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FRIEDRICH NIETZSCHE (1844-1900)

ÍNDICE

1. Contexto histórico, cultural y filosófico


1.1. Contexto histórico-cultural
1.2. Vida y obra de Nietzsche
1.3. Contexto filosófico

2. Objetivo de la filosofía de Nietzsche

3. Los conceptos Apolíneo y Dionisíaco como articuladores del drama de la existencia humana
3.1. Lo Apolíneo y lo Dionisíaco como crítica a la cultura Occidental

4. El vitalismo y la crítica a la cultura Occidental.


4.1. Crítica a la Metafísica
4.2. Crítica a la Religión
4.3. Crítica a la Moral
4.4. Crítica a la Gnoseología (Teoría del Conocimiento)
4.5. Crítica a la Política
4.6. Crítica al Historicismo

5. La muerte de Dios y la salida del Nihilismo

6. La superación de la crisis: Teorías del Superhombre y el Eterno Retorno


6.1. Teoría del Superhombre
6.2. Doctrina del Eterno Retorno

7. El Vitalismo y la Voluntad de Poder

8. Conclusión

1. CONTEXTO HISTÓRICO, CULTURAL Y FILOSÓFICO

1.1. Contexto histórico-cultural

Año 1844, ha pasado ya medio siglo desde la revolución francesa, ese estallido que conmocionó Europa y
cambió todo en el imaginario político. La aristocracia está vieja y decrépita en Europa. La revolución
industrial está más que consolidada en Inglaterra y se extiende ya por los jóvenes EE.UU y algunas regiones
de Europa. Con la mecanización del trabajo, las máquinas, la fábrica, el ferrocarril, etc., nada volverá a ser
lo mismo. Las ciencias técnicas prometen domar el mundo hasta su último rincón, y las ciencias
naturales están desnudando la naturaleza, todo esta cambiando, evolucionando, progresando. La
Ilustración del siglo anterior mostró el camino de la razón y el progreso, que prometen llevar al ser
humano a las más altas cumbres una vez superadas las tinieblas de la superstición. En pocos años Darwin
publicará su obra sobre El origen de las especies, y ya ni siquiera hará falta incluir a Dios en la ecuación.
En definitiva, los viejos pilares de la civilización occidental se están derrumbando, la vieja moral resiste
como puede los embates del progreso, que trastoca las viejas costumbres y tradiciones; es entonces cuando
aparecen nuevas formas dinámicas que pretenden ocupar su lugar: el nacionalismo, el liberalismo y el
socialismo. En este ambiente, nace Friedrich Nietzsche, en el año 1844.

El contexto de Nietzsche fue un contexto de cambios muy profundos, sobre todo en Alemania. Alemania
tenía una estructura política muy atrasada en comparación con la estructura de los países modernos como
Francia, Inglaterra e incluso España. Alemania era todavía un Estado medieval, era lo que quedaba del Sacro
Imperio Romano Germánico, y había por tanto un afán de cambio profundo. Todas las fuerzas
intelectuales, económicas y políticas alemanas se pusieron de acuerdo para dar ese impulso de nacimiento
a la gran Alemania. El joven Nietzsche, con 20 años, participa en la guerra francoprusiana que con la
victoria de Prusia sobre Francia da lugar a la fundación del gran Reich. Ahí es donde se inicia toda la
trayectoria de la construcción de una nueva Alemania y una nueva cultura para Alemania. De hecho,
Nietzsche trabaja con el compositor de música Wagner en una primera etapa de su pensamiento, la
denominada etapa romántica, como un colaborador muy activo en la construcción de las bases estéticas y
humanísticas de lo que se supondría que iba a ser la fuerza renovadora de la gran Alemania.

Nietzsche vivió en la segunda mitad del siglo XIX, época caracterizada por el auge del nacionalismo en
Europa y por el crecimiento de las tensiones internacionales entre las grandes potencias. El creciente poder
de Prusia, que aspiraba a unificar y controlar todos los territorios alemanes, condujo a una guerra con Austria
y, después, a otra contra Francia. Finalmente, en 1871, Prusia logró crear el Imperio alemán, que bajo el
mando del canciller Otto von Bismarck, pasó a convertirse en una gran potencia militar y económica.

En la primera mitad del XIX, se configuran las dos ideologías dominantes que son el liberalismo y el
tradicionalismo.

El liberalismo es la ideología de la nueva burguesía. Los liberales sostienen que el poder se basa en la
riqueza y la propiedad, y aspiran al poder político recortando atribuciones a los monarcas (o incluso
eliminándolos). Buscan un sistema político representativo, pero no universal: sólo las nuevas clases
pudientes tienen derecho a la participación en la vida pública, por eso se opondrán en la segunda mitad del
XIX a la nueva clase emergente, al proletariado, al que niegan derechos sociales y políticos. En general, el
liberalismo es individualista, contrario a la tradición, defensor de la separación de poderes y de la no
intervención del Estado en materia de economía. Además, son partidarios de la desigualdad, pero basada no
en el nacimiento, sino en la instrucción y la riqueza.

La ideología tradicionalista o conservadora pretende defender la legitimidad del Antiguo Régimen y, en


general, los valores que consideran tradicionales. Ahora bien, los tradicionalistas participan del espíritu
romántico: no buscan un universalismo (valores universales), sino que miran a la historia, lengua y raíces
culturales de su propia nación y, por eso, derivan frecuentemente en nacionalismos.

La época de Nietzsche fue testigo del rápido desarrollo científico-técnico característico de la Segunda
Revolución Industrial. Fruto de esta revolución aparece una incipiente clase media compuesta de pequeños
comerciantes, funcionarios, maestros… que separarán los barrios proletarios de los burgueses surgidos en la
Primera Revolución Industrial. El avance de los transportes y el desarrollo de nuevas industrias relacionadas
con la química o con la electricidad impulsaron la transformación del espacio urbano europeo. Alemania,
que hasta entonces había sido un país atrasado y eminentemente rural, se industrializó y modernizó con
rapidez. Buscando garantizar el suministro de materias primas y el control del os mercados, las grandes
potencias europeas extendieron su dominio por todo el planeta. Es la era del imperialismo colonial, que
ocasionó numerosas fricciones entre los países europeos hasta que se produjo el estallido de la Primera
Guerra Mundial en 1914.

Al auge del capitalismo industrial está asociada la consolidación de los movimientos obreros, que,
inspirándose en la filosofía marxista, adquirían cada vez más fuerza. Tomando conciencia de su fuerza, el
proletariado exige su participación en la riqueza y el poder. Tanto liberales como tradicionalistas se oponen
al proletariado, que además carece de voto (pues se concedía según la renta). Por ello se desencadenaron una
serie de revoluciones proletarias, donde destaca la Comuna de París de 1871, donde socialistas y
anarquistas se hicieron con el poder durante dos meses y medio hasta que fueron reprimidos por el ejército.
Sin embargo, este fracaso no acabó con el movimiento obrero, el despertar de la conciencia trabajadora que
inició Marx a mitad del siglo XIX perdura hasta nuestros días, teniendo como primera gran victoria la
Revolución Rusa de 1917 en la que el proletariado consiguió tomar el poder del gran Estado zarista ruso.

Entre las clases medias y altas, sin embargo, triunfaban las teorías positivistas y utilitaristas que
confiaban en el poder de la ciencia para conocer la verdad y para impulsar un cambio en las condiciones de
vida que garantizara el progreso social. Esta confianza ciega en la ciencia era una característica del
pensamiento occidental desde la época de la Ilustración. Sin embargo, estas teorías demostrarán su lado
oscuro con los campos de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
1.2. Vida y obra de Nietzsche

El padre de Friedrich Nietzsche (1844-1900) era pastor protestante en una aldea de Turingia. Allí nacieron
Friedrich y su hermana Elisabeth y pasaron los primeros años de su infancia. La prematura muerte de su
padre, cuando Friedrich tenía solo cinco años, obligó a la familia a trasladarse a Naumburgo, donde
Nietzsche realizó sus primeros estudios, hasta que a la edad de dieciséis años ingresó en el prestigioso
internado de Pforta para cursar la educación secundaria.

Posteriormente, decidió orientar su carrera hacia el campo de la filología clásica, donde pronto se ganó el
respeto de sus profesores por su brillante inteligencia. El indiscutible talento del joven Nietzsche fue
reconocido en 1869 cuando logró el puesto de catedrático de filología en la Universidad de Basilea. Esta es
también la época en la que Nietzsche trabó amistad con el músico Richard Wagner. La gran admiración
que Nietzsche sentía por él se refleja en su primer libro, El nacimiento de la tragedia, publicado en 1872.

Sin embargo, esta obra no fue bien recibida por los filólogos alemanes, que la acusaron de ser aventurada y
poco rigurosa. Esta mala acogida dañó seriamente su carrera universitaria. La crisis personal de Nietzsche
se vio agravada por su ruptura con Wagner. Además, en esos años, su salud comenzó a deteriorarse. Unos
fuertes dolores de cabeza, acompañados de vómitos y de pérdida de visión, le dificultaban seriamente la
lectura y la escritura.

Su mala salud fue una de las razones que le llevaron a renunciar a su puesto universitario en 1879. Desde
ese momento, la vida de Nietzsche será una constante e inacabable búsqueda de lugares en los que poder
mitigar los síntomas de su enfermedad. Sin embargo, y a pesar de sus continuos cambios de domicilio, no
dejó de escribir y publicar libros, aunque éstos al principio tenían muy pocos lectores. En 1883 escribió el
que sería su libro más famoso: Así habló Zaratustra.

Con su madre y con su hermana mantuvo durante toda su vida un contacto repleto de tensiones y altibajos.
Lou Andreas-Salomé fue otra mujer que tuvo una presencia importante en su vida. Cuando Nietzsche
conoció a Lou, ella ya destacaba como filósofa pese a tener poco más de veinte años. Nietzsche se sintió
enormemente atraído por ella, y le propuso por dos veces el matrimonio. Pero Lou, que admiraba
enormemente la brillantez intelectual de Nietzsche, no correspondía a sus sentimientos amorosos. De hecho,
Lou acabó casándose con Paul Rée, uno de los amigos íntimos de Nietzsche, lo que provocó la completa
ruptura entre ellos.

En los años posteriores, Nietzsche se replegó en sí mismo y dedicó sus energías a la escritura. Hacia 1888, la
enfermedad que sufría se agravó seriamente, hasta que en enero de 1889 acabó por perder la razón. Desde
ese momento hasta su muerte en 1900, Nietzsche vivió sumido en la demencia y atendido primero por su
madre y, después, por su hermana Elisabeth.

La obra de Nietzsche puede clasificarse en cuatro grandes etapas:

En la etapa romántica, marcada por la influencia de Schopenhauer y de Wagner, Nietzsche reflexiona sobre
el arte, la cultura y la existencia de elementos apolíneos y dionisíacos en la realidad. A este periodo
corresponde El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872).

La etapa ilustrada se corresponde con el progresivo deterioro de la relación con Wagner y con la revisión de
los planteamientos románticos de Nietzsche. Inspirándose en la actitud combativa de Voltaire, en el análisis
histórico y en los avances de la ciencia, escribe obras como Humano, demasiado humano (1879), Aurora
(1881) o La Gaya Ciencia (1882).

Así habló Zaratustra, finalizada en 1883, es la obra más importante e influyente de Nietzsche. Utiliza un
lenguaje de alto vuelo poético y de resonancias proféticas, se denuncia el error en que ha incurrido la
metafísica durante siglos y se anuncia la posibilidad de una nueva filosofía, capaz de transformar
radicalmente nuestra manera de entender el mundo y de enfrentarnos a la vida.

En la etapa de la “transvaloración de los valores”, Nietzsche combate los fundamentos de la cultura


occidental, criticando sus planteamientos metafísicos, gnoseológicos, religiosos y morales. Destacan Más
allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral (1887), El Anticristo (1888), Ecce Homo (1888) y
El crepúsculo de los ídolos (1889).

Su hermana Elisabeth se hizo cargo del legado de notas y apuntes inéditos del filósofo y seleccionó y ordenó
algunos de estos fragmentos, publicándolos en forma de libro en 1901 bajo el título de La voluntad de poder.
Sin embargo, al revisar estos manuscritos, autores posteriores han comprobado que Elisabeth alteró y
manipuló de forma parcial e interesada el contenido de los últimos escritos de Nietzsche. Sólo a finales del
siglo XX se ha completado la edición crítica y “fiel” de sus obras completas.

1.3. Contexto filosófico

A lo largo del siglo XIX parece reinar un entusiasmo general en Europa occidental. La técnica promete
liberar al ser humano de las más tediosas tareas, alimentar y vestir a un cada vez mayor número de personas.
Amparada en la ciencia y la razón, la Humanidad parece dejar atrás el oscurantismo religioso y la
civilización occidental parece mostrar una hegemonía incontestable sobre el resto del mundo. Frente a este
optimismo del progreso ilustrado, aparecen unos pensadores que ponen en cuestión todo esto. Marx
desentraña los intereses ocultos y la explotación y alienación que provoca el capitalismo en la mayor parte de
la población, así como que ese progreso y esa razón ilustradas no son valores tan absolutos y desinteresados,
ya que encierran unos intereses de clase. Freud señala que el ser humano no se mueve tanto por la razón
como por impulsos inconscientes, que en muchas ocasiones chocan frontalmente con los valores de la tan
defendida civilización occidental. Y Nietzsche, por su parte, hace también una dura crítica a la civilización
occidental y propone complejos retos. Nietzsche realizará un rastreo a través de la historia (genealogía) de
aquellos principios y valores que guían nuestra forma de vivir para demostrar que esos principios son
contrarios a la misma vida. Frente al optimismo positivista e ilustrado del siglo XIX, con su fe en el progreso
y su confianza en el poder de la razón, Nietzsche elabora una filosofía crítica con la que trata de
desenmascarar los motivos ocultos que explican el origen de nuestra forma de vivir y de pensar el bien y el
mal.

Es por ello que el pensamiento de la segunda mitad del siglo XIX lleva indudablemente la marca de tres
grandes autores, que han sido calificados como los “filósofos de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud.
Cada uno en su ámbito, Marx en la economía y política, Nietzsche en la moral y Freud en la psicología,
representan un antes y un después, una caída brutal de la ingenuidad en la que estaba instalado el
pensamiento occidental. Estos tres pensadores, nadando a contracorriente pusieron en duda el progreso
ilustrado con sus críticas al optimismo racionalista y al progreso moderno.

El pensamiento nietzscheano se enfrenta al racionalismo y al idealismo (Descartes, Kant y Hegel) que


dominaban el panorama filosófico a mediados del siglo XIX. Sin embargo, su obra también puede
interpretarse como una afirmación del vitalismo y del valor único e irrepetible del individuo. En este
sentido, su filosofía se aproxima a las corrientes del Romanticismo, que desconfiaban de la creciente
influencia que estaban adquiriendo la ciencia y la técnica y que defendían la primacía del sentimiento y de
las pasiones individuales sobre la razón. El filósofo Arthur Schopenhauer y el músico Richard Wagner son
dos representantes de esta corriente de pensamiento, y ambos ejercieron una decisiva influencia en
Nietzsche.

Arthur Schopenhauer (1788-1860) creía que el núcleo fundamental de lo real es una fuerza primigenia
e irracional, a la que él identificaba con la voluntad. Según afirma en El mundo como voluntad y
representación, la primacía de la voluntad puede apreciarse con claridad en los seres humanos, en los
animales y en todos los seres vivos, donde parece haber un deseo primario de sobrevivir y perpetuarse.
Según Schopenhauer, la presencia de la voluntad no solo se extiende al reino de la vida, sino que
verdaderamente sustenta todo lo que existe. Incluso en los seres inanimados, los astros y el conjunto del
universo podían apreciarse la fuerza impulsora de una voluntad cósmica que hace que la realidad tienda a
perpetuarse en su existencia.

En el caso concreto de los seres humanos, la voluntad no solo se manifiesta como una aspiración a continuar
viviendo, sino que también se presenta en forma de deseos concretos que continuamente tratamos de
alcanzar. Estos anhelos crean en nosotros un sentimiento de desasosiego e inquietud que nos empuja a
perseguir lo que deseamos y que es la raíz del egoísmo y la maldad. Sin embargo, la desazón no desaparece
cuando logramos nuestras metas, porque una vez alcanzados nuestros objetivos pasamos a sentir nuevos y
apremiantes deseos. Así, los seres humanos vivimos en un perpetuo estado de insatisfacción porque la
voluntad inevitablemente nos empuja a desear aquello que no tenemos, en un ciclo interminable que no
resulta nada fácil romper.

Inspirado por el pensamiento oriental, Schopenhauer afirmaba que el origen del sufrimiento humano se
encuentra en estos deseos continuamente renovados y continuamente insatisfechos. Para él, los deseos
humanos no son producto de una decisión libre y voluntaria, sino que son parte de la voluntad
cósmica, una fuerza superior a nosotros que no podemos vencer ni dominar. Por eso el sufrimiento es, de
acuerdo con Schopenhauer, una dimensión inevitable de la realidad humana.

Según Schopenhauer, nunca podremos dejar de sufrir mientras estemos vivos. De hecho, creía que, como
mucho, podemos intentar mitigar este dolor mediante dos caminos distintos. El primero consiste en
entregarnos al arte, donde la contemplación desinteresada de la belleza nos permite escapar
momentáneamente de la esclavitud a la que nos somete la voluntad. Dentro de las artes, Schopenhauer otorgó
un gran valor a la música, a la que consideraba la forma más elevada de expresión artística, donde se
manifestaba directamente la voluntad. El segundo, que es el único medio duradero y en verdad eficaz para
eliminar el sufrimiento, supone practicar el ascetismo y la renuncia de los deseos hasta llegar a extinguir la
voluntad en nuestro interior.

De acuerdo con este planteamiento, únicamente seremos capaces de escapar del dolor de forma definitiva
con la total aniquilación que supone la muerte. En este sentido, el pensamiento de Schopenhauer es
profundamente pesimista, ya que presenta un panorama sombrío y desalentador en el que quedan pocas
esperanzas de alcanzar plenitud y felicidad.

Richard Wagner (1813-1883) buscó como compositor desarrollar un género operístico específicamente
alemán que uniese sobre el escenario la música, la poesía, la danza, la pintura, la escultura y la arquitectura,
al estilo de las tragedias griegas. Esta obra de arte total que Wagner aspiraba a crear abría las puertas a la
“música del futuro” y reflejaría las singulares características del espíritu alemán. Para lograr este objetivo,
Wagner recurrió a la mitología y a las leyendas germánicas, que empleó como tema de sus óperas. En estas
óperas, y muy especialmente en el sombrío final de la tetralogía El anillo del Nibelungo (Sigfrido, la
valquiria Brunilda…), puede apreciarse de forma muy clara el influjo del pesimismo de Schopenhauer.

De Shopenhauer, Nietzsche tomó, entre otros aspectos, la noción de fenómeno como representación cuya
raíz estaría en la voluntad, y de Wagner (al que consideraba como un regenerador del pathos trágico clásico),
el entusiasmo creador y el proyecto del arte total. De hecho, Nietzsche escribió El nacimiento de la tragedia
en el espíritu de la música (1872) a solicitud de Wagner, para que su ópera tuviera una fundamentación
filosófica.

2. OBJETIVO DE LA FILOSOFÍA DE NIETZSCHE

Nietzsche, desde sus primeras obras, especialmente deudoras de la metafísica de Schopenhauer, deja entrever
la naturaleza de su empresa: una transformación del hombre moderno que lo aparte de la decadencia que ya
lo aleja de la vida. La filosofía de Nietzsche persigue la liberación del hombre de las ataduras que
degradan la vida, limitan su aún desconocido potencial y le impiden ser feliz. La tarea que se impuso
Nietzsche, liberar al hombre de las ataduras ideológicas que lo apartan de la vida, inicia un torrente de
literatura crítica genealógica que ha conducido a la posmodernidad, al tiempo de la disolución del
discurso y de las estructuras ideológicas tradicionales.

El conjunto de la filosofía de Nietzsche es, por una parte, una crítica radical a los fundamentos de la
cultura occidental basada en una metafísica, una religión y una moral que han suplantado e invertido los
valores vitales; por otra parte, es un intento de superación de esta cultura a la que califica como producto
del resentimiento contra la vida.

Nietzsche parte de la constatación de que lo que él ve como europeo moderno, como prototipo humano y
como sociedad típica del mundo contemporáneo, no se corresponde precisamente con el optimismo
ilustrado. De hecho, a la pregunta, ¿el ser humano es ahora más feliz, está ahora mucho mejor realizado, la
sociedad ahora esta mucho mejor coordinada y entrelazada, hay más solidaridad?, la respuesta es que no, que
como mucho estamos igual, o incluso comparándonos con otras culturas como la griega (de la cual tenía un
gran conocimiento), estamos casi peor. Por lo tanto, ese optimismo ilustrado de que hay un progreso
acumulativo a lo largo de la historia y que nosotros somos la culminación de ese proceso no se corresponde
con un examen desprejuiciado de lo que es la realidad humana y la realidad social del mundo moderno.
Hemos avanzado en progreso externo, es decir, hemos avanzado en condiciones de confort, en cuestiones
de tipo técnico, en cuestiones de tipo sanitario, pero el progreso interno del ser humano como tal, el
progreso moral que podríamos decir, el progreso moral y político no ha tenido lugar. Ahí Nietzsche
considera que no hemos avanzado nada y se pregunta por qué. Realiza así un análisis muy profundo y
necesario en donde se encuentra toda la temática del nihilismo, que es el punto de partida de lo que es su
reflexión filosófica y es también el aspecto que más influencia ha tenido para todos los pensadores del siglo
XX. Su innovadora reflexión crítica de la cultura de su tiempo es lo que ha hecho de Nietzsche uno de los
pensadores más interesantes de la contemporaneidad.

Nietzsche representa la sospecha de que la cultura occidental, caracterizada por la herencia de la Antigüedad
y 2000 años de cristianismo, ha venido recorriendo un camino equivocado. Esta sospecha toma cuerpo en
una crítica radical de la cultura occidental que, en su esencia, viene a ser una disputa con la metafísica
que se extiende desde Platón hasta Hegel. Lo característico de Nietzsche es que no emprende esta crítica
como destrucción conceptual de la metafísica, no la desmonta con los instrumentos de análisis lógico, no
la realiza desde una perspectiva ontológica, sino moral, es decir, viendo en ella un movimiento vital en
el que se reflejan estimaciones de valor, enfocando las ideas metafísicas como síntomas que denuncian
tendencias vitales. La degradación y el debilitamiento de la vida que lleva a cabo la metafísica es la
proyección de una voluntad de poder enferma, nihilista, incapaz de querer la vida como es y aceptarla
sin subterfulios, que es lo propio de la voluntad de poder sana y fuerte. Para Nietzsche, el movimiento
nihilista por antonomasia es el cristianismo, pues desprecia la vida y nos anima a poner nuestros anhelos en
un más allá. Nietzsche propugna la implantación de un tipo de cultura construida a ejemplo de la
griega de la época trágica, anterior a Sócrates y Platón, con cuyas teorías racionalistas comienza la
decadencia. El modo de invertir esta tendencia requiere:

1) Aceptar que Dios ha muerto, y, con él, todo sentido y todo valor que no dependa de la
propia voluntad creadora del hombre.

2) Aceptar un nuevo tipo de tiempo: la teoría del eterno retorno.

3. LOS CONCEPTOS APOLÍNEO Y DIONISÍACO COMO ARTICULADORES DEL DRAMA DE


LA EXISTENCIA HUMANA

Otros autores de la época como Shiller o Shelling ya habían comenzado a estudiar la Grecia clásica y a
adoptar conceptos o metáforas con los que poder explicar su tiempo, la constitución del mundo desde el
punto de vista filosófico, la relación del hombre con la realidad, etc. La verdadera intuición de Nietzsche al
tomar como metáforas o como modelos a las dos divinidades de Apolo y Dionisio fue articular todo el
drama de la existencia humana, posteriormente reflejado en el drama musical. La dialéctica que generan
estos dos principios (lo apolíneo y lo dionisíaco) será la estructura básica de todas sus ideas posteriores
como la “voluntad de poder”, el “eterno retorno”, el “superhombre”. De tal manera que hay una vinculación,
Nietzsche no crea estos conceptos de la nada.

Lo apolíneo y lo dionisíaco son dos categorías que Nietzsche acuña para describir el arte griego en un
juego de contraposición y de complementariedad al mismo tiempo de las formas y manifestaciones del
arte griego. El arte griego empieza con los poemas homéricos, con los templos dóricos, se continua luego por
manifestaciones como la tragedia y la comedia, pasando por la escultura, la pintura y las distintas clases de
poesía y de música. Nietzsche quiere explicar esta evolución, y para ello construye las categorías de lo
apolíneo y lo dionisíaco al comienzo de El nacimiento de la tragedia, asociándolas a dos estados del
cuerpo humano que son el sueño y la embriaguez. Estos dos estados se caracterizan porque de ellos
surgen creaciones y productos que son de naturaleza distinta y permiten una contraposición entre
ellos.
Cuando hablamos del sueño o la ensoñación (que es el sueño cuando estamos despiertos), lo que estamos
haciendo es producir representaciones, imágenes, que surgen de la imaginación y que son apariencias.
Nietzsche dice que esas imágenes, en el caso del arte, son apolíneas. La forma de entender por qué esas
formas del sueño son apolíneas es refiriéndonos a quién es Apolo. Apolo era un dios griego, el dios de la
luz, era el dios del oráculo de Delfos, el dios de las musas, el dios de la inspiración poética y de las artes
plásticas, y sobre todo, era el dios de la civilización, es decir, era el creador de los sistemas jurídicos y
morales, de la medicina, y era el padre de todas las ciencias en general. Toda esta riqueza simbólica que se
condensaba en la figura del dios Apolo, para los griegos tenía dos notas constitutivas y determinantes que
era el equilibrio y la mesura. Así lo apolíneo era el orden, la claridad, la producción de elementos
mesurados, cuya función era contribuir a organizar la cultura y hacer posible la vida humana. Por
tanto, el significado más propio de lo apolíneo era la representación de formas o de imágenes
individualizadas, como las que surgen en nosotros cuando estamos soñando o cuando estamos despiertos y
estamos configurando algo. Por ello, las artes propiamente apolíneas, es decir, aquellas que producen formas
individualizadas, son la escultura, la pintura, la arquitectura y también la poesía épica y elegíaca. Todas ellas
son formas definidas que responden a este mecanismo análogo a la producción del sueño.

La categoría de lo dionisíaco es totalmente diferente y tiene relación con el estado fisiológico de la


embriaguez. Nietzsche la pone en conexión con el dios Dionisio, el cual era para los griegos el dios del vino
y de la sexualidad, de manera que era el dios de la embriaguez etílica y sexual. Lo más característico de
este dios era el estado que provocaba en los individuos durante las fiestas que se celebraban para su
culto, y que representaba para quien participaba en aquellas fiestas una experiencia muy especial. Su culto se
celebraba en las montañas y estaba vinculado a las orgías místicas, en las que se alcanzaba la unión con el
dios superando la propia individualidad en rituales colectivos con cantos, danzas, sexo y vino. La
experiencia consistía en que mediante la música, la danza y el desenfreno, se perdía la conciencia de la
individualización y alcanzaba una profunda embriaguez. Pues bien, ese estado de embriaguez también
es un estado creador, puede producir formas artísticas que son distintas de las apolíneas. Nietzsche señala
como formas propiamente dionisíacas la música, el mimo, la danza o la poesía lírica.

Esta distinción entre lo apolíneo y lo dionisíaco no se debería entender como si fueran solo dos formas de
producir arte contrapuesto, dos polos artísticos enfrentados, sino que en realidad son complementarios, e
incluso van unidos. De forma que lo apolíneo y lo dionisíaco no se pueden pensar lo uno sin lo otro, ni
pueden ser el uno sin el otro. Las creaciones apolíneas, al igual que las dionisíacas, se producen por una
única y misma fuerza, la potencia de crear que tienen los individuos y que es al mismo tiempo la potencia
de destruir. Es decir, la fuerza de la vida que produce en nosotros las imágenes del sueño es también la fuerza
que las desintegra y que las disuelve. De manera que es la misma fuerza de la vida y de la naturaleza que
produce continuamente los seres y al mismo tiempo los hace sucumbir y desaparecer. La vida es una
fuerza que al mismo tiempo que crea y produce nuevos seres, nuevos mundos y nuevos individuos, los va
desgastando, los va destruyendo y los va haciendo desaparecer para sustituirlos por otros. Seria, por tanto,
más apropiado hablar de un solo proceso con dos caras, la cara del anverso que es la de la construcción, la de
producción de formas y apariencias apolíneas, y el reverso que sería el reverso dionisíaco de la disolución y
de la destrucción de esas mismas formas.

Lo que hace Nietzsche con estas metáforas de lo apolíneo y lo dionisíaco es buscar un fundamento al drama
de la existencia humana, de tal forma que de lo que tratan estas dos fuerzas es de hacernos ver cuál es la
dinámica de la existencia humana y en concreto la dinámica del drama existencial, que posteriormente él
fundamentará en el drama musical wagneriano. De tal forma que, si la finalidad de la música wagneriana era
una revolución cultural, esa revolución cultural tendría que estar sustentada por estos dos principios, lo
apolíneo y lo dionisíaco, que se complementan. Una vez descritas las categorías de lo apolíneo y lo
dionisíaco y establecida la complementariedad, queda mostrar de qué modo funcionaron en la cultura
griega antigua y por tanto, de qué manera y por qué son tan importantes para Nietzsche.

El ejemplo más claro de creatividad apolínea en el arte griego fueron los poemas homéricos, que son
aquellos que ejemplifican lo que fue la religión olímpica de los griegos. No se trataba de una religión
moral, sino estética. La religión de Homero no tiene ideales de santidad, de moralidad, no defiende una
espiritualidad incorpórea, no predica el ascetismo para alcanzar la salvación, ni el cumplimiento del deber, ni
nada de lo que nosotros estamos acostumbrados a ver en una religión como por ejemplo la cristiana, judía o
musulmana. Los dioses griegos no conocían la diferencia entre el bien y el mal, ni entre el ser ni el deber
ser en el sentido moral; los dioses griegos tenían todos los vicios y condiciones propias de los humanos,
en lo único en que se diferenciaban de ellos era en que vivían siempre en una vida esplendorosa y
privilegiada y en que eran inmortales. El impulso de esta religión olímpica era intentar divinizar el
mundo y en concreto a los seres humanos, haciéndoles lo más semejantes posible a los dioses, unos dioses
que únicamente magnificaban la naturaleza de lo que existe tal y como existe.

Pues bien, lo paradójico es que esa religión olímpica tan exultante de vida y tan afirmativa, en realidad
nació como reacción a una conciencia muy viva y muy profunda de los sufrimientos y del vacío de la
existencia, es decir, nació como reacción a un pesimismo que es el que vemos expresado, por ejemplo, en la
sabiduría de Sileno cuando afirmaba aquella frase terrible que decía: “lo mejor habría sido no haber nacido,
pero ya que hemos nacido lo mejor es morirse pronto”.

Por tanto, para sustraerse a esa visión tan pesimista y tan radical de la vida y superar el horror ligado a
ella, los griegos crean esa religión olímpica. La religión olímpica la imaginan como una fantasía artística
fruto de la creatividad apolínea, pues los dioses griegos son esas formas luminosas que nos invitan no solo
a soportar la vida y el sufrimiento que conlleva, sino que mediante esa visión transfigurada,
embellecida, sublimada de lo que es la vida, nos la hacen verla como bella y por tanto como deseable.
Por tanto, lo que el espíritu apolíneo hace es transfigurar en los dioses olímpicos la existencia humana
de una manera artística, poética, para hacerla aceptable y deseable para los humanos. Los griegos se
veían reflejados en los dioses olímpicos como si ellos fueran un espejo transfigurador que les permitía
imaginar un modo de vida diverso, reconfigurado con todos los refinamientos del lujo, del esplendor y de la
belleza, de manera que el dolor y el sufrimiento, a la vista de esos dioses olímpicos, se transformaban
en una especie de destino heróico y de muerte gloriosa. De modo que esa religión producía un
sentimiento de reconciliación del ser humano con su existencia en este mundo, que era una existencia
dura, y que a los griegos no se le escapaba como percepción de horror frente a la precariedad de la
existencia humana. Los griegos conocían muy bien ese horror, pues estaba expresado en la religión
preolímpica, una religión que era la de los titanes devorando a sus hijos, las gorgonas, las esfinges, todos
esos monstruos que representaban la fuerzas tremendas y destructoras de la naturaleza. Por eso, con el paso
de la religión prehomérica a la religión olímpica, la cultura griega expresa un modo ejemplar de
superar el horror y el terror para alcanzar la serenidad y la armonía.

Por tanto, el arte apolíneo y la religión olímpica, con esa belleza y moderación, no pretenden encubrir,
ocultar o borrar de la conciencia el sufrimiento de la muerte, de la desaparición de los seres, que es lo que
expresa el poder disolvente de lo dionisíaco. Para los griegos no sólo lo apolíneo, o sea, el mundo del
orden, de la civilización, la mesura, la racionalidad, son cosas deseables y necesarias para vivir con buen
ánimo y con amor a la vida, sino también lo dionisíaco. La experiencia de lo dionisíaco nunca dejó de
ser para los griegos tan necesaria y tan ineludible como la de lo apolíneo, de ahí que celebraran
continuamente, cada año, los cultos a Dionisio, entre los que ocupó un lugar muy relevante la
representación de las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Las tragedias representan todo el horror
de la vida: los crímenes, el incesto, el parricidio, el asesinato, etc, pero esta transfigurado porque esta
representado por héroes y está embellecido por el arte. Esa es la enseñanza que tienen y lo que
Nietzsche trata de argumentar en El nacimiento de la tragedia, el cómo las tragedias griegas son unas
verdaderas obras privilegiadas, que en función de esa combinación de lo apolíneo y lo dionisíaco, ofrecen
un sentido muy sabio de lo que es la vida. Por eso dijo Nietzsche que el arte salvó a los griegos.

La tragedia griega representaba el drama de la existencia de una manera muy cruda, pero que sería
experimentada como lo que Nietzsche denominó como amor fati: el amar la vida a pesar de todas sus
contradicciones. Por eso la tragedia tiene un lado oscuro, pero también un lado positivo que le hace a
Nietzsche exaltar la tragedia griega; Nietzsche había visto en los griegos este amor a la vida a pesar de sus
dolores y sin negarlos, sin negar esas partes oscuras de la vida, sino asumiéndolas y viviéndolas. Haber
sabido vivir la vida y afirmar la vida con todas estas contradicciones es lo que enaltece según Nietzsche
a la cultura griega y lo que quiere rescatar para llevar a cabo toda su crítica de la cultura occidental.
3.1. Lo Apolíneo y lo Dionisíaco como crítica a la cultura Occidental

Para Nietzsche es con la racionalización de la vida que lleva a cabo Sócrates cuando comienza toda la
decadencia, en la medida en que dejaba a un lado todo aquel aspecto dionisíaco, que sería el negativo, y
exaltaría lo apolíneo, la racionalidad. A partir del siglo V a.C. los griegos empezaron a dar una importancia
cada vez mayor a los elementos racionales y apolíneos, mientras desconfiaban de lo dionisíaco. Según
Nietzsche, en este proceso fue crucial el papel de Sócrates, con su insistencia en valorar la razón sobre
todas las cosas, y con su rechazo de los excesos y la desmesura propios de la dimensión dionisíaca de la
vida. Sócrates da prioridad al hombre que busca el conocimiento como valor primordial, eliminando al
“hombre trágico” que ama la vida como primera realidad. A partir de entonces el diálogo platónico sustituye
a la tragedia griega. El saber y la verdad son los nuevos valores frente al arte trágico y la vida. La
responsabilidad por la muerte de la tragedia recae en Sócrates y su discípulo Platón. Si hay una estructura
racional del mundo, entonces lo trágico ya no tiene sentido.

Para Nietzsche fue Platón el que inventó el mayor error, el más peligroso para el hombre, aquél que
sostiene que existe un bien en sí en un mundo en sí puro, de manera que dividía la realidad en dos
mitades: el mundo sensible y el mundo racional o ideal que sería el verdadero. Al hacer esto, ponía el mundo
real del devenir en función de uno falso, estático y suprasensible. La metafísica ha creado un mundo ideal y
verdadero que se convierte de inmediato, en relación con el mundo de la experiencia, en imperativo y
reproche, produciendo así esa depresión de la vida en que consiste la decadencia vinculada con el
racionalismo socrático-platónico-cristiano. Sócrates y Platón son los artífices del sometimiento de la vida
a la razón; de lo dionisíaco a lo apolíneo y, por tanto, de la disolución de los dos aspectos, ya que en la
cultura antigua ambos eran correlativos. De ahí surge la base desgarrada de la cultura occidental y de la
metafísica, que pone el mundo real del devenir en función de la razón, en lugar de poner la razón al servicio
del devenir de la vida, y convierte lo real en copia de aquella pretendida realidad “más verdadera”. Según
Nietzsche, la unidad que formaban lo apolíneo y lo dionisíaco en el mundo griego se ve truncada por la
traición de Sócrates, de forma que la disociación de estos valores está en la base de la cultura occidental,
que nace justamente a partir del sometimiento de la vida a la razón, de lo dionisíaco a lo apolíneo.

Es por ello que la obra de Nietzsche es antiplatónica, la inversión del platonismo es el objetivo de
Nietzsche, pues toda esa cultura conceptual que habría creado Platón lo que está negando es el mundo de la
vida. Platón apelaba al mundo de las Ideas, al mundo suprasensible, mientras que Nietzsche apela al mundo
de lo sensible, al mundo vivencial, al mundo de los sentidos, el mundo de los instintos, que son las
verdaderas fuerzas motoras que generan al hombre, mientras que las ideas, en sentido platónico, lo que
hacen es limitar su propia libertad. Platón sería la raíz, posteriormente continuada por el cristianismo, de
esa decadencia de la cultura.

Dividir el mundo en verdadero y aparente, ya sea al modo platónico-cristiano, o bien al modo kantiano, es
una sugestión de la decadencia. Según Nietzsche, la separación de los dos mundos está basada en la calumnia
del mundo y de la vida. El mundo en el que el hombre debe habitar está desacreditado por el hombre
mismo. El llamado mundo verdadero desacredita el mundo que nosotros somos, este es el mayor atentado
contra la vida. Así pues, mediante esta dualidad de mundos, la vida toma un valor de nada, ya que se la
niega, se la desprecia. Frente a la desviación hacia la nada, hacia el más allá (el nihilismo) , Nietzsche
se pondrá del lado de la vida.

La propuesta nietzscheana es destruir la actual cultura vigente, fundada en la filosofía platónica, para
crear una nueva cultura inspirada en las obras de los griegos anteriores a la filosofía, o sea, en los dos
principios de los primigenios griegos: lo dionisiaco, por el que abrazaban la existencia en todo su horror y
oscuridad (tragedia y música) y lo apolíneo, por el que embellecían la realidad y la vida creando un mundo
ideal de forma y belleza (mitología, artes plásticas y épicas). El joven Nietzsche creyó ver la posibilidad de
una nueva reconciliación entre lo apolíneo y lo dionisíaco en Wagner, cuyas operas revolucionaban la escena
musical en Alemania y prometían abrir nuevos caminos capaces de revivir la unión entre Apolo y Dioniso.
No obstante, esta relación de amistad no duraría demasiado tiempo. Nietzsche se sintió decepcionado al ver
cómo Wagner se preocupaba más por el éxito comercial de sus óperas que por impulsar una nueva forma de
arte. Nietzsche creyó ver en Wagner una decadente evolución hacia posturas cristianas totalmente opuestas a
su vitalismo.
Sin embargo, aunque Wagner resulto ser una gran decepción para Nietzsche, él considera que el mismo
socratismo prepara un posible retorno a la cultura trágica; Nietzsche ve la crisis del final de la
metafísica platónica con Kant y Schopenhauer (en cuyas obras se expresa una verdadera sabiduría de tipo
dionisíaco, según Nietzsche). En la crisis de la ciencia, preludiada por la crítica kantiana de la metafísica,
habrá de producirse el retorno a la cultura trágica; es lo que Nietzsche pregona y espera.

4. EL VITALISMO Y LA CRÍTICA A LA CULTURA OCCIDENTAL

El pensamiento de Nietzsche es una filosofía vitalista, porque insiste en el valor incomparable que tiene la
vida del individuo. Para Nietzsche, lo que realmente importa es que seamos capaces de experimentar una
vida plena e intensa. Esto es justamente lo que valoraban los antiguos griegos cuando admiraban a quienes
eran capaces de afirmar sus valores vitales. En la Ilíada, Homero alaba a los héroes que destacan por su
vigor, su fuerza, su belleza y su pasión. Estas son las cualidades que hicieron de Aquiles un ejemplo de
hombre superior y un modelo para todos los griegos. Estos también son los rasgos que caracterizan a figuras
históricas como Napoleón, Alejandro Magno o César Borgia. Todos ellos tuvieron una vida intensa y plena,
llena de desafíos y de emociones, completamente alejada de todo lo que fuera mediocre o vulgar.

Sin embargo, estos grandes personajes también tuvieron que enfrentarse a dificultades y obstáculos,
porque el resto de la sociedad no estaba dispuesto a aceptar su peculiar forma de vivir. Según Nietzsche, la
mayor parte de la gente no se atreve a comprometerse con la energía y la entrega que hacen falta para afirmar
plenamente el valor de la vida.

A lo largo de la historia ha habido muy pocos momentos en que los valores vitales hayan sido realmente
apreciados. Uno de esos momentos fue la Antigüedad clásica griega, y otro se correspondió con la época del
Renacimiento. Pero Nietzsche sostenía que nuestra cultura occidental rechazaba el valor de la vida,
poniendo por delante de ella otros valores diferentes. Por eso, para afirmar con toda rotundidad el
vitalismo, es preciso revisar críticamente toda la cultura occidental, ya que en ella la vida ha sido sometida y
menospreciada durante siglos.

Para comprender el combate de Nietzsche contra la cultura occidental, conviene distinguir los distintos
ámbitos a los que se dirigieron sus críticas. La crítica nietzscheana se extiende hacia la metafísica
occidental, la cual ha contaminado la gnoseología, la moral y la política. Sin duda el peor de los extravíos
que comete el ser humano según Nietzsche es el de la religión, y muy especialmente, el cristianismo, al que
considera inaceptable y gravemente perjudicial por el modo en que ha condenado y ha rechazado la vida.

4.1. Crítica a la Metafísica Occidental

Toda metafísica, desde Parménides y, a través de Platón y del cristianismo, hasta Kant, desarrolla la teoría
de los dos mundos. Como fundamento de nuestro mundo (que es el de la finitud y el de la fugacidad, el del
devenir, el de la apariencia) está el mundo del ser en sí mismo, que es el mundo de la infinitud y de la
eternidad, el de la atemporalidad y el de la verdad. Se afirma así un mundo verdadero frente al aparente,
un mundo invisible y bienaventurado frente a otro visible y desdichado. Semejante interpretación constituye
la huida de este mundo hacia otro. Por tanto, se podría decir que los que abogan por otro mundo son
aquellos que temen enfrentarse con lo que le ofrece el devenir en el que están inmersos.

El mundo en el que el hombre debe habitar está desacreditado por el hombre mismo. El llamado mundo
verdadero desacredita el mundo que nosotros somos, este es el mayor atentado contra la vida, según
Nietzsche. Así pues, mediante esta dualidad de mundos, la vida toma un valor de nada, ya que se la
niega, se la desprecia. Esto da lugar al nihilismo o valor de nada.

Frente a la desviación hacia la nada, hacia el más allá, Nietzsche se pone al lado de la vida. Nietzsche opone
al mundo suprasensible el mundo real, el devenir. La realidad es el devenir, éste carece de meta, no es
apariencia y, como totalidad, no es valorable, es lo que es y nada más. El devenir es para Nietzsche la
voluntad de poder. De este modo, la voluntad de poder es la nota fundamental de la vida. Voluntad de
poder, devenir, vida y ser significan lo mismo en el lenguaje de Nietzsche. Nietzsche entiende el ser
como el círculo del eterno retorno, el hecho de que todo retorne es la aproximación entre el ser y el
devenir. El ser es el eterno retorno pues todo devenir está dentro del curso circular; “curvo es el sendero de la
eternidad”.

La metafísica tradicional es estática porque considera al ser como algo fijo, inmutable, que no se deja ver
tal como es en realidad en este mundo, donde todo es apariencia y falsedad de los sentidos, por eso él
mismo tiene su propio mundo; lo que el hombre conoce del ser es mera apariencia. Y como este mundo es
irreal, debemos buscar en el otro mundo para encontrar la verdad. El filósofo dogmático se dedica a
buscar por encima del movimiento del mundo, porque piensa que el ser del mundo no se puede estudiar en
el torbellino de esta vida, que es para él causa de error. Esta separación entre ser real y aparente es un
juicio valorativo sobre la vida, un juicio negativo, porque da más importancia al mundo de las ideas que al
mundo de los sentidos. Pero la verdad es que no hay mundo aparente y otro verdadero, sino el devenir
constante del ser creando y destruyendo el único mundo existente. La ontología está, por tanto,
estrechamente relacionada con la moralidad cristiana y platónica: la moral que ve en los sentidos la causa
de perdición.

4.2. Crítica a la Religión

El ataque de Nietzsche contra el cristianismo está muy relacionado con su crítica a la metafísica occidental.
La religión cristiana, como el dualismo de Platón, también divide la realidad en dos esferas distintas
radicalmente opuestas. Para los cristianos, el mundo que nos rodea y que percibimos con los sentidos es solo
una realidad transitoria y secundaria si la comparamos con Dios en el cielo, que es la auténtica y
verdadera realidad.

Estos dos ámbitos, además, tienen un valor muy distinto. La esfera de lo divino, eterna y trascendente, tiene
un valor infinitamente superior a la esfera de lo terrenal, limitada y caduca. El mundo de los hombres es una
realidad imperfecta y sujeta al pecado, por lo que nuestra máxima aspiración debe consistir en superar
esta esfera de lo mortal para unirnos a Dios en una vida ultraterrena. Esto, de acuerdo con la doctrina
cristiana, solo puede lograrse venciendo la tentación y sometiéndose al ascetismo (estilo de vida austero y
de renuncia a placeres materiales), para lograr purificar nuestra alma y hacernos merecedores de una nueva
vida en el más allá.

Esta es la razón por la que Nietzsche detestaba el cristianismo, ya que veía en él un profundo desprecio
por el valor de la vida. Para los cristianos, lo importante es la salvación eterna, que solo puede lograrse
dominando nuestras pasiones, nuestros instintos y nuestros impulsos. Frente al vitalismo nietzscheano, que
defiende por encima de todo la importancia de una vida plena e intensa, el cristianismo es una religión
que menosprecia y rechaza los valores vitales. Por eso, Nietzsche se opuso a él, ya que lo consideraba el
principal responsable de la pérdida de confianza en la vida y de la decadencia de Occidente.

El cristianismo llevó a cabo una completa inversión de valores que ha configurado la moral de Occidente
durante cerca de dos mil años. Para los cristianos, lo bueno es la humildad, la resignación, el poner la
otra mejilla y la mansedumbre. En el sermón de la montaña, Jesús de Nazaret dirigió sus palabras a los
pobres, a los débiles y a los enfermos, anunciando que ellos serían los primeros en el Reino de los cielos. En
cambio, para el cristianismo, los peores pecados consisten en entregarse a la pasión desatada, el orgullo
o el disfrute de los placeres corporales. Con el triunfo del cristianismo, los débiles consiguieron finalmente
imponerse a los fuertes, consumando una total inversión de los valores. Nietzsche creía que, de este modo,
logró imponerse en nuestra cultura una moral de esclavos, que es antinatural y monstruosa porque es
contraria a la vida.

La creencia en la existencia de Dios se produce por la calumnia del mundo, por la impostura llevada
contra la vida real y plena. Es una huida que se desprende del mundo real y de la grandiosidad de las tareas
que se deben cumplir en él. Toda necesidad de Dios denuncia la situación de un hombre enfermo. Un
hombre sano debe aspirar a hacerse a sí mismo (eso es el superhombre). Por eso, Dios constituía “el mayor
de los peligros” y tenía que morir. Inventado como obra y locura del hombre, fue la mayor objeción
contra la existencia. Su existencia es insoportable para el creador: “si hubiera dioses, ¡cómo soportaría yo el
no ser Dios!”. Sólo debe ser reconocido como existente aquello que el hombre puede llegar a ser o crear.
Nietzsche constituyó un mundo sin Dios y con ello contribuyó a consolidar las bases de un humanismo
ateo que se caracteriza por una actitud espiritual que piensa al hombre, la sociedad, el mundo y la
cultura, sin necesidad de referirse a Dios. Dios y lo sagrado son entes ficticios, inútiles e irreales que no
responden a la exigencia intelectual, ni emotiva o volitiva de un hombre en plena posesión de sí mismo.

4.3. Crítica a la Moral

Nietzsche fue lector de Darwin, quien había devuelto al ser humano al mundo natural. La consecuencia
lógica que sacó Nietzsche es que entonces la moral ya no podía venir impuesta desde arriba, sino que era
un producto de la cultura, y por lo tanto en la cultura tenía sus orígenes, su desarrollo y sus
transformaciones. Nietzsche niega que haya una única moral universal fundamentada de forma
metafísica. Esta concepción ya la invalidó Darwin al demostrar que el ser humano no tiene un origen
sobrenatural y trascendente, sino que viene como una especie más, más evolucionada si se quiere, pero desde
el punto de vista orgánico y en algunos sistemas, no en todos, pues no es que el ser humano fuese el animal
mejor dotado, tan solo en su inteligencia. Pero es un ser mundano igual que los demás. Por tanto, no hay
motivos para suponer que haya habido un nivel de existencia trascendente desde el cual se haya establecido
como eterno un bien y un mal y una verdad y una mentira. De manera que las morales son productos de las
culturas en la misma actividad del ser humano de adaptación al medio y supervivencia. Esa era ya la
teoría de Darwin, y Nietzsche como hombre de su tiempo que ha leído las teorías evolucionistas, la adopta y
la acepta.

Por tanto, hay que partir de una pluralidad de morales en función de las culturas, hay que partir de que
los valores son siempre valores relativos a unas determinadas situaciones históricas y a unas
determinadas estructuras culturales; ahí es donde tiene su lugar la moral, que es un instrumento al
servicio de la vida, la supervivencia y el desarrollo del individuo. Lo que realiza Nietzsche en la
Genealogía de la moral es, por una parte, una crítica bastante penetrante y dura de lo que ha sido la
absolutización de la moral, especialmente por obra del cristianismo y de los sistemas dependientes de él
como el kantiano, que para Nietzsche es una versión más del cristianismo. Él hace una crítica muy dura de
esa concepción absolutista y dogmática de la moral, y, por otra parte, propone lo que se llama el método
genealógico que consiste en tener un criterio moral sujeto a la vida. Una crítica universal de los sistemas
de valores morales aparecidos hasta el momento podría consistir ahora en repensarlos hacia atrás, hasta
llegar a la proyección axiológica que los creó. Detrás de todos los valores está la vida, que es el gran jugador.
Ese es el método genealógico y es lo que Nietzsche propone para reconfigurar la moral, que dejaría de
ser absoluta y se convertiría en una moral vinculada a una situación cultural.

Así, como Kant establecía un imperativo categórico y universal y absoluto que era el sentido del deber, el
actuar siempre como si nuestra acción pudiera servir de ley universal para cualquier otro individuo que se
encontrará en una situación parecida. Nietzsche, en lugar de ese imperativo abstracto, propone una noción
mucho más concreta. Puesto que las metas trascendentes se han demostrado fruto de una ilusión más bien
infantil del ser humano que no quería aceptar su condición mundana y se consideraba un ser trascendente, y
que lo único que realmente tenemos como empíricamente contrastado es nuestra vida, es que ahora la moral
debe adoptar la vida como criterio. Qué es lo que favorece la vida, qué es lo que la hace progresar, qué es
lo que la hace perfeccionarse, qué es lo que permite su autosuperación, pues eso es un valor moral
positivo. Qué es lo que hace decaer la vida, lo que la destruye, lo que la debilita, lo que la degenera,
pues eso es un valor moral negativo. Por tanto, el criterio moral sería ese: lo que beneficia, hace
progresar y hace realizarse la vida. La genealogía es ir a las fuentes vitales, es decir, a los impulsos, a los
sentimientos que están debajo de las valoraciones. Todas las valoraciones son una estimación y una
estimación implica una actitud de atracción o una actitud de rechazo, las cuales están muy directamente
vinculadas con las instancias vitales del individuo, no tanto y exclusivamente con las racionales.

Para Nietzsche, solo la destrucción de la moral cristiana permitirá de nuevo afirmar la importancia de la vida.
Para ello hace falta realizar una transvaloración de los valores, que devuelva las cosas al lugar que les
corresponden, reconociendo que lo bueno debe corresponder a lo que impulsa, acrecienta e intensifica la
vida, mientras que lo malo ha de asociarse a lo que disminuye, entorpece o debilita la plenitud vital.
El hombre mismo ha de crear sus propios valores (ésta es su esencia) y no esperar que se los den desde
fuera. Nietzsche distingue dos clases de moral: la moral de los señores y la moral de los esclavos. La
primera trabaja con la contraposición de bueno-malo. Bueno es todo lo que eleva al individuo, lo que le lleva
a lo auténtico de su vida, lo que da nobleza a la existencia. La moral de los esclavos quiere igualar todas las
cosas, glorifica lo que hace soportable la vida a los débiles de espíritu y trabaja con la contraposición entre el
bien y el mal. La moral de señores es creadora, implantadora de valores; la moral de esclavos
encuentra los valores ante sí. La primera es activa, la segunda es pasiva. El hombre es un ser que se
produce a sí mismo en virtud de su libertad. Su crítica a la moral viene dada para poder afirmar este
modo de ser libre, que consiste en el acto de crear. El hombre crea unos valores, que en ningún caso
son definitivos, sino que los va transformando conforme a sus nuevas aspiraciones.

Directamente relacionada con este aspecto de la moral vinculada con las pulsiones naturales, está la crítica
que realiza Nietzsche a la cultura occidental, no por educar estos impulsos naturales, sino por
erradicarlos y reprimirlos. Nietzsche habla de la domesticación del hombre como la principal estrategia
de la cultura occidental por parte de la religión, la moral y la política. Lo que pretendían estas instancias
ha sido, más que desarrollar a un ser humano creativo, feliz, realizado, lo que han intentado ha sido lo
contrario, debilitarlo, convertirlo en un animal domestico inofensivo, para lo cual han tenido que desvirtuar
y debilitar sus fuerzas impulsivas, con lo cual el hombre ha dejado de ser un individuo creativo, con
bastantes dificultades para ser feliz.

Por tanto, la religión, la moral y la política de la cultura occidental han cultivado la neurotización de los
individuos, creándoles esta división interna alienante entre un mundo trascendente que es el verdadero
y un mundo real que es el aparente y el falso, el nuestro. Una diferencia irresoluble entre un ser que no
vale, el ser nuestro en lo que cada día somos, y un deber ser que nunca alcanzamos, como lo perfecto
que está siempre más allá de nuestras posibilidades. Eso es provocar una especie de actitud esquizoide y
de neurotización que produce desanimo, que produce frustración, que produce en definitiva el nihilismo.
Derrida decía que el nihilismo para Nietzsche es la consecuencia que la cultura contemporánea tiene
después de dos mil años de haber enseñando al hombre a creer y querer la nada, la nada porque lo que se le
proponía siempre al hombre era una cosa inalcanzable e inaccesible para él.

Es por ello que hacer regresar a ese hombre a sus raíces naturales, a su vida concreta y empírica, al
trayecto que hay entre su nacimiento y su muerte, y hacer de él un ser que se supera, que combata las
dificultades, que busca la felicidad, que busca la creación de algo positivo que le realice, ha sido su
propuesta filosófica. Pero para ello, evidentemente, había que hacer una tarea de crítica de denuncia y de
propuestas muy duras y muy difíciles de llevar a cabo. El problema es que no es una filosofía fácil la de
aquel que le quiere hacer ver a uno toda la distancia, todo lo que le falta y todo lo que tendría que hacer para
transformar su situación hacia una situación de plenitud, de felicidad y de creatividad.

4.4. Crítica a la Gnoseología (Teoría del Conocimiento)

De acuerdo con la visión de Nietzsche, para la cultura europea conocer consiste en alcanzar la realidad
verdadera que se esconde tras las apariencias. Desde Platón, la gnoseología siempre ha identificado por
un lado el mundo sensible y aparente que percibimos con los sentidos, y por otro lado tendríamos el mundo
inteligible y verdadero que solo puede captarse con la razón. Según esta visión del dualismo ontológico, el
conocimiento genuino únicamente se capta por medio de la razón, que unifica y dota de significado al
testimonio de los sentidos. Esto es posible mediante el uso de conceptos, que permiten englobar nuestras
percepciones sensoriales para hacerlas manejables y comprensibles. Si miro a través de la ventana, la
información sensorial de formas, colores y sensaciones cambiantes es casi infinita. Si tuviéramos que
guiarnos únicamente por las percepciones, nos sentiríamos desorientados y perdidos. Por suerte, la razón nos
permite comprender esa enorme cantidad de información sensorial unificado todos esos datos bajo conceptos
como bosque, urbanización o atardecer, que expresan la esencia permanente e inmutable de la realidad.

Todo cuanto vemos, oímos o tocamos es procesado por nuestra racionalidad e interpretado mediante
conceptos, que además podemos combinar mediante el pensamiento abstracto. Esta manera de interpretar el
conocimiento como una búsqueda de conceptos está presente en los planteamientos de filósofos como
Platón, Descartes o Kant. Es un enfoque presente también en la ciencia moderna.
Nietzsche reconocía que los conceptos son instrumentos útiles y eficaces para manejarnos en el mundo. El
problema no está en usarlos, sino en creer que esos conceptos nos abren el acceso a una dimensión
superior de la realidad, más auténtica y verdadera que la que podemos percibir por los sentidos. La
creación del concepto “iguala lo que no es igual”: del mismo modo que es cierto que una hoja nunca es
totalmente igual a otra, asimismo es cierto que el concepto “hoja” se ha formado al abandonar esas
diferencias individuales, esas notas distintivas. De este modo se cree que existe en la naturaleza algo
separado de las hojas como una especie de “arquetipo primigenio”, idea o concepto a partir del cual todas las
hojas habrían sido diseñadas, coloreadas, onduladas, pero de tal forma que ningún ejemplar resultase ser
correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo.

Nietzsche negaba la existencia real de ese ámbito supremo en que residen los conceptos. Para él no hay
más que un mundo, que es el que podemos percibir con los sentidos. Este mundo sensible, el único que
existe, es múltiple y cambiante (Heráclito). No es la razón, sino la intuición, la que nos permite percibir
de forma directa esta realidad sensible, formada por individuos particulares y concretos, irrepetibles, en
continua transformación. Los conceptos racionales fueron inventados precisamente para tratar de contener,
de alguna manera, el vértigo que nos produce ese imparable y continuo cambio. Platón cometió un terrible
error, porque no existe ningún mundo ideal, inmutable y trascendente. Para Nietzsche no hay más realidad
que la que podemos captar con los sentidos, con su perpetua movilidad y su pluralidad inagotable. Intentar
escapar de ella inventando un mundo ficticio no es más que una señal de cobardía y de miedo ante el
vértigo que nos produce el devenir, el tiempo y la muerte. Por tanto, dividir el mundo en verdadero y
aparente, ya sea al modo platónico-cristiano, o bien al modo kantiano, es una sugestión de la decadencia.
La necesidad de racionalizar lo imposible es lo que nos obliga a inventar ficciones lógicas y modelos de
conocimiento que nos permitan la estabilidad frente a lo que en sí es caos. Por eso los filósofos se han
dedicado hasta ahora a momificar el devenir del ser a través de conceptos, que sólo sirven para etiquetar.

Nietzsche creía que el origen de los conceptos está ligado al uso de la metáfora y al intento de encontrar
una manera sorprendente y original para describir algún aspecto de la realidad. Esa metáfora, cuando
fue propuesta por primera vez, actuó como una imagen capaz de iluminar de forma novedosa lo que estaba
nombrando. Así pues, en nuestra manera de referirnos al mundo, late escondida una profunda
dimensión de creatividad poética.

El lenguaje socialmente establecido, con sus reglas y su función cognoscitiva, nació solo como
cristalización arbitraria (unido a formas de las relaciones de dominio) de cierto sistema de metáforas
que, inventado libremente como cualquier otro sistema de metáforas, se impuso luego como el único modo
públicamente válido de describir el mundo; cada lenguaje, en su origen es metáfora, indicación de cosas
mediante sonidos que nada tienen nada que ver con las cosas mismas. Todo hablar es metafórico, pero del
modo verdadero de hablar se dice que no es metafórico tan sólo porque se ha olvidado, por la
institucionalización, que está compuesto también de metáforas. La sociedad surge cuando un sistema de
metáforas se impone sobre los otros, se convierte en el modo públicamente prescrito y aceptado de
señalar metafóricamente las cosas, esto es, de mentir.

Si estas metáforas se emplean repetidamente, acaban por perder el brillo que tenían cuando fueron
propuestas por primera vez. El término deja de sorprendernos y acabamos por olvidar que un día fue una
original y sugerente metáfora. Con el uso rutinario, la metáfora fosilizada puede acabar por convertirse en
uno de esos conceptos con los que nos parece estar describiendo un ámbito de verdades inmutables y
una dimensión trascendente de la realidad. Pero la creencia en ese presunto espacio supremo y eterno
surge más bien cuando nos olvidamos del origen poético de los conceptos y les otorgamos un valor de verdad
absoluta.

Un ejemplo: piensa en lo que sucede cuando una persona se siente triste y abatida, sin ganas de levantarse
por las mañanas y sin fuerzas para emprender sus tareas cotidianas. En el pasado, a veces, se acusaba a este
tipo de personas de tener una escasa fuerza de voluntad. Sin embargo, más recientemente los médicos se
interesaron por esa situación e intentaron diagnosticarla con precisión. Para nombrar lo que ocurría, alguien
tuvo la ocurrencia de comparar la vida humana con un camino, en el que a veces hay subidas y otras veces
bajadas. Esta metáfora nos ayuda a entender lo que le pasa a alguien que está triste: se encuentra en una fase
descendente de ese camino con altibajos que es nuestra vida. Así, la palabra depresión (del latín depressio,
depressionis -hundimiento, zona de terreno hundida-) comenzó a utilizarse para llamar a esa fase de bajada,
situada por debajo del nivel en el que nos gustaría que estuviese nuestro camino vital. La primera vez que se
utilizó este término seguramente tendría una notable fuerza, evocando de manera muy llamativa la
comparación entre la vida y el camino. Sin embargo, su uso reiterado ha convertido este término en una
etiqueta diagnóstica más, en la que apenas reparamos salvo que nos detengamos a explorar el origen del
concepto. El concepto, que nació como una propuesta creativa y original para nombrar una situación, ha
perdido brillo con el uso, y a muchas personas les parece que es un concepto preciso que describe una
realidad objetiva que existe en sí misma y de donde se ha eliminado toda referencia a los individuos
particulares que la presentan.

Por eso, Nietzsche creía que lo mejor que podíamos hacer para no dejarnos confundir por estas metáforas
congeladas sería tratar de inventar metáforas nuevas y alternativas que nos muestren aspectos
insospechados de esta realidad, como las descripciones de esta realidad que pueden mostrarnos distintas
películas, obras de arte, libros o canciones.

El lenguaje unívoco del concepto lógico y científico no es adecuado para describir la realidad; únicamente
un lenguaje metafórico, más connotativo que denotativo y que exija una interpretación creadora, es capaz
de expresar el mundo. El lenguaje es primitiva y fundamentalmente metafórico. Sólo porque es metáfora y
analogía puede el lenguaje introducir la unidad en el caos de los fenómenos y reunir lo diverso. La
analogía permite comparar y reagrupar cosas que no son idénticas. Estabilizadas, estos agrupamientos libres
se convierten en categorías, en conceptos o en esencias. El error consiste en tomar esas conceptualizaciones
como si fueran la verdad y la realidad, cuando sólo son interpretaciones entre una multitud de lecturas
analógicas posibles.

Nietzsche desconfiaba del modo en que los filósofos y los científicos utilizan el lenguaje. La equivocación
que cometen consiste en confundir las metáforas e imágenes que emplean con una supuesta descripción
objetiva de la realidad verdadera. Nietzsche era crítico de manera especial con el positivismo de su época
que se había difundido apoyándose en los grandes avances de la ciencia y en su creciente influencia social.
Para los positivistas, la ciencia es la única vía rigurosa y fiable de acceder al conocimiento, porque su
método se basa en la comprobación experimental y porque su único interés consiste en alcanzar la verdad.

Frente a este punto de vista, Nietzsche pensaba que la ciencia era únicamente una más entre las
múltiples formas que pueden imaginarse para describir la realidad. Con certeza, la ciencia ofrece
imágenes poderosas y útiles para comprender el mundo en que vivimos, pero eso no significa que sea el
camino privilegiado hacia el saber. De hecho, el arte, la música y la poesía ofrecen maneras mucho más
directas, intuitivas y adecuadas para describir la auténtica realidad, que es individual, particular y
cambiante. El discurso científico, sin embargo, aspira a describir la esencia inmutable de las cosas, que en
realidad no existe.

Coherente con este punto de vista, el estilo literario de Nietzsche está muy lejos de la precisión y la
objetividad académica habituales en los tratados filosóficos. Por eso en Nietzsche se mezclan poesías,
aforismos, imágenes y metáforas que hacen difícil distinguir lo filosófico y lo puramente literario.

Nietzsche afirmaba que el conocimiento no debe entenderse como el descubrimiento de una verdad
escondida detrás de las apariencias. Conocer consiste más bien en proponer una forma imaginativa y
poética de recrear el mundo que nos rodea. Por eso, Nietzsche creía que el arte es una forma de
conocimiento mucho más rica y valiosa que la ciencia, porque nos proporciona imágenes
continuamente renovadas para expresar el perpetuo devenir de la realidad.

De ahí que resulte inútil el esfuerzo en que están empeñados los filósofos y los científicos para encontrar una
verdad definitiva con validez absoluta. No existe ninguna verdad única ni universal, porque la verdad es
solo un punto de vista sobre la realidad. El conocimiento depende de la perspectiva, ya que las metáforas
que empleamos para describir el mundo condicionan nuestra manera de entender la verdad.

Nietzsche habla de perspectivismo: lo que se identifica como realidad, como verdad, depende en gran parte
(cuando no por completo) de la perspectiva escogida. No hay realidad en sí, ni verdad absoluta, ni sentido
único y fundamental que agote las significaciones del ser. Como la elección de la perspectiva depende de
valores (intereses, fines) privilegiados por el sujeto que interpreta, toda perspectiva (toda lectura de lo que
es) es axiológica, está orientada por valores. Ninguna perspectiva es puramente lógica, es decir, neutra,
objetiva, independiente de la valoración subjetiva. Lo verdadero se concibe como un universal abstracto.
Pero, no hay ninguna verdad que antes de ser una verdad no sea la realización de un sentido o de un valor. La
verdad como concepto se halla absolutamente indeterminada. Todo depende del valor y del sentido de lo que
pensemos. El pensamiento no piensa nunca por sí mismo, como tampoco halla por sí mismo la verdad. La
verdad de un pensamiento debe interpretarse y valorarse según las fuerzas o el poder que la
determinan a pensar, y a pensar esto en vez de aquello.

La ciencia alienta la pretensión ilusoria de escapar al perspectivismo y producir una descripción


adecuada, verdadera (como un espejo) de la realidad. Se asocia a la lógica, cuyo objetivo es descubrir
identidades absolutamente estables, no afectadas por el incesante y caótico devenir de los fenómenos, que
aparecen y desaparecen o se modifican sin descanso. Si alguien quiere la verdad no es en nombre de lo que
es el mundo, sino en nombre de lo que el mundo no es. Quien quiere la verdad hace de la vida un “error”,
de este mundo una “apariencia”. Opone el conocimiento a la vida, al mundo otro mundo. El mundo
verídico no es separable de la voluntad de tratar este mundo como apariencia.

El sentido último de la ciencia, el conocimiento y la lógica es utilitario o pragmático: constituyen un


conjunto de creencias útiles para la especie humana. Nietzsche reprocha al conocimiento su pretensión de
oponerse a la vida, de medir y de juzgar la vida, de considerarse a sí mismo como fin. El conocimiento,
simple medio subordinado a la vida, ha acabado por erigirse en juez de instancia suprema. El conocimiento
se opone a la vida, pero porque expresa una vida que contradice la vida, una vida reactiva.

El lenguaje es un conjunto de metáforas que no penetran en la cosa en sí. Por tanto, si el lenguaje en cuanto
instrumento de conocimiento no procede de la esencia de las cosas, ello quiere decir que nuestro
conocimiento no puede llegar a la esencia de las cosas y, por tanto, que no existe el verdadero
conocimiento. El conocimiento es sólo una ilusión, ilusión que está al servicio de la “voluntad de vida”
y que serán tanto más válida cuanto mayores sean los fines que esa voluntad de vida se marque. Es decir,
sólo debe considerarse válido aquel conocimiento que esté al servicio de fines superiores y entre estos
fines superiores no se encuentra la “contemplación teorética de la realidad” de que hablaba Aristóteles; sino
que todo conocimiento es válido en tanto en cuanto está encaminado a la acción, acción que consiste en
hacer de la vida una constante diversión y un constante juego, donde sea la vida misma el premio o el
castigo; es decir, el verdadero conocimiento no es el conocimiento útil, sino el conocimiento práctico
(entendiendo por práctico aquel conocimiento que implica una acción, un movimiento al estilo del
movimiento del fuego heracliteano).

Lo que Nietzsche espera de la ciencia, más que verdades, es un modelo de pensamiento no fanático ,
atento a los procedimientos, sobrio: el modelo de lo que se llamará “espíritu libre”. La ciencia no puede
liberarnos de la representación que encarna toda una historia de errores, pero sí puede exhibirlos y reírse de
sus pretensiones metafísicas, elevarnos por encima de todo el proceso de errores haciéndonos comprender
que la cosa en sí con que soñaban Kant y Schopenhauer, es tal vez digna de una carcajada homérica. La
exhibición de los errores pasa, principalmente y entre otras cosas, por una tarea minuciosa de
deconstrucción de la metafísica occidental.

4.5. Crítica a la Política

En el mismo sentido que actúa la moral, actúa también el Estado. El Estado da una serie de leyes que
el individuo debe acatar y que coartan su libertad creadora. El Estado hace creer a los individuos que él
es el pueblo, que vela por su bienestar y es por ello que crea una serie de normas a seguir para una “mejor
convivencia”. Se erige en la “mano de Dios” y dicta qué sea bueno y qué sea malo. Así, dice Zaratustra:
“allí donde el Estado acaba, ¡mirad allí, hermanos míos!, ¿no veis el arco iris y los puentes del
Superhombre?”.

Esta forma de pensar nos permite entender por qué Nietzsche criticaba también la democracia. Para él, el
régimen democrático es, en realidad, una herencia del cristianismo, ya que trata de la misma manera a
todos, cuando en realidad existen grandes diferencias entre nosotros. La democracia es un sistema nivelador
que convierte a los seres humanos en “animales de rebaño” instalados en la mediocridad, y empequeñece
y uniformiza a todas las personas al borrar las diferencias que separan a los seres superiores de los inferiores.
Así pues, podemos ver como la reflexión política de Nietzsche se ejerce en una doble dirección polémica:
por un lado, contra el socialismo y la democracia, herederos de la moral cristiana y al servicio de la
mayoría; y por otro, contra el Estado y el nacionalismo, hostiles al genio y a toda individualidad fuera de lo
común.

Para Nietzsche, la historia de Europa desde hace dieciocho siglos puede reducirse a la historia de una
inversión de valores. Las capas sociales mejor dotadas económicamente se ven conducidas a pedir a la
doctrina liberal que legitime, defienda y mantenga su propia situación social y su manera de vivir. Las capas
sociales desfavorecidas se inclinan a buscar más una compensación que una legitimación, una redención en
un mesianismo político que promete los paraísos terrenales.

El universo de las opciones competitivamente propuestas a los ciudadanos es, por otra parte,
extraordinariamente reducido; lejos de procurar y garantizar la independencia de las opiniones de la mayoría
como proclama la ideología democrática, la mediación de los partidos coloca a los electores ante
opiniones constituidas, opiniones elaboradas por otros: “tener una opinión”, equivale a elegir entre cinco
opciones fundamentales impuestas por el juego parlamentario. Cuando Nietzsche critica el funcionamiento
práctico del régimen democrático al poner en evidencia la selección previa a la selección de los
representantes del pueblo, e insiste sobre el hecho de que la regla de las mayorías no tiene nada que ver con
la humanidad, no admite tampoco la democracia como exigencia. Que todos puedan pretender el estatuto de
ciudadano, es para él sencillamente un engaño.

Desde el punto de vista de las satisfacciones sustitutivas, de las consolaciones opiáceas y narcóticas que
religión y socialismo procuran, ambas tienen cierto parentesco (van al socialismo muchos de los que en
otros tiempos habrían ido a Dios) y las dos apuntan a la situación de debilidad relativa de la que
surgieron. Ahora bien, la prosperidad general no puede ser la finalidad de la política, lo mismo que la
finalidad del Estado no puede estar en sí mismo.

En todas las grandes civilizaciones del pasado, el Estado fue siempre el sustrato necesario al desarrollo de
una cultura superior, pero la creación y la innovación, el proyecto intelectual fue siempre la obra de
individuos que quedaban fuera de su dominio. Transformado en ídolo nivelador y todopoderoso que se
identifica abusivamente con el pueblo, el Estado no puede conducir, en la época moderna, más que a la
degradación de la vida espiritual e incluso de la vida sin más.

Con el descubrimiento de la voluntad de poder como núcleo activo de todos los fenómenos económicos,
políticos, culturales, a partir de 1882, Nietzsche rompe con la utopía racional, con la confianza en la
ciencia para reformar la sociedad. El filósofo insistirá, de ahora en adelante, sobre el abismo que separa
al saber del poder, las diferencias de aptitudes que exigen el conocimiento y la política respectivamente.

El arma suprema y la piedra de toque de esta operación de selección es la doctrina del eterno retorno. Al
contrario que los débiles que desprecian esta vida y levantan sus ojos hacia otra bien incierta, el
hombre fuerte encuentra su alegría en querer eternamente lo que hoy quiere. La doctrina del eterno
retorno carga así con la tarea de fundar una nueva oligarquía por encima de los pueblos y de sus
intereses, así como de promover una educación para “una política de la humanidad en su integridad”.

Así como la negación de la moral no supone la anulación de toda moral, sino la captación de algo que es más
que moral, así, la vida creadora es el único sentido posible para que el hombre aspire a elevarse. Nietzsche
exige a todo hombre que abandona la moral que se ponga a sí mismo obligaciones que cumplir, pues
un hombre libre es aquel que se rige en la vida por sí mismo. El hombre no busca ya los fines fuera,
sino dentro de sí mismo, la vida no está ya sujeta a los preceptos de la moral ni condicionada por un
trasmundo metafísico. Se ha hecho libre. El hombre percibe el carácter de riesgo de la existencia, se torna
posible la vida como experimento, como juego. La nueva moral es la moral “natural” porque está
dominada por el instinto de vida.
4.6. Crítica al historicismo

El renacimiento de la cultura trágica en que piensa Nietzsche es sus escritos de juventud se configura
como una revolución en la que el arte tiene que una función decisiva, que, sin embargo, mientras que no
queda suficientemente determinada en el escrito sobre la tragedia, en las otras obras de los años
inmediatamente siguientes se precisa como vinculada generalmente a una función crítica de la cultura.
Nietzsche no trabaja por la fundación inmediata de una cultura distinta en que sus tesis pudieran llegar a ser
“actuales”; más bien trabaja “contra el tiempo”, y de esta manera sobre el tiempo, y sobre un tiempo
venidero.

La crítica al historicismo se perfila en la Segunda intempestiva, titulada Sobre la utilidad e inconvenientes


de la historia para la vida (1873), y es la primera crítica rigurosa, a finales del siglo XIX, de uno de los
rasgos dominantes de la cultura de ese siglo (junto con el cientificismo positivista, al que ya atacó en El
nacimiento de la tragedia). Este rasgo, el historicismo, es tomado no tanto en su forma metafísica hegeliana
sin en la forma del historiografismo característico de la educación del hombre decimonónico. Nietzsche
parte del punto de que un hombre o una cultura totalmente consciente de la historicidad de sus
acciones no tendría ningún estímulo ni capacidad para producir nueva historia. Histórico es lo que
resulta de cuanto le ha precedido y está destinado a dejar su lugar a lo que seguirá: así pues, un puro y simple
punto en una línea, que se individúa únicamente en relación con los otros puntos. Esta relación con los otros
puntos, mientras que es constitutiva, es también disolvente. La historia, dice Nietzsche, es necesaria para
la vida, pero su exceso es paralizante. Cuando la conciencia histórica domina a un individuo o, como en el
caso del siglo XIX, a una cultura, las fuerzas creativas decaen; parece insensato e inútil dedicarse a construir
lo que está destinado a perecer dentro de poco, en el curso incontable de la historia. A este estado de ánimo
Nietzsche lo denomina “enfermedad histórica”.

La enfermedad histórica está vinculada, por una parte, a los desarrollos, también en Hegel, de la visión
cristiana del mundo que se concreta en una difusa conciencia epigonal que no cree que se pueda dar algo
hoy nuevo bajo el sol, y piensa que todo nace y perece sin que nada pueda hacerse para detenerlo. Este
epigonalismo aparece como un curso racional de acontecimientos (y aquí tiene su parte también Sócrates,
que puso los cimientos de la posibilidad de ver el mundo y la historia como una totalidad racional). En la
conciencia del hombre del siglo XIX se mezclan ese epigonalismo con la pretensión de ser el punto de
llegada del proceso histórico. Al hombre de ese siglo le es dado más material cognoscitivo sobre el pasado
del que es capaz de asimilar; tal manera pesa sobre el estómago y provoca esa “falta de estilo” en que
consiste propiamente la decadencia. El exceso de conocimiento histórico y de conciencia es causa al
mismo tiempo de la incapacidad de producir formas nuevas y del “remedio”, aún peor que el mal, para
esta incapacidad. Tales son los prejuicios que el exceso de historicismo causa en una sociedad; la vida tiene
necesidad de olvido, de un horizonte definido, de un cierto grado de inconsciencia.

Sin embargo, esto no quiere decir que el conocimiento del pasado no tenga también una utilidad para la
vida: es la utilidad que se manifiesta en las tres formas “positivas” en que Nietzsche ve articularse el
estudio histórico y que a su vez responden respectivamente a tres necesidades de historia: a la de aquél en
tanto que es activo y tiene aspiraciones (la historiografía monumental), a las de aquél en tanto que
conserva y venera (la historiografía anticuaria), y a las del que sufre y tiene necesidades de liberación (la
historiografía crítica). Las mismas tres formas entrañan riesgos, que se combaten limitando cada una de las
tres formas con las otras dos. La salida de la decadencia que busca Nietzsche pasa por instaurar una
relación vital con el pasado (anticuario, monumental, crítico) que contribuya a una verdadera
maduración del individuo.

5. LA MUERTE DE DIOS Y EL NIHILISMO

Aunque la moral cristiana se ha impuesto en Occidente durante siglos, Nietzsche creía que su dominio
tenía los días contados. Muchos artistas, pensadores e intelectuales ya se habían dado cuenta de que la
escala de valores que hemos aceptado durante tanto tiempo es únicamente producto de la envidia y el
resentimiento. Cada vez eran más las personas que habían comprendido la enorme mentira del cristianismo,
y también eran cada vez más numerosos quienes deseaban liberarse de él para poder desarrollar una nueva
forma de vida más libre y plena. Nietzsche expresó esta convicción con una frase que se ha hecho célebre:
“Lo que ha sucedido es que Dios ha muerto porque los seres humanos lo hemos matado”.
Respecto a la frase “Dios ha muerto”, la opinión común es que es Nietzsche quien ha matado a Dios, que él
es el deicida, pero no es cierto. Nietzsche lo único que pretende expresar es que ya en su tiempo, mediados
del siglo XIX, la fe en el Dios cristiano que había servido para dar fundamento a todas las estructuras
culturales de la sociedad europea desde la Edad Media (en Dios se basaba la moral, la política, la ciencia,
el derecho, etc) se había ido diluyendo y ya no tenía vigencia. Es decir, la pérdida de la fe en el Dios
cristiano, que Nietzsche se limita únicamente a constatar, ha sido provocada por la propia evolución de la
cultura occidental que llega a la conclusión, especialmente a lo largo del proceso de secularización que
culmina en la Ilustración, su racionalismo y sus críticas por parte no sólo de los empiristas, sino en gran
medida también Kant (quien echó abajo en su Crítica de la razón pura, en la Dialéctica Trascendental, toda
la prueba de la existencia de Dios y dejó bien claro que todas las maneras en las que se había intentado
justificar la existencia de Dios no tenían validez argumentativa alguna), de que la creencia en Dios es una
ilusión. Por tanto, todo ese proceso de secularización, de eliminación de la realidad de Dios como
fundamento, es lo que Nietzsche simplemente constata y parte de ahí. Él piensa que para hacer una filosofía
interesante y provechosa tiene que partir de un dato que ya no se puede obviar, y es que Dios se ha
convertido en algo que científicamente y racionalmente no se sostiene; era una ilusión con la cual se
cubrían una sería de necesidades, pero que ahora ha dejado de servir. Lo importante es que ha sido el
propio hombre el que lo ha matado, nuestra razón ha sido su asesina. La razón lo creó y ella lo asesinó.

Nietzsche creía que la muerte de Dios ha sido la lógica consecuencia de una transformación cultural que el
escepticismo y el relativismo han introducido en la cultura europea. Cuando Dios no había muerto, existía
una única verdad absoluta: Dios. Ahora, con su muerte, no hay nada absoluto, todo es probable. Ningún
punto de vista, ninguna opinión, ningún valor, son absolutos. El hombre igual que crea los valores puede
destruirlos. Todos los puntos de vista sobre una cosa son igualmente aceptables, todo es relativo.

Para una cultura como la europea, que se ha fundamentado en la religión cristiana durante siglos, la muerte
de Dios tiene importantes consecuencias. Cuando un creyente descubre que Dios ha muerto, su primera
reacción es la de sentirse gravemente perdido y desorientado. Si no hay ningún Dios, la base sobre la que se
apoyaban nuestras antiguas creencias y seguridades se derrumba, dejando detrás un enorme vacío. De pronto
nos damos cuenta de que nuestras más profundas convicciones estaban sustentadas en algo que no
existe. De este modo caemos en el nihilismo, una etapa de pérdida y de confusión en la que parece que
nuestra vida ha perdido su sentido.

Por tanto, la frase “Dios ha muerto”, por un lado es una mala noticia porque crea una gran confusión,
una gran crisis, una convulsión enorme como pérdida del fundamento de los valores superiores y de los
criterios organizadores del mundo europeo moderno, pero por otro lado es una buena noticia porque,
según Nietzsche, por fin nos hemos librado de una superestructura dogmática y absolutista que se creía
la verdadera y que impedía (era una proyección alienante del hombre como lo había demostrado Feurbach)
que el individuo se diera cuenta de que la moral, la ciencia, la política, etc, eran creaciones suyas, obra
de su libertad y que por tanto las podía modificar, las podía mejorar.

En ese sentido, el nihilismo no solo tiene una vertiente negativa, sino que también puede interpretarse como
una fase necesaria para poder desprenderse de las antiguas mentiras y, de esta manera, emprender un
nuevo rumbo vital. Nietzsche subrayaba la importancia que tiene esta dimensión positiva del nihilismo, ya
que para poder empezar de nuevo es preciso empezar por destruir nuestras viejas y equivocadas creencias.
Para Nietzsche el nihilismo significa, por tanto, la supresión de los valores anteriores, los valores supremos
de lo suprasensible, y frente a este nihilismo adopta una postura afirmativa. Ahora hay que crear valores
nuevos. El “no” a los valores anteriores proviene del “sí” a los nuevos valores.

Nietzsche fue el primer pensador en darse cuenta de que la muerte de Dios conllevaría a algo totalmente
nuevo en la historia del ser humano: la idea de la libertad absoluta del hombre. Por fin, por tanto,
aparecía en el horizonte la posibilidad de un ejercicio de la libertad para configurar la vida, la
sociedad, la moral, los criterios de fundamentación de nuestra existencia. De manera que entonces la frase
“Dios ha muerto” es también el principio de un uso nuevo y valiente de la libertad. Otro asunto es que
el hombre este en condiciones psicológicas y culturales de poder hacer ese uso, pero desde luego esa fase
de eliminación del absolutismo dogmático teológico que hacía ver que la verdad en sí existía y el bien en sí
existía, ha tenido lugar; Dios ha muerto porque se ha demostrado que Dios era un invento del ser humano.
Una vez que se ha certificado la muerte de Dios, la vida deja de estar sujeta a los preceptos de la moral o
condicionada por un transmundo metafísico; el hombre, así, se ha hecho libre, y por tanto, ya no debe buscar
los fines fuera, sino dentro de sí mismo. Por eso ahora el reto es cómo podemos hacer uso de nuestra
libertad para crear unos valores nuevos, una ciencia nueva, una moral nueva y un mundo hecho a la
medida del ser humano. En la posibilidad de crear nuevos valores que exploró en Así habló Zaratustra,
Nietzsche ofrece un contra-modelo filosófico donde lo que cuenta es más el proceso que el (incierto)
resultado final, un proceso que se nos presenta como tentativo y experimental.

La crisis de la cultura contemporánea no se resolverá por medio de la ciencia. Tampoco, de acuerdo con
Nietzsche, lo hará la sociedad de masas por sí misma. El aristocratismo de Nietzsche lo aleja de la
democracia. Pero en Nietzsche es posible el cultivo del yo, el trabajo de la propia persona que permita
una recreación de la propia libertad. Esto es el superhombre, el cual no es una realidad, sino una
esperanza, una esperanza que se empieza a realizar con el último hombre; este es el momento para crear al
superhombre.

El último hombre es el hombre del nihilismo pasivo o reactivo, que no cree ya en nada, en el que se ha
consumido y extinguido la potencia creadora del hombre. Para el último hombre Dios ha muerto; la
muerte de Dios se cuenta en la obra de Nietzsche como un acontecimiento que ocurrió en los últimos
tiempos de la historia humana, no es un hecho, sino un proceso. Según Nietzsche el último hombre asesinó a
Dios porque la fealdad humana no soporta que ningún testigo penetre en lo más íntimo y horrendo de su ser.
El más feo de los hombres no soportaba la opresión que Dios ejercía sobre él y lo mató.

Sin embargo, la muerte de Dios conlleva la muerte del hombre. Por eso, el superhombre necesita la
muerte del último hombre. Dios ha muerto, pero su asesino tiene que morir. Hay que rechazar todo
impedimento hacia el superhombre, hacia la capacidad máxima del desarrollo de la voluntad de poder
en el hombre. Nietzsche trató de destruir todo lo que fomentaba la tranquilidad y alejaba a los hombres de
conquistar, con su esfuerzo propio, una actitud auténtica. El superhombre es la afirmación del
inconformismo ante el hombre que existe, este ha de evolucionar siempre: muerto Dios, el hombre ha de
someterse a un progreso continuo que nunca tendrá fin: crear valores que le empujen a querer seguir
viviendo plenamente.

Con todo lo visto, ¿qué significa para Nietzsche la frase “Dios ha muerto”? significa que el mundo
suprasensible carece de fuerza operante, que la metafísica, la filosofía occidental entendida como
platonismo, se acabó. Nietzsche no coloca al hombre en el lugar de Dios, no diviniza la existencia finita, en
lugar de Dios coloca la tierra, la vida. Nietzsche niega a Dios en nombre de la vida y de la voluntad de poder.
Rechaza una trascendencia que desvaloriza lo mundano y finito. Su ateísmo quiere rescatar el sentido
de la tierra, el valor de los instintos, la importancia del cuerpo y de una experiencia orgiástico-
dionisíaca. El rechazo de Dios es un modo de liberar los mejores y más sanos impulsos irracionales del
hombre.

Por todo ello, no es la pretensión de Nietzsche proclamar el nihilismo como aspiración humana, sino desde
su voluntad de poder en el proceso superador, desde el sí a la vida en el hombre que ha de ser superado
con miras al superhombre. Habrá de conseguirse el hombre afirmativo, del sí a la vida, el hombre del
futuro que lleva a cabo la superación de su situación creándose valores auténticos para la vida e inalienables.

6. LA SUPERACIÓN DE LA CRISIS: TEORÍAS DEL SUPERHOMBRE Y EL ETERNO RETORNO

6.1. Teoría del superhombre

Nietzsche es todo lo contrario del absolutismo, por eso se le asimila, con ligereza y sin medir la profundidad,
con los sofistas, pero porque Nietzsche era también un relativista. Esto no es algo que les difame en cuanto
a su valor como filósofos. Lo que dice el relativismo es que todo es relativo a una situación, a una
perspectiva y a una circunstancia, lo que significa que en una circunstancia determinada hay varias
perspectivas diferentes coexistiendo juntas. Por tanto, el relativismo correlaciona con el pluralismo de
las opciones políticas, morales, filosóficas, científicas, etc. La pluralidad es la única base sobre la que se
puede montar una sociedad democrática, pues la democracia no es posible sin la coexistencia pacífica y
positiva de las diferencias y de las pluralidades, que son distintas tanto en valores como en visiones de la
vida en general, pero que sin embargo coexisten y se enriquecen mutuamente precisamente por esa
diferencia. El absolutismo de una moral única, unos mismos valores para todos y universales, una verdad
única universal para todos, es propia de una postura absolutista y dogmática. No es posible una democracia
con una verdad única, con una moral única, con una política única y con un pensamiento único. Esto no
significa que en una sociedad no tenga que haber elementos universalizadores y aglutinadores de la totalidad,
como por ejemplo la igualdad en el derecho de oportunidades. Tiene que haber elementos que sean
universales, es decir, son necesarias una serie de normas comunes que nos igualen, lo cual no me iguala a mi
a los demás; yo sigo siendo yo y cada uno sigue siendo diferente, es decir, en algunas cosas somos iguales y
en otras muchas somos diferentes.

Esta es la razón por la que los valores de la nueva moral serían valores diferentes, idiosincrásicos,
aunque habría elementos comunes que estarían enraizados no tanto en un dogmatismo axiológico sino
en una salud psicológica. Lo que viene a defender Nietzsche con la teoría del superhombre es que un
individuo sano, feliz, contento consigo mismo, satisfecho, realizado, es un individuo que tiende por
naturaleza a los valores buenos, a la generosidad, al altruismo, al amor al otro, mientras que el individuo
que no es feliz él mismo difícilmente va a hacer feliz a otro. Es decir, para hacer feliz a otro y hacer una
convivencia positiva, lo primero que tiene que hacer cada uno es ser feliz consigo mismo.

Por eso, lo que defiende Nietzsche es que hay que fundar los valores de la nueva convivencia, de la nueva
sociedad basada en la solidaridad y en la ayuda mutua, en un saneamiento psicológico del individuo; en
crear individuos que estén contentos consigo mismos y por tanto quieran estar contentos también con
los demás. Lo que tenemos, sin embargo, es lo contrario, tenemos una cultura que genera una situación en la
cual la gente no es feliz, la gente se acerca al otro para intentar que el otro le haga feliz a él, pero como el
otro también hace lo mismo, no funciona. Tiene que haber alguien que quiera hacer feliz o que pueda hacer
feliz al otro para que esto pueda funcionar y por tanto, por ahí es por donde habría que empezar. La moral
posiblemente empiece por una terapia (cosa que dijo después Freud extrayendo correctamente las
consecuencias de este pensamiento) que consiga unos individuos sanos psicológicamente, pues hasta que
esto no ocurra, hasta que no estén bien psicológicamente y sean un poco felices, no serán buenos.

Es por ello que en este sentido, la moral de Nietzsche no es ni se plantea en sus escritos ser una moral
absolutista que sustituya a la moral cristiana, sino que está basada más en actitudes que nacen de
situaciones personales de logro, de serenidad, de satisfacción y de felicidad: ¿qué es aquello que te hace
estar feliz y contento? Pues eso es bueno.

La palabra superhombre, que ha sido muy mal interpretada en la historia, probablemente porque Nietzsche
no la eligió bien (fue desafortunada), en alemán es Übermensch, que viene de über que significa “más allá”,
por tanto, la traducción correcta sería: el hombre más allá, pero ¿más allá de qué? Más allá del nihilismo.
Es decir, ¿cómo sería el hombre que no fuera nihilista? (esto hipotética e imaginariamente) ¿cómo sería el
hombre que hubiera vencido todas las lacras que hemos heredado de la cultura nihilista? Ese sería el
superhombre.

Quizás sea más fácil definirlo como lo que no es: es alguien que ya no depende de falsos objetivos externos
que la sociedad le da, es alguien que se compromete con objetivos que él se marca. Es simplemente la
imaginación, el ideal regulador de ese ser humano que se hubiese librado, hipotéticamente (esto no lo
sabemos porque nosotros seguimos en el nihilismo), de las lacras del nihilismo.

Entonces, la consecuencia que hay que entender es que este superhombre sería un hombre que lo primero
que aprecia como patrimonio suyo es su libertad y el ejercicio de su libertad. La filosofía de Nietzsche
es una filosofía de la libertad. Lo que verdaderamente enseña Nietzsche es como tu puedes llegar a disfrutar
sabiendo que puedes actuar con libertad y cómo puedes llevar a cabo esa experiencia de ser libre. Eso
significa que el hombre nihilista fundamentalmente se caracteriza por su esclavitud, de ahí viene la
dualidad de la moral de los señores y la moral de los esclavos, tan mal interpretada. El Übermensch, por
tanto, es un hombre libre, es un hombre señor, señor porque ha vencido ya todas aquellas estructuras y
vínculos que esclavizan, que alienan y que impiden al individuo ser lo que puede llegar ser haciendo uso
de su libertad. El superhombre no es más que eso, el hombre que se ha librado de las cadenas que le
impiden realizarse.
Nietzsche sabe que convertirse en un superhombre es una tarea terriblemente difícil, pues faltan
instrumentos, no hay prototipos. Y aunque sabes perfectamente que la tarea que tu te marques no es
universal, no es buena para todos, es una con la que aún así te comprometes (contra Kant), una por la que
te esfuerzas. El superhombre no es algo definido a lo que pueda llegarse, sino que es un camino, un
ideal, un esfuerzo, unas ansias de superación, un ser cada día mejor. Uno es realmente libre cuando es
dueño de sus proyectos y de su quehacer creador. Por eso la transformación del hombre en superhombre
es una metamorfosis de la libertad, su liberación de la autoalienación y la libre aparición de su
carácter de juego.

El proceso que conduce a los seres humanos actuales hasta el superhombre está recogido de manera
alegórica en un célebre pasaje de Así habló Zaratustra. En él se describe a un camello, abrumado por el
peso de la carga que transporta. El camello representa el espíritu del ser humano doblegado por los valores
contrarios a la vida que ha impuesto el cristianismo. Su existencia está marcada por el peso del “tú debes”,
que lo somete imponiéndole obligaciones. Al igual que el camello, quien cree en Dios y acepta la moral
cristiana está arrodillado y abrumado por el peso de una carga que no le permite vivir en plenitud. De esta
etapa solo puede salirse mediante una transformación, que convierte al camello en un león. El león busca su
libertad destruyendo los viejos valores y sustituyendo el “tú debes” por el “yo quiero”. Aunque el león
representa la rebeldía y la ruptura con lo anterior, en esta etapa aún no es posible crear valores nuevos. Para
eso es necesaria una tercera y última transformación, que convierte al león en un niño. El niño es símbolo de
la inocencia, es decir, del desconocimiento tanto del bien como del mal. Asimismo, el niño toma cada
instante como un juego, o sea, como un fin en sí mismo. El niño representa la capacidad de inventar una
nueva manera de vivir, libre de cargas y ataduras, capaz de proponer valores nuevos basados en la afirmación
de la vida. El superhombre juega con la vida sabiendo que bueno es lo que la afirma y la hace crecer, y que
lo malo es lo que la niega y la hace mermar. Le bastan esta vida y este mundo, y los afirma, en su finitud y de
manera infinita.

Por otro lado, no debemos entender la teoría del Übermensch como revolucionaria, el superhombre no es un
revolucionario al uso. Así como el marxismo ha considerado que la sociedad nueva pasa por una destrucción
de lo que hay y de la creación de algo nuevo, Nietzsche no es un revolucionario político. Nietzsche tiene un
método, una estrategia para cambiar la sociedad que no es la violencia, sino el ejemplo. Para Nietzsche,
lo único que es capaz verdaderamente de cambiar al otro es el ejemplo, y el ejemplo es precisamente lo que
se práctica en el plano de la moral.

Nietzsche insiste tanto en que la transformación de la cultura nihilista en una cultura nueva es una
transformación de la moral porque solamente aquel que haya conseguido plasmar en sí mismo los
valores de la libertad, de la generosidad, de la felicidad, de la realización propia, tiene la fuerza para
que con su imagen poder atraer la voluntad de otro que quiera seguir su ejemplo. Por tanto, en cierto
modo, y de una manera casi analógica, Nietzsche, al final, viene a ser una especie de repetición de lo que
Cristo le decía a los Apóstoles: “predicad el Evangelio pero predicadlo con el ejemplo”. Cuando la gente ve
que tu eres consecuente con tus ideas y que tu con esas ideas consigues un nivel de vida mucho mejor
(no en sentido económico, sino de felicidad) que el que él tiene, entonces es cuando se siente impulsado
para cambiar. Y si cambia uno y otro y otro y otro, pues es como una mancha que se va expandiendo, y esa
es la revolución que plantea Nietzsche. Una revolución de predicar con el ejemplo. Por eso, en muchos de
sus textos, el superhombre no lleva a cabo ninguna tarea de transformación directa de la sociedad, se limita
simplemente a vivir y a mostrarse en lo que él consigue, y si hay gente que quiere seguir su ejemplo, bien, y
si no, pues nada. Eso es lo que él simplifico en Así habló Zaratustra. En esa obra que sería como el nuevo
Evangelio que plantea Nietzsche, el nuevo profeta no le pide, ni le da normas a sus discípulos, ni les
enseña positivamente nada, sino que simplemente él vive un ideal de vida y así atrae a algunos
individuos que quieren imitarle.

6.2. Doctrina del eterno retorno

El eterno retorno supone que los acontecimientos de nuestra vida han de regresar eternamente para
volver a vivirlos de forma idéntica una y otra vez sin que haya un fin. Pero si esto fuera así de verdad,
¿vivirías tú de una manera diferente si cada una de tus decisiones fuera a repetirse idénticamente en el
futuro? Cada uno de tus errores y de tus momentos perdidos, en los que no te has atrevido a vivir con
plenitud o en los que has dejado escapar una gran oportunidad, estarían condenados a repetirse del mismo
modo una y otra vez, en un proceso infinito. Y, de la misma forma, cada uno de tus aciertos, en los que has
dicho “sí” a la vida y te has atrevido a gozar en plenitud del momento, tanto si era alegre como si estaba
lleno de dolor, tendría que regresar interminablemente de la misma manera.

Todo lo anterior significa que cada decisión personal y cada instante vital tienen un valor
extraordinario, una importancia infinita, porque son decisiones e instantes que van a repetirse hasta el
infinito. Si tu vida es plena, rica y estimulante, esta regresará en toda su intensidad una y otra vez, pero
también volverá eternamente una vida triste, mediocre y desperdiciada. La idea del eterno retorno sirve
para determinar si somos capaces de decir “sí a la vida”, pues hace que nos preguntemos: ¿soportarías
que cada instante, incluso el más infeliz de tu vida, se repitiese eternamente?

La doctrina del eterno retorno encuentra su lugar en la teoría del superhombre porque solo un ser
totalmente feliz podría desear que cada instante de nuestra vida se hiciera eterno y se repitiera hasta el
infinito. Nietzsche creía que aunque tenemos cosas que podemos considerar como fracasos, también
deberíamos estar contentos de revivir eso. Debemos aprender a incorporar los errores, las imperfecciones y
penurias a la belleza del todo. Deberíamos construir nuestras propias vidas para que seamos nuestros
propios héroes. Básicamente, deberíamos decidir quién queremos ser, cómo queremos vivir la vida y amar
las elecciones que tomamos, para que el pensamiento de revivir nuestra existencia, para bien y para mal,
pueda ser bienvenido con un positivo “sí”.

El eterno retorno es una aceptación exuberante y optimista de la vida. El sufrimiento no es algo de lo


que tengas que redimirte, como enseñaba el cristianismo, o evitado a toda costa, según Schopenhauer, en vez
de esto tenía que ser aceptado. Para vivir la vida al máximo, uno tenía que arriesgarse a sufrir y
superarlo. El eterno retorno supone un criterio moral de juicio sumamente exigente, por eso precisa de
un hombre completamente distinto. Además, también exige un mundo distinto, pues sólo en un mundo
que ya no se pensara en el marco de una temporalidad lineal sería posible tal felicidad plena.

Desde otro ángulo, el eterno retorno permitió a Nietzsche romper con la clásica interpretación del tiempo
que había prevalecido en Occidente desde los orígenes del cristianismo. La religión cristiana introdujo en
Europa una concepción lineal de la temporalidad donde el tiempo tiene un comienzo y también tendrá un
final. Esta visión, dominante en la filosofía durante casi dos mil años, se contrapone a la interpretación
circular del tiempo que tenían los griegos y muchas otras culturas orientales, según la cual los
acontecimientos se repiten cíclicamente siguiendo patrones regulares. En la temporalidad lineal cada
momento tiene sentido sólo en función de los otros en la línea del tiempo. No se trata sólo de construirse
instantes de la existencia tan plenos que pueda desearse su eterno retorno, sino que instantes de este tipo sólo
son posibles a condición de una radical transformación que suprima la distinción entre mundo verdadero y
mundo aparente y todas sus implicaciones. El eterno retorno puede ser deseado sólo por un hombre feliz,
pero un hombre feliz sólo puede darse en un mundo radicalmente distinto de éste. Con la idea del eterno
retorno, Nietzsche retoma esta antigua visión de los griegos, ligándola de forma muy estrecha con su
propuesta vitalista.

La idea del eterno retorno tiene dos aspectos, se la puede ver desde el pasado o desde el futuro. Si todo lo
que ocurre es repetición de lo anterior, entonces también el futuro está fijo, no hace más que repetir lo que ya
ha sucedido. Pero también se podría decir a la inversa, todo está todavía por hacer, tal y como actuemos
ahora actuaremos en el futuro; cada instante posee un significado que trasciende la vida individual, porque en
él reside el centro de gravedad de la eternidad. El tiempo es a la vez fijo y abierto, lo ya decidido y lo
todavía por decidir. La voluntad ahora, al querer hacia delante quiere también hacia atrás. El hombre
acepta la vida y la ama, es el amor fati (amor al destino). El amor fati consiste en aceptar nuestra propia
vida tal y como es, incluyendo no solo sus instantes de exaltación, sino también los de abatimiento, sin
lamentarnos por la inevitable carga de dolor y de amargura que conlleva nuestra existencia. Para referirse a
esta aceptación total de la vida, que incluye vivir a fondo tanto la alegría como el sufrimiento, Nietzsche
enlaza la doctrina del eterno retorno con el amor fati. Sólo con el eterno retorno la muerte de Dios es
efectiva y se supera la nada de la sociedad nihilista.

Al darlo todo escribiendo Así habló Zaratustra (pues Nietzsche ya se encontraba bastante enfermo),
Nietzsche no sólo dio su propia versión de la vida ante el sufrimiento, sino que empezó a vislumbrar que el
propio sufrimiento era la llave para abrir el elusivo secreto de la felicidad. La felicidad es esforzase por
algo, es sufrir por esa gran tarea que te has marcado a ti mismo. Es superar los obstáculos que te
impiden conseguir tu objetivo lo que forma parte de la experiencia de la felicidad. El dolor es casi una
condición que permite la felicidad.

7. EL VITALISMO Y LA VOLUNTAD DE PODER

El término vitalismo hace referencia al concepto de vida que tiene Nietzsche. Para comprenderlo mejor
habría que recordar la discusión que Nietzsche mantiene con tres propuestas que se habían hecho, tanto
desde la filosofía como desde la ciencia, sobre el sentido de lo que es propiamente la vida en sus diferentes
acepciones:

En primer lugar, Nietzsche discute la idea de Shopenhauer según la cual lo primero en lo que consiste la
vida es en el impulso básico de querer vivir, es decir, lo más elemental que es la vida sería voluntad de
autoconservación, el impulso de autoconservación. Nietzsche está de acuerdo, pero le contesta que si los
seres vivos ya están vivos, la vida se convertiría en una cosa que se da de hecho, no se requeriría esfuerzo,
tan solo su mantenimiento. Nietzsche dice esto porque él cree que la fuerza más elemental, el impulso que
define propiamente la vida no es solo el impulso de autoconservación. Al querer autoconservarse, querer
permanecer en lo que ya se es, querer seguir siendo lo que uno ya es, hay que añadirle algo: todos los seres
vivos quieren poder desarrollarse, es decir, poder ser más fuertes, más potentes. De manera que la
vida, en su forma más propia, sería una voluntad de autosuperación, no sólo la de autoconservación.
Nietzsche llama a esa voluntad de autosuperación voluntad de poder.

Este es el sentido que define el concepto que Nietzsche tiene de la vida cuando la define como voluntad de
poder. Esa voluntad de poder es tendencia a aumentar la propia potencia, en vez de permanecer en la
que uno ya tiene o en la que uno ya es. Esta idea la ejemplifica con el comportamiento de los seres
unicelulares. Dice Nietzsche que estos seres unicelulares, que son los seres más simples que existen, tienden
a absorber mucho más alimento del que necesitan para su conservación, de modo que cuando han absorbido
una cantidad que ya no pueden retener en sus paredes celulares, entonces se disgregan y dan lugar a otros
seres unicelulares. Este ejemplo muestra que la autoconservación o supervivencia no es el sentido de la vida,
más bien, en este caso se podría hablar de un instinto de no-conservación, pues incorporar tanto alimento
hasta que ese ser estalla, pero que al estallar beneficia a otros seres, respondería a una guía que iría más allá
de la autoconservación, es un instinto de propagarse y por tanto, de elevar la especie (voluntad de poder).

En un nivel teórico distinto, la segunda de las doctrinas a las que Nietzsche se refiere para especificar lo
que él piensa que es la vida, están constituidas por las explicaciones hedonistas y eudemonistas del
comportamiento humano cuando se preguntan por el sentido de la vida. En las explicaciones hedonistas,
Epicuro, por ejemplo, decía que el sentido de la vida humana está en la búsqueda del placer y evitar el dolor.
En las teorías eudemonistas, Aristóteles decía que el sentido de la vida estaba en la búsqueda de la felicidad.
Nietzsche le responde a estos filósofos que para comprender lo que es vivir, es decir, qué clase de
esfuerzo, de impulso, es la vida, la respuesta que se diera no sólo tendría que valer para los seres
humanos sino también tendría que valer para el resto de seres vivos, pues la vida es algo que tenemos en
común con las plantas y los animales. En ese caso, podríamos preguntarnos: ¿hacía qué tiende la planta?,
¿por que combaten entre sí los árboles de un bosque?, ¿por la felicidad?, ¿por el placer?: no. Combaten por
la luz y por el crecimiento, o sea, por hacerse más fuertes, combaten por el poder. ¿Por qué han luchado los
humanos desde el estadio primitivo hasta nuestros días? Pues por lo mismo que los árboles, por su voluntad
de poder, por aumentar sus conocimientos, su dominio de la naturaleza, por dominar una tecnología que
aumente sus capacidades de acción y de superación. Por tanto, el motivo ha sido también el poder y no el
placer o la felicidad.

No obstante, es verdad que cuando se produce un crecimiento y un aumento de la propia potencia, se


produce también un placer y una felicidad, pero no es el placer o la felicidad lo que se busca, sino que es un
efecto. Nietzsche concluye de esto que los seres humanos, más que buscar el placer y evitar el dolor, lo que
buscan es un aumento de su ser y de su potencia de manera que de eso se derive un placer. El placer y el
dolor no son, por lo tanto, fines que se persigan o eviten expresamente, sino que son consecuencias de
otros fines. El dolor lo producen, en muchos casos, las resistencias, los obstáculos, que surgen y que se
oponen al ejercicio de la voluntad de poder y que ésta tiene continuamente que vencer. Por tanto, el
dolor, en este sentido, es un factor normal e inevitable para cualquier vida, tanto humana como orgánica en
general. Constantemente hay necesidad del dolor, pues cualquier victoria, cualquier cosa que se quiere
conseguir, incluso un placer, implica un esfuerzo, implica una resistencia que hay que vencer y que hay
que superar. Para explicar esto, Nietzsche recurre otra vez a la biología unicelular con el ejemplo del
protoplasma, y dice que los protoplasmas, los seres más primitivos que existen, extienden sus tentáculos para
buscar algo que se le resiste y entonces luchan contra eso para vencer esa resistencia y así poder
apropiárselo, incorporárselo, y de esa forma, crecer y aumentar en su ser.

Por tanto, el viejo principio, tanto moral como psicológico, de que el hombre siempre busca el placer y
evita el dolor, tendría que revisarse, pues ni la felicidad ni el placer son el bien supremo y, por tanto, no
son la finalidad del ser vivo ni tampoco son el sentido de la vida. La vida es un esfuerzo de cada ser
vivo hacia el logro de una fuerza mayor que la de los otros seres vivos que también luchan por eso
mismo. Es por ello, que todo autodesarrollo requiere vencer resistencias y en consecuencia, requiere o
implica situaciones que suponen estados dolorosos o desagradables.

La última de las teorías con la que Nietzsche discute es la idea de ciertos darwinistas, como Herber
Spencer, que hablan de la vida como evolución: evolución de las especies guiadas por la selección
natural. Los darwinistas entienden el sentido de la vida a través de evolución de las especies, es decir, como
un progreso unilineal irreversible que se dirige a la consecución de formas superiores y más perfectas
de vida. Es en esta discusión donde mejor se hace visible la concepción nietzscheana de la vida como
voluntad de poder, o sea, como movimiento de autodesarrollo, autosuperación y progreso.

Nietzsche discute en primer lugar la idea de que se de un perfeccionamiento creciente entre las especies
como la ley que guía la evolución. Por ejemplo, él dice que no se puede asegurar en términos absolutos que
el ser humano represente un avance frente a las demás especies del mundo vegetal o animal.

Tampoco le parece admisible el mecanismo de la selección natural tal y como lo explican los
darwinistas, en el sentido de que la lucha por la existencia haría que los más fuertes vencieran y se
perpetuaran, mientras que los más débiles serían eliminados y desaparecerían. Nietzsche opina que lo
que sucede es más bien lo contrario en muchos casos, de tal forma que en vez de selección habría que
hablar de una contraselección. Los más fuertes, es decir, las formas más ricas y complejas de vida son
muchas veces las que más fácilmente decaen y sucumben precisamente por su complejidad y su
fragilidad, mientras que las que son más simples y elementales se conservan sin demasiados
problemas. Nietzsche dice que esto sucede sobre todo entre los seres humanos, es decir, los tipos superiores
son los que más fácilmente sucumben, pues son pocos y más raros, mientras que predominan por todas partes
los mediocres a causa de su mayor número y de la fuerza que le da ese ser mayoría. De modo que el criterio
para determinara la superioridad o la inferioridad de los tipos de vida no debería estar en función de la
duración o de la conservación, sino que lo que debería distinguirles es la intensidad de vida que
representan, es decir, su mayor salud o su mayor enfermedad como cualidades de la voluntad de poder
(los débiles serían los enfermos de voluntad de poder y los fuertes serían los que tuvieran una voluntad de
poder sana).

En la biología de Darwin el motor de la evolución es la necesidad de adaptarse al medio para


sobrevivir. En ese sentido, lo útil es lo que resulta ventajoso para adaptarse al medio. Nietzsche defiende
que el criterio de valor de una acción no es el de la utilidad para la adaptación, sino el del crecimiento:
lo que vale de una acción es si esa acción sirve para crecer, para incrementar e intensificar la vida en
su potencia, pues es muy distinto lo que vale porque aumenta la fuerza y la intensidad de vida, de lo que
vale para la mera fijación y conservación, que es lo que representaría la adaptación al medio. Nietzsche
razona este argumento diciendo que muchas cosas que pueden ser útiles para la conservación del individuo,
pueden ser perjudiciales para el aumento de su plenitud, de su fuerza. Lo que únicamente vale para
conservar a un individuo, precisamente por eso lo puede encerrar en unos límites muy estrechos que le
impiden desarrollar todas sus posibilidades y capacidades.

Con todos estos argumentos, Nietzsche no destruye la noción de evolución ni de progreso como
movimiento. Nietzsche las entiende como un movimiento de superación de la vida y lo que hace es
reformular su significado de una manera distinta a la que hace Darwin. No habría un avance lineal en la
evolución, sino que lo que habría habido serían variaciones discontinuas, o sea, adquisiciones y perdidas,
aumentos y disminuciones de poder, que introducen la idea de saltos cualitativos como ley del progreso
de la vida.

Por eso, porque la vida tiende a la autosuperación, los seres humanos podemos autosuperarnos, según
Nietzsche, en la dirección de un superhombre, es decir, en un hombre que estuviera más allá de los
límites del hombre. Ese hombre no sería el fruto de una evolución automática como una ley que determina
la historia, sino que significaría un salto cualitativo que tendría que ser el resultado de un proyecto
conquistado por ese impulso de autosuperación que es la vida y que los seres humanos albergan en su
condición de seres vivos.

Es importante tener en cuenta que la voluntad de poder no equivalía para Nietzsche a un deseo de dominar
o sobreponerse a los demás. El poder al que se refiere esta expresión no es un poder sobre otras personas,
sino más bien un poder sobre nuestra propia vida y sobre nosotros mismos. Afirmar la voluntad de poder
es empeñarse en vivir una vida mejor, más intensa, más plena, más noble y más digna de ser vivida , lo
cual es muy distinto al deseo de imponer nuestra voluntad a quienes nos rodean. Según Nietzsche, esta es la
única manera digna y valiosa de vivir, por lo que debe servirnos de referencia para establecer nuevos
valores. Según la transvaloración de los valores que propone Nietzsche, todo aquello que aumente e
intensifique la voluntad de poder será bueno, mientras que todo lo que obstaculice o dificulte su desarrollo
será malo. Nuestra vida habrá merecido la pena si en ella nos hemos atrevido a afirmar la voluntad de
poder y a vivir plena e intensamente. Sin embargo, como ya sabemos, esto no siempre es fácil, porque
quien acepta la vida tal y como es también debe asumir su lado doloroso, trágico y absurdo.

Como podemos ver, más allá de su lado crítico y combativo, la filosofía nietzscheana también es una
propuesta vitalista y afirmativa que nos invita a adoptar nuevos valores y una nueva manera de vivir.
Nietzsche creía que, una vez asumida la muerte de Dios y superada la etapa negativa del nihilismo, los seres
humanos tenían la oportunidad de reinventar libremente su futuro en busca de una mayor plenitud e
intensidad vital.

8. CONCLUSIÓN

Nietzsche muere en 1900, a las puertas de un nuevo siglo que iba a demostrar con sus dos guerras mundiales,
el auge de los totalitarismos, y la carrera armamentística, que ese optimismo en el progreso, en las inercias
del progreso, que esos avances no eran tales sino se daba un avance, un crecimiento en el interior del ser
humano.

La gran preocupación que recorre la obra de Nietzsche es encontrar el modo de transformar la cultura
occidental, una cultura domesticadora, decadente y desnaturalizada, en una cultura más acorde con la
naturaleza humana. La critica de Nietzsche hacia la cultura occidental señala que en su base, el
cristianismo, ha establecido unos valores que desnaturalizan al ser humano: la devaluación del cuerpo,
de la vida terrena, la represión de los instintos con la ensoñación de una salvación ultraterrena o la doma de
los impulsos, considerándolos impuros, inferiores, frente a la espiritualidad cristiana. Una domesticación
que, como con cualquier fiera enjaulada durante toda su vida, terminó desnaturalizando al hombre. Cuando
el ser humano se aparta de su vida, cuando reprime sus instintos naturales, cuando rechaza el cuerpo, los
sentidos, cuando rechaza su propia libertad, acaba negándose a sí mismo; cuando una cultura basa sus
valores en ideas sostenidas sobre un mundo inexistente, esa cultura se basa en la nada. Y el ser humano que
persigue la nada, que la desea, que la ama, no es más que una sombra de sí mismo, de lo que fue o de lo que
podría ser.

Pero antes del cristianismo, Platón ya había indicado la pauta a seguir, un mundo ideal más allá de los
sentidos, un mundo inalcanzable, inteligible, perfecto, un espejo en el que mirarse para demostrar
nuestra propia imperfección, para rechazarla, menospreciarla. Un espejo con una imagen ideal solo
existente en la imaginación, para no fijarse más que en esa imagen ideal y despreciar la nuestra. De forma
que no se prestó atención al mundo terreno, defenestrándolo, y el ser humano comenzó a edificar sobre su
cabeza un mundo ideal, un edificio imaginario, pero muy pesado que obligó al hombre a vivir
arrodillado bajo el peso de su propia construcción. Toda la historia convencional de la Filosofía
occidental ha sido seguir los pasos de Platón, cristianizado o no.
La muerte de Dios solo certifica el declive del cristianismo como pilar central de la cultura occidental.
Tras de sí siguen quedando dos mil años de cultura en la que el ser humano ha vivido esperando, guiado,
sometido, lastrado por ese mundo ideal. Nietzsche propuso aprovechar esa crisis, como pocas que se
suceden en la historia, como una oportunidad, una brecha para que el ser humano dejase la infancia y
madurase, dejase esas muletas y empezara a caminar, correr y bailar sin ese lastre que eran las cadenas
que se había autoimpuesto durante milenios o que había permitido que le impusieran.

Pero la conciencia de rebaño había arraigado fuerte en el ser humano. Una vez derribado Dios,
simplemente quedaba el trono vacío, y las ovejas necesitan un pastor, un guía; y así occidente se
apresuró por buscar un sustituto que ocupase el trono vacío. ¿Sería la competitividad, el dinero, la
abundancia? O ¿por qué no la patria, la nación (ese ente abstracto)?, también podría ocupar ese lugar el ser
humano, no el terrenal sino el ideal de ser humano; una nueva humanidad, el nuevo guerrero ario del tercer
Reich o el ser humano indiferenciado, indistinguible, de la URSS. El siglo XIX, experimentando esa muerte
de Dios, fue el siglo de las ideologías: nacionalismo, liberalismo o socialismo; colocando nuevamente
abstracciones absolutistas y totalizantes por encima de las cabezas del huérfano ser humano. Doctrinas
cerradas, ideales, ordenadas y perfectas.

La batalla por el trono vacío haría del siglo siguiente, el siglo XX, el siglo más sangriento de la historia
de la humanidad, y no fue una lucha épica por la vida, sino por esas abstracciones idealizadas más allá de lo
humano. Tras dos guerras mundiales, la era atómica y la carrera armamentística, el ser humano sería
huérfano y continuó resguardándose en el rebaño, en la domesticación. La no superación del nihilismo
es palpable cuando vivimos en el momento de la historia en el que el individuo está más aislado, atomizado,
alienado y desnaturalizado que nunca. Viviendo sin vivir, quizás no esperando el cielo cristiano, pero si
un sucedáneo reinventado para que siga el juego. Es cierto que la apuesta de Nietzsche era arriesgada,
pero es que no supimos o no nos atrevimos a aceptar el reto...

Nietzsche, el profeta sin religión que planteó un reto al ser humano: dejar atrás su infancia, empezar a
caminar solo sin apoyarse en nada que este por encima de la vida, y con una sonrisa.

“Conozco mi destino, se que mi nombre será algún día asociado con el recuerdo de algo tremendo,
una crisis sin igual en la Tierra, una profunda conmoción de la conciencia, evocada contra todo
cuanto se había creído, exigido y santificado hasta ahora. Donde los demás ven ideales, yo solo veo
lo que es humano, demasiado humano”
Humano, demasiado humano

Irene Pérez Hernández

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