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Fray Bartolomé de Las Casas

(Sevilla, 1474 - Madrid, 1566) Religioso español, defensor de los derechos de los
indígenas en los inicios de la colonización de América. Tuvo una formación más bien
autodidacta, orientada hacia la teología, la filosofía y el derecho. Pasó a las Indias en
1502, diez años después del descubrimiento de América; en La Española (Santo
Domingo) se ordenó sacerdote en 1512 (fue el primero que lo hizo en el Nuevo Mundo) y
un año después marchó como capellán en la expedición que conquistó Cuba.

Conmovido por los abusos de los colonos


españoles hacia los indígenas y por la gradual
extinción de éstos, Bartolomé de Las Casas
emprendió desde entonces una campaña para
defender los derechos humanos de los indios; para
dar ejemplo, empezó por renunciar él mismo a
la encomienda que le había concedido el
gobernador de Cuba, denunciando dicha institución
castellana como una forma de esclavitud encubierta
de los indios (1514).

Insistiendo en la evangelización como única


justificación de la presencia española en América, propuso a la Corona reformar las Leyes
de Indias, que en la práctica se habían demostrado ineficaces para poner coto a los
abusos. Las Casas proyectaba suprimir la encomienda como forma de premiar a los
colonos y replantear la colonización del continente sobre la base de formar comunidades
mixtas de indígenas y campesinos castellanos (hacia una economía colonial más agrícola
que minera); para la isla de La Española, dado el hundimiento de la población indígena y
su supuesta incapacidad para el trabajo, sugería una colonización enteramente
castellana, reforzada con la importación de esclavos negros africanos (cuya explotación
consideraba legítima, en un exceso de celo por proteger a los indios).

El acceso al trono de Carlos I de España permitió a Las Casas ser escuchado en la corte,


de manera que en 1520 la Corona le encargó un plan de colonización en Tierra Firme
según sus propuestas; pero el proyecto fracasó por la resistencia de los indios, las
represalias de los colonizadores y la mala selección del personal (se enrolaron muchos
participantes en el movimiento de las Comunidades de Castilla, huyendo de la
persecución consiguiente a su derrota); obligado a transigir en los principios para obtener
apoyos locales, acabó por desistir del empeño en 1522.
Por entonces decidió ingresar en la orden dominicana (1523) por motivos religiosos y
estratégicos, pues dicha orden venía defendiendo la dignidad de los indios desde el
comienzo de la conquista, mientras que los franciscanos sostenían el punto de vista de
los colonizadores. En 1537-38 dirigió otra empresa de colonización en Guatemala, esta
vez con más éxito, pues obtuvo el control del territorio por medios pacíficos y desterró de
allí la práctica de la encomienda, aunque el tributo indígena que implantó en su lugar
conducía muchas veces a la servidumbre personal como forma de pago.

Las ideas de Las Casas tuvieron eco en la metrópoli, donde hacia 1540 se desató el
debate sobre los títulos con los que España ejercía el dominio sobre las Indias. De la
misma época data la revisión de la legislación indiana, con la adopción de las llamadas
Leyes Nuevas (1542-43), en las que quedaron reflejados algunos puntos de vista
lascasianos: la consideración de los indios como hombres libres que no podían ser
esclavizados ni sometidos a trabajos penosos y la prohibición de crear nuevas
encomiendas, disolviendo de inmediato las de eclesiásticos y oficiales reales.

En 1543, además, Las Casas fue nombrado obispo de Chiapas (México), aunque la
hostilidad de sus feligreses por sus rigurosas exigencias morales le hizo regresar a
Castilla en 1547 para no volver nunca. Una nueva controversia sostenida con Juan Ginés
de Sepúlveda acerca de la licitud de la guerra contra infieles a los que no se hubiera dado
a conocer el Evangelio (1550) se plasmó en las Instrucciones de 1556, que exigieron de
los colonizadores españoles una actitud pacífica y misional hacia los pueblos de América
aún no conquistados.
Desde 1551 hasta su muerte, Las Casas fue nombrado procurador de indios, con la
misión de transmitir a las autoridades las quejas de la población indígena de toda la
América española. Insatisfecho con lo logrado y dispuesto a seguir luchando (a pesar de
recibir una pensión vitalicia de la Corona), Las Casas publicó en 1552 una serie de
escritos críticos, entre los que se incluía la Brevísima relación de la destrucción de las
Indias; en ella denunciaba los abusos de la colonización española con una amplitud de
miras incomprensible para su época, pero con tal acritud que sería empleada con fines
propagandísticos por los enemigos de los Habsburgo, contribuyendo a engrosar la
llamada «leyenda negra».

Platón
(Atenas, 427 - 347 a. C.) Filósofo griego. Junto con su maestro Sócrates y su discípulo
Aristóteles, Platón es la figura central de los tres grandes pensadores en que se asienta
toda la tradición filosófica europea. Fue el británico Alfred North Whitehead quien subrayó
su importancia afirmando que el pensamiento occidental no es más que una serie de
comentarios a pie de página de los diálogos de Platón.
La circunstancia de que Sócrates no dejase obra escrita, junto al
hecho de que Aristóteles construyese un sistema opuesto en
muchos aspectos al de su maestro, explican en parte la
rotundidad de una afirmación que puede parecer exagerada. En
cualquier caso, es innegable que la obra de Platón, radicalmente
novedosa en su elaboración lógica y literaria, estableció una
serie de constantes y problemas que marcaron el pensamiento
occidental más allá de su influencia inmediata, que se dejaría
sentir tanto entre los paganos (el neoplatonismo de Plotino)
como en la teología cristiana, fundamentada en gran medida por
San Agustín sobre la filosofía platónica.
Nacido en el seno de una familia aristocrática, Platón abandonó su inicial vocación política
y sus aficiones literarias por la filosofía, atraído por Sócrates: fue su discípulo desde los
veinte años y se enfrentó abiertamente a los sofistas (Protágoras, Gorgias). Tras la
condena a muerte de Sócrates (399 a. C.), huyó de Atenas y se apartó completamente de
la vida pública; no obstante, los temas políticos ocuparon siempre un lugar central en su
pensamiento, y llegó a concebir un modelo ideal de Estado.
Viajó por Oriente y el sur de Italia, donde entró en contacto con los discípulos
de Pitágoras; tras una negativa experiencia en Siracusa como asesor en la corte del
rey Dionisio I el Viejo, pasó algún tiempo prisionero de unos piratas, hasta que fue
rescatado y pudo regresar a Atenas. Allí fundó en el año 387 una escuela de filosofía,
situada en las afueras de la ciudad, junto al jardín dedicado al héroe Academo, de donde
procede el nombre de Academia. La Academia de Platón, una especie de secta de sabios
organizada con sus reglamentos, contaba con una residencia de estudiantes, biblioteca,
aulas y seminarios especializados, y fue el precedente y modelo de las modernas
instituciones universitarias.
En ella se estudiaba y se investigaba sobre todo tipo de asuntos, dado que la filosofía
englobaba la totalidad del saber, hasta que paulatinamente fueron apareciendo (en la
propia Academia) las disciplinas especializadas que darían lugar a ramas diferenciadas
del saber, como la lógica, la ética o la física. Pervivió más de novecientos años (hasta
que Justiniano la mandó cerrar en el 529 d. C.), y en ella se educaron personajes de
importancia tan fundamental como su discípulo Aristóteles.
Obras de Platón

A diferencia de Sócrates, que no dejó obra escrita, los trabajos de Platón se han
conservado casi completos. La mayor parte están escritos en forma dialogada; de hecho,
Platón fue el primer autor que utilizó el diálogo para exponer un pensamiento filosófico, y
tal forma constituía ya por sí misma un elemento cultural nuevo: la contraposición de
distintos puntos de vista y la caracterización psicológica de los interlocutores fueron
indicadores de una nueva cultura en la que ya no tenía cabida la expresión poética u
oracular, sino el debate para establecer un conocimiento cuya legitimación residía en el
libre intercambio de puntos de vista y no en la simple enunciación.

Platón y Aristóteles en La escuela de Atenas (1511), de


Rafael
Los veintiséis diálogos platónicos probadamente auténticos
(de los cuarenta y dos transmitidos por la Antigüedad) pueden
clasificarse en tres grupos. Los diálogos del llamado período
socrático (396-388), entre los que se incluyen la Apología,
Critón, Eutifrón, Laques, Cármides, Ión, el Hipias menor y tal
vez Lisis (que quizá sea posterior), revelan claramente la
influencia de los métodos de Sócrates y se distinguen por el predominio del elemento
mímico-dramático: comienzan abruptamente, sin preámbulos preparatorios. Todas estas
obras son anteriores al primer viaje de Platón a Sicilia, y en ella dominan los diálogos
investigadores a la manera socrática.
Dentro de los diálogos del siguiente período, llamado constructivo o sistemático,
pertenecen a una fase de transición Protágoras, Menón (que anunció la doctrina de las
Ideas), Gorgias, Menéxenes, Crátilo y Eutidemo. Los grandes diálogos de esta etapa son
el Fedón, cuyo tema es la inmortalidad del alma; El banquete, en el que seis oradores
debaten sobre el amor; La República, el texto platónico más sistemático, fruto de largos
años de trabajo, que presenta tres líneas principales de argumentación (ético-política,
estético-mística y metafísica) combinadas en un todo; y el Fedro, que mediante la forma
de diálogo dramático debate aspectos relativos a la belleza y el amor, y contiene
momentos de honda poesía. Estos diálogos, en los que se muestra en su apogeo la
fuerza expresiva de Platón, no son ensayos filosóficos propiamente dichos, sino obras
literarias que tratan temas filosóficos, y por ello no se limitan a un solo tema o asunto.
Los diálogos del período tardío o revisionista, por último, fueron escritos a partir del
momento de la fundación de la Academia. Si bien carecen de los méritos dramáticos y
literarios que caracterizaron a los diálogos precedentes, presentan en cambio una mayor
sutileza y madurez de juicio, ya que en ellos se expresa más el pensador decidido a
presentar la definitiva exposición de su pensamiento filosófico que el artista. En
el Parménides, Platón revisa la doctrina de las Ideas; en el Teeteto combate el
escepticismo de Protágoras acerca del conocimiento, al tiempo que exalta la vida
contemplativa del filósofo; en el Timeo expone el mito de la creación del mundo por obra
del Demiurgo; en el Filebo trata las relaciones entre el Bien y el placer, y en Las
leyes intenta adaptar más a la realidad su doctrina del Estado ideal, tomando como
referencia las constituciones y legislaciones de varias ciudades griegas.
Una característica del estilo platónico que revela una admirable conjunción entre
pensamiento y expresión es su empleo del mito para hacer más evidente el pensamiento
filosófico. Sin duda el más célebre de ellos es el mito de la caverna utilizado en La
República; pero también son conocidos el del juicio de ultratumba, que aparece
en Gorgias, y el de Epimeteo, en Protágoras.
La filosofía de Platón

El conjunto de la obra de Platón, cuya producción abarcó más de cincuenta años, ha


permitido formular un juicio bastante seguro sobre la evolución de su pensamiento. De las
obras de juventud consagradas a las investigaciones morales (siguiendo el método
socrático) o a la defensa de la memoria de Sócrates, pasó Platón a desarrollar sus ideas
filosóficas y políticas en los diálogos constructivos o sistemáticos, y luego a revisar y
completar sus propias teorías en las difíciles obras de su etapa final.

El contenido de estos escritos es una especulación metafísica, pero con evidente


orientación práctica. Dos son los temas permanentes que prevalecen sobre los demás.
Por un lado, el conocimiento, esto es, el estudio de la naturaleza del conocimiento y de las
condiciones que lo posibilitan. Y por otro, la moral, de fundamental importancia en la vida
práctica y en la realización de la aspiración humana a la felicidad en una doble vertiente
individual y colectiva, ética y política. Todo ello se resuelve en un verdadero sistema
filosófico de gran alcance ético basado en la teoría de las Ideas.

La teoría de las Ideas

La doctrina de las Ideas se fundamenta en la asunción de que más allá del mundo de los
objetos físicos existe lo que Platón llama el mundo inteligible (cósmos noetós). Tal mundo
es un reino espiritual constituido por una pluralidad de ideas, como la idea de Belleza o la
de Justicia. Las ideas son perfectas, eternas e inmutables; son también inmateriales,
simples e indivisibles.

El mundo de las Ideas posee un orden jerárquico; la idea que se encuentra en el nivel
más alto es la del Bien, que ilumina a todas las demás, comunicándoles su perfección y
realidad. Le siguen en esta jerarquía (aunque Platón vacila a veces en su descripción) las
ideas de Justicia, de Belleza, de Ser y de Uno. A continuación, las que expresan
elementos polares, como Idéntico-Diverso o Movimiento-Reposo; luego las ideas de los
Números o matemáticas, y finalmente las de los seres que integran el mundo material.

El mundo de las Ideas, aprehensible sólo por la mente, es eterno e inmutable. Cada idea
del mundo inteligible es el modelo de una categoría particular de cosas del mundo
sensible (cósmos aiszetós), es decir, del universo o mundo material en que vivimos,
constituido por una pluralidad de seres cuyas propiedades son opuestas a las de las
Ideas: son cambiantes, imperfectas, perecederas. En el mundo inteligible residen las
ideas de Piedra, Árbol, Color, Belleza o Justicia; y las cosas del mundo sensible son
sólo imitación (mímesis) o participación (mézexis) de tales ideas, es decir, copias
imperfectas de estas ideas perfectas.
El mito de la caverna

En su obra La República, Platón ilustró esta


concepción con el célebre mito de la caverna.
Imaginemos, dice Platón, una serie de hombres
que desde su nacimiento se hallan encadenados
en una cueva, y que desde pequeños nunca han
visto nada más que las sombras, proyectadas por
un fuego en una pared, de las estatuas y de los distintos objetos que llevan unos
porteadores que pasan a sus espaldas. Para esos hombres encadenados, las sombras
(los seres del mundo sensible) son la única realidad; pero, si los liberásemos, se darían
cuenta de que lo que creían real eran meras sombras de las cosas verdaderas (las Ideas
del mundo inteligible).
Sólo el mundo inteligible es el verdadero ser, la verdadera realidad; el mundo sensible es
mera apariencia de ser. Dado que el mundo físico, que se percibe mediante los sentidos,
está sometido a continuo cambio y degeneración, el conocimiento derivado de él es
restringido e inconstante; es un mundo de apariencias que solamente puede engendrar
opinión (doxa) mejor o peor fundamentada, pero siempre carente de valor. El verdadero
conocimiento (epistéme) es el conocimiento de las Ideas. En este punto es patente la
influencia de su admirado Parménides.
En el Timeo, Platón explicó el origen del mundo sensible a través de la figura de un
poderoso hacedor, el Demiurgo, una divinidad superior que, feliz en la perenne
contemplación de las Ideas, quiso, por su misma bondad, difundir en lo posible el bien en
la materia. El Demiurgo, disponiendo del espacio vacío y partiendo de la materia caótica y
eterna, modeló poliedros regulares de los cuatros elementos (la tierra, el fuego, el aire y el
agua, conforme a la formulación de Empédocles), y, combinándolos, formó los distintos
seres del mundo sensible tomando las Ideas como modelos; tales seres, obviamente, no
podían ser perfectos por las mismas limitaciones de la naturaleza de la materia. Hay que
subrayar que el Demiurgo, partiendo de la materia, formó cosas materiales; el alma
humana, que es inmaterial, no es obra suya.

El alma

Existe pues un mundo inteligible, el de las Ideas, que posibilita el conocimiento, y un


mundo sensible, el nuestro. Esa misma dualidad se da en el ser humano. El hombre es un
compuesto de dos realidades distintas unidas accidentalmente: el cuerpo mortal
(relacionado con el mundo sensible) y el alma inmortal (perteneciente al mundo de las
Ideas, que contempló antes de unirse al cuerpo). El cuerpo, formado con materia, es
imperfecto y mutable; es, en definitiva, igual de despreciable que todo lo material. De
hecho, la abismal diferencia entre el nulo valor del cuerpo y el altísimo del alma lleva a
Platón a afirmar (en el Alcibíades) que "el hombre es su alma".
Frente a la tosca materialidad del cuerpo, el alma es espiritual, simple e indivisible. Por
ello mismo es eterna e inmortal, ya que la destrucción o la muerte de algo consiste en la
separación de sus componentes. Las diversas funciones del alma confluyen en sus tres
aspectos: el alma racional (lógos) se sitúa en el cerebro y dota al hombre de sus
facultades intelectuales; del alma pasional o irascible (zimós), ubicada en el pecho,
dependen las pasiones y sentimientos; y de la concupiscible (epizimía), en el vientre,
proceden los bajos instintos y los deseos puramente animales.

Platón (óleo de José de Ribera, 1637)

Platón explicó el origen del alma mediante el mito


del carro alado, que se encuentra en el Fedro. Las
almas residen desde la eternidad en un lugar
celeste, donde son felices contemplando las Ideas;
marchan en procesión, cada una de ellas sobre un
carro conducido por un auriga y tirado por dos
caballos alados, uno blanco y otro negro. En un
momento dado el caballo negro se desboca, el carro
se sale del camino y el alma cae al mundo sensible. Es decir, las almas se encarnaron en
cuerpos del mundo sensible por una falta de su aspecto concupiscible (el caballo negro; el
blanco representa el pasional o irascible), que la razón (el auriga) no pudo evitar.

El alma, pues, se halla encarnada en el cuerpo por una falta cometida; de ahí que el
cuerpo sea como la cárcel del alma. La unión de alma y cuerpo es accidental (el lugar
natural del alma es el mundo de las Ideas) e incómoda. El alma se ve obligada a regir el
cuerpo como el jinete al caballo, o como el piloto a la nave. Sin embargo, su aspiración es
liberarse del cuerpo, y para ello deberá aplicar sus esfuerzos a purificarse. Las almas que
logren tal purificación regresarán al mundo de las Ideas tras la muerte del cuerpo; las que
no, irán a la región infernal del Hades, donde, tras un período de tormentos (específicos
para cada alma según las faltas cometidas), se les permitirá elegir un nuevo cuerpo en el
que reencarnarse.

Ética y política

El hombre sólo puede conseguir la felicidad mediante un ejercicio continuado de la virtud


para perfeccionar y purificar el alma. "Purificarse -escribió en el Fedón- es separar al
máximo el alma del cuerpo." Dominando las pasiones que la atan al cuerpo y al mundo
sensible, el alma va desligándose de lo terrenal y acercándose al conocimiento racional,
hasta que, inflamada en el amor a las Ideas, logra su completa purificación. Este amor a
las Ideas es el sentido original del amor platónico, muy distinto del que le daría la tradición
literaria posterior y del que tiene la expresión en nuestros días.
Practicar la virtud significa, ante todo, practicar la virtud de la justicia (dikaiosíne),
compendio armónico de las tres virtudes particulares que corresponden a los tres
componentes del alma: la sabiduría (sofía) es la virtud propia de la razón;
la fortaleza (andreía) de la voluntad ha de modular el alma pasional o irascible hacia los
afectos nobles; y la templanza (sofrosíne) ha de imponerse sobre los apetitos del alma
concupiscible. El hombre sabio será, para Platón, aquel que consiga vincularse a las
ideas a través del conocimiento, acto intelectual (y no de los sentidos) por el cual el alma
recuerda el mundo de las Ideas del cual procede.

Sin embargo, la completa realización de este ideal humano sólo puede darse en la vida
social de la comunidad política, donde el Estado da armonía y consistencia a las virtudes
individuales. El Estado ideal de Platón sería una República formada por tres clases de
ciudadanos (el pueblo, los guerreros y los filósofos), cada una con su misión específica y
sus virtudes características, en correspondencia con los aspectos del alma humana: los
filósofos serían los llamados a gobernar la comunidad, por poseer la virtud de la sabiduría;
los guerreros velarían por el orden y la defensa, apoyándose en la virtud de la fortaleza; y
el pueblo trabajaría en actividades productivas, cultivando la templanza. De este forma la
virtud suprema, la justicia, podría llegar a caracterizar al conjunto de la sociedad.

Las dos clases superiores vivirían en un régimen comunitario donde todo (bienes, hijos y
mujeres) pertenecería al Estado, dejando para el pueblo llano instituciones como la familia
y la propiedad privada; al carecer de ellas las clases dirigentes, se evitaría su corrupción,
ya que no podrían ni necesitarían obtener riquezas, ni tendrían familiares a los que
favorecer; tal esquema (y otros aspectos de sus concepciones) fue revisado en Las leyes,
obra de vejez en la que desaparecen estas restricciones. El Estado se encargaría de la
educación y de la selección de los individuos (en función de su capacidad y sus virtudes)
para destinarlos a cada clase. La justicia se lograría colectivamente cuando cada
individuo se integrase plenamente en su papel, subordinando sus intereses a los del
Estado.
Teorizó también sobre las distintas formas de gobierno, que según Platón se suceden en
un orden cíclico en el que cada sistema es peor que el anterior. La monarquía o
la aristocracia (gobierno de un solo hombre excepcionalmente dotado o de una minoría
sabia y virtuosa, que aspira solamente al bien común) es para el filósofo la mejor forma de
gobierno. De la monarquía se pasa a la timocracia cuando el estamento militar, en lugar
de proteger a la sociedad, usa la fuerza para obtener el poder. En la oligarquía, una
minoría de ricos gobierna a un pueblo empobrecido. El descontento lleva
a la democracia o gobierno del pueblo, de la que tiene Platón un pésimo concepto: se
elige como gobernantes a los más ineptos y reina la anarquía. Finalmente, la tiranía,
encabezada por un demagogo que suprime toda libertad, restaura el orden; es la peor de
las formas de gobierno.
Platón intentó plasmar en la práctica sus ideas filosóficas, aceptando acompañar a su
discípulo Dión como preceptor y asesor del joven rey Dionisio II de Siracusa, hijo de aquel
Dionisio I el Viejo al que ya había aconsejado en vano antes de fundar la Academia; con
el hijo, el choque entre el pensamiento idealista del filósofo y la cruda realidad de la
política hizo fracasar de nuevo el experimento por dos veces (367 y 361 a. C.).

Su influencia

Sin embargo, las ideas de Platón siguieron influyendo (por sí mismas o a través de su
discípulo Aristóteles) sobre toda la historia posterior del mundo occidental: su concepción
dualista del mundo y del ser humano (materia-espíritu, cuerpo-alma), la superioridad del
conocimiento racional sobre el sensible o la división de la sociedad en tres órdenes
funcionales serían ideas recurrentes del pensamiento europeo durante siglos.

Al final de la Antigüedad, el platonismo se enriqueció con la obra de Plotino y la escuela


neoplatónica (siglo III d. C.). El cristianismo, empezando por Agustín de Hipona (siglo IV),
encontró en Platón muchos puntos afines (el desprecio del mundo terrenal, la primacía del
alma) en que sustentar sus concepciones religiosas, y la teología cristiana fue
básicamente agustiniana hasta que una profunda reelaboración de Santo Tomás de
Aquino (siglo XIII) incorporó el pensamiento aristotélico. En los siglos XV y XVI, la
admiración hacia la filosofía antigua que caracterizó al Renacimiento europeo llevó a un
último resurgir del platonismo.

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