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Elizabeth Blackwood

La Poltrona

En la biblioteca de su finado esposo


la señora Gretel guarda un secreto...

Luna Blanca
Elizabeth Blackwood
{
¿Qué es este lugar
Gretel...?
E l cielo se estaba nublando y los negocios
acababan de cerrar. La calle se veía vacía
pues la gente estaba almorzando en sus casas. El
césped ya había sido cortado y las rosas del jardín
podadas. Era otoño y hacía frío, pero en la casa había
calefacción. La señora Gretel tenía visitas. Esa tarde
no iba a estar sola.

En la biblioteca de su finado esposo, que quedaba


en la parte posterior de la vivienda, las prendas del
chico y de la mujer estaban desparramadas por todo
el parqué. Una vieja camiseta de fútbol, un pantalón
de gabardina negra, una tanga roja de encajes junto a
un bóxer y otras prendas femeninas. La casa hubiera
estado vacía si no fuera porque Gretel esperaba
el regreso de un amigo. Un constante choque de
carnes, bien jugoso al estilo “Gretel”, había dejado
de escucharse apenas pocos segundos.

Ángel estaba sentado en el sillón, pero en una


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posición no convencional. Estaba cabeza abajo, con
las dos piernas abiertas apoyadas sobre el apoyabrazos,
colgando por los dos costados, y la espalda doblada
sobre el borde del mueble con los brazos abiertos y
extendidos sobre el piso. Cualquiera que lo hubiera
visto habría jurado que estaba ebrio… pero lejos de
estar desvanecido estaba más lúcido que nunca. La
señora Gretel también estaba ubicada en el cómodo
sillón de cuero, pero sentada sobre el vientre de su
aprendiz, a horcajadas sobre él y mirando hacia el
frente, con sus piernas por encima de los muslos del
jovencito y afirmadas en el borde de asiento, que era
lo suficientemente ancho para realizar esa incómoda
posición. Los brazos de la mujer se aferraban al
respaldo del sillón, que era bien mullido, y eso le
permitía tener el punto de apoyo para efectuar su
flexión de piernas… subiendo y bajando sobre el
cuerpo del chico, que en esa posición, no podía
moverse.

— Ahhh… —suspiró Gretel— cómo amo esta


posición sexual. Es un poco incómoda para mi edad,
pero el goce que ofrece vale la pena.
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La vulva de la mujer estaba húmeda y su
temperatura se mantenía alta. A todo eso iba notando
como se deshinchaba lo que tenía adentro... Bajó la
vista para mirar al chico. Se sonrió. Parece que la
estaba pasando bien.

— ¿Y mi tesoro... es rico? ¿Qué se siente después


de dos semanas de no tener una corrida como esta?

Al chico le costaba hablar. Apenas si musitó un


“sí”. Anita, la muñeca traviesa, observaba todo desde
el viejo escritorio.

— Esta posición sexual, que parece


bastante exótica, estuvo de moda en la
corte francesa a principios del siglo
XVIII. La practicaban las cortesanas
francesas, por orden de la Reina,
con los jóvenes púberes... Por
esas épocas era muy común ver
a hombres enamorados de otros
hombres. La homosexualidad se había
vuelto una plaga y eso hacía peligrar el linaje. Las
cortesanas francesas tenían fama de ser unas maestras
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en el arte amatorio, ya que sabían muy bien cómo
hacer para que un noble gozara a sus anchas. Es por
eso que la Reina las contrataba para que iniciaran a
los jóvenes de la corte real, cuando el Rey no estaba,
antes de que se volvieran maniéré. Normalmente la
cortesana era ayudada por dos expertas asistentes que
acomodaban al chico en el sillón para que ella hiciera
su trabajo. Cuando el chico estaba “en posición”,
la meretriz se subía el faldón y empezaba su sabia
labor... La idea de esa postura era que el chiquito
gozara tanto que el placer le llegara “hasta la
médula”, y no pudiera sacarse de la cabeza, al menos
en los primeros días, su primera experiencia carnal
«masculina» con una mujer.

Ángel, que la escuchaba desde el piso y estando


bien amaestrado por su señora, comenzaba sus
clásicos gimoteos para que ella dejara de hablar.

— No Gretel… No…

— A veces —continuó la mujer para atormentarle


aún más la cabeza— la reina observaba la escena
escondida detrás de un falso espejo. Todo para
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supervisar que las mujeres hicieran bien su trabajo.
Cuando el chico ya no podía aguantar y liberaba
toda su leche, las cortesanas lo dejaban solo y se
marchaban pronto del palacio, no sin antes cobrar
sus monedas de plata en recompensa por el trabajo
realizado. Si el chico, más adelante, le preguntaba a
la Reina por esa “mujer” que había sido invitada al
palacio, ésta regresaba al mismo para darle al niño
otro banquete sexual, esta vez más suculento que el
anterior… Allí la Reina respiraba tranquila sabiendo
que el chico serviría al linaje.

La verga de Ángel, mientras la mujer hablaba, no


paraba de estirarse en dirección al cuello del útero...
Ahora la punta se clavaba de nuevo como una pica
en vientre de la dama. La señora Gretel lanzó otro
suspiro... Ángel musitó otro “no”.

— ¿Vamos por una segunda corrida, mi amor?


Quiero que mi jardinero preferido me demuestre que
es una gran semental...

— No tía Gretel, por favor... No me hagas sentir


bien macho otra vez.
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La palabra “macho” tenía una connotación
bastante desdeñosa en la familia de Ángel. Sus
padres eran gente religiosa y muy contrarios a la
fornicación. “El sexo es para procrear, no para
buscar placer”, le decían. “Si has de buscar placer,
sólo hazlo en presencia de Dios...”. “En presencia
de Dios” quería decir estar casado por la iglesia. Y
Ángel no estaba casado... pero igual tenía una amante.
Por eso, cuando pasaba las tardes en la casa de su
clienta o “tía”, podía sentirse un auténtico macho y
fornicar como un noble francés. Aprender de su sabia
señora que le enseñaba el arte de fornicar...

Chap! Chap! Chap!

— ¡Macho no tiíta! ¡Coneja nooo!

A Gretel se le encendieron los ojos, le encantaba


verlo gimotear. Le hacía recordar a su marido cuando
jugaban juntos en la cama.

— ¿Cómo que «coneja no»? ¿Y que la Reina se


enoje conmigo? Te recuerdo que tenemos una labor
y no te irás de aquí hasta que termine. Mi prima me
paga muy bien y yo necesito las monedas de plata…
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Tengo un marido muy tacaño ¿sabes? que no me pasa
ni un franco…

Lo de “tía” se lo propuso ella pues no le gustaba


que le digan “abuela”. Propuesto que el chico aceptó
puesto que la quería como si fuera un familiar.

— Mira Angelito, seguro que tu mamá nos está


espiando ahora por el espejo. Y conociéndola como la
conozco me juego a que está re-alzada viendo como
su hijo va camino a convertirse en macho… dejando
de ser un niñito amanerado que se mira todo el tiempo
en el espejo… ¿Quieres mostrarle a tu mamá toda la
leche que tienes, Ángel? ¿Que vea como tu lindo
pitín riega los volados de mis faldas como si fuera
una manguera loca conectada a una vaca lechera?

— ¡No tía, no! ¡Por favor!

Pero Gretel ignoró sus súplicas y dio inicio a su


implacable “pistoneo”...

Chap! Chap! Chap!

Chap! Chap! Chap!

— ¡¡Tía!!
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Chap! Chap! Chap!
Chap! Chap! Chap!
Chap! Chap! Chap!
Chap! Chap! Chap!

Ahora los dos sí que estaban “vientre con


vientre” y “pelo con pelo”, sin una pausa para poder
respirar como si volaran en una Ferrari…

— ¡Ay! ¡Qué hermosa verga! —alcanzó a decir


la septuagenaria. El útero le temblaba todo a cada
ensartada de lanza… Luego tomó un poco de aire
para dirigirse a su joven pupilo, que a esa altura del
partido ya estaba echando espuma por la boca—
¿Cómo se siente ESTO mi sobrinito? ¿Es lindo sentir
la cotorra? ¿Jugar con las princesitas del palacio
para ver qué esconden debajo de sus faldas? ¡Oh!
¡Qué machito más travieso! ¡Haciendo esas cosas
indebidas con las niñas a espaldas de sus mamás!

Chap! Chap! Chap!

Pelo con pelo… vientre con vientre...

Chap! Chap! Chap!


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Ahora la leche está por salir…

¡Y un macho está por nacer!

ODA A LA REINA QUE VELA POR


FRANCIA!!

— ¡¡Ahhh!!

Y el niño se corrió a borbotones.

(aplausos)

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Elizabeth Blackwood presenta...
La Poltrona

Las lecciones de Ángel


aún no han terminado..
Elizabeth Blackwood

L os días posteriores al “episodio del


sótano” fueron, para la Gretel Wensell,
casi una resurrección. La mujer había rejuvenecido
tres décadas y se sentía enamorada casi como en
su juventud. Ángel había colmado por lejos sus
expectativas, mostrándose muy enganchado con las
cosas que había aprendido. Al menos así lo vio ella
esa tarde que estuvieron a solas.

Después de la muerte de su esposo la mujer se


sentía muy sola. Tenía un temperamento fogoso y le
costaba vivir sin un hombre. Había tenido candidatos
pero ella deseaba un hombre más joven. Quizás no
tanto como Ángel, que bien podría considerarlo
su nieto, pero al menos de unos 40 años y que sea
apasionado en la cama. El destino quiso que ese
amante sea nada menos que un hermoso cachorro. Y
Gretel, al mirar sus cartas, no dudó en jugar la mejor.
De a poco fue creando el cerco para que el chico
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La Poltrona

entrara en su madriguera, y cuando vio que lo tenía


rodeado, como una gata, se echó sobre el ratón…

Por un momento pensó en lo exagerado de atarlo


a una silla para poder seducirlo. Pero su instinto de
mujer no falló; el chico, muy manso, se dejó atrapar...
La pista que le dio la certeza de que Ángel caería
en la tentación fue su crianza religiosa, repleta de
prejuicios morales. Tan llena tenía su cabecita de que
el sexo era algo pecaminoso, que bastó que un calzón
se le bajara para que su libido explotara por su piel.

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Elizabeth Blackwood

Más allá del tema “amoroso” Gretel llevaba una


vida tranquila. Tenía una economía holgada y amigas
no le faltaban. No era el dinero el problema central,
ni la falta de compañía los fines de semana… lo que
asolaba su corazón eran las inolvidables noches con
su marido.

Rodolfo era militar, pero en la cama era un


hombre pasivo. Le gustaba que su mujer adoptara
el rol dominante. Gretel no era dominante pero se
acostumbró a los gustos de su pareja, a tal punto
que con los años se transformó en una perfecta
“madame”. Lo del hombre atado en la silla lo habían
practicado un montón de veces. Incluso compraron
una poltrona que la usaban para juegos especiales.
El rol de la “generala” era uno de los favoritos de
Rodolfo; en ese juego ella lo mandoneaba y lo
castigaba por sus supuestas “torpezas”. Para el juego
de la “generala” Gretel se ponía una camisa verde,
muy cortita, con charreteras, y el sombrero militar
de su esposo. Bajo su camisa llevaba puesto un
sugestivo portaligas, con bragas y medias negras...
rematando su atrevida indumentaria con unos tacos
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La Poltrona

negros de charol. También solían jugar al lobo y a la


caperucita roja en el bosque… pero él hacía de “lobo
tonto” y ella de “caperucita avispada”. ¡Ella siempre
se aprovechaba de él!

Gretel extrañaba esos juegos y se lamentaba por


la ausencia de Rodolfo. Jamás hubiera pensado que un
chico de quince años pudiera fijarse en ella. Podría,
por su edad, ser su nieto... pero eso le importaba un
pepino. Si “Angelito” se prendía en sus juegos, lo
demás estaría demás…

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Elizabeth Blackwood

En esas dos semanas que pasaron Ángel estuvo en


cama con gripe. Se lo había contagiado su hermanito
y eso le impidió trabajar. Le avisó a Gretel que no
iría a su casa a hacer ese trabajo de restauración en
el fondo. Tenía que limpiar una parrilla y pintar una
pared que estaba llena de humedad.

Gretel lamentó mucho la inesperada ausencia


del chico. Y hasta se ofreció, como una buena tía,
llevarlo a un médico conocido. Pero ese trámite
no fue necesario y Ángel le aseguró que cuando se
recuperara iría… Él ya tenía los medicamentos que
eran los mismos que había tomado su hermano.

Fueron quince días difíciles para Gretel pues


extrañaba mucho al jovencito. Hubiese querido
tenerlo en su casa, como hacían las abuelas de antes,
para poder cuidarlo personalmente. Durante esos
días que no había visto a Ángel, la mujer aprovechó
el tiempo para doblar sus horas en el gimnasio.
Recorrió varias tiendas de ropas y renovó parte de
su fina lencería. Revolvió el ropero y sacó su disfraz
de caperucita roja y de enfermera. Se los probó;
no le quedaban tan mal. Luego se puso el traje de
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La Poltrona

“generala” y se acordó del servicio militar... Ángel


podría ser su soldado y ella su coronel, pensó.

Gretel quería verse sexy y por fortuna su físico le


ayudaba. Si no fuera por el aspecto de sus manos, su
cuello, su frente y ciertas arrugas faciales imposibles
de disimular a esa edad, por lo demás, aparentaba 15
años menos pese a sus 71 años cumplidos…

Su máxima preocupación consistía en mantener


la constante atención del “chiquillo”. Comprendan
que para la señora Gretel, Ángel, era un pequeñín…
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Elizabeth Blackwood

Pensaba en aquellas cosas que a su edad podrían


excitarle. Alguna posición sexual y también un tipo
de comida afrodisíaca... Desde luego tenía muy
en claro que no se iba a casar con él. El chico era
demasiado joven para una mujer como ella. Pero era
justamente por eso que Gretel no quería dejar pasar
su chance. Estaba totalmente convencida de que esa
sería la última vez que podría tener un romance que
alcanzara el nivel de fogosidad que había tenido con
su difunto esposo. Y es que Ángel, en algún aspecto,
le hacía recordar a Rodolfo…

No eran muchos los hombres que en la cama


se dejaban dominar por la mujer. Rodolfo la había
convertido, con los años, en una mujer “activa”.
Aunque todos los que conocían a su marido pensaban
que él era un hombre duro, digamos que el típico
militar que se pasea con la gorra delante de su mujer,
lo cierto es que dentro de su casa, junto a ella, era
un hombre manso. Y en la cama más manso aún,
entregándose sin restricciones a la lujuria de su bella
esposa. Al igual que su ex-marido, Ángel se mostraba
dúctil. Estaba deseoso de aprender y tal vez por eso
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La Poltrona

ello pudo manejarlo. Pero hay que decir también que


Gretel sabía excitar a un hombre, pues su marido le
había enseñado cómo funcionaba la mente masculina.
Conocía el punto débil del hombre y por eso pudo
someter al chiquitín… Allí no existió la casualidad
sino la experiencia de las “viejas cortesanas”, como
solían decir sus abuelas cuando se ponían a hablar de
esos temas.

A la semana de no verse con Ángel la mujer lo


llamó por teléfono. Charló un rato largo con él y le
deseó que se recuperara pronto. También habló antes
con su madre, comentándole lo bien que trabajaba.
No se ahorró elogios para su hijo que la progenitora
recibió con orgullo. Gretel sabía que era importante
ganarse primero la confianza de los padres, si quería
que no sospecharan nada sobre la relación secreta que
iban a tener… “Su hijo es muy responsable, educado
y trabajador —le dijo— Se nota que tiene buena
crianza y por eso le ofrezco trabajo. Le comento que
he tenido malas experiencias con otra gente que hice
entrar a mi casa y no quiero tener más problemas, yo
necesito gente de confianza…”.
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Elizabeth Blackwood

Un día antes de verse con ella Ángel le avisó que


estaba recuperado. Gretel le adelantó por teléfono que
lo iba a recibir con una sorpresa. “Tengo preparado
algo especial que creo que te va a gustar”. Esa misma
noche Gretel se fue a dormir con la satisfacción que
le daba el saber que Ángel vendría a su casa. La
interminable semana de abstinencia había quedado
atrás y el chiquito sin experiencia regresaba a los
brazos de su “abuela”. Estando ya acostada en su
cama y abrigada en sus gruesas colchas, se pasó la
mano por su entrepierna con la mente puesta en su
“chiquito”. Se frotó con vigor el clítoris mientras
pensaba en la vieja poltrona... esa que con su esposo
habían usado montones de veces. “Ay cachorrito
lindo… ¡Cómo te voy a hacer gustar mi coneja!
Cuando le cojas bien el «gustillo» no vas a querer
irte de mi casa...”.

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Elizabeth Blackwood

Á ngel y Gretel estaban, ahora, tomando


juntos un café en la cocina. Hacía quince
minutos que habían salido de la biblioteca. El chico
llevaba puesto sólo las zapatillas y el bóxer y la mujer
los zapatos de charol y el juego de lencería.

La mujer había encendido la calefacción, por


lo que la casa estaba bien templada. Afuera seguía
nublado y no se escuchaba ni el ruido de un auto. El
chico dejó la tasa y se llevó la mano al bóxer. Gretel
no dijo nada pues sabía qué le pasaba.

— Me pica la punta del pito… —dijo, y se tiró el


cuerito para atrás.

Sacó la mano del bóxer y observó con


detenimiento el pequeño responsable de la molesta
picazón. Un pelo de color gris. Enrulado y pegoteado
con semen.

Miró a Gretel como diciendo “esto no es mío”.


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La Poltrona

Gretel le devolvió una sonrisa. Claro que no era de él;


el pendejo canoso era de ella.

— A mi edad se me cae el pelo más que cuando


tenía tu edad —se justificó ella sin dejar de reírse— A
ti te va a pasar lo mismo cuando llegues a los setenta
años.

— Pero no me molesta Gretel. Me gusta sentir


tus pelos. Siento que me produce como una especie
de picazón excitante.

— Entonces no hay ningún problema —le


contestó ella, acabando su café—. De ahora en más
vas a tener más “picantito” cuanto quieras juntar tus
pelos con los míos…

Gretel se levantó de la mesa para servirse otra


taza de café. El café era su debilidad, aparte del sexo,
claro.

— ¿Cómo es que sabes tanto de sexo, Gretel?


—le preguntó el chico mirando el pelo.

— Cuando estuviste casada durante tantos


años con el mismo hombre se aprenden cosas,
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hijo. Si existe la pasión, desde ya... pues si no, caes


inexorablemente en la rutina. ¿Quieres más café?

— No, ya estoy bien. Pero… tú debes leer


libros… Quiero decir que no me pareces como otras
clientas que conozco.

Gretel, muy elogiada, se volvió a sentar en la


mesa. Se llevó la taza a la boca y saboreó el delicioso
café.

— Por supuesto que he leído libros. Los libros te


ayudan mucho. Pero es más imaginación que libros.
Rodolfo era muy ingenioso.

— ¿Él fue el que te enseñó?

Gretel lo miró.

— Digamos que sí. Pero con el tiempo fui


aprendiendo sola. Porque el sexo está en la cabeza,
no tanto en la parte física. Tienes que estar dispuesta
para tu marido y desde luego el hombre para su
esposa.

Hizo una pausa para beber otro sorbo. Luego


continuó su plática.
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La Poltrona

— Con mi marido practicábamos mucho.


Teníamos sexo tres veces por semana… La práctica
es fundamental. Lo habrás comprobado tú mismo…

Gretel se le quedó mirando. Ángel se mantuvo


callado. En su cabeza aparecían las imágenes del
sótano y de la poltrona.

— Tú me haces acordar a mi marido —lanzó


ella— En muchas cosas era igual a ti.

Ángel se quedó intrigado pensando en cuál sería


su parecido.

— Te gusta que la mujer te domine, ¿cierto? Te


gusta la mujer activa.

Ángel puso una cara como si le hubieran


desnudado el alma.

— No sé porqué soy así. Supongo que por mi


educación religiosa. Pero creo que eso se me pasará
cuando empiece a salir con otras chicas…

Gretel hizo una mueca. Como mujer no le


gustaba la competencia. Pero como era una mujer
con experiencia se apresuró a convencerlo que no.
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Elizabeth Blackwood

— No se trata de que salgas o no con otras chicas.


Si naciste “pasivo” morirás pasivo… Hay hombres
que necesitan que las mujeres los dominen. Rodolfo
era de esos hombres, y no sabes cómo disfrutaba.

Antes de que Ángel respondiera la astuta mujer


continuó.

— Tú eres igual que Rodolfo; te gusta que la


mujer lleves las riendas. Lo veo cuando gimoteas
al momento en que voy a “sacudirte”…. Ahora que
lo pienso me diste una idea. ¿Nunca hiciste el amor
frente a un espejo? No me digas nada porque sé que
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La Poltrona

no... Otro día lo hacemos frente al espejo y allí verás


la cara que pones…

Ángel no le dijo nada pues sabía que tenía razón.


Al final tuvo que reconocer que Gretel le gustaba
mucho.

— Mira mi vida… Yo ya tengo 71 primaveras y


dentro de unos años el carretel se me acaba. Llegará
un momento en que me verás con las bragas dadas de
baja. Mientras me dé el carretel quiero disfrutar… y
tú eres joven y quieres disfrutar también. Creo saber
lo que te gusta y sé lo que me gusta a mí, y además
podremos ser amigos. Quiero que seas feliz y ojalá
que encuentres una chica joven que te quiera como
yo quise a mi Rodolfo. Será difícil que la consigas
pues las mujeres de hoy son un desastre. La mayoría
ni sirven para la cama… pero bueno, es lo que hay.
Si yo tuviera tu edad te daría vuelta como un queso…
—le dijo guiñándole un ojo— pero bueno, sabemos
que la experiencia llega con los años también. Ojalá
tuviera 30 años… —lo miró— ¿Te casarías conmigo
si tuviera 30?

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Elizabeth Blackwood

Ángel no sabía qué contestar, pero se acordó de


su retrato en el dormitorio. Gretel había sido muy
bella y apetitosa para un joven de 15. Recordando lo
vivido en la poltrona la miró y le hizo una petición.

— ¿Podemos repetir ahora esa posición que


me enseñaste en el living? Quiero volver a tener
lecciones… Quiero que vuelvas a ser mi maestra.

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Elizabeth Blackwood

Á ngel se sentó en la misma posición, con las


piernas abiertas y cabeza para abajo. Pero
Gretel esta vez se ubicó mirando hacia el respaldo...
no de frente como la vez anterior.

— ¿Vas a cambiar de posición? —le preguntó el


chico que la veía de espaldas.

Gretel le respondió sin girarse:

— ¿Acaso piensas que las cortesanas francesas


“cotorreaban” al chiquito de una sola manera? Si
había que convertirlo en un hombre tenían que
mecerlo en todas las posiciones… Así hasta hacerle
largar hasta la última gota de semen que le quedara.
Te aseguro que aquellas cortesanas, cuando te
llevaban al camastro, te vaciaban los cojones. Con
ellas no había ningún hombre de la corte francesa que
conociera la impotencia.

Ángel se estremeció al escucharla; jamás pensó


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La Poltrona

que la sexualidad de la mujer podría llegar a ser tan


PODEROSA. Por un momento pensó que exageraba,
pero sentía que había algo de verdad en eso. Gretel
se expresaba segura, como si fuera una auténtica
autoridad en la materia.

Cuando la mujer ya estuvo bien cómoda


con las piernas bien afirmadas sobre el amplio
asiento, comenzó a acariciarle los testículos y a
manosearle el nabo con suma habilidad. Ángel
respiraba entrecortado pues su ritmo cardíaco se iba
acelerando. El placer lo volvió a invadir y entonces
se dejó llevar...

Gretel, mientras lo estimulaba, se acariciaba


la vulva con su mano libre. Buscaba la lubricación
justa que la incrementaba con su excitación sexual.
Cuando sintió que el nabo estaba duro y su vagina
bien humedecida, fue acercando la cabeza hasta su
tajo hasta hacerlo desaparecer en él…

Ángel emitió un gemido, lo mismo que Gretel,


aunque ésta en menor intensidad. La tensión sexual
dio otro salto y ambos se prepararon para lo que se
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Elizabeth Blackwood

iba a venir. Luego Gretel apoyó sus talones sobre


las caderas de él para poder abrir bien las piernas y
después fue llevando su vientre hasta el vientre del
chico dejándolos bien pegados.

Ángel lanzó otro gemido; ahora su nabo había


llegado hasta el útero. Sabía que ese gemido profundo
no sería el último que iba a lanzar…

Cuando quiso pronunciar unas palabras la mujer


ya había empezado a moverse. Despegaba el vientre
y lo pegaba, muy lentamente, de manera cadenciosa.

— Ay Dios, Gretel… Ay Dios…

El chiquito ya no podía resistir. La cortesana


había empezado su “trabajo”.

— Esta posición —comenzó a decir ella— la


cortesana la hacía después de la primera corrida del
chico. Por lo general eran jóvenes bailarinas que se
ganaban unas monedas con los jóvenes de la Corte.
Las bailarinas tienen piernas muy fuertes y pueden
mantener el ritmo sin problemas. El chico se corría
en minutos ya que le resultaba imposible aguantar.
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La Poltrona

Luego acotó.

— ¿Quieres que te lleve al parnaso Ángel... Que


siga alimentando tu apetito?

Con su alma entregada al placer y su resistencia


vencida, el chico respondió:

— Ay sí, Gretel… Quiero más...

— Muy bien. Entonces dime que te gusta ser


“macho”… un lindo y precioso macho….

Ángel se acordó de todo lo que le había enseñado


la mujer. Sabía que la Reina madre estaba escondida
detrás del espejo falso, esperando que dijera “sí”.

— Sí Gretel, me gusta ser macho…

— Oh! ¡Qué bien…! Haber, de nuevo, que


quiero escucharlo otra vez…

El nabo empinado de Ángel se hundía en el


vientre matoso de Gretel. Una hoya que parecía
no tener fin y donde su hombría podía crecer sin
límites... Su “madre” observaba atenta el trabajo de
la cortesana. Si Ángel quería más placer no tenía otra
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Elizabeth Blackwood

opción que decir que “sí”.

— Me gusta ser macho… macho… maaacho…


(alargando bien la “a”)

— ¡Muy bien!… excelente… ¿Y con un lindo


pitito mi hombrote… o con rayita como las nenas?

— Con pitito…

— Ohhh... pitito... ¿Y bien larguito larguito?

— Sí Gretel... larguito…

— ¿Para llegar bien al fondo de la cotorrita?

— Sí Gretel... sí… aaay....

— Ohhh... ¡Picarón! Así que te gusta tener pico


de garza... Para poder irle por atrás a una nena bien
culona y calentorra y poder picotearle el “nido” sin
problemas, con tu picote largo y travieso...

— Sí... comer del nidito…

— ¿Bien rico, rico, rico?

— Ay, sí señora... bien rico…

— ¿Hasta que se te frunza bien el upitito?


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La Poltrona

La verga de Ángel seguía enclavada en el cuello


del útero de la matrona. Bien firme, dura y erecta,
como un soldado que desfila ante su Reina.

— Oh Dios... No doy más... —dijo el chico entre


gemidos.

La señora Gretel, cuando lo interrogaba, no


se quedaba para nada quieta. Después de hacerle
la pregunta se engullía el pito bien hasta fondo…
haciendo que sus pelos se juntaran con los pelos de
él logrando el “empotre”. Las respuestas del chico
eran verdaderas y eso se notaba en su tono de voz.
Cuando Gretel «le entraba profundo» el chico no
podía mentir. Allí le hacía “cantar” lo que ella quería
escuchar.

— Quiero correrme Gretel... por favor...

La voz se escuchó en tono de súplica. Gretel dejó


de moverse y sacó el pito hinchado de su coño.

— Bueno mi vida, bueno... —le contestó ella


en un tono tierno— ¿Así que quiere sentir ese
temblorcito de nuevo?

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Elizabeth Blackwood

— Sí... El temblor...

La Reina, que había escuchado todo, finalmente


pudo sonreír. La cortesana había hecho bien su trabajo.
En menos de una hora ya lo había “enderezado”.

— Bueno mi niño hermoso. Vamos a darle el


gustito... ¿Vio qué lindo es probar la cotorrita?
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— Sí señora... Sí...

— ¿Y ahora entendió por qué los hombres se


desvelan por ella?

— Sí... Ahora lo sé...

— Y cómo no lo va a saber si usted ya probó


su juguito dulce… bien rico en la punta del pitito…
mielcita que no se puede olvidar…

— Sí...

— Muy bien... entonces... si yo ahora me pusiera


en “cuatro” vos me picotearías el nido?

— Sí...

— Porque si quieres sentir el temblor me vas a


tener que dar vos a mí... ¿Entiendes mi amor?

Su voz sonaba como una dulce extorsión.

— Yo me pongo en “cuatro” y vos me das por


atrás... Me desplumás la cotorra con tu picote...
Quiero que tu madre, cuando entre, vea las plumas en
el piso de lo machote que es su bebé...

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Elizabeth Blackwood

La Reina se acercó más al espejo pues sabía


que esa prueba era crucial. Si ahora el chico quería
“volar al parnaso” tenía que adoptar forzosamente la
posición activa. Aferrarse bien fuerte a sus caderotas
y sacudirla como un auténtico HOMBRE.

La cortesana —llegada a esa instancia— sacaba


al niño de la poltrona y se ponía arrodillada en el
asiento. Ponía bien juntas sus piernas y levantaba
un poco las nalgas para que se le viera mejor su
sexo. Así, con el tajo expuesto, esperaba tranquila al
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La Poltrona

chiquillo…

La situación del chico era diferente porque ya


había “conocido” la almeja. Negarse a ella no le sería
tan fácil y si aceptaba montarla ya no habría vuelta
atrás... El instinto lo llevaría más tarde a hacerlo con
otras mujeres ya que el apetito siempre se renueva
por la propia naturaleza del cuerpo. En el sexo siempre
es la primera vez… y la primera vez… y la primera
vez… y si dices que sí a la primera, dirás que sí a la
segunda… y luego a la tercera y a la cuarta hasta que
ya es imposible parar. El chiquito se quedaría en un
bucle probando la cotorra una y otra vez... La Reina
sabía eso y la cortesana ¡con más razón! Así que
ambas mujeres estaban esperando a que el chiquito
entrara al bucle. Y así, que el aro de carne lo tuviera
para siempre bien agarrado de los cojones. Y no sólo
para salvar al linaje de tan importante familia sino
para que las mujeres, llegado el caso, ¡lo pudieran
manejar! Ya que un hombre o marido maniéré es casi
inmanejable para cualquier mujer.

Gretel ya estaba en la poltrona con el culo bien


respingado... Conocía el truco de “quebrar la cintura”
48
Elizabeth Blackwood

para que su traste pareciera más grande de lo que


realmente era. Mientras tanto Ángel, parado detrás
de ella, no podía contener su excitación. En la córnea
de sus celestes ojos se reflejaba un tremendo tajo,
abierto como una flor de ceibo a punto de florecer
y lista para ofrecer su juguillo al bichito que se le
acercara.

49
La Poltrona

El corazón de Ángel latía de ansiedad. Sus ganas


de tener sexo parecían no tener fin… Después de
estar dos semanas enfermo regresaba a la casa de su
“tía” con todas las expectativas.

Los días que estuvo en su cama se la pasó


pensando en el episodio del sótano. Había estado
masturbándose prácticamente todos los días.
Descubrió que le excitaba mucho eso de entrarle a
la mujer “por atrás”. No podía explicar por qué, pero
esa posición despertaba su morbo. Sabía que existían
varias maneras de hacerlo pues su señora se lo había
enseñado. Podía juntar bien las piernitas y entrarle a
las nalgas con las manos puestas atrás de la espalda,
cogidas entre sí; la posición del niño obediente. O
también tomarla por las caderas y moverle la cocina
con todo su vigor. Otra opción era montarse sobre
la espalda de ella apoyando los pies sobre el borde
del asiento y las manos en el apoyabrazos para
no tambalearse. Esa era la posición de los gatos
amantes. Nunca la había practicado y le parecía un
poco complicada para él, pero sabía de su existencia
por algunas cosas que había visto. Finalmente estaba
50
Elizabeth Blackwood

la posición de la moto, donde los brazos de la mujer


hacían de manubrio y él las cogía con sus manos para
sujetarse cuando le daba y le daba…

Esos “ataques de sexo” le solía agarrar por las


mañanas. Justo cuando se despertaba y se veía con el
pito endurecido. A la tarde también le venían después
de hacerle la digestión, y por la noche, antes de
dormirse, solía tener otro “ataque”. Y es que Gretel
ya le había “inyectado” la fiebre carnal en su cuerpo.
Con las cosas que ella le había hecho ya lo había
sumado al “club de los machos”.

51
La Poltrona

C uando se tenía sexo en la poltrona había


muchas opciones para elegir. Ángel no
dudó en decidirse por la posición del niño obediente.
Esa posición es la ideal cuando la mujer hace de mamá
o de profesora. Y dado que él estaba aprendiendo le
pareció la opción más natural.

Ángel avanzó hacia ella y acercó su cara al


nalgatorio. Comenzó saboreando la almeja, algo que
a Gretel le encantó.

— Ay! Así! mi bebé lindo… Tócame la “perlita”


como yo te enseñé…

Ángel le tocó la perla para el deleite total de la


señora. Lengua por aquí... lengua por allá... un poco
por abajo... otro poco por arriba...

Gretel se movía en el asiento presa de su


excitación. La lengua viperina del niño había
recorrido toda la caperuza. Cuando la mujer, que no
52
Elizabeth Blackwood

podía estar quieta, sintió que ya no aguantaba más, le


pidió a Ángel que le entrara duro con su garrote de
niño malo.

— Hazlo fuerte mi tesoro. Sacude tu tranca


como un potro alzado.

El alumno metió su picha en la pepona de


su señora, que no había que olvidarse que estaba
haciendo de cortesana. Por petición de él, ella tuvo
que abrir las piernas pues las tenía juntas y él no
podía entrar. Abrió un poco la vulva con sus manos
para que él viera dónde quedaba la entrada. Cuando
el pingo ya estuvo en el aro, Ángel se “posicionó”.
Llevó sus manos atrás de la espalda, se paró bien
firme, y empezó a darle… con las piernas bien juntas
y rectas como un soldado parado frente a su Reina.

No había pasado un minuto que Ángel se acordó


que la señora Gretel aún seguía siendo la cortesana de
la Reina. Por su parte la mujer, que no se había salido
nunca del guión, lo exhortaba a que le diera duro
arrodillada en la poltrona con el culo en punta. La
pelvis del chico, casi lampiña, no paraba de chocar
53
La Poltrona

contra las nalgas de ella… haciendo que su pito se


enervara al entrar y salir de la carnosa panocha.

– ¡Muy bien chiquito!¡Muy bien! Que se ponga


duro… que se panga duro… – repetía Gretel una y
otra vez esperando que el niño cayera en el bucle.

Los ardores de Angelito estaban creciendo y


sabía que pronto se correría de nuevo… Tomó una
bocanada de aire, retomó el guión, y se dirigió hacia
ella.

– ¿Mi mamá todavía me está mirando señora?

– Sí mi tesoro, sigue escondidita detrás del


espejo…

– ¿Estará contenta mi mamá?

– Sí, muy contenta… Con la perlita hecha una


cereza de tanto tocarse debajo de las faldas…

– ¿Está caliente mi mamá?

– ¡No sabes cómo, mi tesorito, qué calentita que


está! Encendida como el lucero del alba al ver a su
hijo desplumar una cotorra…
54
Elizabeth Blackwood

– Aia señora… aia…

Los ardores ya llegaban al cénit.

– Eso mi tesoro, eso… siga picoteando la cata…


siga hurgando entre las plumas que el temblorcito
está por venir…

– Ay no… Ay mamita mía no…

Las piernas de Ángel ya se empezaban a poner


inquietas.
55
La Poltrona

– ¡Eso! ¡Eso! picotee… Meta el piquito lindo…


busque ese juguito rico que tiene la catita entre sus
plumitas…

Ángel hurgaba y hurgaba con su picacho la


panocha de Gretel. Sus bolitas se le habían puesto
duras de tanta miel que había probado.

– Eso, eso… siga probado el almíbar mi


machote… siga que ya viene el tembleque…

Las manos del chico ahora colgaban a ambos


costados de su cuerpo pues la posición del niño
obediente le era imposible de sostener. Los picores en
sus testículos era intensos y la mielcilla de la cotorra
le entraba por todos lados... Hasta el centro mismo
del upite que se le estaba frunciendo cada vez más.

El pequeño noble, inexorablemente, iba


derechito al bucle… Su madre, que lo observaba
ansiosa, repetía: “falta poco… falta poco…”.

– Ay! el culito señora… el culito… –gimoteó


Ángel muy agitado.

– Sí mi precioso, el culito… ¿Vio como se le


56
Elizabeth Blackwood

frunce el culo? Ahora le van a crecer alitas y se va


a ir derechito al cielo… como un machito hermoso
preciosote de mamá…

– Aia, aia, aia…

El mocoso ya se estaba por venir.

– Bueno –dijo al final Gretel intentando apoyar


cada pierna en los apoyabrazos– Vamos a abrir la
pajarera para que el pajarito se pueda meter…

Ángel vio como su señora cambiaba


imprevistamente de posición, abandonando por
un momento el asiento y subiéndose, con mucho
cuidado, al apoyabrazos de la poltrona, apoyando
cada rodilla en ellos y bajando un poco las caderas
para que el chico le entrara cómodo…

Una tarde, Gretel le había mostrado a Ángel una


muñeca que le faltaba la parte de arriba (todo el torso,
los brazos y la cabeza); sólo tenía las piernas y la cola.
Estaba vestida con una amplia falda y parecía estar
agachada, como si fuera a recoger una florecillas…

“¿Qué se te ocurre que es esto, Ángel?”,


57
La Poltrona

le preguntó ella con ojos saltones. “Una media


muñeca”, le respondió él con algo de duda. Gretel
movió su cabeza. “Pues no… es una pajarera”.
“¿Pajarera?”. Ángel no entendía nada. La señora le
indicó que se acercara. Cuando Ángel ya estaba a
su lado, ella le levantó la falda a la muñeca… que
dejó a la vista unas braguitas de color blanco a rayas
celestes. Luego bajó las pequeñas bragas dejando a
la vista una bonita panocha prolijamente pintada con
una hendidura en el centro.

“Cuando se baja la puertita (la braga) entra el


pajarito… –le dijo– Una vez que entró el pajarito la
puerta se sube y el pajarito queda adentro”.

Ángel no era tan tonto como para no comprender


la enseñanza que le daban.

“Así es como las chicas consiguen chicos”, le


respondió Ángel. La señora asintió.

El chico se pudo acordar de la historia de la


media muñeca cuando le escuchó decir a la mujer
“Vamos a abrir la pajarera…”. La señora Gretel
estaba bien abierta en la poltrona con su tremendo
58
Elizabeth Blackwood

tajaso, bien dilatado, caliente y húmedo para que el


pajarillo revoloteara a sus anchas.

Era demasiado para Ángel, jamás ella se había


abierto tanto… la cajeta de la madura señora podía
albergar casi dos nabos juntos. Sin poder hacer nada
para evitarlo, Ángel sintió como su pajarillo se metía
volando en la pajarera revoloteando excitado y
feliz. Hizo varias circunvalaciones, salía y entraba
enardecido, movía sus alitas como un loco adentro de
la jaula piando a garganta partida.

La experta señora Gretel sentía como le movían


la pajarera. Ya, con su trabajo concluido, decidió
abandonarse a su propio placer.

– ¡Me corro mamita! ¡Me corro! –dijo Ángel


enloquecido. Pero su señora no le respondió pues
estaba pensando en otras cosas.

Ahora él se encontraba solo, completamente


preso de su excitación. Las cartas estaban echadas.
Lo sabía. Iba derecho al bucle... No había manera
alguna de evitar el amarre definitivo. Como su tío
Luis, unido a una duquesa. O su primo Michel, que
59
La Poltrona

esperaba su cuarto hijo...

Gretel, ensimismada en su goce, sintió como la


pajarera se le humedecía... Primero oyó los gemidos
del joven y segundos después el derrame interior. En
su cara se dibujó una sonrisa, su potencial femenino
todavía seguía intacto. Los años se le habían ido,
más no su sapiencia para hacer el amor. En eso era
una auténtica “doctora”. ¡Qué envidia sentirían sus
amigas viéndola a ella calentar pendejuelos! Gozando
con esos mocosos como si fuera una quinceañera...

Cuando los dos regresaron a la cocina, la


pajarera de Gretel se había cerrado. Por ese día se
tomaría un descanso luego de tanto trabajo venéreo.
Sin embargo, ya había cumplido la función de haber
servido eficazmente a su señora. De ahora en más
el pajarito de Ángel se quedaría por mucho tiempo a
vivir allí.

60
Elizabeth Blackwood

R ené sabía que la tía Isabel no tenía pruritos


para hablar de cosas de “adultos”. Solía
quedarse en la casa de ella cuando sus padres se lo
permitían. El chico tenía quince años y quería saber
muchas cosas. Gustaba de una vecina del barrio
pero no sabía cómo proponerle algo. Por las tardes,
cuando la mujer lo llamaba a la cocina para tomar la
suculenta merienda, el chico la exprimía a preguntas
que ella gustosamente contestaba. Allí hablaban de
todo, principalmente de la vida de pareja. René se
tomaba muy en serio las cosas que decía tía Isabel.
Era como si estuviera recibiendo una clase sobre la
vida.

— ¿De veras que tus compañeras hacían ese tipo


de cosas? —René estaba muy intrigado y quería
enterarse más.

Su tía hizo una breve pausa y después, con la


cabeza, asintió.
62
La Poltrona

— Lilith es la diosa bíblica de todas las prostitutas.


A ella le encendían velas para que no les faltaran
clientes. Y venían… venían a raudales.

René abrió sus ojos incrédulo.

La mujer —de unos 48 años— era muy amiga


de su familia, ya que uno de los hermanos de su
madre había estado casado con ella. No se veían con
frecuencia pero la conocían y la querían mucho. Era
una mujer muy especial. Dado que la señora Pomar
(ese era su apellido de soltera) había sido la esposa de
su tío, podría decirse con todo acierto que era una tía
para René. Lo que hoy llamamos una tía “política”.
Se sabía, aunque nunca se mencionaba, que su finado
marido la había conocido una noche en un burdel de
Málaga, un día en que fue a pasar sus vacaciones a
la Costa del Sol. Belén (así se hacía llamar) estaba
parada en la barra esperando a un cliente ocasional,
cuando el tío de René la vio y se acercó a invitarle
una copa. Luego de estar charlando alrededor de
media hora, enfilaron abrazados para una de las
habitaciones del local… bajo la atenta mirada del
dueño, que no le gustó ni medio ver como ambos
63
Elizabeth Blackwood

hacían buenas migas. Allí hicieron lo que tenían


pactado y al finalizar él le propuso que ella sea su
amante, a condición de que abandone el burdel. Ella
aceptó y al poco tiempo se casaron y luego se la llevó
a vivir a Alemania, que era donde su tío trabajaba.

El hombre, al final de cuentas, había caído en el


embrujo de la española, tanto que no dudó en hacerla
su mujer la misma noche en que la conoció.

— ¿Pero existen ese tipo de cosas, tía? ¿Tú crees


en eso?

Isabel, al ver el plato vacío, se levantó de la mesa


para traer del estante más galletas de chocolate.

— Yo he visto muchas cosas, mi niño, ya cuando


seas grande aprenderás.

René la miraba incrédulo pues le costaba creer


en “brujerías”. Vio que Isabel traía en la mano un
libro aparte de galletas.

— Este libro habla de una de las mujeres más


grandes que la historia haya visto. Fue escrito por un
francés. Esta mujer fue Catalina “la grande”, zarina
64
La Poltrona

de Rusia. ¿Has oído hablar de ella?

El chico negó con la cabeza, pero estaba ansioso


por escucharla...

— Casi todas las mujeres de la aristocracia


europea estaban metidas en el ocultismo. Eran sus
formas de equilibrar el poder político del hombre.
Pienso que este tipo de cosas existen hasta el día
de hoy. Muchas mujeres de la política acuden
diariamente a brujos. Se sabe que esta mujer, cuyo
verdadero nombre era Sofía Federica, tuvo una vida
erótica muy controvertida para su época. Gustaba
mucho de la pornografía y el exhibicionismo sexual.
Tenía infinidad de amantes, casi todos más jóvenes
que ella… que llevaba a su suntuoso lecho para
llenarlos con las mieles del amor. Se decía que era
muy generosa con los jovencitos que la complacían.

Esta parte era la que más le gustaba a René de las


charlas con su tía. Sabía que con sus otros tíos estaba
prohibido hablar de estos temas de “adultos” frente a
los pequeños. Su tía Isabel continuó.

— Catalina fue una mujer muy instruida,


65
Elizabeth Blackwood

había sido educada en las corrientes filosóficas de


la ilustración. Planeó la muerte de su marido para
tomar el poder y quedarse con todo. Es a partir de
este momento cuando se empezó a forjar la leyenda
sobre su desenfrenada vida sexual… Joven, viuda
y con el suficiente poder para poder vivir su vida
en plena libertad, no dudó en rodearse de todo tipo
de amantes, a los que premiaba con puestos en la
corte, incluso una vez que éstos habían saciado sus
apetitos sexuales y el fragor del romance tocaba a su
fin, les concedía tierras y siervos como recompensa
66
La Poltrona

a sus servicios. Lo llamativo de su historia era que


no fue una mujer muy bella pero, que aún así, siguió
teniendo amantes hasta cuarenta años más jóvenes
que ella. Amantes que podrían haber sido sus hijos. Y
no sólo nobles de la corte interesados en beneficiarse
de sus favores, sino políticos y soldados de la guardia
que jamás accederían al poder. Su debilidad, al
parecer, eran los jovenzuelos…

— ¿Se acostaba con hombres como yo?

— Así dicen. Según escribe este autor, la reina


parecía ejercer un magnetismo especial en ellos.
Estos “chicos” caían en sus brazos como moscas en
un tarro de dulce. Dicen que en la cama era insaciable
y los volvía locos de amor, aún pese a tener sesenta
años...

— ¿Habrá sido media bruja la vieja?

— Esto es lo que investigó este autor, que hizo


un trabajo muy documentado. Toda la investigación
está aquí, en este libro de casi quinientas páginas…

Isabel le mostró el libro.


67
Elizabeth Blackwood

— La zarina —continuó— no era originaria


de Rusia, había nacido en Alemania en el seno de
una familia aristocrática. Su madre era una mujer
muy ambiciosa y estaba metida en la masonería.
Tenía acceso a viejos grimorios y todo tipo de
conocimientos ocultos. Este investigador, que no da
su nombre real por cuestiones de seguridad, afirma
que esta mujer inició a su hija en el culto a Lilith.
Lilith —y acá viene tu pregunta— fue un demonio
babilonio que se dice que fue asistente de Ishtar, la
diosa de la belleza y del amor. La zarina fue iniciada
en un ritual a cambio de que su hija accediera al
trono de Rusia. Esa era una de las ambiciones de
los líderes políticos de Europa, dominados por la
monarquía anglosajona que tenía intereses en aquel
país. La madre de Catalina logró el objetivo planeado
por la logia secreta, pero eso condenó a su hija a
vivir dominada por el espíritu de Lilith, ahora dueña
absoluta de su cuerpo, que la empujaba a acostarse
con los hombres para así satisfacer su lujuria. Es por
eso que la gran soberana no podía resistirse a sus
apetitos, situación que la llevaba a acostarse con el

68
La Poltrona

hombre que se le cruzase...

René ahora sí la escuchaba mucho más interesado.


Quizás si invocaba a Lilith podría conquistar a la
chica que le gustaba…

— Algunos historiadores —cita este autor— han


llegado a cifrar en más de 80 los amantes que pasaban
cada año por la alcoba real… Otras fuentes hablan de
que la zarina tenía a su disposición hasta un total de
20 amantes al mismo tiempo, que se iban alternando
en su lecho según los caprichos de ella. Y es que al
parecer Catalina nunca quedaba saciada del todo. Su
amor por el sexo era tanto o más que hacia la vida
misma.

— ¡Wuaaau! —exclamó René— Como me


hubiera gustado ser un soldado de la corte rusa en
aquella época. No me hubiera cansado de…

— Seguro que la habrías pasado muy bien —


sonrió su tía— Un chico tan guapo como tú hubiera
llamado la atención de la zarina inmediatamente.
Pero la historia no termina aquí. Resulta que había
decenas de rumores que aseguran que la emperatriz
69
Elizabeth Blackwood

murió practicando sexo con un caballo… aunque


otros autores lo desmintieron afirmando que murió
de apoplejía mientras se bañaba. Dicen que su amor
por los equinos surgió en uno de los corredores de
su caballeriza, donde contempló a un caballo que
penetraba su robusta erección entre las grupas de
una yegua en celo. Catalina sintió una irresistible
excitación al ver cómo el animal cortejaba a la
yegua, persiguiéndola y mimándola con su hocico
hasta poder darle la estocada final. Estocada que
terminaba en un relinche que podía escucharse a 30
metros alrededor. Ese espectáculo salvaje despertó
en ella su imaginación voluptuosa, a tal extremo que
la escena la hizo concebir la idea de aparearse con
uno de estos animales. Se afirma que incluso inventó
una especie de “cinturón” con el que podía estar a
la altura del animal en esas horas que pasaba metida
en las caballerizas junto a esas bestias. Este rumor
surgió de una carta que le envió a Voltaire, su amigo
personal, y en la que se podía leer…

Isabel abrió una página del libro que tenía


marcada con una tirita de papel. Leyó:
70
La Poltrona

— “Yo lo espero como a un amante, dándole la


cara y la ternura de mis ojos. Él acerca a mi pecho su
enorme cabeza de animal noble”.

Isabel cerró el libro y lo miró.

— Entonces estaba en lo cierto en que la zarina


era media bruja… ¿Verdad tía?

— En cierto sentido sí. Pero sí se sabe, y en esto


no quedan dudas, de que su afición favorita eran los
“niñatos” más que los animales salvajes. Sobre todo
cuando pasó los cincuenta donde siempre se la veía,
a solas, con algún jovenzuelo. Se dice que la diablesa
71
Elizabeth Blackwood

Lilith tenía predilección erótica por los niños, y


puede que esa haya sido la causa oculta de los deseos
“incestuosos” de la zarina. Yo creo, sin atisbo de
duda, que estaba bajo el control de Lilith…

— ¿Esa Lilith hacía “cosas” con los niños?

— No con los niños de siete u ocho años pero sí


con aquellos que empezaban la pubertad. Aunque, en
aquella época, la pubertad de los varones comenzaba
en una etapa más temprana que la de ahora. Antes
te hacías hombre más temprano. Recuerdo haber
leído en un libro escrito por una escritora francesa,
que era costumbre en la Europa monárquica que los
hijos varones de las familias nobles, aún siendo éstos
niños, fueran llevados a los establos en el momento
del apareamiento de los caballos. Allí los hacían ver
cosas que despertarían su instinto viril... En el Zohar
—continuó su tía—, que es un libro ocultista, se
afirma que Lilith fue un espíritu de la noche que tenía
sexo con los hombres. Los visitaba a ellos cuando
dormían provocando que estos se humedecieran…

El chico entendió a qué se refería.


72
La Poltrona

— Se dice que tenía dominio sobre los niños que


emanaban de un hombre que tenía relaciones con una
mujer a la luz de las velas, o con su esposa desnuda en
momentos en que ella tenía su período. Cuando Lilith
viene y ve a ese niño concebido por este hombre, ella
sabe lo que sucedió y se ata al pequeño y lo educa
como a todos los otros hijos nacidos de esa forma, y
no permite que otros espíritus le hagan daño pues lo
considera como si fuera su hijo. Todos esos niños que
salen de estos mencionados, Lilith puede visitarlos en
cualquier momento. Y este es el secreto de los niños
que se ríen en sueños cuando son pequeños: es Lilith
73
Elizabeth Blackwood

quien juega con ellos. Ella los educa y los hace reír.
Entonces, dice el Zohar, que ese es el hombre que se
mancha en cada Luna Nueva y que se lo ve muchas
veces solo, porque ella nunca lo abandona tomándolo
como su propio amante. Mes tras mes, cuando la
Luna se renueva en el mundo, Lilith aparece y visita
a todos aquellos que fueron concebidos así, como te
dije, y hace deporte con ellos haciendo que siempre
manchen las sábanas...

René la escuchaba atento con el miembro


endurecido. Ya se había puesto al palo con tanta
historia de Lilith y la zarina… Pero la conversación
no terminó allí ya que su tía tenía más para contarle.

— Casi me había olvidado de mostrarte el


mobiliario privado de la zarina. Que no se te ocurra
decirle a tus padres o tíos que te mostré esto.

La mujer le acercó el libro y René pudo ver esos


extraños muebles…

René iba ojeando las fotos sin poder salir de su


asombro.

74
La Poltrona

— Según detalla en el libro —acotó su tía—,


durante una incursión en uno de los palacios de la
zarina, en la 2da Guerra Mundial, un grupo de soldados
soviéticos encontró una habitación ambientada en un
estilo inequívocamente erótico. Así, mientras una de
las paredes estaba decorada en su totalidad con falos
de madera de diferentes formas, el mobiliario estaba
constituido por un gran número de sillas, escritorios y
pantallas con escenas pornográficas.

75
Elizabeth Blackwood

— Parece que la zarina no se privaba de nada…


—le dijo René a su tía, mientras trataba, con el borde
del mantel, cubrirse la carpa que se le había formado
en el pantalón.

76
La Poltrona

Justo esa tarde su tía tenía que salir. Se había


comprometido a ir a cenar a la casa de un matrimonio
amigo. Como ya se le estaba haciendo tarde, se metió
volando al toilette y se dio un baño en 15 minutos.
Luego, en su dormitorio, se vistió de gala y ya estuvo
lista.

— En la heladera tienes tarta y pollo al horno


—le dijo la mujer a su sobrino mientras se despedía
afectuosamente de él— Yo seguro que voy a llegar
tarde... Aunque, si vengo en taxi, estoy antes de las
doce de la noche. Pásala bien mi amor. Si sales a la
calle asegúrate de cerrar bien la casa ¿sí?

La buena tía se marchó con su bolso y René se


quedó solo en casa. Decidió esperar cinco minutos
por si la tía regresaba a buscar algo. Como su tía no
regresó, pensó que era el momento adecuado para
sacar el libro y ponérselo a leer en el living. Fue
hasta la cocina y volvió con él. Se sentó y lo empezó
a hojear. “Memorias secretas de Catalina de Rusia”
rezaba el título en letras doradas. Repasó las fotos con
las ilustraciones y se acordó de esas fotos en blanco
y negro que su tío le había sacado a su tía años atrás.
77
Elizabeth Blackwood

También en el cajón lleno de bragas sedosas de ella


que lo volvían loco. Su tía era adepta a la lencería.

A poco de leer el libro ya no se pudo aguantar.


Con tantos pajarillos en la cabeza su pitillo se le puso
a mil… Se levantó de la cómoda poltrona duro como
una momia y se dirigió volando hacia el baño para
calmar sus ardores juveniles.

No sabía porqué se había ido hasta el baño si


podía haberse consolado en el living. Pensó que era
por la costumbre que tenía de hacer sus cosas allí. Una
vez dentro del toilette, vio que la cortina de la bañera
estaba media corrida y los azulejos goteando agua;
recordó que su tía se había bañado hacía un rato. Se
apresuró a correr la cortina, por esa curiosidad que
tienen los jóvenes, y cuando la hubo corrido por
completo, la imagen de las bragas de su tía, toda
húmeda y colgada en la pared, lo trastocó…

— Oh no, tía, no…

“Sí Renesito, sí...”, dijo una voz dentro de su


cabeza. “Las braguitas de tu tía te estaban esperando
para que jugaras un ratito con ella”.
78
La Poltrona

René se sintió desfallecer. Su imaginación


traviesa lo doblegó. Las piernas se le empezaron a
aflojar y el ritmo cardíaco se le disparó. “¿Vamos
a jugar René? ¿Vamos a jugar ahora que tu tía no
está?” seguía repitiendo la voz dentro de su cabeza
infantil.

79
Elizabeth Blackwood

René no pudo aguantar y se bajó los pantalones


con nerviosismo. Comprendió que no tenía sentido
intentar algún tipo de “resistencia”. Era como estar
frente una puta. ¿Qué opción podría tener? El calzón
representa a la mujer… a la parte más íntima de
ella. Hasta ese momento el chico, y eso que había
escuchado muchas cosas, no conocía ningún “mantra”
que lo pusiera a salvo de aquello...

René se quedó desnudo de la cintura para abajo.


Sólo se dejó las medias ya que el piso de cerámica
estaba frío. La bombacha de su tía lo esperaba, bien
mojadita, para su primera lección. Sólo tenía que
esperar a que el niño se metiera en la bañera. Si la
zarina, con sus sesenta años, había manejado a esos
“niñatos” a su antojo, una bombacha no debería tener
problemas en doblegar a un muchachito virgen. Era
la ley natural.

Pronto la mente del chico se llenó de imágenes


húmedas en donde una noble veterana no se cansaba
de estrujar vergas con su coño… “Ella los esperaba
bajo las sábanas con su cuerpo voluptuoso, adornado
con las más finas prendas de encaje de la época
80
La Poltrona

—decía en una parte del prólogo—. El joven elegido


para esa noche sabía que la puerta del dormitorio de
su reina, a esa hora, no tendría puesto el cerrojo”.

René, ya dentro de la bañera, contempló las bragas


de su tía. Era de color violeta oscuro con estampados
florales rosados. Su mente siguió imaginando las
situaciones más mórbidas y calientes, pero ¿hasta
qué punto era él el promotor de esos pensamientos?
¿Cómo podía estar seguro de que esos pensamientos
no eran inducidos?

“El hombre propone y la mujer dispone”, sintió


René decir dentro de su cabeza. “Pero a veces la
mujer también propone… y entonces, si eso ocurre,
¿qué le «queda» al hombre por hacer?”

René comprendió la pregunta y descolgó la braga


de la pared. Luego la enjabonó bien con el pan de
tocador con la que se bañaba su tía. Lo suficiente para
que se pusiera cremosa.

“Bien chico, así se hace… quiero sentir tu verga


bien rica”, siguió hablándole la voz.

81
Elizabeth Blackwood

No bien terminó de enjabonarla ya la tenía


restregándola en su pitillo. Y al hacerlo hubiera jurado
que una voz femenina emergió de la prenda, como si
al frotarla la hubiese hecho gritar. La suavidad de la
fina braga lo enervó en cuestión de segundos. Parecía
que estaba hecha para niños sensitivos como él. No
pudo evitar pensar que su tía, hacía un rato atrás, se
había estado enjabonado la pochola peluda con esa
prenda... Pensó en ese tajo profundo, propio de las
mujeres adultas, e imaginó cómo su pitillo se hundiría
en él como un buque en el mar. Ese pensamiento lo
entonó y empezó a frotarse más fuerte. También a
respirar más profundo... ya le era imposible parar.

“Ay no, tía no, tía no…” empezó René a


gimotear, sintiendo que ya se venía y que mojaría las
bragas de su tía. “Ay sí, niño lindo, véngase…”, le
contestó pronto la voz dentro de su cabeza. “Mójeme
ahorita como todo un hombre, tíreme pronto esa leche
rica... La mujer dispone y también propone... Hoy le
toca aprender esa lección”, concluyó la voz.

René se dejó llevar por esa “voz” que sonaba en

82
La Poltrona

su cabeza. De alguna manera inexplicable sentía que


esa prenda, ahora, era su maestra.

“Sí —pensó René— es el espíritu de la braga


la que me habla… «La mujer dispone y también
propone». Y cuando propone, el hombre ¡la pone!
Ahora entiendo —pensó René excitado”.

“¡Muy bien!, vuélvalo a repetir… con las piernas


bien juntitas y sacando pecho, como un granadero,
sin dejar de sacudirme en su palo…”

“La mujer dispone y también propone. Y cuando


propone, el hombre la pone”.

“La mujer dispone y también propone. Y cuando


propone, el hombre la pone”.

Tomó un poco de aire y siguió:

“La mujer dispone y también propone. Y cuando


propone, el hombre la pone”.

“La mujer dispone y también propone. Y cuando


propone, el hombre la pone”.

83
Elizabeth Blackwood

“Una vez que me mojes toda, me vas a lavar


y me vas a dejar aquí, en la misma posición en que
me encontraste. Luego vas a ir hasta el dormitorio
de Isabel y vas a sacar sus bragas. Sus consoladores
están debajo de su cama. Pon todo eso arriba de su
cama y luego te diré qué tienes que hacer… Mientras
tanto, seguí repitiendo el MANTRA que te enseñé.”

“La mujer propone y el hombre la pone… La


mujer propone y el hombre la pone… La mujer
propone y el hombre la pone… La mujer propone
y… ¡ahhggg!”

Un gemido
corto salió de su
boca y René…
al fin, la puso.

84
La Poltrona

Terminada la primera lección René se fue hasta


el cuarto de su tía. Miró debajo de la cama para ver
si encontraba una caja. Al principio pensó que eran
zapatos pero al abrirla… ¡oh! ¡sorpresa! Tal como le
había dicho la “voz”, los consoladores estaban allí.

Los fue poniendo a todos sobre la cama y se


sorprendió del tamaño que tenían. Sin duda su buena
tía tenía una zanja de temer… Eso le excitó mucho;
saber que su tía tenía una buena zanja. Lástima
que no tuviera a mano una foto de mujer abierta de
piernas. Eso —pensó— sería lo ideal.

Fue hasta la cajonera y sacó un manojo de


bragas. Las puso sobre la cama tal cual le había dicho
la “voz”.

“No necesitas ninguna foto” le dijo la voz dentro


su cabeza. “Tu imaginación alcanza para imaginar lo
que ella tiene entre las piernas…”. René hizo caso a
la “voz” y tomó uno de los consoladores. Lo comparó
con su pequeño miembro… “¡Dios mío! ¡Qué cajeta
tiene la tía!”. “Suficiente para engullirse el pito de su
sobrino sin ningún esfuerzo” dijo la “voz”.
85
Elizabeth Blackwood

“Ahora trae las bragas, que


mis amigas también tienen ganas de
jugar... Vamos, no te demores, que
tengo más cosas que enseñarte”.

René fue hasta la cajonera y


sacó un manojo de bragas. Las puso
sobre la cama tal cual le había dicho
la “voz”. “Una falda levantada deja
entrever una braga... Un tajo en una
pollera deja entrever un liguero...
¿No has traído algunas ligas? Vamos,
que tu tía tiene muchas…”.

Portaligas, más calzones,


ligueros…

“Bien —continuó la voz—


Ahora toma la braga que más
te gusta y disfrútala. Y, mientras
disfrutas de ella, no dejes de mirar
a las otras que estarán celosas de
su compañera. Elógialas con tu
mirada. Derrámales tu deseo…”
86
La Poltrona

“¿Tengo que repetir algún


mantra?”, preguntó el chico.

“Sería lo mejor... Probemos con


este: «Me gustan los calzones, bien
finos con puntillas, me gustan los
corpiños, las medias y el liguero...
Las bragas me hacen macho... Me
la ponen bien dura... Me gusta
sentirme macho... ¡Me vuelve loco la
lencería!» Repítelo sin parar hasta
dejar mojadas las bragas... Puedes
variar de mantra si así lo prefieres,
date lugar para la imaginación, por
ejemplo puedes decir: «Me gusta
clavarme un culo con volados», eso
es muy rico y te hace sentir muy
hombre. O incluso imaginar que tu
tía se está poniendo esta lencería
frente al espejo. Cuando sientas que
ya no das más, moja las bragas como
un hombre. Luego deja limpia las
prendas y guarda todo en su lugar”.
87
Elizabeth Blackwood

G retel repasaba con cariño y algo de


nostalgia las fotos de René. Hacía varios
años que no lo veía, aunque mantenían contacto por
teléfono. Se había casado con una portorriqueña y
estaba viviendo en la ciudad de San Juan. A su primo
le gustaban las latinas y había elegido a una de ellas
como pareja.

René había sido, en su niñez, el primo más


apegado a ella. Dado que sus padres se frecuentaban
bastante, solían verse y juntarse para jugar. Ambos
se llevaban más que bien, y no se olvidaba las cosas
que habían compartido juntos. Las noches de cine en
casa comiendo pizza, los juegos de salón junto a sus
otros primos, las salidas a la plaza del barrio con sus
columpios, sube y baja, y toboganes… con el túnel de
cemento y los caños para trepar.

Pensando en él se acordó también de Isabel, una


tía política allegada a la familia. No conocía bien a la
88
La Poltrona

mujer, pero sabía que René la frecuentaba mucho. Su


primo René no era de hablar mucho de ella, recuerda
que se limitaba a decir que lo trataba muy bien.
Contaba que en casa de ella tenía libertad para hacer
muchas cosas.

Isabel había nacido en España y tenía todas las


características de una mujer ibérica. Más baja en
comparación a las nórdicas, pero más robusta y de
carácter sanguíneo. Sabía bailar la sevillana y estaba
enterada que había trabajado durante un tiempo en
un burdel de Andalucía, hasta que su tío la sacó de
allí y la llevó a vivir a Alemania. Una vez aclimatada
en ese país, aprendió a hablar alemán y adquirió una
mayor cultura que luego compartió con el resto de sus
parientes. Su marido la llevó a conocer el mundo ya
que éste trabajaba en una importante multinacional.

René sabía muchas cosas de “adultos” y eso era


una de las cosas que más le interesaba de su primo.
Se preguntaba a menudo cómo hacía él para saber
tanto si en su familia no se hablaba de ciertos temas
en presencia de ellos. Un día le dio detalles de cómo
las mujeres tenían que “cuidarse”. Le habló de los
89
Elizabeth Blackwood

anticonceptivos, de las enfermedades venéreas y de la


impotencia sexual. Otro día le habló de los “hechizos
de amor” o “embrujos” para conseguir pareja. Le
contó que era muy importante fijarse en qué fase
estaba la Luna…

Gretel tenía la sospecha de que esa era la razón


de porqué su primo solía frecuentar a su tía Isabel
algunos fines de semana. Había sin duda algo en esa
mujer que atraía de manera especial a René. Hubo sin
duda un “clic” que se produjo cuando ella tenía 15
años. René era unos meses mayor que ella, ya andaba
rondando los 16, pero parecía todo un hombre en
90
La Poltrona

comparación con otros chicos de su edad. Su estilo de


vestir había cambiado, su voz la tenía más pausada, y
ya no se reía por cualquier tontería como solía hacer
en épocas anteriores. Pese a todos esos cambios aún
mantenía su sentido del humor, lo que hacía que ella
no perdiera las ganas de seguir pasando ratos con
él. Incluso hasta un día sintió que su primo había
empezado a gustarle…

— Voy a ver si esta semana le hablo —dijo Gretel


mientras guardaba las fotos.

Ángel ya se había marchado y en una semana no


volvería a verle. Se puso a pensar qué cosas podría
comprar para este fin de semana. Quería agasajar al
chico con un almuerzo muy especial. Cocinar algo
muy delicioso para que el chico se sintiera a gusto.
“Podría comprar un par de botellas de vino blanco o
rosado —pensó— y hacer carne de cerdo al horno con
tomate y papas, y helado de postre. Seguro que en su
casa no come eso…”

La señora Gretel se levantó de la mesa y llevó la


caja con las fotos hasta su aparador. Echó mano luego
91
Elizabeth Blackwood

a su cartera y salió pronto para el supermercado…

Quería asegurarse de que no le faltara la carne


para la comida del fin de semana.

Desde el día en que René se masturbó en el toilette


con la bombacha mojada de su tía, la intromisión
del niño en el dormitorio de doña Isabel se hizo
una costumbre. Al parecer, cuando ella no estaba, o
cuando se ponía a trabajar en su jardín, el niño se le
metía en su cuarto y le sacaba alguna de sus cosas…
Vaya a saber las “cosas” que andaría buscando —se
preguntaba ella—, pero ya había notado varias veces
que sus prendas íntimas estaban revueltas. Otra vuelta
le pareció que le faltaba una braga y un valioso juego
de lencería, incluso una falda de color fucsia la halló
mal puesta en una de sus perchas. ¿Se habría vuelto
“amanerado” el niño?, pensó Isabel bastante intrigada.
O es que tantas charlas “de adultos” le había cambiado
por completo la cabeza.

No dudó en pensar esto último cuando se percató


de que el álbum de fotos de su marido desapareció
92
La Poltrona

por una semana. Dicho álbum no era un “álbum


familiar”, sino de fotos de ella semidesnuda… Se la
había sacado su marido en los primeros años en que
empezaron a salir, ya que quería tener un recuerdo
de ella en la época de su juventud. La mayoría de
las fotos eran eróticas, posando ella en exquisita
lencería, aunque otras eran demasiada osadas para
un adolescente como su sobrino (piernas abiertas
mostrando la “peluda” o agachada mostrando su rica
“empanada” debajo de sus carnosas nalgotas)

93
Elizabeth Blackwood

Como aquello no lo podía “tolerar” (que su


sobrino se ensañara con su álbum de fotos) planeó una
astuta estrategia contra él para pillarlo cuando hiciera
algo indebido. Una tarde en la que estaba con René, le
dijo que se iba a dar un baño… y al hacerlo, se percató
de poner la braga y el portaligas en una posición tal
que fuera imposible no darse cuenta de que alguien
pudiera haberlas tocado. Eligió una lencería muy sexy
para volarle al chico la cabeza. Para que se descuidara
y no supiera ponerlas correctamente en su posición
original. René cayó en la celada y se puso muy
nervioso al no saber en qué posición estaban antes.
La excitación sexual lo traicionó y colocó las prendas
en posición incorrecta... Sabiendo que su tía lo podía
descubrir, empezó a “rezar” para que no pasara nada.

Una vez que su tía lo pilló, empezó a planear qué


hacer con su sobrino. No tenía intención de maltratarlo
pues lo quería casi como a un hijo. Era el sobrino más
apegado a ella… quizás el único si hacía un balance.

René le hacía acordar a su marido. No en su


forma de ser sino en el «aspecto físico». El chico
era rubio, de ojos celestes y de una contextura física
94
La Poltrona

estilizada. Además de eso era bastante “despierto”.


En parte, quizás, porque ella lo había “despertado”.
Luego de darle vueltas al asunto, pensó que ella ya
estaba grande y que pronto “colgaría las bragas”,
y que René se haría mayorcito y que empezaría a
flirtear con jovencitas… ¿Qué pasaría con ella cuando
eso ocurriese? ¿Volvería a acordarse de su tía como
antes?

No tardó demasiado en pensar que René se


olvidaría de ella y que dedicaría sus horas libres a
frecuentar a sus lindas “amiguitas”, como hacían los
chicos de su edad. Eso la dejó pensativa y estuvo en
silencio durante toda la tarde. Concluyó al final que
ya era el momento de tirarse su última cana, y que si
el sobrino estaba caliente con ella, pues qué va… ¡a
montársela con el niño pues! Si no se iba a ir al infierno
por ello ¿cierto? Seguro que no iba a ser la primera tía
en toda la Tierra que se comiera a un sobrino.

Tomada esa decisión se fue hasta su habitación,


revolvió algunas cajas de cartón y sacó un par de
zapatos de mujer viejos de taco grueso y suela ancha,
zapatos que solía usar cuando bailaba flamenco en
95
Elizabeth Blackwood

las quermeses. Luego fue hasta el ropero y sacó de


un cajón un curioso pantaloncito. Era una especie de
bóxer amarillo con un estampado de Pinocho en la
parte frontal. Bastante infantil, por cierto, pero que
le iba a servir para la ocasión. Guardó todo en una
caja de zapatos y lo dejó allí para cuando volviera su
sobrino.

96
La Poltrona

René tardó varios días en volver a visitar a su tía,


pues esperaba a que ella se olvidara de lo sucedido el
otro día en el baño. La mañana que volvió a visitarla,
su tía lo cubrió de besos y eso le dio la confianza al
chico de que todo ya había pasado. “Creo que debo
olvidarme por un tiempo de las bragas de mi tía”,
pensó con temeridad para no meterse de nuevo en
problemas.

Almorzaron juntos al mediodía un rico estofado


con papas, que René lo devoró en minutos, y por la
tarde Isabel tuvo la visita de una vecina, muy amiga
suya, que justo venía a llevarse un malvón que Isabel
le había prometido regalarle.

— Parece que te has puesto guapa hoy…—le dijo


su amiga a doña Isabel.

— Es que hoy me ha visitado un caballero... No


¡Mentira! Es mi sobrino que ha venido a verme —le
contestó en medio de risas.

René escuchó la conversación y como ya se había


vuelto bastante “adicto” a las coquetas veteranas
(luego de probar tantos calzones) salió al patio donde
97
Elizabeth Blackwood

estaban ellas para saludar cortésmente a la mujer.

— ¿Este es tu sobrino? —le dijo la amiga a


Isabel— ¡Pero qué guapo es! Parece un actor de
cine…

René le sonrió envalentonado.

— Todos mis sobrinos son lindos, pero él —y lo


abrazó contra su cuerpo— es mi preferido. ¿Verdad
René?

El chico contestó que “sí”, poniéndose un poco


colorado, notando cómo su cuerpo había quedado
bien pegadito contra las tetazas pulposas de su tía…
Hermosas tetas que florecían como melocotones
rosados sobre su amplio escote.

Las dos amigas siguieron charlando junto al


joven que escuchaba la tertulia, ya que su tía, muy
dicharachera, no parecía tener intenciones de soltarlo.
Desde que le había dado el primer abrazo, lo seguía
aún teniendo amarrado contra su propio cuerpo como
si fuera su amante, dándole cada tantico un besote
húmedo en la mejilla, todo ello en medio de elogios
para que su amiga no sospechara nada.
98
La Poltrona

— No sabes cómo me ayuda mi sobrino. Me corta


el pasto perfecto y hasta me hace los mandados…

— ¡De dónde sacaste un sobrino así! Los míos


sólo me dan TRABAJO —le contestó con envidia la
mujer.

René no era ningún “tonto” y pronto comprendió


la actitud de su tía; ella lo estaba “cortejando”
sutilmente para que él se animara a arrimarle el
bochín… ¿Acaso para revelarle su pasión? Casi
seguro, pero René tenía bien en claro que no podía
confesarle su “pecado” a ella. Y eso más allá de que
su tía lo quisiera mucho más que a un sobrino. Y él
mucho más que a una tía. Jamás podría revelarle las
99
Elizabeth Blackwood

veces que se consoló con sus ricas bragas y espió las


fotos de ella guardadas en el álbum de su finado tío.
No tenía cara para tanto.

Cuando la vecina se fue con su plantita, René


entró a la casa junto a su tía. Esta vez sin estar
abrazados pero con ella manteniendo el humor. Ya
adentro y después de una hora, Isabel notó que su
sobrino se movía por la casa muy nerviosamente,
como si estuviera esperando a que pasara algo, yendo
y viniendo sin razón aparente. Lo vio entrar dos veces
al baño y no tuvo dudas de que habían sido más.
Incluso hasta entró en su dormitorio estando ella
dentro acomodando algunas cosas…

— ¿Buscas algo René?

— No tía… perdón. —y al instante se marchó.

Viendo que su René “no se decidía” decidió al fin


darle una ayudita. Echó mano a su experiencia de “ex
puta” para forzarlo a que dé el primer paso…

“La mujer dispone y a veces propone. Y cuando


propone, el hombre…”
100
La Poltrona

Sí. René ahora iba a entender más que nunca lo


que el calzón le había enseñado ese día. Isabel fue a
buscar a su sobrino y cuando lo encontró, simplemente
le dijo, no sin antes echarle una mirada húmeda en
frente de su cara:

— Mi vida, voy a darme una ducha ¿sí? Si


necesitas algo sólo tienes que pedirlo…

— S… sí, tía.

René tardó tres segundos en ponerse tieso como


una momia. Si alguien lo hubiese visto hubiese creído
que tenía formol. Cuando Isabel bajó la mirada, le
vio el bulto asomando en su jean. Algo que puso
avergonzado a su sobrino, pero ya está... ya no podía
ocultarlo. Isabel se dio la media vuelta y contoneando
la cola se metió en el toilette. Todavía no había
olvidado cómo debía bailotear su cadera...

Su sobrino la siguió por detrás, con la pinga en


punta y sin saber, pobrecillo, si poseerla ahora o
después...

101
“René.. ¿Qué estuviste haciendo con mis bragas?”
Elizabeth Blackwood

Estuvieron, tía y sobrino, durante varios minutos


besándose en el toilette. Al final René se decidió y
tomó la determinación de entregarse a su tía. Enfiló
sus pasos hacia el cuartillo y sin tocar la puerta se metió
adentro, con la cabeza echando humo, pobrecito, y allí
se le declaró, con más calentura que valor…

Ella lo había estado esperando detrás de la puerta


en medias y portaligas, además de unas bragas del
mismo color y un corpiño que trasparentaba sus
pechos. Al verlo entrar así “de prepo”, se llevó al
principio una sorpresa, pero luego le preguntó…
“¿Qué pasa René? ¿Por qué me miras con esa cara?”
Cuando vio que su niño estaba nervioso intentando
expresar sus sentimientos, lo abrazó como una buena
tía y lo estrechó amorosamente entre sus pechos.

René, que tenía la pinga al palo de ya no poder


resistir más lengüeteos, excitadísimo por el arte de
la mujer que movía la lengua como una jocketa, se
echó para atrás y la tomó por los brazos en un intento
fallido por querer someter a la que ya consideraba su
hembra. Isabel, su tía, lo frenó.

103
La Poltrona

— Si quieres hacerte hombre vas a tener que


hacer lo que yo digo. Tenemos cuentas que saldar…
así que ahorita vamos a mi pieza.

— ¿Qué “cuentas” tía?

— No hagas preguntas. Vamos.

Los dos se dirigieron al dormitorio y ella cerró


la puerta con llaves. Le ordenó que se sacara la
ropa (incluyendo las medias) y así él lo hizo. René
estaba un poco nervioso pues no entendía por qué
se encerraban, pero consideró que era mejor estar
callado y esperar a que su tía le hablara. “Todo irá
bien”, pensó, “Mi tía sabe lo que hace”.

La tía se acercó afectuosamente, le acarició su


pecho —blanco y lampiño— y le preguntó:

— ¿Cómo te sentís?

— Bien, tía.

— ¿Nervioso?

— No.

104
Elizabeth Blackwood

— Bueno… —le contestó. Luego le dio un beso


húmedo en la boca. A continuación sacó una media de
lycra, de esas largas, y le ató las manos… No lo hizo
por delante sino cruzando ambas manos por la espalda,
igual a como hacen los policías cuando apresan a los
ladrones, dejándole sus brazos en posición de jarra.

— Este es un juego que jugábamos con tu tío


—le dijo para tranquilizarlo— Vas a ver que te va a
gustar.

Isabel sacó el pantaloncito corto que tenía


preparado y se lo puso a su sobrino. Se lo subió hasta
por encima de las rodillas, medio enrollado, para que
no viera el estampado. Luego sacó, de la misma caja,
los zapatos viejos que usaba cuando bailaba. Se los
mostró a René y se los empezó a poner. René puso
cara de sorpresa.

— ¿El tío usaba zapatos de mujer?

— No. Pero son los únicos que tengo para que te


pongas a mi altura. Con la cola que tengo, si no estás
bien parado, no creo que puedas entrarme...

105
La Poltrona

Su tía tenía razón. Las nalgotas de ella eran


bastante prominentes. Como lo iban a hacer “de
parado” y estando el hombre “por detrás de la mujer”,
si el chico no tenía suficiente altura no iba a poder
llegar con su picacho hasta el fondo del nido…

Una vez que le calzó los zapatos, procedió esta


vez sí a subirle el pantaloncito corto para ponérselo.
Le calzaba justito al cuerpo y era de tipo elastizado.
Isabel le tomó el pingo con la mano, que ya estaba
medio duro, y lo sacó por un agujero que había en
el pantalón, el único agujero que tenía y que estaba
justo en la parte frontal del mismo. René se volvió a
sorprender, pero esta vez lo hizo entre risas.

— ¿Qué es esto tía? Me pusiste un pantalón


agujereado…

— Claro. Acércate al espejo que te lo muestro…

Isabel condujo a su sobrino hasta el gran espejo


que tenía en su dormitorio, ese que usaba para
cambiarse y que el chico había visto tantas veces. Una
vez que estuvo frente al espejo René pudo ver cómo
estaba “disfrazado”.
106
Elizabeth Blackwood

— Es un pantaloncito infantil… Y encima con


estos “taquitos” me parezco a una nena. Una nena
llevada a la comisaría.

— ¡Viste! Es que para las mujeres como yo,


los niños vírgenes son como si fueran niñas. Pero
no te preocupes por ello porque esta decana te va a
hacer hombre pronto. Eso sí, no le cuentes a nadie
—concluyó guiñándole un ojo.

René empezó a relamerse. La Isabel “del burdel”


volvía a resurgir… Aunque quería muchísimo a su tía
no podía olvidarse que ella había sido una…

— ¡Quiero hacerme hombre, tía!

— Ya veo…—le contestó— Pero antes tenemos


que arreglar unas “cositas”.

René observaba cómo su tía le acariciaba el pingo


frente al espejo.

— ¿Qué “cositas” tía?

— ¿Qué cosas? Haz memoria, haber…

— No sé… ahhh…
107
La Poltrona

— ¿No sabes? Mmm ¿Quieres que te haga


recordar?

Su mano seguía hurgándole abajo.

— No sé tía, no puedo pensar… ahhh… sígueme


tocando… así tía, por favor…

— ¿Qué hiciste aquella tarde cuando me fui a


cenar a la casa de unos amigos? ¿No te acuerdas?
Cuando te quedaste solo…

— Nada tía… No hice nada… ahhh… qué


rico… así tía, los huevitos…

— ¿Nada? Qué raro… ¿No te metiste por


casualidad en mi pieza?

— No tía, te juro que no… Ay Dios mío, no


pares… así tía, en mis huevos…

— Porque encontré mis bragas revueltas…


¿Estuviste haciendo algo que no se puede contar?

Mano va… mano viene… y a René ya le


temblaban las piernas…

108
Elizabeth Blackwood

— Ay tía! no… Te juro que no toqué tus


bragas… Ayyya…

— ¿No me mentís?

— Ayyya…

Su tía dejó de manosearlo y lo puso enfrentado al


espejo. Luego lo miró con “severidad”.

— ¿Qué dibujo hay en tu pantalón? Fíjate


bien…

— No sé tía… no lo veo bien…

— Pues míralo bien entonces…

— ¡Pinocho!

— Pinocho… ¿Y qué le pasó a Pinocho?

— Le crecía la nariz por mentiroso.

— Le crecía la nariz por mentiroso… —repitió la


tía— ¿Y cómo tiene la nariz ahora Pinocho?

— Normal…

— ¿Normal?
109
La Poltrona

Isabel sonrió con suspicacia ante tanta muestra


de caraduréz.

— Bueno… Ahora vamos a ver si le decís a tu


tía la verdad o no, porque no vas a salir de esta pieza
hasta que le confieses a tu tía absolutamente todo y
con lujo de detalles.

Y dicho esto empezó a bajarse la bombacha con


una mirada entre pícara y maliciosa…

Lo mejor estaba por comenzar.

110
Elizabeth Blackwood

Sí, efectivamente, lo mejor estaba por comenzar,


y René iba a saber ahora lo que era “bailar” a puertas
cerradas con una experta veterana. A sentir el
“repiqueteo de bolas” que lo iban a poner endiablado.
Endiablado y enloquecido como aquellos niñatos del
burdel que fueron a la cama con ella... Aprovechando
que el chico estaba atado con los brazos para atrás,
la tía lo pegó a su espalda haciendo que su barbilla
tocara su nuca, pasando las manos por entre sus
brazos (que le habían quedado como en “jarras”),
para tenerlo bien sujetado a su cuerpo y así poderlo
manejar, haciendo que su “nariz de Pinocho”, esa
que le salía por el agujero del pantalón, se le quedara
bien metida entre sus nalgas, bien carnosas y robustas
por cierto, para así empezar a interrogarlo y obligarlo
a que cantara las justas.

René ya no podía moverse, sólo podía quedarse


“paradito” sobre sus tacones como una niña obediente,
apoyado sobre la espalda de su tía y respirando lo que
su corazón le permitiese respirar… humedeciendo con
su aliento la nuca de la mujer a medida que largara
111
La Poltrona

el rollo. Justo en frente de ellos dos se erguía el gran


espejo rectangular donde se cambiaba su tía a diario, y
él, si giraba la cabeza, podía verse paradito y derechito
detrás del cuerpote de su tía, que mostraba un traste
prominente que quedaba bien pegadito a su vientre
de niño, con la “naricita” de Pinocho endurecida bien
perdida en el fondo de su gran hondonada…

— Bueno ¿Empezamos? Bien… —arrancó


hablándole ella— Cuéntame que pasó con mi
bombacha ese día… Te escucho.

— Nada tía… Sólo fui al baño y la vi cuando fui


a hacer pis y nada más…

Isabel notó que a su sobrino le “temblaba” la


voz al momento de hablar. Hizo hacia atrás un poco
más la cola para que el chico quedara enterrado más
adentro de ella, y volvió a preguntarle lo mismo, es
decir, sobre lo ocurrido en el baño. Ahora René se
estremeció de verdad.

— Ay no, tía… Ay no…

— ¿«Ay no»? ¿Y por qué me mentís? Si estoy


112
Elizabeth Blackwood

sintiendo ahorita cómo te crece la nariz…

— Te juro que no entré en tu pieza, tía, te lo juro,


por favor ¡créeme!

— ¿Y por qué están mis bragas desarregladas los


días que vos venís? ¿Quién las desarregla, los duendes
del jardín?

— ¡Ay no tía! ¡No muevas la cola!

— ¿Y quién está moviendo la cola?

— Vos, tía… ¡Ay no!

— ¿No será a vos el que te crece la nariz por


mentiroso y culpas a tu tía?

René expiró un “no” con el poco aire que le


quedaba.

— ¿No? ¿Estás seguro? ¿Quieres que tu tía te


muestre cómo te creció? ¿Mmm?¿Lo quieres ver?

Isabel torció un poco su cuerpo para que el chico


pudiera ver —mirando a través del espejo— cómo
se le había puesto la pinga … El pantaloncito con
la cara de Pinocho, de ojos pícaros y boca sonriente,
113
La Poltrona

tenía una “nariz” colorada y bien largota que daba


vergüenza.

— ¿Ves René? ¿Y esto cómo me lo explicas?

— ¡Puedo explicarlo tía! ¡Tía…!—se defendió


cuando ya estaba acorralado.

— ¿Explicarlo? Yo te voy a enseñar a vos lo que


es una «explicación»…

Isabel volvió a poner al chico en la posición en


la que estaban antes pero ahora se puso más dura con
él. Como ya no llevaba bombachas, levantó un poco
la pelvis para que el pingo le pasara por abajo y le
quedara atravesado entre las piernas. Luego juntó sus
piernotas y empezó a balancearse hacia atrás y hacia
adelante, haciendo que el pingo, en el ir y venir, se
metiera bien entre los pelos de su panocha, logrando
con ese movimiento que el chico sintiera intensamente
los pelos de ella rozar contra su delicado glande…

Obviamente René se desmoronó y sus piernas le


empezaron a temblar. Ahora el niño estaba sabiendo
lo que era bailar, en tacos, una sevillana...
114
Elizabeth Blackwood

Isabel se detuvo unos segundos y volvió a


interrogar a su niño. Sentía la nuca caliente y llena de
saliva y mocos. Eso la excitaba...

— Bueno… Cuéntame ahora cuantas veces


mojaste mi bombacha en la bañera. Y si esa fue
la única vez o hubo después otras más. Ya no más
mentiras, René, ¡o no salís de esta pieza!

— ¡Tía! ¡No mojé! ¡Te lo juro! … ¡Aaaia! …


¡Aaaia! —el chiquillo temblaba de excitación.

— ¿No mojaste? ¿Ah, sí? ¿Y por qué te está


creciendo la nariz cada vez más? ¿Por qué me estás
calentando con tu narizota tan mentirosa? —Isabel
no paraba de restregarse sobre la pinga mojada de su
sobrino. Mojada ahora por sus propios jugos de la
calentada que le había subido…— ¿A ver? ¿Por qué
te gusta calentar a tu tía? ¿A ver decime, René? ¿Por
qué mentís?

— ¡Aaaia! … ¡Aaaia!

— «¿Aaaia?» … «¿Aaaia?» … ¡¡Te voy a dar


«Aaaia» a vos!!
115
La Poltrona

La tía lo empezó a sacudir con una virulencia


inusitada. El chico rebotaba sobre su culo como
un muñeco de juguete. Presa de su propio juego y
excitada aún más que el pequeño, la mujer, con veloz
movimiento, se engulló la pinga dentro su panocha…
volcando su cuerpo hacia adelante hasta hacer encajar
el glande justo en la entrada. Ahora la nariz de Pinocho
entraba y salía del coño de su señora, embebiéndose
en jugos femeninos y aprendiendo a mentir mejor…

— ¡Sin vergüenza! ¡A vos te parece! ¡Hacerle


esto a tu propia tía! Sacarle a escondidas las bragas
para el muy pervertido hacerse la pianola… ¡Ahhh!

— ¡Tía no! ¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡Ahh!


¡Ahh!

— ¿Perdóname? ¡No quiero perdonarte! ¡¡Quiero


que me cuentes qué hacías con mis calzones!! ¡Ahhh!
¡Ahhh!

René estaba recibiendo, de parte de su tía, su


tercera lección. Y esta es que a las mujeres no les
gusta que los hombres les vayan con mentiras. Si
quieres obtener el perdón de ellas, o alguna chance
116
Elizabeth Blackwood

para poder negociar, debes irle siempre con la


VERDAD explicándole el porqué de tus errores. Así
René lo entendió y se decidió a contarle la verdad a
su tía.

— ¡Sí tía! ¡Sí! ¡Me hacía la pianola con tus


bragas! ¡Ahh! ¡Ahh!

— ¡Cuántas veces!

— ¡Muchas tías! ¡Con muchas de tus bragas!


¡Ahh!

— ¿Y esas de seda con volados en los bordes,


que me costaron carísimas y que yo las usaba cuando
estaba con tu tío, también?

— ¡Sí, esa también! ¡Me corrí todo imaginando


que las llevabas puesta, tía! ¡La mojé toda con mi
leche! ¡Ahh!

— ¡¡Sinvergüenza!! ¡¡Cómo te atreviste a


ensuciarme esa braga!! ¡Niño calentorro y pervertido!
¡Acaso tu mamita no te enseñó a tener límites, ¿eh?!
¡Ahhh! ¡Ahhh! ¡Eres un diablillo, niño! ¡Ahhh! ¡Mira
cómo me has PUESTO!
117
La Poltrona

El coño de doña Isabel ardía como una pava,


mientras su mente se llenaba de imágenes del sobrino
meneándose con sus bragas, todo enloquecido de
pasión por ella...

— ¡Es que tenía «voladitos» tía! ¡Me calentó


mucho que tuviera voladitos!

— ¡Voladitos! Claro… Te gustan los calzones


con voladitos… Y la dejaste toda manchada, niño
calentorro y travieso, pensando en cómo se movían
los voladitos de la bombacha cuando tu tía movía su
lindo culote para todos lados andando en calzones por
la pieza ¿cierto René? ¿Verdad que era así? ¡Ahhh!
¡Sí! ¡Seguro que era así! ¡Ahhh! ¡Ahhh!

Excitada y hasta se diría enamorada, Isabel no


paraba de hacerlo rebotar una y mil veces contra su
gran nalgatorio, lo que hacía que sus oídos escucharan
los tacos del chico golpeando contra piso “tiki tac…
tiki tac…tiki tac…” una y otra vez. Esa situación la
excitó, pues se acordó cuando ella bailaba la sevillana,
por lo que no dudó en prolongar esas sacudidas de
culo por más tiempo… para que el chiquito no parara
118
Elizabeth Blackwood

de “bailar” al ritmo de su lindo culote.

— ¿Así te gusta que te mueva el culote tu tía? —


Plaf! Plaf! Plaf!— ¿Quieres que te enseñe a “bailar”?

René se miró al espejo y vio cómo sus piernitas


lampiñas le bailaban. Vio también cómo su tía movía
sus caderotas con maestría, tal cual hacen las mujeres
españolas cuando se suben a la tarima, haciendo que
a él se le movieran sus patitas al compás de ella.
También alcanzó a verse la boca llena de saliva y su
nariz llena de mocos, con una expresión feliz.

— ¿Qué te parece este ritmo sobrino? ¡No me


digas que no está bueno!

El picacho del joven René ya se había enclavado


en el útero de su experta profesora de baile. Había
alcanzado su máxima elongación y ya no podía
estirarse más. Así, en tan sólo una hora, ella lo había
convertido en el niño más mentiroso del mundo… Y
había vuelto a probar, una vez más, que sus dotes de
poner a los hombres “de madera” todavía seguían
intactos. Isabel gozaba con esa verga, ahora enclavada
en sus entrañas maravillosamente. Gozaba con hacer
119
La Poltrona

de “mala” y de “buena” a la vez, ser ángel y ser


diablesa. Le había gustado hacerlo mentir, jugar con él,
y hacerlo confesar. También le había gustado hacerlo
“moquear” mientras lo zarandeaba con su trasero.
Es por eso que el pequeño Pinocho no iba a salir de
la pieza aún... ya que a su tía, feliz con su muñeco,
quería saber hasta dónde podía él seguir manteniendo
su nariz estirada y dura ya sea mintiendo o no.

— Sí… Está bueno tía… —respondió René con


la mandíbula temblando.
120
Elizabeth Blackwood

— Pues a mí me parece que no te está gustando


pues tu nariz está más larga que nunca… Por eso
vamos a parar un poco.

— ¡No tía! ¡No pares! ¡Te juro que me gusta bailar


contigo! —se quejó René desesperado temiendo que
el juego de su tía terminara.

— Es que ya estoy cansada de tus mentiras


René… Ya has mentido mucho hoy…

— Ay no, tía ¡por favor! Voy a confesarte lo que


quieras pero sigamos jugando bien rico…

René estaba tan excitado que no se había dado


cuenta que ya había eyaculado. Ya había mojado a su
tía como lo había hecho con las bragas. Pero como
era un jovenzuelo ardoroso tenía energía y ganas para
rato. Lo que le permitía a su experimentada tía seguir
prolongando sus ricos juegos...

— Bueno… Veo que te quieres portar bien. Eso


le gusta a tu tía. Ahora voy a desatarte las manos para
que te saques el Pinocho y los tacos. Luego vamos a ir
a la cama así te enseño a calentar la panocha…
121
La Poltrona

Isabel le hizo sacar las prendas y se llevó su


sobrino a la cama. Allí le enseñó cómo un hombre
debía usar su picacho para volver loca a una mujer.

122
Elizabeth Blackwood

A ntes de despedirse de la señora, Ángel se


llevó un libro que había encontrado en la
biblioteca de la casa. El Sol se estaba poniendo y ya
era hora de regresar.

— ¿Puedo llevarme este libro, Gretel?

— Sí, mi vida. Sólo te pido que no lo prestes a


nadie ya que es un recuerdo de René. A él le gustaban
esos libros.

— ¿Era de leer mucho?

— No lo sé, es un libro que se lo regaló una tía


mía, se llamaba Isabel. Un día se lo pedí para leerlo
y nunca más me lo pidió. Yo me lo quedé como un
recuerdo de él.

El chico le dio un pico a la señora y se subió de


un salto a su bicicleta. En pocos minutos ya estaba en
su casa dándose una ducha y tomando un descanso.
Una hora y media más tarde su mamá lo llamó para
124
La Poltrona

cenar. Durante toda esa hora y media Ángel estuvo


repasando, en su pieza, lo vivido en la biblioteca…
Se sentía muy excitado, le había gustado “el juego de
la cortesana”. Se preguntó si con una chica más joven
lo pasaría tan bien como con Gretel.

“No creo —se le vino a la mente— Las chicas de


mi edad no tienen su experiencia”

Cuando volvió a su pieza, sacó el libro que le


prestó Gretel y se lo puso a leer. La autora era una tal
Margueritte Leduc y el título de la obra era “Historias
de Alcoba de las Mujeres de la Corte Francesa”. A
Ángel —a poco de leer— le llamó la atención lo
liberadas que eran aquellas mujeres, en contraste
con lo que él conocía del mundillo femenino. En
el medio social en el que vivía, muy cristiano y
convencional, las mujeres parecían más interesadas
en buscarse algún buen empleo, o en casarse con un
hombre mayor que le asegurara un futuro estable.
No conocía ningún caso de un matrimonio entre
primos o de una mujer cincuentona vinculada a un
joven de veinte… Menos aún de prácticas sexuales
poco ortodoxas como el bondage y el fetichismo.
125
Elizabeth Blackwood

Pero allí, en ese mundo aristocrático, las cosas eran


bastante diferentes. Las mujeres no tenían problemas
en encamarse con quien quisieran, sea éste un primo,
un negro mulato, el cura de una iglesia o un mocoso
de once años. Todo les daba igual. Además de eso
tenían mucha “clase”, algo que las mujeres de su
ambiente no tenían. Esas damas practicaban el sexo
con absoluto refinamiento... no solían omitir ningún
detalle. Gustaban de usar bellos vestidos, encajes en
sus prendas y lencería fina. Además tenían artefactos
para usarlos en su momento de intimidad sexual,
como sillas para hacer el amor. Su ingenio no conocía
límites.

Lo curioso de todo esto era que buena parte de


esa parafernalia erótica era propuesta por las mismas
mujeres. ¡Ellas no se quedaban atrás! Si bien el
hombre ponía su ingenio, las mujeres hacían lo suyo
también, como en el caso de una condesa que mandó
a su zapatero a que le hiciera un calzado especial
para que le elevara su lindo culote, ya que su marido
era muy alto para ella y tenía que agacharse para
“encularla”. Resulta que la condesa tenía una amiga
126
La Poltrona

dinamarquesa que tenía el mismo problema que ella


pero al revés; su marido era el petiso. El problema
se solucionó cuando la mujer le regaló a su esposo
unos zapatos de plataforma alta para que éste pudiera
entrarle por atrás cuando le levantaba la falda.

Historias como éstas encontró a raudales… Tal


fue el caso de Margot Dumont, por ejemplo, la esposa
de un oficial muy allegado a Luis XVI. Resulta que la
mujer gustaba mucho de animar las fiestas que hacía
su marido. Fiestas en donde la pompa y el derroche
de lujos eran normales. La mujer tenía buenas
caderas y unas posaderas de envidiar, pero lo que más
llamaba la atención era la forma en que se movían
sus faldones cuando se paseaba por delante de los
invitados… con un contoneo sensual de caderas
que no dejaba indiferente a ningún caballero. Era la
envidia de todas las invitadas porque resulta que la
mujer no era muy bella... y sin embargo, el andar de
sus faldones no dejaba indiferente a ningún varón.
Era algo imposible de resistir.

Muchas se preguntaban cuál era el secreto de ese


andar tan “femenino” de la señora Dumont, llegando
127
Elizabeth Blackwood

a suponer que la mujer exageraba sus movimientos


para lograr ese especial efecto. Sin embargo esa no
parecía ser la razón, pues ello implicaría un control
muy grande del cuerpo, además de un gran gasto de
energía ya que la mujer se pasaba horas moviéndose
así… con un compás armonioso, constante y elegante
que era de admirar.

La solución al enigma llegó muchos años después


cuando murió la mujer. Su marido, más joven que
ella, se deshizo de algunas prendas que fueron a parar
luego a manos de sus criadas, ya que eran prendas de
calidad. Una de ellas se probó un día un calzado y
notó con el tiempo algo raro al caminar. Creyó, en su
ignorancia, la pobre, que tenía una de las piernas más
corta que la otra. A los días pudo entrar en la cuenta
de que era el calzado la causa de su problema. Resulta
que uno de los zapatos tenía el taco ¡ligeramente más
corto que el otro! Esa diferencia de altura en el taco
del zapato era el causante de que la señora Dumont,
al dar la pisada, hiciera que su cuerpo se balanceara
levemente hacia uno de los costados como si estuviera
media renga. El desbalance era apenas perceptible,
128
La Poltrona

pero lo suficiente para que sus caderas se mecieran


aún más y sus posaderas se contonearan mejor, lo que
generaba ese efecto tan sexy en su andar femenino
que sacaba de quicio al hombre. Ese era el secreto del
“efecto Dumont”.

Los atractivos de la señora Dumont estimularon


la imaginación de Ángel. Muy pronto su mente se
empezó a llenar de imágenes de mujeres andando
por la calle moviendo sus faldas al compás de sus
caderas. Incluso imaginó alguna falda de hermosos
volados levantada por una ventolera, permitiendo
entrever sus bragas frente a la mirada curiosa de los
129
Elizabeth Blackwood

paseantes. Pensando en eso se acordó de las tardes en


que volvía de la escuela viajando en subte y veía a las
mujeres en sus asientos con sus polleras tubo y sus
trajes de oficina, cerrando celosamente las piernas
para que ningún caballero le espiara las bragas.

— ¡Bragas! ¡Bragas! ¡Quiero bragas! —dijo


Ángel lleno de histeria, lamentándose de no poder
estar presente en un desfile de lencería femenina. El
pensar en la palabra “desfile” le hizo acordar a las
revistas de modas que antaño coleccionaba su mamá.
Recordó que habían quedado guardadas en una caja
al lado de la lavandería. Actualmente su madre iba
a la iglesia y ya no compraba ese tipo de revistas
porque, según ella, alimentaban la vanidad femenina.
El chico fue hasta allí, revolvió la caja y sacó varios
números. Estaban un poco llenas de tierra y algunas
tenían manchas humedad. Las limpió y se las llevó a
la pieza, allí las empezó a hojear... Buscó las modelos
en lencería y las encontró, estaban monísimas.
Algunas lucían culotes, otras tangas… y cuando ya
no aguantó más, frenético, se empezó a masturbar.

130
La Poltrona

Eran las doce de la noche cuando Ángel se


puso leer una de las “memorias”. Había tomado un
descanso luego de los “calzonazos” que se había
dado. En las memorias, se relataba un pasaje del
diario íntimo de la Marquesa de Blois, mujer que,
según la autora, había vivido en el Chateau de
Sully, en Loire, Francia. El Chateau de Sully es un
hermoso castillo que se conserva hasta la actualidad
y que había pertenecido al célebre Maximilien de
Béthune, gran duque de Sully, uno de los políticos
más importantes de la Historia de Francia en los
siglos XVI y XVII. La marquesa, de religión católica,
contaba su aventura amorosa y secreta mantenida
con un joven monje benedictino cuyo nombre era
André Palafox, que había conocido en la Abadía de
Fleury ubicada al sur del Valle de Loire. El joven se
dedicaba a copiar libros y eso llamó la atención de la
marquesa, que estaba interesada en algunas copias y
no tenía a nadie que se las hiciera.

La marquesa le llevaba algunos años y se había


encariñado con el joven monje, que tenía buena
contextura física y era muy reservado en su forma
131
Elizabeth Blackwood

de manejarse. Dado el poder que tenía y los aportes


económicos que hacía a la orden, no le resultó difícil
llevarse al joven a su propio castillo. Por unos días,
obviamente, pues luego lo hacía regresar a la abadía,
ya que en esa orden religiosa no habían muchos
copistas.

Fue entre las paredes del castillo en donde se


empezó a tejer esta historia, motivada principalmente
por la marquesa, que no dejaba de asediar al joven
monje. El estar cerca y a solas con un hombre casto
parece que a la mujer le despertó el deseo… más
porque los hombres que la secundaban, en su mayoría
sirvientes, no le producían interés. La autora relata
132
La Poltrona

que a la marquesa le gustaba ver al joven trabajar en


su biblioteca, tan concentrado en copiar sus libros
con una caligrafía que a ella le encantaba. Había días
que se le aparecía sonriendo, con un escote amplio,
hablándole de sus cosas y el joven, tan correcto en
sus formas, apenas si la miraba levantando la vista,
cuidándose siempre de no desviar sus ojos hacia los
senos prominentes de su anfitriona. Otras veces lo
invitaba a almorzar al patio, frente a los hermosos
jardines del castillo, y cuando se sentaba junto a él
para comer se arremangaba la falda en exceso, al
momento de levantar sus faldones, para mostrarle
al joven sus piernas y así cautivar su atención. Su
invitado, lejos de inmutarse, hacía como si no pasara
nada y acompañaba a la señora en la comida y en la
sobremesa, hablándole a ella de temas teológicos y de
viejos grimorios que el Papa le mandaba a traducir.

Esa actitud del muchacho la trastocó al punto


de obsesionarla completamente, y se preguntó si
el muchacho fingía o si realmente no le interesaba
en lo absoluto. Por aquellos tiempos los miembros
de la Iglesia, más allá de las normas, eran muy
133
Elizabeth Blackwood

licenciosos… y no tenían ningún reparo en llevarse a


la cama a alguna buena moza. ¿Por qué el muchacho
la evadía? La marquesa buscó provocarlo de diversas
maneras pero el joven se le negaba… hasta que un
día, mientras platicaban caminando junto al río, el
joven se mostró más abierto y a partir de allí surgió
una intensa relación. Digamos que la otra parte de la
historia.

En este punto, Ángel adelantó la página para ir


al punto caliente del relato. Se acomodó en la cama,
se sacó el calzoncillo, y se aprestó a la inquietante
lectura. Empezó a leer y no le costó nada el
identificarse con el personaje. Por las dudas, tenía a
su alcance las revistas de moda de su mamá.

“Escuché que André abría la puerta. Entró en


silencio y luego la cerró. Yo lo estaba esperando
en la cama con mi camisón puesto, abajo no tenía
nada. Caminó titubeando hacia mi cama y cuando
llegó hasta el borde le dije que se sacara la túnica,
ya que mi amante se había quedado inmóvil ahí
parado mirándome... André así lo hizo, y cuando
se quedó desnudo frente a mí me conmovió la
134
La Poltrona

dimensión de su verga y sus grandes huevos, muy


dotados para su edad. Su miembro era una delicia
a los ojos, de suficiente tamaño para satisfacer mi
sexo.

Sin perder tiempo los tomé con mis manos,


a sus dos huevos y a su enorme verga, al mismo
tiempo que le advertía que nadie tenía que saber
nada de lo que ocurriría esa noche entre los dos.
Su verga estaba ansiosa por gozar y noté que
estaba un poco nervioso. “No tengas miedo —le
dije suavemente— Dios sabe perdonar nuestras
pasiones”. Escuché que suspiraba mientras lo
acariciaba y yo, sin poder resistir más, me llevé su
verga a mi boca haciendo que su carne, blanda al
principio, se endureciera rápidamente.

Una vez que se subió a mi cama empezó a


tocarme los senos por encima del camisón. Noté
la inexperiencia de André… porque ansioso, me
tocaba por todas partes. Me sonreí y lo empujé
a la cama; “tranquilo”, le dije, y besé sus labios.
Empecé a lamerle la verga, tragándomela con
facilidad. Tenía experiencia en esas artes y André
135
Elizabeth Blackwood

no tardó en correrse todo. Cuando lo hizo, se


descargó en mi boca y yo dejé escapar parte de su
semen porque era espeso y abundante.

Lo tumbé en la cama, me quité el camisón y


me senté a horcajadas sobre él. Se excitó al ver
mis grandes senos y extendió sus manos para
acariciarlos. Yo permití que tocara mis pechos,
mientras contemplaba sus ojos llenos de éxtasis.
Me encantaba que un hombre joven se encendiera
por mi cuerpo maduro.

— ¿Nunca le tocaste los pechos a una mujer?

— No —me contestó ansioso— Menos ahora


que vivo como monje...

Estimulada por las caricias de mi amante me


apresuré a colocar su verga dentro de mi raja. Me
dejé caer, perforándome hasta el fondo, y empecé
a mover mis caderas con frenesí, deseando que
su verga se endureciera al máximo y me hiciera
venirme como una yegua en celo, toda llena de
lujuria de mujer…

136
La Poltrona

Acerqué mis senos hasta tocar su cara y André


se prendió de ellos como un crío. Rápidamente
llevó un pezón a su boca y empezó a mamar
como si ansiara la teta. Ese acto inesperado
de André despertó de inmediato mi instinto
maternal. Encendida, le pedí a André que me diera
mordisquitos suaves y delicados, igual a como
hacen los bebés cuando muerden el pezón de sus
mamás… Afortunadamente André aprendió rápido
y me mojé toda dándole la teta.

137
Elizabeth Blackwood

— ¡Ay sí, dale la teta marquesa! Mucha teta…


¡Tetealo todo! —decía Ángel en su cama mientras se
meneaba la pinga como un loco.

André se mostró sorprendido cuando acerqué


mi cara a la suya. Mientras lo besaba en la boca le
decía:

— ¿Te gusta amor, te gusta lo que hacemos


esta noche? —Mi monje no respondía, gemía entre
mis pechos sin control… Para calmarlo lo volví a
besar, con la pasión de una madre incestuosa, sin
dejar de mover mi vientre en ese palo delicioso que
era su verga…

— ¿Así mi amor? ¿Te gusta así?

Yo era la única que hablaba, él solamente


disfrutaba… sus gemidos, ver su rostro lujurioso,
lleno de placer, me estaba enloqueciendo.
Entonces, saqué lo puta que soy recordando a ese
antiguo amante, un aristócrata italiano, que me
hizo conocer el mundo del sexo y a disfrutarlo con
plenitud.

138
La Poltrona

Comencé a mover más mi pelvis con el objeto


de incrementar el placer, y a poco de empezar
a hacerlo sentí como André atrapó con sus
manos mis nalgas albinas —que no paraban de
moverse— lo que me obligó a aminorar el ritmo
para poder disfrutar de sus caricias. Recuerdo que
las manoseaba con desesperación, metiendo sus
dedos en el valle… Era consciente de que allá en la
abadía no podía disfrutar de estos placeres.

— ¡Tus nalgas me encantan, marquesa! ¡Amo


las mujeres bien nalgonas!—dijo mi André feliz.

Yo le sonreí agradecida, llevando su cabeza


hacia mis tetas para que las mamara. Le restregué
mis pezones entre su cara, luego me detuve y lo
volví a mirar:

— Puedes venir a mi castillo las veces que


quieras para jugar conmigo, André. Yo te esperaré
paciente para que gocemos juntos en nuestro lecho
de amor.

Sin sacar su verga de mi coño, levanté mi pierna


derecha para voltearme, y que mis nalgas quedaran
139
Elizabeth Blackwood

frente a sus ojos para que él las contemplara. Voltee


a verle la cara y su mirada no me decepcionó;
estaba clavada en mi trasero.

— ¿Qué te parece este paisaje, André? Seguro


que en tus libros no has visto nada igual…

André puso sus manos en mis nalgas y me las


empezó a magrear. Sin dejar de mirarlo a los ojos
empecé a moverme en círculos, intentando frotar
mi clítoris sobre su verga, aún dura.

No pude aguantar por más tiempo la enorme


verga de André. Quise darle más placer, seguir
jugando, pero ya no podía. Comencé a follarlo
con vehemencia hasta sentir el temblor en mis
piernas… El orgasmo me llegó y me corrí toda,
mojando al jovenzuelo con mis jugos vaginales.

Sabía que André ya se había corrido un


poco antes que yo pues lo había oído gemir. Era
demasiado joven aún y no podía resistir mis
embates. No me importó. Lo disfruté con el alma.
André se había portado como todo un caballero.

140
La Poltrona

Nos quedamos con nuestros sexos empotrados


a la espera de que la lujuria se aplacara. Llegó
la calma y entonces saqué su verga de mi raja
y me acosté a su lado, besándolo agradecida, y
observando su emoción en sus ojos también. Ya,
más tranquilos, me preguntó si había tenido otras
aventuras… Le respondí que no tenía caso que
supiera más de mí y que, simplemente, se limitara
a disfrutar de este momento. Ya tendríamos otra
oportunidad para hablar de eso en confianza.

141
Esther
Elizabeth Blackwood

L a señora Esther estaba en la cocina cuando


el chico le avisó que ya se iba. El pasto
estaba cortado y ahora debía abonarle el dinero.

— ¿Puedo pasar al baño doña Esther?

— Sí, por supuesto —contestó la mujer.

El joven se metió en el baño y tardó unos minutos


en salir.

Las piernotas de la señora Esther se deslizaron


hasta el aparador. Sus enormes nalgas de mujer se
movían al compás de sus caderas. Tomó su monedero
negro y sacó el dinero acordado. Luego esperó a que
el chico saliera del baño para poder dárselo.

El andar de la señora Esther era lento, casi


despreocupado. Las actividades físicas no eran su
fuerte salvo las relacionadas con los quehaceres
domésticos. La mujer, que rayaba los sesenta y estaba
a meses de jubilarse, vivía sola en un caserón viejo
143
Elizabeth Blackwood

con su único hijo Sebastián, que justo esos días no


estaba en su casa pues andaba en la costa con unos
amigos. Recién vendría en un par de días.

— Has trabajado mucho hoy… —le dijo ella al


verlo traspirado.

— Más me mató el calor que el trabajo—le


contestó el chico tomándose la frente.

Una vez que le acercó el dinero Esther lo invitó


a beber algo fresco.

— Tómate un poco de jugo antes de irte. El día


de hoy ha estado caluroso.

Era verdad, pese a ser otoño la temperatura había


llegado a 35. Una corriente de aire caliente les había
traído un corto veranito.

El joven le agradeció la atención y pronto


se sentó en la mesa. La señora Esther le sirvió su
jugo y también se sentó a beber con él. Sus ojos se
encontraron con los del chico y eso le despertó la
curiosidad. Esther se animó a preguntarle si estaba
saliendo con alguna chica.
144
Elizabeth Blackwood

— Por ahora no salgo con ninguna. Digamos que


estoy a la “espera”.

Esther recién se acordó que estaba vestida un


poco inusual. Llevaba puesta una pollera tubo,
elastizada, y una camiseta ajustada al cuerpo. Se
vistió así no para llamar la atención sino porque ese
día hacía mucho calor. Pero era lógico que andar con
esas ropas hacía imposible que sus carnes no se le
notaran. “¿Habré llamado la atención del chico?”,
pensó. “Ojalá que no piense mal de mí”.

— Pero seguro que te gusta alguna —continuó


ella dejando a un lado sus cavilaciones— O es que
todavía no…

Esther no supo cómo terminar la frase.

— Pues sí. Me gustan algunas mujeres —le


contestó él con una sonrisa—. No muchas, pero sí
algunas. Siento preferencia por las “veteranas”.

El chico, que era jardinero, se le quedó mirando


a la espera de una respuesta. Esther se removió en el
asiento pensando si en esas mujeres estaría ella...
145
Elizabeth Blackwood

— Normalmente a los chicos como tú le gustan


las mujeres de su edad… —contestó Esther bastante
desconcertada por los curiosos gustos del púber. Así
mismo su confesión sobre la mujer no le molestó.

— Eso creía, pero todo cambió cuando conocía a


una señora mucho más grande. Allí cambió todo para
mí. Esa mujer era casi de su edad…

El jardinero pidió un poco más de jugo y la


mujer, intrigada, le llenó el vaso. Se moría de ganas
por saber si el “mocosillo” había intimando con ella.

— ¿Estuviste saliendo con ella? Quiero decir si


fueron pareja.

— Estuvimos saliendo un tiempo —le contestó


luego de vaciar el vaso— Su marido era militar y casi
nunca estaba en la casa. Aparte no la trataba bien.

— Ah…

El chico se quedó en silencio esperando otra


pregunta más. Como Esther no preguntaba nada, se
creó un silencio compartido. Al final el chico volvió
a hablar.
146
Elizabeth Blackwood

— Bueno… —continuó diciendo el joven


rascándose la barbilla con los dedos— En realidad,
con esa señora… tuve mi primera vez.

— ¡Qué bien! —contestó la mujer que parecía


haberse quedado sin voz. El chico no tardó en darse
cuenta que su clienta quería saber más cosas.

— Era muy experimentada... tú me entiendes, y


muy buena como persona. Al principio yo no sabía
nada y ella me empezó a enseñar. Según ella dijo
que aprendí rápido —la señora Esther se sonrió— Y
bueno, digamos que ahí, como dicen todos, me
convertí en “hombre”. Eso fue lo que despertó mi
interés por las mujeres bastante mayores. La pasé
muy bien con esa señora hasta que un día tuve que
cortar, porque el marido empezó a estar más en casa
y no quería traerle problemas.

— Claro —contestó Esther entendiendo


perfectamente su situación. De repente su interés por
el chico se despertó de manera inusitada.

— ¿No te quieres quedar a comer? Así te vas a tu


casa comido… Tengo unas milanesas hechas de esta
147
Elizabeth Blackwood

mañana que sólo hay que fritarlas. Y algo de puré de


papas que me sobró del mediodía.

El joven jardinero aceptó. La invitación lo tomó


por sorpresa. No podía negarse a su propuesta al
verla vestida de esa manera. Esther no sabía que el
chico hacía días que le había echado el ojo… y que,
sin que ella lo notara, le miraba las posaderas cuando
podía. La pollera que llevaba puesta le ponía sus ojos
inquietos, y su andar cadencioso y tranquilo, casi
pachorriento, también le atraía.

Esther sacó el sartén y se puso a hacer las


milanesas. Encendió una vieja radio que tenía para
escuchar las noticias periodísticas. El joven, sentado
a sus espaldas, no dejaba de mirarle las nalgotas. Y no
tardó en descubrir, con su escudriño, la tanga XL que
se traslucía tras la “tubo”. Poco importaba ya, para
su intacta imaginación, la celulitis que mostraban sus
piernas y alguna que otra várice dibujada en la piel.

— ¿Te gusta escuchar la radio? Yo siempre


escucho el noticioso cuando almuerzo —le comentó
mientras sacaba los platos y los cubiertos del
148
Elizabeth Blackwood

aparador.

La mujer abrió luego la heladera y se tuvo que


agachar para buscar un limón. El chico la siguió
con la mirada y contempló feliz el espectáculo
“nalguesco”.

— Suelo escuchar música —le contestó él— No


soy tanto del noticioso.

— ¿Te gustan las milanesas con limón? Yo


siempre les echo unas gotas para que caigan más
livianas.

— También me gusta la mayonesa...

— ¿Quieres mayonesa? Me voy a fijar si tengo.


Creo que quedó algo en la heladera.

El chico le volvió a pegar el ojo mientras ella


contorneaba su trasero. Esta vez la mujer no se
agachó pues el paquete estaba en la parte de arriba.

“Tengo que tomar coraje —se dijo mentalmente


el chico reexcitado— A esta veterana ¡me la empomo!
O es ahora o nunca. Estamos solos y su hijo no está;
debo aprovechar esta oportunidad…”
149
Elizabeth Blackwood

A partir de ese momento el calenturiento


jovenzuelo ideó un plan de conquista para acostarse
con la mujer. ¡Y en su misma casa! Razonó que si
ella le había invitado, contra todo cálculo, a quedarse
a comer, era porque se había quedado prendada con
su historia de “amor” con aquella señora...

“Sí —pensó autoconvencido— Seguro que


piensa que en la cama soy un Sansón… Y como es
casi seguro que hace mucho que ningún machote le
come la “empanada”, debe estar esperando a que yo
me le tire un lance a lo Rodolfo Valentino”.

La excitación del jardinero fue creciendo


y pronto empezó a frotarse la entrepierna. Su
imaginación de niño lo llevó a volar por un mundo de
curvas y agujeros. Se vio a sí mismo en el dormitorio
de doña Esther acariciando ese culo con la pollera
hasta arriba... Magreando sus nalgas con sus manos
y susurrándole al oído lo hermosa que era. Al menos
hermosa para él, porque puede que la mujer no se
considerara a sí misma atractiva.

Doña Esther se sentó en la mesa y empezó a


150
Elizabeth Blackwood

servir las milanesas. El joven cogió la bandeja con


puré caliente y se sirvió unas cucharadas. Mientras se
servía mayonesa en el plato, la mujer se acordó que
en la heladera tenía una botella de vino.

— Yo tomo vino en las comidas —le dijo— Tú


seguro que no tomas...

— ¡Sí que tomo! —le respondió— Si me invita,


yo tomo.

La mujer le sirvió un poco de vino y también


se sirvió un vaso para ella. El chico, del hambre que
tenía, se zampó dos milanesas en diez minutos. El
menor se animó con el vino y eso le dio más coraje
para hablar. Le fue revelando a la señora algunos
detalles de su relación amorosa.

— El estar con aquella mujer creo que me


cambió la personalidad. Ahora, cuando estoy con mis
amigos, me aburro un poco porque los veo “tontos”.

— Y sí… —le contestó ella— estar con una


persona mayor te cambia.

— ¿Y usted está sola doña Esther? Porque no la


151
Elizabeth Blackwood

he visto con pareja…

— Hace años que estoy sola —dijo con aire


desconsolado. Se le quedó mirando un ratito y
finalmente exhaló un ”Qué se le va a hacer”.

El jovencito tomó un sorbo de vino, la miró y se


tiró el primer lance.

— ¿Y nunca pensó en salir con un hombre más


joven?, digo... Aunque sea para tener un amante…

Doña Esther le devolvió una sonrisa como


intuyendo para dónde iban los tiros. Se tomó unos
segundos para contestarle, hasta que al fin se le
ocurrió una respuesta.

— La verdad que nunca lo pensé. Toda mi vida


me enamoré de hombres mayores que yo.

El chico, lejos de amilanarse, sacó su chapa de


conquistador. Y esbozando una sonrisa segura la miró
a los ojos y le contestó:

— ¿Y qué le dieron esos hombres, doña Esther?


¿La supieron amar como usted quería? A lo mejor te
152
Elizabeth Blackwood

fijaste en las apariencias y no en lo que los hombres


tenemos adentro.

Por primera vez, desde que le hablaba, la tuteó.

— Puede ser… —dijo yéndose por la tangente—


La verdad que no lo había pensado. Tú ya sabes más
que yo porque tuviste una experiencia con una mujer
adulta.

— Sí. Y me hubiese quedado con ella si no


hubiese sido por el marido. Me gustaba muchísimo
esa mujer. Era culta, fina, muy inteligente. Mis
compañeros se me hubiesen reído al verme salir con
una “jovata”. Los jóvenes piensan que el valor de una
mujer se mide solamente por la tensión de su piel...
“Eh! ¡Te gustan las jovatas!”, te cargan todos como
si fueras un nerd. Pero las cosas se ponen patas para
arriba cuando empiezas a intimar con ella. Allí te das
cuenta que el sexo es otra cosa… —hizo una breve
pausa— No sé cómo explicártelo, pero es diferente,
tú me entiendes ¿no? —hizo otra pausa— Es como
que los jóvenes creemos que sabemos “cosas” pero
después que empezamos a experimentar nos damos
153
Elizabeth Blackwood

cuenta que las cosas no son así. Tú tienes mucha


experiencia y sabes a qué me refiero. Ahora que eres
mayor no piensas como cuando tenías veinte ¿no?

Esther se sintió enternecida por la gran madurez


del chico. Quizás no fuera tan mala idea tirarse unos
“petardos” con el mocoso.

— Claro… es que una mujer mayor te puede


enseñar cosas. Las jovencitas son más atractivas pero
no saben cómo tratar a un chico.

El chiquillo se sonrió por dentro pues sabía


rematar esa respuesta.

— Pero no es sólo lo que te puede enseñar una


mujer madura en cuestiones de “amor”. Los jóvenes
también les aportamos lo nuestro a esas mujeres
mayores. No es que una mujer mayor va a salir con
un chico para hacerle un favor, como si dijera: “Voy
a hacer una obra de caridad dándole clases de cama
a este chiquitín”. Una mujer no sale “gratuitamente”
con un hombre. Una mujer también busca lo suyo...
Ella me eligió porque vio en mí condiciones. Creyó
en mí y yo le respondí ¿entiendes Esther? Yo la
154
Elizabeth Blackwood

pasaba re bien con ella, tanto dentro como fuera de


la cama. La frecuenté hasta donde pude, hasta que
un día me dijo que no podíamos vernos más. Por el
marido ¿viste? Allí me cortó.

Al finalizar su relato de amor tomó otro sorbo de


vino. Por fin se sentía Gardel. “Con esto tengo que
ganarla”, se convenció.

—Sí, sí, ya veo… Me doy cuenta que eres un


chico maduro.

La señora Esther se preguntó qué tipo de


“condiciones” escondería el niño.

Y decime —le continuó diciendo— ¿No pudiste


encontrar a otra mujer? Me refiero a una que te
guste.

— ¿Se refiere a una mujer mayor?

— Sí, o a una que sea “madura”. Madura de la


cabeza me refiero.

— Ah! No… Bueno, sí. Hay una veterana que


me gusta. Una que está buenaza.
155
Elizabeth Blackwood

— ¡Qué bueno! —le contestó ella— ¿Y? ¿No le


propusiste algo?

Doña Esther se quedó a la expectativa.

— ¿Quieres más vino o jugo fresco? —le


ofreció.

— Mejor jugo, si no me viene el sueño.

Doña Esther le sirvió más juguito.

— Bueno, como te decía… —ya se le había


hecho costumbre tutearla—Sí, me gusta una veterana.
Le voy a ser franco Esther; me gusta usted.

La mujer abrió los ojos sin saber si lo había


hecho por placer o desconcierto. Ahora el niño se le
había declarado y ella debía tomar una decisión. Se
acomodó en la silla para ordenar su cabeza, no sabía
si aceptarlo o no. Hizo un esfuerzo por mantenerse
sonriente para que no se le notara lo nerviosa. Al
final, improvisó unas palabras con el objeto de ganar
tiempo... Algo tenía que responder, no podía quedarse
muda.

156
Elizabeth Blackwood

— ¿Así que te gusto yo? ¿Te gustaría tener una


aventura conmigo?

Adelantándose a las intenciones de ella el chico


tomó la delantera. De ninguna manera iba a permitir
que la mujer dominara la situación.

— Eso depende de usted. A mí me gusta


ir en serio... Pero eso estará supeditado a cómo
vayan dándose las cosas. El problema principal es
Sebastián… su hijo, tal vez él se dé cuenta.

— Seba no es un problema. Yo soy libre y salgo


con cualquiera.

— Entonces hagámoslo ya. Vayamos a tu pieza


y empecemos a conocernos…

Esther volvió a abrir los ojos. Esta vez asaltada


por la sorpresa.

— Me parece que vas muy rápido… ¡Sí que


esa mujer te despertó el indio! Pero yo me tomo mi
tiempo, no voy a la cama a la primera.

— Bueno, es verdad. Reconozco que esa mujer


me despertó el “indio”. Pero también me enseñó
157
Elizabeth Blackwood

muchas cosas, por ejemplo: Vos te tomaste tu


“tiempo” para conocer a tu ex pareja, ¿cierto?, ¿y eso
qué te dejó? Al final se cansó de ti y se fue con otra
mujer...

— No se fue con otra mujer, yo le eché de la


casa.

— Sí, y se fue con otra mujer apenas lo echaste,


¿cierto? Al final se cansó de vos. Se apagó la pasión
y te cambió por otra…

Doña Esther se le quedó mirando muda, no sabía


qué cosa contestarle. Se acordó de las constantes
peleas que tenía con su marido por aquellas
polleras.

— Yo no conocía a esa mujer. Bueno, la conocía


superficialmente. Yo ni en mis sueños me iba a
imaginar que me iba a remeter con ella. Piénsalo
un poco Esther; casada con un tipo hecho y derecho,
con una flor de casa, con comodidades, con más edad
que yo… No voy a decir su edad porque no viene
al caso. Y yo, un simple chico que apenas tenía una
bicicleta y todavía iba a la escuela. Y un día fuimos
158
Elizabeth Blackwood

a la cama y… plaf! Ahí cambió todo. Era como si


nuestras almas se hubieran reconectado de golpe. Yo
no sé si fue la “química” o el “inconsciente”, como
dicen los psicólogos, pero en la cama se decidió todo.
Fue mágico, y de ahí no nos separamos. Bueno, nos
separamos después… pero por el marido, eso ya te
lo conté. Desde luego, jamás le dije a mis amigos las
cosas que viví con ella. No lo iban a comprender, se
me reirían y me tomarían por freaky. A ella le pasó
lo mismo con algunos hombres que conoció. Me
confesó que ciertas personas logran encontrarse
cuando van a la cama. No todo pasa por la mente…
En la cama, también se deciden cosas.

— Puede ser —dijo Esther titubeando— Pero a


mí nunca me pasó.

— Porque no lo probaste Esther, por eso…


Pero tú eres una muy linda mujer. Déjame que te
demuestre mi pasión. Vayamos a tu pieza y si no te
gusta, entonces paro, ¡no me veas como a un violador!
A mí esa señora me enseñó a respetar a la mujer, a
compartir el placer. Fue mi maestra y nunca la voy a
olvidar. Y tú también puedes ser mi maestra… Seguro
159
Elizabeth Blackwood

que tienes muchas cosas que enseñarme, ¿no Esther?


Apuesto a que sabes cosas que yo no sé.

Esther se quedó en silencio observando las


facciones del chico. Reconocía que el polluelo no
estaba físicamente mal y se lo veía seguro. Aún así
no se le había pasado por la cabeza acabar el día con
un adolecente en su dormitorio. “¿Será cierto eso
de que estuvo con una mujer mucho mayor que él?
–pensó ella entre dudas– ¿O es que se manda la parte
para tener sexo y luego tomarse el piro?”,

— ¿Y Esther? ¿Lo hacemos o no? —dijo Ángel


a modo de ultimátum— Decídete, así sé si debo
volverme a mi casa.

160
“A esta veterana
¡me la empomo!”
Elizabeth Blackwood

E l reloj de la mesita de luz anunció que ya


eran alrededor de las seis. Ángel miró el
despertador y de un salto se levantó de la cama. Se
calzó los pantalones de jean y se aprestó para volver
a su casa. La señora Esther imitó su gesto, buscó sus
bragas en algún lugar del piso y cuando las encontró
empezó a ponérselas. Luego se puso el batón.

— Tengo que abrirte la puerta pues vas a llegar


tarde a tu casa —le dijo a su nuevo amante al tiempo
que lo acompañaba hasta la puerta.

Mientras regresaba a su casa en su bicicleta


Angelito se sentía excitadísimo. En su mente todavía
quedaban frescas las posiciones sexuales que practicó
en el colchón. “¡Qué cajeta que tiene la vieja!”, “¡Qué
nalgotas y qué piernotasas!”. En verdad la había
pasado bárbaro cogiendo rico con esa sesentona…

— Es una habitación amplia y cómoda —le


164
Elizabeth Blackwood

había dicho Ángel a la mujer. La cama matrimonial


era grande y el placar estaba empotrado en la
pared. Había suficiente espacio para moverse sin
problemas.

— Las casas antiguas eran así. Tenían


habitaciones grandes. Como podrás ver, tengo los
muebles necesarios. Ven que te muestro la habitación
de mi hijo y la otra que tenemos para los huéspedes.

Esther lo llevó al dormitorio donde dormía


Sebastián. Era una habitación más chica y tenía una
cama de plaza y media. La cama estaba sobre la pared
y enfrente había un ropero chico.

— ¡Qué lindo cuchitril! Ideal para traerse una


novia…

— Sí —contestó Esther— A veces Seba traía a


su chica aquí. Y bueno —continuó diciendo— Seba
es mi único hijo. Las mamás, en esos casos, somos
bastante consentidoras…

— Esta me gusta más que la otra porque tiene


un aspecto más “intimista” —le dijo Ángel con tono
entusiasta adelantándose a lo que iba a venir.
165
Elizabeth Blackwood

— Lo hacemos acá sin problemas. Y así jugamos


a la mamá y al hijo…

Ángel se mordió los labios ante esa propuesta


tan inesperada. Con una mamá tan “carnosa” seguro
que se hacía “pipí” bien prontito…

“No te preocupes que tengo pañales”, le dijo


Esther con una dulce mirada, advirtiendo su sorpresa
en los cachetes rosados de él. Haciéndole señas con
la mano se llevó a Ángel a la última habitación.

El dormitorio para las visitas era más chiquito


que el anterior, y todavía llevaba el piso de madera
que era el original de la casona. Tenía una pequeña
ventana que daba en dirección a la calle y un
ventilador de techo para mantener el ambiente
ventilado. Los únicos muebles que había eran una
cama de media plaza, una poltrona de tela de pana y
una mesita de luz antigua que había sido propiedad
de su abuela. Según le explicó la mujer, dicha pieza
fue construida mucho después de haberse comprado
la casa, cuando su marido vio que podía dividir una
sala grande en dos habitaciones.
166
Elizabeth Blackwood

Ángel miró la poltrona y se acordó de los “Juegos


de Gretel”.

— Linda poltrona para culiar… —dijo Ángel


sin dejar de pensar en el juego de “la mamita y el
hijito”.

— Sí, aunque yo prefiero la cama. Bueno,


¿vamos a la pieza de Seba? —le dijo apresurando la
cosa— Estoy ansiosa por conocer lo que te enseñó la
señora del cual me hablaste.

El chico siguió a la mujer hasta la habitación


de Sebastián. Una vez que pasó la puerta y estuvo
adentro la cerró.

— Me gusta la intimidad —dijo Ángel.

— Igual estamos solos —le contestó ella.

— Lo sé. Pero mi señora me enseñó a usar la


imaginación. Quiero hacerlo como si nos fuéramos
a encontramos en un hotel… Una tarde de “trampas”
entre un chico y una madura, mientras tu único hijo
está en la Universidad.

Esther lo miró y soltó una sonrisa.


167
Elizabeth Blackwood

—Pensé que ibamos a jugar a la mamá y al hijo.

— Por supuesto que ese va a ser nuestro juego.


Porque no quiero ser tu amante todavía sino tu
querido hijastro, el hijo que tuvo tu ex con su primera
mujer y que te lo dejó para que lo criaras porque él no
quiso llevárselo…

Ángel se acercó, la abrazó y alargó sus manos


hasta la altura de sus nalgas. Se las empezó a acariciar
suavemente y un bulto se le formó en el pantalón.

— Ahora entiendo —dijo Esther— Me gustan


los hombres con imaginación…

Ángel disfrutó del elogio y suavemente empezó


a besarle el cuello. Luego fue besando sus mejillas
y al llegar a la boca se detuvo. La miró a la cara
unos segundos y vio que ella se iba entregando...
Finalmente la besó en los labios manteniendo la
misma suavidad.

“Debo ser paciente —pensó Ángel mientras la


besaba— Aunque estoy re caliente y me la quiero
culiar ya, no puedo cagarla actuando como un
168
Elizabeth Blackwood

pendejo. Debo demostrarle que soy un chico maduro


que está a la altura de coger con una veterana”.

— Qué romántico que eres —dijo Esther


conmovida.

Ángel suspiró agradecido al ver que ella se la


hacía fácil.

— Sí, soy romántico. Pero también me estoy


“conteniendo”. Eres una mujer tan hermosa que tengo
ganas de partirte al medio ya. Amo tu cuerpo y cada
una de tus curvas. Me encanta tu suavidad y dulzura.
Pero soy consciente de que tengo que ir despacio. No
quiero cagarla comportándome como un pendejo. Mi
señora me enseñó eso, que con la mujer hay que ser
paciente. Que hay que hacerle el amor como cuando
uno está haciendo la comida; la comida, hecha a las
apuradas, sale mal y hasta sienta mal ¿no?

Esther lo miró con nostalgia y a la vez con


enternecimiento. Hacía años que ningún hombre le
hablaba de esa manera. “Sí, este chico es un hombre.
Un hombre joven pero un hombre al fin —pensó— No
te contengas mi chiquito. No intentes crecer de golpe.
169
Elizabeth Blackwood

Yo ahora soy tu mamá y tu mamá te va a hacer gozar.


Desata tu locura juvenil que yo te voy a guiar. Vamos
a gozar juntos, mi cielo, todo va a salir bien…”.

— ¿Quieres acariciar mi cuerpo? —le dijo


Esther— ¿Qué poses quieres que te haga?

Ángel se encendió como un fósforo al escuchar


su inesperada propuesta. Su bulto se le volvió más
duro; ahora ella le arrebataba la iniciativa.

— Bueno… si me das a elegir… me gustaría


empezar por la cola. Mientras estabas en la cocina no
podía resistirme a mirarla.

Esther, sin sacarse la ropa, giró su cuerpo y le


entregó la cola... Pensó en subirse la pollera pero
esperó a que el chico se lo pidiera primero. Mientras
Ángel la exploraba con sus manos por encima de la
tela, ella disfrutaba en silencio como hacía tiempo
que no lo hacía.

— Qué rica cola… —decía Ángel intentando no


perder el control. Su respiración se empezó a acelerar
pero se esforzó por disimularlo.

170
Elizabeth Blackwood

Las manos del chico no parecían saciarse de


probar esa abundancia carnal. Sus dedos se hundían
en las grasas como en la búsqueda de nuevas
sensaciones… El culo de Gretel eran más pequeño
y su conducta sexual más activa, Esther era todo lo
contrario; pasiva, voluminosa y dulce.

— ¿Quieres que me agache más así la tocas


mejor?

Esther se inclinó hacia adelante para sacar todo


el culo que podía. La pollera elastizada que llevaba
puesta se expandió hasta el punto de reventar. Ángel,
que miraba el espectáculo, casi pierde por poco la
estabilidad. Una de sus manos se enterró entre las
nalgas; su “autocontrol” se estaba desvaneciendo...

— Ah… Qué culo hermoso Esther, qué culaso...


No te pongas derecha nunca… Ah, Dios santo, qué
hermoso… Qué pedazo de culo de mujer... —dijo
Ángel haciendo un gran esfuerzo por amortiguar
el tono apasionado de su voz. Ahora ella lo iba
demoliendo de a poco... casi sin proponérselo, como
un final anunciado. Podríamos decir que la diferencia
171
Elizabeth Blackwood

de edad hizo que la situación fuera decantando de


manera natural, es decir la intrépida osadía del chico
quedando por debajo de los años de experiencia de
ella.

Al cabo de unos segundos y sin que el chico


se lo pidiera, Esther se levantó la pollera hasta la
altura de su cintura, aludiendo que necesitaba que sus
caricias sobre sus nalgas fueran más profundas… Fue
demasiado para Ángel; al final tuvo que rendirse.
Pese a todo el empeño que puso su resistencia fue
digna y valió la pena.

172
Elizabeth Blackwood

E sther respiraba profundamente tratando de


contener su placer. Las manos desesperadas
del jovenzuelo recorrían sus carnes con frenesí.
“¡Qué culo, por Dios, qué culo!”, no paraba de
repetirle a sus espaldas. Palabras que hacían que a
ella se le agitara el pecho cuando intentaba respirar.
Ella comprendía su arrebato porque había sido joven
como él, y como él también ella se apasionaba por el
sexo “exuberante” de un hombre. “Tócame chiquito,
tócame… mete tus manos por todos mis rincones.
Mamita está aquí para darle a su niño caliente todo
el rico jamón…”.

Como una profecía autocumplida una de las


manos del chico se coló ansiosa por adentro de su
bombacha… Esther contuvo la respiración, ya no
era posible detener aquello. Esas nuevas caricias
la encendieron, despertando en ella sentimientos
dormidos. Las manos de Ángel eran pequeñas y se
174
Elizabeth Blackwood

metían bien entre sus nalgotas.

Esther, que se mantenía callada, lanzó un


repentino suspiro de placer. Sin que ella menos se lo
esperara, algo la ensartó hasta la médula.

— ¡Ahhh! Así… por favor… métela bien


adentro… así mi bebé.

Su jardinero le había bajado el bombachón,


apenas por encima de las rodillas, y le había metido
los dedos bien hasta el fondo, entre medio de sus
nalgotas. El muñón había desaparecido, oculto entre
tanta carnalidad, y la punta de los dedos de la mano
llegaron a tocar la entrada de su vulva.

— ¡¡Qué ORTO!! —gritó el mozuelo enloquecido


por semejante manjar.

— ¡Eso! ¡Más fuerte! ¡No pares! Sigue moviendo


la mano así… —le contestó Esther tremendamente
excitada.

— ¡¡Me encanta la heeembra!! —le escuchó


decir ella mientras le metía su manito más adentro.
Dada la pasión que demostraba el chico, debe haber
175
Elizabeth Blackwood

aprendido mucho de aquella señora, pensó Esther…

Ángel siguió sacudiendo las nalgas de Esther


con su pequeña mano. Mientras lo hacía no paraba de
repetir “¡¡Me encanta el ORTO!! ¡¡El ORTO!! ¡¡El
ORTO!!”

Cuando ya no pudo aguantarse más la locura se


bajó los lienzos con la mano que le quedaba libre, se
sacó la pinga para afuera y con esa misma mano se la
empezó a menear.

Esther no perdió más el tiempo, se sacó el calzón


y se llevó el chico a la cama.

— Si haces eso te vas a correr... ¿O te olvidaste


de lo que te enseñó tu “maestra”? —le dijo con una
inesperada autoridad.

Después de subirlo a la cama, ya desvestido, le


empezó a hablar.

— Ya vas a tener tiempo de correrte todo.


Tenemos toda la tarde para jugar. Ahora le tienes que
dar primero placer a mami… —concluyó.

176
Elizabeth Blackwood

Esther se sacó la remera, dejándose solo el


sujetador y la tubo, bien arremangada a la altura
de la cintura, y se echó luego sobre sus espaldas
abriéndose bien de piernas.

— Chúpamela bien buena… —le dijo al chico


mostrándole su rico besugo... bien jugoso y regordete,
propio de las mujeres grandotas— Si lo haces bien te
juro que te adopto como mi hijo.

— ¡Qué pedazo de bagre! —dijo Ángel


extasiado... En toda su breve juventud nunca había
visto semejante animal de mar...

— ¿Viste bebé? Toda esta pescadería rica es


para vos y a poco estabas por perdértela… ¿Se la
vas a comer bien a mamá, no? Como te enseñó esa
señora... Como te dije, si te portas bien conmigo
te prometo que te adopto como mi hijo, y una vez
que seas mi hijo te dejo meter, todas las veces que
quieras, tu calamarcito adentro de este “bagre”, como
dices tú.

177
Esther
Elizabeth Blackwood

E ran las diez de la mañana cuando sonó el


teléfono en la casa de Gretel. La mujer fue
atender pensando en que podría ser Ángel, pero no
fue así. La que llamaba era una de sus amigas, que
vivían a pocas cuadras de su casa. Gretel la atendió
entusiasta, pues hacía mucho que no se veían. La
mujer, que parecía impaciente, le informó de la razón
de su llamada. Era un asunto de “necesidad”, le dijo,
y pactaron encontrarse.

— ¿Así que tienes un novio y quieres agasajarlo?


Entonces no te preocupes, hazte una escapada para
mi casa y yo te enseño cómo se hacen los pastelitos
de hojaldre.

— ¡No seas mala amiga! ¡No es mi novio! Es


alguien que conocí hace dos meses…

— ¿Qué edad tiene? ¿Es un cincuentón? Sé que


te gustan los hombres mayores.
179
Elizabeth Blackwood

— Algo menos… je je, pero no importa. Además


no es mi novio, Gretel. Cuando lo sea, si es que lo es,
te lo presento. Esa es fija. Tú sabes que yo no soy de
ocultar.

— Bueno, está bien, dejémoslo así, después


cuando vengas hablamos. Ven a casa después de
comer así te enseño. En mi cocina ya tengo todo…
Tú sabes que soy una loca por la repostería.

— Yo de paso llevo el coñac. Ese importado que


me trae mi almacenero.
— ¡Vamos a parecer dos viejas borrachas! ja ja.

— ¡Viejas no! ¡Viejos son los trapos!

Gretel se despidió de ella y pronto se dirigió a la


cocina.

— Creo que me quedé sin manteca… Ahora voy


a salir a comprar.

Horas más tardes y con el día soleado, cuando ya


Gretel había terminado de almorzar, sonó el timbre
de la casa y su dueña salió a atender.

180
Elizabeth Blackwood

— Pasa que está abierto —le dijo Gretel. Era la


amiga que le había hablado a la mañana.

— Qué linda que tienes las rosas. Siempre fuiste


cuidadosa con el jardín.

— Es que tengo un jardinero que me corta el


pasto todas las semanas.

— ¡No me digas que ya tienes orquídeas! Lo que


te deben haber costado…

— Me las consiguió un proveedor amigo que las


trae de Ecuador. Pero bueno, entremos adentro rápido
que hoy está picante el Sol. Dijeron en la radio que
estamos atravesando un “veranito”.

A poco de entrar su amiga la señora Gretel le


invitó a tomar café. Se pusieron al tanto de sus cosas,
aunque Gretel se cuidó de ocultar el romance que
tenía con su joven jardinero. Una vez terminada la
tertulia, ambas mujeres se pusieron a trabajar.

La meticulosa señora Gretel comenzó preparando


la masa mezclando harina de trigo con todos los
ingredientes; manteca derretida, una cucharada de
181
Elizabeth Blackwood

sal, otra de jugo de limón, agua y un huevo.

— Es importante —comenzó diciendo Gretel—


tener bien mezclada la masa. Si ves que te queda un
poco seca le agregas un poco más de agua. Yo la
amaso durante 20 minutos, pues mi abuela lo hacía
así, pero he visto en algunas recetas que con 15
minutos es suficiente.

— Yo le ponía grasa a la masa en vez de manteca


como haces tú… ¿Será por eso que me salían medios
duros?

— No creo, mi madre también le ponía grasa


cuando hacía pastelitos en casa. Pero me gustaban
más los que hacía mi abuela pues con manteca tenían
otro sabor.

Cuando Gretel tuvo la masa a punto, la dejó


descansar en la heladera durante 15 minutos envuelta
en un film. Mientras la masa hacía su reposo, la señora
Gretel depositó en unos balls, manteca derretida y
un poco de maicena para pincelar posteriormente
la masa. Luego, preparó el almíbar mezclado agua,
azúcar y esencia de naranja.
182
Elizabeth Blackwood

— ¡Claro! Tú los haces diferente. Yo no ponía la


masa en la heladera… A lo mejor era por eso que no
me salían bien.

— Probablemente… Bueno, te sigo explicando;


una vez que se cumplieron los 15 minutos, sacas
la masa de la heladera, la estiras como ya sabes,
pincelándola y doblándola por la mitad hasta tenerla
lista para el hojaldre, y recién ahí la vuelves a mandar
al refrigerador, pero esta vez por 30 minutos. Luego, la
vuelves a sacar, la estiras de nuevo hasta que alcance
unos cuatro milímetros de espesor, y cuando ya está
bien estirada la empiezas a cortar en cuadraditos
183
Elizabeth Blackwood

—le terminó de explicar—. Los pastelitos llevan su


tiempo, pero yo no tengo apuros. ¿No te molesta si
pongo un poco de música? A mí me gusta escuchar
música cuando cocino. Me gusta el blues y la música
de los años 30.

A la hora y pico las dos mujeres ya estaban


fritando los pastelitos. Los hicieron con dulce en el
centro; unos con membrillo y otros con batata.

— Después que los tengamos fritos y le pongamos


el almíbar, a los de membrillo le ponemos grajeas
rojas y amarillas, y a los de batata grajeas amarillas
y celestes, para diferenciarlas —acotó Gretel—.
Mientras se van fritando los pastelitos aprovechemos
para hablar un poco de tu nuevo novio... Ese hombre
que conociste.

— Ya te dije que no es mi novio, y no es un


hombre. Por su edad podría ser mi nieto.

— ¿Así que ahora andas “acunando” niños,


amiga? Dame detalles que eso me interesa…
184
Elizabeth Blackwood

— Por la cara que veo que pones, me doy cuenta


que a vos te interesan los niños también... Mira que
yo he conocido un par de lobizonas que ni te cuento,
Gretel. Si le miraras la cara parecen unas santas de
iglesia. Pero que no se te ocurra dejar a tu nieto a
solas con ellas porque, cuando vengas a buscarlo, no
vas a encontrarle ni los pañales… Allí, a solas con tu
niño, ellas le mostrarán su verdadero rostro ¡y pobre
de él!, igualito que en el cuento de Caperucita.

Nuevamente sonó el timbre y Gretel salió a


atender.

— Es el chico que me hace el jardín, Esther.


185
Elizabeth Blackwood

Contrólame la fritura que ahora regreso. Luego


seguimos con tu historia.

Gretel salió a la vereda e hizo pasar a Ángel. Le


dio un pico en la boca aprovechando que no había
nadie cerca.

— Hoy tengo visitas, amor. Voy a dejarte solo


por un rato. Pero estoy preparando algo rico para que
meriendes cuando termines.

Ángel le sonrió agradecido y acomodó la bicicleta


en el fondo. Se puso a preparar la bordeadora, no sin
antes sacar el alargue que estaba guardado en el
lavadero. Mientras Ángel comenzaba su tarea, Gretel
volvió a entrar a la casa. Cuando traspasó la puerta
de la cocina, la amiga ya estaba echando mano a la
fritanga...

— Recién acabo de sacar el último... Tienen


pinta de estar riquísimos.

Gretel sacó una bandeja y empezó a poner los


pastelitos. Los fue separando por gustos y luego les
echó el almíbar.
186
Elizabeth Blackwood

— Una vez que están cocinados el resto es súper


fácil. A mí me gusta ponerle grajeas porque quedan
lindos a la vista.

— Yo sabía que la clave estaba en la masa…


La primera vez que los quise hacer la masa se me
endureció. Igualmente me los comí… Ya no los iba
a tirar.

Gretel preparó la mesa y se puso a hacer los


capuchinos. Calentó la leche y el café, y fue a buscar
una barra de chocolate amargo que estaba guardada
en la alacena. Una vez que tuvo todo listo, sirvió la
mesa y salió a buscar al joven.

— Mi Ángel trabajador, ya está la merienda


servida. De paso conoces a mi amiga. Pero ojito
con echarle el ojo… —sonrió— Mira que ya tiene
novio.

Ángel dejó el trabajo y fue la lavandería a


lavarse las manos. Se secó un poco la traspiración
y se acomodó el pelo que lo tenía revuelto. Cuando
entró a la cocina de Gretel, se llevó una sorpresa de
aquello.
187
Elizabeth Blackwood

—Ho.. hola —saludó Ángel.

— Hola Ángel—respondió Esther.

— ¿Cómo Ángel? —preguntó Gretel intrigada—


¿Acaso ustedes dos se conocen?

— Este es el chico del que te hablé. El que me


riega el jardín cuando estoy sola en casa…

Ángel se quedó mirando a Gretel con la lengua


atascada entre los dientes. Lo único que atinó a hacer
fue sentarse junto a ellas en la mesa.

continuará?

188
La Poltrona
Elizabeth Blackwood

Guión: Elizabeth Blackwood

Maquetación y diseño
por la misma autora

Continuación del cuento


“Ángel & Gretel”

Código de registro: 1904040538426


Fecha de registro: 04-abr-2019 12:46 UTC

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