivía, fue
obligada a madurar tempranamente.
Dicho vínculo no solo implica enseñar o guiar a los alumnos en sus procesos de
aprendizaje, sino que también contribuye al fortalecimiento de las aptitudes
personales. Es decir, que la importancia de la relación docente-alumno, va mucho
más allá de un vínculo educativo; debido a que para el alumnado habitualmente esa
relación no se ve limitada solo a lo académico, también es afectiva. El
comportamiento, actitud y expresiones utilizadas por un docente pueden impactar
significativamente a su alumno por años e incluso para toda su vida.