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SOMBRAS RECOBRADAS

Olvido y recuperación de Luigi Boccherini


Enrique Martínez Miura

La imagen del compositor Luigi Boccherini ha experimentado un cambio


radical en los tres últimos decenios. Todavía a mediados del siglo XX, era
un perfecto desconocido, un músico de octavo orden que no había escrito
más que un minueto y, si acaso, un concierto para violonchelo que ni
siquiera se tocaba tal como él lo concibiera, sino en un arreglo que lo
romantizaba inmisericordemente. Y quizá la clave de semejante
incomprensión de su arte estuviese precisamente ahí, en que Boccherini —
el colorido de sus obras, su elegancia rococó, la total ausencia de
pretensiones de autoexpresión— había desagradado profundamente a
románticos y postrománticos. Aunque desde luego había otras muchas
causas: en tanto que fue un creador italiano afincado en España, su legado
competía a dos países donde los conocimientos musicológicos se han
desarrollado más tardíamente. El verdadero lugar de su aportación creadora
sólo a partir de los años setenta y ochenta del siglo XX, con la progresiva
implantación de los postulados interpretativos de la corriente auténtica,
puede considerarse suficientemente definido. Incluso más tarde: ya en el
decenio de los noventa, cuando se cuenta con agrupaciones de calidad de
instrumentos originales en España e Italia.
Boccherini nació en Lucca el 19 de febrero de 1743. El instrumento que
debería estudiar fue decidido por su padre, en función de las posibilidades
que consideró más viables para que su hijo aportase ingresos a las
necesidades familiares. Lo cierto es que pronto Luigi fue un violonchelista
consumado, pues se presentó en público en calidad de virtuoso a los trece
años. Un talento natural para la música obvio, pues sus hermanos, también
iniciados por el padre, Leopoldo, abandonaron paulatinamente la práctica
de este arte o no destacaron en absoluto. La situación en Lucca no era
entonces demasiado propicia para hacerse con un puesto fijo; en 1757,
encontramos a padre e hijo en Viena como miembros de la Orquesta del
Teatro Imperial, pero a finales del 58 debieron volver a Lucca. Nacen en
ese período las primeras obras, como las Sonatas para dos violonchelos,
con la evidente finalidad de ser tocadas por ellos mismos, ya que Leopoldo
era chelista y contrabajista. De hecho, la plantilla original es muy probable
que fuera la de violonchelo y contrabajo, no la pareja de instrumentos
iguales. Su primer estilo no es demasiado original y presenta fuertes
influencias del barroco tardío, en especial de Vivaldi y Tartini.
Una nueva estancia vienesa, en 1760-61, coincide con la escritura de los
seis Tríos op. 1, llamativos por la desacostumbrada combinación de dos
violines y chelo y que son probablemente su contribución más significativa
al género. Boccherini, que escribiría más de cuarenta tríos, se acogería
igualmente a la distribución habitual de violín, viola y violonchelo, como
en los Tríos op. 14, de 1772, un punto de inflexión de la forma entre el
preclasicismo y el clasicismo.
La obra boccheriniana para cuarteto de cuerda nace en paralelo a la de
Haydn, aunque en colecciones como los seis Cuartetos op. 2 (1761) disten
mucho del equilibrio clásico, plagados como están de solos del violonchelo
y de la viola.
Una nueva temporada en Viena antecede al ansiado puesto estable —una
garantía de ingresos fijos— en la Orquesta Palatina de Lucca, que al fin le
fue concedido en abril de 1764. Sus responsabilidades en ese empleo
incluían el trabajo de violonchelista de orquesta, el de solista del
instrumento y la obligación de componer obras vocales. De esta época son,
por lo tanto, los dos oratorios con texto de Metastasio: Gioas e Il Giuseppe
riconosciuto, así como los fragmentos conocidos de misas.
Muy probablemente para fortuna de la historia de la música, el destino
luqués se le quedó pequeño al joven Boccherini, al que vemos en Milán en
1765, constituyendo un cuarteto de cuerda de efímera vida —sólo existió
seis meses—, pero de trascendencia innegable por sus componentes y
repertorio: lo integraban Manfredi y Nardini, violines, Cambini, viola, y
Boccherini al chelo. Sobre sus atriles, los primeros cuartetos de éste y los
también tempranos de Haydn.
Al morir Leopoldo Boccherini, Luigi marchó a París, donde se encuentra
en los años 1767-68. Esta fase fue importantísima para su evolución como
compositor y para su difusión europea; lo primero, porque entabla
conocimiento con otros estilos, como el pujante de la escuela de
Mannheim; lo segundo, porque en París tendrá el centro principal de sus
editores. De estos años datan probablemente los conciertos para
violonchelo, aunque luego fueran espaciándose varios años en su paso por
la imprenta, escritos como demostración de las propias capacidades del
músico en el virtuosismo del instrumento, cuya técnica fue totalmente
revolucionada por Boccherini.
Tanto él, como Manfredi, que le acompañaba en su periplo europeo aunque
más tarde volvería a Italia, se vieron fascinados por la invitación del
embajador español en París, Joaquín Pignatelli, Conde de Fuentes, que les
encandiló con la vida musical de la corte y las actividades de los nobles
aficionados de Madrid. En 1768, llega Boccherini a la capital de España,
pero allí el futuro no se dibujaría tan rosa como en un principio pudo
pensar. De hecho, el monarca reinante, Carlos III, no se caracterizaría por
sus gustos musicales, fuera ésta o no una actitud deliberada —al pensar en
la decadencia de Felipe V bajo el canto de Farinelli—, como han defendido
algunos autores. Lo seguro es que Boccherini hubo de entrar al servicio del
infante, el futuro Carlos IV, y competir con Brunetti, si bien la rivalidad
enconada entre ambos músicos procedentes de Italia, que tantas veces se ha
pintado, debe tenerse como una leyenda carente de toda base.
Escribe música orquestal para los aficionados madrileños, que se daría a
conocer en las sesiones del Teatro de los Caños del Peral, que si no es de lo
más avanzado e interesante de su producción, sí que evidencia una atractiva
asimilación de influencias procedentes de Gluck, Sammartini, algunos
franceses y los autores de Mannheim. Su sinfonismo no posee ni la paleta
ni la fuerza de los de Haydn y Mozart, pero en estas obras el autor italiano
se revela como un fino instrumentador.
Trascendental para su carrera creativa va a ser la entrada, desde 1770, al
servicio del infante don Luis, hermano de Carlos III, con honorarios
considerables y en lo que muy probablemente fue un ambiente casi
familiar. Don Luis, casado morganáticamente con María Teresa Vallabriga
y Rosas, fue poco menos que desterrado a Arenas de San Pedro en 1776;
Boccherini le acompañaría hasta 1785. Todos estos años propiciaron un
crecimiento exponencial de la música de cámara del compositor,
fundamentalmente quintetos de cuerda. La formación con dos violonchelos
nació no por un afán de originalidad, sino por una mera cuestión práctica,
puesto que don Luis ya tenía a su servicio un cuarteto de cuerda —el
Cuarteto Font— y Boccherini simplemente añadió un primer violonchelo,
que se destinaba, para que tocara los pasajes más difíciles. Las colecciones
de quintetos, también de cuartetos, se suceden a buen ritmo, así como
algunas curiosas formas “de bolsillo”, caso de los Quarttetini y Quinttetini,
y los villancicos, composiciones vocales de prolongada tradición española.
En la música de cámara se encuentra, sin lugar a dudas, lo más importante
de su obra. Se considera todavía hoy menos profunda que las de Haydn y
Mozart, en tanto que se suele inclinar más del lado de los aspectos
virtuosísticos, sentimentales o de color. Sin embargo, según se avanza en
su conocimiento, se aprecian más su originalidad y sus numerosas
contribuciones formales. En su condición de violonchelista —y dado que
esa parte iba a tocarla por lo general él mismo— escribió partes para ese
instrumento de una dificultad extraordinaria, aun para la técnica actual,
sobre todo en sus frecuentes incursiones al registro sobreagudo.
En el apartado del cuarteto de cuerda, la justicia histórica debe rendirse a la
evidencia de que se trata de uno de los padres fundadores del género,
aunque sólo fuera porque se conocen 91 de autoría segura. Los seis
Cuartetos op. 15 (1772) son ya maduros; los seis Cuartetos op. 32 (1780)
representan una culminación, donde se adopta una secuencia variada de
movimientos —en los cuartetos tercero y cuarto sólo tres, según el
esquema de sinfonía a la italiana—, con el minueto en segundo lugar en los
dos primeros. El Cuarteto en sol mayor op. 44, nº 4, muy posterior, (1792)
lo llama el autor “La tirana”, por la aparición en el primer tiempo de esta
danza, baile de ritmo obsesivo, de moda en Madrid a fines del siglo XVIII.
La imagen de aislamiento del compositor en Arenas de San Pedro está
notablemente distorsionada. Por ejemplo, se cartea con Haydn desde 1781.
Fue éste igualmente el año de creación, en Arenas, de la primera versión
del Stabat Mater, para soprano y quinteto de cuerda. Que el proyecto partió
del infante don Luis es algo que queda claro por la leyenda del manuscrito:
“El autor ha escrito esta obra en Arenas en 1781, por orden de S. A. R. el
infante Don Luis”.
La aproximación a la secuencia de Jacopone da Todi se caracteriza
obviamente por una poética intimidad. Según el compositor, no necesita
para una buena interpretación más que “precisión y sencillez”. La línea de
canto, a base de frases cortas para no fatigar a la soprano, entronca
clarísimamente con la herencia italiana en este terreno e incluso se
distinguen alusiones concretas a los Stabat Mater de Domenico Scarlatti y
Pergolesi.
La segunda versión de la obra, que no cambia nada sustancial y con el
propósito evidente de acceder a públicos más amplios, data de 1800.
Boccherini amplía el acompañamiento a orquesta, le añade una obertura
introductoria, tomada de la Sinfonía en fa mayor op. 35, nº4, y distribuye la
parte solista entre dos sopranos y un tenor. Hay ciertamente en este estado
de la obra una mayor variedad e incluso un superior patetismo.
En 1785, mueren tanto su esposa como Don Luis, lo que dejaría a
Boccherini en una situación muy comprometida. Está en Madrid, por fin,
de 1786 a su muerte. Es nombrado compositor de cámara de Federico
Guillermo II de Prusia, lo que le asegura un estipendio anual. Precisamente,
el Cuarteto en mi menor G. 211, perteneciente a los seis Quartettini op. 33,
testimonia la necesidad de disponer de música de cámara para su nuevo
patrón. Está documentado que fue escrito en Arenas de San Pedro en 1781,
pero al quedar inédito Boccherini lo remitió en 1787 a su mecenas alemán
como una obra nueva.
También en Madrid se abre paso con su servicio a la casa de aficionados
nobles más importante de la capital, la de María Josefa Pimentel, condesa
de Benavente-Osuna, lo que le permitiría nuevamente estar en contacto con
las últimas novedades del arte de Haydn, autor favorito de su protectora.
Para la condesa de Benavente-Osuna escribiría la música para Clementina
en 1786, con texto de Ramón de la Cruz, que ha merecido varias
reposiciones en tiempos modernos, bien que bajo formas truncadas, puesto
que la interpretación completa de la obra teatral con música alcanzaría la
hoy impensable duración de ocho horas.
Redondea en esta época varias obras maestras, caso de los nueve quintetos
con guitarra, compuestos en 1798-99; aunque varios de ellos fueran
arreglos de quintetos anteriores sólo para cuerda, nacieron obviamente del
contacto e influencia de la música española. Destaca el hecho de que la
escritura para la guitarra sea totalmente idiomática. En el cuarto de la serie,
en re mayor, G. 448, conocido como “del Fandango”, el autor se rinde al
entonces salvaje atractivo de esta danza nacional, que seducía al tiempo
que atemorizaba los oídos europeos.
Muy pictórico es el último tiempo del Quinteto nº9 en do mayor G. 453,
denominado “La ritirata di Madrid”, por su final —muy difundido en el
arreglo de Berio—, una serie de variaciones que trazan un cuadro nocturno
de la capital.
Los seis Quintetos op. 57 (1799), dedicados a la nación francesa, para
piano y cuarteto de cuerda, buscan nuevos patronos, ante la mala situación
en el Madrid de Carlos IV. El destinatario determinó el tono concertante,
que tanto gustaba al público francés, dando vida así a un nuevo género de
cámara.
Beneficiado al fin con una pensión vitalicia otorgada por Carlos IV,
Boccherini murió en Madrid el 28 de mayo de 1805, hace ahora doscientos
años.

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