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Fernando VII tuvo dos hijas. Según la Ley Sálica, las mujeres no podían acceder al trono,
por lo que el sucesor de la Corona debía ser el hermano del Rey, Carlos María Isidro. Sin
embargo, Fernando VII cambió la ley poco antes de morir (con la promulgación de la
Pragmática Sanción) y nombró a su hija Isabel heredera al trono. A la muerte del Rey, en
1833, María Cristina, esposa de Fernando VII, se encargó de la regencia hasta que Isabel II
alcanzó la mayoría de edad. Sin embargo, los partidarios del infante Carlos María Isidro se
alzaron en armas contra la regente, quien se vio obligada a buscar el apoyo de los liberales. Se
inicia, así, la Primera Guerra Carlista.
Los tres primeros años de regencia de María Cristina, en plena Guerra Carlista, gobernaron
los liberales moderados. El principal instrumento político fue el Estatuto Real, una especia de
Carta otorgada que no reconocía la soberanía nacional ni la división de poderes. Pero 1836 la
sublevación de sargentos conocida como Motín de la Granja obligó a la regente a restituir la
constitución de 1812 y derogar el Estatuto Real. Inmediatamente después se redactó una
nueva constitución, la de 1837, con algunos cambios con respecto a la de 1812 que la hacían
más moderada. Con este marco constitucional se pudieron promulgar algunas leyes
revolucionarias, como la supresión de la obligación de pagar diezmos a la Iglesia o la
desamortización de los bienes patrimoniales de la Iglesia. Por una ley de ayuntamientos
(1840) que suprimía el derecho de los ciudadanos a elegir a sus alcaldes, quienes pasaban a
ser nombrados por el Gobierno directamente, hubo nuevas sublevaciones populares y María
Cristina se vio obligada a renunciar a la regencia.
Cuando María Cristina renunció, en octubre de 1840, el general Espartero fue nombrado
regente por las cortes. El general Espartero, reciente vencedor contra los carlistas, gobernó
hasta 1843 de manera dictatorial y sin someterse nunca al Parlamento. Espartero se ganó el
rechazo de todos: su política, radicalmente librecambista, ponía en peligro la incipiente
industria catalana. Los vascos habían visto cómo, por su apoyo a los carlistas, la Ley
Paccionada de 1841 reordenaba los fueros vasconavarros; por ello, se oponían a Espartero. En
1843 se inició una revuelta militar encabezada por Narváez, que hizo caer al Gobierno.
Espartero huyó y se exilió en Londres.
Proclamada mayor de edad a los 13 años, Isabel II asumió el trono de España (1843)
y comienza un periodo en el que se alternarán en el gobierno los moderados y los progresistas.
Los primeros defendían la soberanía compartida Cortes-Rey, el sufragio censitario muy
limitado, una organización centralista del Estado, la limitación de los derechos individuales, el
estado confesional, el Ejército y Guardia Civil como únicos cuerpos armados. Era el partido
apoyado por terratenientes, alta burguesía, vieja nobleza, alto clero y altos mandos del
ejército. Los progresistas defendían la soberanía nacional y la limitación de los poderes de la
Corona, un sufragio censitario más amplio (los demócratas querían el sufragio universal) y
menos centralización del estado, concediendo mayor autonomía a las regiones y municipios.
Defendían las libertades individuales y el estado confesional, pero con libertad de cultos (los
demócratas defendían la aconfesionalidad). Eran partidarios de la Milicia Nacional. Era el
partido apoyado por la pequeña y mediana burguesía y en general, las clases medias,
profesionales liberales, y militares de baja graduación.
Al subir al trono, Isabel II encargó la formación del gobierno al partido moderado, liderado
por Narváez, que gobernó con mano dura. Comienza así la Década Moderada. Se redacta una
nueva Constitución en 1845, que establecía la soberanía compartida entre Cortes y Rey, la
confesionalidad católica del Estado y se mantenía el sufragio censitario.
En 1844 se creó la Guardia Civil, cuerpo policial de carácter militar destinado a mantener el
orden en las zonas rurales. Los políticos moderados intentaron un acercamiento a la Iglesia,
enemistada con el régimen liberal desde la desamortización de 1836. En este sentido, en 1851
se firmó un concordato o convenio de colaboración con el Vaticano por el que la iglesia
recuperaba muchos de sus privilegios y era autorizada para intervenir en la enseñanza.
La segunda guerra carlista estalló entre 1846 y 1849, debido al fracaso del matrimonio
entre Isabel II y su primo, hijo primogénito de Carlos María Isidro de Borbón. Este conflicto
estuvo muy focalizado en la zona catalana y se desarrolló a través de guerrillas.
El Bienio Progresista se inició en 1854 con un pronunciamiento militar, conocido como “La
Vicalvarada”, encabezado por el general Leopoldo O’Donnell, líder del Partido Unión Liberal. El
movimiento no pretendía destronar a la Reina Isabel II, sino forzarla a admitir las reformas
democráticas interrumpidas por los moderados en 1844. Después de la Vicalvarada, Isabel II
pidió al general progresista Espartero que formara Gobierno. Una medida importante de esta
época fueron la aplicación de una segunda desamortización, según el plan de Pascual Madoz, y
la Ley de Ferrocarriles, que planifico la red ferroviaria que tanta importancia tuvo en el
desarrollo del capitalismo español. Pero la situación económica empeoró y la conflictividad
social aumentó. El resultado fue la destitución de Espartero y el nombramiento en su lugar de
O’Donnell.
Vuelven ahora a gobernar los moderados: se sucedieron los gobiernos de los generales
O’Donnell (con el nuevo partido de centro que él lidera, la Unión Liberal) y Narváez. En ese
periodo cabe destacar la paralización de la desamortización de 1855, el reconocimiento a la
Iglesia de muchas de sus privilegios tradicionales, la dura represión contra las revueltas
campesinas llevada a cabo por la Guardia Civil y las prácticas electorales corruptas. La
oposición a esta política moderada, se tradujo en sucesos como la represión sangrienta de
estudiantes en la Noche de San Daniel; o la sublevación del cuartel de San Gil, contra Isabel
II.
Durante los últimos años del reinado de Isabel II, un grupo de políticos
demócratas y progresistas firmaron un pacto en la ciudad belga de Ostende (1866)
que incluía un acuerdo para destronar a la reina. En 1868, dos años después de este
pacto, la Armada española, dirigida por el almirante Topete se sublevó contra la
monarquía de Isabel II. Lo que inicialmente era un pronunciamiento militar más se
convirtió en un movimiento revolucionario, en el que los sectores populares ocuparon
las plazas de sus localidades al grito de “Mueran los Borbones” y “Viva España con
honra”. Se reclamaba la implantación de derechos democráticos (sufragio universal,
libertad de imprenta, de culto y asociación) y también la supresión de los consumos y
las quintas. En pocos días triunfó la revolución, denominada como “La Gloriosa”.
Isabel II y su familia se exiliaron en Francia.
El nuevo rey tuvo que hacer frente a una fuerte oposición: por un lado, estaban
los republicanos y gran parte de los sectores populares, reticentes al sistema
monárquico; por otra parte, los carlistas iniciaron nuevas insurrecciones que
desembocaron en la tercera Guerra carlista; mientras tanto, en Cuba, se sucedieron
los levantamientos contra el Gobierno, debido a que los propietarios de las
plantaciones de caña de azúcar no aceptaban los decretos de abolición parcial de la
esclavitud. Ante esta difícil situación, en 1873 Amadeo I abdicó y volvió a Italia.
Tras la abdicación del rey Amadeo I, las Cortes votaron por gran mayoría la
implantación de una República.
campesinos) fueron los principales problemas con los que tropezó la joven república.
Las clases populares no obtuvieron una respuesta clara a sus demandas de supresión
de impuestos y del injusto sistema de reclutamiento, las quintas. Además, la república
tenía en contra a los políticos conservadores, buena parte de la jerarquía eclesiástica
y los carlistas.
El corto periodo que duró estuvo lleno de dificultades. Los jornaleros del sur
pedían el reparto de los numerosos latifundios, cuestión que los gobernantes
republicanos ni se habían planteado. En Cataluña se intentó crear un estado dentro de
la República Federal Española. Uno de los principales problemas fue la proclamación
de cantones, pequeños territorios que se proclamaban soberanos frente al Estado
Central. Si a esto se le añade la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de Cuba, queda
claro que la consolidación de la república era casi imposible. Durante el año que duró
se sucedieron cuatro presidentes: Estanislao Figueras, Francisco Pi i Margall, Nicolás
Salmerón y Emilio Castelar.
Además, bajo la dirección de Cánovas, se pudo dar fin a la tercera Guerra Carlista; para
ello, Alfonso XII se desplazó al norte de la Península y ofreció una amplia amnistía a los
carlistas, a cambio de que aceptasen la monarquía constitucional que él representaba.
También tuvo éxito Cánovas logrando el fin de la Guerra Larga en Cuba (1878) con la Paz de
Zanjón; aunque la guerra volverá a estallar un año después.
Cánovas del Castillo fue el principal impulsor del sistema de la Restauración. Éste
pensaba, siguiendo su admirado modelo inglés, que un solo partido no podía mantener la
Restauración, sino que eran precisos dos partidos políticos que respetasen la Constitución y
representasen las diferentes ideologías. Estos dos serían los partidos “oficiales o dinásticos”, y
se turnarían en el gobierno: son el Partido Conservador y el Partido Liberal (representaban,
respectivamente, a la derecha y a la izquierda del pensamiento liberal).
Fuera del sistema de turnos entre el Partido Conservador y el Partido Liberal, quedaban
republicanos, socialistas (el PSOE nace en 1879), carlistas y nacionalistas.
caciques. Para ello, se practicaban el “encasillado” y el “pucherazo”, que eran posibles gracias
al caciquismo.
Con el pucherazo se amañaban las actas tras el recuento de votos. Otro modo era la
compra previa de votos mediante fraude o violencia. A menudo se utilizaban como votantes los
nombres de fallecidos.
Todo el sistema turnista era posible gracias al caciquismo, hecho sociopolítico que se
manifestó en España desde mediados del S.XIX, hasta el primer tercio del siglo XX. Consistía
en el control del poder en determinadas zonas rurales por personas de influencia y prestigio
social. Los caciques eran los encargados de recopilar votos y amañar elecciones.
En 1876 fue promulgada la Constitución, de gran vigencia (hasta 1931), debido en gran
medida a la flexibilidad en su interpretación Durante la redacción de esta Carta Magna,
surgieron controversias entre conservadores y liberales, en lo que respecta al concepto de
soberanía, el sistema electoral (sufragio censitario o universal) y la confesionalidad del Estado.
Finalmente, esta Constitución sancionaba la soberanía compartida cortes-Rey, la monarquía
hereditaria, un parlamento bicameral, un Estado confesional, y una imperfecta separación de
poderes que otorgaba al rey la facultad de nombrar al jefe del gobierno, designar o revocar
ministros y convocar o suspender las cortes; entre otras leyes.
Del siguiente turno, en el que gobernó el Partido Liberal, destaca la ley de libertad de
reunión y expresión.
En 1885 muere Alfonso XII, y su esposa, María Cristina de Habsburgo, embarazada del
futuro Alfonso XIII, actuó de regente hasta que éste subió al trono. Por el Pacto de El Pardo,
Cánovas y Sagasta acuerdan continuar con el turno de partidos tras la muerte del Rey.
Hasta 1890, gobierna el Partido Liberal. De esta época destacan la ley de libertad
sindical y la de sufragio universal.
A finales del siglo XIX, España sufrió la pérdida de los últimos restos de su viejo imperio
colonial frente al empuje irresistible del nuevo imperialismo norteamericano. Las últimas
colonias que conservaba España desde 1825 eran Cuba y Puerto Rico en el Caribe; las islas
Filipinas en el Pacífico; y los archipiélagos de las Marianas, Carolinas y Palaos, también en el
Pacífico.
Cuba (la “Perla de las Antillas”) y Puerto Rico tenían una vida económica basada en la
agricultura de exportación, sobre todo de tabaco y azúcar de caña, en explotaciones donde
trabajaba mano de obra esclava. Aportaban grandes beneficios a la economía española y
constituían un mercado cautivo, pues solo podían comerciar con España. Esta situación
perjudicaba claramente a las islas, que podían encontrar productos más baratos en los vecinos
Estados Unidos.
Tras el triunfo de la Revolución Gloriosa que dio paso al Sexenio democrático, los
cubanos contagiados de ideas autonomistas y emancipadoras iniciaron una rebelión por toda la
isla. Con el Grito de Yara, liderado por Manuel Céspedes, dio comienzo la Guerra de los Diez
Años (1868-1878). Los sublevados (denominados mambises) perseguían la abolición de la
esclavitud y la autonomía política. Desde España, se envió al general Arsenio Martínez Campos
a combatir la sublevación cubana. Éste mantuvo negociaciones con algunos líderes insurrectos
como Calixto García, Máximo Gómez y Antonio Maceo, y finalmente logró firmar la Paz de
Zanjón: España se comprometía a conceder medidas de autogobierno a la isla, que se
convertía en una provincia más de España. Pero un año después de firmarse la Paz de Zanjón
se produjo una nueva insurrección contra la presencia de los españoles en la isla, que dio lugar
a la llamada Guerra Chiquita.
Tras la Paz de Zanjón, se habían creado en Cuba dos grandes partidos: la Unión
Constitucional era un partido españolista de ciudadanos peninsulares instalados en la isla. El
Partido Autonomista, integrado en su mayoría por cubanos, buscaba obtener más autonomía
sin llegar a la independencia. Desde España, el gobierno de Sagasta trató de introducir
mejoras en la isla, pero sólo tuvo éxito la abolición formal de la esclavitud en 1888. Poco a
poco, el independentismo fue ganando posiciones frente al autonomismo y José Martí fundó en
1892 el Partido Revolucionario Cubano, cuyo objetivo era ya la independencia de Cuba. Este
partido logró el apoyo de Estados Unidos y el presidente estadounidense McKinley mostró
abiertamente su apoyo a los insurrectos cubanos enviándoles armas.
sufragio universal masculino o la igualdad de derechos entre insulares y peninsulares. Pero las
reformas llegaron demasiado tarde: los independentistas cubanos contaban con el apoyo de
los estadounidenses y se negaron a aceptar el fin de la guerra.
Por otra parte, en Filipinas la población española era escasa y los capitales invertidos, poco
importantes. Durante tres siglos, la soberanía española se había mantenido gracias a una
pequeña fuerza militar y a la presencia de varias órdenes religiosas. El deseo independentista
se concretó en la fundación de la Liga Filipina de José Rizal y en la organización “Katipunan”,
que pedían la expulsión de los españoles y la confiscación de sus latifundios. Se produjo una
rebelión en 1896 contra las tropas españolas en una guerra de guerrillas. Desde España se
envió al general Fernando Primo de Rivera, que firmó una paz temporal con los rebeldes
filipinos en 1897.
La ocasión de iniciar una guerra contra España la encontró Estados Unidos a principios de
1898, al culparla de la explosión del acorazado americano Maine, anclado en la bahía de La
Habana, que costó la vida de 260 marinos estadounidenses. España negó que tuviera algo que
ver con la explosión del Maine, pero la campaña mediática realizada desde los periódicos de
William Randolph Hearst convencieron a la mayoría de los estadounidenses de la culpabilidad
de España. Estados Unidos acusó a España del hundimiento y le declaró la guerra. Las tropas
españolas fueron rápidamente derrotadas en batallas como la de Santiago de Cuba o la de
Cavite (en Filipinas).
La actividad económica más importante en la España del siglo XIX era la agricultura y, por
tanto, la única que podía contribuir a la industrialización. Los factores físicos del terreno, el
régimen de propiedad de la tierra y el atraso tecnológico limitaron la modernización de este
sector. El proceso desamortizador fue la primera pieza de la transformación agraria del s. XIX.
Para solucionar el problema del campo, los políticos liberales eran conscientes de la
necesidad de erradicar el sistema de propiedad de manos muertas y vender las tierras, para
que los nuevos propietarios modernizasen el campo. Con este propósito pusieron en marcha la
desamortización.
Los primeros intentos desamortizadores fueron llevados a cabo primero por Godoy, las
Cortes de Cádiz y los liberales del Trienio. Godoy, Primer Ministro de Carlos IV, expropió bienes
de los jesuitas y de obras pías (hospicios, beneficencia, …), lo que supuso una sexta parte de
los bienes eclesiásticos. El decreto de desamortización de las Cortes de Cádiz de 1813 apenas
pudo aplicarse debido al inmediato retorno de Fernando VII como rey absoluto. Durante el
reinado de éste, los liberales del Trienio pudieron poner en práctica, aunque por breve tiempo,
las medidas desamortizadoras decretadas en Cádiz.