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La Controversia Arriana y El Concilio de Nicea
La Controversia Arriana y El Concilio de Nicea
Y [creemos] en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado como el Unigénito del Padre, es decir, de
la substancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho,
consubstancial al Padre. . . Credo de Nicea
Desde sus mismos inicios, la iglesia había estado envuelta en controversias teológicas. En tiempos del
apóstol Pablo fue la cuestión de la relación entre judíos y gentiles; después apareció la amenaza del
gnosticismo y de otras doctrinas semejantes; en el siglo III, cuando Cipriano era obispo de Cartago, se
debatió la cuestión de la restauración de los caídos. Todas éstas fueron controversias importantes, y a veces
amargas. Pero en aquellos casos había dos factores que limitaban el fragor de las contiendas. El primero era
que el único modo de ganar el debate frente a los contrincantes era la fuerza del argumento o de la fe.
Cuando dos bandos diferían en cuanto a cuál de ellos interpretaba el evangelio correctamente, no era posible
acudir a las autoridades imperiales para zanjar las diferencias. El segundo factor que limitaba el alcance de
las controversias es que quienes estaban envueltos en ellas siempre tenían otras preocupaciones además de la
cuestión que se discutía. Pablo, al mismo tiempo que escribía contra los judaizantes, se dedicaba a la labor
misionera, y siempre estaba expuesto a ser encarcelado, azotado, o quizá muerto. Tanto Cipriano como sus
contrincantes sabían que la persecución que acababa de pasar no era la última, y que por encima de ambos
bandos todavía estaba el Imperio, que en cualquier momento podía desatar una nueva tormenta. Y lo mismo
puede decirse de los cristianos que en el siglo segundo discutían acerca del gnosticismo. [Vol. 1, Page 170]
Pero con el advenimiento de la paz de la iglesia las circunstancias cambiaron. Ya el peligro de la
persecución parecía cada vez más remoto, y por tanto cuando surgía una controversia teológica quienes
estaban envueltos en ella se sentían con más libertad para proseguir en el debate. Mucho más importante, sin
embargo, fue el hecho de que ahora el estado estaba interesado en que se resolvieran todos los conflictos que
pudieran aparecer entre los fieles. Constantino pensaba que la iglesia debía ser “el cemento del Imperio”, y
por tanto cualquier división en ella le parecía amenazar la unidad del Imperio. Por tanto, ya desde tiempos
de Constantino, según veremos en el presente capítulo, el estado comenzó a utilizar su poder para aplastar
las diferencias de opinión que surgían dentro de la iglesia. Es muy posible que tales opiniones disidentes de
veras hayan sido contrarias a la verdadera doctrina cristiana, y que por tanto hayan hecho bien en
desaparecer. Pero el peligro estaba en que, , y ordenándole en lugar de permitir que se descubriera la verdad
mediante el debate teológico y la autoridad de las Escrituras, muchos gobernantes trataron de simplificar
este proceso sencillamente decidiendo que tal o cual partido estaban errados callar. El resultado fue que en
muchos casos 81 los contendientes, en lugar de tratar de convencer a sus opositores o al resto de la iglesia,
trataron de convencer al emperador. Pronto el debate teológico descendió al nivel de la intriga política —
particularmente en el siglo V, según veremos en la próxima sección de esta historia. Todo esto comienza a
verse en el caso de la controversia arriana, que comenzó como un debate local, creció hasta convertirse en
una seria disensión en la que Constantino creyó deber intervenir, y poco después dio en una serie de intrigas
políticas. Pero si nos percatamos del espíritu de los tiempos, lo que ha de sorprendernos no es tanto esto
como el hecho de que a través de todo ello la iglesia supo hacer decisiones sabias, rechazando aquellas
doctrinas que de un modo u otro ponían en peligro el mensaje cristiano.