La imagen del compositor Luigi Boccherini ha experimentado un cambio
radical en los tres últimos decenios. Todavía a mediados del siglo XX, era un perfecto desconocido, un músico de octavo orden que no había escrito más que un minueto y, si acaso, un concierto para violonchelo que ni siquiera se tocaba tal como él lo concibiera, sino en un arreglo que lo romantizaba inmisericordemente. Y quizá la clave de semejante incomprensión de su arte estuviese precisamente ahí, en que Boccherini — el colorido de sus obras, su elegancia rococó, la total ausencia de pretensiones de autoexpresión— había desagradado profundamente a románticos y postrománticos. Aunque desde luego había otras muchas causas: en tanto que fue un creador italiano afincado en España, su legado competía a dos países donde los conocimientos musicológicos se han desarrollado más tardíamente. El verdadero lugar de su aportación creadora sólo a partir de los años setenta y ochenta del siglo XX, con la progresiva implantación de los postulados interpretativos de la corriente auténtica, puede considerarse suficientemente definido. Incluso más tarde: ya en el decenio de los noventa, cuando se cuenta con agrupaciones de calidad de instrumentos originales en España e Italia. Boccherini nació en Lucca el 19 de febrero de 1743. El instrumento que debería estudiar fue decidido por su padre, en función de las posibilidades que consideró más viables para que su hijo aportase ingresos a las necesidades familiares. Lo cierto es que pronto Luigi fue un violonchelista consumado, pues se presentó en público en calidad de virtuoso a los trece años. Un talento natural para la música obvio, pues sus hermanos, también iniciados por el padre, Leopoldo, abandonaron paulatinamente la práctica de este arte o no destacaron en absoluto. La situación en Lucca no era entonces demasiado propicia para hacerse con un puesto fijo; en 1757, encontramos a padre e hijo en Viena como miembros de la Orquesta del Teatro Imperial, pero a finales del 58 debieron volver a Lucca. Nacen en ese período las primeras obras, como las Sonatas para dos violonchelos, con la evidente finalidad de ser tocadas por ellos mismos, ya que Leopoldo era chelista y contrabajista. De hecho, la plantilla original es muy probable que fuera la de violonchelo y contrabajo, no la pareja de instrumentos iguales. Su primer estilo no es demasiado original y presenta fuertes influencias del barroco tardío, en especial de Vivaldi y Tartini. Una nueva estancia vienesa, en 1760-61, coincide con la escritura de los seis Tríos op. 1, llamativos por la desacostumbrada combinación de dos violines y chelo y que son probablemente su contribución más significativa al género. Boccherini, que escribiría más de cuarenta tríos, se acogería igualmente a la distribución habitual de violín, viola y violonchelo, como en los Tríos op. 14, de 1772, un punto de inflexión de la forma entre el preclasicismo y el clasicismo. La obra boccheriniana para cuarteto de cuerda nace en paralelo a la de Haydn, aunque en colecciones como los seis Cuartetos op. 2 (1761) disten mucho del equilibrio clásico, plagados como están de solos del violonchelo y de la viola. Una nueva temporada en Viena antecede al ansiado puesto estable —una garantía de ingresos fijos— en la Orquesta Palatina de Lucca, que al fin le fue concedido en abril de 1764. Sus responsabilidades en ese empleo incluían el trabajo de violonchelista de orquesta, el de solista del instrumento y la obligación de componer obras vocales. De esta época son, por lo tanto, los dos oratorios con texto de Metastasio: Gioas e Il Giuseppe riconosciuto, así como los fragmentos conocidos de misas. Muy probablemente para fortuna de la historia de la música, el destino luqués se le quedó pequeño al joven Boccherini, al que vemos en Milán en 1765, constituyendo un cuarteto de cuerda de efímera vida —sólo existió seis meses—, pero de trascendencia innegable por sus componentes y repertorio: lo integraban Manfredi y Nardini, violines, Cambini, viola, y Boccherini al chelo. Sobre sus atriles, los primeros cuartetos de éste y los también tempranos de Haydn. Al morir Leopoldo Boccherini, Luigi marchó a París, donde se encuentra en los años 1767-68. Esta fase fue importantísima para su evolución como compositor y para su difusión europea; lo primero, porque entabla conocimiento con otros estilos, como el pujante de la escuela de Mannheim; lo segundo, porque en París tendrá el centro principal de sus editores. De estos años datan probablemente los conciertos para violonchelo, aunque luego fueran espaciándose varios años en su paso por la imprenta, escritos como demostración de las propias capacidades del músico en el virtuosismo del instrumento, cuya técnica fue totalmente revolucionada por Boccherini. Tanto él, como Manfredi, que le acompañaba en su periplo europeo aunque más tarde volvería a Italia, se vieron fascinados por la invitación del embajador español en París, Joaquín Pignatelli, Conde de Fuentes, que les encandiló con la vida musical de la corte y las actividades de los nobles aficionados de Madrid. En 1768, llega Boccherini a la capital de España, pero allí el futuro no se dibujaría tan rosa como en un principio pudo pensar. De hecho, el monarca reinante, Carlos III, no se caracterizaría por sus gustos musicales, fuera ésta o no una actitud deliberada —al pensar en la decadencia de Felipe V bajo el canto de Farinelli—, como han defendido algunos autores. Lo seguro es que Boccherini hubo de entrar al servicio del infante, el futuro Carlos IV, y competir con Brunetti, si bien la rivalidad enconada entre ambos músicos procedentes de Italia, que tantas veces se ha pintado, debe tenerse como una leyenda carente de toda base. Escribe música orquestal para los aficionados madrileños, que se daría a conocer en las sesiones del Teatro de los Caños del Peral, que si no es de lo más avanzado e interesante de su producción, sí que evidencia una atractiva asimilación de influencias procedentes de Gluck, Sammartini, algunos franceses y los autores de Mannheim. Su sinfonismo no posee ni la paleta ni la fuerza de los de Haydn y Mozart, pero en estas obras el autor italiano se revela como un fino instrumentador. Trascendental para su carrera creativa va a ser la entrada, desde 1770, al servicio del infante don Luis, hermano de Carlos III, con honorarios considerables y en lo que muy probablemente fue un ambiente casi familiar. Don Luis, casado morganáticamente con María Teresa Vallabriga y Rosas, fue poco menos que desterrado a Arenas de San Pedro en 1776; Boccherini le acompañaría hasta 1785. Todos estos años propiciaron un crecimiento exponencial de la música de cámara del compositor, fundamentalmente quintetos de cuerda. La formación con dos violonchelos nació no por un afán de originalidad, sino por una mera cuestión práctica, puesto que don Luis ya tenía a su servicio un cuarteto de cuerda —el Cuarteto Font— y Boccherini simplemente añadió un primer violonchelo, que se destinaba, para que tocara los pasajes más difíciles. Las colecciones de quintetos, también de cuartetos, se suceden a buen ritmo, así como algunas curiosas formas “de bolsillo”, caso de los Quarttetini y Quinttetini, y los villancicos, composiciones vocales de prolongada tradición española. En la música de cámara se encuentra, sin lugar a dudas, lo más importante de su obra. Se considera todavía hoy menos profunda que las de Haydn y Mozart, en tanto que se suele inclinar más del lado de los aspectos virtuosísticos, sentimentales o de color. Sin embargo, según se avanza en su conocimiento, se aprecian más su originalidad y sus numerosas contribuciones formales. En su condición de violonchelista —y dado que esa parte iba a tocarla por lo general él mismo— escribió partes para ese instrumento de una dificultad extraordinaria, aun para la técnica actual, sobre todo en sus frecuentes incursiones al registro sobreagudo. En el apartado del cuarteto de cuerda, la justicia histórica debe rendirse a la evidencia de que se trata de uno de los padres fundadores del género, aunque sólo fuera porque se conocen 91 de autoría segura. Los seis Cuartetos op. 15 (1772) son ya maduros; los seis Cuartetos op. 32 (1780) representan una culminación, donde se adopta una secuencia variada de movimientos —en los cuartetos tercero y cuarto sólo tres, según el esquema de sinfonía a la italiana—, con el minueto en segundo lugar en los dos primeros. El Cuarteto en sol mayor op. 44, nº 4, muy posterior, (1792) lo llama el autor “La tirana”, por la aparición en el primer tiempo de esta danza, baile de ritmo obsesivo, de moda en Madrid a fines del siglo XVIII. La imagen de aislamiento del compositor en Arenas de San Pedro está notablemente distorsionada. Por ejemplo, se cartea con Haydn desde 1781. Fue éste igualmente el año de creación, en Arenas, de la primera versión del Stabat Mater, para soprano y quinteto de cuerda. Que el proyecto partió del infante don Luis es algo que queda claro por la leyenda del manuscrito: “El autor ha escrito esta obra en Arenas en 1781, por orden de S. A. R. el infante Don Luis”. La aproximación a la secuencia de Jacopone da Todi se caracteriza obviamente por una poética intimidad. Según el compositor, no necesita para una buena interpretación más que “precisión y sencillez”. La línea de canto, a base de frases cortas para no fatigar a la soprano, entronca clarísimamente con la herencia italiana en este terreno e incluso se distinguen alusiones concretas a los Stabat Mater de Domenico Scarlatti y Pergolesi. La segunda versión de la obra, que no cambia nada sustancial y con el propósito evidente de acceder a públicos más amplios, data de 1800. Boccherini amplía el acompañamiento a orquesta, le añade una obertura introductoria, tomada de la Sinfonía en fa mayor op. 35, nº4, y distribuye la parte solista entre dos sopranos y un tenor. Hay ciertamente en este estado de la obra una mayor variedad e incluso un superior patetismo. En 1785, mueren tanto su esposa como Don Luis, lo que dejaría a Boccherini en una situación muy comprometida. Está en Madrid, por fin, de 1786 a su muerte. Es nombrado compositor de cámara de Federico Guillermo II de Prusia, lo que le asegura un estipendio anual. Precisamente, el Cuarteto en mi menor G. 211, perteneciente a los seis Quartettini op. 33, testimonia la necesidad de disponer de música de cámara para su nuevo patrón. Está documentado que fue escrito en Arenas de San Pedro en 1781, pero al quedar inédito Boccherini lo remitió en 1787 a su mecenas alemán como una obra nueva. También en Madrid se abre paso con su servicio a la casa de aficionados nobles más importante de la capital, la de María Josefa Pimentel, condesa de Benavente-Osuna, lo que le permitiría nuevamente estar en contacto con las últimas novedades del arte de Haydn, autor favorito de su protectora. Para la condesa de Benavente-Osuna escribiría la música para Clementina en 1786, con texto de Ramón de la Cruz, que ha merecido varias reposiciones en tiempos modernos, bien que bajo formas truncadas, puesto que la interpretación completa de la obra teatral con música alcanzaría la hoy impensable duración de ocho horas. Redondea en esta época varias obras maestras, caso de los nueve quintetos con guitarra, compuestos en 1798-99; aunque varios de ellos fueran arreglos de quintetos anteriores sólo para cuerda, nacieron obviamente del contacto e influencia de la música española. Destaca el hecho de que la escritura para la guitarra sea totalmente idiomática. En el cuarto de la serie, en re mayor, G. 448, conocido como “del Fandango”, el autor se rinde al entonces salvaje atractivo de esta danza nacional, que seducía al tiempo que atemorizaba los oídos europeos. Muy pictórico es el último tiempo del Quinteto nº9 en do mayor G. 453, denominado “La ritirata di Madrid”, por su final —muy difundido en el arreglo de Berio—, una serie de variaciones que trazan un cuadro nocturno de la capital. Los seis Quintetos op. 57 (1799), dedicados a la nación francesa, para piano y cuarteto de cuerda, buscan nuevos patronos, ante la mala situación en el Madrid de Carlos IV. El destinatario determinó el tono concertante, que tanto gustaba al público francés, dando vida así a un nuevo género de cámara. Beneficiado al fin con una pensión vitalicia otorgada por Carlos IV, Boccherini murió en Madrid el 28 de mayo de 1805, hace ahora doscientos años.