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capítulo 1

EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

1. Introducción

Entre los años 413 y 426 se gesta la obra La ciudad de Dios de San
Agustín, en la que se muestra con claridad el significado del concepto teo-
lógico “ciudad terrena”. El día 24 de agosto del año 410 habían entrado en
Roma por la puerta Salaria las tropas de Alarico, saqueándola y dejándola
prácticamente devastada 1. La ciudad (civitas) se había quedado dañada 2,
oscurecida. Agustín, desde su experiencia personal interior (sobre todo la
previa a su conversión) y desde la experiencia histórica que le ha tocado
vivir (particularmente en este hecho del año 410), reflexiona y se da cuen-
ta de que uno, por dentro, puede estar oscurecido o iluminado3. Al mismo
tiempo la ciudad (la comunidad humana, más o menos numerosa) puede

1
V. Capánaga, V., Int. a La ciudad de Dios, 7*.
2
Es precisamente el 24 de agosto del 410 cuando Alarico entra en Roma con sus
Godos. El saqueo dura tres días y tres noches, quedando a salvo solamente las basílicas
de San Pedro y San Pablo. La ciudad está devastada. El monje Pelagio y Jerónimo están
consternados. Agustín está en Cartago, adonde pronto llegan refugiados de Roma (cf. A.
G. Hamman, La vida cotidiana, 436-440). Autores como Courcelle hablan de sufrimien-
to, de calamidades, de la petición de Agustín para que los pastores no abandonen las
iglesias, de devastación romana, de atrocidades personales y materiales, llevadas a cabo
por Alarico y los Godos. Toma realidad una ingente fuerza de invasiones germánicas que
logra desembarcar en África del Norte (cf. P. Courcelle, Histoire littéraire, 120-139).
3
De la misma manera una ciudad (entendida como comunidad) puede estar oscure-
cida o iluminada. Los hombres están oscurecidos cuando no están cerca de Dios y cuando
no dejan que Dios esté cerca de ellos: esto manifiesta que no son “ciudad de Dios”. Estas
mismas personas pueden pasar a ser iluminadas si dejan que Cristo las alumbre con su luz
divina: de esta manera se transforman en “ciudad de Dios”.

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LUZ Y SALVACIÓN

vivir dejándose guiar por Dios o al margen de Dios4. Cuando se establece al


margen de Dios vive como una ciudad terrena. La ciudad terrena sufre por
el mal y el pecado5 y está apegada a las cosas bajas de la tierra.
Como solución a esta situación dolorosa e inhóspita la fe le ayuda a la ciudad
a tener luz. Esta fe (que para el santo es ante todo gratia Dei) se propaga difun-
diendo el conocimiento de la misma fe. Por eso han de comunicarse los postu-
lados cristianos para que sean conocidos y creídos.
No son los cristianos los causantes de los males, oscurecedores de la ciudad,
que comenzaron mucho antes de Cristo6. Los paganos acusan a los cristianos,
pero ellos no son responsables de la caída de Roma. Para buscar soluciones a

4
Los ciudadanos de una u otra ciudad no son sólo los actualmente vivos, sino que
a la ciudad de Dios pertenecen todos los justos, pasados y futuros. El santo dice que
“místicamente damos a esos dos grupos el nombre de ciudades, es decir sociedades
de hombres”. Ellas no tienen su razón en la experiencia y evidencia actuales, sino en la
razón oculta del amor no evidente de sus miembros (cf. J. A. García-Junceda, La cultura,
183-184). La ciudad de Dios y la ciudad terrestre son dos ciudades místicas: una es la
ciudad de la elección y la otra es la ciudad de la condena. Estamos de acuerdo en que
este concepto está muy alejado de toda consideración política (cf. E. Gilson, La meta-
morfosis, 95-96). Se trata de dos ciudades en las que aparece una clara oposición de
origen, aunque tengan que vivir físicamente cerca. Una está creada por el amor y la otra
por el odio (cf. G. Bardy, S. A., 514). La ciudad terrena es la de los paganos, la ciudad del
diablo. La expansión de la Iglesia pretende marcar el fin de las idolatrías, a través de la
proclamación del Evangelio (cf. F. Thonnard, Oeuvres, 768-770). Analizada desde otro
ángulo de visión, la ciudad de la tierra está cimentada sobre el amor a sí mismo hasta el
desprecio de Dios; la ciudad del cielo –por su parte– se construye con el amor a Dios
hasta el desprecio de sí. Esta síntesis teológico-espiritual influye en autores espirituales
posteriores a Agustín, como en San Ignacio. También es constatable la existencia de
diversos resúmenes medievales en los que, a manera de florilegio, reaparece esta esque-
mática visión (cf. S. Arzubialde, Ejercicios Espirituales, 382-383).
5
Es la ciudad de la confusión, del hombre viejo –en terminología paulina–, del
hombre exterior y terreno. Es el hombre con la vista baja para mirar las cosas de la
tierra. La ciudad terrena desprecia a Dios (V. Capánaga, Int. a La ciudad, 18*-22*). Es
la ciudad de los malvados (cat.rud. 19,31 [PL 40,353]), la ciudad de Babilonia, que
ama al siglo y se guía por la codicia (en.Ps. 64,2 [PL 36,775]). En ella se vive desde el
amor impuro, privado, arrogante, dominante, turbulento, sedicioso, envidioso y apro-
vechado (gn.litt. XI,15 [PL 34,437]). Si esta ciudad terrena se abre a Dios se transforma
en ciudad iluminada por la luz divina; se convierte en ciudad de Dios (en.Ps. 98,4
[PL 37,1260-1261]).
6
Cf. ibid., 7-11. Es tremenda e injusta la crítica que se hace a los cristianos: el
Adversus nationes de Arnobio recopila elementos de conflicto entre el paganismo y el
cristianismo en el siglo IV. Se llega a concluir que desde que los cristianos aparecieron
sobre la tierra, el mundo ha ido a la ruina. Los nuevos males atribuidos a los cristia-
nos son: epidemias, sequías, guerras, hambres, langostas, granizo… (cf. P. Courcelle,
Polémica,171-172).

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EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

estos males el santo admite que recibir o no la Luz que se ha de ver7 es recibir
o rechazar la salvación que viene de Dios8. La luz de Dios no sólo salvará a Roma
de su situación caótica, sino a todas las situaciones desconcertantes tanto del
individuo como del grupo.
En Agustín el ser humano pertenece necesariamente a una u otra ciudad
(o a la terrena o a la celestial). Uno siempre está adscrito, en último término,
al mal o al bien. El santo invita a dar el paso del pecado a la gracia, con el fin
de ser ciudadano de la ciudad de Dios9; en este sentido la ciudad posee un
carácter selectivo, y se entra en ella por la gracia y por el esfuerzo. Pertenecer
a la civitas Dei exige una nueva forma de vida: ella genera una actitud mental
esperanzada, desde una existencia histórica concreta, libre10 y abierta a la sal-
vación divina. Anotemos, junto a lo indicado, que el concepto “ciudad de
Dios” es un concepto no del todo cerrado en San Agustín. Esto podrá verse a
lo largo de esta investigación.
Una ciudad está constituida por ciudadanos concretos: son ellos los que
internamente se deben dejar iluminar por Cristo para ser después luminarias
en medio de la sociedad. La luz de Cristo no se conforma con iluminar reali-
dades aisladas. Es una luz con vocación de expandirse universalmente, comu-
nitariamente, en la Iglesia y desde la Iglesia. Esta luz es salvífica11; desde Cristo,
por Cristo y en Cristo quiere verdaderamente iluminar a todos los hombres
de la tierra12. El concepto teológico “ciudad de Dios” está íntimamente vincu-
lado a Jesucristo; también a la salvación que Él ofrece a la Iglesia y mediante
la Iglesia.
El término latino civitas alude a sentido de pertenencia, a ciudadanos con
tarjeta de ciudadanía, a formar parte de un pueblo e incluso a ser verdadero

7
En.Ps. 98,4 (PL 37,1260-1261).
8
La obra teológica agustiniana, vista desde esta clave de la iluminación, manifiesta
claramente que sólo cuando Cristo –Dios y hombre verdadero– ilumina la ciudad oscure-
cida, esta ciudad terrena puede convertirse en ciudad iluminada. La luz de Cristo hará que
el hombre entenebrecido por el pecado se vaya purificando y entrando progresivamente
en la comunión con el Dios Santo, con la Luz (cf. D. Dideberg, Notes, 443-444). Cuando la
ciudad pasa a ser ciudad de Dios (que tiene en cuenta a Dios) descubre en ella un origen,
un desarrollo y un significado particular, relacionable con la apocalíptica de Ticonio (cf. U.
Duchrow, Christenheit und Weltverantwortung, 229-247).
9
Agustín se da cuenta de que sólo el cristianismo posee un espíritu renovador, tan
amplio y tan fuerte como el de la antigua Roma. El cristianismo se revelaría pronto como
una realidad mucho más alta y noble que la romana (cf. S. Antuñano Alea, Estudio, 134).
10
Así lo admite Barrow. Para Bardy la originalidad agustiniana, al hablar de la civitas,
consiste en haber introducido la idea de un amor según el cual cada persona puede elegir
libremente la ciudad a la que pertenece (cf. R. M. Marina Sáez, Int., 43-44).
11
Cf. pecc.mer. I,25,38 (PL 44,130-131) y I,27,40 (PL 44,131-132).
12
El Verbo es la verdadera luz e ilumina a todo hombre que viene a este mundo (vera
rel. 42,79 [PL 34,157-158]). La inspiración bíblica la encontramos en Jn 1,9.

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LUZ Y SALVACIÓN

hijo13. Agustín defiende que los integrantes de la ciudad de Dios son los ciu-
dadanos portadores de una misma fe en Cristo Jesús.

2. La oscuridad del pecado individual

La teología agustiniana postula que la ciudad, la sociedad o el conjunto


humano están espiritualmente oscurecidos cuando el pecado de los indivi-
duos tiene –en ellos– más fuerza que la Luz que viene de lo alto:
“Nosotros, yendo tras el pecado, perdimos la luz, y con la vuelta a Dios reci-
bimos la luz. Una cosa es la luz que nos alumbra y otra nosotros, que somos
alumbrados. La luz que nos alumbra no se aleja de sí ni pierde su resplandor,
porque ella es la luz misma. Así es como muestra el Padre al Hijo las obras
que hace, en el sentido de que el Hijo ve todas las cosas en el Padre, y así es
el Hijo todas las cosas en el Padre”14.

La oscuridad es consecuencia de la mala utilización de la libertad del hom-


bre15. Por el contrario, en la buena utilización de la misma está el cimiento
para que el ser humano alcance su dignidad más profunda, que le lleva de la
muerte a la vida, valorando la obra de la gracia divina16. En realidad sólo en
Cristo se encuentra la salvación de la libertad17. La oscuridad del pecado indi-
vidual viene de obedecer las inclinaciones de la concupiscencia18, olvidando
el dictamen de la ley interior que Dios infunde espiritualmente en el alma
humana. La oscuridad que asola al individuo puede superarse con la humil-
dad, que es una virtud:

13
R. de Miguel, Nuevo Diccionario, 178. Todos estos significados se redimensionan
teológicamente cuando Agustín habla de la ciudad de Dios. La civitas se convierte en
civitas Dei cuando acoge creyentemente a Dios. Van Oort, por su parte, defiende que
para Agustín la palabra latina civitas denota lo mismo que la palabra griega poølij. Am-
bas significan un grupo de gente con su propia política, sus estándares legales, su ética
y su religión. En Agustín tiene peso la civitas Jerusalén, contrapuesta a Babilonia (cf. J.
van Oort, Civitas Dei, 161). Según J. Ratzinger en Agustín civitas designa el conjunto de
hombres unidos por un amor común y también la sociedad cuyo fundamento está en
aquello que aman (cf. G. Sánchez Rojas, Presencia, 425).
14
Io.ev.tr. 21,4 (PL 35,1566).
15
La oscuridad está en estrecha relación con la muerte; su contrario estaría sintetiza-
do en el término fwΩj, que se asocia a la fuerza vital, a la salvación, al resplandor, a la luz
misma irradiante de luz, a la vida del alma, a la salud, a la felicidad (cf. H.-Ch. Hahn, Voz
“luz”, 851-857).
16
Pecc.mer. I,1,1 – I,37-68 (PL 44,109-150); corrept. X,27-28 (PL 44,932-933).
17
Jesucristo es el camino universal de la libertad y de la salvación: fuera de Él nadie ha
sido liberado nunca, nadie es liberado, nadie será liberado (civ.Dei X,32,2 [PL 41,315]).
18
Es interesante acudir a L. Arias, Pecado original, 567ss.

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EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

“Ahora, en este mundo de peregrinación, se recomienda sobre todo a la


ciudad de Dios la humildad, y se proclama de un modo especial a su Rey,
Cristo. En las Sagradas Letras se nos enseña que el vicio de la soberbia, con-
trario a esta virtud, domina, sobre todo, en su adversario, el diablo”19.

La luz que nos socorre20 viene de lo alto, viene de Dios21. El individuo es


capaz de ser receptor de esta luz, si se abre libremente al mensaje salvador de
Jesucristo. Hay que reconocer que el pecado es la tiniebla original y el princi-
pio oscurecedor del hombre. Es portador del vacío, de la nada, de la vida
carnal, de los vicios del cuerpo y del alma, de la corrupción y de la pena22…
Lleva al hombre a la dispersión, a sufrir con el “afecto tenebroso”23, como el
propio Agustín narra en sus Confesiones. El santo hace una invitación a no
quedarse en la propia superficie, sino a descender a lo hondo de uno mismo24,
para encontrar la luz subyacente y salvadora. El ser humano, cada uno por sí
mismo, debe tomarse muy en serio su vocación última y radical25, para no vivir
en la oscuridad permanente. Así se escapará de las tinieblas que pueden frus-
trar su vida terrena (ahora) y escatológica (después). El individuo está llamado
a salir de las sombras de la muerte (Lc 1,79).

3. La oscuridad del pecado social

El santo sabe que cuando este proceso de oscurecimiento deja de ser


solo personal o individual y se convierte en un proceso más amplio (en un
fenómeno social), entonces el espectro de la oscuridad toma dimensiones

19
Civ.Dei XIV,13 (PL 41,421).
20
Sol. II,6,9 (PL 32,889).
21
En la concepción de la luz el hiponense tiene claras diferencias con el maniqueís-
mo. El mito maniqueo señala que Dios gobierna sobre la Luz, la cual sólo se puede percibir
por la inteligencia: primero es celeste y luego terrestre. El mito distingue dos regiones,
opuestas y separadas por un límite. Sroshav, o Padre de la Grandeza, forma una cuater-
nidad junto a la Luz, la Fuerza y la Sabiduría (cf. C. Calabrese, Int., 28). La cosmovisión
maniquea tiene una dicotomía: el dualismo cósmico, que implica la existencia de dos na-
turalezas distintas y contrarias (el Reino de la Luz y el de las Tinieblas). La misma división
se manifiesta también en el hombre, entre su naturaleza espiritual y su naturaleza corporal
(cf. R. M. García, El concepto, 43-56).
22
Cf. civ.Dei XIV,2-3 (PL 41,404-406).
23
Conf. I,18,28 (PL 32,673-674).
24
S. 348,2 (PL 39,1527).
25
Ya dice Agustín que el pecado de uno será siempre será suyo y el ajeno, ajeno (cf.
mend. 9,12 [PL 40,497]). Cada cual es responsable último del cumplimiento o frustración
de su vocación personal.

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LUZ Y SALVACIÓN

más dramáticas. ¿Qué dirá el Dios creador, cuando perciba que hay un
grupo de personas que vive su vida oscurecidamente, desordenadamente,
despistadamente, perdidamente…? Ciertamente Dios se encontrará a un
pueblo que, habiéndose olvidado de su creador, olvida también los cauces
de su salvación. Los hombres podrían alejarse de sí mismos 26. Cuando el
pecado ha oscurecido a la sociedad, esta corre el riesgo de ser el contexto
ambiental más nocivo para el individuo concreto y para los individuos re-
unidos en sociedad. Se necesita una Luz salvadora que ponga orden en
medio de tanto caos. Así como al comienzo de sus obras Agustín reconoce
la solución en una luz de corte más metafísico, la evolución de su pensa-
miento le lleva a identificar esta luz con la persona única e irrepetiblemen-
te singular del propio Jesucristo. La Luz que salva al individuo y a la comu-
nidad nos viene de Él y no de nosotros27. Se trata de una Luz recibida por
el hombre y no producida por él.
La espiritualidad agustiniana, que quiere contribuir a “aclarar” la situación
de opacidad, tiene una acentuación comunitaria28. Esto es así porque la natu-
raleza del hombre le lleva a vivir en sociedad, aunque el vicio desvirtúe esta
realidad suya29. La oscuridad del pecado social puede tener consecuencias
peligrosamente dramáticas para la persona concreta si orienta al individuo a
vivir más desde el vicio que desde la virtud a la que le invita Jesucristo, “el
vivificador”30. Agustín pide a la ciudad que se despierte, que aprenda a distin-
guir lo bueno de lo malo y lo aparente de lo verdadero31. Por esta razón espe-
ra que no se confundan los términos: que no se haga de la luz tinieblas ni de
las tinieblas luz32. Sólo así se salvarán tanto el individuo concreto como la
comunidad en su conjunto. Estamos ante un proyeco realizable, si contamos
con el auxilio de Dios.

26
“La lejanía de Dios lleva a la lejanía de uno mismo” (conf. III,6,11 [PL 32,687-688].
27
“Nosotros (en plural) no somos luz, sino que somos iluminados por la luz” (conf.
IX,4,10 [PL 32,767-768]).
28
A este respecto es oportuno señalar la importancia de las apreciaciones de T. J. van
Bavel, Carisma: Comunidad.
29
El ser humano es sociable por naturaleza pero antisociable por vicio; es salvado por
Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad (civ.Dei XII,27 [PL 41,376]).
30
En Cristo somos todos vivificados y todos somos hechos hijos de hombre (ep.
140,8,22 [CSEL 44,173]).
31
Dice que “con la luz se distingue lo aparente de lo verdadero” (sol. II,6,10 [PL
32,889]).
32
Ench. 13,1 (PL 40,237-238).

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EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

4. El grito del hombre en medio de la noche

Agustín sabe que el hombre no se debe conformar ni con su oscuridad


individual ni tampoco con la oscuridad social en la que le puede tocar vivir33:
sería irresponsable si fuera conformista. El ser humano ha de reconocer, en
un ejercicio de sinceridad humilde y de lucidez interior34, que la vida ha de ser
más auténtica de lo que el mundo puede ofrecerle. Sólo así será una alabanza
confesante de las grandezas de Dios, que –en medio de este itinerario antro-
pológico– no se desentiende de las creaturas. Él es quien ilumina el corazón35
y el que discierne sus sombras36. El hombre inserto en la cultura de las tinie-
blas ha de tomar una opción: ha de gritar, con todo su corazón y con toda su
alma, para pedir ayuda. Esta es la opción del que –con los ojos mirando al
cielo– pide y espera sinceramente la ayuda de alguien que venga a salvarle a
él y a sus conciudadanos37. Esta es la postura del sano inconformista que está
con el corazón inquieto38 y desea evitar la ceguera:
“Al alma que se aleja de Dios, la primera represalia divina es cegarla. Quien
cierra los ojos a la verdadera luz, es decir, a Dios, queda ipso facto a oscuras.
No siente al punto el castigo, pero lo tiene ya encima”39.

33
Ya en la obra temprana De beata vita el santo reconoce que “la ausencia de luz:
la tiniebla, la miseria, la indigencia y la estulticia” (b. vita 4,29 [PL 32,973]) han de ser
superadas.
34
Esta sinceridad, de cariz revisionista, llevó al santo a escribir sus conocidas Retractacio-
nes. Consistieron en una proyección de luz que –desde el final de la propia biografía– alum-
braba todos sus escritos, para poner acentos y correcciones sobre lo necesitado de revisión.
35
Dios sale al encuentro del hombre. En la propia mente el ser humano puede encon-
trar una regula veritatis, inmutable, no sacada de la experiencia ni como producto del razo-
namiento. Dios, a través de esta regula, le sale al encuentro al hombre. La luz de la verdad
encendida por Dios en el interior es la que el ser humano ha de seguir (cf. M. Mª Campelo, A.
de Tagaste, 18-19). Con Agustín no es difícil afirmar que Dios es omnipresente, inmanente,
porque en todas las cosas Él está presente. Él se difunde por doquier. Es omnipresente y
trascendente (cf. J. A. Galindo Rodrigo, La inteligencia humana, 562-564).
36
Cf. conf. II,8,16 (PL 32,681-682).
37
S. 181,5 (PL 38,981). Sólo reside la verdad en ti cuando te confiesas pecador y estás
convencido de serlo. La verdad consiste en que digas lo que eres; en efecto, ¿cómo puede
haber humildad donde reina la falsedad? La humildad es necesaria para salvarse. Ella es
el colirio que cura los ojos. Jesucristo, con la luz de la humildad, destruye el mundo del
orgullo (cf. J. Oroz Reta, Iluminación, gracia y conversión, 155-165).
38
Zubiri, apoyándose en Agustín, manifiesta que al hombre lo que le inquieta en el fondo
es “la figura de su ser relativamente absoluto”. Para solucionar su zozobra en la experiencia de
religación el hombre tiene una voluntad de verdad real, que le lleva a una entrega intelectiva a
Dios (cf. X. Zubiri, El hombre, 362-364). Sobre el influjo del corazón inquieto agustiniano en la
espiritualidad que lleva su nombre es oportuno consultar a T. F. Martin, Our restless heart.
39
Cf. s. 117,5 (PL 38,664).

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LUZ Y SALVACIÓN

Cuando el ciudadano de a pie, cansado de mesianismos estériles, se abre


y se deja alumbrar por la luz de la esperanza creíble, entonces va por el buen
camino. Está bien ser optimista y creer en soluciones, pero: ¿en qué creer
verdaderamente40?, ¿en quién creer?, ¿cómo hay que creer? La esperanza en
un Salvador que venga de lo alto41, que nos haga participar internamente de
la luz de su divinidad, es la solución redentora42 y duradera. Aquí se halla la
respuesta que necesita la ciudad, que capacita al ser humano para conocer-
lo todo43, fecundando la mente y el seno amoroso del pensamiento44. El al-
ma débil del ser humano frágil y limitado sólo podrá alcanzar la Verdad si no
se le apaga esta luz45. Existe una solución eficaz para superar la oscuridad
individual y social46. Hay posibilidades de que los espíritus sean conducidos
hacia lo divino47. Los seres humanos pueden salir de las sombras que les
atrapan en la oscuridad. En la receptio de la luz divina está la solución48.

40
En Agustín, Verdad y claridad luminosa aparecen notablemente relacionadas (cf.
conf. II,3,8 [PL 32,678]).
41
Agustín nos habla especialmente de la virtud de la esperanza en s. 158,8 (PL 38,866);
conf. X,32,48 (PL 32,799); civ.Dei XIX,20 (PL 41,648); civ.Dei III,17,1 (PL 41,96); cf. en.Ps. 72
(PL 36,913-929); s. 105,7 (PL 38,621).
42
Cf. Io.ev.tr. 31,9 (PL 35,1640-1641). La redención de Cristo es la esperanza del
Salvador.
43
Cf. civ.Dei VIII,7 (PL 41,232).
44
Cf. conf. I,13,21 (PL 32,670).
45
Cf. conf. IV,14,23 (PL 32,702-703).
46
Es evidente que en el pensamiento agustiniano no existe un principio supremo
de oscuridad (defendido por la doctrina maniquea). En su búsqueda de la Verdad el
santo prefería las respuestas prácticas, que le sirvieran para alcanzar a Dios (cf. J. F. Ca-
llahan, A. and the Greek Philoso-phers, 21-22). La ontología agustiniana defiende que
el mundo de los seres está bañado por la luz del Verbo divino. No hay ninguna criatura
que sea producto de un agente tenebroso, porque todas son hijas de la luz. El ser per-
tenece a la luz (cf. V. Capánaga, Los tres verbos, 143).
47
La idea de este movimiento Agustín la recibió –filosóficamente– del platonismo cris-
tiano y no del platonismo pagano. La representación platónica divide el universo en dos
niveles: el superior y el inferior. El nivel bajo no es autosuficiente. Está subordinado al plan
de Dios, y por eso ha de llevar el espíritu a lo divino, sin suplir a Dios por la inteligencia
humana (cf. A. H. Armstrong, S. A. and Christian Platonism, 9-14).
48
La oscuridad viene a ser teológicamente un sinónimo de la “nada”. Los seres caminan
hacia la nada cuando andan en una dirección contraria a la atracción divina (cf. J. Cercós Soto,
Notas, 820-822). La luz de la Verdad, siempre íntegra e incorruptible, derrama su tesoro de
belleza y gracia en los que la buscan. Se trata de la luz de la Verdad que es inmanente y tras-
cendente (cf. V. Capánaga, Primicias, 27 a 36). La experiencia de la inmanencia divina tiene
profundas resonancias clásicas. Agustín ha conocido esta doctrina a través del pensamiento
neoplatónico y de la fe cristiana. El santo supera el panteísmo y el intelectualismo (esto mis-
mo lo defiende Courcelle en G. Azzali Bernardelli, L’inhabitazione, 146). La Verdad luminosa
embellece al hombre, lo acerca a Dios y lo salva (cf. G. Tejerina Arias, La salvación, 384).

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EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

5. Las actividades de las tinieblas

Las fuerzas tenebrosas no son pasivas, porque existe alguien que no deja
de buscar la perdición de los hombres. En verdad el demonio es el causante
de todas las actividades de las tinieblas, desarrolladas en la ciudad terrena49.
Pero él no tendrá la última palabra. La victoria definitiva en la batalla de la luz
y las tinieblas la tiene Jesucristo, muerto y resucitado para nuestra salvación50.
La victoria es de nuestro Dios (Ap 7,10). Para acceder a esta luz de la victoria,
la concesión la otorga el mismísimo Dios:
“¿No tienen acceso a «esa luz» los santos de quienes se dice «bienaventura-
dos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»? Mas como no tiene
acceso a ella sino aquel a quien Dios se lo conceda, por eso es inaccesible
por sí misma. No tiene, pues, acceso a ella nadie si Dios no quiere que lo
tenga”51.

¿Cómo actúan los que se dejan llevar por el poder de las tinieblas? Agus-
tín encuentra algunas actitudes y actividades oscuras desarrolladas por los
que pertenecen a la ciudad de Babilonia, que es la ciudad oscurecida. Po-
dríamos ver ahora cuáles son las más representativas y recurrentes en la
pluma agustiniana.
– Idolatría. Una ciudad oscurecida es una ciudad en la que los ciudadanos
tienen dioses diversos y riquezas variadas52. Una cosa es la luz y otra las
cosas iluminadas, que no deben ser idolatradas53. Agustín critica la ido-
latría en su obra La ciudad de Dios54.

49
Siendo la ciudad antagónica a la ciudad divina, la ciudad terrena pone su propio
bien sobre la tierra, en las cosas de este mundo. Vive en su seno una guerra total y tiene la
impotencia de constituirse como una auténtica civitas (L. Alicin, La “civitas Dei peregri-
na”, 202).
50
Es en efecto Jesucristo el que disipa las sombras (cf. s. 136,3 [PL 38,752]).
51
C.Fel. 2,7 (CSEL 25/2,834).
52
Gracias a la luz de la divina revelación y a la sabiduría sobrenatural, Agustín detecta un
error peligroso en la relación entre el hombre y las riquezas: está mal poseerlas con excesiva
avidez (cf. C. Butti, La mente, 165). La abundancia de las riquezas produce el espejismo se-
gún el cual se tiene siempre asegurado cuanto se puede desear (F. Galende Fincias, Pobreza,
9). A este respecto existe una intuición agustiniana que puede ayudar en el proceso. Con-
siste en la diferencia entre el frui y el uti: entre el objeto del que se debe gozar y las cosas
(bienes materiales) que se utilizan, pero sin ser idolatrados (J. Belda Plans, Historia, 37).
Sólo el Dios Trinidad es el único objeto del que se debe gozar. Sólo “por Dios” se debe amar
al prójimo y a los demás bienes creados (cf. L. Rubio, El ideal monástico, 28-29).
53
Cf. conf. IV,16,30 (PL 32,705-706).
54
Asegura que algunos adoraban al mundo y a todas sus partes, el aire, el agua y
todo el resto. Sus ídolos, de acuerdo con Varro, eran la expresión de esta creencia. Otros

51
LUZ Y SALVACIÓN

– Soberbia. Es el gran pecado de los pecados55 y el más oscuro de los encon-


trados por el santo. Cuando en una ciudad los ciudadanos no tienen con-
ciencia de su propia valía real56, entonces distorsionan su puesto frente a
Dios:
“A los hombres se les llama hijos del diablo cuando imitan su impía
soberbia, se apartan de la luz y excelsitud de la sabiduría y no creen a la
verdad”57.

Curiosamente Agustín también admite que en el orgullo58 y en la vana-


gloria existe una cierta luz, pero se trata de una luz falsa59.
– Exterioridad. La ciudad oscurecida está habitada por ciudadanos que no
viven desde la Voz que les habla en la conciencia, en el hombre inte-
rior60. Sus ciudadanos están extro-vertidos. La ciudad oscura se parece
a una tierra solitaria que está poblada de aullidos (Dt 32,10).
– Carne. La ciudad de las tinieblas es aquella en cuyos habitantes predo-
minan las obras de la carne y los abrazos apasionados a la materia y a lo
material. Es la ciudad de los que confunden el bien integral con el bien
somático, marginando y olvidándose del bien espiritual61.
– Mentira. La ciudad apagada, sin luz, es la ciudad regida por la false-
dad62, la adulación, las personas “veletas” (cambiantes y sin valores

en tanto, eran seguidores de Platón, admitían un solo Dios supremo, causa de todas las
cosas; debajo de Él ubicaban ciertas substancias de su creación y que participaban de su
Divinidad. En el lugar más bajo de todos ubicaban las almas humanas. Ellas compartirían
la sociedad ya con los dioses o con los demonios. A todos ellos atribuían adoración divina
(civ.Dei VIII,14 [PL 41,238-239]).
55
Cf. en.Ps. 18,2,5 (PL 36,160). La soberbia es una realidad viva en la ciudad diabólica;
se relaciona con la entrada del pecado en el mundo, con el amor sui, que es manantial de
todas las desviaciones morales y opuestas a Dios (cf. M. A. Romeo, L’antitesi, 134-135). La
soberbia es la descriptora del pecado original y el motor de la impiedad de la ciudad terre-
na. Por ella el hombre ha viciado el mundo (cf. R. Gómez Pérez, La ley eterna, 150-151).
56
El ser humano ha de reconocer su limitación, su finitud, y tiene que mostrarse sumiso
a las reglas divinas de la verdad. Tiene que superar la autosuficiencia y convencerse de que
para ver y conocer no es suficiente la luz propia (cf. E. Gilson, Int. à l’étude, 124-125).
57
C.Adim. 5 (CSEL 36,125).
58
Una de las cosas peores que tiene el orgullo es que impide ver y reconocer los
propios pecados. El santo pide que “no tratemos de justificar nuestros pecados” (cf. en.Ps.
139,9 [PL 37,1808]).
59
B.vita, 1,3-4 (PL 32,960-961).
60
Agustín vivió unos años según esta dinámica, tal y como dice a lo largo de sus
Confesiones.
61
Sobre la carne es oportuno acudir a exc.Gal. 20 [3,2-9] (CSEL 84,78). Ella alimenta
a la ciudad animalizada, con un índice moral bajo y con carencia de luz divina.
62
Cf. C.Faust. 16,11 (CSEL 25,449-450).

52
EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

fijos), las insinuaciones ambiguas o la doblez del corazón. No se ha


de olvidar nunca que a Dios se le puede mentir, pero nunca enga-
ñar63: Él es la perfecta claridad. Es duro admitir, a este respecto, que
la “Verdad pura” brilla a los ojos de muy pocos64.
– Paganización. Una ciudad está ambientalmente llena de humo ennegre-
cido cuando todo se ha nivelado al ras de lo peor, de lo bajo, de lo pa-
gano y de lo secular. Los libros II y III de La ciudad de Dios ofrecen la
crítica agustiniana a todo este panorama pecaminoso65. No estamos an-
te la descripción de una atmósfera presente sólo en los siglos IV y V.
– Egoísmo. La ciudad está a oscuras cuando ha invertido su escala de valo-
res, poniendo en la cima axiológica los elementos ególatras más detesta-
bles66. El ego, en las mentes apagadas, pretende sustituir a Dios.
– Des-escatologización. La ciudad en la que no brilla la luz divina es la
ciudad en la que sus ciudadanos se agarran a este mundo y a las cosas
de aquí abajo. Se trata de la ciudad de lo inmanente, que ha perdido
(o nunca intuyó) el horizonte del más allá67. No tiene mirada trascen-
dente.
– Desamor. Por muchos focos de luz artificial que existan, sin la caridad
verdadera no hay luz, no hay brillo, no hay día… El santo reconoce que
“el que ama a su hermano está en la luz”68. La luz de Dios nos lleva has-
ta el amor a los enemigos69. El verdadero amor –el iluminado por Dios–
se constituye en una verdadera terapia frente al oscuro desamor de la
ciudad terrena.

63
Cf. Io.ev.tr. 26,11 (PL 35,1611-1612).
64
Cf. ord. II,14,41 (PL 32,1014). Son bastantes los que prefieren la cómoda oscuridad
del pecado y del embuste. La pasión que el santo tuvo por la Verdad fue la que promovió
que en él se diera una fusión de intelectualismo y de misticismo (cf. E. Portalié, A guide,
306).
65
En una sociedad cuyas células paganas se han expandido cancerígenamente su
hedor enfermizo llega a todo el tejido social. Agustín se preocupa también por lo cor-
porativo; valora lo social y lo político. En la civ.Dei XIX el santo defiende la dimensión
social del hombre, admitiendo que es propia del sabio, como dicen los estoicos (cf. V.
Pacioni, La doctrina, 146-147). Su espiritualidad, por tanto, no puede ser tachada ni
de intimismo ni de individualismo. Es oportuno señalar –en relación al estoicismo–
que Agustín recibe influjos suyos en las siguientes áreas: concepción de la sabiduría,
doctrina de la bondad del hombre, definición de la verdad… Critica del estoicismo lo
referido al materialismo, al alma individual y a las virtudes morales (cf. G. Verbeke, A. et
le stoïcisme, 88 y 89).
66
Pide el santo la superación del egoísmo en mor. I,26,48 (PL 32,1331).
67
Agustín es partidario de no perder nunca de vista la “tensión escatológica” porque
siempre hay que estar preparados para la venida del Señor (cf. ep. 199,2 [CSEL 57,245-248]).
68
Gr. et lib.arb. 17,35-36 (PL 44,902-903).
69
Cf. vera rel. 46,88 (PL 34,161-162).

53
LUZ Y SALVACIÓN

– Desorden. En la ciudad oscura, en la ciudad de Babilonia, no hay or-


den70: el amor está desordenado porque, como no se ve bien, todo da
lo mismo. La ausencia de orden confunde lo bueno con lo malo. El
desorden de la oscuridad genera confusión, incertidumbre y caos en
los ciudadanos. Aparece el desasosiego en los que tienen la vista baja y
en los que solamente miran las cosas de la tierra71.

6. Nos visitará el sol que nace de lo alto

En medio de este panorama estremecedor Agustín advierte que el Dios


Trinitario no mira con indiferencia a la historia dolorida y oscurecida72. No se
limita a percibir el dolor desde arriba o desde afuera. Se compromete compa-
sivamente con la historia a través del envío de su Hijo único73. Dios no se ol-
vida de las personas que sufren74. Él ilumina a los que han sido valientes para
desperezarse y no desesperarse. Ayuda a los que se han despertado y a los que
han confiado para levantarse de la oscuridad de los muertos75 y de los apegos
terrenos.
Él mismo ilumina a todo hombre interior para que viva sapiencialmente.
Cuando el hombre, los hombres, se dejan alumbrar por la luz del Verbo (que
es la luz verdadera) es cuando se hacen verdaderamente sabios76. Dios ha
venido a buscar y a salvar a los ignorantes que se habían perdido; gracias a
Él pueden vivir la comunión en la luz, si quieren estar en la luz77. El Sol que
nace de lo alto se presenta al hombre como ruta, como revelador78 y como

70
Agustín prefiere el orden del amor, generador de armonía (cf. s. 335-C,13 [PLS 2,
754-755]).
71
V. Capánaga, Int. a La Ciudad, 21*.
72
Tendremos muchas ocasiones para comprobar cómo, en la pluma de Agustín, la
Trinidad se implica profundamente en la historia.
73
Afirma el santo que en Él, que es la Cabeza, habita la plenitud de la divinidad (ep.
187,13,39 y 40 [CSEL 57, 116-117]).
74
Haciéndose eco de esta idea, Benedicto XVI indica que, en Jesucristo, el propio
Dios va tras la oveja perdida, la humanidad doliente y extraviada. El Dios bíblico desarrolla
así un realismo inaudito y una actuación imprevisible (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica
“Deus caritas est”, nº 12).
75
Nat. et gr. 23 (PL 44,259-260).
76
Morán habla de la iluminación agustiniana en términos de participatio Verbi: el
hombre es ilustrado por la luz interior de la verdad (cf. J. Morán, La teoría del conocimien-
to en S. A., 363). En esta misma línea también se expresa G. Piccolo, I processi, 296-297.
77
Cf. pecc.mer. I,1,1 – I,37,68 (PL 44,109-150).
78
La Iglesia también nos enseña que es revelador de Dios (CEC 50, 53, 151, 240, 272,
385, 2583 y 2812) y revelación del Padre (CEC 73, 221,238-42 y 2798).

54
EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

red de salvación79. Él, que es la luz verdadera80, invita a los hombres para que
sean iluminados por la misma luz de la divinidad que ilumina a los ángeles
luminosos81.
De esta manera la humanidad entera se va preparando para ser guiada por
la Luz de la Verdad, cuya hermosa faz resplandece en las realidades creadas82.
Esta Verdad se identifica claramente en la espiritualidad agustiniana con el
Señor de la luz, con el Señor que “es” Luz83, a quien hemos de pedir el don de
la Luz84.
La luz que ilumina la ciudad oscurecida no es un producto intrahistórico.
La respuesta que salva a la historia es cualitativamente distinta de la misma85.
Se trata de la solución personificada en Cristo, que puede salvar espiritual-
mente a todo el hombre y a todos los hombres de la ciudad. Él es quien ilu-
mina lo oscuro para redimirlo86.
La luz de la Verdad que está en Jesucristo, nuestro Señor87, es la que ya “se
ha metido” en la historia del hombre. También quiere entrar en su interior. El
hombre tiene, además, la vocación de ser luz en el Señor, de manera que no
se vuelva tinieblas88. En este sentido Agustín es muy realista: sabe que el Ver-
bo89, el Hijo Unigénito (que es la luz engendrada y la sabiduría de Dios90), no
siempre ha sido bien acogido por los hombres (Jn 1,11).

79
Ep. 93,10,35 (CSEL 34/2,480). Ya Aureliano había intentado organizar una religión
salvadora en el Estado, alrededor de otro Sol invicto. Era un Sol concebido como Dios visi-
ble, como mediador entre los hombres y el Dios supremo (cf. H. I. Marrou, ¿Decadencia?,
51). Para Agustín, Cristo es el Sol (s. 292,4 [PL 38,1322]; s. 58,7 (PL 38,396); s. 190,1 (PL
38,1007); s. 292,4 (PL 38,1322). La fuerte identidad de Cristo con el sol lleva a Wallraff a
hablar de una Sol-Cristología y de una Luna-Eclesiología (cf. M. Wallraff, Christus, 54-57).
80
S. 4,6 (PL 38,36).
81
Civ.Dei XI,33 (PL 41,346).
82
Sol. II,20,35 (PL 32,902-904).
83
S. 67,5 (PL 38,435).
84
S. 71,7 (RB 75 [1965] 72).
85
En Agustín tiene mucho peso el influjo platónico, el movimiento de arriba hacia
abajo: del Dios –todo– al hombre –nada–, del Dios luz al hombre tinieblas y del Dios
Verdad al hombre ignorancia. La luz juega un papel importante, como símbolo y realidad
(cf. Á. Custodio Vega, S. A. y la filosofía nueva, 396-397).
86
En el libro IV del De Trinitate hay abundantes muestras de esta significación deci-
siva en la soteriología agustiniana. Y es que la luz está en el Señor (s. 49,3 [PL 38,321]).
Admitir esto tiene consecuencias para esta vida y también para el período escatológico.
87
Ep. 149,2,24 (CSEL 44,369).
88
Conf. VIII,10,23 (PL 32,759-760).
89
Al que el santo define como igual al Padre, Luz de la Verdad y Sabiduría (s. 5,7 [PL
38,58]).
90
Gn.litt.imp. V,19-22 (PL 34,227-228).

55
LUZ Y SALVACIÓN

7. La luz y la síntesis de los bienes divinos

Superando su intelectualismo filosófico inicial91, y descubriendo en Jesu-


cristo al único Mediator-Illuminator, el obispo de Hipona (a lo largo de todas
sus obras) va encontrando progresivamente los dones traídos y regalados por
Dios, en su Luz. El santo no es ni intelectualista ni voluntarista 92. Reconoce
agradecidamente que el que nos visita viniendo de lo alto tiene mucho que
ofrecernos. Dios es como una síntesis de todo lo bueno en su propia Unidad.
Es como el principio de la luz de la que los seres participan93. La luz, ya en los
pueblos primitivos, fue considerada como productora de bienestar94, de calor,
de vida, de crecimiento, de alegría, asociándose frecuentemente a lo religioso
y a la divinidad95.
En los escritos agustinianos alusivos al Antiguo Testamento la vinculación
luz-divinidad se evidencia en que Dios-Yahveh se viste de luz como de un
manto (Sal 103,2). Dios aparece como trascendente, espiritual, mayestático,
omnisciente y con luz en el rostro96.
Las antiguas religiones orientales (refiriéndose a las propiedades de la luz,
en la línea de las alusiones veterotestamentarias), admiten su efecto tonifica-

91
No olvidemos que el erudito Agustín recibió fuertes influjos filosóficos a lo largo
de su vida: del maniqueísmo, del neoplatonismo, del donatismo y del pelagianismo (cf. J.
Morán, S. A. e la sua spiritualità, 150-164). Desde ellos, en diálogo con ellos o contra ellos
se desarrolló su corpus spiritualis.
92
Coincidimos con Rivera de Ventosa en que no se puede acusar al santo de polarizarse
en uno de los dos extremos: el intelectualismo o el voluntarismo. Agustín no se deja encerrar
ni en uno ni en otro esquema (cf. E. Rivera de Ventosa, El pensador, 173).
93
Nos parece encontrar aquí similitudes con las Enéadas V y VI de Plotino. Plotino afirma
que el Uno es autosuficiente e indeficiente. El Uno es un Bien Supremo, no para sí mismo,
sino para las demás cosas (cf. Plotino, Enéada VI,9, 545-546). Plotino concibe también una luz
que es principio de luz (cf. Plotino, Enéada V,5, 110). La espiritualidad de Plotino es esencial-
mente luminosa y serena. La experiencia religiosa la expresa en términos de luz, de brillo, de
transparencia, de claridad, de iluminación… (cf. P. Hadot, Plotino, 108-109). Plotino defiende
la dinámica de la participatio, de la que Agustín se aprovecha para su theologia lucis: partici-
par para ser, participar para ser mejor y participar para ser Dios (cf. J. Pegueroles, Metafísica,
267-269). Es el Mediador el que nos ayuda a conectar con estas realidades metafísicamente
sublimes (cf. M. Smalbrugge, La notion, 335-345).
94
Cf. A. Segovia, La teología bíblica de la luz, 3.
95
Cf. ibid., 4. La luz tiene una presencia evidente en el mundo religioso antiguo prea-
gustiniano. Hugo Rahner lo estudia en Mitos griegos en interpretación cristiana, aludien-
do a Ambrosio de Milán, Fírmico Materno, Hilario de Poitiers y también a la liturgia antigua
(cf. H. Rahner, Mitos griegos, 109-159).
96
Cf. ibid., 5-7. Esto también nos recuerda la invocación del salmista, cuando dice:
“¡Oh Dios, haznos volver, y que brille tu rostro, para que seamos salvos” (Sal 80,4).

56
EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

dor, vivificante97 y entusiasta. La luz genera gozo exultante, placer, fuerza bien-
hechora y es fuente de felicidad98. Puede establecerse un paralelismo intere-
sante entre la luz y un cierto tipo de “salvación”.
En el ámbito estrictamente religioso no es difícil encontrar frases del tipo
“Yahveh es mi luz y mi salvación”. Aparecen algunas alusiones que vinculan
estrechamente la luz con la vida, con la verdad y con la felicidad de los resplan-
dores envolventes de la gloria99. La luz se asocia a los dones que mayormente
nos interesan ahora: la vida eterna y la luz eterna100.
Veremos en este estudio cómo el santo de Tagaste integra los significados
clásicos y escriturísticos de la luz y los completa generosamente desde la óptica
cristológica101.
La riqueza de su teoría de la iluminación ha dado lugar a variadas compren-
siones de la misma102.

97
Para los romanos recibir la luz significa comenzar a vivir (ibid., 19).
98
Cf. ibid., 7-9.
99
Cf. ibid., 9.
100
Cf. ibid., 10.
101
Según Studer, en el cristianismo primitivo se dio un diálogo entre el cristianismo
y otras religiones y filosofías en torno al símbolo de la luz, a través de tres pasos: hay una
conexión con el símbolo luminoso a través de la narración de la salvación cristológica; el
Logos eterno joánico es el que ha desarrollado en el cristianismo el proceso de la ilumi-
nación; la imagen de la luz se conecta con el conocimiento religioso, con la conversión
cristiana y con la gnoseología agustiniana (cf. B. Studer, Voz “iluminación”, 1081-1082).
102
Algunos especialistas acentúan claves diversas en sus interpretaciones de la teo-
ría de la iluminación agustiniana. Jolivet la ve como el centro del agustinismo. Para el
P. Boyer es una acción iluminante de los fantasmas. Portalié la asocia a la representa-
ción de las verdades eternas en el alma para un conocimiento racional. Otros señalan
un intuicionismo moderado (Gilson y Jolivet). Cayré dice que es una intuición pasiva.
Thonnard la identifica con la acción creadora, conservadora y motriz de Dios (cf. M. Mª
Campelo, Hacia una teoría, 389-390). Kendeffy critica una lectura que se haga desde
la teoría gnoseológica de la iluminación (cf. G. Kendeffy, A. on Divine Ideas, 181-193).
En la “interpretación ontologista” la iluminación consistiría pura y simplemente en la
contemplación directa e inmediata del mundo inteligible contenido en la esencia divina.
La defienden J. P. de Olivi, Malebranche o J. Hessen. En verdad, los principios funda-
mentales del sistema agustiniano excluyen irremediablemente el ontologismo, aunque
algunos textos aislados parecieran defender esta visión intuitiva de Dios (cf. M. Arranz,
La iluminación, 162-166). Doucet se fija en que la teoría iluminativa ofrece una norma
que garantiza el juicio unido a la verdad (cf. D. Doucet, Augustin, 85-86). Bubacz la
interpreta desde la estructuración epistémica, en una original visión cartográfica (The
Cartographic Model). La función de la iluminación sería revelar las verdades eternas y,
gracias a las teorías agustinianas de la memoria y de la percepción, estas ideas eternas
serían reveladas y conocidas (cf. B. Bubacz, Augustine’s illumination theory, 45-48).
Reuter defiende, en Agustín, la compatibilidad de la iluminación con la abstracción (cf.
Ch. Reuter, Illumination. Human knowledge, 41-69).

57
LUZ Y SALVACIÓN

Cristo-Luz es la síntesis de todos los dones divinos. Mirar a la luz del Mesías
es descubrir la felicidad, la paz, la salvación y la “gran luz” que baña la ciudad
y que ya fue vaticinada por el profeta Isaías, con matices de universalismo103.
La luz mesiánica no es etérea o imprecisa: aparece con el rostro del Verbo
encarnado, portador de la Vida eterna y consubstancial con el Padre104. Agus-
tín capta a lo largo de sus obras cómo la luz eterna ha venido a ser luz de los
hombres y con los hombres, en la persona de Jesucristo.
Dentro de la teología patrística son bastantes los autores que remarcan la
fuerza soteriológica de la divinidad que ilumina y que salva en Cristo105. La Luz
que un día guió los avances nocturnos del pueblo de Israel106, quiere guiar
ahora la peregrinación de la ciudad de Dios. Esta luz se sitúa delante, como
verdad revelada guiadora y como luz salvífica que deslumbra, que salva y que
trae la vida plena a las almas.

8. Balance del capítulo

La vida humana, creada por Dios107, está llamada a la plenitud de la vida


junto al mismo Dios108. El itinerario para que esto se realice satisfactoriamen-
te no es rectilíneo. La oscuridad del pecado (semilla de ignorancia y de debi-

103
Cf. ibid., 11. En Isaías aparece también la idea de “luz de las naciones” que nos hace
pensar en la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo (cf. Is 60,3).
104
Cf. ibid., 14.
105
Entre otros autores, Sofronio de Jerusalén, Gregorio Magno, Orígenes o Gregorio de
Nisa. Éste último reflexiona sobre la luz en el contexto teológico del pastoreo (cf. G. Pons,
Jesucristo, 124-126).
106
Cf. ibid., 22.
107
En el ámbito de la creación la impresión es ya una primera iluminación, inconscien-
te, original, connatural: por ella se habla de una luz de la memoria Dei, que viene dada
al hombre en el acto mismo de ser creado tal. Dios es el que ilumina la mente para que
conozca el mundo (cf. P. Morán, La teoría, 319-320). En los seres espirituales se da una
doble impresión: de regulae numerorum y de regulae sapientiae (cf. J. Pegueroles, La
formación, 146-147). La iluminación agustiniana se relaciona con la scientia y la sapientia
(cf. P. Matteo, Cultura, 186-202). Cristo es el locus que sintetiza la ciencia y la sabiduría
nuestra. Él es scientia et sapientia nostra. Es scientia unida a lo racional y es sapientia
vinculada al ámbito creyente (cf. G. Madec, Christus, scientia et sapientia, 77-79). A la
scientia corresponde el conocimiento racional de las cosas temporales y a la sapientia
el conocimiento intelectual de las eternas (cf. M. Svensson, Scientia y Sapientia, 79-103).
Cristo es sapientia o contemplación de lo eterno. Nos lleva a participar en el amor “reflexi-
vo contemplativo” (la vida misma de Dios) (cf. R. Williams, La cristología, 9-14).
108
Conocerle a Él es la plenitud de la ciencia. Es la verdad total y es como un sol para
las esferas de la actividad y de la perfección del hombre. A ella se accede a través de la
fe, que es luz interior y vista del alma (cf. J. M. Núñez Ponce, S. A., faro gigante, 47-48).

58
EL PASO DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ

lidad) alcanza frecuentemente al individuo y a la ciudad de la que este forma


parte. Agustín reconoce que esto dificulta la vida plena y la vida salvada109. En
medio de las oscuridades que circundan al hombre, el santo le exhorta a su-
perar su situación dolorosa.
El hombre sincero puede encontrar dificultades reales y objetivas para cum-
plir con éxito su vocación más honda110. Dios vendrá en su ayuda. Se precisa que
el hombre, que los hombres, tengan fe. Es ella la que dinamiza internamente a
los individuos y a las sociedades, para que vivan con ilusión y esperanza.
Con fe en Jesucristo, la ciudad puede dejar de ser ciudad terrena y oscure-
cida y convertirse en ciudad iluminada, en ciudad de Dios111. Si se da la aper-
tura creyente a la luz de Cristo se inicia el paso de las actividades de las tinie-
blas hacia las obras que nacen de la luz. Entonces la ciudad puede alegrarse
progresivamente, porque va participando poco a poco de la luz inteligible,
fontal y primera112. Es una ciudad capaz de acoger tanto al Salvador como a la
salvación integral y definitiva que Él trae.

109
El concepto de salvación parece haber perdido su interés secular en el mundo con-
temporáneo. La mayoría de los ciudadanos de las sociedades tecnificadas y desarrolladas
de Occidente no le presta atención. Este hecho podría ser el resultado final de una crisis
incesante, que caracteriza la historia moderna y que configura las sociedades actuales (cf.
F. J. Vitoria Cormenzana, Salvación, 12).
110
El auxilio le viene al hombre en la carne de Cristo (como también defiende el niseno).
Todo lo emparentado con la carne de Cristo es salvado juntamente con la carne de Cristo; la
salvación de la carne de Cristo está vinculada con el “ser retomada y ser deificada” (cf. L. F.
Mateo-Seco, Estudios, 253-255)]. Cuando la luz de Dios entra en el hombre disipa todas las
tinieblas. El eje de la existencia se vuelve repentinamente desplazado, sin que el edificio de
las antiguas y sólidas convicciones se sacuda (cf. A. Becker, S. A. et Paul Claudel, 459).
111
Gracias a la luz divina, la ciudad puede ser una ciudad iluminada. Los individuos que
la constituyen han de hacer suya la Luz del Resucitado, que los capacita para progresar en
la búsqueda intuitiva de la felicidad, inscrita por Dios en su espíritu. La clave está en dejar-
se guiar por la luz interior, admitiendo la implicación entre la iluminación y la inhabitación
(cf. A. Becker, De l’instinct, 176-179). La felicidad se puede intuir dentro de la luz de la
Verdad, categorizada como plenitud del ser de Dios (cf. A. Vecchi, Filosofia, 569-570).
112
Se trata de la Luz primera: es la luz creada del mundo inteligible, la que le revela a la
inteligencia el foco primero de donde procede, el mismo Dios (cf. T. Alesanco, Metafísica,
23-36). Esta luz es interior: es el sitio en el que vemos las cosas y la causa por la cual las
vemos (cf. J. González-Quevedo, La iluminación, 23-28). A Agustín se le ha criticado, en
algún caso, de ser ontologista. Muchos discrepan de esta opinión (B. Jansen, Quomodo
divi Augustini, 157). Es notoria la distinción entre Agustín y Malebranche; para el segundo
la verdad es vista “en” la substancia inteligible del Verbo, mientras que Agustín se desplaza
a una visión soteriológica. En lo que Malebranche sí coincide con Agustín es en decir que
la verdad “no es construida” (cf. J. Moreau, El Agustinismo, 511). Los filósofos ontologis-
tas son los partidarios de ver todas las cosas “en” la esencia de Dios (cf. Mª C. Dolby, El
hombre, 143-144) y Agustín no piensa precisamente desde esta premisa (cf. L. Bassols, S.
A. Vida, 102 y N. E. H., Knight, Interpretación, 148-154).

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