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Al verla le pareció una simple mesa, entonces no entendía que las cosas simples pueden

esconder cosas complejas o complicadas, en su interior. Cuánto la mesa preguntó. Que no


es mesa señor, es una radiola con mueble. ¿Funciona? Si funcionaba. Era una reliquia de
difícil nombre alemán, con tocadiscos casi inservible, dos inmensas bocinas camufladas,
todo por cincuenta. ¿Cincuenta soles? Sólo lo quiero como mesa, Funciona, señor funciona.
Luego de regatear unos minutos se la llevó.
El armatoste una vez instalado en su cuarto pareció encajar a la perfección. En medio de
numerosos trastos, libros e instrumentos musicales pasados de época, la vieja radio fue a
ubicarse a un costado de la cama. Tenía razón el chatarrero. Luego de quitarle el polvo a los
cables conectó el tomacorriente y oprimió un botón. No había frecuentado nada de música
desde hace meses. Se tuvo que empeñar el equipo para cancelar un mes de alquiler así que
en buena hora había adquirido esa radiola.
Un sonido chirriante salió de los parlantes, un ruido monótono, y otros extraños
provenientes de los transistores se dejó sentir. Fue explorando hasta dar con el sintonizador.
Un Short Wave y un Modulate Amplitude. No encontró la FM. Giró el sintonizador, pero el
ruido intermitente no cedía. Cansado se recostó. Servirá de mesa. Mientras imaginaba cómo
se vería la tele encima de la radiola y los discos en los cajones no le pareció mala la
compra.
Casi a medianoche se despertó. A oscuras oprimió el botón de encendido, giró el
sintonizador, pero nada. De pronto se levantó bruscamente, encendió la luz, y volvió a
explorar la radiola hasta encontrar lo que buscaba. Una antena, claro, lo que falta es la
antena. La halló, la desplegó cuan larga era y giró nuevamente el sintonizador.
El ruido continuaba, siguió girando, de pronto creyó percibir una voz, luego algo de
música, y si, logró ubicar una radio, aunque no se escuchaba con nitidez, una música que no
recordaba del todo y a ratos no podía distinguirla del ruido pero le gustó. Era una canción
extraña. Seguro era nueva, tanto tiempo sin equipo, sin tele, oyendo sólo la música en los
buses, bastante incómodo y que además siempre era el mal gusto del conductor y del
cobrador. Y a todo volumen. Algo relajado ya, apagó la luz y se quedó dormido.

Los despertó una voz chillona que anunciaba algo. Propaganda, seguramente se dijo. Sería
bastante temprano porque estaba casi a oscuras, solo una lucecita roja le recordó que se
había dejado la radiola encendida. Carajo, la luz. Pero no se levantó a apagarla. Debía dos
meses de luz y se acababa de gastar la plata en un trasto. Como tu padre, siempre
comprando adefesios, botando la plata, a veces su madre tenía razón, pero le estaba
empezando a gustar su radiola. Con un poco de limpieza y buena mano con la antena
bastaría. Estarás entretenido, ya no pensarás en ... Se calló. Se dijo que lo mejor era no
pensar en esas palabras, porque luego las palabras iban cobrando una forma, un color o
varios, una temperatura, una textura o hasta una silueta. Se levantó a subir el volumen.
Ahora pasaban una música de esas antiguas, una guaracha, uno de esos añejos éxitos de la
Sonora Matancera o algo así. Se relajó. Empezaba a clarear, qué jodido es pensar se dijo,
una planta, un perro, un gato deben pasarla de putamadre, aunque no tanto porque los
vegetarianos resultaban ser un problema y grande si a uno se le ocurría volverse planta. Y
peor la pasaría si de perro le tocaba ser callejero, o de gato, uno techero. Y además existían
jijunas que les daban de alma a los animales, así que como persona se la podía pasar más o
menos.
Luego de escuchar las propagandas apagó la radiola. Se vistió y salió a la calle. Una vez en
la calle fue asaltado por los mismos fantasmas. Se imaginó, ya sin amargura porque
después de eso hasta la amargura había perdido su sabor, su delicioso sabor, se imaginó ser
una tuerca o un perno o un tornillo que iba a completar el engranaje de la farsante
maquinaria diaria. Como quien se rinde sin pelear se metió a trabajar. Nunca hablaba de su
trabajo, por eso quizás ella había empezado a verlo de otra forma... Otra vez pensando se
recriminó. Otra vez el pensamiento de las tuercas y los pernos, de ser una tuerca anónima y
con número de serie que encajaba perfectamente en la maquinaria. Al fin y al cabo todos
nacemos para encajar en algún sitio, y si no queremos, alguien con una llave inglesa ya se
encargará de acomodarnos a la mala. Qué jodido. Desde entonces no veía la hora de huir de
ese sistema tan perfecto hacia su desorden.
Se dio maña para limpiar el interior de la radiola sin dañar los circuitos, extendió la entena,
desde entonces el ruido y las interferencias desaparecieron; aunque monótono el sonido se
escuchaba bien y no era para nada aburrida la programación de la única radio que pudo
sintonizar. Un tanto extraña, con músicas del recuerdo, con locutores de voces anticuadas
pero agradables.
De entre todos los programas que fue escuchando uno le agradó en especial. Siempre le
gustó el rock and roll hasta la enfermedad, y durante ese programa, dos horas exactas, se
pasaba rock del puro pero antiguo. Unas vainas de los años cincuentas o sesentas, en inglés,
en castellano. El discjockey sabía del tema pero andaba medio despistado porque
presentaba las canciones como si fueran novedades. Pasaba entrevistas a los cantantes, a
músicos locales en su cabina. Al parecer las modas retro lo estaban invadiendo todo porque
luego daban las noticias, y las noticias que daban no coincidían con lo que ocurría por las
calles. O quizás se había desentendido de la realidad durante tanto tiempo que ahora el
presente andaba sin documentos, difícil de identificar. También un poco raros los demás
programas, uno había donde se permitía llamar y pedir canciones, enviar saludos y vainas
así. Hasta pudo memorizar algunos números telefónicos y se prometió llamar a la radio y
soltarse algunas lisuras. Ella se hubiera cagado de risa... Puta, otra vez no. No quería
morder el anzuelo otra vez. Subió más el volumen, una guaracha, luego un tema de la
nueva ola, una cantante francesa, un vozarrón italiano. Era diferente esa radio, rara si,
quiénes más escucharían la radio, si se pudiera compartir. Pero resultaba inconcebible
compartirlo con tuercas o pernos o tornillos.
Cuando se enteró por la radiola de que en qué año andaba quiso caerse de la cama pero no
pudo. Había intentado marcar algún número de la radio pero el otro número, ese que se
prometió nunca más marcar se interponía, pero estaba seguro que lo haría. Así todas las
noches se iba enterando de cosas, de noticias al parecer remotas pero que escuchadas desde
la quietud de su cama parecían tan actuales. O, en todo caso, tan nuevas porque nunca las
había escuchado.
Una de esas tardes en que se agenció algo de voluntad marcó el número de un programa y
alguien, desde la otra línea le contestó. Creyó reconocer la voz del locutor rockanrolero. En
efecto era él. Se despachó como nunca, tantos meses sin hablar con nadie ni de nadie, o
evitándolo lo volvieron voraz. Le recordó el año en que estaban, el por qué no pasaban
canciones actuales, sugirió algunos temas, y por qué las noticias andaban tan despistadas y
sin actualidad. El locutor fue amable, le agradeció sus preocupaciones, le sugirió beber con
alguna moderación y prometió poner al aire sus canciones pedidas, si las encontraban.
Desde entonces se aficionó a llamar a la radio. Le instalaron teléfono en el cuarto, y a veces
hasta lo pasaban al aire. El discjockey rocanrolero se fue convirtiendo en su interlocutor
habitual, lo escuchaba con paciencia, atendía sus reclamos musicales, hasta donde se podía
temporalmente hablando, y, con algo de humor, le hacía creer que siempre tomaba en
cuenta sus sugerencias. Lo empezaron a conocer como el radioyente del futuro, él como
respuesta los denominó habitantes del pasado.
Una tarde llamó y pidió hablar con urgencia. El locutor rockanrolero no se encontraba así
que una amable voz femenina lo atendió. No le dijo cómo, pero se había agenciado de una
pila de periódicos y revistas de la Biblioteca Municipal, publicaciones de esas épocas se
entiende y que había ido siguiendo la evolución de la radio, los había visto en algunas
fotografías y casi casi se sabía el resumen de las biografías de casi todos los que trabajaban
allí. No iban a durar mucho le dijo, en cinco años a partir del momento en que estamos
hablando la radio dejaría de existir; al otro lado la voz femenina pareció no inmutarse, ya lo
conocían así que si no estaba loco estaría bebido. Él sin embargo seguía hablando, le
comentó que en los periódicos actuales los recordaban bien, que la mayoría de ellos
anclarían en otras emisoras, y unos pocos llegarían a la televisión, pero lo que más le urgía
era hablar con el discjockey rocanrolero. Es urgente, muy urgente señorita que yo hable con
él. De vida o muerte. Sí, de vida o muerte.
Pasaron unos días y pudieron hablar. Como siempre lo encontró de buen humor, el locutor
le confesó que en la radio tenían planeado darle una hora diaria para que haga un programa.
Sí hombre, algo a sí como “La Hora del Futuro”, y en dónde podía despacharse como le
diera la gana. Lo escuchó sin interés pues no estaba para bromas y cambió de tema
diciéndole que era necesario que hablaran, que se había pasado algunos días metido hasta el
cuello en la Biblioteca de la ciudad y entre los montones de periódicos amarillentos había
leído todo sobre ellos. Para que no lo fuera a tomar por loco como ya se las estaba oliendo
hace tiempo, le hizo un repaso de datos que el locutor, ya sin humor, le fue corroborando.
Pero eran datos más o menos deducibles de informaciones recientes, y que cualquiera
podría conjeturar leyendo los diarios. Pruébame que estás en el futuro y te probaré que
estamos en el presente dijo el locutor.
- Faltan cinco días para tu muerte.
- Cómo.
La voz del locutor que se había apagado un poco recobró sus tintes de buen humor. Así que
con esas estamos, así que dentro de unos días me sellan el pasaporte hacia el otro mundo.
No es broma huevón es en serio. Entonces le cuenta los detalles y circunstancias en que se
producirá su muerte, el locutor por supuesto ha apaciguado un poco las risas.
- Y por qué no te vienes a la radio y charlamos un poco. Te sabes la dirección.
- Ya fui. La casona de la radio ahora la ocupa una imprenta, ahora ya no existe.
Ahora, se dio cuenta el locutor, uno de los dos se había pasado las luces rojas. Esperó, algo
intranquilo, que no fuera él. Y como para resolver el asunto, y de pasadita saber más
detalles acerca de cómo moriré, ¿no podremos encontrarnos en tu casa?.
- Esta es mi dirección, espero.
El locutor no muy convencido salió de la radio.

En el cuarto, impaciente no tanto por la llegada del locutor, sino por cómo se lo diría, si le
contaría todos los detalles, todo el asunto de la radiola, de cómo la consiguió o cuánto pagó
le parecieron superficiales. Los asuntos pendientes con ella empezaron a atormentarlo otra
vez, apagó por unos momentos la radiola. Se recostó y aunque en un primer momento se
resistió, luego se entregó sin reservas al recuerdo de ella. Cada palabra, cada gesto, cada
silencio dolían por igual. Lo sintió. Dejo de importarle, repentinamente, si el locutor venía a
su casa o no. Quizás no fuera sino uno más de los fantasmas que su delirio se había
inventado para protegerse, para salvaguardarse de una realidad atroz, amenazante.
Se levantó de pronto, encendió la radiola. Eran las cinco. Mientras pasaban las noticias
sintió ruidos de pisadas. Le había recomendado no tocar la puerta, sólo empujarla para no
hacer ruido, no tenía vecinos demasiado discretos que digamos. Mientras lo oía subir uno a
uno los escalones, cincuenta y cinco en total hasta el quinto piso, se entretuvo en disipar,
sin éxito, el desorden de su cuarto. Se puso a tender la cama, se alisó los cabellos, tomó un
vaso con agua, se cambió la camisa. Decidió saludar con un hola, le resultaba más cercano.
Un buenas tardes a esas horas de la tarde, tan evidente, resultaría redundante. El locutor
venía a saber los detalles de su muerte, para qué se preguntó, para escapar de un destino
inexorable, para burlarse de la fatalidad con el conocimiento, para conjurarla con su buen
humor.
Las pisadas se sintieron más cercanas. Como habían convenido el locutor no tocó la puerta.
Esperó.
La puerta se abrió.
Tal como lo pensó le saludó con un hola. El locutor entró. Mientras cerraba la puerta pensó
una vez más en las palabras, gestos y silencios de ella, en cómo dolían. Lo invitó a sentarse.
En un primer momento quiso reordenar los hechos y la cronología; pero algo confuso
empezó recordando la compra de la radiola, seguió con el rompimiento, seguió el
descubrimiento asombroso de la radio, la música antigua, su indagación. Sobre la radiola
descansaban un televisor, y pilas de periódicos algo amarillentos. Uno, abierto por la página
de policiales, yacía en la cama.
Por fin algo de orden encontró en su cabeza. Primero una fría tarde en que ocurrió el
rompimiento con ella, luego el vagabundeo sin término, el retorno al sistema, a la rutina del
trabajo. Luego la visita a la casa de empeños y el paso fugas por unos baratillos del centro
donde halló la radiola. Un ejemplar alemán con mueble de caoba. Luego la exploración del
trasto y el descubrimiento de la emisora. Luego la música, el rock and roll, la casi amistad
con este locutor desconocido, las llamadas a la radio, toda su labor detectivesca para
averiguar algunas cosas. Y lo casi fantástico de tener frente a él al locutor rocanrolero. Iba a
empezar a contar pero prefirió esperar unos segundos más. El locutor iba elogiando su
disciplinado desorden, su excéntrica manía de coleccionar discos y no tener donde ponerlos
porque la radiola tenía el tocadiscos malogrado.

Se puso de pie, algo sacó de unos cajones, convino en que estaba de más que hablase.
Entonces se quitó el saco, se despojó de la peluca, buscó en uno de sus bolsillos del
pantalón sus anteojos y se los puso.
El locutor no esperaba tanto.
No esperaba por ejemplo que su fiel oyente sacase del otro bolsillo una pistola. Que se
parara frente a él a medio metro y le descerrajara cinco tiros, con intervalos de un segundo
por tiro.
Nada que no le hubiese dicho el oyente al locutor por teléfono había dejado de suceder.
Había tenido que subir bastantes gradas como se lo había pronosticado, que sería alguien
bastante conocido quien lo mataría, que serían cinco disparos, aunque no llegó a contarlos,
los que acabarían con él.
Lo único que no coincidía eran los días, le quedaban cinco supuestamente, y algunos
detalles que ya escapaban a toda planeación, como que nadie oyera los disparos porque no
había nadie a esas horas...

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