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Hay un asesino invisible suelto por el mundo. Se ha cobrado más víctimas que cualquier
otra enfermedad en la historia. Sin embargo la mayoría de sus síntomas generalmente
son considerados normales. Ese es el secreto de su mortandad.
Esos síntomas pueden observarse en todas partes: en las vidas de todos los que están
dominados por una preocupación obsesiva por obtener aprobación y evitar el rechazo
de sus semejantes; que carecen de un sentido autogenerado de identidad personal y que
se sienten parias metafísicos, desgajados de la realidad; cuyo primer impulso, cuando se
enfrentan a un asunto o se les insta a formular un juicio, no es preguntar ¿Qué es
verdad?, sino, ¿Qué es lo que otros dicen que es verdad?; que no tienen un concepto
firme, inflexible, de existencia, realidad, hechos, aparte de los juicios, creencias,
opiniones, sentimientos de otros.
Cuando uno entienda la naturaleza y las causas de este fenómeno, entenderá por qué,
por ejemplo, el frecuente destino de un innovador es ser atacado, enfrentar la oposición,
o ser denunciado por la sociedad de su tiempo; o por qué los hombres están dispuestos a
seguir ciegamente enseñanzas y preceptos que los llevan a la destrucción; o por qué el
verso poético que mejor refleja el sentido de vida interior de la mayoría de los hombres
es: “un extraño y asustado en un mundo que nunca hice.”
Para entender este fenómeno, uno debe empezar considerando tres hechos básicos sobre
la naturaleza humana:
Esos hechos imponen una solemne responsabilidad sobre el hombre. Puesto que su
facultad racional no funciona automáticamente, el hombre debe elegir iniciar un proceso
de razonar, debe elegir comprobar y examinar sus conclusiones por constante
observación y por un riguroso proceso lógico, y debe elegir guiarse por su juicio
racional.
Puesto que su consciencia no es infalible, puede cometer un error en cualquier etapa del
camino; si él deja el error sin corregir y actúa basándose en él, estará actuando contra la
realidad, y sufrimiento y autodestrucción será el resultado.
Hay, en esencia, dos formas en las que un hombre puede responder a esos hechos y a la
responsabilidad que implican: puede aceptarlos y darles la bienvenida, o puede mostrar
resentimiento y sentirse amedrentado. La primera respuesta puede llevar al logro de la
autoestima, la segunda a la neurosis.
Así como un hombre racional basa su autoestima en su capacidad para tratar con la
realidad objetiva, así este hombre basa su auto valor en su habilidad para tratar con las
personas.
No todo metafísico social empieza por resentirse del esfuerzo y responsabilidad del
pensamiento. Muchos empiezan disfrutando del proceso de pensar, pero con demasiada
frecuencia desenfocan sus mentes para consentirse algún deseo irracional o un miedo
irracional, y pronto encuentran que las áreas de la realidad sobre las que es “seguro”
pensar menguan progresivamente, y proceden a evadir más y más, reservando su
pensamiento para asuntos que tienen poca o ninguna conexión con su vida y
comportamiento.
Pero no obstante una vez que se llega a eso, lo que todo metafísico social tiene en
común es una quiebra fundamental entre su consciencia y la realidad. Esta quiebra es la
que lleva a la metafísica social, y empeora subsiguientemente gracias a ella, fijando así
un patrón recíproco de retroalimentación.
Existe el hombre que busca poder, que odia a las personas por su miedo a ellas. y
perdiendo la esperanza de ganar jamás una forma de éxito metafísica social
convencional dentro del “sistema”, no conoce otro concepto de “seguridad” salvo el de
ser capaz de forzar la consciencia que teme, de forzar obediencia, aprobación, “amor.”
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Se trata de una zona residencial privilegiada de Manhattan, que fue centro de la llamada “contracultura”,
movimientos hippies, “bohemios” y “alternativos” en la década de los sesenta del siglo XX.
Existe el metafísico social “independiente”, el “falso individualista” que se opone a
todos los valores, cuya única noción de autoexpresión son sus caprichos, quien, no
teniendo concepto de realidad objetiva, ve la existencia como un conflicto entre sus
caprichos y los caprichos de otros, y que está tan atemorizado de la perspectiva de ser
rechazado que se siente obligado a insultar de antemano a las personas.
Luego, en el otro extremo del continúo del metafísico social, está el hombre que usa su
juicio y sostiene convicciones independientes, racionales en muchos aspectos aislados
de su vida, especialmente en su profesión, pero que es consciente de un miedo obsesivo
a otros, especialmente en el área de los juicios de valor fundamentales, sin entender
jamás la causa de su miedo, que lucha y resiste por represión o voluntad de poder, al
coste de un enorme sufrimiento emocional, sin identificar nunca la naturaleza de la
traición que lo ha atado, y así nunca abriéndose paso a la libertad y la plena soberanía.
Quizás la peor forma de autodegradación y el peor castigo que todos los metafísicos
sociales soportan, es el desprecio por su propio juicio. Un hombre de consciencia
soberana no coloca nada por encima de la realidad, y ningún juicio de la realidad por
encima del suyo, no acepta una idea como verdadera o válida a menos que reconozca
que es así por su propia comprensión racional. Si un metafísico social juzga una idea
como verdadera, el hecho de que él usó su propio juicio tiende a invalidar la idea.
Cualquier convicción que forme, carece de convicción para él porque es suya. Cualquier
idea planteada por otros, tiende a ser sumamente convincente porque no es suya. Él
siente que otros tienen una sabiduría superior a la suya, que le es dada por el hecho de
que ellos son “no él mismo.” Él puede no ceder siempre a ellos, pero sus emociones
siempre le empujarán en secreto a reconocer la superioridad de estos. Su propia mente,
para él, no es un instrumento de certeza, sino de auto- duda y de desconfianza.
Siente: “¿Quién soy yo para saber?, ¿Quién soy yo para juzgar? “¿Cómo puedo saberlo?
Su actitud equivale a: ¿Cómo puedo vivir mi vida guiándome por nada salvo algo tan
precario, tan débil, tan pequeño, tan inseguro, tan poco confiable como mi mente?”
Pero es una búsqueda que no puede tener éxito. Ninguna escapatoria es posible. Y el
metafísico social lo sabe. Lo sabe, no como un conocimiento firme, conceptualizado,
sino como una emoción de terror.
El terror es su forma de ser consciente de que, cuando él rechaza la tarea de llegar a ser
un hombre, ninguna otra cosa queda en él salvo la quietud agonizante de la no
identidad..
Él lo sabe, sea que haya fallado en ganar la aprobación de alguien o haya tenido éxito en
obtener inmensa popularidad. El metafísico social que está abajo envidia al metafísico
social en la cima, porque no puede oír los gritos silenciosos de ayuda de este último.
Pero el metafísico social en la cima, los oye.