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PSICOLOGÍA EVOLUTIVA: ADOLESCENCIA - BARRIONUEVO

PRIMER PARCIAL

PRÁCTICOS

“El otro y el discurso capitalista” - Barrionuevo, J. y Loureiro, H.

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El lenguaje, como sistema, es a priori del sujeto y es el primer medio que inaugura, para él,
un lugar en la cultura. Este lugar de preeminencia y anterioridad es el Otro. Hay, entonces, Otro
simbólico que se apoya en el rol fundamental de la palabra para regular las relaciones sociales de,
entre otros, sus padres. Así, se le asigna un lugar al sujeto, lugar signado por el lenguaje en el que
él se reconocerá.

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Con el advenimiento de la adolescencia, se produce un camino obligatorio hacia un
reposicionamiento subjetivo, bajo la dialéctica falo-castración.

Ese Otro del que hablábamos refiere a la alteridad absoluta y, aunque puede encarnarse
DD
en diversos otros, no se agota jamás en ellos. Este otro es, por lo tanto, imaginario, una
encarnación, una toma de forma de ese Otro absolutamente alterno y para nada semejante.

El Otro familiar debe caer con el advenimiento de la adolescencia. La desidealización de


las figuras paternas por un reposicionamiento edípico y una nueva toma de posición respecto a la
dialéctica falo-castración, desembocan en un desasimiento de ese Otro. Para ello, cumple un rol
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fundamental el Otro fraterno, encarnado en pares, amigos íntimos y demás que son otros con los
que el sujeto se identifica por medio de diversos elementos (vestimenta, discurso, música, et).

Decimos, entonces, que la adolescencia se caracteriza por un proceso de duelo: cae “Su
Majestad el Bebé” y, por lo tanto, se termina el núcleo narcisista y la inmortalidad del yo. A este
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duelo, producto de la aceptación de la castración propia y la parental, se le suma el desarrollo de


angustia. El sujeto se extraña de sí mismo, no se reconoce.

El discurso capitalista es un derivado del discurso del Amo. Se caracteriza por negar la


castración e ilusionar al sujeto con el alcance del objeto que satisfaga su goce. Hay un rechazo a la
imposibilidad, un intento de omnipotencia que confunde goce y consumo. Con la promesa del
goce universal posible, por medio del consumo, se genera la brecha de desigualdad social del
mercado. Entre los excluidos, caen los jóvenes que sucumben a patologías del acto y otras formas
como la depresión.

Aclaremos la diferencia entre goce y deseo.

El deseo es deseo inconsciente y lleva consigo, como propiedad, su imposibilidad de ser


satisfecho. El objeto está perdido y el deseo muta de objeto sustitutivo en objeto sustitutivo sin
ser jamás colmado.

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Goce, en cambio, refiere a aquello que hace que el sujeto pierda su libertad, con la marca
del exceso que provee la pulsión de muerte. Es una satisfacción paradójica, que busca escapar de
lo real y, una vez alcanzada, no genera placer, sino sufrimiento. El capitalismo se inscribe en una
exacerbación de lo pulsional que empuja el sujeto a lo imposible: lograr hallar el objeto perdido.
Esto genera dolor y sufrir.

Retomemos la adolescencia. Decíamos que, en ella, se produce un reposicionamiento


subjetivo de acuerdo a la dialéctica falo-castración. Esto viene de la mano del abandono de los
emblemas endogámicos y el forzoso desplazamiento hacia la cultura o exogamia. Hay dos

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movimientos fundamentales: desasimiento de las figuras paterna y materna y hallazgo de un
objeto de amor no incestuoso.

Lacan define al capitalismo como la época de la caída del Nombre del Padre y esto,
entonces, supone un conflicto para el adolescente que intenta insertarse en la cultura. El
capitalismo suple esta falta a través de un nuevo Otro: el mercado. El adolescente está obligado a

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devenir consumidor.

Más aún, si la adolescencia es un período de conmoción estructural, replanteo del


sentimiento de sí y de la identidad, entonces hemos de pensar cómo se dan estos elementos en el
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contexto actual. Con el predominio de lo imaginario sobre lo simbólico, la pérdida de la noción de
futuro y la ausencia de figuras paterna y materna (por adolescentización), la identificación quedará
del lado del Otro fraterno, de los pares.
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“Realidad y juego” - Winnicott, D.

Winnicott entiende que la correcta crianza de un niño desemboca, irrevocablemente, en


avatares de la adolescencia que nos resultan extraños e inesperados. Los adolescentes expresan
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su intención de poseerlo todo en forma de agresión y destrucción y, las recompensas, llegan sólo
de modo indirecto y teñidas por los celos de los propios padres.

La salida de la infancia implica un camino desde la dependencia hacia una parcial


independencia. Lo que notamos es que reaparecen muchos conflictos que ya habían sido resueltos


en la infancia, disfrazados o remodelados. Las fantasías de muerte de la infancia, se configuran


como asesinato en la adolescencia: crecer es ocupar el lugar del padre, es un acto agresivo per sé.
La toma de posición, la propia identificación se da sólo en la medida que se “acabe” con los rivales;
mejor dicho, el paso a la adultez se da por medio del asesinato de otro adulto.

Para loa padres, es inevitable el paso por este proceso y su rol es fundamental: han de
sobrevivir, nos dice Winnicott. La inmadurez del adolescente obliga al adulto a salirle en forma de
confrontación. La comprensión ubica al padre como un par, que es lo que impide el paso normal a
la adultez. Esta confrontación es la que da lugar a la fantasía inconsciente de asesinato que
permite el normal desarrollo del sujeto.

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“Tres ensayos de teoría sexual: Metamorfosis de la pubertad” - Freud, S.

La pubertad se caracteriza por dos procesos fundamentales que, nacidos en la infancia,


han de ser llevados a cabo para alcanzar la madurez. En primer lugar, la subordinación de las zonas
erógenas y pulsiones parciales bajo el primado de lo genital. Luego, el proceso de hallazgo de
objeto. Veamos en detalle.

La subordinación de las pulsiones parciales aparece en la medida que, en la pubertad,


surge la distinción entre placer previo y placer final. La excitación de una zona erógena generaría

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una tensión en el aparato que ha de brindar la fuerza motriz necesaria para la culminación del acto
sexual. Este monto de placer que genera tensión responde al placer previo o preliminar. Si la
fuerza motriz es la adecuada, se produce la expulsión de material genésico que configura el placer
último o final, que se caracteriza por eliminar toda la tensión (pétite morte). Este placer final,
entonces, sólo deviene con la pubertad, que impone las condiciones biológicas para su realización.

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En este momento, Freud piensa las perversiones relacionadas con este desarrollo. Plantea
entonces que, si la cuota de placer del placer preliminar es muy alta y muy pequeña la tensión
producida, entonces puede producirse una fijación. Dado que no puede completarse el acto
sexual, la meta queda aferrada a este momento previo y se produce una perversión.
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Con respecto al hallazgo de objeto, es preciso reconocer que en la primera infancia, dicho
objeto se encuentra fuera del propio cuerpo: es el pecho materno. Luego, la pulsión deviene
autoerótica hasta que, finalmente, durante la pubertad, aparece la necesidad de hallar un nuevo
objeto extra-corporal. Es por ello que hablamos de un reencuentro con el objeto. La cuestión
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radica en comprender cómo se produce la elección de objeto en la pubertad, que tiene la


característica primordial de ser exogámico. Aquí se ponen en juego dos corrientes opuestas: la
corriente tierna queda ligada a la figura materna, ya sin componente sensual, siendo que éste se
reprime y se redirige hacia el nuevo objeto.
FI

Esperaríamos que la elección de objeto recayera sobre las figuras materna o paterna, pero
esto no resulta así dada la intervención de la cultura y de los diques morales. Al comienzo, por lo
tanto, aparecen fantasías incestuosas como núcleo del placer. Sólo con el desasimiento de las
figuras idealizadas es posible una elección exogámica de objeto. Veamos, entonces, cómo se


produce este hallazgo.

Freud plantea dos posibilidades: por apuntalamiento o por elección narcisista. En el primer
caso, reconocemos que el niño identifica el objeto de amor con el objeto de los primeros cuidados
y las primeras formas de amar. Aparece, entonces, un objeto elegido en base a la madre fálica o al
padre protector. La elección narcisista, en cambio, resulta mucho más enigmática. Freud, en
principio, la relaciona con la inversión y la homosexualidad. Sin embargo, más tarde, plantea que
puede ocurrir una elección de objeto en base a lo que uno es o ha sido. En este sentido, el hallazgo
de objeto se apoya en el modelo del yo, del sí-mismo. Para esto, es fundamental el desarrollo
acerca del narcisismo, que llega más tarde, pero que ubica al yo como un objeto de amor más en
el que el yo encuentra satisfacción.

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“Las metamorfosis de la pubertad y el despertar de la primavera” - Belҫaguy, M.

Freud plantea la sexualidad humana en dos tiempos, separados por la latencia. En el


primer período, referido a la infancia, ocurren las primeras elecciones objetos, que se dan en el
Edipo, coincidentes con los padres, y que sucumben más tarde a la represión. Encontramos una
sexualidad autoerótica, representada en pulsiones parciales que refieren a diversas zonas
erógenas de un cuerpo fragmentado. La lógica es binaria a partir de la premisa universal del falo,
que inaugura la polaridad fálico-castrado.

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Con el advenimiento de la pubertad, estos caracteres se modifican y aparece el primado
de la genitalidad, que subordina las pulsiones parciales y brinda la primera forma de unidad
corporal. Aparece, entonces, el placer preliminar diferenciado del fina, distinción que sólo es
posible gracias a la pubertad. La elección de objeto en este segundo tiempo es de tipo exogámica:
hay una reedición del Edipo y de la castración que desemboca en la represión de los primeros
objetos hallados. Así, se produce el desasimiento de los padres y el reencuentro con el objeto bajo

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las demandas culturales y morales. Es aquí donde se conjugan la corriente sensual y la tierna en un
mismo objeto, tras la caída del Edipo y la desidealización de las figuras paternas. Finalmente,
entonces, la pulsión se dirige hacia la reproducción como meta única y queda planteada la
DD
polaridad femenino-masculino.

Ahora bien, los jóvenes salen al encuentro con la sexualidad desde el extrañamiento más
puro: la sexualidad cae en el orden de lo real, de lo no-representable. El encuentro con otro
sexuado es enigmático y traumático. Sabemos que Lacan plantea tres registros en su teoría: lo
imaginario (registro del moi, de la identificación a partir de la constitución de la imagen del cuerpo
LA

que se traduce en relaciones sociales donde se juega la especularidad), lo simbólico (conectada


con el lenguaje y el significante) y lo real (que incluye lo expulsado por medio de la intervención
simbólica, lo no-simbolizable). La sexualidad hace agujero en lo real y, para el adolescente, implica
una de las principales conflictivas a la hora de posicionarse como sujeto.
FI

El encuentro con el otro sexo, decíamos, resulta traumático y enigmático, sobre todo, por
la falta de complementariedad entre lo masculino y lo femenino. Los vanos intentos de
simbolización están destinados al fracaso y eso puede traer consecuencias fatales. La
aproximación a la sexualidad, fundada en el Otro del discurso, no es adecuada, porque el hecho


dista mucho de lo dicho. Este registro de lo real, entonces, implica angustia y necesidad de tomar
posición. Cuando esta toma de posición está vedada, por falta de consentimiento adulto,
encontramos sujetos atrapados en el goce fálico del Otro, insatisfascible.

La principal salida de este embrollo es la intervención de la ley del falo, que permite poner
palabras a lo que queda por fuera. Es por ello que el rol del falo como significante resulta
fundamental en la adolescencia. Esta ley es una de las formas del Nombre-del-Padre, que viene a
romper con la relación diádica y habilita una salida exogámica en la que el sujeto no quede
atrapado en la trampa de lo real.

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“Introducción al narcisismo” - Freud, S.

El desarrollo del sujeto supone, siempre, una época signada por el narcisismo, ubicada
entre el autoerotismo y la eleccón de objeto y caracterizable por sus propiedades intrínsecas.
Hablamos de un período donde el yo es investido libidinalmente de forma lo suficientemente
intensa como para que devenga objeto de amor y, también, de un elemento estructural que jamás
se agota, sino que siempre guarda para sí una porción de energía libidinal.

En este momento, el dualismo pulsional reinante es el que contrapone pulsiones de

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autoconservación y sexuales. Es por ello que el planteo del narcisismo gira alrededor de estos
conceptos. Freud define el narcisismo como el complemento libidinoso del egoísmo inherente a
las pulsiones de autoconservación. Siendo el yo el reservorio de libido, notamos que convergen los
dos tipos de pulsiones en un mismo objeto: el yo mismo.

Por otro lado, entendemos el narcisismo como una etapa intermedia entre el

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autoerotismo y la elección de objeto. Hallamos, entonces, un primer esbozo de cuerpo unificado y
de yo, fundado en una operación psíquica que Freud denomina identificación primaria. En
términos de Lacan, hablamos de una mirada del otro primordial que funda la imagen totalizadora
del cuerpo actuando como espejo. Esto implica, que el yo parte del otro, que está alienado. Es
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aquí donde se inaugura el moi, del registro imaginario, siendo que el je precisa de la intervención
del lenguaje.

Ahora bien, en este mismo texto, el autor relaciona el narcisismo con el concepto de
sentimiento de sí, definido como el grandor del yo. Vemos que, efectivamente, hay una relación
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fuerte que implica que este sentimiento tiene tres raíces: los residuos del narcisismo primario, la
omnipotencia de la niñez y las satisfacciones de la libido objetal. Este término viene emparentado
con el de yo ideal e ideal del yo. Recordemos que ambos se distinguen porque, si bien ambos se
fundan en el narcisismo, el primero de ellos es un ideal ubicado en el yo, donde éste y el ideal se
corresponden y, por lo tanto, pensamos en un vínculo con el narcisismo primario. El ideal del yo,
FI

en cambio, se ubica por fuera del yo, siendo que uno y otro no se corresponden.

¿Cuál es, entonces, la diferencia entre ideal del yo y yo ideal? El ideal de yo es una
instancia de la personalidad que resulta de la convergencia del narcisismo (idealización del yo) y


de las identificaciones con los padres, con sus substitutos y con los ideales colectivos. Como
instancia diferenciada, el ideal del yo constituye un modelo al que el sujeto intenta adecuarse. En
cambio, el yo ideal encuentra sus raíces en un objeto total de amor que aparece como perfecto. Es
todo aquello que uno hace para tener una mejor imagen de sí mismo. En la medida que me acerco
a ese yo ideal, puedo contentar a mi ideal del yo. Es decir, si el ideal del yo es algo impuesto desde
el afuera, una obligación, un punto de llegada, el yo ideal es el camino, es la búsqueda narcisista
de la mejoría.

El intento humano, casi por inercia, de regresar a la satisfacción narcisista es el que


justifica que aparezca el ideal del yo como una salida al regreso imposible. Nos quedamos, por
ahora, con la idea de que el desarrollo del yo consiste en un distanciamiento del narcisismo

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primario y supone un deseo constante de recuperarlo. El alejamiento de la etapa narcisista es
posible gracias al desplazamiento de la libido hacia un ideal de yo impuesto desde afuera cuyo
alcance supone satisfacción. Lo que el yo se empobrece al desinvestir el yo para investir objetos, lo
recupera al satisfacerse con esos objetos y cumplir el ideal.

“Narcisismo e identificación en la fase del espejo” - Vega, V.

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El narcisismo refiere a una conducta mediante la cual el sujeto adopta su yo (corporal)
como un objeto sexual, hasta el punto de casi lograr una satisfacción plena. Es, según Freud, una
etapa del desarrollo normal del individuo en la que se funda, además, la primera elección de
objeto de amor que desemboca, más tarde, en la elección definitiva exogámica. El ingreso al
narcisismo precisa de un yo conformado, aunque sea rústicamente, y ello sólo es posible mediante
una operación psíquica particular: la identificación. Distinguimos dos tipos de este proceso. El

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primero de ellos, previo al ingreso en el Edipo, lo denominamos identificación primaria y aparece
como el primer lazo social afectivo con otro. Hay una aspiración del yo de alcanzar a ese otro que
adviene como ideal y es en esa identificación que puede pensarse en una subjetividad naciente, un
ser. Con la entrada en el Edipo y la triangularidad que este supone, aparecen nuevas
DD
identificaciones secundarias que vienen encerradas en la lógica del tener, en la medida que hay un
sujeto, un rival y un objeto.

Hasta aquí, el narcisismo y la identificación desde la teoría freudiana. Veamos ahora cómo
se relacionan estos conceptos con la fase del espejo de Lacan. Para este autor, el estadio del
LA

espejo comporta una identificación, es decir, una transformación en el sujeto a partir de la


adopción de una imagen. Frente a un cuerpo motrizmente inmaduro, la presencia del otro implica
una primera imagen unificada percibida del sí mismo, en contraposición con el cuerpo
fragmentado propio de épocas previas. La primera concepción de un cuerpo unificado y, por lo
tanto, de una identidad, para Lacan, se produce en el campo imaginario y a partir de otro. Esta
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primera identificación, coincidente con el narcisismo primario freudiano, supone una alienación.
El problema que aquí surge es que el niño reconoce en la imagen especular una unidad, mientras
que continúa autopercibiéndose de forma fragmentada. Es sólo a través del otro que indica que
ésa imagen soy yo que puedo pensar en un yo unificado. Este esbozo de yo se completa con


identificaciones posteriores. Tenemos, entonces, tres momentos en esta fase. Un primer


momento donde el niño percibe su imagen como un ser real, con ontología propia. Luego, el
reconocimiento de esa imagen como un reflejo de otro (distinción real-imaginario). Finalmente, la
posibilidad de ver en esa imagen un reflejo del yo que se duplica para revelar la unidad del cuerpo.

El yo ideal, inalcanzable, halla su matriz en esa alienación de la que hablamos. La imagen


alienada es la forma que tomará aquel a quien yo ame, por lo que en esa persona confluirán mi
ideal del yo y mi cuerpo fragmentado.

Finalmente, veamos estos procesos a la luz de la adolescencia. Ya sabemos que se trata de


un período de conmoción estructural y reposicionamiento subjetivo, pero agreguemos la

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importancia de las transformaciones del sentimiento de sí y de la identidad. El cuerpo nuevo,
extraño invita al adolescente a desconocerse como unidad, devolviéndolo a la lógica de la
fragmentación. Hay, entonces, una necesidad de re-resolver la cuestión de la unificación, a partir
de un duelo por el cuerpo perdido y de un nuevo reconocimiento del cuerpo extraño como propio.
La doble significancia del cuerpo como cuerpo pulsional y como cuerpo imaginario es el lugar de
conmoción más grande para el joven.

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“El complejo de Edipo en Freud y Lacan” - Vega, V.

Para Freud, el complejo de Edipo se configura como una etapa normal y universal de la
niñez, caracterizada por sentimientos hostiles y tiernos dirigidos hacia las figuras parentales. Está
fuertemente ligado al complejo de castración, que surge a partir de la premisa universal del falo,
que inaugura la lógica binaria de fálico-castrado propia de la fase fálica de la libido. Ahora bien,

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decimos que ambos complejos se vinculan en la medida que, en el varón, la angustia de castración
sepulta al Edipo, mientras que, en la niña, la envidia del pene la hace ingresar en el Edipo.

Para la niña, particularmente, la salida del Edipo se da por desengaño con el padre y
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desemboca o en la sexualidad normal (por intento de reemplazo del pene por un hijo), en la
inhibición sexual total (por represión de todas las mociones) o en el complejo de masculinidad (por
negación de la falta e identificación con aquel que lo posee).

La caída del Edipo, en ambos casos, supone la desidealización de las figuras paternas y la
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imposición del superyó como instancia psíquica observadora o conciencia moral. Este superyó
indica, por un lado, la identificación con la figura paterna y, por otro, la prohibición de ser igual a
ella.

Tras la latencia, la revitalización de la sexualidad trae de regreso lo reprimido y obliga al


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adolescente a una reedición de ese complejo de Edipo.

Para Lacan, en cambio, el Edipo no es una estructura triádica sino, más bien, cuaternaria,
tras la introducción del falo. Para él, la concepción freudiana del Edipo como mito encierra a éste
en el campo de lo simbólico, recortado por el lenguaje. Desde la teoría lacaniana, el Edipo es una


estructura propia del orden de lo real y consecuencia de la cultura, en tanto supone la


intervención del significante. Lo que se juega en el complejo es el deseo de la madre y la metáfora
del padre. El falo aparece como el significante tanto del deseo materno por falta de pene como del
sinsentido del deseo. Es en estos dos sentidos que el niño se identifica con el falo.

Hay tres momentos en el Edipo lacaniano. En primera instancia, hallamos el estadio del
espejo, con un cuerpo fragmentado y una primera unidad esbozada. La identificación no es con la
madre, sino con lo que se supone que es su deseo, el deseo del Otro. Hay una alineación y una
identificación imaginaria. La falta aquí no existe: la madre desea el falo y el niño es el falo. La ley
del padre esta velada, pues sólo rige para la madre.

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En un segundo momento, se produce el ingreso del padre, como la ley que separa al niño
de su identificación imaginaria con la madre. La privación es doble: la madre está castrada, en
tanto no puede satisfacerse en el niño como el falo, y el niño no puede identificarse
imaginariamente con el falo, pues no lo es. Se introduce la castración materna y del niño. Esto sólo
es posible en la medida que el deseo materno esté dirigido al padre. La legalidad sólo se introduce
de esta manera. La madre queda, entonces, atrapada en el deseo del Otro, en u objeto que tiene o
no tiene.

El tercer tiempo se caracteriza no por un sepultamiento del complejo, sino por la toma de

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posición deseante por parte del niño. A partir del segundo momento, el padre ha quedado
identificado como quien tiene el falo y el niño como un castrado. Esto no implica que el padre sea
el falo, pues rige para él también la ley de la cultura. Lo esperable es que el niño se identifique con
el padre y pase de la lógica del ser a la del tener. En este pasaje reconocemos la instauración de la
metáfora paterna o del Nombre-del-Padre y el ingreso al lenguaje o registro simbólico por parte
del infante.

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“Falo y castración. S articulación en la adolescencia” - Capano, R.
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El falo constituye un elemento fundamental, en el caso de Freud, en la medida que es el
que establece una legalidad significante, inaugurando la lógica de presencia-ausencia. Es en
centro del complejo de castración y, por lo tanto, también del Edipo. Sin embargo, Lacan reedifica
este edificio freudiana y brinda al falo un papel novedoso.
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El falo aparece como un significante y, como tal, se encuadra en lo simbólico. Opera desde
la falta, desde la ausencia. La castración no es tal, más bien, hablamos de la privación de algo que
no se tiene, algo que sólo existe simbólicamente.
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Ahora bien, cuando Freud plantea la ecuación simbólica niño=falo, está diciendo que el
niño viene al lugar de la falta de la madre. La madre acoge al niño en eso que le falta. Esto implica,
entonces, que la subjetividad se inaugura en la falta.

Pensemos, ahora, en la adolescencia y en la forma en la que, en ella, se resignifica esta




falta y esta castración. El encuentro con el otro sexo, sabemos, es traumático: en él se juega la
confrontación con la lógica de la falta. La sexualidad, enigmática, hace agujero en lo real y, en el
encuentro, no hay encuentro verdadero. La resolución de ese des-encuentro es fundamental para
el adolescente y su desarrollo. El falo, como elemento significante de poder, es lo que falta y lo
que necesito para resolver este conflicto. ¿Cómo enfrento esta falta estructural? Ése es el
verdadero quid de la cuestión. Sólo aquello que falta puede ser suplido y el adolescente hace,
justamente, eso: suple la falta para lograr resolución.

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“Deseo, deseo del Otro y fantasma” - Barrionuevo, J.

Partamos de comprender que el deseo, en psicoanálisis, es troncal como concepto y se


define de forma particular. Si pensamos la necesidad como una tensión biológica, capaz de ser
colmada a través de un objeto determinado; y la demanda como una necesidad de otro, que
necesita ser interpretada y dotada de palabras por otro; entonces el deseo no coincide con
ninguna.

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El deseo se inaugura en la experiencia de satisfacción y el intento infinito e inlograble de
recuperarla. La falta es el motor del deseo, cuyo objeto está perdido para siempre y condenado a
ser sustituido por otros que no son adecuados. Metonímico, muda siempre en otra cosa que
tampoco lo satisface.

Para Lacan, el deseo es del deseo del Otro y esto es fundamental para el psicoanálisis. El

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sujeto apela al otro para ser objeto de su deseo y para ser reconocido. La inscripción del niño en
una subjetividad nace del deseo del Otro materno, que le da el lugar del falo que le falta. Pero esto
aliena al niño y, por ello, es necesaria la intervención del Nombre-del-Padre, que revela la
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castración materna y la imposibilidad del niño de satisfacer ese deseo. Así, se libera el sujeto del
goce del Otro, separándose. En ese proceso se juegan, entonces, una alienación y una separación.

El concepto de fantasma lacaniano, podríamos decir, se funda en el cruce entre el deseo y


la construcción de lo real por parte del sujeto. La pregunta que nace es acerca del deseo del Otro,
que resulta enigmático. “¿Qué quiere de mí?”. El Otro, signado por la falta, es quien me da un
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lugar como sujeto al hacerme objeto de su deseo. Pero este deseo, sabemos, es imposible de
colmarse, por eso el enigma del deseo del Otro, por eso el fantasma.

La realidad juega en la medida que el sujeto la reconoce desde el fantasma, se ve como lo


FI

miran. El moi, como instancia imaginaria, surge de aquí, de esa identificación en la fase del espejo
que le da unidad a un cuerpo fragmentado.


“Duelo y melancolía” - Freud, S.

Mientras que el duelo se nos aparece como la reacción frente a la pérdida de una persona
amada o una abstracción similar, la melancolía resulta un enigma, siendo que sus orígenes son los
mismos y su desarrollo tan distinto.

En el duelo, el examen de realidad muestra que el objeto de amor se ha perdido, por lo


que resulta imperante retirar de él la libido. Esto genera cierta renuencia por parte del sujeto, que
puede derivar en una negación de la realidad y la retención del objeto en una psicosis alucinatoria.
Sin embargo, si se cumple lo estipulado, esto no impide que, tras un proceso largo y duradero, la
investidura pueda desasirse del objeto perdido.

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Podemos pensar en duelo en tres fases. En primer lugar, la escisión del yo junto con la
desmentida donde se reconoce la pérdida, a través del juicio de realidad o existencia, pero se
mantiene el objeto en el campo de lo psíquico. Luego, un momento de sobreinvestidura de los
recuerdos, donde aparece la nostalgia por lo perdido. En la adolescencia, este momento del
proceso del duelo puede verse, fácilmente, en el desasimiento de los padres y la caída de su
idealización. Los padres dejan de ser los padres perfectos y omnipotentes de la niñez. Finalmente,
un tercer momento de desasimiento pieza por pieza que, para el adolescente, permite el ingreso
en la proyección a futuro, el qué hacer con su vida.

OM
La melancolía, en cambio, presenta caracteres mucho más profundos. A los síntomas
esperables a partir de la pérdida de un objeto de amor, se suma un empobrecimiento del yo o una
perturbación del sentimiento de sí. El objeto de amor se ha perdido y, junto con él, aparece una
pérdida inconsciente: se sabe a quién se perdió, pero no lo que se perdió con él. La pérdida parece
expresarse más como una pérdida del yo que del objeto.

.C
El empobrecimiento del yo proviene de la instancia crítica, de la conciencia moral. Sin
embargo, queda por dilucidar cómo es que surge la posibilidad de esa perturbación. La expresión
de este empobrecimiento son los autorreproches que, en verdad, ocultan tras de sí reproches
DD
hacia otro, hacia el objeto de amor perdido. Este punto es el fundamental para comprender el
proceso de la melancolía.

Se produce una elección de objeto que, tras un desengaño o afrenta por parte de la
persona amada, se ve sacudida. La investidura se retira del objeto, pero la libido encuentra un
camino de vuelta al yo y arrastra consigo una identificación con el objeto perdido. Los reproches
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dirigidos al objeto se implementan, ahora, sobre el yo por medio de la conciencia moral. La pérdida
del objeto se muda en una pérdida del yo y el conflicto con la persona amada, en un conflicto en el
seno de ese yo.

Suponemos, entonces, dos factores fundamentales: que la fijación en el objeto de amor


FI

haya sido intensa y, además, que se trate de una elección de objeto narcisista. Esto último permite
la regresión desde la elección de objeto hacia la época narcisista, que justificaría la identificación.

De todas formas, lo que sale a la luz en la melancolía es la ambivalencia presente en el




vínculo con el objeto amado. Sólo ella puede explicar cómo la libido del objeto de amor al regresar
al yo, sufre de una mudanza a odio que aparece como autorreproche y tendencias sádicas, propias
de un estadio libidinal anterior. La libido recuperada tiene un doble destino: regresa a la
identificación y regresiona al estadio anal.

“La escisión del yo en el proceso defensivo” - Freud, S.

El yo de todo niño se caracteriza por estar al servicio de intensas pulsiones que él tiende a
satisfacer. Sin embargo, llega un momento en el que ese niño se encuentra con una vivencia que le
enseña que la satisfacción de esa pulsión puede conllevar un peligro real-objetivo. Se ve, entonces,

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compelido a decidir: o desmiente la realidad-objetiva y continúa actuando a favor de la
satisfacción pulsional o resigna dicha satisfacción a favor de reconocer el peligro presente y
resguardarse de él.

La resolución es muy particular. Ni toma una ni otra, ni deshecha ambas. El niño realiza
ambas acciones. Es decir, rechaza la realidad, evitando prohibirse la satisfacción a la vez que
reconoce el peligro, permitiendo la aparición de angustia como síntoma del que ha de defenderse.

Este accionar doble o contradictorio sólo puede darse en detrimento del yo, que sufre de

OM
una escisión que jamás se repara. El yo ha dejado de ser garante de los procesos anímicos, ya no
es un yo sintético. Es un yo escindido, en cuyo centro encontramos un núcleo oscuro, inconsciente
que es nada más ni menos que el ello. A partir de esta escisión estructural es que se producen los
procesos defensivos que caracterizan la vida psíquica.

El fetichismo sea, quizá, el ejemplo más claro de este proceso de división del yo. En él,

.C
frente al terror de la castración, en lugar de la renuncia pulsional esperable, se produce un
desplazamiento. El pene faltante en la mujer es reemplazado por un sustituto: el fetiche. Lo que se
ha logrado es, entonces, una desmentida de la ausencia, sin que ello suponga un rechazo total de
la realidad objetiva. Es decir, se produce una renuncia pulsional junto con una desmentida de la
DD
realidad objetiva que se sintetizan en el fetiche mismo.
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TEÓRICOS

“Adolescencia y juventud. Consideraciones desde el Psicoanálisis” - Barrionuevo, J.

PARTE 1: El sujeto en tiempos del capitalismo tardío

Sujeto y ética del psicoanálisis

El psicoanálisis viene a romper con la noción de sujeto como equivalente a individuo. De


hecho, plantea un sujeto barrado, escindido, un sujeto del inconsciente. Del inconsciente en tanto

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está sujeto por él y dividido por él. Como Lacan lo expresa, el inconsciente se articula como un
lenguaje y un saber; el plano simbólico legaliza o regula las relaciones del sujeto con el Otro,
regulación a partir del lenguaje.

La ética del psicoanálisis es, principalmente, ética del deseo. Sabemos que el sujeto está
regido por un deseo insatisfascible y estructural, que es el que lo mantiene vivo. Deseo

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inconsciente y sexual que dirige a la clínica psicoanalítica a reconocer, fortalecer o rectificar la
posición del sujeto con respecto a dicho deseo.

El sujeto de la sociedad de consumo


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El posmodernismo se caracteriza por la caída de la metáfora, la desvalorización de la
palabra. El predominio de la imagen hace del sujeto un objeto, liquidando la lógica del ser y
transformándola en la del tener. La acción pasa a primer plano y se deja de lado el rol fundamental
del hablar, siendo que el sujeto queda a merced de un actuar compulsivo que se expresa en el
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consumo. Nuestra época es la época de los Nombres-del-Padre, la época del discurso capitalista
que desmiente la falta, la castración y apela al goce a partir del consumo, prometiendo
universalidad y garantía de éste, aún cuando ello es imposible. Si se tiene, se es: inversión del
discurso del Amo propio de la Modernidad.
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Según Freud, el sufrimiento ataca al humano desde tres puntos: el propio cuerpo, desde el
mundo exterior y desde los vínculos con otros. El capitalismo afirma poder librarnos de esas tres
fuentes de sufrimiento, ilusionando con una vuelta hacia la omnipotencia narcisista, donde todo
se puede y el goce es ilimitado. Un goce que es no-fálico, que niega la no-relación sexual y colma


el goce del Otro evitando el registro simbólico. El deseo, entonces, se empobrece.

Veamos en qué consiste dicha subordinación

El sujeto, desde el psicoanálisis está subordinado a una estructura que lo preexiste y


determina: un sistema simbólico como es el lenguaje. En él, el sujeto se hace sujeto, a través de
los discursos de otros.

Cuando el discurso coloca al adolescente en el lugar idealizado por otros, lo determina


como objeto de consumo, lo des-subjetiviza. La intervención del Nombre-del-Padre resulta, en
este entorno, fundamental para la identidad del adolescente. La adolescentización de los padres
mina esta función y, por ello, hallamos adolescentes cuyos lazos identificatorios se apoyan en

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pares, en el Otro fraterno. Sin embargo, los casos de patologías del acto, de depresión e inhibición
psicológica vienen a denunciar esta ausencia.

PARTE 2: Adolescencia. Semblante de las metamorfosis de la pubertad

Es fundamental partir de comprender a la adolescencia como una conmoción estructural


sin precedentes, un conflicto en el seno del sentimiento de sí y la identidad, que obliga a un

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reposicionamiento del sujeto en la dialéctica falo-castración.

Pero, también, pensarla como síntoma de la pubertad, en tanto configura una


manifestación perceptible de una complejidad estructural que denuncia lo traumático de la
sexualidad y dice algo que no puede ser puesto en palabras. Incluso, como semblante, en tanto
es apariencia que no debe ser tomada como tal, sino como lo que es, lo real deducible en lo
simbólico e imaginario.

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Conceptos psicoanalíticos en la consideración de la adolescencia

Como época de vida, la adolescencia supone todo esto de lo que hablábamos, pero
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psíquicamente implica un proceso particular. Nos interesa dilucidar cómo, en la pubertad, se
resignifica lo pasado y se le da una nueva connotación. Recordemos que, para Freud, la
resignificación es el proceso por el cual una vivencia a posteriori dota de significado sexual e
importancia psíquica a un suceso pasado que no había tenido estas características.
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Con la reactivación del erotismo, en la adolescencia se reedifica la trama edípica que


genera la revitalización de fantasías edípicas incestuosas que se viven con culpa o temor y generan
angustia. La sexualidad es traumática y enigmática, dirá Lacan, y esto se pone en juego en la
adolescencia, donde ocurre el encuentro (más bien, desencuentro) con el otro sexo. A su vez,
aparece el enigma del deseo del Otro, que configura el fantasma, así como también el
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desasimiento de las figuras de la identificación primaria. La adolescencia es, también, un tiempo


de duelo.

Decíamos antes que el sujeto se ve atacado por lo real desde tres frentes. Veamos cómo.


Desde el propio cuerpo, la revitalización de la sexualidad, esta vez bajo el primado genital, impone
un nuevo cuerpo que se fragmenta nuevamente. Desde el mundo exterior, el sujeto lucha contra
la objetivación que plantea el capitalismo, pujando por encontrar su propia subjetividad y
revalorizar su deseo. Finalmente, los lazos sociales acometen en forma de relaciones de
identificación en el seno del Edipo y del complejo fraterno.

Una posible resolución a este real que nos tirotea es la desmentida, que figura dos
posiciones opuestas simultáneas, donde una reconoce la pérdida por medio del juicio realidad, a la
vez que la otra desmiente aferrándose, en lo psíquico, a lo perdido.

Irrupción del erotismo genital

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En la adolescencia ocurre la irrupción del erotismo genital, que pone en jaque la estructura
psíquica y corporal toda. Lo real interviene dejando al sujeto sin posibilidades de enfrentarlo.
Cuando el goce irrumpe, n existen palabras que lo simbolicen o representen. Hay una exigencia de
trabajo psíquico que permita combatir eso real por medio de lo imaginario y lo simbólico. El
lenguaje es un primer paso, aún cuando no sea suficiente.

Ahora bien, la adolescencia también implica un reposicionamiento en las relaciones con


otros, aún más, con el Otro que nos determina. Esto implica que no se trata de un fenómeno
individual, sino de una conmoción a nivel complejo, tal y como lo plantea Aberastury cuando habla

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del “Síndrome normal de la adolescencia”. Determina una serie de manifestaciones del mismo:

-Búsqueda de sí mismo y de su identidad

-Tendencia grupal

-Necesidad de intelectualizar y fantasear

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-Crisis religiosas

-Desubicación temporal (con características del proceso 1° del pensamiento)


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-Evolución sexual manifiesta

-Actitud social reivindicadora

-Contradicciones en manifestaciones conductuales, con predominio de la acción


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-Separación progresiva de los padres

-Intelectualización del conflicto como tentativa de manejar los procesos pulsionales en un nivel
psíquico diferente
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Hay, entonces, un movimiento individual en el seno de las relaciones sociales. Además, la


autora define la adolescencia a partir de los tres duelos fundamentales que en ella se llevan a
cabo: del cuerpo infantil, del rol y la identidad infantiles y de los padres de la infancia.


Acerca de la adolescencia desde autores varios

Barrionuevo define la adolescencia como reposicionamiento del sujeto en relación a la


estructura opositiva falo-castración o como una profunda conmoción estructural a nivel de la
identidad y del sentimiento de sí, que exige desidentificaciones y creación de nuevas para el logro
de un nuevo posicionamiento subjetivo diferente del de la niñez.

Falo-castración

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El Edipo de Lacan, que introduce el falo como elemento cuarto de la estructura, supone
pensar el deseo en relación con ser el falo. El falo es un significante que, como todos, habilita la
metonimia y la metáfora y es por eso que el deseo muta de objeto siguiendo estas leyes.

Ahora bien, el ingreso a la adolescencia empuja al sujeto a un reposicionamiento en la


dialéctica falo-castración, en la medida que uno y otro se encuentran íntimamente relacionados. El
falo no puede serse (imposibilidad de satisfacer el deseo), pero sí tenerse. El juego del Edipo se da
en esta dirección: cuando se revela la castración de la madre y la imposibilidad del niño de ser el
falo por irrupción del Nombre-del-Padre, entonces aparece la posibilidad de tener el falo. La

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ausencia posibilita la tenencia.

Ambivalencia

Los sentimientos opuestos, hostiles-amorosos, dirigidos hacia los padres durante el Edipo,
se reconfiguran en la adolescencia. Se ponen, allí, en juego en relación a los pares y sustitutos de

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esas figuras identificatorias perdidas.

Identificación
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Freud la define como el primer lazo afectivo con otro, en el que éste se constituye como
modelo idealizado a seguir. La identificación primaria es con los padres y deriva en el superyó,
mientras que, en la pubertad, la identificación se dirige a pares y amigos.

Para Lacan, en cambio, la identificación está ligada a una imagen, lo cual se expresa en la
fase del espejo. Recordemos que, aquí, la identificación primaria es imaginaria y sólo se rompe
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gracias a la intervención del Nombre-del-Padre. La segunda identificación, que da lugar al superyó,


es de tipo simbólica.

Los adolescentes y el Otro familiar y social


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“Adolescencia” es un término cotidiana e históricamente asociado al adolecer, a la falta.


En ello, se trasluce una falsa de promesa de plenitud que se alcanzaría con la adultez. Más bien,
sabiendo que la falta es constitutiva, se promete una salida a la castración. Esto es enteramente
engañoso.


Pero más allá de esa falsa promesa, “adolescencia” también implica adolescer, arder,
quemar. Y esto se vive por el joven a través del cuerpo, amenazado por enormes tensiones
eróticas que revitalizan la sexualidad y dejan al sujeto a merced de lo real. El adolescente está
mudo frente a lo no-simbolizable y le resulta imposible pensar en esos cambios. El cuerpo nuevo
hace agujero en lo real.

Otro punto a tener en cuenta guarda relación con el duelo. La adolescencia es tiempo de
duelo, de desasimiento, pero también de dolor.

Es necesario, por lo tanto, un replanteamiento de su propia posición que se enlaza,


necesariamente, con el deseo del Otro que nos alienó a la vez que nos hizo sujetos. Aquí se pone

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en juego el fantasma, la pregunta por el enigmático deseo del Otro que no puedo colmar aunque
lo intente toda la vida. La mirada del Otro nos dio unidad antes y, espera el joven, ha de volver a
darla frente a este cuerpo ajeno. Ocurre una nueva fase del espejo, con identificación,
construcción de la imagen nueva y nuevas relaciones sociales basadas en la agresividad.

Acerca del duelo y sobre la agresividad

Ya hemos definido a la adolescencia como tiempo de duelo (por el cuerpo, por el rol y por
los padres de la infancia). Ahora rescataremos el rol que cumple la agresividad en el seno de las

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transformaciones adolescentes y la manera en la que ambos se comportan para dar lugar a la
ambivalencia.

La primera identificación del niño, desde Lacan, se produce en la fase del espejo, donde la
imagen unificada del propio cuerpo se conforma a partir de una alienación. Yo es Otro. De esta
manera, la figura de identificación se reconoce, también, como un recordatorio del cuerpo

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desmembrado y ahí se pone en juego la agresividad.

Las figuras de identificación, entonces, alojan y confrontan, diría Winnicott, generando


sentimientos ambivalentes en el sujeto. En los tiempos que corren, con el Otro devaluado y
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figuras identificatorias poco funcionales, el correcto desarrollo de estos procesos se ve dificultado.
No es raro, por ello, que aparezcan las patologías del acto como un intento de control y dominio
sobre el propio cuerpo y forma de descargar la agresividad.

Goce
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Comencemos por definir al goce como un placer doloroso, en la medida que se trata de
una intención de ir más allá del principio del placer que deviene displacentera. Sabemos que el
goce es, primeramente, goce del Otro, que se pone en juego en los primeros estadios del espejo.
Con la intervención de la metáfora paterna, ese goce deviene fálico y es esto lo que permite que el
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sujeto no quede merced de ese goce del Otro y, por lo tanto, muera.

Las patologías del acto, tan comunes hoy en día, serían expresión de un intento fallido de
traer la función paterna, exigiéndole al otro reconocimiento y existencia. Con una metáfora
paterna debilitada, ésta sería una salida que los adolescentes encuentran frente al peligro de


quedar atrapados en el goce del Otro.

Otro tanto sucede con las patologías del otro extremo, como la inhibición psicológica, la
sobreadaptación y la depresión. Habría aquí una forma diferente de tramitar la relación pulsión
de vida-pulsión de muerte que redirige esta última hacia la propia persona, destruyendo el
sentimiento de sí.

Planteamos, entonces, una relación entre el empobrecimiento de la metáfora paterna, el


empobrecimiento de lo simbólico y la palabra y las patologías tratadas. La revitalización de lo
incestuoso, con reforzamiento del goce materno devienen angustia, pues ponen al sujeto frente a
lo real.

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Angustia

Freud, en sus última consideraciones sobre el tema, piensa la angustia como una salida
frente a un desborde pulsional, un quantum demasiado grande para el sistema. La fuente de dicha
angustia vendría siempre asociada a la castración, disfrazada de diferentes formas. En la
adolescencia se reconfigurarían viejas fuentes de angustia, como la de castración, la de
indefensión del yo o la de temor frente a la pérdida del objeto de amor.

Para Lacan, por su parte, la angustia se presenta como una desarticulación de los tres

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registros RSI, y posee ciertas características.

En primer lugar, la angustia es ante lo real, en forma de un nuevo cuerpo que no puede sr
simbolizado. Esto ya lo hemos tratado previamente.

La angustia también puede surgir frente al enigma del Deseo del Otro. La imposibilidad de
llenar la falta, coloca al sujeto en una posición de angustia, pues no existe respuesta posible para

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la pregunta por el “¿Qué quiere de mí?”. En el Otro, mi reflejo es parcial, fragmentado. El sujeto
no sabe quién es para el Otro.
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Ahora bien, cuando Lacan piensa en la angustia frente a la falta de la falta, está
planteando el problema que supone el rechazo de la castración del Otro. Para venir al lugar del
deseo del Otro, necesito que a él le falte, que esté castrado. Si eso no sucede, no encuentro donde
alojarme.

Finalmente, hemos de considerar la angustia como recursiva, en tanto siempre es con un


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objeto. No hablamos de un objeto empírico, sino de un objeto a que viene al lugar del objeto
causa del deseo.

Lacan propone, entonces, pensar el acting out o el acto mismo como posibles escapes
frente a la angustia.
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Acting out y pasaje al acto

El agieren de Freud es una forma de acting out que refiere a la compulsión a la repetición
en acto de aquello que no puede ser recordado, pues no ha sido olvidado. Es como si una


tendencia a repetir en acto fuera la única forma de expresar algo que quiere retornar pero no
puede hacerlo desde el plano lingüístico. El acto habla por sí mismo, independiente de la voluntad
o racionalización del sujeto, poniendo en juego deseos y/o fantasías infantiles reprimidas.

Lacan agrega a estos desarrollos freudianos el papel correctivo del acting out. Lo
interpreta como un mensaje dirigido al analista que busca aislar y mostrar un objeto. Viene a
denunciar una falla en el fantasma, cuya función es separar y distinguir sujeto y objeto. El acting
out devela una confusión entre ambos, que coloca al sujeto en el lugar del goce del Otro. En ese
movimiento, el sujeto trata de enviar un mensaje.

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¿Qué pasa, entonces, con el pasaje al acto? Según Lacan, en él ocurre una operación
particular: escapa de la red simbólica e ingresa a lo real, con lo que se rompe el lazo social. Cuando
el sujeto no es simbolizable, cuando cae la relación con cualquier significante, pasa a ser objeto. Ya
no se trata de identificarse con el objeto, sino de serlo. Frente a la ausencia de Otro, el sujeto no
tiene nada que decir.

Acting out y pasaje al acto en la adolescencia

El reposicionamiento subjetivo que exige la adolescencia, con todo lo que ello implica,

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supone un trabajo psíquico para el adolescente tal que no hay forma de evitar la angustia. La
adolescencia es reposicionamiento en relación con el objeto a. El deseo del Otro aparece como
enigmático y eso hace del adolescente un lugar de angustia irrevocable. El acting out y el pasaje al
acto resultan, por lo tanto, plausibles de darse en esta época de la vida.

Para un sujeto que no tiene otra más que enfrentarse con las fuentes de angustia, el

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acting out aparece como una forma de escapar de ella. No ha de resultar extraño, por lo tanto,
que en esas acciones se esté jugando un mensaje dirigido a otro que tiene que escuchar y
reconocer. El adolescente exige su lugar a través del acting out.
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El pasaje al acto, decíamos, se comporta como la suspensión de la subjetividad. Cuando el
Otro no está castrado, cae el orden simbólico y el sujeto queda reducido a ser el objeto a. No hay
nada que decir, porque no hay otro que escuche.

Es necesario, por lo tanto, para un devenir normal, que exista un adulto que escuche,
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alojando y confrontando a ese adolescente, en la medida que reconstruye su subjetividad en el


enfrentamiento constante con lo real. Una de las consecuencias de esto es lo que denominamos
fantasma.

Acerca del fantasma


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Ya hemos hablado del fantasma como la construcción lingüística frente al enigma del
deseo del Otro. Como tal, supone la construcción del sujeto mismo, pues en él se juega la
posibilidad de existir como tal. Para que exista un fantasma, es necesario que, por un lado, exista
otro deseante, es decir, castrado, al que yo le venga a querer colmar la falta. Pero también preciso


que intervenga la función paterna, que me desliga del goce del Otro y me da entidad.

En la adolescencia se produce una reconstrucción del fantasma. Podemos pensar esta


época como el momento de construcción de una nueva subjetividad que requiere de un
reposicionamiento en relación con el deseo del Otro y el lugar que uno ocupa, por lo tanto, para
ese Otro.

El fantasma es, entonces, para el adolescente, el lugar donde se funda su subjetividad, su


unidad, su propio existir. No hay nada más fundamental, en la medida que ese fantasma actuará
como respuesta frente a la angustia.

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Replanteo de los términos del espejo en la adolescencia

Irrupción de un nuevo cuerpo en el orden de lo real, ése es uno de los caracteres


fundamentales de la adolescencia. Cuerpo que aparece como extraño, fragmentado. No cabe
duda, entonces, de que un retorno a la fase del espejo es imprescindible. Veamos en detalle.

En la fase del espejo de lo que se trata es de una identificación con una imagen que,
garantizada por otros, da lugar a la unificación corporal. Es decir, hay una primera unidad fundada
en una identificación imaginaria y alienante. ¿Dónde se juega la agresividad? En el encuentro con

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ese Otro que me recuerda de mi fragmentación. Hay, entonces, tensión constante entre
fragmentación y unidad.

Identificación y agresividad, en la niñez, se juegan en las funciones paterna y materna, en


el Edipo primero y sus ambivalencias. Otro tanto sucede en la adolescencia, donde estas figuras de
identificación se redirigen hacia los pares, en lo que da por llamarse complejo fraterno.

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Complejo de Edipo y complejo fraterno en la adolescencia

Cuando hablamos de complejo de Edipo, hacemos referencia al conjunto de investiduras


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hostiles y amorosas que el niño dirige hacia sus padres y que, más tarde, devienen
identificaciones. No cabe duda de la importancia que este complejo tiene en la estructuración del
sujeto como tal, así como también, de la necesidad de que el mismo caiga en represión.

El complejo fraterno, por su parte, se constituye como las tendencias libidinosas hostiles y
amorosas dirigidas hacia hermanos y, más tarde, pares que ocupan el lugar de Otro significativo.
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Hablamos de relaciones ambivalentes donde se juega una posición de rival y otra de semejante.
Hay un enfrentamiento natural en relación con otro que pretende ocupar el lugar del deseo
materno. La rivalidad es inevitable. Pero lo que allí se juega es, también, la propia subjetividad,
expresada en nuevos procesos de identificación. Tal y como lo expresa la fase del espejo, el que
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exista otro significativo supone identificación y agresividad. Esto se repite en el complejo fraterno,
donde el otro es competencia y garantía de mi propia imagen.

Siguiendo a Kancyper, podemos pensar en cuatro funciones del complejo fraterno. Una
función sustitutiva, en la medida que viene a reemplazar las funciones paterna y materna cuando


éstas fallan. Luego, una función defensiva, que se expresa en tanto las conflictivas narcisistas y
edípicas se desplazan hacia hermanos y pares, en un intento de resolución. Una función
elaborativa, en tanto aquí se juegan el desasimiento de las figuras paternas como resolución del
Edipo y el reconocimiento de la propia impotencia, en una ruptura con el narcisismo. Finalmente,
una función estructural, fundamental pues los nuevos procesos identificatorios dan lugar a un
fortalecimiento del superyó y del ideal del yo, a la vez que definen la elección de objeto de amor.

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