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“CIUDAD DE DIOS”

(LIBROS 18 Y 19)

Por: Antonio Rosas Hernández

Es de mérito tener a San Agustín no sólo como un filósofo y teólogo extraordinario, sino
también como un historiador. Pues en su obra Ciudad de Dios no solo se refleja su gran
capacidad de formar un discurso retórico a base de fragmentos breves, también destaca su
gran capacidad de desarrollo e investigación histórica.

La lectura de obra parece ser profunda –por la experiencia recibida tras la lectura de los
Libros decimoctavo y decimonoveno–, la misma Introducción que realiza Montes de Oca
resaltan el monumento de obra agustiniana, por lo que, en personal, resalto la gran
importancia que tiene leer susodicha obra con calma para llegar a comprender el mismo
texto.

En la mencionada obra Agustín ya no realiza una introspección como en las Confesiones –


donde destaca puntos importantes sobre su persona y aporta conocimiento al mundo de la
introspección–, sino que hace un verosímil análisis de la realidad, donde destacarán dos
vertientes: la Ciudad terrena y la Ciudad de Dios

San Agustín menciona que ambas ciudades van caminando conjuntamente, sin embargo no
hay similitudes en ellas más allá de su misma existencia.

LA CIUDAD TERRENA HASTA EL FIN DEL MUNDO.

San Agustín menciona que, aun cuando la sociedad humana se extienda por varias partes
del mundo, siempre va a estar ligada por su misma naturaleza. Se puede pensar en la
posibilidad de que el de Hipona conciba una identidad humanística y no del todo racial o
clasista.

Aún con lo anterior, menciona que el mundo terrenal se caracteriza por la división de la
sociedad en reinos –hoy en día podemos pensar en las naciones o países–, los cuales se han
originado por ambiciones terrenas e intereses sociales.1
1
San Agustín destaca dos reinos: el asirio y el romano. Los cuales darían origen a la sociedad del
oriente y occidente respectivamente.
Se destaca la gran tendencia que tiene la sociedad de convertir a sus gobernantes en
deidades –con excepción del pueblo de Dios; el pueblo de Abrahám–, los cuales son
venerados con devoción después de su muerte. San Agustín relata esta tendencia sobretodo
en la época de Abrahám, Isaac, Jacob y se consolida con Moisés.2

No hay duda de que la Ciudad terrenal vive y camina a la par de la Ciudad de Dios, pero
poseen contrastes poco semejantes –por no decir nada semejantes. Por un lado yace el
comportamiento egoísta y errático de la Ciudad terrena y, en contraposición, está la Ciudad
de Dios la cual se abandona a la gracia y mandato Divino.3

FINES DE LAS DOS CIUDADES

Se tiene la concepción filosófica de que el hombre lleva consigo una tendencia hacia hacer
el bien –y la misma Antropología Filosófica aristotélico-tomista lo resalta–, con la mera
intensión de evitar un mal o un hecho nocivo.

Aquí San Agustín resalta ello y pone sobre la mesa de reflexión el Supremo Bien de los
filósofos y los cristianos

El mismo Agustín deja en claro que el Supremo Bien es la vida y el Supremo Mal, la
muerte. Algo diferente para los filósofos que catalogan al Bien y Mal Supremo en la misma
vida, lo cual es poco convincente para San Agustín, pues el alma al estar lejos de Dios no
puede inquirir en un Bien Supremo.

También lleva a reflexión las virtudes cardinales: templanza, prudencia, justicia y fortaleza,
las cuales –según él– ayudan solamente a llevar una vida humana digna, pero con lo que
respecta a una salvación espiritual son poco provechosas. No hay nada como la devoción y
creencia en Dios, según San Agustín, pues es la vida espiritual –y las virtudes cardinales–
las que llevarán al hombre en una vida feliz y plena.

Es en este Libro donde San Agustín coloca un tinte moral y espiritual, además de que
consolida y lleva a reflexión de cuestiones filosóficas en la rama de la ética, pero les da una

2
Aquí San Agustín resalta sus dos conceptos de Ciudad terrena y celeste –no tomados literalmente,
sino conceptualmente como dos tendencias humanas: los que caminan con Dios y los que le
abandonan.
3
No hay que concebir a la Civitate Dei con la Iglesia misma, no son la misma cosa; lo mismo
ocurre con la Ciudad terrenal y el Estado.
dirección espiritual. Tal vez aquí ya se habla de una formación ética del verdadero
cristiano.

CARACTERISTICAS DE LA CIUDAD TERRENA.

 Por un lado yace la gran tendencia que se tiene al amor propio4


 Destaca la gran sed de conquista y de poder del hombre, la sensación de querer
tener omnipotencia.
 Así mismo, florece en el corazón de esta ciudad una gran necesidad de riquezas
materiales.
 Todo lo anterior conlleva a una desvirtualización del verdadero Dios, y
desembocando en una veneración a dioses falsos.

CARACTERISTICAS DE LA CIUDAD DE DIOS

 El amor y servicio a Dios: rechazo a sí mismos y seguimiento al Dios de Abrahám,


Isaac y Jacob.
 Resalta mucho el misticismo que tiene como comunidad. Una alianza entre Dios y
el hombre.
 Se hace referencia a un prototipo de la Ciudad Celeste: Jerusalén celestial; el pueblo
de Dios.
 No existe un clasismo o división racial, en esta ciudad solo converge el hombre
como tal.

COMENTARIO

En lo personal, me resulto una lectura metódica, y por qué no, también resulto provechosa
para ver el desarrollo histórico de ambas ciudades. Por un lado –en el libro decimoctavo–,
se narra el enaltecimiento de reyes e Imperios que resultan interesantes para ubicarnos en
un contexto histórico, y por otro, resalta a la par de este la historia bíblica –desde Abrahám
hasta la consolidación de la Iglesia de Jesucristo.

4
Se ve en la veneración que se hace al hombre: representado en los reyes endiosados por el mismo
humano.
Inclusive hoy en día –posteriormente también lo será– resulta veraz el sentido agustiniano y
filosófico que se le da a la obra. Pues no cabe duda que la Ciudad terrena sigue y seguirá
existiendo, así mismo la presencia de la Ciudad de Dios forma una utopía en el corazón de
aquellos creyentes. En lo personal, creo que la verdadera Ciudad de Dios es la Jerusalén
celestial, donde Dios será “todo en todos” (1 Cor 15, 28).

Anexado a lo anterior, también se puede hacer la referencia de que ambas ciudades


representan un movimiento interior en el hombre. Esta analogía es la que me resulta más
interesante, puesto que el hombre yace –en momento de su historia de salvación– alejado y
cercano a Dios. El mismo San Agustín tuvo su momento de vivir en la Ciudad terrena, lo
confirmará en las Confesiones.

Con lo que respecta a lo anterior, tal vez cada persona vive en un momento egocéntrico,
pero es esta misma interioridad la que lleva al hombre a una búsqueda de Dios.

En conclusión, pensar en una Ciudad de Dios aquí en la tierra sería algo imposible,
quedaría como algo utópico y fantasioso.5 Sin embargo, es la esperanza y la fe del
verdadero cristiano la que lo llevan a pensar en la Ciudad Celestial, la cual será visualizada
en la vida eterna.

5
Ni el imperio romano o asirio fueron candidatos a ser Ciudad de Dios, ya San Agustín se referirá a
ellos en el Libro décimoctavo. Ni la misma Iglesia puede llegar a ser representación de esta ciudad.

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