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Metafísica social

Por Nathaniel Branden

Hay un asesino invisible suelto por el mundo. Se ha cobrado más víctimas que cualquier
otra enfermedad en la historia. Sin embargo la mayoría de sus síntomas generalmente
son considerados normales. Ese es el secreto de su mortandad.

Esos síntomas pueden observarse en todas partes: en las vidas de todos los que están
dominados por una preocupación obsesiva por obtener aprobación y evitar el rechazo
de sus semejantes; que carecen de un sentido autogenerado de identidad personal y que
se sienten parias metafísicos, desgajados de la realidad; cuyo primer impulso, cuando se
enfrentan a un asunto o se les insta a formular un juicio, no es preguntar ¿Qué es
verdad?, sino, ¿Qué es lo que otros dicen que es verdad?; que no tienen un concepto
firme, inflexible, de existencia, realidad, hechos, aparte de los juicios, creencias,
opiniones, sentimientos de otros.

Cuando uno entienda la naturaleza y las causas de este fenómeno, entenderá por qué,
por ejemplo, el frecuente destino de un innovador es ser atacado, enfrentar la oposición,
o ser denunciado por la sociedad de su tiempo; o por qué los hombres están dispuestos a
seguir ciegamente enseñanzas y preceptos que los llevan a la destrucción; o por qué el
verso poético que mejor refleja el sentido de vida interior de la mayoría de los hombres
es: “un extraño y asustado en un mundo que nunca hice.”

Para entender este fenómeno, uno debe empezar considerando tres hechos básicos sobre
la naturaleza humana:

(1) El hombre es un ser racional. La característica definitoria del hombre, que lo


distingue de las demás especies vivas, es su capacidad para pensar, expandir el alcance
de su consciencia más allá de los concretos preceptúales que tiene inmediatamente en
frente, de elevarse al nivel conceptual de consciencia, de abstraer, de integrar, de
comprender principios, de planificar y actuar a largo plazo.

(2) La razón es el medio básico de supervivencia del hombre. Al nacer, la mente


humana es tabula rasa. El hombre no tiene un conocimiento innato de lo que es
verdadero o falso, bueno o malo, favorable o dañino para su bienestar, ningún
conocimiento innato de qué valores seleccionar y qué objetivos perseguir. Necesita ese
conocimiento para tratar exitosamente con la realidad, para vivir, y sólo la razón puede
dárselo.

(3) El hombre es un ser de consciencia volitiva. El mecanismo perceptual- sensorial


funciona automáticamente; su facultad conceptual no. El hombre debe iniciar,
sustentar, y dirigir el proceso de razonar merced a un esfuerzo volitivo autogenerado.

Esos hechos imponen una solemne responsabilidad sobre el hombre. Puesto que su
facultad racional no funciona automáticamente, el hombre debe elegir iniciar un proceso
de razonar, debe elegir comprobar y examinar sus conclusiones por constante
observación y por un riguroso proceso lógico, y debe elegir guiarse por su juicio
racional.
Puesto que su consciencia no es infalible, puede cometer un error en cualquier etapa del
camino; si él deja el error sin corregir y actúa basándose en él, estará actuando contra la
realidad, y sufrimiento y autodestrucción será el resultado.

Hay, en esencia, dos formas en las que un hombre puede responder a esos hechos y a la
responsabilidad que implican: puede aceptarlos y darles la bienvenida, o puede mostrar
resentimiento y sentirse amedrentado. La primera respuesta puede llevar al logro de la
autoestima, la segunda a la neurosis.

La autoestima es la confianza en la capacidad de uno para tratar con la realidad. Si un


hombre obtiene placer del acto de pensar, de desarrollar la eficacia de su consciencia, de
expandir el alcance de su conocimiento, de elegir valores racionales y esforzarse para
lograrlos, es decir, si vive y actúa como su naturaleza exige, la autoestima será el
resultado psicológico.

Si un hombre busca escapar de esta responsabilidad, si evade el esfuerzo de pensar,


prefiere un estado de niebla mental y andar a la deriva a merced de sus ciegos
sentimientos, entonces fracasa en el proceso de crecimiento humano apropiado, sabotea
su desarrollo intelectual y la eficacia de su consciencia, y se sentencia a sí mismo al
terror creciente de sentir que él es inadecuado e inapto para la existencia.

Ese estado no se alcanza en un día, una semana o un mes, es el resultado cumulativo de


una larga serie de faltas, evasiones e irracionalidades, una larga serie de fracasos en el
intento de usar correctamente su mente.

Enfrentado a la elección de poner en marcha el esfuerzo mental necesario para buscar


conocimiento, de enfocar su mente, de pensar, o no molestarse, el irracional
naturalmente elige no molestarse, especialmente si están en juego asuntos esenciales.

Enfrentado a la elección de seguir el juicio de su mente o actuar motivado por un deseo


que sabe que es irracional, naturalmente se aferra a su deseo y desafía su mente,
invalidando su juicio.

Enfrentado a la elección entre su propia comprensión y las afirmaciones de otros,


naturalmente abandona su propia comprensión, encontrando “más seguro” pasar la
responsabilidad de juzgar a otros.

En todos esos casos, la elección básica implicada es la misma: pensar o no pensar,

No hay escapatoria alguna de los hechos de la realidad, ninguna escapatoria de la


naturaleza del hombre o del modo de supervivencia que su naturaleza exige. Toda
especie viva que posea consciencia puede sobrevivir sólo mediante la guía de su
consciencia; ese es el papel y función de la consciencia en un organismo vivo: obtener
el conocimiento necesario para vivir. Si un hombre rechaza su forma distintiva de
consciencia, si decide que pensar es demasiado esfuerzo, que elegir los valores
necesarios para guiar sus acciones es una responsabilidad demasiado aterradora,
entonces, si desea sobrevivir, puede hacerlo sólo mediante la consciencia de otros:
mediante sus percepciones, sus juicios, sus valores.
Él sabe que no sabe lo que hacer y que se necesita conocimiento para tomar decisiones
frente a las incontables alternativas que enfrenta cada día de su vida. Pero otros parecen
saber cómo vivir, otros han sobrevivido y están sobreviviendo a su alrededor, así que la
única forma de sobrevivir, siente, es seguir su liderazgo y vivir gracias a su
conocimiento; ellos saben, de alguna manera, ellos poseen el control de ese misterioso
incognoscible: la realidad. Él no tiene que percibir el mundo tal como es, y asumir la
responsabilidad de juzgar; en vez de eso, puede mirar a las personas, observar lo que
hacen, adivinar lo que ven, amoldarse a su forma de pensar y desarrollar una habilidad
para una visión especial: el mundo como percibido por otros.

Así, es llevado a moldear su alma a imagen de un parásito inconcebible en las demás


especies vivas: no un parásito del cuerpo, sino de la consciencia.

Lo que él busca no es sustento material, algunos hombres de su calaña son gorrones


financieros, pero comparativamente son una minoría, y el estado de ser un parásito
material es sólo la consecuencia de una causa mental más profunda. Él busca una
consciencia diferente de la suya para reemplazar la mente que ha elegido desechar, se
pasa suplicando a la humanidad en general para que se preocupe de él a un nivel más
profundo que el financiero: decirle cómo vivir. Esto significa: fijar sus metas, escoger
sus valores, prescribir sus acciones, no dejándolo jamás solo, a merced de su mente
indigna de confianza. Puede estar dispuesto a trabajar, a obedecer e incluso a pensar
(dentro de un cuadrado limitado), si otros asumen la responsabilidad de su dirección
final.

Un hombre de autoestima y consciencia soberana trata con la realidad, con la


naturaleza, con un universo objetivo de hechos; él sostiene su mente como su
herramienta de supervivencia y desarrolla su capacidad para pensar.

Pero el hombre que ha abandonado su mente vive, no en un universo de hechos, sino en


un universo de personas; las personas, no los hechos, son su realidad; las personas, no la
razón, son sus herramientas de supervivencia. Es con ellas con quienes tiene que tratar,
es en ellas, en quienes su consciencia debe enfocarse, son ellas a quienes él debe
entender o agradar o aplacar o engañar, o manipular u obedecer.

Es su éxito en esa tarea el que se convierte en la medida de su aptitud para existir, de su


competencia para vivir.

Habiéndose alienado de la realidad objetiva, no tiene otro criterio de verdad, justicia o


valía personal. Comprender y satisfacer exitosamente las expectativas, condiciones,
exigencias, condiciones, valores de otros, lo experimenta como su necesidad más
profunda, urgente. La aprobación de otros en su única forma de saber con certeza que él
está en lo correcto, de que lo está haciendo bien. La disminución temporal de su
ansiedad que le ofrece la aprobación recibida de ellos, es su sustituto para la autoestima.
Esta forma de neurosis puede existir en los hombres, en diversos grados de intensidad y
destructividad. Existe en la mayoría de las personas. El nombre que le he dado es:
Metafísica Social.

Esta denominación es literal: “Metafísica” es la visión que uno tiene de la naturaleza


de la realidad. Para el hombre que estoy describiendo, la realidad son las personas: en
su mente, en su pensamiento, en las conexiones automáticas de su consciencia, las
personas ocupan el lugar que, en la mente de un hombre racional, ocupa la realidad.

Así como un hombre racional basa su autoestima en su capacidad para tratar con la
realidad objetiva, así este hombre basa su auto valor en su habilidad para tratar con las
personas.

La “Metafísica Social”, entonces, puede definirse y resumirse así: El síndrome


psicológico que caracteriza a un individuo que sostiene la consciencia de otros
hombres, no la realidad objetiva, como su marco último de referencia
psicoepistemológico.

No todo metafísico social empieza por resentirse del esfuerzo y responsabilidad del
pensamiento. Muchos empiezan disfrutando del proceso de pensar, pero con demasiada
frecuencia desenfocan sus mentes para consentirse algún deseo irracional o un miedo
irracional, y pronto encuentran que las áreas de la realidad sobre las que es “seguro”
pensar menguan progresivamente, y proceden a evadir más y más, reservando su
pensamiento para asuntos que tienen poca o ninguna conexión con su vida y
comportamiento.

Pero no obstante una vez que se llega a eso, lo que todo metafísico social tiene en
común es una quiebra fundamental entre su consciencia y la realidad. Esta quiebra es la
que lleva a la metafísica social, y empeora subsiguientemente gracias a ella, fijando así
un patrón recíproco de retroalimentación.

La popular imagen de un “conformista” convencional es simplemente el tipo más burdo


y obvio de metafísico social. Hay muchos otros.

Existe el hombre que busca poder, que odia a las personas por su miedo a ellas. y
perdiendo la esperanza de ganar jamás una forma de éxito metafísica social
convencional dentro del “sistema”, no conoce otro concepto de “seguridad” salvo el de
ser capaz de forzar la consciencia que teme, de forzar obediencia, aprobación, “amor.”

Existe el metafísico social “rebelde” que orgullosa, despreciativa y ruidosamente


denuncia y rechaza el sistema de valores tradicional de su entorno cercano, y corre en
abyecta sumisión al sistema de valores barbudo de Greenwich Village1 (o su
equivalente), en su lugar.

1
Se trata de una zona residencial privilegiada de Manhattan, que fue centro de la llamada “contracultura”,
movimientos hippies, “bohemios” y “alternativos” en la década de los sesenta del siglo XX.
Existe el metafísico social “independiente”, el “falso individualista” que se opone a
todos los valores, cuya única noción de autoexpresión son sus caprichos, quien, no
teniendo concepto de realidad objetiva, ve la existencia como un conflicto entre sus
caprichos y los caprichos de otros, y que está tan atemorizado de la perspectiva de ser
rechazado que se siente obligado a insultar de antemano a las personas.

Luego, en el otro extremo del continúo del metafísico social, está el hombre que usa su
juicio y sostiene convicciones independientes, racionales en muchos aspectos aislados
de su vida, especialmente en su profesión, pero que es consciente de un miedo obsesivo
a otros, especialmente en el área de los juicios de valor fundamentales, sin entender
jamás la causa de su miedo, que lucha y resiste por represión o voluntad de poder, al
coste de un enorme sufrimiento emocional, sin identificar nunca la naturaleza de la
traición que lo ha atado, y así nunca abriéndose paso a la libertad y la plena soberanía.

Quizás la peor forma de autodegradación y el peor castigo que todos los metafísicos
sociales soportan, es el desprecio por su propio juicio. Un hombre de consciencia
soberana no coloca nada por encima de la realidad, y ningún juicio de la realidad por
encima del suyo, no acepta una idea como verdadera o válida a menos que reconozca
que es así por su propia comprensión racional. Si un metafísico social juzga una idea
como verdadera, el hecho de que él usó su propio juicio tiende a invalidar la idea.
Cualquier convicción que forme, carece de convicción para él porque es suya. Cualquier
idea planteada por otros, tiende a ser sumamente convincente porque no es suya. Él
siente que otros tienen una sabiduría superior a la suya, que le es dada por el hecho de
que ellos son “no él mismo.” Él puede no ceder siempre a ellos, pero sus emociones
siempre le empujarán en secreto a reconocer la superioridad de estos. Su propia mente,
para él, no es un instrumento de certeza, sino de auto- duda y de desconfianza.

Siente: “¿Quién soy yo para saber?, ¿Quién soy yo para juzgar? “¿Cómo puedo saberlo?
Su actitud equivale a: ¿Cómo puedo vivir mi vida guiándome por nada salvo algo tan
precario, tan débil, tan pequeño, tan inseguro, tan poco confiable como mi mente?”

Si uno discute la importancia de la razón con un metafísico social, él frecuentemente


preguntará: ¿La razón de quién?, y seguirá quejándose de que los expertos discrepan en
cada campo, así que ¿cómo puede uno saber lo que es razonable? Nunca se le ocurrirá a
un hombre de consciencia soberana hacer una pregunta como, ¿La razón de quién? y
nunca se le ocurrirá a un metafísico social que la respuesta es “La de uno mismo.”

No es difícil entender el atractivo que ciertas ideas actualmente predominantes tienen


para el metafísico social.

Si él oye a una escuela contemporánea de filosofía declarar que la certeza es imposible


para el hombre, sus emociones saltan a estar de acuerdo; su estado interior crónico, él
aprende, no es una señal de neurosis sino de sofisticación intelectual superior.

Si él oye a otra escuela contemporánea declarar que el propósito de la filosofía es


estudiar y analizar, no los hechos de la realidad, sino las declaraciones sobre la realidad
de otros filósofos, él se siente en un terreno psicológico familiar; él entiende el punto
de vista.
Si él oye a un psicólogo declarar que “el amor es la única respuesta sana y satisfactoria
al problema de la existencia humana.”
Si oye a un defensor del altruismo declarar que los hombres deben buscar la autoestima
a través de sus relaciones con otros, si él oye a un defensor del colectivismo declarar
que a todo el mundo debe garantizársele un “sustento mínimo,” que la supervivencia de
uno no depende de su propio esfuerzo, puede confiar responder completamente que eso
es justo lo que, con todo su corazón, siempre ha creído.

En la raíz de todos los subterfugios, complejidades, evasiones e ingenios neuróticos de


la metafísica social, está el deseo de escapar de la responsabilidad de una consciencia
volitiva y de una realidad objetiva, el deseo de escapar de la razón y de la naturaleza
humana. Y en el mundo de hoy, muchas voces culturales dominantes alentarán al
metafísico social en su búsqueda.

Pero es una búsqueda que no puede tener éxito. Ninguna escapatoria es posible. Y el
metafísico social lo sabe. Lo sabe, no como un conocimiento firme, conceptualizado,
sino como una emoción de terror.
El terror es su forma de ser consciente de que, cuando él rechaza la tarea de llegar a ser
un hombre, ninguna otra cosa queda en él salvo la quietud agonizante de la no
identidad..
Él lo sabe, sea que haya fallado en ganar la aprobación de alguien o haya tenido éxito en
obtener inmensa popularidad. El metafísico social que está abajo envidia al metafísico
social en la cima, porque no puede oír los gritos silenciosos de ayuda de este último.
Pero el metafísico social en la cima, los oye.

(The Objectivist Newsletter,


Volumen1, Número 11, Noviembre de 1962)

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