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Estudiar qué decía la física del siglo V a. C. o la medicina de la Edad Media es visto como una
curiosidad porque esas teorías han sido superadas por la ciencia de nuestro tiempo. La física
que aprendemos es la física actual, con los conceptos y la metodología a los que hemos
llegado después de siglos de desarrollo de la disciplina y lo mismo pasa con la medicina, la
geografía o la astronomía. La evolución de las ciencias va además pareja a la aparición de
nueva tecnología que permite mejorar la investigación: microscopios más potentes, aparatos
de resonancia magnética o aceleradores de partículas, tecnologías de las que no disponían
los científicos de la Antigüedad y la Edad Media.
En filosofía las cosas son distintas. En primer lugar, el hecho de que use principalmente la
razón y la argumentación para responder a sus preguntas hace que los filósofos actuales no
tengan demasiada ventaja sobre los de la Antigua Grecia. Por otro lado, como vimos,
muchas de las preguntas de la filosofía son las preguntas que siempre se ha hecho la
humanidad, por eso conviene revisar respuestas anteriores, que en algunos casos pueden
traernos luz y ayudarnos a responderlas hoy en día. Es cierto que el nuevo contexto abre
nuevas problemáticas desconocidas en tiempos anteriores pero, sea como sea,
prácticamente desde Aristóteles, la filosofía ha comenzado echando la vista atrás para
recordar las respuestas que habían dado los pensadores anteriores a las viejas preguntas. Y
es que somos lo que hemos llegado a ser por una tradición de la que somos herederos, una
tradición que no sólo nos ha legado unas respuestas, sino un modo de plantearnos las
preguntas. Si la filosofía es autoconocimiento, pronto descubriremos que solo nos
conoceremos si conocemos la sociedad en la que hemos nacido y solo comprenderemos
nuestra sociedad si conocemos su historia. Las ideas que hoy hemos heredado son fruto de
una historia de las ideas, que es lo que vamos a estudiar a continuación. Su estudio, como
cualquier investigación histórica, nos servirá para evitar caer en viejos errores y para
recuperar horizontes olvidados.
La filosofía antigua sentó las bases de toda la filosofía posterior. Su origen está en la cultura
clásica greco-latina, es por ello que la mayor parte de los conceptos de la filosofía son de
origen griego. Se puede hablar de otras tradiciones filosóficas coetáneas e incluso
anteriores, como las filosofías orientales (budismo, taoísmo) pero, aunque hay temas y
conceptos que se pueden conectar, el marco de la filosofía europea es completamente
distinto y único, por su desvinculación de la religión y su proximidad al pensamiento
científico.
Se trata de un periodo largo, de más de 1000 años y, aunque no en todos los siglos la
filosofía tuvo una actividad floreciente, sí se trata de un periodo homogéneo, de continuidad
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cultural, que se romperá con la caída del Imperio Romano. El fin del mundo antiguo
representa también la desaparición de muchos de los grandes libros de los primeros
filósofos. Sólo conservamos una obra extensa de Platón y Aristóteles y se conservan porque
fueron más tarde asumidos por el cristianismo. Por el contrario, de muchos de los
pensadores de los que hablamos a continuación sólo tenemos citas a través de otros autores
o fragmentos dispersos, dado que su pensamiento no casaba con las ideas del cristianismo.
Desde el punto de vista de la Metafísica, estos autores son considerados “monistas” pues
creían poder reducir la complejidad de lo visible a un solo elemento. Frente a ellos, algunos
Presocráticos posteriores pensaron que no había modo de reducir toda la complejidad de lo
visible a un solo elemento sino que, para explicar los cambios y la organización de la
naturaleza, tiene que haber otro tipo de principio no material, una posición que se ha dado
en llamar "dualismo". Así pensaba, por ejemplo, Anaxágoras, que sostenía que además de la
materia debe haber un principio espiritual, el Nous (“pensamiento” o “inteligencia”), que,
de forma inteligente, ordena el universo. Con él comienzan también los planteamientos
"teleologistas" (de " Telos", finalidad), que encuentran en Aristóteles su modelo más
elaborado. El teleologismo defiende que todo en la realidad está orientado por un fin
previsto, por ello, conocer algo es conocer “su esencia”, el fin para el que ha nacido, la
pregunta que se hace la ciencia es el “para qué” de las cosas. Más adelante, el cristianismo
haría suyas estas viejas ideas, pues se adaptan a la perfección a su concepción de un Dios
creador del universo.
La ciencia actual no acepta este punto de vista y tampoco todos los Presocráticos estaban de
acuerdo con las posiciones monistas de unos o dualistas y teleologistas de otros. Entre las
excepciones más notorias está la de Demócrito de Abdera, uno de los padres del atomismo y
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verdadero precursor del pensamiento científico. Como sabéis, la teoría atómica está
considerada una verdad científica, pues ha sido corroborada empíricamente gracias a los
modernos microscopios electrónicos. La materia se organiza a nivel minúsculo a partir de
átomos que se unen en moléculas y forman los elementos de la tabla periódica. Demócrito
no contaba con microscopios electrónicos pero sí con un enorme ingenio que le permitió
formular la hipótesis de los átomos, una teoría que tardó 25 siglos en ser corroborada
empíricamente. Él defendía que no hay un único elemento sino infinitas partículas diminutas
e indivisibles (eso significa átomo, que no se puede dividir) semejantes entre ellas pero que
se agrupan en distintas figuras, y esas figuras son la base de las diferencias que observamos
a simple vista. Por ello, podemos considerar a Demócrito un “pluralista radical” pues, a la
pregunta ¿qué existe? respondería que existe una pluralidad irreductible de átomos.
Pero, ¿cómo llegan esos átomos a ordenarse en diversas figuras (moléculas) y éstas
organizarse en formas complejas, como los seres vivos? ¿Hay algún ser de tipo espiritual,
como el Nous de Anaxágoras, que explique la perfección y el orden que observamos en el
universo? La respuesta de Demócrito fue que no: no hay un orden preestablecido en el
universo, lo único que existen son átomos y vacío. Los átomos se agrupan por puro azar, sólo
que un azar de millones de años, visto desde nuestra perspectiva del presente, se convierte
en necesidad, igual que, cuando jugamos a la lotería, aunque el destino de cuál será la
combinación ganadora está decidido por las leyes de la física, ninguno de los jugadores
tenemos ese conocimiento; eso sí, una vez salga el ganador, él o ella será el millonario y ya
no habrá vuelta atrás. Esta posición contraria al teleologismo es lo que denominamos
“mecanicismo”. El atomismo de Demócrito inaugura una tradición materialista (niega el
dualismo y los seres espirituales), pluralista (niega el monismo) y mecanicista (niega el
teleologismo) que, aunque en su época y durante muchos siglos no tuvo mucha suerte y fue
poco escuchada, en la ciencia actual es la posición dominante.
Terminamos este repaso al orígen de la filosofía con los dos Presocráticos de los que
conservamos más páginas (unas pocas), Parménides de Elea y Heráclito de Éfeso, dos
grandes pensadores de su tiempo cuyas filosofías opuestas resumen muy bien las
aportaciones de estos primeros filósofos al terreno de la Metafísica.
Según Aristóteles, Parménides fue el primero que utilizó el concepto de “ser”. Sus
planteamientos son cercanos a los de los demás Presocráticos pero más radicales y
centrados en el problema del cambio. Si pensamos en la naturaleza en su conjunto teniendo
en cuenta el factor tiempo, la observamos cambiando permanentemente. Las cosas cambian
de sitio y cambian de estado. Así, la lluvia que hoy cae del cielo y llena los pantanos, mañana
se evaporará y volverá al cielo o será consumida por plantas y otros seres vivos que la
transformarán en otras sustancias y esos mismos seres crecerán, envejecerán y morirán,
dejando sitio a nuevos seres. Parménides se preguntaba, ¿si todo cambia constantemente,
lo que hoy es mañana no será por lo que, en cierto sentido, todo esto que dejará de ser, en
cierto sentido, no es, igual que aquello que aún no ha nacido, no es todavía? ¿Hay algo que
permanezca a pesar de estos cambios? ¿Algo que sea y no pueda no ser?
Parménides llega a una conclusión realmente radical: “el Ser es y el no-Ser no es”. La frase,
como todo el Poema de la diosa, el texto que conservamos de este autor, es realmente
misteriosa. Para entenderla acudiremos a uno de los filósofos a los que más influyó
Parménides y su escuela de Eléa, en el sur de Italia, Platón. Platón defendía que,
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efectivamente, todo esto que observamos a través de nuestros sentidos y que está en
permanente cambio, en realidad, no es, es simple apariencia. Para captar el auténtico ser
debemos cerrar los ojos y concentrarnos, pensar en aquello que realmente es y no puede no
ser, en aquello que es idéntico a sí mismo. La clave, por tanto, está en no hacer caso de los
sentidos y buscar sólo con la mente aquello que permanece a pesar de los cambios.
Parménides piensa que detrás de las realidades naturales y cambiantes que percibimos debe
haber un sustrato que permanece, por el que somos capaces de usar el verbo “ser”. En
realidad es el mismo planteamiento de los primeros Presocráticos y la respuesta de
Parménides será que “El Ser” (con mayúsculas) debe ser único, inmutable, simétrico como
una esfera y lleno, idéntico a sí mismo, una realidad invisible a la que en realidad pertenecen
y se reducen todos los seres aparentes, incluidos nosotros mismos que la estamos
pensando. Y el Ser es la única verdad: “el Ser es y el no-Ser, no es”. La posición de
Parménides es el monismo más radical posible, sólo el Ser es.
Heráclito provenía de Éfeso, una localidad de la costa de Asia Menor, en la actual Turquía,
muy cerca de donde había surgido la filosofía. Parte del mismo problema al que se
enfrentaba Parménides, el problema del cambio, pero su respuesta va a ser opuesta. Ante
nuestros ojos nada permanece, todo es constante cambio y, para Heráclito, esa es la única
verdad: lo único que permanece el propio cambio, el “devenir”. Si Parménides sacrifica el
cambio para hacer posible la identidad, para Heráclito la identidad es siempre aparente,
debajo de cualquier identidad, incluso la del mismo “yo” que está leyendo estas líneas, sólo
hay cambio, devenir. Eso sí, este devenir estaría sujeto a una ley que Heráclito llama Logos.
Siglos más tarde, Nietzsche recogerá el guante de Heráclito para llevar su rebelión contra la
identidad y el Ser hasta sus últimas consecuencias.
La filosofía teórica nace con los Presocráticos, en la periferia del mundo helénico, en sus
colonias de mercaderes, pero la filosofía práctica aparece por primera vez en Atenas, la polis
más poderosa de la antigua Grecia.
Durante el siglo V a. C., Atenas vivió sus momentos de mayor esplendor, con el gobierno de
Pericles, y el comienzo de su decadencia, tras la derrota frente a Esparta. Este contexto y el
hecho de que el sistema político de Atenas fuera una democracia asamblearia están en la
base de la aparición de un importante debate en torno a la naturaleza humana y la
convención social entre los Sofistas y Sócrates. Los Sofistas, unos sabios que provenían de
Asia Menor (probablemente descendientes de los Presocráticos), acudían a Atenas como
maestros de retórica y sostenían en el terreno de la ética un relativismo moral, es decir, que
no existen valores ni normas naturales, sino que todo depende de cada cultura y momento.
Estas ideas tenían detrás una metafísica cercana a la de Heráclito y Demócrito y alguno de
ellos mantenía, en el terreno del conocimiento, una posición escéptica, es decir, que no es
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posible tener un conocimiento firme sobre la realidad pues la propia realidad no tiene un
fundamento firme, “es y no es” a la vez. Sócrates, al contrario que los Sofistas, trató de
demostrar que sí existían valores universales y con su intento fundó un nuevo método
filosófico, donde, a través del diálogo, se buscaba establecer definiciones universales sobre
cuestiones como la justicia, el bien o la amistad.
Sócrates no escribió una palabra porque creía que la escritura traiciona el espíritu de la
filosofía, que es el del diálogo y la búsqueda. Para él la filosofía tenía un carácter provisional
que peligraba cuando se dejaban escritas ciertas conclusiones. Igualmente, entendía la
filosofía como la reflexión sobre cuestiones humanas, sobre temas éticos y políticos, y
desconfiaba de aquellos que se dedican a preguntarse por el cosmos sin tener resuelto el
mandato primero: “conócete a ti mismo”.
Su muerte, acusado de corromper a la juventud con sus ideas y condenado por la asamblea
ateniense, marcó un antes y un después en la historia de la filosofía. Platón, uno de sus
discípulos más brillantes, quiso dejar testimonio, esta vez sí, por escrito, del pensamiento de
su maestro y fruto de esa empresa nacieron los Diálogos socráticos, una serie de libros que
constituyen una joya literaria donde, poco a poco, Platón comenzó a ir más allá de las ideas
de su mentor y desarrolló su propio pensamiento, posiblemente, muy lejos de la dirección
que le hubiera gustado a Sócrates.
Tras la muerte de su maestro, el joven Platón viajó al sur de Italia donde tomó contacto con
comunidades filosóficas pitagóricas y con seguidores de Parménides. De la unión del
universalismo ético de Sócrates y la metafísica del ser de Parménides nació un sistema
filosófico que pretendía demostrar que, más allá del mundo material aparente, existe un
mundo ideal, el mundo de las Ideas (“Eidós”), jerarquizado, que solo nuestra mente puede
captar. Si el mundo visible se ajusta a la descripción que hizo Heráclito, el mundo invisible se
parece al Ser de Parménides. La influencia de los pitagóricos, por su parte, le llevó, por un
lado, a considerar las matemáticas como la ciencia más elevada y su método como el propio
del conocimiento pero, igualmente, a defender, como aquellos, que alma (Psyché) y cuerpo
son realidades separadas y que el alma sobrevivirá a la muerte del cuerpo.
Platón afirmaba que nuestro auténtico ser es el alma y el cuerpo representa su cárcel. El
alma, además, preexistió al cuerpo, por lo que conoció y puede llegar a recordar, si se
desprende del engaño de los sentidos, el mundo de las Ideas, la auténtica realidad que
permanece más allá de los cambios. Ese mundo de las Ideas está jerarquizado pero en lo
más alto no está la idea de Ser, como pensaba Parménides, sino la de Bien, como defendió
Sócrates. No sólo los actos de los hombres se deben orientar por el Bien, sino que la realidad
en su conjunto está dirigida por el Bien. Platón, de este modo, establece una metafísica
idealista y dualista, que desprecia los sentidos como fuente de engaños. Pero no se
conforma con esto, sino que extrae las consecuencias políticas de su visión: si su filosofía
permite contemplar el orden de la realidad y del alma humana, si aquellos que pasan por su
método logran contemplar el Bien y, por tanto, realizarlo, debemos poner al frente de la
polis a un filósofo, sólo entonces habrá justicia.
Platón desarrolló el primer sistema filosófico total (y totalitario), con una doctrina metafísica
y gnoseológica que sentaron las bases de su antropología, ética y política. A pesar de que su
sueño político quedó en nada, sí dejó a su muerte una institución dedicada a la filosofía, la
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Academia, que continuaría viva en Atenas durante más de 800 años. La Academia fue un
prestigioso centro de pensamiento en el que se formaría el mejor discípulo de Platón,
Aristóteles.
Como hemos visto, el mundo visible es cambiante. Afirmar ese devenir había llevado a
Heráclito a negar la identidad. Como también hemos visto, detrás de las posiciones
convencionalistas y relativistas de los Sofistas en el terreno de la ética descansaba una
Metafísica semejante a la de Heráclito. Por eso, Aristóteles buscó cómo explicar que, a pesar
de que el cambio sí existe, algo permanece y ese algo es la propia Naturaleza visible y no
otro mundo invisible. Para ello elaboró una serie de nociones metafísicas que descansan
sobre un concepto que tendrá una influencia máxima en la historia de la Metafísica: el de
“substancia”.
A las preguntas “¿qué es el ser?”, “¿qué existe?” Aristóteles responde que “el ser es la
substancia”. ¿Y qué es la substancia? Cada cosa que vemos es una substancia y podríamos
deducir, aunque esto no lo deja completamente claro, que la propia Naturaleza en su
conjunto es la substancia (así lo interpretó muchos siglos después Spinoza). Antes de
continuar profundizando en el concepto de substancia, conviene detenernos brevemente en
el de “Naturaleza”, que hemos empleado ya en varias ocasiones y que está muy ligado al de
substancia.
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"era un buen pintor porque estaba en su naturaleza", tomamos el término en el sentido de
"esencia", o "predestinación", “eso que en lo más profundo de tu ser eres, más allá de las
apariencias”. Ese es el caso también de la expresión "naturaleza humana", que hace
referencia a la esencia humana, a lo que nos define como seres humanos.
Con el término “substancia” pasa lo mismo. En un primer sentido, la substancia es la cosa tal
y como se nos presenta, en su apariencia inmediata. Esa substancia que ahora veo es este
gato llamado Félix, esa planta única e irrepetible, esa piedra con todos sus detalles y
particularidades. Pero en un segundo sentido “substancia” es "la esencia". Por ejemplo, la
esencia de “gato” es lo que hace que ese gato, llamado Félix, sea un gato y no un perro. De
hecho, “substancia” es la traducción latina del griego "Ousia" que usaba Aristóteles y con el
que podemos relacionar el término esencia. Aristóteles concretó más, afirmando que la
substancia es un compuesto de forma y materia. La forma es lo que define a la substancia,
su esencia, (“lo que hace que el gato sea un gato”) y la materia, lo que define a la substancia
como ser particular y único (“lo que hace que ese Gato sea el gato Félix”). Cuando
conocemos, realizamos la operación de separar la forma de la materia y eso es lo que nos
permite realizar definiciones universales pero forma y materia en la realidad están siempre
unidas, esto es, no hay un mundo aparte de las formas (Eidós, el término que usaba Platón,
se puede traducir como “forma”) y solo en la mente podemos separarlos. Pero, a la vez, esas
formas que captamos no son un invento de nuestra mente, meros nombres y clasificaciones
al azar, sino que corresponden a la organización real del cosmos. Por lo tanto, el término
“substancia” entendido como “esencia” coincide con la forma de la substancia entendida
como "cosa particular".
Esa ambigüedad por la que la substancia es esta cosa particular y también la esencia
inmutable de esta cosa es lo que permitirá a Aristóteles hacer compatible su principio de
que el único mundo que existe es el que vemos con nuestros ojos y que podamos afirmar
que hay algo que permanece que es lo que en realidad es la substancia. La substancia,
además, cuenta con "accidentes", esto es, aquellas características que algo puede tener o
puede dejar de tener sin dejar de ser ese algo, sin perder su esencia. Por ejemplo, yo puedo
teñirme el pelo, vestirme de un modo u otro, aprender francés, pero seguiré siendo yo. Sin
embargo, hay algunas características que, si me las quitas, dejo de ser yo mismo (por
ejemplo, la vida).
La ciencia, para Aristóteles, va a consistir en algo parecido a lo que hacían Sócrates y Platón:
realizar definiciones universales. Pero definiciones partiendo de la información que nos dan
los sentidos. Aristóteles fue un gran botánico y zoólogo, le fascinaba clasificar animales y
plantas según sus géneros y especies. De hecho, su visión del cosmos es como un gran
ecosistema donde todo encaja a la perfección. La ciencia aristotélica consiste en buscar la
esencia de cada cosa y descubrir la esencia de algo es descubrir su lugar en el cosmos, el
lugar que tiene preestablecido desde antes de que existiera, porque todo tiene una finalidad
previa. En ese sentido, la metafísica de Aristóteles lleva el teleologismo a sus últimas
consecuencias: conocer algo es conocer su “causa final”. La realidad en su conjunto está
organizada en una serie de “categorías “que nos permite explicar el orden universal. Y de
esta visión teleologista y organicista tampoco nos escapamos los seres humanos, también
nosotros tenemos nuestra esencia como humanos, aquello que nos define como substancia,
nuestro lugar en el cosmos. El ser humano es definido por Aristóteles como "animal con
Logos", animal racional, y el destino para el que hemos nacido consiste en desarrollar
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plenamente nuestra esencia, nuestra naturaleza. Para Aristóteles, la felicidad máxima a la
que puede aspirar un ser humano es dedicar su vida al conocimiento. Vemos, por tanto, que
la ética de Aristóteles también se despliega como una rama más de su gran árbol del saber.
Al contrario que Platón, Aristóteles era un amante no sólo de la investigación empírica sino
principalmente de la bibliográfica. Como decíamos, poseía una gran biblioteca que, a su
huida de Atenas (que tuvo que abandonar por motivos políticos, dado su orígen
macedonio), legó a su discípulo Teofrasto, quien se hizo cargo también del Liceo. Aunque
Atenas siguió siendo una ciudad prestigiosa en el terreno del arte y la filosofía durante toda
la antigüedad clásica, el centro del saber se trasladó a la nueva ciudad de Alejandría,
fundada por Alejandro Magno en Egipto. El saber que allí nació es llamado helenístico,
porque el griego siguió siendo el idioma por excelencia de la ciencia y la filosofía, incluso en
el periodo romano. Entre los responsables de organizar la Biblioteca de Alejandría también
encontramos la huella de los peripatéticos, que es como se conocía a los seguidores de
Aristóteles.
Epicuro, nacido en Samos, Jonia, a finales del siglo VI a. C., fundó en Atenas su propia
escuela, el Jardín. Partiendo de una metafísica materialista y atomista, negó la existencia de
los dioses y aconsejó buscar el placer en esta vida como receta para lograr la felicidad. Ahora
bien, señalaba la importancia de aprender a distinguir los mejores placeres, los más
estables, duraderos y de los que se deriva menor dolor, de aquellos que, aunque más
inmediatos e intensos, nos llevan a largo plazo a un mayor pesar.
El estoicismo fue fundado por Zenón de Cirio, en Chipre, pero también se estableció en
Atenas donde fundó en el siglo III a. C. una escuela que, como el epicureísmo, tuvo
continuidad y vigencia en época romana. Pensadores muy vinculados a la política del
Imperio, como el cordobés Séneca, que vivió en el siglo I de nuestra era, tutor de Nerón, o
el propio emperador Marco Aurelio (S. II) fueron seguidores de esta doctrina. El estoicismo
meditó sobre la relación entre el destino y la libertad, afirmando que la única libertad
auténtica es la interior, por lo que aconsejaban desvincularse emocionalmente de todo lo
externo, que siempre nos puede fallar, y atar nuestra felicidad a nuestro mundo interior.
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durante este período, la filosofía pierde su autonomía y su contacto con las ciencias
empíricas, pasando a convertirse en "esclava de la teología", es decir, al servicio de los
dogmas de fe, sirviendo para justificar racionalmente el cristianismo. Pero esta servidumbre
de la filosofía dio como fruto una nueva cuestión metafísica, la pregunta sobre Dios y, con
ella, la Teología natural, esto es, el intento de desarrollar racionalmente una doctrina sobre
la divinidad.
Pero hay que ir directamente a la Biblia para descubrir el punto de unión de la filosofía
griega y el monoteísmo de orígen judío. De hecho, es también en parte de esta unión de
donde vendrá la escisión del cristianismo, como una religión separada del judaísmo. Hay dos
autores de la biblia cristiana importantes para realizar ese puente entre las dos culturas:
Juan el evangelista y Pablo de Tarso. En el evangelio de Juan, el único escrito en griego, se
equipara a Dios con el Logos (escribe: “en el principio era el Logos”). Por su parte, Pablo de
Tarso, un judío que perseguía cristianos convertido más tarde a la fe de Jesús, recibió el
encargo por parte de la iglesia primitiva de Judea de predicar la palabra de Dios entre los
“gentiles”, que es como los judíos llaman a los paganos. En aquel tiempo el cristianismo no
era una religión aparte, sino que era uno de los múltiples movimientos dentro del judaísmo,
por lo tanto, en un primer momento, se entendía que Cristo había muerto para la salvación
del pueblo Judío. Sin embargo, en su esfuerzo por atraer a los paganos a la nueva fe, Pablo
empieza a poner en duda la preeminencia del idioma hebreo y de los propios judíos y
presenta la fe en Cristo como una fe universal, abierta a todos los hombres. Para lograr la
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atracción de los gentiles, viajará a la propia Atenas, sede de la filosofía clásica, y predicará en
sus calles y discutirá con los miembros de la Academia, del Liceo y del Jardín la buena nueva
de Cristo.
Es en esa etapa final del imperio en la que vive San Agustín de Hipona. Nacido en Tagaste, en
lo que actualmente es Argelia, a mediados del siglo IV. Acudió joven a Roma, donde se
acercó al pensamiento de Plotino, pero, finalmente, se convirtió al cristianismo, la religión
de su madre y moriría como obispo de Hipona, de vuelta al norte de África, con la entrada
de los bárbaros en los últimos días del Imperio. Es, de este modo, una figura de transición
entre la Edad Antigua y la Edad Media, tratando de amoldar las viejas ideas del platonismo a
los nuevos principios del cristianismo.
San Agustín es uno de los principales representantes de la Patrística, los primeros padres
fundadores de la iglesia católica, responsables de unificar los ritos y las creencias de las
distintas iglesias a través de un mismo dogma. La patrística fue la encargada de decidir qué
versiones de la vida de Jesús eran verídicas (los cuatro evangelios) y cuáles no (lo llamados
evangelios apócrifos) y qué otros textos debían formar parte de la Biblia (el Apocalipsis de
Juan, Los hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo y los otros evangelistas). Por su parte,
Agustín aporta a la ética uno de los problemas que más preocupaban al cristianismo y que
más definirán la ética posterior, el de la salvación.
La fe en una vida más allá de ésta hace que la vida terrena sea para los cristianos un examen
para la otra vida: en función de nuestro comportamiento Dios nos salvará o condenará a
sufrimientos eternos. Por ello, San Agustín dedicó gran esfuerzo en comprender qué
características naturales hacen al ser humano, frente a las demás criaturas, capaz de
elección, por tanto, de pecar y condenarse o actuar correctamente y salvarse. La libertad va
a ser a partir de entonces un elemento de reflexión crucial para la ética y Agustín introducirá
una distinción importante entre libre albedrío y auténtica libertad. La Metafísica posterior
encontrará en la cuestión de la libertad un problema de difícil solución, algo que se empezó
a intuir en el modo en el que el propio Agustín se enfrentó a una cuestión muy problemática
para el cristianismo: la del mal.
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negó que existiera el mal en la naturaleza; la enfermedad y los desastres naturales sólo son
males aparentes, desde la perspectiva divina todo es necesario para el plan cósmico. En
cuanto al mal moral, sí afirma que existe pero el único responsable es el ser humano.
Entonces ¿si se escapan nuestros actos del designio divino eso quiere decir que Dios no es
omnipotente ni omnisciente? ¿Y en caso contrario, si es omnisciente y omnipotente, por
qué nos permite pecar? Aunque Agustín presenta cierta solución a este problema, quedará
abierto para el futuro de la Metafísica.
Para Tomás descubrir el pensamiento del maestro griego fue una revelación, pues encontró
en algunos pasajes de su Filosofía Primera ciertos razonamientos en los que reconoció una
deducción racional de la existencia de Dios. Debía ser para él todo un hallazgo que un autor
pagano y muy anterior al cristianismo, simplemente a través de su razonamiento, dedujese
la existencia de un ser que Aristóteles llamó “Primer motor inmóvil”, que es pura forma sin
materia, por tanto invisible, que es inteligente y “causa final” de todo lo visible.
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estudiamos en el primer tema, esto es lo más lógico: para el creyente la realidad es un
misterio y las capacidades del hombre son insuficientes ante los designios de Dios, sólo nos
queda confiar en su bondad y obedecer. Sin embargo, desde el propio San Agustín se
hallaron paralelismos entre lo que habían pensado autores antiguos como Platón y la
revelación cristiana.
En ese mismo sentido, San Anselmo de Canterbury, un monje inglés de los siglos XI y XII, hizo
popular un intento de demostrar racionalmente la existencia de Dios conocido como
“argumento ontológico”. De forma resumida, este argumento venía a decir que todos,
creyentes y no creyentes, somos capaces de concebir la idea de Dios. La idea de Dios le
caracteriza como “el ser más grande y poderoso que pueda ser pensado” pero, si este ser no
existiera, ya no sería el más grande y poderoso que podemos concebir, sino que habría otro
más grande y poderoso, aquel que entre sus poderes y grandezas está el hecho de que
existe. Este tipo de prueba es conocida como prueba “a priori” porque parte de la mera idea
de Dios en nuestra mente y, pensando en esta idea, llegamos a deducir la existencia real de
Dios más allá de nuestra mente.
Santo Tomás no aceptaba este argumento. Fiel de las ideas de Aristóteles, defendía que el
conocimiento empieza en la experiencia, sólo existe aquello de lo que tenemos experiencia
directa o de aquello que, aunque no veamos directamente, deducimos a partir de lo que
vemos. Para Tomás, Anselmo había caído en el mismo error que Platón, tratar de deducir la
existencia de seres simplemente a partir del pensamiento. Pero esto no le hizo desistir.
Como creyente, sabía que Dios existe y, al leer a Aristóteles hablar sobre el Primer motor
inmóvil, pensó que era posible usar esos términos.
El Primer motor inmóvil aparece como solución al problema del cambio que, como sabemos,
era crucial para Aristóteles. Según Aristóteles, para que algo cambie siempre tiene que
haber un agente responsable del cambio. Pero si todo es movido por algo que mueve, debe
haber una primera substancia que mueva sin ser movida. Además, señalaba que lo que es
movido lo es no porque tiene una forma sino porque posee materia (ya que las formas
permanecen), si hay algo que mueve las cosas pero, a su vez, no es movido tiene que ser
porque no es susceptible de ser movido, por tanto, esa sustancia carecerá de materia. Pero,
si carece de materia, no puede mover de forma mecánica, por contacto. Aristóteles resuelve
esta paradoja afirmando que ese “Primer motor inmóvil” mueve por “causa final”, igual que
lo hacemos los seres inteligentes cuando movemos una mano o hablamos, lo hacemos para
algo. El Primer motor inmóvil se convierte, de este modo, en algo así como “la inteligencia”
de la Naturaleza, algo semejante al Nous de Anaxágoras. Se trata, por tanto, de una
substancia fuera de lo común, la única constituida sólo por forma, una sustancia, por tanto,
inmaterial, que “mueve sin ser movida”, y la describe como “inteligencia que se piensa a sí
misma”.
Inspirándose en estas ideas, Santo Tomás elabora sus propias pruebas de la existencia de
Dios, sus famosas 5 vías, pruebas, en este caso, a posteriori, que parten no de la idea de Dios
sino de lo que vemos a través de nuestros ojos, de la Naturaleza. Por ejemplo, en la 5ª vía,
llama la atención sobre la sabiduría presente en la forma y desarrollo de seres naturales
como las plantas, dotadas de raíces que crecen buscando el agua, hojas que se elevan
buscando la luz del sol y, sin embargo, estos seres carecen de conciencia y voluntad y, por
tanto, de inteligencia. Si estos seres se actúan de modo inteligente, no siendo ellos mismos
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inteligentes, debe ser porque han sido creados por un ser inteligente que no podemos
observar directamente, Dios. Ya adelantábamos que el modo de explicación teleológica de
Aristóteles se adaptaría perfectamente a los esquemas cristianos, algo que Tomás de Aquino
supo ver muy bien.
En el siglo XIV, aparecieron varias críticas a las teorías y al modelo aristotélico de ciencia.
Guillermo de Ockham, un fraile franciscano inglés, había defendido que, frente al gusto
escolástico por aceptar todo lo que había escrito Aristóteles, sería más oportuno observar
directamente la Naturaleza y elaborar hipótesis novedosas, que explicaran mejor los
fenómenos. Criticó la creencia escolástica en los llamados “universales”, esto es, aquellas
“formas” y “categorías” con las que, según Aristóteles, estaba conformada la Naturaleza.
Para Ockham sólo existen seres particulares, concretos: este hombre y esta mujer, este loro,
esta rosa; “el hombre”, “el loro”, “la rosa”, como aquellas esencias que hacen a cada cual
pertenecer a su especie, son meros “nombres”, etiquetas que ponemos a los fenómenos por
pura economía mental. Esta posición pluralista radical se denomina “nominalismo”
precisamente por esto, por considerar que detrás de los conceptos no hay ni Ideas, como
pensaban Platón y San Agustín, ni formas, como creían Aristóteles y Santo Tomás.
El talante de Ockham marcaría a la filósofa británica que aprecia la observación y la
experimentación y evita caer en especulaciones metafísicas, prefiriendo un pensamiento
práctico con resultados concretos, y abriría las las puertas a una nueva era.
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cuáles son las fuentes y los límites del conocimiento y cuál es el mejor método para
alcanzarlo, por ello, la gnoseología se va a convertir en la preocupación principal.
La nueva ciencia puso en entredicho no sólo las viejas teorías metafísicas sino las mismas
preguntas y el modo de preguntar de la filosofía. El heliocentrismo de Copérnico y las teorías
de Kepler sobre las órbitas elípticas golpearon de lleno en el modelo geocéntrico de
Aristóteles y en su física, una teoría física que Galileo y Newton terminaron por tirar abajo.
Pero no se trataba únicamente de cambiar nuevas teorías por otras que llevaban más de
2000 años en vigor, sino que caía toda una concepción de la ciencia. Los nuevos científicos
ya no buscaban descubrir las esencias, conocer la finalidad, el para qué, de cada substancia
sino, simplemente, conocer el cómo de los fenómenos. Aristóteles, en su modelo explicativo,
había insistido que la ciencia debe descubrir las “causas finales”, por el contrario, la ciencia
moderna prescindirá de las causas finales y establecerá un modelo mecanicista, afín al que
habíamos visto en los atomistas antiguos. La ciencia únicamente busca descubrir las leyes
que explican por qué suceden los fenómenos y conocerlas nos permitirá hacer predicciones
y dominar la naturaleza.
Descartes (S. XVII) es considerado el padre de la filosofía moderna. Gran matemático y físico,
además de filósofo, siguió las ideas de Galileo y realizó importantes descubrimientos,
abrazando la nueva concepción de la ciencia sin reservas aunque con prudencia, dada la
persecución de la que eran objeto por parte del fanatismo religioso. Pero él no era ateo ni
materialista, al contrario, tratará de hacer compatibles la nueva ciencia, con los dogmas de la
Iglesia.
Usando un nuevo método para la filosofía, extraído de la matemática, llegó a ciertas
conclusiones metafísicas por las que establecía que existían tres tipos de substancias: la res
cogitans (el alma), la res extensa (el mundo) y la res infinita (Dios). "Res" quieren decir
"cosa" en latín y a la hora de comprender al ser humano, lo describía, en consonancia con
las viejas ideas de Platón, como "el fantasma dentro de la máquina". Somos alma, res
cogitans, una substancia espiritual, dotada de libertad y razón, capaz de conocer y decidir.
Pero además poseemos un cuerpo, una res extensa, que sigue las leyes deterministas de la
mecánica, igual que la propia Naturaleza. De este modo, la nueva ciencia tiene razón al
describir las leyes mecánicas que gobiernan el mundo, pero se equivoca si quiere explicar el
comportamiento humano a partir de esas leyes, pues los movimientos de nuestro cuerpo
sólo se comprenden si entendemos la finalidad preestablecida por el alma. Y si queremos
comprender el cosmos en su conjunto, igualmente nos quedaremos cojos si usamos solo las
herramientas de la física y la astronomía, pues seremos incapaces de descubrir la causa final
que subyace a todo: Dios.
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Para Descartes, Dios sí es accesible a la razón, y presenta una serie de demostraciones de su
existencia, muy cercanas al argumento ontológico de San Anselmo, es decir, argumentos a
priori. Estos le permiten llegar, gracias al poder de la razón, a descubrir mediante deducción
metafísica, hasta la res infinita, el principio de todo lo real.
De este modo, Descartes construye un metafísica cristiana, aparentemente compatible con
la nueva ciencia, pero no exenta de paradojas y problemas (las pruebas de la existencia de
Dios resultan muy discutibles, igual que problemática la conexión entre dos substancias tan
distintas como cuerpo y alma).
Esas paradojas son las que tratarán de subsanar los racionalistas posteriores, como Spinoza y
Leibniz. Ambos construyen Metafísicas que sólo en parte son compatibles con las ideas del
cristianismo pero conservan la “causalidad final” como principio para comprender la
realidad.
A Spinoza, la concepción cartesiana de los tres tipos de substancia le resultaba muy
problemática y, volviendo a la definición aristotélica de la substancia como aquella que no
necesita de nada más para ser, llegó a la conclusión de que sólo existe una substancia, Dios,
que es otra forma de denominar a la Naturaleza. De este modo, Spinoza cae en una posición
panteísta, explicando que todo lo que existe es la Naturaleza-Dios, la cual tiene múltiples
atributos, pero los seres humanos (que también somos parte de ella) sólo somos capaces de
captar unos pocos: el pensamiento y la extensión.
Si Spinoza supera las paradojas de Descartes reduciendo las substancias a una sola, Leibniz
sigue el camino contrario. Leibniz elabora un nuevo concepto, el de mónada, que es su
modo de llamar a la substancia. Pero la substancia no es ese compuesto de materia y forma
del que hablaba Aristóteles, sino que las mónadas están constituidas de algo más
fundamental, la energía. Existen infinitas mónadas que agrupadas constituyen las realidades
que podemos ver. La materia, de este modo, estaría compuesta por energía (una idea que
anticipa las actuales teorías físicas). Cada alma sería igualmente una mónada,
completamente independiente del conjunto de mónadas que constituyen el cuerpo. El
problema de la conexión alma-cuerpo aparece de nuevo pero Leibniz lo salva de un modo
más ingenioso que Descartes, hablando de una sincronización preestablecida de las
mónadas, preestablecida por Dios. Cuando muevo un brazo no es que yo mueva el brazo
porque mi alma lo decide, sino que mi brazo estaba predestinado a moverse a la vez que mi
alma estaba predestinada a decidir que se moviese. Y, por supuesto, detrás de toda esta
orquesta estaría la gran mónada, Dios.
El mayor escollo que encontraría el cristianismo ante las teorías de Spinoza y Leibniz sería la
supresión de la libertad, de hecho, Spinoza llega a afirmar que la auténtica libertad es
conocer la ausencia de ella.
En definitiva, para los racionalistas la metafísica tendrá como campo propio de investigación
la pregunta por la realidad en su conjunto y por aquellas realidades como el alma y Dios que
son inaccesibles a los sentidos. Por su parte, la ciencia se ocupa de todo lo accesible a los
sentidos pero insistirán en que no todo lo que capta nuestra experiencia corresponde a
características objetivas. De modo inmediato, lo que captamos por los sentidos no es la
realidad en sí misma, sino la realidad en tanto que nos la representamos nosotros, esto es, la
realidad subjetiva. Esta idea sencilla es el fundamento de la filosofía moderna, el llamado
giro subjetivista. Descartes y los racionalistas defienden que, de todo lo captado por los
sentidos, sólo aquello que podemos traducir a lenguaje matemático es real, por el contrario,
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cualidades como el color, el olor, sabor, igual que todos los sentimientos y deseos que nos
inspira la realidad, son meras apariencias Frente a lo que defendían Santo Tomás o
Aristóteles, no es son los sentidos, sino la razón la garantía para saber que algo es real, de
ahí que, a la hora de probar la existencia de Dios, el racionalismo recurra a pruebas a priori y
rechace las a posteriori.
Los empiristas, igual que los racionalistas, querían fundamentar filosóficamente la nueva
ciencia. También estaban de acuerdo con el giro subjetivista de Descartes y afirmaban que
aquello que conocemos directamente no es la realidad en sí misma, sino el modo en el que
nos la representamos. Pero, al contrario que ellos, siguieron el principio de Aristóteles de
que el conocimiento empieza en los sentidos lo cual les llevó a afirmar que todo contenido
mental, incluidas las matemáticas, proviene de las impresiones sensoriales y, en última
instancia, se reduce a éstas. Todo ello significaba que era absurdo tratar de demostrar nada
a priori ni llegar a conocer algo que no podamos captar por los sentidos, lo cuál equivalía a
afirmar que la Metafísica era un falso conocimiento.
El empirista más radical fue David Hume que ya en el siglo XVIII llegó a posiciones escépticas
sobre el conocimiento que nos recuerdan a las posiciones que defendían los sofistas. En
realidad, Hume continuaba la tradición británica de Ockham que sabía que las ciencias
descansan en el método experimental y se justifican no por decirnos nada de la realidad en
sí misma sino por su utilidad práctica, porque son capaces de hacer predicciones y dominar
la realidad, algo que ya había defendido el también británico Francis Bacon a comienzos del
XVII, un siglo antes de que el también inglés Isaac Newton formulase la teoría de la
gravedad.
Inmmanuel Kant se había formado como racionalista, con teorías cercanas a las de Leibniz, y
siguió siendo racionalista hasta que, hacia los 46 años, leyó a Hume el cual “le despertó del
sueño dogmático de la razón”. Sin embargo, esto no le llevó a convertirse en empirista, dado
que descubrió múltiples fallos e inconsistencias en esta teoría, pero sí le sirvió para
fundamentar la crítica definitiva y mortal a la metafísica que publicó bajo el título de Crítica
de la razón pura que marcó un antes y un después en la historia de la filosofía. Aquí Kant
comparaba el avance de ciencias como la matemática y la física frente a la falta de progresos
en el ámbito de la Metafísica y llega a la conclusión de que esto es así porque la metafísica
trata de hacer lo imposible, explicar qué es la realidad en sí misma. Kant, siguiendo las ideas
del subjetivismo de Descartes, defiende que no conocemos la realidad directamente (no
conocemos el “noúmeno”) sino como nos la representamos subjetivamente (como
“fenómeno”) y no es posible ir más allá de esa representación. Ahora bien, esa
representación no es azarosa, tiene una estructura firme y común en todo ser racional, y eso
es lo que da fundamento y estabilidad a la ciencia. Pero lo que no es posible es llegar a
conocer realidades de las que no tenemos experiencia, como son Dios, el alma o el universo
pensado como totalidad. Las tres grandes ramas de la Metafísica, Teología natural, psicología
racional y cosmología, eran desechadas como conocimiento válido. Para Kant, la filosofía, a
partir de este momento, se reduciría a la pregunta por el ser humano, principalmente, en
cuanto a las posibilidades y límites de nuestro conocimiento (gnoseología) y en cuanto a
cómo debemos actuar (ética).
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Pero la distinción entre noúmeno y fenómeno le servirá a Kant para salvar uno de los
principales problemas que había planteado la nueva ciencia: la cuestión de la libertad. Kant
había rechazado el racionalismo que, de cualquier modo, tampoco era capaz de defender
adecuadamente la libertad humana, pero tampoco aceptaba el crudo materialismo que
reducía al ser humano a un mecanismo automático. Kant explicará que, desde un punto de
vista teórico, esto es, el de la ciencia, el ser humano es descrito como carente de libertad, así
es como se nos presenta el ser humano como fenómeno; pero, desde un punto de vista
práctico, esto es, el de la ética, debemos presuponer la libertad (aunque no podamos
concebirla teóricamente), y es así como entiende el ser humano como noúmeno. Este
apéndice de su teoría servirá para abrir cierto campo a la filosofía posterior, centrada ya en
la cuestión del ser humano.
4. Filosofía contemporánea
Antiguamente se creía que, antes de morir, los cisnes cantaban una bella canción. La filosofía
de Hegel va a representar esa bellísima canción, la última que cantó la Metafísica.
La distinción entre noúmeno y fenómeno y los planteamientos éticos de Kant están en la
base del pensamiento de uno de los filósofos más importantes y complejos de la historia de
la filosofía, Hegel. Coetáneo al romanticismo alemán de principios del XIX y a Napoleón,
Hegel vive en una época de cambios políticos y sociales permanentes, lo cual hará que la
historia entre en la propia filosofía. Su sistema filosófico, el Idealismo absoluto, consistió
precisamente en eso, en el intento de pensar racionalmente la historia. Para ello, desarrolló
un método propio, el dialéctico, y pensó la Metafísica como el “desarrollo del espíritu en el
tiempo”. Entendió la historia universal como un proceso de autoconocimiento del espíritu,
en el que el que la razón humana va reconociendo su propio poder, haciéndose con el
dominio del medio hasta llegar a un punto, que Hegel identificaba con el presente, en el que
“todo lo real es racional y todo lo racional real”.
Con Hegel encontramos el último gran sistema filosófico que trató de abarcar todos los
campos del saber. Quiso ser el Aristóteles de nuestra época pero escribió, además de
interesantísimas reflexiones y teorías sobre la historia o el derecho, párrafos delirantes sobre
física, química o biología. Esto llevó al descrédito final de la Metafísica, completamente
divorciada del auténtico avance de las ciencias empíricas, endiosada con el poder de la razón
para realizar deducciones e inventar conceptos sumamente abstractos que finalmente no
hablan de nada.
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Aunque el Idealismo Absoluto gozó de gran prestigio en un primer momento, pronto le
llovieron las críticas desde distintos frentes y con él a la Metafísica en su conjunto. Gran
parte de la filosofía del siglo XIX y XX se centra en una crítica cada vez más feroz a la
Metafísica, un término que, además de cada vez tener una connotación más negativa, cada
vez va extendiendo más su significado, incluyendo no sólo las clásicas teorías metafísicas de
la historia de la filosofía, sino a cualquier teoría que se quiera desacreditar, que es reducida,
igualmente, a Metafísica, es decir, saber absurdo y prescindible.
Marx escribió: “la filosofía no ha hecho más que interpretar la realidad de distintas formas,
es hora de transformarla”. La clave en su critica a la Metafísica está en esa condición por un
lado teórica, de mera contemplación de la realidad y la historia (aquí estaba pensando en
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Hegel), y en esto Comte coincidiría con él, y por el otro de cómplice de la injusticia de
nuestro tiempo, y aquí la crítica de Marx tocaría al propio positivismo.
Para Marx, las teorías filosóficas, igual que lad doctrinas religiosas, son “ideología”, es decir,
formas de justificar el orden social injusto imperante. La visión de Hegel y Comte de su
propio tiempo como el momento de mayor progreso de la humanidad denotaban su ceguera
frente a la miseria de millones de mineros y trabajadores industriales. Pero no era nuevo,
ese viejo gusto de la Metafísica por defender la existencia de una realidad espiritual más allá
de la material, de un alma separada del cuerpo, no era sino la expresión en el orden de las
ideas de una sociedad enferma que separaba el trabajo intelectual del manual y dividía a los
hombres en propietarios y desposeídos.
4.3. Heidegger y la ontología: una nueva oportunidad para la pregunta por el ser
Con Nietzsche, la crítica de la Metafísica cobra una forma muy distinta, casi contraria, a la
que habíamos visto desde Kant y el positivismo. Si Comte ataca a la Metafísica por su falta
de practicidad, Nietzsche veía en la obsesión por el dominio de la Naturaleza propia del
pensamiento científico el signo de la Metafísica.
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Este será el punto de partida de la crítica de Heidegger pero, para él, la doctrina
nietzscheana de la “voluntad de poder” es una doctrina metafísica. Heidegger también
busca en la historia de la filosofía el "origen del error" y, aunque no es tan claro al señalar a
Sócrates o a algún otro autor, sí descubre un cambio en el modo de abordar la pregunta por
el ser, desde el planteamiento de los Presocráticos en adelante.
El problema aparece cuando se confunde el ser con un ente (un ser) concreto: las Ideas, el
primer motor inmóvil y, sobre todo, Dios concebido como un ente, es por esto que también
se refiere a la Metafísica como "onto-teología". El ser no es ningún ente, ningún ser en
concreto, sino lo que hace ser a los entes. El ser humano, dada su esencia siempre por
escribir (no tiene esencia sino existencia) está especialmente abierto a comprender el ser. En
realidad, Heidegger replantea la pregunta por el ser como pregunta por el “sentido”, la
pregunta sobre la finalidad, sobre el para qué, pero planteada de tal forma que no derive,
como ocurrió en la historia de Europa, en la pregunta por el cómo. Desde un punto de vista
existencial, es más urgente preguntarnos sobre qué queremos hacer con nuestra vida y con
el mundo que explicar cómo funciona el mundo.
Para Heidegger no hay ruptura entre la revolución científica y tecnológica de la que nace el
nuevo mundo y la Metafísica, al contrario, es la realización del modo de pensar de la
Metafísica. La Tecno-ciencia, que reduce la Naturaleza a recurso disponible y que busca
reducir al propio ser humano a medio, es producto del olvido de la pregunta por el ser. Por
ello, él propone volver a los planteamientos esenciales, los que hallamos en los
presocráticos, una unión entre poesía y filosofía, donde se piense en el habitar y el cuidado
del ser, donde nos acerquemos a la tierra como el agricultor y los ganaderos tradicionales,
con respeto, dejando que crezca según sus propios ritmos. Como vemos, ética y ontología
van de la mano, de hecho, el error sería responder a la pregunta por la realidad al margen de
mi modo de estar en la realidad.
José Ortega y Gasset recogería una reflexión semejante señalando que el concepto
fundamental de la filosofía, que sería una cuestión previa a cualquier ciencia, es la pregunta
por "mi vida".
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