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El señor Kamasawy y la música misteriosa

El señor Kamasawy era un viejo cascarrabias que vivía solo en un enorme caserón de tres
pisos. Nunca se había casado, así que no tenía hijos ni nietos. Toda su vida se había
dedicado exclusivamente al trabajo. El señor Kamasawy era luthier. Un luthier es una
persona que construye y repara instrumentos musicales. En la casa del señor Kamasawy
había todo tipo de instrumentos: pianos, violines, guitarras, timbales, flautas, oboes,
chelos, violonchelos, trompetas, saxofones, entre otros. Los instrumentos estaban
desparramados por todas partes, llenos de polvo y casi inservibles: el señor Kamasawy se
había jubilado tiempo atrás y ya no trabajaba. Y como no trabajaba, se aburría
soberanamente.
Dos veces por día, el señor Kamasawy salía a caminar por el barrio. Y en esos paseos se
peleaba con todo el mundo. No soportaba los ruidos, y era tan cascarrabias que, cuando
salía a pasear, insultaba a los automovilistas que hacían sonar sus bocinas, a las
ambulancias que pasaban con la sirena encendida, al vendedor de diarios que gritaba las
noticias del día, al verdulero que charlaba con alguna vecina con su vozarrón ronco, a los
chicos que jugaban al fútbol en la vereda, a los perros que ladraban…
Los días de lluvia, cuando el mal tiempo le impedía salir de su enorme caserón
destartalado, el señor Kamasawy agarraba alguno de los instrumentos que estaban tirados
por allí e intentaba repararlo. Pero había perdido completamente la paciencia y pronto
abandonaba el instrumento en cualquier parte. La casa del señor Kamasawy era tan vieja
y estaba tan descuidada, que apenas caía un chaparrón el lugar se llenaba de goteras. El
señor Kamasawy tenía que poner cacerolas por todos lados para que la casa no se
inundara. Y el sonido de las gotas cayendo dentro de los recipientes, “clinc, clinc, clinc”, lo
ponía furioso.
Fue una noche de tormenta, precisamente, cuando el señor Kamasawy escuchó por
primera ver la música misteriosa. La lluvia caía a raudales y los truenos retumbaban como
explosiones. En el interior de la casa no dejaba de oírse el “clinc, clinc, clinc” de las gotas
cayendo sin cesar en las cacerolas, y el señor Kamasawy estaba de un humor de mil
demonios: caminaba de un lado a otro insultando y agitando sus puños hacia el cielo…
Entonces, entre todo ese ruido, el señor Kamasawy creyó escuchar una melodía lejana,
muy suave, que seguramente el viento empujaba hasta su casa. Prestó atención. Sin
duda, se trataba de un piano. Pero los ruidos de la tormenta tapaban constantemente la
hermosa melodía. Decepcionado, el señor Kamasawy se fue a dormir. Se acostó, se tapó
los oídos con algodón para no escuchar las goteras ni los truenos, y se quedó
profundamente dormido.
A la mañana siguiente ya no llovía. El señor Kamasawy recordó la melodía que había

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escuchado la noche anterior. Era una melodía tan hermosa, que creyó que la había
soñado. Se sacó cl algodón de las orejas y se dedicó a vaciar las cacerolas llenas de agua
desparramadas por toda la casa.
Después, el señor Kamasawy salió para dar su paseo matutino. Corno siempre, se peleó
con medio mundo. Regresó a su casa, almorzó y durmió la siesta. Lo despertaron los
gritos de los chicos que jugaban al fútbol en la vereda. Enojadísimo, salió a la calle con un
enorme palo y los chicos se fueron corriendo. Volvió a entrar en su casa, tomó una taza de
té y comió dos rebanadas de pan con manteca. Luego volvió a salir para dar la segunda
caminata del día.
En la calle, volvió a pelearse con un montón de gente, sobre todo automovilistas que
hacían sonar sus bocinas, porque, como los vecinos del barrio ya no lo soportaban,
cuando lo veían aparecer hablaban en voz bajita, y el diariero dejaba de gritar las noticias
del día, y el verdulero dejaba de charlar con las vecinas, y los chicos dejaban de jugar al
fútbol, y los perros, de ladrar. Alrededor de la casa del señor Kamasawy reinaba, así, el
más profundo silencio. Ni los pájaros cantaban, por miedo a despertar la ira del viejo.
Pero aquella noche, el señor Kamasawy volvió a escuchar la música misteriosa. Esta vez
sin los ruidos de la tormenta, pudo oírla muy claramente. “Sí, sí, sí”, se decía el señor
Kamasawy, “es un piano, sin duda”. Y caminaba de un lado a otro del living, deteniéndose
de vez en cuando a escuchar, emocionado, la maravillosa melodía.
El señor Kamasawy intentó descubrir de dónde provenía la música y se acercó a la
ventana. Quizás tenía un vecino virtuoso, un genio ignorado. Salió de la casa, dispuesto a
descubrir al responsable, pero se dio cuenta de que, a medida que se alejaba, la música
dejaba de oírse. Volvió sobre sus pasos y se encaminó en dirección contraria: lo mismo.
Entró nuevamente en su casa. Ahora sí, la música volvía a escucharse clara, aunque
distante. Parecía provenir de arriba.
El señor Kamasawy subió las escaleras hasta el segundo piso y advirtió que allí la música
se oía más claramente que en la planta baja. Entonces, subió al tercer piso, y la música se
escuchaba allí todavía mejor. Se sentó en la escalera y se quedó escuchando por horas.
Cuando comenzaba a amanecer, la música cesó.

Los días pasaron. Todas las noches, el señor Kamasawy oía la música misteriosa. Se
sentaba en el tercer piso y escuchaba hasta el amanecer melodías maravillosas.
Una de esas noches, el señor Kamasawy recordó que allí arriba, justo sobre su cabeza,
había un altillo, un cuartito al cual no entraba desde hacía años. Y mientras la música
continuaba sonando, el señor Kamasawy buscó una escalera y subió hasta alcanzar la
entrada del altillo. Empujó la tapa, encendió la linterna que tenía en la mano y se asomó.
Lo que vio era la cosa más fantástica que se ha encontrado en muchos años… Allí, en el
altillo polvoriento, entre montones de cosas en desuso, había una enorme araña de color
rojo, amarillo y azul. Y la araña tocaba en un pianito de juguete, un instrumento pequeño
que había pertenecido al señor Kamasawy.
Quizás se puede suponer que la araña, al ver luz de la linterna y, detrás, la fea cara del
señor Kamasawy, se asustó; pero no fue así. La araña, muy tranquila, siguió tocando su
melodía en el pianito de juguete. Aquel pianito tan viejo no estaba demasiado afinado, ni

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sonaba tan bien como un piano de verdad. Sin embargo, alrededor de la araña concertista
había otras arañas escuchando atentamente.
El señor Kamasawy no salía de su asombro. Estaba tan confundido, que despacito, sin
hacer ruido, cerró la tapa del altillo y volvió a sentarse en la escalera. La música continuó
hasta el amanecer, y cada pieza que la araña tocaba era más hermosa que la anterior.
Todo aquel día, el señor Kamasawy estuvo pensando y pensando. Cuando salió a dar su
paseo matutino, iba tan concentrado que se olvidó del sonido de las bocinas y de los gritos
de la gente y de todos los ruidos que llenaban la calle. Los vecinos lo miraban pasar
silencioso, con el ceño fruncido, y se preguntaban qué le estaría pasando a aquel
cascarrabias que, contra su costumbre, no insultaba a nadie.
Esa misma tarde, sin perder tiempo, el señor Kamasawy puso manos a la obra. Construyó
un verdadero piano, pero chiquito, y lo afinó muy bien. A la tardecita, subió al altillo y dejó
allí el nuevo instrumento. Esa noche, se escuchó nuevamente la música, pero esta vez
sonaba muchísimo mejor, más afinada, más clara y más fuerte.
Unas semanas después, el señor Kamasawy decidió hacer un experimento… Fabricó un
pequeño violonchelo y lo dejó en el altillo. Cuando el Sol se ocultó y la Luna asomó sus
cachetes redondos y blancos entre las nubes, se escuchó la melodía del piano y, casi
enseguida, las primeras notas del violonchelo acompañándolo. Al parecer, aquellas arañas
que vivían en el altillo tenían un talento especial para la música.
Así, día tras día, el señor Kamasawy fue dejando en el altillo nuevos instrumentos que él
mismo, como buen luthier, construía y afinaba. Muy pronto, las arañas formaron una
orquesta, en la cual había violines, chelos, guitarras, un arpa, timbales y el piano. Y el
señor Kamasawy ya no escuchaba sentado en la escalera, sino que subía al altillo y,
acurrucado en un rincón, miraba a las arañas tocar sus instrumentos.

Hay un célebre dicho que afirma que la música calma a las fieras. Eso fue lo que sucedió
justamente con el señor Kamasawy; porque desde que las arañas comenzaron a ejecutar
aquella música maravillosa, el carácter del viejo fue cambiando poco a poco. Los vecinos
estaban muy sorprendidos: el señor Kamasawy ya no los insultaba cuando recorría el
barrio en sus paseos. Ahora, por el contrario, el señor Kamasawy saludaba a todos con
una inclinación de cabeza, y ya no les gritaba a los automovilistas que hacían sonar las
bocinas, ni echaba a los chicos que jugaban al fútbol en su vereda.
El señor Kamasawy había cambiado tanto gracias a la música de las arañas, que un día se
despertó muy preocupado, pensando que él era el único que podía disfrutar de aquellas
melodías maravillosas. Entonces, se le ocurrió una idea: instalaría micrófonos en el altillo.
De ese modo, podría amplificar la música y todo el barrio la escucharía.
Esa misma noche puso en práctica su idea. Cuando la Luna apareció en el cielo, de la
casa del señor Kamasawy comenzó a brotar la música ejecutada por las arañas. La
música flotó en el aire nocturno y pronto llegó a todas las casas del barrio. Los vecinos,
casi hipnotizados por la belleza de la melodía, dejaron lo que estaban haciendo y
empezaron a juntarse en la puerta de la casa del señor Kamasawy. Llegaban de todos
lados y se sentaban a escuchar en la vereda. Era una multitud, cientos de personas en
completo silencio, disfrutando de aquella música celestial.

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Desde aquel día memorable, la vida del señor Kamasawy cambió completamente. Ahora
es un hombre famoso y sus vecinos lo quieren con locura. El señor Kamasawy y su
orquesta de arañas dan conciertos en todo el mundo. En este momento se hallan de gira
por Europa, pero cuando están acá se puede ir a escuchar la música que por las noches
sale del altillo. El señor Kamasawy vive en el barrio de Belgrano. Si se le pregunta a algún
vecino del lugar, casi seguro que, con una sonrisa, indicará la calle a la que hay que
dirigirse.
Fin

(De La asombrosa sombra del pez limón, 2005)

Diego Muzzio nació en Buenos Aires en 1969.


Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, le
gusta la música, es poeta, también escribe ensayos y
cuentos. En 1991 publicó su primer libro de
poemas, El hueso del Ojo. En 1996 ganó el
1º  Premio del Fondo Nacional de las Artes por su
libro Sheol Sheol, publicado en 1997. En el 2000
ganó el premio Sor Juana Inés de la Cruz que otorga
la Embajada de México en Costa Rica por su
libro Gabatha. Y también en el 2000, una mención
del Fondo Nacional de las Artes por su libro de
cuentos Mockba. Algunas de sus obras inéditas
son: La alegría Perfecta, Tratado sobre la Ejecución
de Animales, Nox y Junto a los muros de Jericó. Es
autor de Hieronymus Bosch (Segundo Premio de
Poesía del Fondo Nacional de las Artes, 2004).

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