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CCP - APUNTE DE CÁTEDRA

UNIDAD 2.A: CIENCIA POLÍTICA

INTRODUCCIÓN A LA CIENCIA POLÍTICA

En épocas antiguas, épocas de clásicos, de Platón y de Aristóteles, la política implicaba algo


completamente abarcativo. Aristóteles consideraba al hombre un “animal político”, porque en la polis
griega esta actividad no era solamente un aspecto de la vida, sino aquello esencial sin lo cual el hombre
no era tal (Sartori, 1984). No existía una esfera política divorciada de una esfera de la sociedad, sino que
todo se fundía en la polis. No existía la idea de un poder vertical, estatal, que hoy vemos como inherente
a la política. Tampoco la política aparecía como una actividad autónoma, separada de la ética o –en otros
casos– de la religión.

Es con Nicolás Maquiavelo (1469-1527) que la concepción de la política como algo diferente de, y a veces
en conflicto con, estas otras esferas aparece nítidamente indicado. Si bien Maquiavelo sugiere al Príncipe
el uso de engaños y fraudes, su posición no implica que la política esté divorciada de la ética; lo que
sugiere es que la moral política es distinta de la moral convencional. El Príncipe posee obligaciones
propias de su rol, y por ende los criterios que guían a la acción política deben ser específicos a ella. Para
construir una sociedad fuerte como la República romana, el Príncipe a veces debe elegir caminos que, en
la vida del común de los hombres, serían considerados perversos. Max Weber (1864-1920) ha contribuido
decisivamente a este análisis, para él la acción política no puede regirse por los mismos principios que
otras disciplinas (como indican ciertas máximas religiosas: “obra siempre bien”), porque el político debe
tener en cuenta constantemente las consecuencias de sus actos. Por lo tanto, puede verse obligado a
abandonar sus convicciones y guiarse por la responsabilidad, eligiendo medios moralmente dudosos o
peligrosos. La salvación de la patria puede ser incompatible con la salvación del alma del político.

La delimitación del objeto de estudio de la ciencia política es sólo el punto de partida para comenzar a
aprehender sus límites. Sin embargo, el camino que sigue a partir de allí resulta de una notoria
complejidad. En tanto ciencia, pretende arrojar algún tipo de conocimiento específico y sistemático sobre
alguna porción de la realidad social que define como política, su objeto de estudio. Pero la Ciencia Política
como disciplina se encuentra en una paradójica situación: mientras se anuncia su madurez creciente
(respecto a la cantidad y calidad de las investigaciones, número de politólogos, centros de estudios y
enseñanza, etc.) se produce una discusión ontológica que apunta a la siempre recurrente pregunta: ¿qué
es la ciencia de la política? Dos respuestas posibles propone el filósofo de la ciencia Karl Popper (1972).
Por un lado, la Ciencia Política puede definirse como un conocimiento determinístico basado en leyes
generales aplicables a los fenómenos políticos, y sustentado en el estudio riguroso de casos empíricos.
Por el otro, la Ciencia Política se asemeja a un arte del hacer, basado en enfoques generales e intuiciones
tomadas del pensamiento político entendido en un sentido amplio.

En sus dos textos políticos más conocidos, República y las Leyes, Platón se preocupó por la constitución
de una polis (ciudad-estado) justa, es decir una sociedad donde cada uno de los integrantes desempeñara
la actividad para la que estuviera más capacitado. Así pues, frente a una democracia que identifica como
el desorden y el caos, propone, en República, una aristocracia basada en el conocimiento. De esta
manera, los filósofos, que son los más sabios, son los que deben gobernar. Pero Platón tenía poca
confianza en los hombres y creía que el gobierno de los filósofos podía fácilmente degenerar en otras
especies de regímenes de los cuales el más perverso era la tiranía, el gobierno de uno solo que gobernara
para su propio provecho, que en general sucedía al desorden de la sociedad democrática. El filósofo
griego era consciente de lo difícil de la aplicación de su propuesta; de hecho él mismo fracasó en
transformar al gobernante de la isla de Siracusa de un déspota en un rey sabio. Por ello, ya anciano,
cuando escribió las Leyes tuvo pretensiones más modestas: aceptó que el gobierno más estable era el
mixto, que combinaba la libertad de la democracia con la sabiduría y la virtud de la monarquía y la
aristocracia. En esta línea se plasmará la reflexión aristotélica y la del resto del pensamiento político
antiguo que lo sucedió, preocupado por la comparación de instituciones políticas.

Además de desarrollar la tipología de los regímenes propuesta por Platón, cuyo impacto pervive hasta la
modernidad, Aristóteles, que a diferencia de su antecesor los dividió según la cantidad de personas que
ejercen el poder y por su orientación favorable o contraria al bien de la comunidad, tenía una clara
preocupación no por la búsqueda de un ideal político abstracto sino por analizar el funcionamiento
político de las comunidades realmente existentes. Su análisis de las constituciones griegas, aunque
lógicamente carente de la rigurosidad metodológica que se aplica en la actualidad, se considera un
antecedente de la política comparada porque no se ocupaba solamente de las disposiciones legales o
formales sino de la forma en que los regímenes políticos efectivamente funcionaban. Para Aristóteles la
mejor constitución de la polis era la mixta, mezcla de aristocracia, democracia y oligarquía, pero sobre
todo aquella donde las fuerzas sociales se encontraban en una posición de paridad: básicamente donde
ricos y pobres compartían el gobierno y no se oprimían políticamente entre sí.

LA POLÍTICA Y LO POLÍTICO SEGÚN CHANTAL MOUFFE

La distinción entre “la política” y “lo político” propuesta por Chantal Mouffe nos proporciona la clave para
comprender el carácter conflictual que es propio de toda sociedad y será, además de uno de los
elementos teóricos sobre los que construye su propuesta de una democracia radical pluralista. Propone
entender por “la política” el conjunto de prácticas correspondientes a la actividad política tradicional,
mientras que “lo político” debería referirse al modo en que se instituye la sociedad. Esta distinción no
ofrece, sin embargo, por sí misma, unanimidad de interpretación de lo político. Algunos conciben lo
político como un espacio de libertad y deliberación pública, mientras otros lo consideran un espacio de
poder, conflicto y antagonismo. Chantal Mouffe se alineará con quienes defienden esta última
perspectiva: “Concibo “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las
sociedades humanas, mientras que entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a
través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de
la conflictividad derivada de lo político”.

El antagonismo es, pues, constitutivo de lo político, por lo que cualquier oposición, si alcanza la fuerza
suficiente para agrupar a los seres humanos, puede terminar expresándose en términos de
amigo/enemigo, adquiriendo entonces un carácter político. Para Chantal Mouffe el reconocimiento de la
naturaleza conflictual de la política, siempre posible mediante la distinción anterior, es el punto de
partida para comprender los objetivos de una política democrática: establecer la distinción nosotros/ellos
de modo que sea compatible con el pluralismo. Sin embargo, es posible “domesticar” el antagonismo de
la relación amigo/enemigo y reducirlo a una forma que no destruya la asociación política. Pero esto sólo
se puede conseguir estableciendo un vínculo común entre las partes en conflicto, de modo que se
reconozcan como oponentes legítimos, como adversarios, y no como enemigos irreductibles. A esta
forma de relación la denomina “agonismo”.
NICOLAS MAQUIAVELO

El contexto en el que se va a desenvolver Maquiavelo no es el de la paz y mansedumbre social; es más


bien un tiempo turbulento, en donde la exaltación del hombre se conjuga también con la violencia; un
mundo vital, desenfadado, pero también peligroso, escandaloso, etc.; era la época del Renacimiento:
nada se apreciaba más que el valor, la decisión, la tenacidad para obtener fines, que era lo que hacía que
se destacaran los unos sobre los otros. Este era el mundo donde vivió Maquiavelo, y este es el que quería
describir. Es la época donde la razón toma importancia marcada: la razón ocupa el centro. Dios está ahora
a un lado, sigue existiendo pero se lo despoja de su categoría hegemónica y central. El reinado de la razón
es autárquica, es decir se basta a sí mismo.

Lo importante, en un ambiente como este, es el presente, el qué son las cosas, la realidad actual, no lo
que debería ser. Con esta concepción escribe entre otras obras, El príncipe, donde se deja reflejar “el
pensamiento del Renacimiento en sus formas más originales, libres y abiertas, despojado de toda
preocupación metafísica, totalmente dirigido a observar la realidad humana y terrenal y a descubrir
científicamente las normas y los fines inmediatos que regulan y orientan su desarrollo”. Maquiavelo
pretendía en su libro era retratar la época de su tiempo, y dar al príncipe los instrumentos para poder
normar y dirigir el pueblo que le tocaba gobernar. El Derecho debía, por tanto, constituirse sobre bases
reales de lo que sucede en la práxis, manejada desde su conocimiento, no desde el debe ser, sino desde
el es. Frente a la cruel realidad, lo que Maquiavelo hace es darle al príncipe la visión de cómo gobernar, y
propone que use, simbólicamente hablando, de la fuerza del león, y de la astucia del zorro. Esta era la
clave para el buen gobierno. Resultando de la misma naturaleza de la sociedad la bondad como un valor
inadecuado. Esto no quiere decir que Maquiavelo no cree en el bien; al contrario de esto, él piensa que el
hombre bueno debe enseñar el bien.

El empirismo, es decir aquella que fundamenta sus conocimientos en la experiencia toma fuerza. El cómo
son y no el cómo deben ser las cosas, se acentúa como lo más importante. La relación de fuerzas entre
hombre y Estado pueden ser apreciadas. Para él, lo importante es saber cómo actúan los hombres y no
cómo deberían actuar. El hombre y el Estado no son más que un mecanismo de fuerzas, cuyos elementos
en juego son las pasiones humanas. La utilidad política debería absorber sin escrúpulos toda
consideración de carácter moral; se debe imponer el Derecho por temor hasta lograr que los súbditos “se
abstengan, más por necesidad que por voluntad, de obrar mal”. La fórmula de Maquiavelo apunta más a
una sociología de las fuerzas políticas que a una Política entendida en la forma tradicional.

Pero hay también algo trascendental en la concepción que se va imponiendo desde Maquiavelo y eso es
la crítica de la concepción del Derecho como lo justo. Toma en cuenta que el Derecho puede ser una
especie de relación de fuerzas políticas: “... durante el Renacimiento y aun después sigue predominando
la concepción del Derecho como lo justo. Pero es Maquiavelo quien por primera vez critica tal concepción
ya que para él, el Derecho es un hecho resultante de la mecánica del juego de fuerzas políticas.”

CHARLES MONTESQUIEU

Montesquieu plantea que “para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al
poder”.

El objetivo del pensamiento político de Montesquieu, expresado en el Espíritu de las leyes, es elaborar
una física de las sociedades humanas. Su modelo, tanto en contenido como metodología, está más en la
línea de lo experimental que lo especulativo. Adopta el análisis histórico, basado en la comparación;
arranca de los hechos, observando sus variaciones para extraer de ellas leyes.
Cada pueblo tiene las formas de gobierno y las leyes que son propias a su idiosincrasia y trayectoria
histórica, y no existe un único baremo desde el cual juzgar la bondad o maldad de sus corpus legislativos.
A cada forma de gobierno le corresponden determinadas leyes, pero tanto éstas como aquéllas están
determinadas por factores objetivos tales como el clima y las peculiaridades geográficas que, según él,
intervienen tanto como los condicionantes históricos en la formación de las leyes. No obstante, teniendo
en cuenta dichos factores, se puede tomar el conjunto del corpus legislativo y las formas de gobierno
como indicadores de los grados de libertad a los que ha llegado un determinado pueblo.

La filosofía política se transmuta en una filosofía moral cuando establece un ideal político que defiende es
el de la consecución de la máxima libertad aunada a la necesaria autoridad política; rechaza
abiertamente las formas de gobierno despóticas. Pero para garantizarla al máximo, Montesquieu
considera que es imprescindible la separación de poderes. Muy influenciado por Locke, desarrolla la
concepción liberalista de éste, y además de considerar la necesidad de separar el poder ejecutivo del
poder legislativo, piensa que también es preciso separar el poder judicial. Esta separación de los tres
poderes ha sido asumida y aplicada por todos los gobiernos democráticos posteriores.

Dice Montesquieu en El Espíritu de las Leyes:

“En cada Estado hay tres clases de poderes: el legislativo, el ejecutivo de las cosas pertenecientes al
derecho de gentes, y el ejecutivo de las que pertenecen al civil.

Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre, y corrige o
deroga las que están hechas. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores,
establece la seguridad y previene las invasiones; y por el tercero, castiga los crímenes o decide las
contiendas de los particulares. Este último se llamará poder judicial; y el otro, simplemente, poder
ejecutivo del Estado (...).

Cuando los poderes legislativo y ejecutivo se hallan reunidos en una misma persona o corporación,
entonces no hay libertad, porque es de temer que el monarca o el senado hagan leyes tiránicas para
ejecutarlas del mismo modo.

Así sucede también cuando el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Estando
unido al primero, el imperio sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno
mismo el juez y el legislador y, estando unido al segundo, sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la
fuerza misma que un agresor.

En el Estado en que un hombre solo, o una sola corporación de próceres, o de nobles, o del pueblo
administrase los tres poderes, y tuviese la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las resoluciones públicas
y de juzgar los crímenes y contiendas de los particulares, todo se perdería enteramente.”

KARL MARX

Uno de los aportes fundamentales de la tradición marxista fue el análisis de clases. Para Marx, la noción
de lucha de clases era el engranaje fundamental de la historia de toda sociedad:

“La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de
clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros artesanos y oficiales, en
una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada
unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de
toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes” (Marx y Engels, 1998 [1848]: 13-14).
Si bien no es posible encontrar una definición unívoca de clase a lo largo de la extensa obra de Marx, un
criterio que ha sido ampliamente utilizado por el marxismo clásico es el referido a la propiedad, o no, de
los medios de producción. De esta manera, es posible distinguir entre la clase que posee los medios de
producción y la clase que sólo dispone de su fuerza de trabajo para vender en el mercado.

Lo que caracteriza según el marxismo clásico a la relación entre estas dos grandes clases es la explotación
que se produce a través de la apropiación por parte de la clase capitalista de la plusvalía que generan los
asalariados. Es decir, la diferencia entre el salario que un trabajador recibe por su fuerza de trabajo y el
valor de lo que ese trabajador produce con su fuerza de trabajo. Asimismo, la idea de clases lleva a una
noción que también ha tenido una predominante importancia: la idea de conciencia de clase que Marx
desarrolló en su estudio sobre las causas que llevaron al fin de la Segunda República Francesa y a la
instalación del Tercer Imperio bajo el gobierno de Luis Bonaparte en 1851:

“Millones de familias forman una clase cuando viven en condiciones económicas determinadas que las
distinguen por sus costumbres, sus intereses y su cultura, de otras clases, y se oponen a éstas hostilmente.
Pero si entre los campesinos parcelarios existe una unión puramente local y sus idénticos intereses no
generan un sentido de comunidad, ni de unión nacional o de organización política, entonces no forman
una clase.”(Marx, 1998 [1852]: 115).

Todo lo dicta la sociedad. La sociedad produce el conocimiento que más le conviene, es decir, que más le
conviene a la clase que gobierna y que domina esa sociedad. Para Marx todo conocimiento tiene una
finalidad que no es la verdad, sino el cuidado de los intereses de la sociedad. Los intereses de quienes
dominan en la sociedad.

Cree que la evolución se dará así: la sociedad burguesa al crear al proletariado y organizarlo para sus
fines, resultará volteado por este último, que se rebelará y se terminará dando el gobierno del
proletariado.

Marx llamó base de la sociedad a las condiciones materiales económicas y sociales de la sociedad; y
superestructura de la sociedad a cómo se piensa, clase de instituciones políticas que se tienen, leyes,
religión, moral, arte, filosofía, ciencia, Marx reconoce que hay una relación recíproca o "dialéctica" entre
la base y la superestructura, y por eso decimos que es un materialista dialéctico.

Entendía que lo que es bueno o malo está determinado por la clase dominante de la sociedad, y que el
trabajo contribuía no solo a la producción sino a formar la naturaleza del hombre, existe una relación
recíproca entre el cómo trabajamos y nuestra conciencia.

Marx creía en una sociedad sin clases, o comunismo, después de una dictadura del proletariado, en
donde los medios de producción serían de todos, del pueblo, allí rendirán según su capacidad y recibirán
según su necesidad.

Por otro lado, "La alienación" del proletariado, era para Marx un problema a resolver; piensa que el
proletariado al trabajar tanto y hacer tantas cosas que no son para él, sufre una especie de frustración,
trabaja demasiado para otros y es infeliz.

Por otro lado este filósofo no creía en la religión y pensaba que sólo servía para adormecer a las masas,
concentrándolas en Dios y el otro mundo, alejándolas de la realidad. El hombre se encuentra en un
estado conformista. Además Marx cree que es indispensable la desaparición de las clases sociales, y que
el Derecho era una cuestión de intereses: "(...) el derecho no se orienta hacia la idea de justicia, sino que
es un medio de dominación y un instrumento de los explotadores, que lo emplean en interés de su clase".
LOS CONTRACTUALISTAS: HOBBES Y LOCKE

El carácter prescriptivo de los antiguos estudios comenzó a ceder terreno ante análisis que no intentaban
recomendar cursos de acción, sino describir y explicar los fenómenos políticos. Con el surgimiento de los
estados-nación aparecieron reflexiones en torno a la soberanía, el origen del poder y el funcionamiento
real del mismo, pero sobre todo surgió la necesidad de vincular al conocimiento político con los avances
de las ciencias más desarrolladas en el momento. En este contexto, Thomas Hobbes (1588-1679)
pretendía una Ciencia Política inspirada en la matemática, con sus axiomas y su principio de la
racionalidad, y John Locke (1632-1704), asociado con la tradición empirista, sin negar los supuestos o
ideas innatas, buscaba relacionar a la Teoría Política con el mundo de la experiencia sensible. Tanto
Hobbes como Locke forman parte de los autores que dieron origen al contractualismo. La preocupación
de Hobbes, quien escribió durante las guerras civiles inglesas (1642-1651), era la violencia y el desorden
existente en las relaciones entre los hombres cuando no había gobierno, a lo cual denominó “estado de
naturaleza”.

El contractualismo es una corriente de las ciencias sociales que emergió en Europa en el siglo XVII y que
definió el surgimiento de la sociedad y del poder político a partir de un contrato entre los individuos. Este
contrato era la herramienta que permitía poner fin al estado de naturaleza en el que vivían los individuos
caracterizado por la ausencia de un poder legalmente instituido que tuviera la capacidad de controlar a
todos los miembros de una sociedad. En consecuencia, en el estado de naturaleza cada individuo tenía
una completa independencia y autonomía. Este estado de naturaleza no era necesariamente un estado
de guerra tal como lo afirmaba Hobbes (“lucha de todos contra todos”), podía ser también de paz
precaria, como afirmaba Locke, o de felicidad, como lo hacía Rousseau. Asimismo, el contrato que ponía
fin al estado de naturaleza podía definir distintas formas políticas: el absolutismo que otorgaba a la
autoridad soberana (Leviatán) el poder absoluto para establecer y garantizar la paz (Hobbes), el
liberalismo que establecía limitaciones al poder del soberano a fin de proteger los derechos naturales de
los individuos (Locke y Kant) y la democracia radical que afirmaba la preeminencia de la voluntad general
(Rousseau).

THOMAS HOBBES

La filosofía de Hobbes ha trascendido a través de su famoso libro El Leviatán, en el que explica la


naturaleza malvada y egoísta del hombre: “Homo homini lupus” (el hombre es lobo del hombre), y la
teoría de que este Leviatán representaría al Estado soberano, todo poderoso.

Hobbes parte de la igualdad entre todos los hombres. Cree que todos aspiran a lo mismo; y cuando no lo
logran, sobreviene la enemistad y el odio; el que no consigue lo que quiere, desconfía del otro y, por las
dudas, previniendo que el otro quiera lo que tengo, lo ataca. De ahí la concepción pesimista del hombre
que tiene Hobbes; homo hominis lupus, el hombre es un lobo para el hombre.

Además, la situación natural del hombre es su condición de perpetuo estado de lucha, de guerra contra
todos. El estado natural es el de guerra general en el que no tienen cabida las nociones de justicia e
injusticia, de error y de derecho. Esta disposición natural orienta su comportamiento pesimista y
desconfiado, por lo que el estado natural del hombre sería el ataque. Sólo que el hombre no puede estar
en permanente guerra, se da cuenta que esto no le conviene, y decide, a costa de su libertad, hacer un
pacto con todos para obtener la seguridad jurídica de la que requiere para poder vivir; de lo contrario, en
un estado de guerra, la destrucción sería eminente y fatal. Es por esto que el hombre intenta sustituir su
estado natural por el estado civil, transfiriendo su derecho al Estado. Este derecho será la libertad que el
hombre tenía para hacer cuanto pueda y quiera. El hombre trasfiere este poder directo al soberano, al
Estado.

Al ser el hombre malo por naturaleza, y egoísta, sólo a través de una fuerza superior se puede establecer
un vínculo o contrato de sumisión y alienación que haga al hombre vivir en sociedad. Resulta que el
soberano ha nacido del convenio, contrato de los hombres, por lo cual el poder de este Estado es
absoluto, puesto que los hombres han cedido su poder. Este Estado soberano, con absoluto poder, no es
más que la solución a la condición de la naturaleza negativa, malévola, egoísta, del hombre, que al ceder
al Estado su poder, intenta desprenderse de las ambiciones y deseos individuales. "La solución consiste en
deponer las ambiciones y deseos individuales, y delegarlos en un ser superior. De este modo, donaremos a
este ser superior una parte de nuestra voluntad; daremos autoridad para decidir por nosotros al Estado y
el Estado será cual esa bestia enorme llamada Leviatán."

El Estado de Thomas Hobbes es absoluto, lo decide todo. Tiene atributos sobre la conducta de los demás
encargados a su gobierno. Cualquier oposición a ello será nulo. Y cuando nos referimos a lo absoluto, nos
referimos a todo, no solamente a la política, sino también la religión; si esta no está reconocida por él
(por el Estado), no es más que superstición.

El reinado absoluto del Estado tenía su fundamento en la seguridad; ésta resultaba imprescindible para la
supervivencia de los hombres que de otra manera se anularían, hasta extinguirse.

Para él, la ley es válida sólo si viene del poder de un soberano, de la declaración de este. De lo contrario
no sería ley. En otras palabras, toda ley adquiere validez sólo cuando un gobierno, con poder para
ordenar, las declara válidas. En su estado natural, ni la ley ni la justicia tienen significado alguno. “Donde
no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia”.

El Estado representa ese mal necesario que debe existir para salir del estado de guerra que es el que
dispone el estado natural del hombre, el Estado no es ninguna institución que surja del propio fin del
hombre para ayudarle a alcanzar su perfección sino un simple medio para dominar las pasiones que
perturban la paz social.

JOHN LOCKE

En este pensador se expresa una nueva concepción del poder y por ende del Derecho. ¿Dónde está el
origen del poder? ¿En la Iglesia -lo divino-, o en la naturaleza -como lo propone Aristóteles-? Locke,
tomando el contrato social de Hobbes, dice que el origen del poder está en cada hombre. Todos tenemos
algún poder, y todos intervenimos de alguna manera en la construcción del Derecho.

El estado de naturaleza se caracteriza por la libertad e igualdad de todos los hombres, en ausencia de una
autoridad común. Los hombres se mantendrán en ese estado hasta que, por su propia voluntad, se
conviertan en miembros de una sociedad política.

El poder deja de tener un origen místico, religioso o de la naturaleza, y se centra en el individuo, "el
origen del poder somos nosotros mismos". Locke así plantea el paso de una Monarquía absoluta a una
Monarquía parlamentaria, plantea una revolución. El poder perdería su carácter exclusivo y hereditario
para convertirse en general. Es decir que el origen divino y por naturaleza del poder es derrumbado.

Desde la concepción de Locke, el poder proviene de los propios individuos, que con el objeto de tener paz
y seguridad ceden parte de su poder para convivir mejor, "Ya no hay elementos religiosos ni despóticos en
el poder. Lo que hay es el derecho de cada hombre, que cede libremente cierto poder a un gobierno para
que garantice la vida en sociedad".

En el origen de la sociedad civil y del gobierno nos encontramos, pues, con un pacto, con un contrato; y
en el pacto el hombre renuncia a sus poderes legislativos y ejecutivos en favor de la sociedad; pero no
renuncia a su libertad, aunque si la restringe. Esta dejación de poderes tiene por objeto, precisamente, el
disfrutar con más seguridad de su libertad.

Locke trata la división de los poderes que había sido planteada ya por Montesquieu. Locke cree también
en la legitimidad de la propiedad privada, y la fundamenta explicando que la propiedad viene a ser,
entonces, el producto de nuestro trabajo. Locke no cree que el acto de acumular riquezas sea malo, pero
la creación de la moneda y su consecuencia tienen una serie de fenómenos. La acumulación de riqueza
por ser bienes no perecibles hacen indefinida la posesión, propiedad y la desigualdad funciona en ese
mecanismo de acumulación, sólo que la gente misma ha creado ese sistema. Al aceptar la creación de la
moneda se crea también la desigualdad conscientemente y tácitamente admitida.

Una de sus teorías consistía en que el hombre a fin de evitarse problemas y para preservar sus intereses,
propiedades, había cedido parte de su libertad, de sus derechos para ponerlos en manos del Estado, del
gobierno. El individuo en mérito a esta cesión había firmado un contrato con todos los demás para
aceptar ciertas reglas de convivencia. El hombre busca su beneficio, es egoísta e individual, pero como
quiere conservar sus propiedades decide egoístamente, ceder parte de su propiedad, de su derecho, al
Estado, para que éste lo proteja; es así que el individuo le da al Estado el monopolio de castigar. Pero
como advierte el peligro que supone la monopolización del poder cree en la división de poderes para
controlar este poder cedido al Estado. La validez del Estado tiene que pasar por un mecanismo más: la
aceptación de los individuos. Cada individuo debe dar su consentimiento para que lo gobiernen, esto es a
través de las votaciones. Ya no cree en un solo poder divino, sino en su poder. Y así acepta la tiranía de la
mayoría.

El Derecho del otro es sólo aquel que uno ha cedido, plantea Locke. Cree en los Derechos naturales del
hombre que el Estado no crea sino reconoce, los cuales son: los derechos a la libertad, al trabajo, a la
propiedad, etc. Admite la desigualdad de los hombres, que se ha derivado de la aceptación del dinero,
que produce acumulación limitada de la riqueza, pero siempre y cuando no afecte a los demás. Piensa
que el egoísmo es el eje motor del crecimiento individual y -por extensión- crecimiento colectivo.
Proyecta la división de poderes, perfila un Estado protector de los bienes colectivos, afirma y respeta la
igualdad de sexos, es tolerante y lucha porque la sociedad se conforme de acuerdo a un contrato social.

Locke toma el planteamiento del contrato de Hobbes, pero a diferencia de éste, no acepta el dominio
absoluto del soberano sobre los ciudadanos. Los hombres al suscribir el contrato se reservaron ciertos
derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad. El Estado no es
absoluto, y que da en el centro el poder legislativo, Locke sitúa al poder legislativo en el centro: es el
poder supremo y decisivo, el ejercicio del cual determina toda cuestión de importancia.

MICHAEL FOUCAULT

Foucault fue un brillante polímata: ejerció una importante influencia en varios campos de las ciencias
sociales como la filosofía, la psicología, la política y la crítica literaria, además de la sociología. Nació en
Poitiers, Francia en 1926, y sus principales obras fueron: La arqueología del saber (1969), Vigilar y castigar
(1975), Historia de la sexualidad (1976–1984, cuatro volúmenes).
La cuestión del poder, ya sea con el objetivo de mantener el orden social o bien de provocar cambios
sociales, se ha tratado desde el punto de vista político y económico. Hasta la década de 1960, las teorías
sobre el poder se centraban en el poder del Gobierno o del Estado sobre los ciudadanos, o desde una
perspectiva marxista, en la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Todas estas teorías
tendían a centrarse en el poder a escala macroscópica, ignorando por completo, o en el mejor caso,
concediendo una importancia secundaria a las relaciones de poder en el seno de las capas inferiores de la
sociedad, por considerarlas una prolongación del ejercicio primario del poder.

Para Foucault, estos enfoques son demasiado simplistas. En las sociedades liberales occidentales de hoy,
el poder no lo ejercen solamente el estado o los capitalistas, sino también los individuos y el conjunto de
la sociedad, pasando por grupos y organizaciones. En palabras de Foucault, “el poder está en todas partes
y viene de todas partes”. También rechazaba la concepción tradicional del poder como algo que se puede
poseer y blandir como un arma o una herramienta. Según Foucault, esto no es poder, sino la capacidad
de ejercerlo, y no se convierte en poder hasta que se actúa. El poder no es algo que alguien tiene, sino
algo que se hace a otros, una acción que afecta a las acciones de otros.

Según el filósofo francés, el poder no está centrado en el Estado, sino disperso por una gran cantidad de
espacios de micropoder que se reparten por toda la sociedad. Criticó la filosofía política corriente por
creerla basada en la noción de autoridad formal y por su insistencia en analizar una entidad llamada
Estado. Para Foucault, el Estado no es más que la expresión de las estructuras y la configuración del
poder en la sociedad, y no una entidad única que ejerce su dominio sobre las personas. Esta visión del
Estado como una práctica, y no como una cosa en sí misma, significa que únicamente se puede alcanzar
la verdadera comprensión de la estructura y la distribución del poder en la sociedad a través de un
análisis más amplio.

Foucault pensaba que la naturaleza del gobierno había cambiado entre el siglo XVI –cuando los
problemas de la política se limitaban a cómo podía obtener y mantener el poder un soberano– y la época
actual, en la que resulta imposible separar el poder del Estado de otras formas de poder en la sociedad.
Indicó que los teóricos políticos necesitan “cortarle la cabeza al rey” y crear un método de comprensión
del poder que refleje dicho cambio.

En vez de pensar en el poder como una cosa, Foucault lo ve como una relación. Para explicar la
naturaleza del poder examina las diferentes relaciones de poder que existen en todos los niveles de la
sociedad moderna, por ejemplo, entre un individuo y el estado en el que vive, pero también entre
empleados y jefes, entre padres e hijos, entre los miembros de organizaciones y grupos, etc. Foucault
reconoce que el poder ha sido y sigue siendo la fuerza principal que estructura el orden social y describe
también las profundas transformaciones que ha experimentado la naturaleza de las relaciones de poder
desde la Edad Media hasta hoy. En la sociedad feudal, el ejercicio del que denomina poder soberano,
como la tortura y las ejecuciones públicas, era el método al que recurrían las autoridades para asegurarse
la obediencia de sus súbditos. Con la difusión de las ideas de la Ilustración en Europa, la violencia y la
fuerza empezaron a considerarse inhumanas y, sobre todo, ineficaces como medios de ejercer el poder.

Los castigos físicos fueron sustituidos por un medio de controlar el comportamiento más invasivo: la
disciplina. El establecimiento de instituciones tales como cárceles, asilos, hospitales y escuelas caracterizó
el paso del concepto meramente punitivo del poder al ejercicio de un poder disciplinario específicamente
destinado a impedir determinados comportamientos. Estas instituciones no solo eliminaban la
oportunidad de transgresión, sino que constituían un entorno en el que la conducta de los individuos
podía ser corregida y regulada, y sobre todo, permitía mantenerlos vigilados y controlados. Esta noción
de vigilancia tiene una especial importancia en la evolución de la manera en que se ejerce el poder en la
sociedad moderna. Foucault analiza con detenimiento el funcionamiento del Panóptico, el eficiente
diseño de prisión ideado por el filósofo británico Jeremy Bentham, con una torre central desde la que el
vigilante puede ver continuamente a los presos, cuyas celdas están iluminadas desde la parte posterior
para impedir que sus ocupantes se oculten en rincones sombríos. Al no poder estar nunca seguros de si
están siendo observados o no, los reclusos se comportan como si lo estuvieran siempre. El poder ya no se
ejerce obligando a las personas por coerción física, sino estableciendo mecanismos que garantizan un
comportamiento conforme al deseado.

El Panóptico diseñado por Bentham es el ojo supremo del poder para Foucault. El espacio circular
permite una visibilidad permanente que mueve a los presos a someterse a su propia disciplina y controlar
su comportamiento. Según afirma Foucault, todas las estructuras jerárquicas (las prisiones, pero también
hospitales, fábricas y escuelas) han evolucionado de acuerdo con este modelo.

Para Foucault, jamás será posible liberarse totalmente del poder. En el mundo moderno occidental, las
normas sociales no se imponen a la fuerza, ni mediante una autoridad que obliga a actuar de una manera
determinada o prohíbe comportarse de un modo diferente, sino mediante el poder que él llama
“pastoral”, que orienta el comportamiento de los individuos. Cada uno es parte interesada de un
complejo sistema de relaciones de poder, operativo a todos los niveles, que regula la conducta de los
miembros de una sociedad. Este poder omnipresente que se ejerce mediante el control de las actitudes,
creencias y prácticas de las personas a través del sistema de ideas que llama “discurso”. El sistema de
creencias de cualquier sociedad, el conjunto de ideas y conceptos a las que las personas se adhieren,
evoluciona a medida que se van aceptando ciertas actitudes hasta que estas se integran en la sociedad y
define lo que está bien y lo que está mal, lo que es normal o lo que es desviado. Las personas regulan su
comportamiento en función de estas normas, generalmente sin ser conscientes de que es el discurso el
que guía su conducta haciendo inconcebibles los pensamientos y las acciones contrarios.

“El discurso transmite y produce el poder; lo refuerza, pero también lo mina y expone”. El discurso se
refuerza constantemente, ya que es a la vez un instrumento y un efecto del poder: controla los
pensamientos y las conductas, que a su vez modelan el sistema de creencias. Además, al determinar lo
que es verdadero y lo que es falso, crea un “régimen de la verdad”, un corpus de conocimientos comunes
considerados innegables. Frente a la idea de que el saber es el poder, Foucault afirmó que ambos están
vinculados de una manera más sutil y acuñó la expresión saber-poder para designar dicha relación: el
saber crea el poder, pero también es producido por este. Hoy en día, el poder se ejerce controlando qué
formas de saber son aceptables, presentándolas como verdaderas y excluyendo otras formas de saber. Al
mismo tiempo, el saber aceptado, el discurso, se produce de hecho durante el proceso del ejercicio del
poder.

A diferencia del poder tradicional, que mueve o fuerza a las personas a comportarse de determinada
manera, el saber-poder no tiene un agente o una estructura inmediatamente identificables. Además, al
ser omnipresente, parece que nada pueda oponérsele. Foucault señala que, de hecho, la resistencia
política y la revolución pueden no ser efectivas para lograr el cambio social porque solamente atacan el
poder del estado, no la manera ubicua y cotidiana en que se ejerce el poder hoy.

No obstante, sostiene Foucault, existe una posibilidad de resistencia: la oposición al discurso mismo, que
puede ser desafiado por discursos contrarios. El poder que depende del consentimiento deja algún grado
de libertad a los sometidos a él. Para que el discurso sea un instrumento del poder, estos deben
mantener con él una relación de poder. Si existe esta relación, existe también la posibilidad de
resistencia. Sin resistencia, no hay necesidad de ejercer el poder.
GUILLERMO O’DONNELL

O’Donnell fue un destacado politólogo argentino contemporáneo (1936-2011), que realizó importantes
aportes a la Ciencia Política en general, y uno de los más ricos dentro del campo latinoamericano. Sus
mayores contribuciones giran en torno a sus trabajos del Estado burocrático-autoritario, la teoría de la
democracia delegativa y el accountabilty horizontal.

O’Donnell entiende al Estado como “el componente específicamente político de la dominación en una
sociedad territorialmente delimitada. Por dominación (o poder) entiendo la capacidad, actual y potencial,
de imponer regularmente la voluntad sobre otros, incluyo pero no necesariamente, contra su resistencia.”
Y luego, define a lo político como “una parte analítica del fenómeno más general de la dominación:
aquella que se halla respaldada por la marcada supremacía en el control de los medios de coerción física
en un territorio excluyente.” Sostiene a la dominación como relacional, como “una modalidad de
vinculación entre sujetos sociales. Es por definición asimétrica, ya que es una relación de desigualdad. Esa
asimetría surge del control diferencial de ciertos recursos, gracias a los cuales es habitualmente posible
lograr el ajuste de los comportamientos y de las abstenciones del dominado a la voluntad –expresa, tácita
o presunta- del dominante.”

Partiendo de estas nociones, O’Donnell estudia las características propias que tuvo el Estado en América
Latina, desde la década del 50 y hasta el regreso de la democracia en 1983 (en Argentina en particular, y
fines de los 80 para América del Sur en general), denominado por él como el Estado burocrático-
autoritario; que luego dará paso a lo que llamó democracias delegativas.

Podemos mencionar algunos de los principales rasgos de un Estado burocrático (de los cuales
diferenciaba de uno meramente autoritario), los cuáles son: una estructura de clases subordinada a las
fracciones superiores de una burguesía altamente oligopólica y transnacionalizada; un sistema de
exclusión política de un sector popular previamente activado, al que somete a severos controles
tendientes a eliminar su presencia en la escena política; la supresión de la ciudadanía y de la democracia
política, es decir, la prohibición de lo popular; un sistema de exclusión económica del sector popular, y un
patrón de acumulación de capital fuertemente sesgados en beneficio de las grandes unidades
oligopólicas de capital privado; una mayor transnacionalización que entraña un nuevo desborde de la
sociedad respecto al ámbito territorial; intentos sistemáticos de “despolitizar” el tratamiento de
cuestiones sociales, sometiéndolas a los que se proclama con criterios neutros y objetivos de neutralidad
técnica; el cierre de los canales democráticos de acceso al gobierno.

José Natanson, politólogo y periodista, caracteriza de forma breve pero certera la democracia delegativa
(DL) construida por O’Donnell, estableciendo que la democracia delegativa es democrática porque tiene
legitimidad de origen, es decir, se trata de gobiernos que surgen de elecciones limpias y competitivas. Y
es democrática porque se mantienen vigentes ciertas libertades políticas básicas, como las de expresión,
reunión, prensa y asociación (aunque en algunos casos amenazadas). Sin embargo, es una democracia
menos liberal y republicana que la democracia representativa, ya que tiende a no reconocer los límites
constitucionales y legales de los poderes del Estado.

La concepción básica es que la elección da al presidente el derecho, y la obligación, de tomar las


decisiones que mejor le parecen para el país, sujeto sólo al resultado de futuras elecciones. La
consecuencia de esta autoconcepción es considerar un estorbo la “interferencia” de las instituciones de
control sobre el Poder Ejecutivo, incluyendo a los otros dos grandes poderes del Estado (Legislativo y
Judicial), así como las diversas instituciones de accountability horizontal (auditorías, fiscalías, etc.). Esto
lleva, a la larga, a esfuerzos por anular esos controles.
En este tipo de democracias, las políticas públicas suelen implementarse de manera abrupta e inconsulta.
Por supuesto, el Gobierno debe inevitablemente enfrentar diversas relaciones fácticas de poder, pero
esos encuentros suelen realizarse mediante relaciones nula o escasamente mediadas institucionalmente.
El Presidente se considera la encarnación, o al menos el más autorizado intérprete, de los grandes
intereses de la nación. En consecuencia, se siente por encima de las diversas partes de la sociedad
(incluyendo a los partidos) y no cree necesario rendir cuentas, salvo en las elecciones.

En la segunda parte del artículo de O’Donnell en el cual introduce a la DL, traza su “evolución típica”. En
general, dice, son producto de graves crisis. Sus líderes emprenden una gran causa, la salvación de la
patria, y en la medida en que superan (o alivian significativamente) la crisis, logran amplios apoyos. En sus
“momentos de gloria”, pueden decidir como mejor les parece, y el fuerte respaldo popular les demuestra
que ellos son quienes realmente saben qué hacer con el país. En este contexto, los líderes avanzan
entonces en su propósito de doblegar a las instituciones de control mediante la concesión de poderes
extraordinarios (leyes de emergencia económica, superpoderes) y el abuso de instrumentos de legislación
ejecutiva (decretos).

O’Donnell sostiene que, en las DL, los presidentes siguen viviendo constantemente de la crisis que les dio
origen. Incluso cuando la sensación de crisis ha disminuido, intentan reavivarla, con la advertencia de que
si se abandona el camino que proponen ella resurgirá, renovada. El problema es que, una vez que los
peores aspectos de la crisis han pasado, aparecen viejos y nuevos problemas, casi siempre de resolución
mucho más compleja que los anteriores. Esto requiere políticas estatales complejas, para lo cual es
importante contar con instancias de consulta e intermediación. Pero este camino se obstruye, en parte
porque el Presidente se ha encargado de corroer esas instituciones y en parte también por un conocido
problema psicológico: ser víctima del propio éxito. El líder se aferra a seguir haciendo lo mismo que hasta
no hace tanto tiempo funcionaba razonablemente bien. De esta manera, en su negativa a convocar a
auténticos aliados e interlocutores, el líder se va encerrando en un grupo de colaboradores cada vez más
estrecho. El líder delegativo es un líder solitario.

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