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I.

INTRODUCCIÓN
Resulta innegable la afectación de derechos individuales durante la sustanciación del
proceso penal, que siempre tiene carácter irreparable cuando involucra a la libertad
individual, la intimidad o la propiedad y, a su vez, el severo padecimiento que significa
afrontar un pleito penal, debido al estado de incertidumbre y de ansiedad que genera a los
involucrados la posibilidad de hacerse acreedor de una sentencia de condena,
desconociendo además la cantidad de tiempo de duración y su modalidad de
cumplimiento, todo lo cual requiere una respuesta eficiente y atenta del órgano destinado a
sustanciarlo, así como también de todos sus actores.
En tal dirección, debemos tener en cuenta que un postulado fundamental de nuestro
sistema jurídico vigente es que el poder penal no puede ser ejercido sin limitaciones ni
contralores, afirmación que encuentra fundamento en el hecho de que el proceso penal
interviene sensiblemente en el ámbito de derechos de quien, posiblemente, es culpado de
manera injusta, dado que a todo evento debe respetarse el carácter intrínseco de la
dignidad humana, así como su intimidad y todos los atributos de su persona, razón por la
cual los objetivos punitivos no pueden cumplirse a cualquier precio, es decir, desvirtuando
la vida del ser humano al ponerlo al servicio de la administración de justicia.
Pero un programa racional de limitaciones, para que el poder penal no se convierta en
instrumento del sometimiento político, solo aparece cuando se expresa la sentencia que
nos coloca a todos en posición de igualdad frente a la ley (art. 16, CN) y nos permite ejercer
nuestra influencia para formar la voluntad de la ley (art. 18, CN). Desde allí en adelante,
con la creación del Estado de derecho se declara una serie de derechos y garantías que
intentan proteger a los individuos, miembros de una comunidad determinada, contra la
utilización arbitraria del poder penal del Estado.
Es que el requisito del juicio previo que la CN nos impone en su art. 18, en tanto
enfáticamente expresa que resulta "inviolable la defensa en juicio de la persona y de los
derechos", importa el correcto ejercicio del derecho a la jurisdicción, el impulso fiscal
necesario, su contralor mediante una actividad defensiva eficiente y el acceso a la tutela
judicial efectiva en un plazo razonable mediante la independiente actuación de todas las
autoridades intervinientes.
Asimismo, requiere que toda decisión jurisdiccional no se satisfaga sino mediante un "juicio
previo", apareciendo como una sucesión regular y armónica de actos concatenados entre sí,
al tiempo que ello resulta matizado por el propósito que surge del preámbulo de la CN de
"afianzar la justicia", en cuanto importa la clara definición de un objetivo preciso, de una
declaración axiológica concreta de asegurar la prestación de esta ineludible función estatal
de dirimir racionalmente los conflictos y la necesidad de hacerlo dentro de precisos cauces
preestablecidos, con amplias posibilidades de participación de las partes, mediante pasos
sucesivos y legítimos dentro de un plazo razonable.
Por lo tanto, el esquema del debido proceso legal está regido por la CN, que se encarga de
establecer la división de poderes, la necesidad de un proceso previo, el respeto a la
supremacía constitucional, el control jurisdiccional a cargo del Poder Judicial, la
razonabilidad en la sanción de las normas y en la adopción de decisiones y la vigencia de
derechos y obligaciones para cada justiciable. Todo lo cual resulta reforzado y enriquecido
por los pactos internacionales de derechos humanos que forman parte de nuestra Ley
Suprema, en cuanto consagran el derecho de todo habitante a ser oído por un tribunal
competente, independiente e imparcial, al tiempo que garantizan el acceso a la justicia, el
derecho de defensa, la tutela judicial efectiva e imponen la obligación de respetar derechos
que son consagrados.
Así, hay que destacar que el procedimiento penal conforma un método regulado
jurídicamente para averiguar la verdad acerca de una imputación, extremo que nos lleva a
conceptualizar al juicio como la acumulación de certeza acerca de la existencia de un
hecho ilícito.
Con el fin de cumplir esa misión acude a la prueba y a la posibilidad de ofrecerla,
controlarla y valorarla, llegando a la producción de decisiones que resultan ser su objetivo
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y constituyen el medio por el cual se confirma o desvirtúa una hipótesis; en el caso, la
presunta comisión de un suceso por parte de un individuo determinado que, en principio,
encuadra en una figura típica.
Además, la necesaria exteriorización de toda decisión jurisdiccional permite conocer el
razonamiento que la justifica y posibilita el control de la corrección sustancial y de la
legalidad formal del juicio previo exigido por la CN, para asegurar el respeto a los derechos
individuales y a las garantías de igualdad ante la ley e inviolabilidad de la defensa en
juicio.
Por ende, resulta necesario considerar que la tarea de las normas procesales no solo es
garantizar la protección del ciudadano frente al delincuente, sino también preservar al
inculpado de una intervención injusta del órgano de persecución penal. El fin del proceso
penal tiene, entonces, naturaleza compleja: la condena del culpable, la protección del
inocente, la formalidad del procedimiento alejada de toda arbitrariedad y la estabilidad
jurídica de la decisión.
En dicha dirección, siempre se ha considerado que el objetivo clásico que se propone el
proceso penal es entendido como la "obtención de la verdad con respecto al elemento fáctico
del objeto propuesto, fijándolo a través de la prueba en cuanto a su coincidencia con la
realidad histórica", es decir, descubrir la verdad material del suceso bajo juzgamiento y su
calificación jurídica, lo cual importa la reconstrucción del hecho lo más fiel posible a como
ha sucedido en la realidad.
Aunque cabe advertir que también se aduna un componente composicional del conflicto,
materializado en las distintas formas alternativas a su culminación.
Pero nos encontramos con una dificultad.
No es solo el juez quien tiene una idea de lo que ha sucedido, sino también todas las demás
partes procesales involucradas, como la víctima, los abogados defensores, el acusado, el
fiscal y aun los testigos y los auxiliares de la justicia; a su vez, cada uno posee diferentes
intereses.
Y estos diferentes pareceres, que los podemos denominar "imágenes de la verdad", suelen
diferir, usualmente, en su mayoría, de un modo significativo, pues "un conflicto de
necesarias imágenes distintas de la verdad es inevitable, pero tolerable porque el proceso
penal equilibra este conflicto". Y hay que tener en cuenta que en esta disputa en torno a las
posibles opciones que se suelen contraponer debe resolverse de la manera más favorable
hacia el imputado, pues la duda lo favorece, según el contenido de la garantía
constitucional del in dubio pro reo, dado que la mera posibilidad de convivencia fáctica de
las dos hipótesis (acusatoria y de defensa) lesiona la situación de certeza hasta hacerla
insostenible. La certeza, entonces, para ser legítimamente manifestada, requiere un
fundamento absoluto y protagónico de una sola hipótesis fáctica.
De allí que sea necesario observar que el modelo metodológico del proceso se afirma sobre
la dialéctica, es decir, sobre la teoría y la técnica retórica de dialogar y discutir para
descubrir la verdad mediante la exposición y la confrontación de razonamientos y
argumentaciones contrarios entre sí, lo que implica la confrontación argumentativa de las
distintas posturas a favor de una u otra hipótesis, operación en la cual una sola habrá de
salir victoriosa o, en su defecto, la insuficiencia de la imputación otorgará créditos hacia el
acusado.
Entonces, puede decirse que aflora la duda, cuando se dé el caso en que los elementos que
concurren en apoyo de la hipótesis acusadora se encuentran en un mismo plano que
aquellos que concurren en su defensa; ya no hay más prueba que realizar y la balanza se
encuentra totalmente equilibrada respecto de una u otra hipótesis.
Etimológicamente, el término 'dialéctica' —del griego dialektiké— alude a la idea de diálogo
o discusión. De este modo, cuando Aristóteles habla de dialéctica, en efecto, "se refiere
siempre a la práctica del diálogo razonado, al arte de argumentar a través de preguntas y
respuestas"; por ello, en las Refutaciones sofisticas, Aristóteles sostiene que es misión de la
dialéctica el "razonar acerca de aquello que se nos planteara entre las cosas que se dan
como plausibles", y en el primer párrafo de la Retórica, al describir lo que hace la dialéctica,
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dice que consiste en "inventar o resistir una razón". De esta suerte, no es posible reducir la
dialéctica aristotélica a un mero razonamiento dialogado —como lo sostuvieron los estoicos
—, ya que la dialéctica no se distingue de las otras formas de argumentación por el hecho
de que existan dos interlocutores que mantengan una conversación mediante preguntas y
respuestas, sino, por el contrario, lo que le da su razón de ser es el hecho de que se efectúe
un diálogo que se argumenta.
Es que toda sentencia es un "discurso", con lo cual se pretende designar a un conjunto de
proposiciones vinculadas entre sí e insertadas en un mismo contexto que es identificable
de manera autónoma.
El discurso que se plantea en el proceso debe persuadir y convencer y tiene posibilidad de
hacerlo cuando la o las premisas tienen mayores posibilidades de universalizarse en la
mente del auditorio. Sería preciso añadir que la importancia de la adhesión a las premisas
se ve magnificada por el hecho de que implica una transferencia de dicha actitud hacia las
conclusiones desarrolladas a partir de ellas. Por ello, una de las características de la
argumentación es la de recurrir a justificativos, medios de prueba en favor de una tesis,
pues no se impone por la fuerza sino por la razón.
Y los pilares sobre los cuales se asienta el razonamiento correcto radican en el principio de
verificabilidad, según el cual la motivación del juez, es decir, los fundamentos de la
sentencia, deben expresarse de manera tal que puedan ser verificados, esto es, los motivos
deben ser claros expresos y sobre el principio de racionalidad, por lo cual, desde el punto
de vista formal, la decisión debe ser fruto de un acto de la razón. Con ello se quiere decir
que no debe ser arbitraria, tanto desde el punto de vista formal como el sustancial, pues
los fallos arbitrarios no son sino frutos de la voluntad y no de la razón.
Por ello es que el método de enjuiciamiento ha de ser racional-discursivo y no intuitivo, no
solo en el proceso de subsunción de los hechos en disposiciones de la ley penal que
contemplan descripciones de grupos de casos en los que se produce una infracción de las
normas jurídicas, sino también en la averiguación de los hechos, porque el juez debe hacer
comprensible su convicción a los destinatarios de la decisión y a los demás componentes
de la comunidad política, y esta función solo puede cumplirse en una forma racional-
discursiva. Solo de esta forma resulta posible un control de las decisiones judiciales, que
evidentemente no puede extenderse a elementos de carácter intuitivo, sino solo a aspectos
que han podido comunicarse a través de la resolución. Deviene imprescindible entonces
valorar e interpretar cada elemento de prueba, a fin de lograr fundamentar de manera
correcta una decisión racional de la cuestión traída a juzgamiento.
Es claro entonces que "la mera certeza subjetiva del juez no es suficiente allí donde el
resultado objetivo de la recepción de la prueba no admite una conclusión racional y
convincente sobre la autoría del acusado".
Si la verdad es una relación entre el pensamiento y la realidad que constituye su objeto, es
indudable que la fuente legítima del convencimiento judicial ha de provenir del mundo
externo. El convencimiento debe derivar de los hechos examinados durante el juicio y no
solamente de elementos psicológicos internos del juez.
Además, la exteriorización del razonamiento permite el control de la corrección sustancial y
de la legalidad formal del juicio previo exigido por la CN (art. 18), para asegurar el respeto a
los derechos individuales y a las garantías de igualdad ante la ley e inviolabilidad de la
defensa en juicio, así como al mantenimiento del orden jurídico penal por una más
uniforme aplicación de la ley sustantiva.
Así, se ha afirmado que "la verdad no se asume, no se tiene de antemano, no se otorga, no
busca en el pensamiento de quien juzga, no resulta azarosa o sujeta a mágicos métodos, se
construye de manera dialógica, pues así lo hemos querido cortar con nuestros conflictos, así
se permite llegar a un castigo o a una absolución, mañana tal vez la concibamos de otra
forma. Hoy debe ser el fruto de una construcción judicial a partir de la exposición y el libre
debate o confrontación de distintas y parcializadas hipótesis sobre un mismo hecho".

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Una demostración de ello es la plena vigencia del principio de inocencia, por el cual, ante la
duda, debemos inclinarnos hacia la no punibilidad del encausado, lo que denota que
siempre esta posibilidad se erige como argumento frente a una hipótesis condenatoria.
Entonces, podemos afirmar que la verdad debe ser encontrada, no se establece al arbitrio
de los protagonistas en la contienda, puesto que a lo largo del proceso cada una de las
partes crea su propia versión de los hechos y, por más verdadero que pueda ser que todas
las partes procesales tengan una imagen de la verdad, debemos diferenciar entre la imagen
del evento verdadero y el evento en sí mismo como el objeto de la imagen de la verdad.
Para ello, es imprescindible la entera y legítima sustanciación del proceso, arribando así a
la producción de una decisión razonada, que explicite todos sus presupuestos y justifique
cada medida adoptada.
De tal forma, resulta conveniente analizar los caracteres principales del sistema de
enjuiciamiento y de cada parámetro que hace a la producción y valoración de la prueba, a
la legitimidad y límites del sistema represivo y a la construcción de una decisión razonable
sobre el suceso que lo motiva.

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II. EL PROCESO PENAL

Sucintamente podemos afirmar que la forma en la que se constata la comisión de una


infracción normativa penal en el caso concreto y se imponen las sanciones aplicables a esta
constituye el proceso penal.
En sentido ideológico, expresa la operación intelectual con que el hombre une dos ideas
para formar con ellas una proposición. Empleada en sentido jurídico penal, la palabra
'juicio' puede usarse para expresar la operación intelectual antes mencionada por medio de
la cual, ligadas las ideas de delito y de pena a la aplicación de un hecho dado y a
determinado individuo, se llega a afirmar o negar, como proposición resultante de un
cálculo racional, la culpabilidad del individuo y la obligación de castigarlo. En realidad,
estos dos significados de la palabra 'juicio' son intrínsecamente idénticos, porque ambos
objetivos expresan el producto de una operación definitiva del entendimiento. Pero, más
comúnmente, la palabra 'juicio' se usa para expresar el conjunto de las condiciones
materiales que sirven de instrumento para esa operación final, y que mejor nos aseguran
que esta operación está conforme con la verdad.
Además de arribar al descubrimiento de la hipótesis delictiva, el proceso debe realizar el
derecho penal sustantivo y también garantizar al imputado todo el acervo de derechos que
le competen; de dicha ecuación resulta que debe evitarse que la aplicación de las normas
rituales desvirtúe el contenido garantizador del procedimiento, dado que los derechos no
pueden quedar en expectativa ni el proceso vacío de contenido.
Por eso se afirma que el derecho penal, por sí solo y aislado, no tendría ejecución en la
realidad de la vida, por lo que es menester desarrollar una forma práctica de realización
denominada, precisamente, proceso. Entonces, ha de tenerse en cuenta que el derecho
sustancial se encuentra un tanto distanciado de los acontecimientos de la vida real, pues
no contiene más que valoraciones generales y esquemáticas que deben aplicarse al caso en
concreto y de acuerdo con las circunstancias particulares, para que la función
jurisdiccional pueda desarrollarse. Todo esto demuestra que el derecho penal ha de
completarse por una actividad supletoria, que deje sentado en cada caso el sí y el como de
la pena, ejecutando el acto punitivo. Se ha referido también a esta relación como el
fundamento de conocimiento de las normas jurídico-penales, por cuanto junto al
fundamento real —esto es, el delito— se necesita de un juicio de conocimiento por el cual
la sanción que se aplica es consecuencia del hecho del autor, de su culpabilidad o, en su
caso, de su peligrosidad en el supuesto de medidas de seguridad.
Entonces, podemos advertir que el derecho penal material establece los elementos de la
acción punible y amenaza con las consecuencias jurídicas (penas y medidas de seguridad)
que están conectadas a la comisión del hecho. Para que esas normas puedan cumplir su
función de asegurar los presupuestos fundamentales de la convivencia humana pacífica es
preciso que no permanezcan solo en el papel en caso de que se cometa un delito. Por eso es
necesario un procedimiento regulado jurídicamente con cuyo auxilio pueda averiguarse la
existencia de una acción punible y, en su caso, pueda determinarse e imponerse la sanción
prevista en la ley.
En ese sentido, el proceso constituye un instrumento destinado a la satisfacción de
pretensiones y está compuesto por un conjunto de actos (los actos procesales)
encadenados que constituyen una actividad estructurada de manera sistemática. El
proceso no existe sin sus actos, es su resultado global.
En esta dirección no debemos olvidar que de acuerdo con la postura de la CS en los casos
"Llerena" (Fallos 328:1491), "Dieser" (Fallos 329:3046) y "Quiroga" (Fallos 327:5863), el
único proceso de juzgamiento constitucionalmente admisible es el acusatorio.
Cabe apuntar entonces que el sistema acusatorio parte de una concepción democrática y
tiene origen en los antiguos regímenes republicanos, y su principal fundamento es intentar
limitar el conflicto y su solución simulando un combate entre guerreros, con un juez,
tercero imparcial, que fija las reglas. Lo importante es que el combate es a través de los
argumentos.

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Con claridad Carmignani define a esta forma de debate afirmando: "Si el acusador afirma,
el reo debe negar, de lo cual nace precisamente una controversia, la litis, el duelo judicial
entre el uno y el otro". En esencia, se permite la discusión entre las partes, las que
ordenadamente exponen sus razones ante un tercero imparcial, que está dispuesto a
resolver el planteo.
Así, se destaca la raigambre democrática de esta forma de resolver los conflictos,
entendiendo que la autoridad soberana está en todos los miembros de la organización
política. Como saliente de este modelo podemos apuntar:
1) El poder de decisión —jurisdicción— pertenece a un órgano estatal.
2) La iniciativa de la acusación se encuentra en manos de una persona distinta al juez,
característica que es fundamental, puesto que, para este modelo procesal, sin acusación no
hay inicio del proceso penal.
3) El juez estaba vinculado concretamente a la prueba producida por las partes —iudex
allegata et probata—, no tenía facultades investigativas. 4) El proceso se desarrollaba
según los cánones acusatorios de oralidad, publicidad y contención, y la libertad del
acusado se mantenía hasta la sentencia irrevocable.
En consecuencia, este modo de realización del derecho sustantivo, que es el procedimiento,
tiene la función de actuar como medio al servicio de los fines de tutela del derecho penal.
No hay que decir que él —en cuanto procedimiento que se desarrolla con la intervención
del Estado— es mejor medio para tal fin que el abandono de la ejecución del derecho penal
a la autodefensa de los particulares.
De esta no podría esperarse —según los datos de la experiencia— una ejecución adecuada
de las penas, frente a los poderosos no tendría efecto y, por lo demás, llevaría fácilmente,
en vez del castigo a la venganza, con su falta de medida y desprecio sobre si se dan o no las
condiciones del talión y el empeoramiento de los litigios.
De tal modo, la importancia de la actividad jurisdiccional radica en su objeto de asegurar la
tranquilidad social, manteniendo el orden jurídico (y asegurando los derechos de las
víctimas) que en último extremo se reestablece por medio de la sentencia que dicta el juez y
que resuelve el conflicto suscitado entre las partes, determinando el derecho que se debe
aplicar al caso concreto; con lo cual advertimos que el proceso cumple su papel
instrumental con la puesta en marcha y resolución del conflicto regido por el ordenamiento
sustantivo.
Es que el lógico interés de resolver un conflicto presentado en el campo del derecho penal
debe reconocer como limitación inviolable el cumplimiento de las normas básicas de fondo
que aseguran la convivencia civilizada dentro de un Estado de derecho, pero ello no
significa, en modo alguno, que tal respeto constituya un menoscabo para la meta de la
búsqueda de la verdad. Es que el Estado, en esa posición de superioridad en la cual se
encuentra alzado frente al individuo dentro del proceso penal, debe asegurarle a este el
cumplimiento de las reglas básicas que hacen al reconocimiento de su condición.
Entonces, como medio técnico destinado a ser vehículo de la jurisdicción, el proceso
culmina en la sentencia.
Ahora bien, para que la sentencia sea el acto jurisdiccional por excelencia, debe estar
necesariamente precedida de un conjunto de actividades que, siguiendo la preceptiva
procesal vigente en cada caso, hagan factible, en el tiempo y en el espacio, a ese acto. De
tal modo que la sentencia debe tener así una producción conforme a derecho.
Y es en este ámbito en el que opera básicamente la garantía consagrada por el art. 18 de la
CN, la que ha sido expresada de este modo por la CS: "La garantía de la defensa en juicio
exige por sobre todas las cosas, que no se prive a nadie arbitrariamente de la adecuada y
oportuna tutela de los derechos que pudieran asistirle, asegurando a todos los litigantes por
igual el derecho a obtener una sentencia fundada, previo juicio llevado en legal forma, ya que
se trate de procedimiento civil o criminal, requiriéndose indispensablemente la observancia
de las formas sustanciales relativas a la acusación, defensa, prueba y sentencia".

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Es dable destacar, por lo tanto, que la represión penal que otorga la norma sustantiva a un
comportamiento antijurídico no puede efectuarse sino mediante un proceso
abstractamente definido por la ley, como instrumento esencial de justicia y para tutela de
la libertad individual. Por eso, el derecho penal sustantivo es de coerción mediata o
indirecta, en cuanto la pena no puede imponerse sino mediante una particular actividad
que se objetiva en un juicio.
Así es que Manzini colegía que "el derecho penal no es un derecho de coerción directa, sino
de coerción indirecta (de justicia). La potestad punitiva no puede actuarse inmediatamente,
con el uso directo de la fuerza, como en cambio, la potestad de policía".
Por lo tanto, el poder penal del Estado no habilita, en nuestro sistema, la realización
directa de la justicia, sino que la pena instituida por el derecho penal representa una
previsión abstracta, amenazada al infractor eventual, cuya concreción solo puede ser el
resultado de un procedimiento regulado por la ley, que culmine en una decisión
formalizada que autorice al Estado a aplicar la pena. Esta es la razón por la que, en
nuestro sistema, el derecho procesal se torna necesario para el derecho penal, porque la
realización práctica de este no se concibe sino a través de aquel.
Es menester agregar que los principios del derecho procesal penal, para cumplir
acabadamente su objeto, deben guardar total armonía con los de la legislación de fondo,
por lo que, no obstante su carácter autónomo, resulta ser accesorio del derecho penal; por
ende, es dable apuntar que el marco conceptual y teórico que nos brinda la ley sustantiva
no puede ser luego desatendido por la concretización que pretende hacer de ella el derecho
formal, ni tampoco resulta legítimo aplicar sus consecuencias de manera inminente sin
que medie un método destinado al conocimiento del hecho y a su responsable, que
determine la sanción aplicable, su especie, modalidad de cumplimiento y cuantía.
En tal sentido, queremos destacar que, si el derecho material debe ser aplicado para
resolver un caso concreto de la vida real, ello no puede ser desvirtuado por la tramitación
del procedimiento ni por su excesiva demora.
Entonces, la afirmación de que las medidas restrictivas de derechos fundamentales,
susceptibles de ser adoptadas en el proceso penal, tengan por finalidad la satisfacción del
derecho material refleja una realidad que no puede discutirse, pero que conviene precisar.
De un lado, el proceso no es simple instrumento al servicio de fines ajenos que le serían
impuestos por normas materiales. De otro, no solo el interés de prosecución penal justifica
la restricción de los derechos de los particulares en el proceso, pues la actuación de los
órganos del Estado puede ir dirigida a la satisfacción de otros intereses
constitucionalmente protegidos.
La doctrina alemana ha resaltado en tal sentido que el derecho procesal penal no tiene
exclusivamente una función instrumental respecto del derecho penal material, de forma tal
que resulte superfluo preguntarse por la justicia propia de las normas procesales.
El derecho procesal penal está presidido por los principios de verdad y de justicia y
ciertamente la determinación de los hechos que resulten relevantes, desde el punto de vista
de la aplicación de sus normas, se desprende de consideraciones propias del derecho penal
material.
Sin embargo, circunscribir la finalidad del proceso a la obtención de una "verdad" que
permita fundamentar una decisión jurídicamente correcta desde la perspectiva del derecho
material conduce a un claro predominio del derecho penal, en detrimento del derecho
procesal y, con ello, el derecho procesal penal es reducido a una función meramente
técnica o instrumental que actualmente no es aceptada con este carácter absoluto por la
doctrina.
Si el proceso fuera tan solo "instrumental" carecería de sentido preguntarse por su justicia
y no se justificaría la necesaria realización de una ponderación de valores en su aplicación.
Todo lo cual demuestra que las normas procesales pueden interpretarse desde el punto de
vista de la justicia procesal, lo que significa que no son simples instrumentos puestos al

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servicio de la pretensión punitiva del Estado, ya que justamente la tramitación del proceso
es lo que va a incidir en la vida del justiciable.
En el mismo sentido se ha dicho: "El derecho procesal penal no ha de ser simplemente un
medio carente de un fin en sí mismo. Su fin propio se pone en evidencia si se advierte que su
conjunto normativo tiende a asegurar la garantía judicial en la realización del orden jurídico
penal, reestableciéndose en cuanto fuere alterado. Se persigue la vigencia del derecho y la
eliminación de la justicia de hecho. Esto permite afirmar que, no obstante su carácter de
secundario debe asignársele la nota de autonomía".
En estos términos, se advierte que el proceso penal no puede prescindir de justificar cada
medida restrictiva de derechos que impone en su tramitación, puesto que no consisten en
simples medidas instrumentales (valorativamente neutras) que se adoptan en procura del
objetivo de que actúe la ley sustantiva, ya que involucran la directa afectación o menoscabo
de derechos personalísimos con consecuencias irreparables. Ello nos habla de que el orden
formal no se encuentra ajeno a la ponderación de valores y a la salvaguarda de los
derechos fundamentales de los involucrados, puesto que las medidas arbitrarias,
desproporcionadas o injustificadas no pueden adoptarse sin vulnerar los principios básicos
del proceso penal.
Por ello, resulta menester tener en consideración que el proceso penal es, junto con el
derecho penal, el sector del ordenamiento en que mayores poderes se conceden al Estado
para la restricción de los derechos fundamentales que la Constitución reconoce a los
ciudadanos y que las gravísimas intromisiones de los poderes públicos en el ámbito de los
derechos más preciados del individuo —justificado por las necesidades de persecución
penal en aras de la tutela de los bienes esenciales de la comunidad protegido por las
normas penales— deben ser limitadas en la medida en que su práctica no sea útil,
necesaria o proporcionada, atendiendo a los intereses en conflicto, según las particulares
circunstancias del caso concreto.
No ha de perderse de vista que el proceso encierra una idea teleológica, ya que se explica
por su fin. El proceso por el proceso no existe y, dentro de esa finalidad, aparecen
comprometidas funciones privadas y públicas. Dentro de las primeras, el derecho sirve al
individuo y tiende a satisfacer sus aspiraciones.
Configurado como una garantía individual, el proceso ampara al individuo y lo defiende
tanto de la arbitrariedad en que puede incurrir el órgano jurisdiccional, como de la
prepotencia de otros individuos que persigan distintas pretensiones. De esta manera, "no
puede pedirse una tutela más directa y eficaz del individuo. Difícilmente se puede concebir
un amparo de la condición individual más eficaz que éste". Pero también el proceso como
institución satisface un interés público, ya que su finalidad no puede escapar a la
realización del derecho y al afianzamiento de la paz jurídica.
Tales presupuestos nos llevan a considerar al derecho procesal —y, particularmente, el
penal— como una singular especie de la gran familia jurídica, que recibe sus inspiraciones
fundamentales del derecho político o constitucional, tomando de este los principios
esenciales de su organización y acaso en mayor proporción e intensidad, puesto que al ser,
en su esencia, tales principios verdaderas garantías jurídicas del hombre, este carácter
cautelar se encuentra más exaltado y defendido en el derecho procesal que, al fin, no
representa su sistema otra cosa que la máxima garantía legal o jurídica que se le ofrece al
perseguido injustamente por el poder público o por los particulares.
En ese sentido, un principio básico del Tribunal Constitucional Federal alemán declaró que
"los derechos fundamentales protegen el desarrollo, no la degeneración de la personalidad".
Por lo tanto, resulta menester tener en consideración que el proceso penal es, junto con el
derecho penal, el sector del ordenamiento en que mayores poderes se conceden al Estado
para la restricción de los derechos fundamentales que la Constitución reconoce a los
ciudadanos y que las gravísimas intromisiones de los poderes públicos en el ámbito de los
derechos más preciados del individuo, justificadas por las necesidades de persecución
penal en aras de la tutela de los bienes esenciales de la comunidad, protegido por las
normas penales, deben ser limitadas en la medida en que su práctica sea útil, necesaria o
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proporcionada, atendiendo a los intereses en conflicto, según las particulares
circunstancias del caso concreto.
De aquí que todo el proceso penal deba considerarse un conjunto de garantías que tiene
por destinatario asegurar al individuo frente al poder del Estado; por tal razón, la Corte
tiene dicho que "los preceptos adjetivos se presumen sancionados en salvaguardia de los
derechos fundamentales de los justiciables insertados en los mandatos de la Constitución
Nacional" (Fallos 300:97). Por eso, "se trata, en último término, de que el derecho no quede a
merced del proceso y de que pueda sucumbir por ausencia o insuficiencia de éste".
De tal forma, Couture resume que, para asegurar al individuo la justicia que promete la
Constitución, deben darse las siguientes condiciones:
1) La teoría de la tutela constitucional del proceso consiste en establecer la primacía de la
Constitución sobre las formas legales o reglamentarias del proceso.
2) Las Constituciones que contienen normas que determinan la garantía de los derechos
esenciales de la persona humana, frente a los riesgos del proceso, no pueden ser
desconocidas directa o indirectamente por las leyes procesales.
3) Si la ley procesal priva de la posibilidad de accionar, de defenderse, de producir prueba,
de alegar, de impugnar la sentencia, de ser juzgado por jueces idóneos, en términos
razonables es inconstitucional.
4) La idea de razonabilidad puede determinarse en forma genérica como una relación
adecuada entre el fin y los medios.
Por ende, el derecho procesal penal es un estatuto de garantías, sobre todo para quien es
perseguido penalmente; garantías que, incluso, se subordinan a las demás funciones que
también se le adjudican. Estos límites al derecho de intervención del Estado sobre los
ciudadanos, a título de aplicación de su poder penal, ejercido como prosecución penal, que
protege tanto al inocente, con miras a una condena injusta, cuanto al mismo culpable,
para que no se alcance una condena a costa de su dignidad personal o la imposibilidad de
defender sus puntos de vista, caracterizan la judicialidad del proceso penal y el legismo
procesal en que consiste su regulación.
Además, si consideramos al servicio de la administración de justicia como actividad del
Estado, la expresión enlaza con las teorías que se han denominado del servicio público y
que pretenden explicar, por este género próximo, la naturaleza del proceso. De aquí puede
rescatarse la idea de ver en el proceso el medio para realizar la función jurisdiccional.
Como medio y, más concretamente, como medio técnico, es entonces dable entender al
proceso sirviendo a la justicia. Luego, si este medio técnico observa fallas que ocultan la
verdad jurídica objetiva, ha de concluirse que de ese modo adolece de una clara
inadecuación.
De aquí que el proceso constituye un instrumento esencial de tutela jurídica, un sistema
de garantías para la sociedad y el individuo, y que su finalidad inmediata —el
descubrimiento de la verdad histórica— no puede alcanzarse a costa de olvidar al hombre
que protagoniza el drama a desentrañar. Para que la garantía constitucional funcione, por
lo tanto, es indispensable que el proceso se conforme a la ley que lo instituye, no solo en
cuanto a los actos y a las formas que lo integran, sino también a los términos que esta
establece. De lo contrario, la Constitución no es aplicada correctamente, ni el juicio es la
actividad regular que debe ser, ni la tutela puede realizarse. No puede concebirse un
proceso sin término. Es absurdo imaginarlo como garantía si no tiene un punto final, de
liberación o de condena.
En esa dirección también se apuntó: "Cuando el viejo y clásico derecho a la jurisdicción se
llama ahora derecho de acceso a la tutela judicial efectiva, y añade a favor de su versión
tradicional y originaria la normativa de tratados que desde 1994 gozan en nuestro derecho
interno de la misma jerarquía de la Constitución, se hace muy fácil comprender que los
procesos dilatorios que retardan el cierre de la cuestión que es objeto de ellos se vuelven
inconstitucionales, y suman una doble violación: a la Constitución por un lado, y al derecho

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internacional por el otro. En esa violación se incluye la que lastima y agrede el derecho del
justiciable a lograr, en tiempo razonable, la sentencia que resuelva su pretensión".
De tal manera, el proceso penal prolonga el derecho constitucional, dando vida y haciendo
efectivos sus preceptos en cuanto representan una garantía de libertad y afirman la
personalidad humana. Los derechos y garantías establecidos en la Constitución carecerían
de todo valor y serían ilusorios si no existiesen las leyes procesales que reglamentan su
ejercicio y su existencia.
Entonces, partimos de la premisa que afirma que el derecho procesal penal es, en verdad,
derecho constitucional reglamentado, puesto que el derecho procesal penal estipula el
proceso penal según las líneas estructurales que fija la Constitución del Estado, ya que las
Constituciones prevén, en detalle, tanto reglas de organización judicial para enjuiciar
penalmente como reglas referidas de manera específica al procedimiento, las que,
armonizadas y reformuladas en la ley procesal, deben ser la expresión del proceso penal
seleccionado por el constituyente y no otro.
En el caso de nuestra Ley Fundamental, varias son las reglas que estructuran un proceso
penal determinado y que se llaman bases constitucionales del enjuiciamiento penal o
programa constitucional. A ellas se añaden las que enuncian los pactos internacionales de
derechos humanos. Nos encontramos así con que el proceso penal prolonga el derecho
constitucional, dando vida y haciendo efectivos sus preceptos en cuanto representan una
garantía de la libertad y afirman la personalidad humana. Por lo tanto, los derechos y las
garantías establecidos en la Constitución carecerían de todo valor y serían ilusorios si no
existiesen las leyes procesales que reglamentan su ejercicio y su existencia.
Sin embargo, adviértase que interpretar una Constitución no es lo mismo que interpretar
una ley común; trátase de todo un sistema normativo. Por eso, en materia constitucional
es acendrado deber de sus cultores buscar el recto sentido de la norma cuya rectitud
estará en función de los valores primigenios que inspiran el sistema político.
En ese sentido, la pena no puede imponerse sino se transita la totalidad del juicio, lo que
propiamente denota la faz instrumentadora del proceso e implica afirmar que no se puede
sancionar en forma anticipada a ningún individuo que resulte involucrado en una causa
penal.
Por este motivo, el ordenamiento jurídico, al tiempo que prosigue la investigación de un
hecho que presupone delictivo, también se encarga de garantizar las libertades y los
derechos de los justiciables. Entendido ello en un sentido más preciso, puede afirmarse
que hay garantías cuando el individuo tiene a su disposición la posibilidad de movilizar al
Estado para que lo proteja.
Debemos comprender, entonces, que el llamado Estado de derecho es un determinado
punto de equilibrio o armonía entre el poder y el derecho, de modo tal que este aparece,
fundamentalmente, como un límite al poder, razón por la cual el individuo no puede
considerarse un simple objeto sometido a la investigación penal, sino como el eje central de
todas las garantías.
Al respecto, es necesario reiterar que las garantías del ciudadano consisten en límites al
ejercicio del poder estatal, esto es, la protección del individuo frente a los abusos de tal
poder.
De allí se sigue que la sociedad política ha decidido entregarle al Estado el poder penal, es
decir, el poder de encarcelar a las personas. Pero, al mismo tiempo, han quedado
establecidas, como contenido de aquella situación que llamamos "Estado de derecho", una
serie de "garantías" que regulan el ejercicio de ese poder penal otorgado al Estado. Todas
las garantías se resumen en una sola idea: "El uso que el Estado hace del poder penal no
debe ser arbitrario".
Como instrumentos que resguardan al particular, tenemos que los derechos que en la
Constitución se especifican y que el orden jurídico resguarda importan el reconocimiento
de los atributos esenciales que poseen las personas integrantes de la comunidad nacional
y, a su vez, las garantías representan las seguridades que son concedidas (facultades) para
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impedir que el goce efectivo de esos derechos sea conculcado por el ejercicio del poder
estatal, ya sea en forma de limitación de ese poder o de remedio específico para repelerlo.
También pueden diferenciarse dichas categorías según la distinción, pues los derechos
fundamentales se poseen frente a todos los individuos, quienes deben abstenerse de
lesionarlos, mientras las garantías adquieren significación solo frente al Estado, como
limitación de su poder o como remedio efectivo para el uso arbitrario del poder.
Entonces, mediante el procedimiento penal se asegura tanto el objeto como la forma en que
se debe llevar a cabo la investigación de la verdad, la intervención que les cabe a las partes
y la manera a la que se arriba a la decisión final. Todo ello asegura la vigencia del principio
de legalidad procesal, entendido como el respeto a las formas preestablecidas, las que
resultan consecuentes con los postulados constitucionales de las que derivan. La libertad
personal del imputado se conecta entonces con el resto del ordenamiento procesal penal
para lograr su objetivo de la forma más rápida y con la menor lesión a la personalidad del
imputado.
Lo expuesto ha llevado a ciertos autores a definir al proceso penal de un Estado como el
termómetro de los elementos corporativos o autoritarios de la Constitución estatal y lo han
considerado un verdadero sismógrafo, porque "en ningún otro ámbito los intereses colectivos
y los del individuo entran en colisión de una manera tan contundente", con lo cual se quiere
poner precisamente de manifiesto esa indisoluble relación entre las leyes que rigen el
debido proceso y los derechos fundamentales del individuo.
En ese sentido se señala que "la ponderación de intereses establecida por la ley es
sintomática de la relación entre individuo y el Estado válida en una comunidad", dado que el
reconocimiento de derechos fundamentales procesales por un Estado es un criterio para
medir el carácter autoritario o liberal de una sociedad.
El orden jurídico del Estado se manifiesta en la regulación de ese conflicto: los Estados
totalitarios, bajo la falsa antítesis Estado-ciudadano, simplemente acentuarán todo lo
posible el interés del Estado en una más efectiva realización del procedimiento penal. Por el
contrario, en un Estado de derecho, la regulación de ese conflicto no se determina a través
de la antítesis Estado-ciudadano; el Estado mismo está obligado a ambos objetivos:
aseguramiento del orden jurídico a través de la persecución y preservación de la esfera de
libertad del ciudadano.
Es así como nos encontramos ante la principal dificultad que se presenta al regular el
proceso, por cuanto resulta indudable que de un lado debe imponerse al culpable la pena
merecida pero, también lo es de otro, que solo debe castigarse al culpable, y con la pena y
en la medida que le corresponda. Por esto, el procedimiento debe estar organizado tanto
con miras a otorgar al Estado poderes sobre el individuo como a proteger a este, para lo
cual debe concederse la primacía a la protección de la inocencia, pues al ser imposible
regular el modus procedendi, de manera diferencial según se proceda contra un culpable o
contra un inocente —cosa que se ignora—, el proceso debe partir de la idea de que el
culpable puede ser inocente, es decir, garantizar el respeto a la inocencia, de suerte que el
Código Procesal Penal sea la Magna carta del individuo (no del "delincuente" como refiere el
conocido prejuicio), en salvaguardia de aquel.
La idea de garantía del derecho penal puede en sí actualizarse bajo distintas formas. Pero
en lo que aquí concierne destacamos que todo el derecho procesal penal es una transacción
entre las funciones de esclarecimiento y las de garantía. Constituye tarea de esta última no
solo no condenar inocentes, sino, en cuanto sea posible, evitar la mera prosecución de
procedimientos formales contra ellos.
Resulta al respecto notorio que es preciso resguardar la protección de la inocencia, puesto
que una sospecha no justificada puede recaer sobre cualquiera de nosotros como una
fatalidad; podemos, en tal caso, evitar la punibilidad, pero no se puede evitar el
enredamiento en un proceso penal.
Prescindiendo del temor de que el proceso termine con una condena y la ejecución de la
pena, ya el mismo proceso en sí es un mal bastante considerable, dado que implica la

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constante sujeción a la jurisdicción, restricciones de derechos, cuestionamientos en la vida
íntima y profesional del inculpado y, en algunos casos, desembolso de dinero, ya sea para
proveer a la defensa o para otorgar garantías al juzgador (embargos, cautelas reales).
Es dable afirmar entonces que el derecho penal objetivo (derecho de fondo, encargado de la
acción ilícita) se manifiesta en toda su amplitud a través de las normas jurídicas
determinantes de ese orden, es decir, las formales, y en tanto y en cuanto se le atribuya
alguna participación al inculpado de un delito que se encuentra sometido a aquellas.
Dicho orden se encuentra socialmente enfocado para custodiar los valores jurídicos
fundamentales de la colectividad, pero ese conjunto normativo penal debe regir y aplicarse
sin desmedro de la libertad individual. Surgen así dos intereses, que si bien se
contraponen en los hechos, corresponde armonizarlos jurídicamente, prevaleciendo el
individual en caso de duda frente al respeto a la dignidad humana. Ese doble contenido de
protección jurídica se sintetiza en el preámbulo con el afianzamiento de la justicia y el
aseguramiento de los beneficios de la libertad. Ello demuestra la existencia durante el
proceso pena, de dos intereses contrapuestos.
Por un lado, el del Estado, que busca castigar a los culpables mediante una averiguación
ilimitada de la verdad y, opuestamente, están los principios del Estado de derecho que
exigen salvaguardar, por una parte, los derechos de los inocentes y, por otra, garantizar los
derechos fundamentales del ser humano.
Constituye, de esta forma, un interés particular del procesado el que todas las restricciones
que se le impongan sean provisionales y absolutamente indispensables para lograr el
mantenimiento de tales objetivos. Ello es así porque en el orden de los valores tutelados
por la CN —piedra angular de todas nuestras libertades—, el relativo a la libertad física,
concretado en el ejercicio del derecho de locomoción (art. 14), ocupa por su propia
naturaleza una destacada jerarquía, habiéndose manifestado que "el interés de la libertad
individual debe ser tutelado aun en el imputado mismo, con las garantías que exige el valor
individual y social de ese sumo bien, que viene inmediatamente después, ya que no se le
equipare, que el de la vida, bien que, por tanto, no debe ser menoscabado sin la más
rigurosa cautelas de justicia".
Por el contrario, quien quiere ampliar las medidas restrictivas de los derechos individuales
y disponerlas sin limitaciones temporales generalmente invoca el deber de una
administración de justicia de eficiente funcionamiento y de poner coto a la criminalidad.
Pero quien las considera excesivas lo hace en nombre de las restricciones formales
judiciales de un procedimiento penal acorde con el Estado de derecho.
Pero el interés general que radica en la investigación, prosecución de la acción penal y
finalmente en la condena del sindicado autor de un hecho ilícito no importa perder de vista
la posición del ciudadano que se enfrenta a la actuación jurisdiccional, el que se hace
acreedor de un juicio justo, de gozar de su libertad individual mientras no cuente con
sentencia firme de condena, en el que pueda proveer a su defensa y que culmine lo más
rápidamente posible. De este modo, el distintivo que ofrece el proceso penal, además de su
necesidad y obligatoriedad —en oposición a la voluntariedad y eventualidad propias del
civil—, es el de que todos sus institutos giran en torno a ese equilibrio de garantías (de
seguridad para la sociedad y de libertad para el individuo), a punto tal que, en mayor o
menor medida, aparece casi siempre el orden público detrás de cada uno de ellos. Es así
como, en función de los intereses tutelados, el proceso penal es la CN misma regulada en
la satisfacción de la función jurisdiccional penal que ella instituye. De acuerdo con estos
dos presupuestos, podemos afirmar que la tan estrecha vinculación existente entre las
garantías constitucionales individuales y sociales y el proceso penal como instrumento
necesario e inevitable de realización del derecho penal en el cumplimiento de la obligación
de administrar justicia exige que la ley formal y su aplicación dentro del juicio deben
guardar en todo momento un cuidado equilibrio de los intereses de la comunidad fincados
en su seguridad, con el interés individual resumido en su libertad.
En consecuencia, esta confluencia de valores permite reconocer la necesidad de que el
sistema de enjuiciamiento asegure el máximo equilibrio posible entre ambos, a fin de que la

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satisfacción del interés público se consiga con el menor sacrificio de los derechos de los
ciudadanos, puesto que "de ninguna manera podrían invocarse el 'orden público' o el 'bien
común' como medios para suprimir un derecho garantizado por la Convención o para
desnaturalizarlo o privarlo de contenido real" (Corte Interamericana de Derechos Humanos
[CIDH], opinión consultiva OC-5/1985, párr. 67). Por ende, cuando las medidas procesales
que facilitan la aplicación del ius puniendi entren en colisión con el ius libertatis deberían
ponderarse el interés estatal de persecución penal y los intereses de los ciudadanos en el
mantenimiento del más amplio grado de eficacia de sus derechos fundamentales.
En dicha dirección nuestra Corte tiene dicho desde hace tiempo que "la idea de justicia
impone que el derecho de la sociedad a defenderse contra el delito sea conjugado con el del
individuo sometido a proceso, en forma que ninguno sea sacrificado en aras del otro" (Fallos
272:188). De tal forma, los principios penales derivados de los derechos fundamentales
protectores de la persona buscan el mayor grado de racionalidad en una sola dirección,
mediante la limitación del ius puniendi estatal.
En ese sentido, Carrara sostenía: "Nada hay que embriague tanto como el poder: Quien ha
comenzado a gustar de sus dulces atractivos, se siente invadido por un vértigo que le
representa siempre escaso el poder que posee; que le hace anhelar otro cada vez mayor;
manía esto que solo encuentra límite cuando se ha logrado el ideal de la omnipotencia en la
sociedad. No les basta la libertad de poder o no poner en movimiento la acción penal. No les
basta la libertad de dirigir contra cualquiera, según su propia elección, esta arma terrible.
Anhelan, quieren y audazmente reclaman la potestad de tener prontas y al servicio de sus
deseos estas armas. Se exige, en una palabra, según plazca al funcionario público. Esto es lo
que se quiere. Y esto es lo que nosotros combatimos porque si es intolerable bajo todo
gobierno, es mucho más intolerable aún en un régimen de libertad".
La postura expuesta, al partir de presupuestos dogmáticos derivados de los postulados
constitucionales, tiene la virtud de configurar una base segura y uniforme para la
instrumentación del proceso penal y para respetar sus límites, haciendo predecible su
tramitación; si bien se mira a la seguridad en la aplicación del derecho, debe respetarse en
todo momento la libertad individual del que es sometido a proceso.
Pero, actualmente, el ordenamiento penal, a diferencia del derecho civil, no se basa en el
principio de equiparación, sino en el de subordinación del individuo al poder del Estado
(que lo enfrenta ordenándolo a evitar conductas o a ejercer acciones, mediante la norma
penal), siendo parte integrante del derecho público, en sentido amplio.
Por el contrario, en los Estados Unidos de Norteamérica, criterio seguido luego en Europa,
se elaboró una contraposición de modelos del proceso penal que distingue entre el modelo
del control social del delito (crime control model) y el modelo del debido proceso (due process
model). En estos modelos, la presunción de inocencia y el principio in dubio pro reo que de
ella se deriva, así como las otras garantías procesales del acusado reconocidas como
derechos fundamentales, tienen amplitud muy diversa.
En el modelo del control social, el fin de este obliga a operar con una presunción de
culpabilidad del mero sospechoso, o con un concepto fáctico de culpabilidad.
El modelo del debido proceso, por el contrario, opera con un concepto jurídico de
culpabilidad y presume la inocencia del acusado.
Igualmente, el difundo miedo hacia la criminalidad seguramente juega un rol que siempre
fue un motivo para la limitación de los derechos de la libertad en el proceso penal. Se
podrían así solucionar problemas sociales con los recursos del derecho penal. Pero en la
orientada y teórica tradición jurídica del Iluminismo se ha considerado al derecho penal
como de ultima ratio. Como el último —y, en cierto modo, desesperado— recurso cuando
las moderadas intervenciones no sirven. Por el contrario, la política interna de hoy sirve al
derecho penal con frecuencia como prima o simplemente sola ratio; por lo cual, cuando el
derecho penal es un pasaporte hacia la solución de conflictos sociales, se dejan de hacer
plausibles las exquisitas formalidades del derecho penal procedimental.

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Aquí, el interés general obviamente radica en la investigación, prosecución de la acción
penal y finalmente en la condena del sindicado autor de un hecho ilícito, pero no debe
perderse de vista la posición del ciudadano que se enfrenta a la actuación jurisdiccional, el
que se hace acreedor de un juicio justo y de una defensa, que de forma independiente se
encuentre a su lado. Los delincuentes constituyen una amenaza constante a la paz y a la
tranquilidad de los ciudadanos honestos.
Pero esta paz y esta tranquilidad también se ven amenazadas por la omnipotencia del
Estado policial y por la falta de controles adecuados para salvaguardar uno de los valores
supremos. A saber, el derecho de todo hombre a vivir una vida libre de temores frente a la
arbitrariedad oficial.
Lo hasta aquí expuesto denota que la igualdad de posiciones dentro del procedimiento debe
ser ampliamente asegurado, puesto que es el Estado, por medio de sus órganos
preestablecidos, el que persigue penalmente los ilícitos; en consecuencia, igualar el poder
de la organización pública puesta al servicio de la persecución penal resulta realmente
difícil, dado que la administración de justicia cuenta con medios de investigación y con la
facultad de coerción que no pueden ser parangonados a los medios con que cuenta el
sujeto encausado; de esta forma, ello se traduce en una desigualdad real entre quien acusa
e investiga y, de otro lado, quien soporta la persecución penal. Se trata, entonces, de lograr
el ideal de intentar acercarse en la mayor medida posible al proceso de partes, dotando al
imputado de facultades meramente equivalentes a los poderes del Estado y del auxilio
procesal necesario para que pueda resistir los embates de la persecución penal que en su
contra se cierne, con posibilidades parejas al del acusador.
En este orden de ideas debe destacarse que la sola tramitación del proceso penal importa
ya de por sí una restricción de la libertad personal del imputado, en orden a las
condiciones a las que se debe sujetar la persona estando pendiente de las actuaciones que
en su contra se sustancien.
Por lo tanto, para que las garantías constitucionales funcionen es indispensable que el
proceso se conforme a la ley que lo instituye, no solo en cuanto a los actos y a las formas
que lo integran, sino también a los términos que esta establece. De lo contrario, la
Constitución no es aplicada correctamente, ni el juicio es la actividad regular que debe ser,
ni la tutela penal puede realizarse.
2.1. LOS FINES DEL SISTEMA REPRESIVO

De acuerdo con lo dicho, resulta posible destacar que la función realizadora del derecho
sustantivo que el proceso penal desarrolla se consustancia estrechamente con la finalidad
del sistema represivo, es decir, con la necesidad de garantizar la cohesión social y la
pacífica convivencia humana.
Es por ello por lo que puede definirse a la misión del derecho penal como la protección de
la convivencia humana en la comunidad; puesto que nadie puede subsistir por sí solo,
antes bien, debido a la naturaleza de sus condiciones existenciales, todas las personas
dependen del intercambio, la colaboración y la confianza recíproca, razón por la cual el
derecho de penal está hoy reservado únicamente al Estado. Si este prohíbe, por principio,
las venganzas privadas y los duelos, tan conocidos y usuales en la Edad Media, entonces
nace para él, como reverso de una misma moneda, la obligación de velar por la protección
de sus ciudadanos y de crear disposiciones que posibiliten una persecución y el
juzgamiento estatales del infractor y que la paz social sea renovada a través de la
conclusión definitiva del procedimiento.
Asimismo, vemos que, como hecho contrario a las condiciones fundamentales de la
convivencia, el delito ha generado siempre una reacción del ofendido, fuera este el
individuo, la familia, la tribu o el clan. En sus formas embrionarias, ella fue una reacción
descompuesta y descontrolada, ilimitada y absolutamente arbitraria.
Consolidada la organización jurídica de la sociedad y afirmada la idea de que el delito
constituye un atentado al orden jurídico social, la represión es una necesidad del Estado
que, como un fin esencial, debe cumplir una actividad constante e irrefragable.

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Por ello es por lo que el derecho penal tiene una importancia fundamental para las
relaciones humanas como orden de paz y de protección de bienes que resultan vitales e
indispensables para la conformación y el mantenimiento de la sociedad y que resultan
elevados a la categoría de penalmente tutelados.
En consecuencia, dentro del amplio espectro de derechos que competen a todo ser
humano, nos encontramos con uno del cual depende en forma directa la realización de un
orden social pleno y pacífico, en el cual el bien común pueda encontrar favorable acogida,
puesto que toda ley suprema de una nación tiene por objeto asegurar un orden de
convivencia fecunda entre hombres que aspiran a su recíproco bienestar. En tal
entendimiento, el bien común totaliza sus estimaciones más altas; es su nobilísima
finalidad, y la única que le asigna sentido en la vida y en la historia. Aspiración que es
recogida por la Convención Americana de los Derechos y Deberes del Hombre que en sus
considerandos, al tiempo que dignifica a la persona humana, refiere que "...las
instituciones jurídicas y políticas, rectoras de la vida en sociedad, tienen como fin principal
la protección de los derechos esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le
permitan progresar espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad", principio que
también es seguido por la Declaración Universal de Derechos Humanos, que en su
preámbulo establece: "Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos
por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso
de la rebelión contra la tiranía y la opresión", de lo cual puede advertirse que el
funcionamiento democrático de las instituciones requiere que el Estado deba mediatizar los
posibles conflictos, al mismo tiempo que garantiza la plena vigencia de los derechos, todo lo
cual redunda en forma directa en la seguridad de todos y en el establecimiento de una
adecuada y armoniosa convivencia en sociedad.
De esta manera, el deber de respetar los derechos humanos implica que los Estados deben
asegurar la vigencia de todos los derechos mediante un sistema jurídico, político e
institucional adecuado para tales fines. Tal deber de garantía debe asegurar la vigencia de
los derechos fundamentales procurando los medios jurídicos específicos de protección
adecuados, sea para prevenir violaciones, sea para restablecer su vigencia y para
indemnizar a las víctimas o a sus familiares frente a casos de abuso o desviación de poder.
Dicho parecer se resume en el postulado que refiere que un Estado con vocación
democrática se considera globalmente como principal garante de los derechos de sus
ciudadanos, razón por la cual todas las declaraciones de derechos humanos de raigambre
constitucional requieren la simultánea concurrencia de tres derechos fundamentales, a
saber: vida, dignidad y seguridad.
2.2. LA COERCIÓN PROCESAL

La coerción se muestra como restricciones al estado de libertad personal, medidas que son
impuestas por la autoridad jurisdiccional de acuerdo con su potestad de afectar derechos
durante el transcurso del juicio, lo que nos permite llamarla libertad caucionada, puesto
que al estar una persona imputada en la comisión de un ilícito penal siempre tiene la
obligación sobre sus espaldas de comparecer cuantas veces le sea requerida por el órgano
jurisdiccional, estando latente en todo momento la amenaza del encarcelamiento ante el
incumplimiento de los compromisos asumidos.
El proceso penal comienza con la sospecha de que un ser humano ha tenido que ver con
un delito que, en caso de confirmarse aquella, terminará normalmente con una sentencia
que le aplique una consecuencia jurídica a dicho suceso; de todas formas, si esa sospecha
finalmente no se confirma, el procedimiento penal tiene diversas ocasiones para causar
lesiones que se han llamado "medidas coercitivas procesal-penales" y se justifican con la
consideración de que se debe investigar la sospecha de un crimen —aun a costa del
sospechoso, de los testigos y de la víctima—.
De aquí que el proceso penal sea la manifestación de los intereses públicos, los cuales,
regularmente, nada preguntan a los intereses personales de los participantes. Debemos
entonces poner de resalto que las medidas de coerción del proceso penal siempre están
unidas a una intromisión en un derecho fundamental.

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De lo dicho puede colegirse que la coerción se caracteriza por significar una intervención
forzada en la libertad de decisión de una persona, que ataca todos los aspectos de su vida
que constituyen un bien o valor jurídico (locomoción, intimidad hogareña, intimidad
personal, disposición económica) que encuentran por ello su reconocimiento en la Ley
Fundamental y en ella también el límite y el fundamento de su ataque por órganos del
Estado. Coerción, en definitiva, es el medio organizado por el derecho para que el Estado
intervenga la libertad de las personas y, cuando hablamos de coerción procesal, aquella
particular practicada antes de la decisión de un juicio de conocimiento que no representa
la sanción a la desobediencia del orden jurídico, sino una garantía de la realización efectiva
del derecho material que necesita, ineludiblemente, que los fines del proceso se cumplan.
Pero esta intervención del poder penal en la vida del individuo sometido a proceso no
siempre se da efectivamente, es decir, no se priva siempre al sujeto de su libertad
individual; no obstante, su despliegue permanece latente. Si nos concentramos en el estado
en que puede encontrarse el imputado durante el proceso fuera de la cárcel, vale decir en
libertad, sea por haber sido excarcelado o por haber evitado su encarcelamiento que era
procedente, en virtud de haber contraído compromisos determinados cuyo cumplimiento
asegura con una caución en sentido lato, estos compromisos así asegurados dan muestra
de la coerción que se ejercita en cuanto limitan el estado de su libertad.
Entonces, lo que se conoce como libertad caucionada comprende, en sentido amplio, la
libertad con promesa jurada de fiel cumplimiento de las obligaciones impuestas en el auto
de soltura. En su precisa significación es un derecho a eliminar o evitar el encarcelamiento
no obstante la orden de detención o de prisión preventiva o, por lo menos, no obstante la
procedencia de esas medidas, comprometiendo bajo simple promesa o asegurando con una
fianza o caución el cumplimiento de las obligaciones contraídas.
Esta libertad caucionada sustituye a la privación de libertad, por un sometimiento y
obligación caucionada de presencia y disponibilidad ante el tribunal, nucleados en un
domicilio en el que se está siempre a disposición de citación y en el respeto de reglas de
buena conducta.
Se advierte así que la libertad del individuo sometido a proceso es siempre caucionada,
asegurada, con el único objetivo de lograr la actuación de la justicia. De allí que el proceso
penal en sí mismo sea una manifestación del poder ejercido por la coerción estatal, el cual
puede manifestarse directamente, privando de su libertad al imputado o encontrarse
latente y, al advertir que el individuo puede imposibilitar los fines del proceso, puede
manifestarse.
Por lo tanto, siempre el proceso debe entenderse restrictivo de los derechos individuales del
encausado, siendo la prisión preventiva su aspecto más grave, pues la potestad de juzgar
del Estado atañe a los derechos de la personalidad y a la dignidad del hombre, pues este
quiere saber si determinadas conductas propias o ajenas son justas. De allí se advierte el
cuidado con que debe sustanciarse el proceso penal, la cautela que debe regir cualquier
imputación al ser efectuada, el rigor con que se debe adoptar una medida de coerción
personal y el tiempo razonable que debe durar el proceso.
Cabe destacar que la coerción personal seguirá actuando hasta que se arribe a un
pronunciamiento definitivo.
2.3. PERSPECTIVA DESDE LOS DERECHOS INDIVIDUALES

En el análisis y la comprensión de la validez de un acto jurídico o de una norma no


debemos atenernos a las formalidades con que se han dispuesto o a su sola literalidad. En
todo caso, persiste la necesidad de mantener un plano de legitimación externa del Estado
de derecho que nos permita deslegitimar desarrollos incorrectos de este y cuyas pautas
valorativas seguirán siendo los derechos fundamentales originarios.
De aquí que el objetivo sea asegurar la vigencia de los derechos fundamentales por encima
del éxito de la realización penal y lograr asegurar la sustancia de los derechos involucrados
por sobre su validez formal. Por eso resulta menester sostener la separación entre
normatividad constitucional y efectividad de la legislación vigente, y no responder a la

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obtusa aplicación de la ley, sino a su crítica y censura como modo de adecuarla
progresivamente a los altos valores de la Constitución y a las expectativas individuales y
sociales a que aquellos hacen referencia.
Desde este punto de vista se sostuvo que "tenemos que asentar hoy la construcción de las
teorías constitucionales del delito y de la pena. Es, retomando la tradición, pero corrigiendo el
bonapartismo del servilismo a la ley infraconstitucional y reemplazándolo por la verdadera
legalidad penal, o sea, construyendo el derecho penal a partir de la ley y considerando que
la primera ley es la propia Constitución, como debemos construir el derecho penal argentino,
para salvarlo de los embates del autoritarismo superficial y torpe que fabrica enemigos por
vía mediática...
Es que el Código Penal, como toda la legislación ordinaria infraconstitucional viene después
en el orden de prelación normativa... y una Constitución sin control de constitucionalidad por
parte de los jueces es una mera exhortación a la buena voluntad de los legisladores
coyunturales".
Es así como debemos reconocer que el derecho penal ocupa una posición de segundo rango
en el ordenamiento jurídico, puesto que por encima suyo está el derecho constitucional que
establece las condiciones bajo las cuales el Estado debe ejercer el poder sancionador; las
leyes penales constituyen la expresión de una determinada concepción de sociedad. De
esta forma, la idea de Estado democrático de derecho genera una determinada posición y
ciertos límites para la ley penal, no circunscribiéndose a las normas que regulan el
procedimiento para la creación y sanción de las leyes, sino a las disposiciones
constitucionales, que deben reflejar estos principios en prescripciones concretas que
conforman el contenido mismo del ordenamiento penal.
Por eso es necesario efectuar un análisis de la cuestión planteada desde el punto de vista
de los derechos individuales y no a partir del supuesto interés que demuestra el Estado al
ejecutar ciertos actos en la prosecución de una investigación penal: dado que el Estado no
tiene un "derecho" a sustanciar la acción penal, sino que es su obligación y sobre una
obligación incumplida no puede fundarse una lesión a los derechos del particular.
Ante todo hay que considerar que durante la tramitación del juicio resulta frecuente la
afectación de derechos individuales, muchas veces con carácter irreparable cuando
involucran la libertad individual, la intimidad o la propiedad, y el severo padecimiento que
significa afrontar un pleito penal en contra de un individuo, debido al estado de
incertidumbre y de ansiedad que importa la posibilidad de hacerse acreedor de una
sentencia de condena, desconociendo además la cantidad de tiempo de duración y su
modalidad de cumplimiento.
Debe destacarse entonces el efectivo perjuicio individual que acarrea la sustanciación del
proceso, lo que provoca un gravamen irreparable sobre los derechos del imputado. Por
ejemplo, si acudimos a los casos de contenido patrimonial, donde existe un deudor y un
acreedor, la lentitud del proceso puede ser de algún modo remediada mediante la condena
del deudor al pago de intereses (y/o astreintes) a favor del acreedor perjudicado.
Es cierto que dicha solución no fue pensada por el codificador como remedio a la
morosidad judicial (o de alguna de las partes), sino al incumplimiento del obligado al pago.
No obstante, este tipo de situaciones queda al amparo de ese remedio-compensación en
atención a que, en definitiva, el deudor solo cumple luego del demorado pronunciamiento
judicial.
Sin embargo, cuando esa desmesurada duración se verifica en un procedimiento criminal
en el cual la actividad del imputado no ha sido la razón determinante de esa dilación, es
difícil hallar un remedio adecuado para solventar la pérdida o la amenaza de la libertad del
imputado, el inevitable agravio a su honra, la afectación del patrimonio en muchos casos y
su derecho a obtener una sentencia absolutoria o condenatoria dentro de un plazo
razonable.
De esta forma, hay que tener presente que los tratados internacionales de derechos
humanos solo establecen derechos, libertades y garantías mínimas, por lo que corresponde

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a los jueces interpretarlos en las condiciones que mejor concierten con sus objetivos y
fines, punto en el cual se destaca el "criterio estricto que debe emplearse para analizar
normas que establecen restricciones a garantías otorgadas a los procesados en juicios
criminales, con base en el criterio invariablemente sostenido por la jurisprudencia del
tribunal en el sentido de que en la interpretación de los preceptos legales debe preferirse los
que mejor concuerde con los derechos y garantías constitucionales" (Fallos 256:25; 261:36;
262:236; 263:246; 265:21, entre muchos otros).
En tal dirección, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) establece
que los derechos allí consagrados nunca pueden ser interpretados en forma restrictiva: "No
podrá admitirse restricción o menoscabo de ninguno de los derechos humanos
fundamentales reconocidos o vigentes en un Estado Parte en virtud de la leyes,
convenciones, reglamentos o costumbres, so pretexto de que el presente Pacto no los
reconoce o los reconoce en menor grado", puesto que garantizar un derecho es mucho más
que su simple observancia, en cuanto se requiere asegurar su total vigencia y remover todo
posible obstáculo que pueda menoscabarlo.
Por lo tanto, debe entenderse que resulta plenamente coherente con la totalidad de los
derechos fundamentales de la persona humana que se haga realidad la aplicación del
derecho en el caso en concreto sometido a juzgamiento, lo cual requiere determinado
tiempo; por ende, es una realidad que no puede ignorarse ni siquiera desde la atención a
principios superiores como el que da vida a la prescripción, so pena de desproteger a
cambio el mensaje de la norma al convertirla en inaplicable. De aquí que el Estado deba
realizar el derecho material a través del proceso penal dentro de un plazo razonable,
porque el proceso penal implica una innegable carga de incertidumbre que debe resolverse
en el menor tiempo posible. Este es un mandato de derecho, límite o garantía, que forma
parte de todos los catálogos de derechos humanos.
Entonces, el lógico interés de resolver un conflicto presentado en el campo del derecho
penal debe reconocer como limitación inviolable el cumplimiento de las normas básicas de
fondo que aseguran la convivencia civilizada dentro de un Estado de derecho, pero ello no
significa, en modo alguno, que tal respeto constituya un menoscabo para la meta de la
búsqueda de la verdad. Es que el Estado, en esa posición de superioridad en la cual se
encuentra alzado frente al individuo dentro del proceso penal, debe asegurarle a este el
cumplimiento de las reglas básicas que hacen al reconocimiento de su condición.
De aquí que un derecho básico como la defensa en juicio, la obtención de una sentencia
razonable y la consideración del individuo sometido a proceso resulta inherente al respeto
de la personalidad humana, por lo cual no puede invocarse la actuación soberana del
Estado para vulnerarlo o impedir su protección.
Al respecto cabe recordar que los derechos humanos están por encima del Estado y sus
necesidades represivas. De modo que el respeto de los derechos humanos impone la
adecuación del sistema jurídico para asegurar la efectividad de su goce.

18
III. CONSTITUCIÓN - GARANTÍAS
Cabe recordar que desde la aparición de un derecho de persecución penal estatal surgió
también, a la vez, la necesidad de erigir barreras contra la posibilidad del abuso del poder
estatal. El alcance de esos límites es una cuestión relativa a la Constitución del Estado.
Aunque en la sentencia se consiga establecer la culpabilidad del acusado, el juicio solo será
adecuado al ordenamiento procesal cuando ninguna garantía formal del procedimiento se
haya lesionado en perjuicio del imputado.
Por ende, el resguardo natural de los derechos fundamentales radica, por un lado, en la
propia supremacía constitucional (art. 30, CN), por cuanto los principios que establece
nuestra norma fundante operan como reguladores de la actividad represiva puesta en
marcha por el Estado, para asegurar tanto la seguridad y el interés público como el
individual; de igual modo, por otro lado, dicha salvaguarda opera a nivel del control de
constitucionalidad que en nuestra organización jurídica se le atribuye a la CS y a los
tribunales inferiores, que poseen la misión de velar por la observancia de los derechos
constitucionales de los ciudadanos.
En consecuencia, podemos afirmar que desde la propia Constitución se otorga racionalidad
y se establece el control sobre la propia jurisdicción represiva, esto es, dentro del
ordenamiento penal, transformando naturalmente la coacción en una reacción estatal
disciplinada por el derecho.
En consecuencia, la incorporación de pactos internacionales sobre derechos humanos a la
CN importa el respaldo normativo de máxima jerarquía que antes no tenían las garantías
dentro del proceso penal, su ampliación y afirmación, las que se derivan de la exégesis de
dichas cláusulas. No en vano nuestra CS afirmó que "los tratados con jerarquía
constitucional deben entenderse como formando un bloque único de la legalidad cuyo objeto
y fin es la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos" (Fallos
320:2145).
Reiteradamente, nuestra CS ha afirmado que todos los jueces tienen el derecho y, a la vez,
el deber de aplicar la CN y de asignar su primacía. Por lo cual puede hoy predicarse lo
mismo de los instrumentos internacionales a los que la Constitución reformada ha dado
jerarquía constitucional, puesto que prevalecen sobre los demás tratados y sobre las leyes
nacionales.
Es así como el reconocimiento de derechos fundamentales precedentes al Estado tuvo
como consecuencia que el imputado fuera admitido como sujeto de proceso y fuera dotado
de derechos autónomos, de los cuales los más importantes fueron el respeto de la dignidad
humana y el derecho amplio a la defensa.
De allí que en la actualidad y con la incorporación de los tratados internacionales de
derechos humanos, el orden jurídico constitucional ha procurado organizar al Estado en
defensa de las libertades y los derechos del hombre, tendiendo a asegurarlo frente al poder
estatal. Toda la armazón de este constitucionalismo se dirige a proporcionar garantías y
seguridad, definiéndose así a la propia Constitución formal como ley de garantías, cuyas
dos partes fundamentales se caracterizan en ese sentido: la dogmática, por contener una
declaración de derechos, y la orgánica, por establecer la división de poderes.
Entonces, vemos que el ordenamiento jurídico al tiempo que prosigue la investigación de
un hecho que presupone delictivo también se encarga de garantizar las libertades y los
derechos de los justiciables. Entendido ello en un sentido más preciso, puede afirmarse
que hay garantías cuando el individuo tiene a su disposición la posibilidad de movilizar al
Estado para que lo proteja. Debemos comprender entonces que el llamado Estado de
derecho es un determinado punto de equilibrio o armonía entre el poder y el derecho, de
modo tal que este aparece, fundamentalmente, como un límite al poder, razón por la cual
el individuo no puede considerarse un simple objeto sometido a la investigación penal, sino
como el eje central de todas las garantías.
Como instrumentos que resguardan al particular, tenemos que los derechos, que en la
Constitución se especifican y que el orden jurídico resguarda, importan el reconocimiento

19
de los atributos esenciales que poseen las personas integrantes de la comunidad nacional
y, a su vez, las garantías representan las seguridades que son concedidas (facultades) para
impedir que el goce efectivo de esos derechos sea conculcado por el ejercicio del poder
estatal ya en forma de limitación de ese poder o de remedio específico para repelerlo.
También pueden diferenciarse dichas categorías según la distinción, pues los derechos
fundamentales se poseen frente a todos los individuos, quienes deben abstenerse de
lesionarlos, mientras las garantías adquieren significación solo frente al Estado, como
limitación de su poder o como remedio efectivo para el uso arbitrario del poder.
Entonces, mediante el procedimiento penal se asegura tanto el objeto como la forma en que
se debe llevar a cabo la investigación de la verdad, la intervención que les cabe a las partes
y la manera a la que se arriba a la decisión final.
Todo ello asegura la vigencia del principio de legalidad procesal, entendido como el respeto
a las formas preestablecidas, las que resultan consecuentes con los postulados
constitucionales de las que derivan.
La libertad personal del imputado se conecta entonces con el resto del ordenamiento
procesal penal, dado que al constituir la excarcelación y la eximición de prisión dos
instituciones sumamente valiosas para proteger la libertad individual, solas no bastan para
lograr esa finalidad, sino que ellas deben complementarse con las demás exigencias que
impone la garantía constitucional del debido proceso, hasta el arribo de un
pronunciamiento conclusivo, debidamente fundamentado.

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IV. EL PODER LIMITADO DEL ESTADO
Un postulado fundamental de nuestro sistema jurídico vigente es que el poder penal no
puede ser ejercido sin limitaciones ni contralores, afirmación que encuentra fundamento
en el hecho de que el proceso penal interviene sensiblemente en el ámbito de derechos de
quien, posiblemente, es culpado de manera injusta, dado que a todo evento debe
respetarse el carácter intrínseco de la dignidad humana, así como su intimidad y todos los
atributos de su persona, razón por la cual los objetivos punitivos no pueden ser cumplidos
a cualquier precio, es decir, desvirtuando la vida del hombre al ponerlo al servicio de la
administración de justicia.
Por eso es por lo que las reglas sobre las limitaciones al poder penal vienen de antaño,
pues toda regla jurídica acerca de una potestad —por elemental que sea— cumple la
función básica de ceñirla; así, por ejemplo, entregar la competencia a alguien significa
vedarla a los demás y, en materia penal, limitar la venganza a la intensidad de la ofensa —
talión— expresa la voluntad de mostrar como antijurídica aquella reacción que sobrepasa
ese límite.
Pero un programa racional de limitaciones, para que el poder penal no se convierta en
instrumento del sometimiento político, solo aparece cuando se expresa la sentencia que
nos coloca a todos en posición de igualdad frente a la ley (art. 16, CN) y nos permite ejercer
nuestra influencia para formar la voluntad de la ley (art. 1°, CN). Desde allí en adelante,
con la creación del Estado de derecho se declara una serie de derechos y garantías que
intenta proteger a los individuos, miembros de una comunidad determinada, contra la
utilización arbitraria del poder penal del Estado.
Asimismo, debemos tener en cuenta que el derecho penal es la rama del ordenamiento
jurídico que agrupa a las normas que el Estado impone bajo amenaza de sanción, dado que
al mismo tiempo limita y precisa su facultad punitiva; es decir que la idea de pena se
encuentra estrechamente consustanciada a los límites precisos bajo los cuales este poder
debe desarrollarse.
Por ende, involucra un claro despliegue de violencia y, por ello, puede afectar a la dignidad,
la libertad y la vida de las personas, razón por la cual observamos que debe ser limitado
con mayor intensidad. Tampoco puede olvidarse que el derecho penal se ha mantenido
durante los dos últimos siglos firmemente anclado en postulados básicos del Estado de
derecho liberal originario: especialmente destacable es la persistencia de una profunda
desconfianza hacia el uso por los poderes públicos de un instrumento jurídico tan
poderoso como el derecho criminal, que sienta las bases para el mantenimiento de un
conjunto de principios garantistas que permean toda la exigencia de responsabilidad penal.
De esta forma, una organización jurídica que se basa en el respeto a la libertad ha erigido
necesariamente un ordenamiento jurídico específico; en definitiva, un sistema de garantías
que disciplina esa actividad pública. Entonces, la potestad del Estado está definida y
limitada por el orden jurídico penal, constituido por normas materiales y formales, de modo
tal que puede proyectarse sobre él la órbita del derecho. El derecho gobierna por entero la
actividad represiva y los órganos del Estado deben ejercerla en un marco jurídico que
excluye en grado máximo toda facultad discrecional.
Es así como el poder, desde una postura tradicional, puede verse desde una relación
biunívoca como la que existe entre las dos caras de una misma moneda: el poder es el
presupuesto del derecho y el derecho es el fundamento del poder, en el sentido de que no
existe ningún derecho sin un poder que sea capaz de hacerlo respetar y no hay poder que
no encuentre su fundamento en el derecho. Pero esta misma concepción puede
interpretarse en un sentido diferente, por la cual el poder (todos los poderes, incluso el de
los jueces) tiende a acumularse siempre en formas absolutas y el derecho se configura
como una técnica de ordenación y, por lo tanto, de limitación y minimización del poder.
Ferrajoli considera que esta es la naturaleza del Estado de derecho moderno y que el
respeto al principio de legalidad, a la división de poderes y su sometimiento a la ley no son
nada más que técnicas dirigidas a la limitación de un poder público que, de lo contrario,
sería absoluto.

21
Es que el requisito del juicio previo que la CN nos impone en su art. 18, en tanto
enfáticamente expresa que resulta "inviolable la defensa en juicio de la persona y de los
derechos", importa el correcto ejercicio del derecho a la jurisdicción, el impulso fiscal
necesario, su contralor mediante una actividad defensiva eficiente y el acceso a la tutela
judicial efectiva en un plazo razonable mediante la independiente actuación de todas las
autoridades públicas intervinientes.
Asimismo, requiere que toda decisión jurisdiccional no se satisfaga sino mediante un
"juicio previo", apareciendo como una sucesión regular y armónica de actos concatenados
entre sí, al tiempo que ello resulta matizado por el propósito que surge del preámbulo de la
CN de "afianzar la justicia", en cuanto importa la clara definición de un objetivo preciso, de
una declaración axiológica concreta de asegurar la prestación de esta ineludible función
estatal de dirimir racionalmente los conflictos y la necesidad de hacerlo dentro de precisos
cauces preestablecidos, con amplias posibilidades de participación de las partes, mediante
pasos sucesivos y legítimos dentro de un plazo razonable.
Por lo tanto, el esquema del debido proceso legal está regido por la CN, que se encarga de
establecer la división de poderes, la necesidad de un proceso previo, la supremacía
constitucional, el control jurisdiccional a cargo del Poder Judicial, la razonabilidad en la
sanción de las normas y en la adopción de decisiones y la vigencia de derechos y
obligaciones para cada justiciable. Todo esto resulta reforzado y enriquecido por los pactos
internacionales de derechos humanos que forman parte de nuestra Ley Suprema, en
cuanto consagran el derecho de todo habitante a ser oído por un tribunal competente,
independiente e imparcial, al tiempo que garantizan el acceso a la justicia, el derecho de
defensa, la tutela judicial efectiva e imponen la obligación de respetar derechos que son
consagrados.
En este sentido, nos encontramos con que el debido proceso y el conjunto de las restantes
garantías penales y procesales son especialmente dirigidas a limitar el poder punitivo en
defensa de las libertades individuales. Por lo tanto, en un Estado de derecho fundado en la
democracia republicana, el poder penal es siempre especialmente limitado, porque se trata
de un poder de alta intensidad, y en el concepto mismo del Estado de derecho se encuentra
la idea del poder limitado. Por lo tanto, si se trata de un poder de alta intensidad —y lo es,
porque implica el ejercicio directo de violencia sobre los ciudadanos—, los límites deben ser
mayores y más precisos.
No se debe ignorar que el aumento de poder que el Estado recibió a través de la
transmisión de la violencia penal puede significar también un gran peligro para aquel que,
siendo quizá inocente, ha caído en sospecha.
Por ello, con la aparición de un derecho de persecución penal estatal surgió, también, a la
vez, la necesidad de erigir barreras contra la posibilidad del abuso del poder estatal.
El alcance de esos límites es, por cierto, una cuestión de la respectiva Constitución del
Estado. De esta manera, los derechos de los individuos deben contar con efectiva vigencia y
no pueden ser desconocidos por presuntas invocaciones en el despliegue de la actividad
estatal, es decir, en el ejercicio de fuerzas destinado a aplicar la consecuencia represiva.
La necesidad de proteger a los individuos contra la violencia, incluso —o sobre todo—
contra la estatal o la de la mayoría, es la idea política que da fundamento a la existencia
del poder punitivo estatal, en particular, la de un mecanismo llamado proceso penal que
debe realizarse respetando ciertas formas.
Por eso, en la tradición liberal-democrática, el derecho y el proceso penal son instrumentos
o condiciones de democracia solo en la medida en que sirvan para minimizar la violencia
punitiva del Estado y constituyan un conjunto de preceptos destinados a los poderes
públicos y de limitaciones impuestas a su potestad punitiva: en otras palabras, un
conjunto de garantías destinadas a asegurar los derechos fundamentales del ciudadano
frente al arbitrio y el abuso de la fuerza por parte del Estado.
Desde esta perspectiva, vemos que al Estado se le ha otorgado el monopolio de la fuerza a
fin de hacer posible la convivencia humana.

22
Sin embargo, este poder no se otorgó de un modo absoluto, sino que, como contrapartida,
se le estipularon ciertos límites y, precisamente, uno de ellos fue que para responsabilizar
a un individuo por su actuar delictivo se debía previamente sustanciar un proceso. En esta
dirección, vemos que la CN fija ciertas bases esenciales de la política represiva del Estado,
las que deben ser respetadas por las leyes que las reglamentan y también en la realización
y el mantenimiento del orden jurídico normativo a través de la justicia penal.
Consecuentemente, hay una autolimitación en el castigo de los delitos en salvaguarda de la
seguridad individual, que importa la renuncia al descubrimiento de la verdad y el castigo
de los responsables de ilícitos por medios ilegales o ilegítimamente obtenidos, en
preservación de la dignidad de la persona humana y el respeto de sus derechos
elementales.
De esta forma, advertimos que un orden jurídico es imprescindible para mantener la paz y
otorgar seguridad a la sociedad y, para ello, es necesaria la realización de un procedimiento
que asegure estos objetivos.
Por lo tanto, la formulación de una imputación penal es conducente para realizar el valor
justicia y debe ser incitada y desplegada; resulta un paso necesario (con el menor sacrificio
posible del interés individual) para poder ejercer este poder vital del orden social. Pero
debido a las limitaciones propias de tal actividad y a la afectación de derechos individuales
que conlleva, no resulta válido un ejercicio discrecional. En este sentido, debemos tener en
cuenta que "la declaración de culpabilidad o inocencia es igualmente equitativa siempre y
cuando se respeten las garantías del procedimiento judicial. La equidad y la imparcialidad
del procedimiento son los objetivos finales que debe lograr un Estado gobernado por el
imperio de la ley" ("Jorge A. Giménez c. Argentina", dictamen de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos [Comisión IDH], 1/3/1996).
En ese sentido, el art. 19 de la CN dispone que a los poderes públicos les está vedado lo
que las leyes no les autorizan expresamente (a los particulares, la ecuación es inversa,
aquello que no le es prohibido, les está permitido), por lo cual la acción penal pública no
puede carecer de concretos contornos que toda autoridad debe respetar.
En consecuencia, el procedimiento penal no puede ser dejado al libre arbitrio de las
autoridades que lo conducen, desde que, precisamente, ha sido "establecido para su freno"
y que sería "una verdadera burla para el pueblo dictar preceptos de procedimiento dejando
después su observancia a la voluntad de aquél", dado que todo manejo del poder envuelve
la posibilidad de abusos, por lo que se impone el Estado de derecho, que se desconfía a sí
mismo y que por eso reprime y compromete su poder a que actúe en un tiempo y forma
determinados.
Es el pensamiento de la seguridad jurídica lo que, por respeto a la dignidad humana y a la
libertad individual, obliga al Estado a fijar la manifestación de su poder penal, no solo en
presupuestos jurídicos penales materiales (nullum crimen nulla poena sine lege), sino
también en asegurar su actuación en el caso en particular por medio de formalidades y de
reglas beneficiosas para el ordenamiento jurídico.
Es que, ya desde su inicio, el poder penal monopolizado por el Estado debió erigirse en un
medio razonable de solución de disputas, en el cual la arbitrariedad queda vedada por su
propia naturaleza, pues: "Al asumir el Estado el poder de decidir para que sea posible el
castigo, la incipiente actuación del derecho se transforma de instintiva en racional, haciendo
imposible el sentido de venganza y el abuso: juicio imparcial".
En ese sentido, también se destaca que el proceso es un medio de aplicación del derecho
sustantivo que no conforma una mera acumulación de actos dirigidos de forma aleatoria,
sino que está encaminado a la obtención de la verdad real (su objeto), porque de lo
contrario, si se controvierte este principio, caemos en el rigor formal.
Así, se denota que en una organización política, inspirada en el deseo de limitar la
autoridad de los gobernantes, es natural que se desarrollen mecanismos para evitar la
concentración de poder. Por eso, en la función penal, los derechos de libertad encuentran
protección frente al abuso gracias al carácter cognoscitivo, es decir, sujeto a verificación y

23
falsación de la actividad judicial; sin embargo, quedarán expuestos al arbitrio —a la buena
voluntad del juez y no a la garantía de la ley— allí donde el juicio tenga carácter potestativo
o de decisión.
Como vimos, los límites al poder punitivo del Estado surgen en el plano superior del
sistema jurídico, pues en el concepto mismo de Estado de derecho se encuentra la idea del
poder limitado. Es entonces en la estructura de nuestra Ley Fundamental donde hay que
buscar su recepción. Y por su análisis debe comenzar toda interpretación que pretenda
hacer razonable al orden jurídico, lo que aparece necesario de la adopción de la forma
republicana de gobierno, pues el modo de organizar el poder en materia penal de manera
controlada se realiza, en nuestra CN, creando límites a los que se les da forma de garantías
que juegan a favor de los individuos.
En la idea misma de Constitución aparece plasmada la estructuración de un programa
racional de limitaciones al poder penal; por ello, la Corte tiene dicho desde hace tiempo que
"la idea de justicia impone que el derecho de la sociedad a defenderse contra el delito sea
conjugado con el del individuo sometido a proceso, en forma que ninguno sea sacrificado en
aras del otro" (Fallos 272:188). De tal forma, los principios penales derivados de los
derechos fundamentales protectores de la persona buscan el mayor grado de racionalidad
en una sola dirección, mediante la limitación del ius puniendi estatal.
Por lo tanto, destacamos que es el Estado (y no el justiciable) el que debe soportar las
consecuencias de no llevar adelante con legitimidad y eficacia el proceso penal, sin
perjuicio de la responsabilidad de los órganos por esa conducta que afecta gravemente el
derecho de la comunidad a defenderse del delito. Al respecto, cabe destacar el principio
sentado por nuestra Corte desde el caso "Mattei", por cuanto la garantía del debido proceso
se ha arbitrado fundamentalmente en favor del acusado.
De tal modo, para superar la afectación de derechos individuales que padecen los sujetos
que son sometidos a juzgamiento, debe cambiarse el punto de partida en la consideración
de la actividad represiva y reconocerse que el imputado es el centro (objeto de atención y de
protección) de todo el sistema jurídico (tanto en su aspecto formal como material), puesto
que las garantías constitucionales están arbitradas para su exclusiva protección y tienen
como objetivo asegurar la vigencia de los derechos fundamentales por encima del éxito de
la realización penal, dado que el ser humano se enfrenta a un poder inmensamente
superior al suyo, que lo somete al aspecto de mayor lesividad e injerencia del ordenamiento
jurídico, puesto que implica privarlo de sus derechos esenciales.
En ese sentido, está más allá de toda duda que el Estado tiene el derecho y el deber de
garantizar su propia seguridad, mas tampoco puede discutirse que toda sociedad padece
por las infracciones a su orden jurídico.

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V. EL RESPETO A LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES

Habíamos dicho que las resoluciones judiciales no se encuentran dentro del ámbito de la
lógica formal, sino en la lógica de los contenidos, lo cual implica orientar el análisis hacia el
fin, dado que se examina la racionalidad de los medios y fines del derecho. Se vislumbra
así una estrecha conexión entre razón, verdad y justicia.
De tal forma, el control constitucional de razonabilidad opera como criterio sustancial de
control en la aplicación e interpretación del derecho.
Para ello, en primer lugar, los jueces que tienen esta potestad deben analizar la norma, de
modo que esta guarde una relación razonable entre los medios y los fines legítimos o
constitucionales.
En segundo lugar, y para que la norma sea constitucionalmente válida, corresponde que
esta -y, con esto, la finalidad o finalidades propuestas y los medios empleados para
conseguirlas- esté de acuerdo con el resto de las finalidades constitucionales y sus
principios (para lograr también la optimización de estos). En este sentido, un completo
control constitucional de razonabilidad debe incluir el examen acerca de la afectación a los
derechos fundamentales y su contenido esencial.
Es así como debe garantizarse que las normas y las resoluciones judiciales tengan
contenido de justicia, aplicando la razonabilidad y la proporcionalidad en los casos
sometidos a consideración. No basta que sean dictadas con las formas procesales
constitucionales y legales para que sean válidas, sino que es necesario que se respeten
ciertos juicios de valor que hagan objetiva la justicia, porque de nada sirve que se respeten
las debidas garantías durante la sustanciación del procedimiento (ejemplo: que los jueces
hayan actuado con independencia e imparcialidad, que la decisión se haya emitido en un
plazo razonable) si esta no es objetiva y materialmente justa.
En consecuencia, la dimensión sustantiva del debido proceso exige que todos los actos a
desarrollarse en el proceso (desde su acceso, inicio, desarrollo y conclusión) observen
reglas y contenidos de razonabilidad para que, al final, la decisión o resolución que se
emita sobre el caso sea justa, no solo para los justiciables, sino para el ordenamiento
jurídico y la sociedad en su conjunto.
Como se observa, en el debido proceso sustantivo lo importante no son las formas o las
reglas procesales que tener en cuenta para que el proceso no devenga en nulo, sino el
contenido de la decisión del juzgador al resolver la controversia de los justiciables.
El ordenamiento jurídico, al tiempo que prosigue la investigación de un hecho que
presupone delictivo, la resolución de un conflicto de intereses o la determinación de un
derecho, también se encarga de garantizar las libertades y los derechos de los justiciables.
Entendido ello en un sentido más preciso, se afirma que "hay garantías cuando el individuo
tiene a su disposición la posibilidad de movilizar al Estado para que lo proteja".
Por eso, con la aparición del Estado de derecho constitucional, la ley sufre la pérdida de su
estatus (implacable, según el positivismo) consecuente, con su necesaria acomodación a
las prescripciones normativas constitucionales.
De tal forma, el sistema de garantías se encuentra encaminado a limitar el arbitrio del
poder público estatal para que la jurisdicción constituya un legítimo poder democrático, es
decir, controlado.
En esta dirección resulta contundente el art. 1.1 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos (CADH), que establece la obligación de respetar y garantizar los
derechos humanos ("los Estados Partes en esta Convención se comprometen a respetar los
derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda
persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna..."), aspectos que
constituyen verdaderos ejes transversales del sistema interamericano.
En efecto, la jurisprudencia ha contribuido a realizar una lectura integradora de los
derechos humanos, en general, y del debido proceso, en particular, lo que ha repercutido
decididamente en una comprensión más dinámica y completa de los derechos. De esta

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forma, se ha planteado que de "la obligación general de garantizar los derechos humanos
consagrados en la Convención, contenida en el artículo 1.1, deriva la obligación de investigar
los casos de violaciones del derecho sustantivo que debe ser amparado, protegido o
garantizado".
Por lo tanto, una construcción de conceptos dogmáticos que conduzca a resultados
incompatibles con los valores y derechos fundamentales carecerá de toda legitimidad
metodológica.
Dicho de otra manera: "Los resultados a los que se llegue mediante determinados conceptos
dogmáticos deben ser confrontados con su repercusión sobre los derechos fundamentales y
los valores superiores del ordenamiento jurídico".
Por eso puede incluirse el presente examen dentro del respeto al debido proceso penal
sustantivo, donde la incompatibilidad entre la Constitución y las leyes dictadas en
consecuencia se produce porque las normas inferiores violentan el sentido común
establecido en las de superior jerarquía (es decir, el sentido de justicia que albergan); de
este modo, se vulnera la razonabilidad que debe ostentar toda norma para pretender su
vigencia.
Es decir que en esos casos no se violan las formas mediante las cuales se arriba al dictado
de la ley, sino la cuestión de fondo resuelta por el derecho y su adecuación constitucional.
Es así como las teorías jurídicas están estrechamente vinculadas a la estructura jerárquica
del sistema normativo; es decir, al respeto que les asignan a sus normas fundamentales,
las cuales deben presidir la elaboración de los conceptos dogmáticos con los que se aplica
el derecho al caso en concreto.
La Constitución, al establecer un catálogo de derechos fundamentales directamente
invocables y al enunciar los valores superiores del ordenamiento jurídico, ha establecido
un sistema en donde la autoridad del constituyente está por encima de la autoridad del
legislador, puesto que contiene dentro de sí una buena parte de los principios jurídico-
penales y de las decisiones político-criminales que han de conformar el derecho. De este
modo, nuestro texto fundamental pasa a ser el criterio determinante a la hora de justificar
la adopción de cualquier decisión controvertida en los diferentes niveles de racionalidad
jurídica. Por ende, "las declaraciones, derechos y garantías que contienen la Constitución
Nacional no son simples fórmulas teóricas, cada uno de los artículos y cláusulas que los
contienen poseen fuerza obligatoria para los individuos, para las autoridades y para toda la
Nación. Los jueces deben aplicarles en la plenitud de su sentido, sin alterar o debilitar con
vagas interpretaciones o ambigüedades, la expresa significación de su texto".
Por lo tanto, en todo momento deberá ser respetado el orden jerárquico que enarbola el art.
31 de la CN, erigiendo en lo más alto del ordenamiento jurídico a los derechos y las
garantías constitucionales del individuo, con el objeto de que el sistema normativo sea en
un todo coherente con los postulados fundamentales que le otorgan validez y que de ello se
derive en la interpretación y en la aplicación de las normas sustantivas y de
procedimientos.
Es decir, el ejercicio de la potestad judicial debe conformarse a la Constitución. En ese
marco, los derechos constitucionales o fundamentales fueron, desde los inicios del
constitucionalismo, límites al poder del Estado, dado que es el principio de limitación básico
en el Estado de derecho, por definición, sujeto a reglas, a leyes, no a persona alguna.
En consecuencia, dentro de un sistema en el que la aplicación de los textos legales
depende de su compatibilidad con principios superiores, es decir, constitucionales, existe
una continuidad entre el orden normativo constitucional y el legal que se manifiesta en dos
distintas direcciones. Por un lado, existe un efecto irradiante de los derechos
fundamentales y de los valores superiores del orden jurídico que determina un contenido
de las normas legales condicionado por tales derechos y valores. Por otro lado, la
interpretación de los textos legales se debe realizar de acuerdo con la Constitución, es decir,
dando preferencia entre sus significados posibles a aquellos que resultan compatibles con
la Constitución.

26
En definitiva, respetar los límites impuestos por las normas constitucionales deviene como
consecuencia del imperativo de realizar en forma efectiva los derechos humanos y de
legitimar el control social del Estado, toda vez que este control estará legitimado solo en la
medida en que se realicen esos objetivos en el plano fáctico. Así, los pactos internacionales
(de rango constitucional) comparten la idea de establecer límites al poder del Estado; más
precisamente, al abuso de ese poder, en garantía del respeto irrestricto de los derechos
individuales y de la dignidad de ser humano.
De tal forma, el control de constitucionalidad importa que la aplicación judicial de
cualquier ley se vea sometida a un previo análisis de su correspondencia en el caso
concreto con ciertos principios superiores que dimanan de la normativa constitucional.
Por lo tanto, los derechos fundamentales hallan reconocimiento en la propia dignidad
humana. Por eso, la potestad represiva (el ius puniendi) se afinca en el concepto de límite
de la injerencia estatal y en que dicho poder debe ser dirigido al bien común, no a su
realización a cualquier precio ni por cualquier costo.
En este contexto, destacamos que el derecho procesal penal es derecho constitucional
aplicado y que las normas de procedimiento han sido establecidas como la última frontera
de contención de la arbitrariedad y, por ello, su aplicación debe compatibilizarse con los
valores superiores que anidan en cualquier conflicto.
De allí que la CIDH (opinión consultiva 11-90) haya considerado que "el deber de los
Estados parte de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las
estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal
que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos
humanos". De modo tal que deben garantizarse vías de accesibilidad sencillas y simples
que permitan reaccionar frente al ejercicio abusivo del poder.
Al estar presente en toda clase de manejo del poder la posibilidad de abusos, frente a ello
se impone el Estado de derecho, que se desconfía a sí mismo y que por eso reprime y
compromete su poder. Es el pensamiento de la seguridad jurídica lo que, por respeto a la
dignidad humana y a la libertad individual, obliga al Estado a fijar la manifestación de su
poder penal, no solo en presupuestos jurídicos penales materiales (nullum crimen nulla
poena sine lege), sino también a asegurar su actuación en el caso en particular por medio
de formalidades y de reglas beneficiosas para el ordenamiento jurídico.
Es evidente también que el desconocimiento de los derechos y garantías nunca se presenta
como una negativa lisa y llana a su validez, sino que encuentra justificación en razón a su
carácter relativo o a que su observancia debe ceder ante consideraciones de bien común o
de necesidad pública. Todas estas cuestiones responden a concepciones de la sociedad
antagónicas con un liberalismo pleno, dado que, de acuerdo con este, la única justificación
del Estado y de la coacción que él ejerce es la preservación y promoción de los derechos
individuales, no hay otros valores que puedan invocarse para restringir o suspender tales
derechos. "La misma noción de derechos individuales incluye la de poner límites a la
persecución de objetivos colectivos o consideraciones de bien común, por lo que invocarlas
para restringir los derechos, implica claramente negar la función limitadora de los mismos".
Por eso, la forma de desconocer los derechos básicos que le asisten a la persona sometida a
proceso es dándole un tratamiento al conflicto que en el juicio que se debate en forma
equivalente a su negación, consistente en una consideración utilitarista del individuo que,
cual súbdito, se encuentra bajo tutela jurisdiccional de manera ininterrumpida.
Frente a ello es dable destacar que no solo resulta necesario respetar los derechos
humanos, sino que a la par es menester garantizar su pleno ejercicio, dado que "el
procedimiento penal contiene una serie de garantías de las que el culpable se beneficia, pero
que en realidad están pensadas fundamentalmente para evitar que pueda ser condenado un
inocente".
En rigor, "todas las garantías 'favorecen la impunidad', pues buscan proteger a los
ciudadanos de acusaciones infundadas, condenas injustas, privaciones ilegítimas de
libertades, etc., y de este modo 'atentan' contra la eficacia de la persecución penal, ya que la

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función del derecho penal consiste en precisar límites al ejercicio del poder punitivo estatal y
no asegurar el logro de condena de las personas sometidas a proceso".
En el punto debemos considerar que, a raíz de la incorporación a la CN de los principales
tratados sobre derechos humanos, y de haberlos situarlos a un mismo nivel (art. 75, inc.
22, CN), puede hablarse de un sistema constitucional integrado por disposiciones de igual
jerarquía "que abreva en dos fuentes: la nacional y la internacional".
Sus normas "no se anulan entre sí ni se neutralizan entre sí, sino que se retroalimentan" y
forman un plexo jurídico de máxima jerarquía, al que deberá subordinarse toda la
legislación sustancial o procesal secundaria: deberá dictarse "en su consecuencia" (art. 31,
CN). Además, la paridad jurídica entre la CN y esa normativa internacional obliga a los
jueces a utilizar las disposiciones contenidas en esta última "como fuente de sus
decisiones".
La incorporación de la legislación internacional influye sobre los límites al poder penal del
Estado, y a los existentes por obra de la CN, aumentándolos y enriqueciendo su contenido,
a la vez que precisa mejor los alcances de los derechos que ella reconoce al sujeto
penalmente perseguido, tanto por su condición personal como por su especial situación
procesal.
Entonces, estas reglas constitucionales establecen principios superiores que guían la
interpretación de los límites de actuación del poder penal, dado que "la función específica
de los principios generales es precisamente, en efecto, la de orientar políticamente las
decisiones y permitir su valoración y control cada vez que la verdad procesal sea en todo o
en parte indecible. Se puede incluso decir que un sistema penal es tanto más próximo al
modelo garantista del derecho penal mínimo cuanto más está en condiciones de expresar
principios generales idóneos para servir como criterios pragmáticos de aceptación o de
repulsión de las decisiones en las que se expresa el Poder Judicial, en particular de
disposición".
Por lo tanto, en cuanto un Estado ratifica un instrumento internacional de derechos
humanos, asume frente a cada ser humano, por ese solo hecho, deberes de respeto,
garantía y de protección. Ello ha sido claramente señalado por la CIDH al decir que "el art.
1° de la Convención obliga a los Estados Partes no solamente a respetar los derechos y
libertades reconocidos en ella, sino a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona
sujeta a su jurisdicción. La Corte ya ha expresado que esta disposición contiene un deber
positivo para los Estados. Debe precisarse también, que garantizar implica la obligación del
Estado de tomar todas las medidas necesarias para remover los obstáculos que puedan
existir para que los individuos puedan disfrutar de los derechos que la Convención reconoce.
Por consiguiente, la tolerancia del Estado a circunstancias o condiciones que impidan a los
individuos acceder a los recursos internos adecuados para proteger sus derechos, constituye
una violación del art. 1.1 de la Convención", dado que "los tratados modernos sobre
derechos humanos, en general y, en particular, la Convención Americana, no son tratados
multilaterales de tipo tradicional, concluidos en función de un intercambio recíproco de
derechos, para el beneficio mutuo de los Estados contratantes. Su objeto y fin son la
protección de los derechos fundamentales de los seres humanos, independientemente de su
nacionalidad, tanto frente a su propio Estado como frente a los otros Estados contratantes.
Al aprobar estos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden legal
dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no en relación con otros
Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción" (CIDH, opinión consultiva 2/82,
sent. 24/9/1982).
En tal dirección, el PIDCP establece que los derechos allí consagrados nunca pueden ser
interpretados en forma restrictiva: "No podrá admitirse restricción o menoscabo de ninguno
de los derechos humanos fundamentales reconocidos o vigentes en un Estado Parte en virtud
de las leyes, convenciones, reglamentos o costumbres, so pretexto de que el presente Pacto
no los reconoce o los reconoce en menor grado", puesto que garantizar un derecho es mucho
más que su simple observancia, en cuanto se requiere asegurar su total vigencia y remover
todo posible obstáculo que pueda menoscabarlo.

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Por tal razón, se sostuvo: "...Este Tribunal ha decidido con respecto al alcance del art. 1° de
la convención, sobre la base de la jurisprudencia de la Corte Interamericana, que los Estados
parte deben no solamente respetar los derechos y libertades reconocidos en ella, sino
además garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona sujeta a su jurisdicción, concepto
que implica el deber del Estado de tomar las medidas necesarias para remover los
obstáculos que puedan existir para que los individuos puedan disfrutar de los derechos que
la convención reconoce. Por consiguiente, la tolerancia del Estado a circunstancias o
condiciones que impidan a los individuos el goce de los derechos constituye una violación de
la convención, en la medida en que la expresión garantizar entraña el deber de los Estados
parte de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a
través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean
capaces de asegurar jurídica y libremente el pleno ejercicio de los derechos humanos" (Fallos
318:514).
Por lo tanto, es menester hacer efectivo el cumplimiento de la obligación internacional
derivada del art. 2° de la CADH, que estipula: "Si el ejercicio de los derechos y libertades
mencionados en el artículo 1 no estuviere garantizado por disposiciones legislativas o de otro
carácter, los Estados Partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos
constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro
carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades".
Sobre el alcance y el contenido de esta obligación, la Corte Interamericana, en el caso "La
Última Tentación de Cristo", fallado el 5/2/2001 (serie C, nro. 73), sostuvo: "La Corte ha
señalado que el deber general del Estado, establecido en el artículo 2 de la Convención,
incluye la adopción de medidas para suprimir las normas y prácticas de cualquier
naturaleza que impliquen una violación a las garantías previstas en la Convención, así como
la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la observancia efectiva
de dichas garantías... En el derecho de gentes, una norma consuetudinaria prescribe que un
Estado que ha ratificado un tratado de derechos humanos debe introducir en su derecho
interno las modificaciones necesarias para asegurar el fiel cumplimiento de las obligaciones
asumidas".
Asimismo, en el caso "Bulacio c. Argentina", fallado el 18/9/2003, la Corte Interamericana
reiteró en todos sus términos el alcance de la obligación derivada del art. 2° de la
Convención y agregó: "El deber general establecido en el artículo 2 de la Convención
Americana implica la adopción de medidas en dos vertientes. Por una parte, la supresión de
las normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías
previstas en la Convención. Por la otra, la expedición de normas y el desarrollo de prácticas
conducentes a la efectiva observancia de dichas garantías" (cfr. párr. 144).
Al respecto, resulta necesario considerar que las opiniones de la Corte y de la Comisión
IDH tienen, en nuestro ordenamiento, un valor trascendente, toda vez que dicha
jurisprudencia debe servir de guía para la interpretación de los preceptos convencionales,
dado que "lo contrario podría implicar responsabilidad de la Nación frente a la comunidad
internacional" (CS, "Giroldi, Horacio David y otro s/recurso de casación", Fallos 318:514).
Así, el deber de respetar los derechos humanos implica que los Estados deben asegurar la
vigencia de todos los derechos mediante un sistema jurídico, político e institucional
adecuado para tales fines. Tal deber de garantía debe asegurar la vigencia de los derechos
fundamentales procurando los medios jurídicos específicos de protección que sean
adecuados, sea para prevenir violaciones, sea para restablecer su vigencia y para
indemnizar a las víctimas o a sus familiares frente a casos de abuso o desviación de poder.
Dicho parecer se resume en el postulado que refiere que un Estado con vocación
democrática se considera globalmente como principal garante de los derechos de sus
ciudadanos, puesto que "lo que caracteriza a un régimen democrático no es la inscripción de
la libertad, sino su vigencia". De tal forma, "la vigencia de las garantías implica la sujeción
al derecho de todos los poderes y garantías de los derechos de todos, mediante vínculos
legales y controles jurisdiccionales capaces de impedir la formulación de poderes absolutos".

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Por lo tanto, las normas y toda decisión adoptada en consecuencia deben ser en un todo
compatibles con los límites constitucionales que se fijan para la protección del justiciable,
pero además la coherencia con el resto del ordenamiento jurídico promoverá una
racionalidad lógico formal, la cual hará que la ley supere el control de constitucionalidad
por respetar un limitado nivel de racionalidad.

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VI. LA FUNCIÓN ESTATAL DE SUSTANCIAR LOS PROCESOS

El punto de partida que erige el debido proceso legal a nivel constitucional les otorga
contenido sustantivo a las normas dictadas en consecuencia y asigna derechos,
potestades, deberes y funciones a las partes en el devenir del proceso, al mismo tiempo que
estipula y delimita los roles de cada uno de sus partícipes, asignándoles específicas
obligaciones.
Por lo tanto, las normas que instituyen la obligación de resolver un conflicto y de someterse
a ciertas reglas de procedimiento son disposiciones dirigidas única y exclusivamente al
órgano judicial, es decir que son normas que obligan a la Administración Pública y solo los
particulares pueden amparase en ellas y hacer valer de modo efectivo dicha obligación. Y
ello acaece con la obligación de que dichas decisiones sean fundamentadas.
En consecuencia, la ley le impone una conducta determinada a la administración de
justicia y es así como el juez se pone en destinatario de la norma, dado que, frente a las
normas de derecho procesal, el debido proceso y el principio de legalidad formal le marca
un actuar preciso y determinado, que le impone su modo de actuación y regula su
conducta en el proceso.
Ahora bien, como argumento contrario a la postura sostenida podemos oponer la opinión
que considera que la investigación penal puede someter al individuo con el objeto
primordial de lograr la aplicación de la sanción punitiva y por eso no importaría que no le
dé motivos ni razones, desentendiéndose del tiempo o las situaciones que deba soportar en
aras de la seguridad social. Esta postura parte de la concepción que entiende que el Estado
contaría con un derecho irrestricto a perseguir penalmente a una persona y que por tal
motivo no importa el daño o las molestias ocasionadas a los individuos que se involucren o
los derechos que resulten afectados.
Manifiestamente, esta concepción desconoce que no existe un "derecho" del Estado a
desplegar la acción penal, sino que ella es una obligación fundamental que ejerce con
exclusividad, es decir que la ley pueda actuar en el caso en concreto a través del ejercicio
de su poder de jurisdicción, realizado en debido tiempo y forma. En consecuencia, fundar
la posibilidad de que el individuo se someta a las necesidades de la investigación resulta la
forma más evidente de utilizar al hombre como medio al servicio de la administración de
justicia, que resulta intrínsecamente ineficiente e inapropiado para otorgar adecuada
respuesta a la sociedad.
En ese sentido, vemos que un Estado totalitario, negador de los derechos y las libertades
fundamentales, engendra a su vez un derecho penal de esta clase, puramente represivo y
perpetuador del statu quo del modelo al que sirve. En cambio, un modelo democrático debe
dar lugar a un derecho penal más respetuoso con los derechos y las libertades
fundamentales y con la dignidad, la igualdad y la libertad, que son la base de una
democracia.
En este entendimiento, hay que tener en consideración que las leyes expresan normas y
delimitaciones normativas. Durante mucho tiempo se dijo que no solo los ciudadanos eran
destinatarios de la norma, sino que también lo eran los órganos del Estado y que esta era
la única garantía y característica esencial del Estado de derecho.
Entonces, "el elemento destacado antes con el nombre de norma obligatoria bilateral, según
el cual el poder del Estado mismo respeta las normas por él dictadas, les reconoce
efectivamente, mientras existe, la validez general que les atribuyó en principio. Tan sólo así
es desterrado el azar en la aplicación de las normas; en lugar de la arbitrariedad aparece la
regularidad, la seguridad, la estimabilidad de la ley. Esto es lo que comprendemos por orden
jurídico, y lo que tenemos en vista cuando hablamos de un imperio del derecho y de la ley, y
tal es la exigencia que hacemos al derecho, si quiere corresponder a la noción que del mismo
tenemos. Es la misión del estado de derecho". Algo similar decía Binding en cuanto a que la
coacción contenida en las leyes penales tiene un triple destinatario: el propio Estado, el
juez y el pueblo; a esto ha observado Ihering que, en lo que se refiere al Estado, supondría
que es posible imponerse un imperativo a sí mismo.

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Es así como debemos considerar que la norma es una regla según la cual el hombre y el
propio Estado deben dirigir su conducta. Nos indica el camino a seguir cuando se trata de
actos que deben o pueden realizarse. Imponen a la voluntad de otro la dirección que debe
seguir. Por lo tanto, ciertos imperativos ponen la mira exclusivamente en la autoridad, ya
que las disposiciones que regulan la organización, las funciones y la competencia de las
diversas autoridades no atienden para nada a la persona privada.
Por ello, la coacción pública, para realizar todos los imperativos establecidos por la
legislación, permanece confinada en el interior del mecanismo del Estado. Es un trabajo
exclusivamente interno, sin acción al exterior. El imperativo que subsiste en estos casos se
dirige al juez encargado de perseguir la aplicación de todas esas normas, dado que todos
los preceptos legislativos, sin excepción, están dirigidos, en primer lugar, a la autoridad: el
Cód. Civ. y Com., el Cód. Penal, todas las leyes y ordenanzas no hacen más que regular el
ejercicio del poder público de coacción. En este entendimiento, Alf Ross consideraba que
"las leyes no se sancionan para comunicar verdades teoréticas sino para dirigir el
comportamiento de los hombres —tanto de los jueces como de los ciudadanos— a fin de que
actúen de una cierta manera deseada".
Entonces, se advierte que todos los participantes del procedimiento, incluso el juez, se
ponen en el rol de destinatarios de la norma (al igual que frente a las normas de derecho
procesal, cuando el debido proceso y el principio de legalidad formal les marcan un actuar
preciso y determinado), la cual les impone su modo de actuación y regula su conducta en
el proceso. Entonces, para el caso del juez (extensible a toda autoridad): "Su misión, más
que declarar el derecho, es cumplirlo. No le toca tanto examinar cómo otros lo han cumplido o
no, sino que debe él mismo hacerlo observar y ajustarse a sus preceptos que tienen para él el
carácter de mandato actual". De esta forma, se afirma el principio según el cual "el Estado
no ejerce discrecionalmente sus funciones. Dicta el derecho, pero se somete a sus propias
normas".
En esta dirección se afirmó que "las normas jurídico-materiales no son imperativos que el
juez deba 'obedecer', sino 'reglas de juicio' que debe 'aplicar'. Para él no rige la coacción de
las normas que aplica, sino su deber jurídico público de garantizar la justicia". Pero si
consideramos el delito de incumplimiento de los deberes de funcionario público, de omisión
y retardo de justicia, prevaricato, etc., válidamente puede sostenerse lo contrario, es decir
que el imperativo llega también al juez, ya que existen expresamente sanciones ante el
incumplimiento de la conducta que deben obedecer al sustanciar el procedimiento.
Pero ello no solo pasa con el derecho sustantivo, sino que también la prosecución del
proceso es de competencia exclusiva del Estado. A ello se llega luego de considerar al
proceso como una relación jurídica proveniente de la moderna ciencia procesal. Esta
doctrina parte de la ley como fuente de las obligaciones y considera que los derechos y
deberes que existen en el proceso integran una relación jurídica que se establece entre los
tres sujetos que en él actúan. La ley regula la actividad del juez y de las partes y el fin de
todos es su actuación. Tal relación jurídica es autónoma, o sea, independiente de la
relación jurídica material y es de derecho público, ya que se ejerce la actividad
jurisdiccional del Estado.
Ello también puede explicarse por el principio del Estado de derecho, que reclama que toda
la actividad estatal esté regulada (autorizada) por la ley. El ejercicio del poder estatal, lo
cual incluye especialmente a las decisiones de la judicatura, debe tener siempre un
fundamento legal, que representa a la vez el respeto por la preeminencia del derecho, pero
también por el principio democrático. La regla del derecho como instrumento limitador del
poder del Estado es, ante todo, un imperativo para lograr el mayor campo de libertad para
las personas (seguridad), en tanto les garantiza que solo deberán omitir (o ejecutar) las
acciones que están prohibidas (o mandadas). La otra cara de la medalla de este principio es
la prohibición para el Estado de realizar las actividades que no le están expresamente
autorizadas. En este sentido, una de esas actividades es el ejercicio del poder penal que
monopólicamente ostenta el Estado, el cual no puede llevarse a cabo sin previa
autorización legal y dentro de los límites de esa autorización.

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Este principio deriva de que, así como ningún particular se encuentra obligado a hacer lo
que la ley no manda ni está privado de lo que ella no prohíbe —solo se le prohíbe lo que
está específicamente delimitado en la ley— (que se plasmó desde que "todo lo que no es
prohibido por ley no puede ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer lo que ésta no
ordena", art. 5° de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y
es seguido por el art. 19 de la CN), con respecto al Estado la relación es inversa y le está
prohibido todo aquello que no está expresamente autorizado, es decir que a los poderes
públicos les está vedado lo que las leyes no los autoriza expresamente.
En esta relación nos encontramos entre privilegiar a un Estado limitado y controlado
(seguridad jurídica, afirmación de la justicia, vigencia del Estado de derecho) y a un Estado
autoritario (voluntarismo, discrecionalidad, autoritarismo, anomia, inseguridad), puesto
que si existe un límite es porque se presupone que el poder penal del Estado debe
ejercerse.
Por lo tanto, no es legítimo dejar en manos de aquel que debe obedecer a la norma la
potestad para decidir sin fundamento adecuado ni modificar el contenido de las reglas de
juego, sus condiciones de aplicación y la posibilidad de no cumplir con lo indicado. Se
pierde su carácter obligatorio y su razón de ser, que consiste en que pueda acatarse su
prescripción.
Frente a ello hay que tener en cuenta que los derechos fundamentales son reconocidos
como propios del individuo, previos e independientes de la organización político social. Por
lo tanto, son derechos que limitan desde el principio la autoridad del Estado y operan como
fuente de obligaciones. Un rasgo esencial de este sistema consiste en que el ejercicio de un
derecho fundamental por un individuo no necesita justificación alguna; por el contrario, la
limitación por el Estado de los derechos fundamentales tiene que justificarse. Por ello, no
puede haber una justificación a la vulneración procesal.
Por lo tanto, cabe destacar que la ley que surge de un Estado debe ser respetada tanto por
todos los integrantes de una comunidad como por sus autoridades.
Dicho en otros términos, para que exista el derecho subjetivo o los derechos humanos es
necesario que exista otro sujeto obligado a no violarlo y es obvio también que alguien debe
velar por este cumplimiento. Es así como los derechos humanos constituyen un imperativo
que otros deben cumplir. No se trata tanto de fundar el derecho, sino de legitimar el deber
de respetarlo. En esta idea aparece el concepto de derecho-deber, que justamente se hace
patente en la obligación que tiene el Estado en administrar justicia.
Y entre los controles que garantizan la recta observancia de los preceptos propios del
debido proceso, el más eficiente resulta ser la división de funciones entre sus distintos
actores, que implica un equilibrio de poderes y controles recíprocos que asegura su
vigencia.
Ello, en tanto el objeto del ordenamiento jurídico es el de asegurar un orden pleno de
convivencia. Nos encontramos, entonces, con un elemento del cual depende en forma
directa la realización de un orden social pleno y pacífico, en el cual el bien común pueda
encontrar favorable acogida, puesto que toda ley suprema de una nación tiene por objeto
asegurar un orden de convivencia fecunda entre hombres que aspiran a su bienestar, dado
que "el bien común totaliza sus estimaciones más altas; es su nobilísima finalidad, y la única
que le asigna sentido en la vida y en la historia". Aspiración que es recogida por la
Convención Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, que entre sus
considerandos —al tiempo que dignifica a la persona humana— refiere: "Las instituciones
jurídicas y políticas, rectoras de la vida en sociedad, tienen como fin principal la protección
de los derechos esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permitan
progresar espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad", principio que también es
seguido por la Declaración Universal de Derechos Humanos, que en su preámbulo
establece: "Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un
régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la
rebelión contra la tiranía y la opresión", por cuanto se advierte que el funcionamiento
democrático de las instituciones requiere que el Estado deba mediatizar los posibles

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conflictos, al tiempo que garantiza la plena vigencia de los derechos, todo lo cual redunda
en forma directa en la seguridad de todos y en el establecimiento de una adecuada y
armoniosa convivencia en sociedad.
En definitiva, se trata de hacer efectiva la obligación prestacional del Estado, no de un
derecho cualquiera, sino de un derecho que alcanza la categoría de derecho humano
positivizado constitucionalmente como fundamental y cuya quiebra, como derecho y como
valor, puede llegar a implicar la negación real del derecho, al menos en la medida en que
este es humanamente realizable en un espacio (aquí) y en un tiempo (ahora) determinados
y, por ello, exigible por los ciudadanos. Por ende, la administración de justicia constituye,
por una parte, un deber de los órganos encargados de la función jurisdiccional en juzgar a
los sospechados sometidos a su potestad en un plazo razonable y, por otra, es constitutiva
de un derecho subjetivo en cabeza del particular, dirección en la cual la CIDH consideró
que "es deber de los Estados parte organizar todo el aparato gubernamental y, en general,
todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de tal
manera que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos
humanos", O/C 11/90, parágr. 23 (Fallos 326:3268, voto del juez Boggiano, consid. 14).
Por eso es por lo que el interés general que radica en la investigación, prosecución de la
acción penal y finalmente en la condena del sindicado autor de un hecho ilícito, no importa
perder de vista la posición del ciudadano que se enfrenta a la actuación jurisdiccional, el
que se hace acreedor de un juicio justo, de gozar de su libertad individual mientras no
cuente con sentencia firme de condena y en el que pueda proveer a su defensa. De este
modo, el distintivo que ofrece el proceso penal —además de su necesariedad y
obligatoriedad, en oposición a la voluntariedad y eventualidad propias del civil— es el de
que todos sus institutos giran en torno a ese equilibrio de garantías (de seguridad para la
sociedad y de libertad para el individuo), a punto tal que, en mayor o menor medida,
aparece casi siempre el orden público detrás de cada uno de ellos. Es así que, en función
de los intereses tutelados, el proceso penal es la CN misma regulada en la satisfacción de
la función jurisdiccional penal que ella instituye. De acuerdo con estos dos presupuestos,
podemos afirmar que la tan estrecha vinculación existente entre las garantías
constitucionales individuales y sociales y el proceso penal como instrumento necesario e
inevitable de realización del derecho penal en el cumplimiento de la obligación de
administrar justicia, exige que la ley formal y su aplicación dentro del juicio debe guardar
en todo momento un cuidado equilibrio de los intereses de la comunidad fincados en su
seguridad, con el interés individual resumido en su libertad.
Entonces, esta confluencia de valores permite reconocer la necesidad de que el sistema
jurídico asegure el máximo equilibrio posible entre ambos, a fin de que la satisfacción del
interés público se consiga con el menor sacrificio de los derechos de los ciudadanos. Por
eso, cuando las medidas procesales que facilitan la aplicación del ius puniendi entren en
colisión con el ius libertatis deberían ponderarse el interés estatal de persecución penal y
los intereses de los ciudadanos en el mantenimiento del más amplio grado de eficacia de
sus derechos fundamentales.
VII. EL ACCESO A LA JUSTICIA COMO BASE SUSTANCIAL DEL DERECHO DE DEFENSA EN JUICIO

El punto de vista de la administración de justicia penal constituye el ámbito del


ordenamiento jurídico donde los intereses individuales juegan un delicado papel, dada la
posibilidad de afectación de derechos de la persona sometida a juzgamiento. Dentro de tal
ámbito cabe destacar especialmente a la defensa del imputado como punto de vista más
sensible y a través del cual puede hacer valer sus pretensiones en el juicio, ser oído y
obtener una resolución acorde a derecho, en razón de los hechos comprobados en la causa,
luego de haberse transitado un proceso regular en el que haya tenido la plena oportunidad
de defenderse y ser defendido. De tal modo, es evidente que el ejercicio de semejante poder
estatal precisa un fundamento constitucional, que se encuentra en el principio del Estado
de derecho, donde son esenciales los elementos de seguridad jurídica y de la justicia
material.
En tal sentido, el acceso a la justicia debe tomarse con mayor rigurosidad en este ámbito,
ya que existen mayores exigencias para el enjuiciamiento penal que las requeridas para los
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demás. La razón de ser de esta diferencia proviene de la mayor importancia política del
procedimiento penal, por la supremacía de los bienes o valores jurídicos que él pone en
juego. En dicho ámbito, pues, la transgresión de este derecho se presenta con ribetes de
suma gravedad, puesto que involucra la raíz de la dignidad humana, así como también
compromete, en un orden visiblemente apreciable por la sociedad en general, la seguridad
jurídica en general.
Por eso, a este respecto podemos someramente establecer que el acceso a la justicia
constituye el conjunto de condiciones por las cuales un sujeto de derecho lleva ante un
órgano, previamente investido de la potestad jurisdiccional, un conflicto a fin de provocar
su resolución racional, decisorio que debe resultar motivado en la legítima comprobación
de los hechos y acorde al derecho aplicable al caso en concreto.
De tal modo, vemos que cuando se comete la violación de la ley penal nace la pretensión
jurídica del Estado para reprimir al infractor, o sea, una exigencia concreta de aplicar esa
ley, que se hace valer mediante la acción penal. El ejercicio de este poder jurídico formal
(en cabeza del Ministerio Público Fiscal) pone en movimiento la actividad jurisdiccional, a
fin de que otro órgano del Estado (el juez natural) procure la comprobación del hecho
delictuoso, individualice al culpable y aplique la sanción. Dentro de esta actividad,
encontramos como presupuesto de validez a la entera sustanciación del rito que en
definitiva resolverá el conflicto tramitado a raíz del delito, lo cual implica otorgar la
posibilidad de que el acusado participe activamente, en la medida en que despliegue su
derecho a defenderse.
Es así que de manera preliminar se nos presenta el acceso a la justicia como la posibilidad
de ocurrir a un órgano legalmente preconstituido, independiente e imparcial, en procura de
resguardo de derechos y con el objeto de obtener una decisión acorde a estos, puesto que
está en la misma esencia del poder jurisdiccional y en su propia función, la misión de
defender la vigencia del orden normativo desde el punto de vista de la resolución de los
conflictos que se suscitan en el seno de una sociedad organizada de manera republicana;
por ello, la posibilidad de acceder a tal función se consustancia con su esencia y deriva de
la propia CN que inviste al órgano de la potestad de decir el derecho vigente.
Debemos entonces considerar que el Estado, al reservarse el monopolio de la fuerza, tanto
en la prosecución de los delitos como en la facultad de resolverlos y dictar leyes generales
para su tipificación, inviste al individuo del poder de llevar sus pretensiones ante los
órganos competentes, tanto para impulsarlas como para repeler un hecho que se le
atribuye, a fin de monopolizar dicha potestad y lograr un verdadero servicio puesto a
disposición de la sociedad, al tiempo que reconduce un conflicto por vías pacíficas y
racionales en pro de lograr la paz social que, en el caso de hechos delictivos, se ve
quebrantada. Es que, como hecho contrario a las condiciones fundamentales de la
convivencia, el delito ha generado siempre una reacción del ofendido, configurada por una
reacción descompuesta y desordenada, ilimitada y absolutamente arbitraria. Consolidada
la organización jurídica de la sociedad y afirmada la idea de que el delito constituye un
atentado al orden jurídico social, la represión es una necesidad del Estado. Una
organización jurídica que se basa en el respeto de la libertad ha erigido necesariamente un
ordenamiento jurídico específico; en definitiva, un sistema de garantías que disciplina esa
actividad pública.
Es decir que si, por un lado, el Estado se reserva el monopolio del poder penal, tanto en la
tipificación de acciones disvaliosas, en su investigación, así como también en la aplicación
de la pena, por otro lado, se genera el deber y la obligación de velar por la protección de los
individuos, confiriendo fundamento para que el derecho a acceder a la justicia se convierta
en una seguridad del ciudadano frente al poder coactivo estatal, naciendo por ende un
derecho inalienable y básico para este.
De tal modo, el sistema de justicia es una función jurídica del Estado y, al mismo tiempo,
en su actuación en la práctica, tiene la condición de servicio público. Dar buena justicia a
un pueblo es el más significativo de los servicios que un gobierno puede prestarle, y nadie
duda hoy en señalar, como signo de los tiempos, la conciencia de igualdad de la persona y,
como consecuencia, la de igualdad de oportunidades.
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El acceso a la justicia fundamentalmente consiste, entonces, "en la posibilidad de ocurrir
ante algún órgano jurisdiccional en procura de justicia y obtener de él una sentencia útil
relativa a los derechos de los litigantes" (Fallos 199:617, 305:2150), por eso se trata de un
derecho integrante de las bases de la seguridad jurídica y significa para el Estado una
función y para el individuo el ejercicio del derecho a su irrestricto acceso; a la vez,
constituye un deber para el juez de decidir contiendas y emitir mandatos en orden a los
conflictos puestos a su conocimiento y resolución. Así, se entiende que la actividad de
dirimir conflictos y decidir controversias es uno de los fines primarios del Estado, pues sin
esa función no se concibe como tal, ya que "privados los individuos de hacerse justicia por
su mano, el orden jurídico le ha investido del derecho de acción y el Estado del deber de
jurisdicción".
De esta manera, es menester distinguir al referido acceso a la justicia, propiamente dicho,
como la efectiva posibilidad de acudir a un órgano con potestad para resolver una
pretensión fundada en la afectación de un derecho individual. Por su parte, el derecho de
defensa en juicio se nos presenta como la posibilidad efectiva de ejercer tal pretensión en
toda su extensión y, a su vez, comprendiendo estas dos situaciones, la garantía del debido
proceso como medio para asegurar un procedimiento reglado, basado en normas claras y
en el ejercicio equilibrado de los poderes de los actores que cumpla con ambas
expectativas.
En tal sentido, podemos también destacar el delicado equilibrio que debe guardarse en el
seno del procedimiento, puesto que el objetivo de la tutela del derecho penal es de carácter
bilateral, dado que, por un lado, debe imponerse al culpable la pena merecida, pero
también, por otro lado, solo debe castigarse al culpable, y con la pena y en la medida que le
corresponda. Pero el inconveniente con que tropieza el proceso penal es que se ignora
previamente si se está ante un culpable o un inocente; por ello, el procedimiento debe estar
organizado tanto con miras a otorgar al Estado poderes sobre el individuo como a proteger
a este, para lo cual debe concederse cierto predominio a la protección de la inocencia, pues
al ser imposible regular el modus procedendi de manera diferencial, según se trate de un
culpable o de un inocente, el proceso debe partir de la idea de que el culpable puede ser
inocente.
Es así tanto más que el acceso a la justicia y a la posibilidad de agregar elementos que
hagan a la defensa del individuo deben ponderarse desde el punto de vista del respeto al
principio de inocencia y en la consideración de la situación jurídica del que es sometido a
proceso, en cuanto no puede ser objeto de sanción, sino únicamente después de haberse
declarado su culpabilidad mediando sentencia firme. En este entendimiento, es elocuente
que una sospecha no justificada puede recaer sobre cualquiera de nosotros como una
fatalidad. En tal caso, se puede evitar la punibilidad, mas no es posible evitar el
enredamiento en un proceso penal.
Pero señalamos que también el acceso a la jurisdicción se relaciona directamente con la
garantía de la defensa en juicio, puesto que supone la posibilidad de ocurrir ante algún
órgano jurisdiccional en procura de ser oído y con ocasión de hacer valer sus defensas a
tiempo, lugar y forma previstos por las leyes respectivas. Por ello se afirma que el derecho a
la jurisdicción se asegura cuando la persona puede recurrir ante algún órgano judicial en
procura de justicia, lo que implica un acceso para todos, sin discriminación, y el correlativo
deber del Estado de administrar justicia a través de un Poder Judicial independiente y
eficaz, conforme a procedimientos determinados.
Es decir que este derecho necesita complementarse, por un lado, con el cumplimiento
efectivo de la garantía al debido proceso que se encuentra consagrada constitucionalmente
por la inviolabilidad de la defensa en juicio y, por otro lado, con la necesidad de que la
petición sea resuelta mediante el dictado de una sentencia que reúna los requisitos de ser
oportuna, justa y fundada.
Vale decir, si existe un derecho que resulta operativo dentro de nuestro texto constitucional
es el relativo al acceso a la justicia, que constituye la natural derivación del derecho de
defensa en juicio. De tal forma, el derecho de defensa es uno de aquellos cuyo desarrollo
expreso es más notable en el sistema constitucional (a través de la legislación
36
supranacional incorporada). Importa, lato sensu, la posibilidad de cualquier persona
de acceder a los tribunales de justicia para reclamar el reconocimiento de un derecho y
demostrar el fundamento del reclamo, así como el de argumentar y demostrar la falta total
o parcial de fundamento de lo reclamado en su contra. Desde este punto de vista, se
reafirma que el individuo encausado debe acceder a la justicia a través del organismo o
sujeto idóneo, adecuado e investido con la potestad para ello (el abogado defensor, sin
distinción sea particular o público), desprendiéndose de tal principio la necesidad de que la
defensa sea eficaz, oportuna y efectiva.
Por ello, la defensa abarca la atribución de tener libre acceso a los tribunales para procurar
y lograr el reconocimiento y la protección, aun penal, del derecho que se afirme violado, o
de poder resistir la pretensión de restricción de derechos que implica la imposición de una
pena (y el desarrollo mismo del proceso). La reforma de la CN de 1994, que impone al
Estado el deber de asegurar "la eficaz prestación de los servicios de justicia" (art. 114, inc.
6°) y la incorporación de la normativa supranacional a nivel constitucional, ha enriquecido
la discusión sobre aspectos de aquel "servicio", como el derecho de acceso a la justicia para
todos, el concepto de una igualdad entre los contendientes que supere el plano de lo
formal, la intervención efectiva de la víctima, las exigencias sobre la defensa técnica oficial
para el imputado que no pueda o no quiera tener abogado, y el concepto de defensa idónea
que abarca, incluso, aspectos extrajurídicos; también en relación con el asesoramiento y el
patrocinio o representación gratuita de víctimas carentes de recursos económicos, la
atención, información y orientación jurídicas prestada al público en general por integrantes
de la justicia en forma permanente y la mayor proximidad territorial entre los tribunales y
el lugar del conflicto (descentralización del servicio de justicia), entre otros.
En esa dirección, nuestro más Alto Tribunal de la Nación tiene dicho que "la garantía de la
defensa en juicio exige por sobre todas las cosas, que no se prive a nadie arbitrariamente de
la adecuada y oportuna tutela de los derechos que pudieran asistirle, asegurando a todos los
litigantes por igual el derecho a obtener una sentencia fundada, previo juicio llevado en legal
forma, ya se trate de procedimiento civil o criminal, requiriéndose indispensablemente la
observancia de las formas sustanciales relativas a la acusación, defensa, prueba y
sentencia" (CS, ED 69-425). Entonces, el derecho de defensa del imputado comprende la
facultad de intervenir en el procedimiento penal abierto para decidir acerca de una posible
reacción penal contra él y la de llevar a cabo todas las actividades necesarias para poner en
evidencia la falta de fundamento de la potestad penal del Estado o cualquier circunstancia
que la excluya o atenúe.
De tal modo, la institución de la defensa en juicio descansa sobre un sustractum causal
natural, el hombre en su íntegra dimensión, que no se agota en la persona física, sino que
se extiende a su patrimonio, en el sentido más amplio de la palabra, como comprensivo de
todos los bienes que se encuentran inmersos en su calidad de tal. En consecuencia, la
inviolabilidad de la defensa en juicio se basa en la protección de la existencia plena del
individuo y el desarrollo pacífico e integral de su personalidad, actuando como una energía
destinada a la seguridad y la justicia en el goce pacífico de los atributos humanos,
ordenándose a garantizar que ellos no se turben arbitrariamente, no solo en las relaciones
con sus semejantes, sino también con y por el propio Estado.
De lo expuesto colegimos que, en ningún caso y bajo ninguna justificación, el individuo
puede ser considerado un medio para lograr fines dentro del proceso, sino que reviste la
calidad de sujeto y sus derechos son operativos; por lo tanto, la capacidad de que su
postura pueda ser hecha valer y que influya en la decisión final del proceso responde al
respeto de su propia personalidad y se condice con la paz jurídica a la que tiende este
instrumento formal que se materializa en el proceso, ya que debemos entender
principalmente que "la meta del procedimiento penal no consiste en alcanzar la sentencia
correspondiente a la situación jurídica material a cualquier precio".
Y esto es plenamente aplicable a numerosas ocasiones en las que se puede dar lugar a
afectaciones de derechos individuales por parte del órgano acusador sin la debida tutela
jurisdiccional. Piénsese, al respecto —por poner pocos ejemplos—, en los casos de
detenciones en casos de flagrancia, desalojos compulsivos o investigaciones en legajos
37
cuasi secretos (en donde la defensa debe hacer un verdadero esfuerzo para verificar el
transcurso de una investigación), que se desarrollan sin el debido control suficiente, frente
a lo cual debemos tener en cuenta que "al declarar que la defensa en juicio es inviolable
[quiere significarse]... que su libertad de defensa no sea coartada por las leyes hasta
impedirlo producir la prueba de su inocencia, o de su derecho, o ponerlo en condiciones
desiguales a los demás" (Fallos 125:10).
Debe entonces reconocerse al derecho a la defensa enraizada en la naturaleza misma del
individuo y en la necesidad de su protección como tal. Este derecho no es dado por la
sociedad, sino que existe antes que ella y, en tal sentido, no es un privilegio ni una
concesión, sino un verdadero derecho original del hombre y, por consiguiente, inalienable.
Es decir que la naturaleza humana implica su reconocimiento como un ser libre y capaz de
autodeterminarse, de igual manera se colige que no resulta legítima la sujeción coercitiva
del individuo a la jurisdicción, como por ejemplo se daba en la época inquisitiva, sino que,
por imperio de su dignidad, es imposible considerar un juicio sin el otorgamiento de la
posibilidad de aspirar a su libertad o a su justa postura frente a una condena.
En tal sentido, en la evolución del ordenamiento represivo hasta nuestros días existe una
ininterrumpida línea de pensamiento que tiende a establecer una estrecha relación entre el
valor esencial de la persona y su derecho a la defensa ante la imputación y la pretensión
punitiva de los poderes públicos. Generalmente, la meta a alcanzar la constituye la
necesidad de establecer garantías reales y operantes frente al poder, que radica, en última
instancia, en que el hombre es un fin en sí mismo, un sujeto fundamental del derecho y
que, antes de someterlo a castigo —por justo que sea—, deben agotarse todas las
instancias para la exacta determinación de la imputación, otorgándosele posibilidades de
descargo, oportunidad de ser oído y medios para oponerse idóneamente a la acusación. Y
solo cumplidos estos requisitos, el pronunciamiento podrá ser considerado conforme al
derecho y a la justicia.
De tal modo, desde el sensible flanco del proceso criminal se debe reconocer que la defensa
del individuo no se reduce al otorgamiento de facultades para el ejercicio del poder de
defensa, sino que se extiende, según los casos, a la provisión por el Estado de los medios
necesarios para el juicio al que se refiere el art. 18 de la CN, y se desarrolla en paridad de
condiciones respecto de quien ejerce la acción pública y quien debe soportar la imputación,
mediante la efectiva intervención de la defensa (CS, 30/4/1996, "Basílico Oscar SA c.
Basílico, Alberto", voto en disidencia de los Dres. Moliné O'Connor, Fayt, Petracchi y
Bossert).
Ello nos da la pauta para entender que el acceso a la justicia se debe formalizar a través de
medios efectivos y concretos, que puedan dar respuesta acabada al problema de la
indefensión, sobre todo en sectores más vulnerables, por lo cual no basta con la mera
designación de un defensor, sino que se exige su sustancial actuación, presencia y
asistencia.
En definitiva, la necesidad de la defensa en juicio está dada por el hecho de que interesa a
la sociedad y al Estado que el requerido de imputación se defienda eficazmente, a efectos
que el inocente no resulta condenado. Para ello es necesario que no se alteren las reglas del
debido proceso, y que la defensa sea desempeñada con la eficacia que pueden prestarle los
profesionales con el conocimiento de las normas procesales y de fondo.
En tal sentido, la influencia del interés público en juego explica el rasgo más característico
del defensor: su independencia, puesto que como no tutela solamente el interés privado, el
defensor no se constituye en un simple mandatario del acusado, sino que se encuentra
revestido de poderes autónomos, en lo tocante a su labor técnica, que no provienen de la
voluntad de su cliente, sino de la ley.
Ello es así porque la defensa penal no puede evitarse ni impedirse, lo que técnicamente se
ha dado en llamar la irrenunciabilidad de la defensa técnica. Proveer de ella a quien no
pueda o no quiera ejercitarla constituye un deber para los órganos del Estado, en tanto
debe asegurarse en tales casos el nombramiento del defensor oficial (Fallos 237:158).

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Pero, dentro de este concepto, deviene necesario destacar que para no hacer ilusorias las
garantías mencionadas en torno a la defensa en juicio es necesario que el ejercicio de esta
función no constituya solamente un formalismo, sino que sea la efectiva salvaguarda y
realización del principio de igualdad de partes y de contradicción, que imponen, a su vez, el
deber de que el Estado no admita limitaciones en la defensa y menos aún en un proceso
penal donde la falta de paridad de circunstancias se traduce en menoscabo de las
oportunidades de lograr una sentencia justa.
En este entendimiento, no basta con el solo hecho de la designación de un defensor para
actuar durante todo el proceso penal, sino que se le debe haber dado la oportunidad real
de actuar en la defensa del imputado y así la debe haber ejercido. Por ello, el estado de
indefensión de una persona no solo se produce cuando se ha privado al defensor designado
la oportunidad de actuar, sino también cuando la intervención de este ha sido meramente
formal, sin haberse producido un auténtico ejercicio del derecho de defensa en juicio.
Es así que, con relación al deber de la defensa de efectuar debidamente la tutela jurídica
del encausado, nuestra Corte reiteradamente ha dicho que "si bien no es obligación de la
asistencia técnica del imputado fundar pretensiones de su defendido que no aparezcan, a su
entender, mínimamente viables, ello no la releva de realizar un estudio serio de las
cuestiones eventualmente aptas para ser canalizadas por las vías procesales pertinentes,
máxime porque se trata de una obligación que la sociedad puso a su cargo" (Fallos
310:2078).
De esta manera, el tema del acceso a la justicia debe entenderse con la importancia que
deriva de la función del Estado dirigida a dirimir controversias con arreglo a la ley, núcleo
indispensable de dicha organización, puesto que sin la posibilidad de poner en marcha y
lograr decisiones ajustadas a las normas vigentes no existe posibilidad de encolumnarnos
dentro de lo que actualmente se denomina Estado de derecho, es decir, un gobierno que
responde a las leyes y no a las voluntades individuales o a intereses particulares.
Es decir que si la sociedad y su poder jurisdiccional tienen como presupuesto la seguridad
y el resguardo de los derechos (tanto individuales como sociales), vemos que denegar una
respuesta en orden a las leyes que nos gobiernan resiente la base misma de la constitución
social, ya que no solo se acrecienta la desconfianza en las instituciones y se descree de las
normas y de los valores, sino que más peligroso es aún que la noción de justicia pueda
pretender ser buscada por iniciativa propia de cada habitante de la comunidad, en franca
contradicción con el reconocimiento al orden jurídico y a la paz social que dimana de la
potestad de que los conflictos sean únicamente canalizados a través de las instituciones
investidas legalmente de tal función.
En definitiva, denegar el acceso a la justicia representa el derrumbe de la cohesión social y
de la fe en la comunidad, ya que solo pensar en los sentimientos encontrados que se
generan en un individuo que debe enfrentar a la enorme maquinaria estatal sin esperanzas
de que su interés sea tenido en cuenta y, más aún, ante la certeza de que ello ocurra,
importa contradecir la propia legitimidad de las normas y de las instituciones consagradas
para hacerlas cumplir. En todo caso, debemos seguir el postulado que desde el preámbulo
de la CN nos impone que el proceso es una herramienta en pro de la misión de "afianzar la
justicia" y no un mero juego dialéctico o una demostración de fuerza del poder estatal, sino
que verdaderamente se sigue una finalidad pública y esencial al Estado democrático y que
se encuentra inspirada en valores superiores que exceden el marco del caso individual, en
pro de la legitimación de todo el sistema punitivo.

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VIII. LOS ESPECÍFICOS ROLES DE CADA PARTE DEL PROCESO

Los poderes de realización efectiva del derecho penal se materializan dentro del proceso y
ellos se conducen por medio del ejercicio de la acción (en su carácter de impulsora del
juicio y con sus funciones de persecución e investigación), la decisión (es decir, hacer
realidad el derecho vigente en el caso en concreto) y la excepción (entendida en sentido
amplio, como defensa del imputado).
Entonces, podemos precisar, en primer lugar, que la jurisdicción es una función soberana
del Estado, que tiene como característica la de decidir sobre el derecho vigente para
mantener su imperio y garantizar los derechos constitucionales de los ciudadanos.
Ella implica las garantías de imparcialidad, neutralidad y declaración del derecho en el
caso en concreto.
De esta forma, resulta esencial separar las funciones de investigación y de juzgamiento que
en sistemas procesales ya superados recaían en una misma persona y procurar así la
integración de un juzgador imparcial, siempre basándose en la regla de oro de que no hay
jurisdicción sin acción (net procedat iudex ex oficio), lo cual significa que la referida
persecución penal y su continuidad deben estar a cargo de un sujeto ajeno al órgano
jurisdiccional: el Ministerio Público Fiscal y, eventualmente, el querellante particular.
En segundo lugar, nos encontramos como principal actor del proceso —ya que su
sustancia se encuentra coercionada— al imputado, en una posición que deber centrarse en
el respeto a sus derechos individuales y por encima de las necesidades de tramitación de la
causa. De tal modo, surge la obligación del poder público de no disponer arbitrariamente
de los derechos individuales al valerse de su posición supraordinaria. Con ello, el acusado
ha dejado de ser meramente el medio para la obtención de la verdad dentro del antiguo
proceso de la inquisición para convertirse, mediante la humanización del proceso penal, en
el sujeto del procedimiento.
Desde otro punto de vista, nos encontramos con que la acción es "el poder de presentar y
mantener ante el órgano jurisdiccional una pretensión fundada en la afirmación de la
existencia de un delito, postulando una decisión sobre ese fundamento que absuelva o
condene al imputado". Sin pretender ahondar en la función y la naturaleza jurídica del
Ministerio Público Fiscal, también vemos que tiene a su cargo la función de investigar, de
requerir y de acusar.
Entonces, es claro que la función constitucional del fiscal es la de investigar y su misión es
la de defender los intereses estatales en la persecución penal, y su finalidad consiste, por
un lado, en el aseguramiento de tales intereses y, por otro, el aumento de la imparcialidad
por separar la tarea persecutoria del cargo judicial. Por eso, en preservación de la
imparcialidad de los jueces, se ha establecido que el acusador sea el responsable de la
iniciativa probatoria tendiente a descubrir la verdad sobre los extremos de la imputación
delictiva. Pero si bien puede efectuar actos a favor del inculpado, conserva siempre, sin
embargo, su función de parte activa, puesto que todo lo que hace es en interés del Estado y
no del inculpado.
Se advierte, entonces, que el acusador público actúa ante el tribunal de justicia, no lo
suple en la adopción de decisiones, ni su labor se superpone con este. Es que, en realidad,
lo que le está vedado a los jueces es la tarea de impulsar la prueba, es decir, la
corresponsabilidad de probar los hechos afirmados por la acusación y, de esta manera,
generar indicios de parcialidad. De tal forma, es claro que no discutimos que la posición del
fiscal es la de impulsar y preparar la acción pública, entendida como preparación de la
acusación, de la demanda de justicia penal o del enjuiciamiento del autor probable de un
delito o de quien de otra manera participó probablemente en él, pero lo que resulta
discutible es la adopción de medidas de coerción o de injerencia sobre el imputado.
Por lo tanto, se advierte que en el marco del proceso acusatorio no puede confundirse la
función decisora, donde se afectan derechos y libertades individuales, con el poder de
impulsar la acción e investigar la realidad fáctica que esconde una notitia criminis.

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En ese sentido se ha expresado que, en el ámbito de las garantías contra los excesos de
poder derivados del poder punitivo estatal, en su búsqueda de la verdad procesal es
necesario hacer hincapié en la división de poderes dentro del mismo proceso penal. Este es
enunciado por John Locke y Montesquieu de la siguiente forma: "Todo poder está al
servicio de su propia conservación y expansión, y la tendencia excesiva a alcanzar estas
metas conduce necesariamente al abuso". De esta forma, los Estados de derecho privilegian
este principio: "A fin de que el poder no se presente a abusos es necesario lograr, mediante
la estructuración de las cosas, que el poder frene al poder". De tal forma, el procedimiento
penal (al igual que la República) es desglosado en las tres fases de la averiguación, la
acusación y la sentencia del tribunal. Por ello, las diferentes etapas del procedimiento se
encuentran bajo la rectoría de distintos órganos, que se controlan entre sí orientados por el
derecho y la justicia, que sirven de parámetros al poder público y al poder punitivo estatal.
Es que uno de los paradigmas de la revolución liberal del siglo XIX fue dividir el poder para
tornarlo soportable. El procedimiento siguió esa misma idea, se intentó distribuir en
diversos estadios, bajo órganos diversos, que se deben controlar mutuamente.
Sintéticamente, uno debía ser el órgano que investigaba preliminarmente el caso y otro, el
que juzgaba. Está claro, entonces, que la función de investigar para decidir si va a
realizarse un juicio contra una persona y la de juzgar a esa persona no puede ser cumplida
por un mismo juez.

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IX. LA JURISDICCIONALIDAD DE LAS MEDIDAS COERCITIVAS

En el desarrollo del proceso penal pueden adoptarse medidas trascendentes en contra de


los derechos del encausado que significan el ejercicio del poder represivo desplegado sin
que exista sentencia de condena, al solo efecto de hacer posible su desarrollo, tales como
las expuestas en el planteo del problema tratado en el presente.
Así, es que vemos que tales decisiones únicamente pueden ser adoptadas por la más
estricta necesidad, su aplicación debe ser sumamente restrictiva y tienen que ser
autorizadas por el órgano legítimamente investido para ello, dado que la coerción se
muestra como restricciones al estado de libertad personal, lo que nos permite llamarla
libertad caucionada, puesto que al estar una persona imputada en la comisión de un ilícito
penal siempre tiene la obligación sobre sus espaldas de comparecer cuantas veces le sea
requerido por el órgano jurisdiccional, estando siempre latente la amenaza del
encarcelamiento ante el incumplimiento de los compromisos asumidos.
De lo dicho puede colegirse que la coerción se caracteriza por significar una intervención
forzada en la libertad de decisión de una persona y ataca todos los aspectos de su vida que
constituyen un bien o valor jurídico (locomoción, intimidad hogareña, intimidad personal,
disposición económica) que encuentran por ello su reconocimiento en la Ley Fundamental
y en ella también el límite y el fundamento de su ataque por parte de los órganos del
Estado. Coerción, en definitiva, es el medio organizado por el derecho para que el Estado
intervenga en la libertad de las personas y, cuando hablamos de coerción procesal, aquella
particular practicada antes de la decisión de un juicio de conocimiento que no representa
la sanción a la desobediencia del orden jurídico, sino una garantía de la realización efectiva
del derecho material que necesita, ineludiblemente, que los fines del proceso se cumplan.
Pero esta intervención del poder penal en la vida del individuo sometido a proceso no
siempre se da efectivamente, es decir, no se priva siempre al sujeto de su libertad
individual, pero su despliegue permanece latente. Si nos concertamos en el estado en que
puede encontrarse el imputado durante el proceso fuera de la cárcel —vale decir, en
libertad—, sea por haber sido excarcelado o por haber evitado su encarcelamiento, que era
procedente, en virtud de haber contraído compromisos determinados cuyo cumplimiento
asegura con una caución en sentido lato, estos compromisos así asegurados dan muestra
de la coerción que se ejercita en cuanto limitan el estado de su libertad.
Se advierte así que la libertad del individuo sometido a proceso es siempre caucionada,
asegurada, con el único objetivo de lograr la actuación de la justicia. De allí que el proceso
penal en sí mismo sea una manifestación del poder ejercido por la coerción estatal, el cual
puede manifestarse directamente, privando de su libertad al imputado, o encontrarse
latente y, al advertir que el individuo puede imposibilitar los fines del proceso, puede
manifestarse. Por lo tanto, siempre el proceso debe entenderse restrictivo de los derechos
individuales del encausado; la prisión preventiva es su aspecto más grave, pues la potestad
de juzgar del Estado atañe a los derechos de la personalidad y a la dignidad del hombre,
pues este quiere saber si determinadas conductas propias o ajenas son justas. De donde se
advierte el cuidado con que debe sustanciarse el proceso penal, la cautela que debe regir
cualquier imputación al ser efectuada, el rigor con que se debe adoptar una medida de
coerción personal y el tiempo razonable que debe durar el proceso, dado que la coerción
personal seguirá actuando hasta que se arribe a un pronunciamiento definitivo.
En consecuencia, atento a los caracteres enumerados, debemos destacar que, como regla
general, las medidas de coerción deben ser adoptadas por los órganos jurisdiccionales
competentes, ya que limitan o restringen derechos básicos de los individuos sin tener en
cuenta el sustento de una decisión final acerca del conflicto. Así, el art. 18 de la CN es
elocuente al señalar que el arresto solo procede "en virtud de orden escrita de autoridad
competente", refiriéndose en realidad a lo que técnicamente denominamos detención. En
tanto, el art. 7°, inc. 6°, de la CADH establece que "toda persona privada de su libertad
tiene derecho de recurrir ante un juez o tribunal competente, a fin de que éste decida"
(principio seguido también por el art. 9.4 del PIDCP). Asimismo, las Reglas mínimas de las
Naciones Unidas para la administración de la justicia penal, "Reglas de Mallorca"
(elaboradas por la comisión de expertos reunida en Palma de Mallorca en sesiones de
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trabajo entre 1990 y 1992, presentada como documento preparativo para el IX Congreso de
las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento de Delincuentes), establecen
en el art. 18.1 que "sólo una autoridad judicial ajena a la investigación podrá dictar
medidas procesales que impliquen una limitación de los derechos de la persona", lo que en
definitiva implica asumir que, antes o después, según el caso, de la medida coercitiva debe
intervenir el órgano jurisdiccional estableciéndose la racionalidad y judicialidad del
encarcelamiento.
Por ello se observa que esa autoridad referida por el art. 18 de nuestra Ley Suprema no
puede ser otra que la llamada por la misma Constitución a decidir durante la persecución
penal, es decir, los tribunales competentes del Poder Judicial, encargados de administrar
justicia en los casos concretos que le son presentados, con exclusión de los otros poderes
del Estado (arts. 5°, 108 y ss. y 123, CN). Por ejemplo, para el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos (TEDH), el control judicial de las detenciones es una garantía inherente
a las sociedades democráticas. El Estado de derecho exige que no haya arbitrariedad en las
detenciones y, en consecuencia, la fiscalización judicial de la privación de la libertad
constituye un elemento esencial de la garantía contemplada en el art. 5.3, Convenio
Europeo de Derechos Humanos.
También se advierte que estas medidas cautelares se disponen inaudita parte, dado que el
juez o tribunal deciden en función del requerimiento y las pruebas del peticionante sin dar
traslado previo al afectado, quien recién después puede cuestionarlas e impugnarlas, pues
si se cursara notificación al afectado se le otorgaría la posibilidad de frustrar justamente el
objeto a que tienden, con lo cual la intervención previa de un tribunal de contralor deviene
esencial al respeto de los derechos inherentes al afectado de cualquier decisión cautelar
decretada en estos términos.

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X. LA NECESARIA IMPARCIALIDAD JUDICIAL

Cabe mencionar un elemento indispensable a toda decisión jurisdiccional en cabeza del


órgano destinado a producirla. Así, dentro de nuestro derecho constitucional vigente
encontramos diversas normas que establecen la necesidad del aseguramiento de la
imparcialidad del juez actuante en todo conflicto: el art. 26.II de la Declaración Americana
de los Derechos y Deberes del Hombre (DADDH), que dispone: "Toda persona acusada de
delito tiene derecho a ser oída en forma imparcial y pública, a ser juzgada por tribunales
anteriormente establecidos de acuerdo con leyes preexistentes y a que no se le imponga
penas crueles, infamantes o inusitadas", principio seguido por el art. 10 de Declaración
Universal de Derechos Humanos, que establece: "Toda persona tiene derecho, en
condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal
independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el
examen de cualquier acusación contra ella en materia penal", así como en el art. 14.1 del
PIDCP: "Todas las personas son iguales ante los tribunales y cortes de justicia. Toda
persona tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal
competente, independiente e imparcial, establecido por la ley, en la substanciación de
cualquier acusación de carácter penal formulada contra ella o para la determinación de sus
derechos u obligaciones de carácter civil", y por el art. 8.1 de la CADH: "Toda persona tiene
derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o
tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la
sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación
de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter".
En el mismo sentido, las Reglas mínimas de las Naciones Unidas para la administración de
la justicia penal, "Reglas de Mallorca", establecen en su art. 18.1: "Sólo una autoridad
judicial ajena a la investigación podrá dictar medidas procesales que impliquen una
limitación de los derechos de la persona. Por el contrario, si las resoluciones mencionadas
son adoptadas por la misma autoridad judicial que tenga a su cargo la investigación, se
preverá un recurso de rápida tramitación ante un Tribunal. Esta regla deberá tener especial
aplicación en relación con la prisión preventiva".
Es menester precisar que la palabra juez no se comprende, al menos en el sentido moderno
de la expresión, sin el calificativo de "imparcial". De tal modo, el adjetivo imparcial integra
hoy, desde un punto de vista material, el concepto de juez cuando se refiere a la
descripción de la actividad concreta que le es encomendada a quien juzga y no tan solo a
las condiciones formales que, para cumplir esa función pública, el cargo requiere. Este
sustantivo refiere directamente, por su origen etimológico, a aquel que no es parte en un
asunto que debe decidir, esto es, que lo ataca sin interés personal alguno.
El concepto refiere, semánticamente, a la ausencia de prejuicios a favor o en contra de las
personas o de la materia acerca de las cuales debe decidir.
La especificidad de esta garantía consiste en que ella opera como una metagarantía, es
decir, como presupuesto de operación de las demás garantías del debido proceso, por lo
cual las circunstancias que afectan el principio de imparcialidad tienen la particularidad de
reducir significativamente las posibilidades de realización de los demás principios, propios
del concepto de debido proceso. Sin cumplir la exigencia de imparcialidad judicial se
reducen drásticamente las probabilidades de obtener el respeto efectivo de los demás
aspectos del debido proceso.
En dicho entendimiento, el Tribunal Constitucional español destaca que la imparcialidad
es la primera manifestación del derecho a un proceso con todas las garantías "sin cuya
concurrencia no puede siquiera hablarse de la existencia de un proceso, es la de que el juez o
tribunal, situado supra partes y llamado a dirimir el conflicto, aparezca institucionalmente
dotado de independencia e imparcialidad".
Por lo tanto, que el acusado tenga un derecho constitucional a reclamar que su causa sea
tratada por un tribunal que satisfaga la garantía de imparcialidad determina que el
legitimado a actuar como juez no puede ser, sencillamente, quien resulte de aplicar la
legislación procesal vigente en cada caso, sino en tanto y en cuanto su individualización

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conforme a esas reglas satisfaga aquella exigencia, es decir que el reconocimiento de este
derecho como garantía constitucional, como derecho fundamental de la persona humana,
impone un contenido material, y no solamente formal, a la legitimidad de la integración del
tribunal. Tal carácter constitucional del principio significa que la propia garantía de ser
juzgado por los jueces determinados por la ley antes del hecho de la causa (art. 18, CN)
solo puede entenderse sujeta al principio de imparcialidad.
Desde otro lado, no puede negarse que atañe también al interés de la colectividad que la
justicia sea impartida por jueces libres de toda sospecha de parcialidad, destacándose que
la sociedad debe reposar en la seguridad de que su sistema de justicia está estructurado y
organizado de manera tal que constituya un medio adecuado para garantizar a todo
habitante de la Nación una expectativa razonable de imparcialidad, puesto que "lo que está
en juego es la confianza de que los tribunales en una sociedad democrática deben inspirar
en el público y, en el acusado, sobre todo, en cuanto respecta a los procesos criminales"
(TEDH, "Fey c. Austria", "Thorgeir Thergerison c. Islandia").
Justamente, uno de los paradigmas de la revolución liberal del siglo XIX fue el de dividir el
poder para tornarlo soportable. El procedimiento siguió esa misma idea, se intentó
distribuir el proceso en diversos estadios, bajo órganos distintos, que se deben controlar
mutuamente. De manera sintética, uno debía ser el órgano que investigaba en forma
preliminar el caso y otro, el que juzgaba. Está claro, entonces, que la función de investigar
para decidir si va a realizarse un juicio contra una persona y la de juzgar a esa persona no
puede ser cumplida por un mismo juez. Es así como el contenido del concepto de
imparcialidad deriva de la condición de "tercero desinteresado" del juzgador, es decir, no
ser parte ni tener prejuicios a favor o en contra de la resolución del conflicto. Se
manifestará en la actitud de mantener durante todo el proceso la misma neutralidad
respecto de la hipótesis acusatoria que en cuanto a la hipótesis defensiva (sin colaborar
con ninguna) hasta el momento de elaborar la sentencia: no es casual que el triángulo con
que se suele graficar esta situación siempre sea equilátero; tampoco que la justicia se
simbolice con una balanza, cuyos dos platillos están a la misma distancia del fiel.
Ahora bien, a fin de examinar la posibilidad de que la imparcialidad del juez se vea
vulnerada se establece un doble sentido de la posible afectación, esto es, desde un punto
de vista subjetivo, que indaga sobre la base de la convicción personal de un juez particular
en un caso dado, y desde el aspecto objetivo, constatando si un juez ofreció garantías
suficientes para excluir toda duda legítima a este respecto y otro.
En primer término, y desde el punto de vista del test subjetivo, es dable tener en cuenta
que la imparcialidad personal de todo juez es presumida mientras no se pruebe lo
contrario; tal parámetro se basa en las convicciones personales de los juzgadores
(orientaciones preconcebidas) que influyen en el juicio. Se trata de esforzarse por averiguar
la existencia de una convicción personal de un juez dado en un caso en particular.
No solo por ser independiente de los poderes del Estado el juez reúne todas las condiciones
que garantizan su ecuanimidad al decidir el caso. La independencia es una condición
necesaria para garantizar la ecuanimidad, pero no es la única, ni es, por ello, suficiente.
Otra de esas condiciones necesarias es colocar frente al caso, ejerciendo la función de
juzgar, a una persona que garantice la mayor objetividad posible al enfrentarlo. A esa
situación del juez en relación con el caso que le toca juzgar se la denomina, propiamente,
imparcialidad. Desde el punto de vista del referido test subjetivo, la imparcialidad del
juzgador debe ser destruida por elementos que denoten una aversión personal de aquel
para el caso sometido a su juzgamiento, cuestión fáctica que deberá ser apreciada en el
caso en concreto y, por lo tanto, demostrada.
En segundo lugar, es menester considerar la cuestión desde el punto de vista del
denominado test objetivo, que radica en una valoración objetiva, por temor de parcialidad,
que no se identifica con el hecho de prejuzgar y se funda en que los jueces no solo deben
ser imparciales, sino parecerlo a los ojos de la sociedad, de manera que nadie pueda dudar
de este atributo de la jurisdicción. Por ello, Manzini ha llegado a afirmar que "hasta las
apariencias se deben cuidar cuando se trata de justicia" o, en palabras de la máxima
inglesa citada en la sentencia "Delcourt" del 17/1/1970: "No sólo se debe hacer justicia:
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antes bien, también debe parecer que se hace justicia". Por lo tanto, la herramienta que el
derecho utiliza en estos casos reside en la exclusión del juez sospechado de parcialidad y
su reemplazo por otra persona sin relación con el caso y, por ello, presuntamente imparcial
frente a él.
En esa dirección, la CIDH ha afirmado que "la imparcialidad supone que el tribunal o juez
no tiene opiniones preconcebidas sobre el caso sub judice... Si la imparcialidad personal de
un tribunal o juez se presume hasta prueba en contrario, la apreciación objetiva consiste
en determinar si independientemente de la conducta personal del juez, ciertos hechos que
pueden ser verificados autorizan a sospechar sobre su imparcialidad" (conf. informe 78/02,
caso 11.335, "Guy Malary c. Haití", 27/12/2002).
No se trata, entonces, de analizar internamente al tribunal, sino si la estructura procesal
ofrece al justiciable, desde una óptica razonable, un sistema que no compromete la
imparcialidad. Por ello, las sospechas de parcialidad derivan principalmente de la
actuación de los jueces en etapas anteriores al juicio que los llevó a formarse opiniones
sobre indicios vehementes de culpabilidad.
Desde esta perspectiva, y según los criterios resultantes de la doctrina del TEDH, ya basta
la posibilidad de una duda razonable sobre la imparcialidad del tribunal para que esté
justificada la objeción con base en el art. 6.1 de la Convención Europea de Derechos
Humanos: "Todo juez en relación con el cual pueda haber razones legítimas para dudar de
su imparcialidad debe abstenerse de conocer ese caso". Este dogma se fundamenta en el
principio democrático que establece: "Lo que está en juego es la confianza que los tribunales
deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática" (doctrina del caso
"Piersack"), donde además se dejó sentado que "todo juez en relación con el cual puede
haber razones legítimas para dudar de su imparcialidad debe abstenerse de conocer en el
caso, ya que lo que está en juego es la confianza que los tribunales deben inspirar a los
ciudadanos en una sociedad democrática".
En esa misma dirección puede citarse al Tribunal Constitucional del Reino de España
(sent. 145/88 del 12/7/1988) que, con referencia al temor de parcialidad, expresó: "No se
trata, ciertamente, de poner en duda la rectitud personal de los jueces que lleven a cabo la
instrucción ni de desconocer que ésta supone una investigación objetiva de la verdad, en la
que el instructor ha de indagar, consignar y apreciar las circunstancias tanto adversas como
favorables al presunto reo". Sin embargo, "debe abstenerse todo juez del que pueda temerse
legítimamente una falta de imparcialidad pues va en ello la confianza que los tribunales de
una sociedad democrática han de inspirar a los justiciables, comenzando, en lo penal, por los
mismos acusados". De allí la necesidad de evitar que el juicio plenario "pierda virtualidad o
se empañe su imagen externa como puede suceder si el juez acude a él con impresiones o
perjuicios nacidos de la instrucción o si llega a crearse con cierto fundamento la apariencia
de que esas impresiones y prejuicios existen... Ocurre que la actividad instructora, en cuanto
pone al que la lleva a cabo en contacto directo con el acusado y con los hechos y datos que
deben servir para averiguar el delito y sus posibles responsables puede provocar en el ánimo
del instructor, incluso a pesar de sus mejores deseos, prejuicios e impresiones a favor o en
contra del acusado que influyan a la hora de sentenciar. Incluso aunque ello no suceda es
difícil evitar la impresión de que el juez no acomete la función de juzgar sin la plena
imparcialidad que le es exigible".
Otro caso particular de temor de parcialidad y que concretamente nos toca más de cerca
puede darse cuando un magistrado prolongue indebidamente el estado de detención
cautelar. Resulta ilustrativo, en ese sentido, el informe 12/96, caso 11.245 —Argentina—
del 1/3/1996 de la Comisión IDH, que reza al respecto: "El principio de legalidad, que
establece la necesidad de que el Estado proceda al enjuiciamiento penal de todos los delitos,
no justifica que se dedique un período de tiempo ilimitado a la resolución de un asunto de
índole criminal. De otro modo, se asumiría de manera implícita que el Estado siempre
enjuicia a culpables y que, por lo tanto, es irrelevante el tiempo que se utilice para probar la
culpabilidad cuando, conforme con las normas internacionales, el acusado debe ser
considerado inocente hasta que se pruebe su culpabilidad".

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En el mismo sentido, puede considerarse que la imposición de una dilatada prisión
preventiva también atenta contra dicha apariencia de imparcialidad si consideramos que
"la duración excesiva de dicha medida origina el riesgo de invertir el sentido de la
presunción de inocencia. Esta se torna cada vez más difícil de afirmar, ya que se está
privando de su libertad a una persona que legalmente todavía es inocente y, en
consecuencia, está sufriendo el castigo severo que la ley reserva a los que han sido
efectivamente condenados" (Comisión IDH, informe 2/97).
Otro ejemplo de lo hasta aquí sostenido se denota en la línea de pensamiento que advierte
la necesidad de dividir la decisión sobre la culpabilidad del imputado y la reacción penal
aplicable, denominada cesura del juicio, que parte de la necesidad de asegurar la
objetividad del tribunal del fallo y, para ello, evitar que él conozca particularidades acerca
de la personalidad del imputado, en especial acerca de su historia penal anterior, que tanto
influye en la convicción del tribunal sobre su participación en la acción imputada. A fin de
lograr la mayor imparcialidad del tribunal y, sobre todo, la confianza del imputado en esa
imparcialidad se estima conveniente que el tribunal que decide sobre su participación en el
hecho ignore, en lo posible, circunstancias personales indeseables que pueden conducir a
la condena aun en casos de prueba insuficiente.
De esta manera, debemos considerar que en un caso verdaderamente sensible en el
proceso penal, como lo es el del control judicial de la prisión preventiva, depende en gran
medida del respeto efectivo de la garantía de imparcialidad, en donde además encontramos
que el tipo de proceso y el perfil del juez inciden decisivamente en la utilización de las
medidas cautelares en el proceso penal. A tal efecto, resulta ilustrativo recorrer los
principales sistemas de enjuiciamientos penales y verificar en cada uno de ellos la
incidencia sobre la libertad procesal y su relación con el grado de independencia del juez
en cada uno de ellos.
Es así como en el proceso inquisitivo no encontramos un órgano acusador autónomo,
puesto que es el propio juez el encargado de colectar las pruebas, impulsar la
investigación, dirigir el procedimiento y finalmente decidir. Es innegable que este tipo de
procedimientos afectaba su imparcialidad al confundir las funciones acusatorias y
decisorias en el inquisidor, dado que, entre los varios factores que concurren a la
instauración de este sistema, se destaca el mayor poder que asume el príncipe, quien a
través de sus jueces decide sobre la honra y los bienes de sus súbditos.
Bajo estas condiciones se ha destacado la imposibilidad material del juez de instrucción
para actuar imparcialmente cuando se le impone el deber de decidir acerca de la necesidad
de las medidas de investigación y, al mismo tiempo, acerca de la legalidad de las medidas
que personalmente considera necesarias. Por lo tanto, vemos que dicho modelo constituye
un grave impedimento a la imparcialidad de cualquier tribunal que lo practique, porque
contrariamente a lo que establece nuestro sistema jurídico, que presupone la
inocencia hasta que se pruebe lo contrario, parte de la base opuesta y presupone la
culpabilidad, hasta que se pruebe lo contrario, porque esto es —en una concepción
totalitaria— lo que más enérgicamente resguarda el interés estatal en reprimir la
desobediencia a la autoridad expresada con el delito salus populi suprema lex est.
Por el contrario, el sistema acusatorio tiene como rasgo distintivo la separación entre el
órgano que posee los poderes realizadores de la acción y el que posee la jurisdicción. Su
nota característica es la separación de las tareas requirentes, a cargo del Ministerio Público
Fiscal, y las tareas decisorias, a cargo de los jueces, dado que existe una incompatibilidad
absoluta entre el papel del acusador e investigador y el del juzgador, ya que de otro modo
quedaría comprometida la imparcialidad de este, puesto que la confusión entre la función
de juzgar y la de investigar puede originar en el ánimo del juez una desvirtuación de sus
posibilidades valorativas, dado que no puede quedar comprometido con la investigación,
por lo que la función del tribunal consiste en ordenar la actividad procesal, controlar la
legalidad de los requerimientos de las partes y brindar protección efectiva para que se
respeten los derechos humanos del imputado.
Es así como el sistema acusatorio tiene como finalidad principal realizar la garantía de
imparcialidad del tribunal, esto es, la actuación objetiva del juzgador, limitada a tareas
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decisorias que no lo comprometan con la hipótesis persecutoria. Por lo tanto, dentro de
este presupuesto, las medidas cautelares se conciben excepcionales, fundadas e
indispensables restricciones al ejercicio de derechos personales que los órganos
jurisdiccionales pueden decidir o aceptar provisionalmente con anterioridad a la sentencia,
al único efecto de asegurar la averiguación de la verdad, el desarrollo del procedimiento y la
aplicación de la ley, nunca para sustituir o anticipar el juicio o la decisión definitiva. Ello,
en tanto se ha encargado la persecución penal al Ministerio Público, que es titular de la
acción penal pública, por lo cual decidir acerca de la necesidad de que se imponga una
medida de coerción es una tarea que solo puede corresponder al titular de la acción penal y
no al tribunal, a fin de evitar que se tome posición a favor de la persecución penal y en
desmedro de la posición del imputado.

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49
XI. EL PRINCIPIO DE INOCENCIA

Resulta esencial su estudio debido a que todo pronunciamiento incriminatorio debe


destruir el estado de inocencia del que resulta acreedor todo inculpado en sede penal.
En efecto, este postulado fue consagrado por vez primera en la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano que reaccionó contra el sistema imperante con anterioridad a
la Revolución Francesa, pero no ha tenido como fin impedir el uso de la coerción estatal
durante el procedimiento de manera absoluta.
Prueba de ello es el texto de la regla que lo introdujo, contenida en el art. 9° del aludido
documento: "...Presumiéndose inocente a todo hombre hasta que haya sido declarado
culpable, si se juzga indispensable arrestarlo, todo rigor que no sea necesario para asegurar
su persona debe ser severamente reprimido por la ley". Se ha considerado a este postulado
fundamental de civilidad como el fruto de una opción garantista a favor de la tutela de la
inmunidad de los inocentes, incluso al precio de ocasionar la impunidad de algún culpable,
ya que "al cuerpo social le basta que los culpables sean generalmente castigados... pero su
mayor interés [es] que todos los inocentes sin excepción estén protegidos".
Es esta la opción sobre la que Montesquieu fincó el nexo entre libertad y seguridad de los
ciudadanos: "La libertad política consiste en la seguridad o al menos en la convicción que se
tiene de la propia seguridad" y "dicha seguridad no se ve nunca tan atacada como en las
acusaciones públicas o privadas", de modo que "cuando la inocencia de los ciudadanos no
esté asegurada, tampoco lo está su libertad".
En el mismo sentido, el marqués de Beccaria apuntaba: "Un hombre no puede ser llamado
reo antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede quitarle la pública protección sino
cuando esté decidido que ha violado los pactos bajo que le fuera concedida. ¿Qué derecho
sino el de la fuerza, será el que dé potestad al juez para imponer pena a un ciudadano
mientras se duda si es reo o inocente?"; caso contrario, importaría considerar a los
individuos que resultan encausados directamente responsables del hecho que se les
imputa.
Tal como acaeció en el proceso inquisitorial, en donde la meta absoluta del sistema de
enjuiciamiento —que no reparaba en medios para alcanzarla— consistía en acreditar la
culpabilidad del encausado (que, valga la redundancia, era culpable desde el inicio del
juicio), razón por la cual el principio rector era el principio de culpabilidad, entendido no en
términos actuales, sino como la presunción de culpabilidad que pesa sobre el imputado,
quien exhibe un virtual estado jurídico de culpabilidad durante el proceso y a quien
incumbe probar su inocencia, razón por la cual toda la exhibición de implacable eficacia se
justifica "aunque sea duro conducir a la hoguera a un inocente".
Sin embargo, este postulado ha sufrido los embates —sobre todo— de distintas corrientes
penales, especialmente en posiciones positivistas contrarias a las clásicas.
Así, Garófalo, ubicándose junto con sus seguidores, consideraba que el mencionado
principio encierra un contrasentido y construye una aberración lógica, sosteniendo que en
vez de ser una garantía y en una valoración utilitaria, debilita y obstaculiza la función
represiva al favorecer la libertad de imputados culpables o peligrosos.
Resume su pensamiento afirmando que al imputado no se lo puede presumir inocente ni
culpable, ya que es simplemente imputado y hay razones que lo ubican como culpable y lo
hacen comparecer ante los jueces. Este concepto sostiene que es un hombre sospechado,
por lo que el imputado —si la sospecha crece— es culpable; si ocurre lo contrario, es
inocente.
Por su parte, Ferri, en juicio más prudente, estima que la presunción de inocencia tiene
validez en la etapa de juicio, llegando a la conclusión de que ese principio pierde fuerza en
los casos de flagrancia, confesión del imputado y delincuencia evolutiva atávica o
profesional, casos en los cuales la afirmación de inocencia la califica de "paradójica e
irracional", dado que las propias medidas de coerción personal que se toman contra el
imputado implícitamente lo están negando, a tal punto esto último que cuando hay

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acumulación de pruebas de cargo con base en distintas averiguaciones se concluye, por lo
menos, en una presunción de culpabilidad.
Advertimos de lo expuesto que se ha reaccionado contra la presunción de culpabilidad que
hasta entonces todo proceso daba por sentada, seguida del consecuente encarcelamiento
preventivo para el sospechado, propio de regímenes antijurídicos e inquisitoriales, donde la
privación de libertad era un adelanto de pena aplicada antes del dictado de la sentencia.
Obsérvese en este sentido que en los tiempos actuales el proceso debe ser todo lo contrario
a esa concepción totalitaria, concibiéndoselo como "el instrumento típico de la libertad
garantizada por la legalidad", conforme enseñara Calamandrei, no pudiendo desarrollarse
"para penar, sino para saber si se debe penar", al decir de Carnelutti.
Entonces, este principio encuentra raigambre en nuestra CN cuando expresa en el art. 18
que "ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley
anterior al hecho del proceso". En el lenguaje de la Carta Fundamental, penado es el
condenado por sentencia firme dictada conforme a proceso legal por los jueces naturales.
Hasta no ser penado, el habitante de la Nación es inocente. De tal regla surge el derecho
constitucional del imputado a gozar de libertad durante el proceso penal, por el cual
resulta lógico que quien es inocente no sea privado de su libertad. Ello descarta, una vez
más, que la detención durante el proceso sea de la misma naturaleza y persiga los mismos
fines que la pena.
En consonancia con este espíritu, los pactos internacionales de derechos humanos
incorporados a nuestra Norma Fundamental en forma expresa disponen: "Se presume que
todo acusado es inocente, hasta que se pruebe que es culpable" (art. XXVI, DADDH); "toda
persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se
pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado
todas las garantías necesarias para su defensa" (art. 11.1, Declaración Universal de
Derechos Humanos); "toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su
inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley" (art. 14.2, PIDCP); "toda
persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se
establezca legalmente su culpabilidad" (art. 8.2, CADH [Pacto de San José de Costa Rica]).
Se colige que la incorporación de estas disposiciones tiene dos efectos principales: por un
lado, el de la introducción expresa en el derecho positivo argentino de la máxima jerarquía
del principio de inocencia, el que hasta entonces solo podía deducirse de la CN; por otro, el
de una formulación sumamente precisa de su contenido garantizador, al punto que bien
puede enunciarse diciendo que todo acusado es inocente (art. XXVI, DADDH) mientras no
se establezca legalmente su culpabilidad (art. 8.2, CADH), lo que ocurrirá solo cuando "se
pruebe" (art. 14.2, PIDCP) que "es culpable" (art. XXVI, DADDH) en las condiciones que se
establecen. Quizás el principal impacto de la normativa supranacional sea el de dejar
sentado, expresamente, cómo se debe hacer para establecer la "no inocencia": habrá
que probar la culpabilidad (art. 14.2, PIDCP) más allá de cualquier duda razonable,
"conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías
necesarias para su defensa" (art. 11.1, Declaración Universal de los Derechos Humanos
[DUDH]).
Su contenido, al menos para el derecho procesal penal, es claro: la exigencia de que la
sentencia de condena y, por ende, la aplicación de una pena solo puede estar fundada en
la certeza del tribunal que falla acerca de la existencia de un hecho punible atribuible al
acusado. Precisamente, la falta de certeza representa la imposibilidad del Estado de
destruir la situación de inocencia, construida por la ley (presunción), que ampara al
imputado, razón por la cual ella conduce a la absolución. Cualquier otra posición del juez
respecto de la verdad, la duda o aun la probabilidad impide la condena y desemboca en la
absolución.
Pero, a fin de interpretar correctamente el sentido de este postulado, no puede decirse que
la situación de cualquier persona en la sociedad sea una situación de "inocencia". Los
seres humanos que caminan por las calles no son inocentes. Es que la inocencia es un
concepto referencial, que solo toma sentido cuando existe alguna posibilidad de que esa

51
persona pueda ser culpable. La situación normal de los ciudadanos es de "libertad"; la
libertad es su ámbito básico, sin referencia alguna al derecho o al proceso penal.
Pero cuando una persona ingresa al ámbito concreto de actuación de las normas
procesales, allí sí tiene sentido decir que es inocente, porque eso significa que, hasta el
momento de la sentencia condenatoria, no se le podrán aplicar consecuencias penales. En
realidad, es más correcto afirmar que, cuando una persona ingresa al foco de atención de
las normas procesales, conserva su situación básica de libertad, salvo algunas
restricciones. Así, llegamos a la idea de los valores que deben prevalecer en el proceso
penal y a la ponderación de si la libertad debe considerarse uno de ellos y en qué medida.
En tal sentido, Bacigalupo enseña que la experiencia histórica revela que en una sociedad
autoritaria las garantías del debido proceso son considerablemente más reducidas que en
una sociedad basada en la libertad de los ciudadanos, pues una reducción de los derechos
fundamentales reconocidos en relación con el proceso importa una mayor desprotección
del inocente. Además, una mayor protección del no culpable suele aumentar la posibilidad
de absolución de algún culpable.
En un esquema de prototipos ideales se puede decir que las sociedades autoritarias, por lo
tanto, pueden caracterizarse por un nivel de baja protección del no culpable, aun a riesgo
de condenar a un inocente. En ellas importa menos la sanción de la culpabilidad real que
el supuesto efecto intimidante de una pena aplicable a través de un proceso de reducido
nivel de garantías. Por el contrario, las sociedades basadas en la libertad asumen mayores
riesgos de que un culpable no sea penado, pues solo consideran legítima la pena de quien
es culpable y ponen en duda la legitimidad del efecto intimidante de la pena como única
función del derecho penal. Se concluye así que la extensión que se reconozca a las
garantías del proceso penal tiene un efecto directo sobre la libertad.
Asimismo, la presunción de inocencia sirve fundamentalmente —además de para asignar
el onus probandi (al acusador corresponde probar la culpabilidad del acusado)— para fijar
el quantum de la prueba (la culpabilidad ha de quedar probada más allá de toda duda
razonable). El in dubio pro reo traduce sintéticamente este último extremo, por lo que
debería considerárselo "como un componente sustancial del derecho fundamental a la
presunción de inocencia".
Por lo tanto, por tener que desvirtuarse un estado concreto, es que la certeza, para ser
legítimamente manifestada, requiere un fundamento absoluto y protagónico de una sola
hipótesis fáctica. Es decir, como expresa Ferrajoli: "Si la acusación tiene la carga de
descubrir hipótesis y pruebas y la defensa tiene el derecho de contradecir con
contrahipótesis y contrapruebas, el juez, cuyos hábitos profesionales son la imparcialidad y
la duda, tiene la tarea de ensayar todas las hipótesis, aceptando la acusatoria sólo si está
probada y no aceptándola, conforme al criterio pragmático del favor rei, no sólo si resulta
desmentida sino también si no son desmentidas todas las hipótesis en competencia con ella".
En consecuencia, la motivación de la sentencia absolutoria se satisface en cuanto expresa
una duda sobre los hechos de la acusación, porque la consecuencia de esa duda es la no
enervación del derecho a la presunción de inocencia.
De tal modo, la presunción de inocencia no solo reverdece el genérico deber de motivar,
sino que instaura un específico (y más exigente) modo de darle cumplimiento. Veamos: al
combinar el onus probandi a cargo de la acusación con el in dubio pro reo resulta que a la
acusación le incumbe probar que los hechos sucedieron así o asá, en tanto que a la
defensa le basta con argumentar que no se ha excluido razonablemente que los hechos
pudieron suceder de otra manera. De ahí se infiere, entonces, que la motivación de una
decisión condenatoria debe afrontar un doble reto: de un lado, justificar que la hipótesis
factual retenida es congruente con los elementos probatorios disponibles y además
coherente; de otro lado, desmontar la hipótesis adversa por los datos que deja sin explicar
y/o porque la historia (reconstrucción) resultante es inverosímil.
Sin embargo, la duda debe estar fundamentada, pues no puede reposar en una pura
subjetividad, sino que ese especial estado de ánimo debe derivarse de la racional y objetiva
evaluación de las constancias del proceso (Fallos 312:2507, 313:559, 314:83, 315:495).
52
Ello nos remite a considerar la "mediatez de la conminación penal" en tanto que el poder
penal del Estado no habilita en nuestro sistema a la coacción directa, sino que la pena
instituida por el derecho penal representa una previsión abstracta, amenazada al infractor
eventual, cuya concreción solo puede ser el resultado de un procedimiento regulado por la
ley que culmine en una decisión formalizada que autoriza al Estado a aplicar la pena. En
los Estados modernos, el derecho penal no se aplica de manera inmediata frente a un
hecho que presenta los caracteres del delito, sino que la efectiva vigencia de las normas
que lo integran requiere una ineludible actividad entre el hecho y la eventual imposición de
la pena. Además, al reconocerse el principio de inocencia se refuerza la proscripción de la
pena antes del juicio, consagrándose el disfrute de la libertad ambulatoria durante el
trámite de la causa.
Por lo tanto, el hecho que pueda incoarse un proceso contra una persona que pueda
finalmente ser declarada inocente se explica si se considera que el objeto del proceso penal
es precisamente determinar si el inculpado se ha hecho o no reo de pena y, como esto no
se puede saber desde un principio, el Estado se encuentra con un dilema que ha de
afrontar: tiene que permitir y aun ordenar la formación de proceso con el riesgo de que el
procesado sea inocente, pues de otra suerte tendría que renunciar a la justicia penal.
Vemos así que el respeto a este principio encierra un riesgo que debe correr el Estado a fin
de que la justicia pueda realizarse, por lo que la balanza se inclina a favor del individuo y
merece ser tratado como si aún no hubiera declaración de culpabilidad alguna en su
contra. En este orden de ideas, debemos considerar que el objetivo de la tutela del derecho
penal es de carácter bilateral, dado que, por un lado, debe imponerse al culpable la pena
merecida, pero también es de otro, que solo debe castigarse al culpable y con la pena y en
la medida que le corresponda. Pero el inconveniente con que tropieza el proceso penal es
que se ignora previamente si se está ante un culpable o un inocente; por ello, el
procedimiento debe estar organizado tanto con miras a otorgar al Estado poderes sobre el
individuo como a proteger a este, para lo cual debe concederse cierto predominio a la
protección de la inocencia, pues al ser imposible regular el modus procedendi de manera
diferencial, según se trate de un culpable o de un inocente, el proceso debe partir de la idea
de que el culpable puede ser inocente. Es elocuente que una sospecha no justificada puede
recaer sobre cualquiera de nosotros como una fatalidad. En tal caso, se puede evitar la
punibilidad, mas no es posible evitar el enredamiento en un proceso penal, "y
prescindiendo del temor de que el proceso termine con una condena y la ejecución de la
pena, ya el mismo proceso en sí es un mal bastante considerable". De aquí que el principio
de inocencia también debe significar que en el proceso penal no pueden existir "ficciones de
culpabilidad". Es decir, reglas absolutas de apreciación de la prueba que le obliguen al juez
a considerar probada la culpabilidad o parte de ella de un modo automático.
Cualquier ficción de esta naturaleza es inconstitucional porque afecta a este principio, el
cual vemos comprometido desde el momento en que muchas veces se considera a la
sustanciación de un proceso en contra de un individuo como el comienzo de la aplicación
de la sanción punitiva.
Desde otro punto de vista, se ha dicho también que el principio de inocencia se encuentra
expresado de modo incorrecto cuando se afirma que a favor del imputado existe una
presunción de inocencia o de no culpabilidad, puesto que "no se trata de una presunción en
el sentido técnico de la palabra... si las presunciones son conjeturas o deducciones que se
basan en la experiencia común y nos suministran cierto convencimiento acerca de una
situación concreta, la que de ese modo llegamos a conocer indirectamente, es indudable que
a favor del imputado no existe una presunción de inocencia, pues la experiencia nos enseña
que, en la mayoría de los casos, el procesado (sujeto a procesamiento), y más aún el
acusado, resulta culpable. Por otra parte, también es evidente que si existiera semejante
presunción no podríamos concebir ningún acto coercitivo en contra de la persona y de los
bienes del imputado, desde que la detención preventiva, lo mismo que el procesamiento, se
basan en una presunción más o menos fuerte de culpabilidad... El principio no consagra una
presunción legal sino un estado jurídico del imputado, el cual es inocente hasta que sea
declarado culpable por sentencia firme, y esto no obsta, claro está, a que durante el proceso
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pueda existir una presunción de culpabilidad (del juez) capaz de justificar medidas
coercitivas de seguridad".
De esta manera, la denominación "presunción de inocencia" pierde vigor, pues se ve
contradicha durante el trámite del enjuiciamiento por distintas medidas de coerción
personal contra el imputado que son imprescindibles tomar. También se sostiene al
respecto que en la sospecha del hecho se encuentra la legitimación para la pérdida de la
libertad del imputado, porque el estado de sospecha es fundamento y motivo del
procedimiento penal y, con esto, el elemento que hace nacer la posibilidad de aplicar las
medidas de coerción, entre ellas, también la prisión preventiva. La sospecha del hecho no
hace "un poco culpable" al imputado —lo cual sería imposible—, pero expresa que aquel
contra el cual ella se dirige se halla, desde el punto de vista del derecho penal, en una
posición totalmente diferente que un tercero no sospechado.
Como vimos, el estado de inocencia no debe ser construido por el sospechoso, más bien es
el acusador, público o privado, quien debe acreditar los extremos que lo destruyan
mediante una decisión condenatoria proveniente de un tercero imparcial. Ello nos enseña
que junto a la presunción de inocencia existe la posibilidad contraria, de culpabilidad del
imputado, y la necesidad de salvaguardar, en una medida razonable, la función judicial.
Clariá Olmedo nos explica al respecto que "si todo individuo es inocente mientras no se
declare su culpabilidad por una sentencia firme, con no poca torpeza podría concluirse que
cualquier limitación a la libertad, aun la más mínima, podría destruir ese estado sin darse la
condición que lo hace posible. Afirmación semejante implicaría obstaculizar ab initio todo
desenvolvimiento jurisdiccional de la realización del derecho, autorizando la desobediencia a
la ley y favoreciendo la impunidad. El estado de inocencia es una garantía de seguridad
jurídica para los individuos. Las medidas de coerción personal son garantías para la eficaz
realización del orden jurídico. El primero protege al individuo contra el abuso de la autoridad;
las segundas previenen contra un posible daño jurídico. Ambos integran la tutela jurídica a
que el proceso está destinado, a cuyo fin deben converger en armonía para que la justicia
triunfe, con la menor afectación posible de la libertad".
De allí que cobre vigencia la afirmación que "lo cierto es que no hay ninguna presunción de
inocencia o de no culpabilidad. Simplemente el imputado es inocente hasta que no sea
declarado culpable por sentencia firme. El aserto de que hay una 'presunción' de inocencia o
de no culpabilidad, parece contrario a la realidad, pues las medidas de coerción personal se
basan en una presunción (o sospecha) —más o menos grave— de que el imputado es
culpable. Pero lo cierto es que esta presunción es hominis, del juez que ordena la restricción
de la libertad, mientras que la inocencia del imputado es un estado jurídico en que éste se
encuentra antes de la sentencia condenatoria".
Por lo tanto, el principio de inocencia no es incompatible con las presunciones judiciales de
culpabilidad que se exigen para el avance del proceso penal con sentido incriminador, en la
medida en que aquellas no se quieran utilizar para la imposición de sanciones anticipadas
disfrazadas de coerción procesal. En tal sentido, el Tribunal Constitucional español ha
declarado la legitimidad de la prisión provisional al decir que "la presunción de inocencia es
compatible con la aplicación de medidas cautelares siempre que se adopten por resolución
fundada en Derecho que, cuando no es reglada, ha de basarse en un juicio de razonabilidad
acerca de la finalidad perseguida y las circunstancias concurrentes, pues una medida
desproporcionada o irrazonable no sería propiamente sino que tendría un carácter punitivo
en cuanto al exceso" (STC 108/84, del 26 de noviembre), por lo cual se ha decidido que la
existencia de un "ambiente de creciente sospecha contra una persona en el curso del proceso
criminal no es per se contraria al principio de presunción de inocencia. Tampoco lo es el
hecho que esta sospecha creciente justifique la adopción de medidas cautelares, como la
prisión preventiva, sobre la persona del sospechoso" (CIDH, informe 12/96, caso 11.245).
Tampoco la restricción a la libertad tiene una connotación ética, pues solo consiste en una
situación legal de no culpabilidad que el orden jurídico estatuye a favor de quien es
imputado de un delito y en relación con ese delito, hasta tanto se pruebe lo contrario. Se
reacciona así contra la presunción de culpabilidad, seguida del consecuente
encarcelamiento preventivo para el sospechado, propio de regímenes ajurídicos e
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inquisitoriales, donde la privación de la libertad es un adelanto de la pena, aplicada antes
de la sentencia.
Pero se advierte que frente a la afirmación de que existe una presunción de culpabilidad, se
desconoce que lo que se encuentra en juego no es un nivel de conocimiento, sino una
garantía política que protege al ciudadano que ingresa al ámbito de actuación de las
normas procesales y penales. Ciertamente, en el proceso penal existe una progresiva
adquisición de conocimientos, cuyo resultado puede ser un aumento de la sospecha que
existe respecto de una persona. Sin embargo, no interesa que exista una presunción de
culpabilidad o que ciertos actos impliquen necesariamente un grado mayor o menor de
sospecha: no se trata de nada de eso. Lo importante es que nadie podrá ser considerado ni
tratado como culpable mientras una sentencia no lo declare como tal, es decir, se quiere
que la pena no sea anterior al "juicio previo", ni sea impuesta por fuera de él. En
consecuencia, se recalca que, antes del fallo que declare la culpabilidad del imputado,
este es inocente.
La Constitución no crea una verdadera "presunción" de inocencia, sino que establece un
estado jurídico en que aquel se encuentra durante la sustanciación del proceso. Si la
sentencia que le pone fin es, por lo tanto, la única fuente legítima para restringir la libertad
personal, ¿cómo y hasta qué punto se pueden autorizar actos de coerción que afectan al
procesado? Señalar el fundamento y el límite de ellos es colocar la base del régimen legal
en primer término, por lo que tal garantía debe ser en todos los casos permanente, en tanto
acompaña al habitante en todos los momentos de su existencia, incluso mientras se
desarrolla el "juicio previo".
En definitiva, el argumento sería este: puesto que solo después de un juicio alguien puede
ser declarado culpable, previo a ese momento toda persona debe recibir el trato de
inocente.
Sin embargo, el hecho de reconocer que el principio de inocencia no impide la regulación y
aplicación de medidas de coerción durante el procedimiento, no significa afirmar que la
autorización para utilizar la fuerza pública durante el procedimiento, conculcando los
derechos de que gozan quienes intervienen en él, en especial, los del imputado, sea
irrestricta o carezca de límites. Al contrario, la afirmación de que el imputado no puede ser
sometido a una pena y, por tanto, no puede ser tratado como un culpable hasta que no se
dicte la sentencia firme de condena constituye el principio rector para expresar los límites
de las medidas de coerción procesal contra él.
De aquí que la coerción procesal contra el imputado debe tener carácter meramente
cautelar, no pueden ser definitivas las medidas que se adopten, por cuanto solo se
fundamentan en méritos meramente provisionales, vale decir, en méritos de posible
declaración futura de culpabilidad. Este principio también impone sostener la necesidad de
evitar la privación de la libertad con respecto a quien está imputado de un delito que,
conforme a los elementos de juicio existentes, en caso de condena no merecerá, en
definitiva, pena de encierro ejecutable. En la misma medida debe concluirse sobre la
procedencia de la excarcelación cuando las circunstancias del caso demuestren que ha
desaparecido el peligro de daño jurídico que fundamentó el encarcelamiento.
Lo hasta aquí expuesto presupone que en una sociedad democrática los derechos humanos
se consideran un equilibrio funcional entre el ejercicio del poder del Estado y el margen
mínimo de libertad al que pueden aspirar sus ciudadanos. En ese sentido, la Comisión IDH
ha sido clara respecto de los límites que supone el ejercicio del poder penal del Estado:
"Está más allá de toda duda que el Estado tiene el derecho y el deber de garantizar su
propia seguridad. Tampoco puede discutirse que toda sociedad padece por las infracciones a
su orden jurídico. Pero, por graves que puedan ser ciertas acciones y por culpables que
puedan ser los reos de determinados delitos, no cabe admitir que el poder pueda ejercerse
sin límite alguno o que el Estado pueda valerse de cualquier procedimiento para alcanzar sus
objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral. Ninguna actividad del Estado puede fundarse
sobre el desprecio a la dignidad humana" (CIDH, 29/7/1988, "Velázquez Rodríguez").
Esta obligación del Estado exige el respeto del derecho a la libertad personal de toda
persona jurídicamente inocente, incluso de quien se halla sometido a persecución penal,
55
sin importar la gravedad del hecho que se le atribuye o la verosimilitud de la imputación.
Se trata de proteger al individuo de la acción del poder estatal. En esta dirección coincide el
Tribunal Supremo español, que sintetiza los componentes del principio de la siguiente
forma: "No obstante, de tan copiosa y pormenorizada doctrina acerca de la presunción de
inocencia aquí invocada, sí hemos de resaltar esencialmente:
a) que se trata de un derecho fundamental que toda persona ostenta y, en cuya virtud, ha
de presumirse inicialmente inocente ante las imputaciones que contra ella se produzcan en
el ámbito de un procedimiento de carácter penal o, por su extensión, de cualquier otro
tendente a la determinación de una concreta responsabilidad merecedora de cualquier
clase de sanción de contenido aflictivo;
b) que se presenta una naturaleza 'reaccionaria', o pasiva, de modo que no precisa de un
comportamiento activo de su titular sino que, antes al contrario, constituye una auténtica
e inicial afirmación interina de inculpabilidad, respecto de quien es objeto de acusación;
c) pero, por el contrario y así mismo, que tal carácter de interinidad, o de presunción 'iuris
tantum', es el que posibilita, precisamente, su legal enervación, mediante la aportación, por
quien acusa, de material probatorio de cargo, válido y bastante, sometido a la valoración
por parte del Juzgador y desde la inmediación, de la real concurrencia de esos dos
requisitos, el de su validez, en la que por supuesto se ha de incluir la licitud en la
observación de la prueba, y el de su suficiencia para producir la necesaria convicción
racional acerca de la veracidad de los hechos sobre los que se asienta la pretensión
acusatoria; y
d) correspondiendo, en definitiva, a este Tribunal, en vía casacional y tutela del derecho de
quien ante nosotros acude, la comprobación, tanto de la concurrencia de los referidos
requisitos exigibles a la actividad probatoria, como de la corrección de la lógica intrínseca
en la motivación sobre la que la Resolución impugnada asienta su convicción fáctica y la
consecuente conclusión condenatoria" (Tribunal Supremo español, sent. 1320/2002, sala
de lo Penal, 12/7/2002).
De esta manera, el derecho subjetivo de punir por parte del Estado debe materializarse por
medio del único título que puede exhibir para desvirtuar legítimamente el derecho de un
ciudadano a su libertad personal: la sentencia condenatoria. De ahí que exista una
vinculación sustancial entre este principio y el nulla poena sine iuditio.
La inocencia o la culpabilidad se miden, sin embargo, según lo que el imputado ha hecho o
ha dejado de hacer en el momento del suceso que le es atribuido. La declaración referida
no quiere significar, por ello, que la sentencia penal de condena constituya la culpabilidad,
si no, muy por el contrario, que ella es la única forma de declarar esa culpabilidad y de
señalar a un sujeto como autor culpable de un hecho punible o partícipe en él y, por lo
tanto, la única forma de imponer una pena a alguien. De tal manera, mientras no exista
una sentencia penal de condena, la situación jurídica frente a cualquier imputación es de
un inocente y, por ello, ninguna consecuencia penal le es aplicable, permaneciendo su
situación frente al derecho regida por las reglas aplicables a todos, con prescindencia de la
imputación deducida. Por lo tanto y si bien es cierto que la culpabilidad es una
determinada contrariedad con las normas penales, en tanto consiste en haberlas infringido
pudiendo haber hecho lo contrario, dicho concepto sustancial no es "construido" en la
sentencia. Pero lo cierto es que, si una sentencia no declara o reconoce esa culpabilidad, es
como si no existiera para el derecho. Un reconocimiento, sin el cual jurídicamente algo no
existe, es muy parecido a una "construcción", mas no significa que efectivamente lo sea.
De tal manera, el principio de inocencia también cobra valioso sentido con relación al
momento final del proceso. Es decir, si consideramos que la declaración de responsabilidad
penal debe ser pronunciada únicamente con la certeza de la participación de un individuo
en la comisión de un hecho punible, implica que construir con certeza la culpabilidad
significa destruir sin lugar a dudas la situación básica de libertad de la persona imputada,
por lo cual debe entenderse que el reconocimiento de su inocencia no se trata de un
beneficio a favor del reo, sino muy por el contrario, una limitación muy precisa a la
actividad sancionatoria del Estado.

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Es posible así considerar al principio de inocencia en su aspecto probatorio, como aquel
estado de inculpabilidad que el individuo sometido a proceso no debe acreditar, sino que el
acusador es el que debe destruir; el que procede cualquiera sea el grado de verosimilitud de
la imputación, hasta tanto el Estado, por intermedio de los órganos judiciales establecidos
para exteriorizar su voluntad en esta materia, no pronuncie la sentencia penal firme que
declare la culpabilidad y la someta a una pena. Según se observa, la afirmación emerge
directamente de la necesidad del juicio previo. En tal entendimiento se decidió que "en el
procedimiento penal, el onus probandi de la inocencia no le corresponde al imputado; por el
contrario, es el Estado quien tiene la carga de demostrar la culpabilidad del procesado... El
imputado no tiene necesidad de probar su inocencia, construida de antemano por la
presunción que lo ampara, sino que, quien condena debe construir completamente esa
posición, arribando a la certeza sobre la comisión de un hecho punible" (CIDH, informe 5/96,
caso 10.970). Es por esto por lo que solo a la defensa del imputado le está reservado el
"excepcional privilegio de poder triunfar sin pruebas en el proceso penal", por lo que "...la
carga de la prueba recae sobre la acusación y el acusado tiene el beneficio de la duda. No
puede suponerse a nadie culpable a menos que se haya demostrado la acusación fuera de
toda duda razonable. Además, la presunción de inocencia implica el derecho a ser tratado de
conformidad con este principio. Por lo tanto, todas las autoridades públicas tienen la
obligación de no prejuzgar el resultado de un proceso" (Comité de Derechos Humanos,
observación general 13, párr. 7°).
Esto, en la práctica, implica que quien intente demostrar la culpabilidad del imputado
tendrá a su cargo probar que es culpable de un hecho delictivo concreto y, por tanto, el
juez no podrá fundar una sentencia condenatoria en la omisión del acusado de acreditar
su inocencia: actori incombit probatio, actore non probante, reus absolvitur, principio
reconocido por la jurisprudencia, al señalar: "El juez no puede pretender que el imputado de
la prueba de su inocencia y del hecho de no haberla dado no puede sacar argumento para
condenar".
Por eso, una de las derivaciones del principio de inocencia es la garantía del in dubio pro
reo. Se trata básicamente de que el derecho penal exige, como presupuesto fundamental de
una sentencia de condena, la certeza sobre la culpabilidad del imputado.
El principio asegura que el estado de duda implica siempre una decisión de no punibilidad.
Solo la certeza de culpabilidad, emanada de las autoridades legítimas para pronunciarla,
puede modificar la situación de inocencia reconocida constitucionalmente.
Asimismo, resulta posible afirmar que el principio de inocencia rige para todos los casos y
para todas las personas por igual. Por lo que no puede ignorarse para cierto tipo de casos o
figuras delictivas, aun cuando se trate de situaciones de emergencia o de delitos de suma
gravedad. En este sentido, la CIDH ha criticado la excepción contemplada en la ley
argentina de limitación temporal del encarcelamiento preventivo referida a delitos de
narcotráfico, como mecanismo que menoscaba la presunción de inocencia e impone un
castigo anticipado (CIDH, informe 2/97), principio también afirmado por nuestra Corte:
"...El derecho penal liberal, cuya esencia básica está plasmada en el artículo 18 de la
Constitución Nacional, sienta el principio de inocencia en tanto no se demuestre lo
contrario, y ello es válido por aberrante que pueda ser el hecho que motiva el proceso,
pues, de serlo, ello sólo puede ser determinado en la sentencia motivando la condigna
condena, mas no la privación de la garantía de la defensa ni la alteración de los principios
fundamentales del orden procesal" (5/3/1997, "Villegas, Ángel A.", Fallos 320:277).
XII. LA DINÁMICA TEMPORAL DEL PROCESO PENAL

Sucintamente podemos afirmar que la forma en la que se constata la comisión de una


infracción penal en un caso en concreto y se imponen las sanciones aplicables constituye
el proceso penal. Asimismo, debemos tener en cuenta que prolonga el derecho
constitucional, dando vida y haciendo efectivos sus preceptos en cuanto representan una
garantía de libertad y afirman la personalidad humana, puesto que los derechos y
garantías establecidos en la Constitución carecerían de todo valor y serían ilusorios si no
existiesen las leyes procesales que reglamentan su ejercicio y su existencia.

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También se entiende al juicio como medio técnico destinado a ser vehículo de la
jurisdicción, el cual culmina indudablemente en la sentencia, la que debe estar precedida
de un conjunto de actividades que lo hagan factible en el tiempo y en el espacio, de modo
que deba tener una producción conforme a derecho.
La confluencia de valores particulares y públicos, que equilibradamente subsisten dentro
del procedimiento, permite reconocer la necesidad de que el sistema de enjuiciamiento
asegure el máximo equilibrio posible entre ambos, a fin de que la satisfacción del interés
público se consiga con el menor sacrificio de los derechos de los ciudadanos.
De esta manera, es menester poner de resalto que la sola tramitación del proceso penal
importa ya de por sí una restricción de la libertad personal del imputado, en orden a las
condiciones a las que se debe sujetar estando pendiente la resolución de las actuaciones
que en su contra se sustancien, razón por la cual la duración del juicio se encuentra
directamente relacionada con la afectación a los derechos individuales de la persona
sometida de manera coactiva a sus mandatos.
Entonces, puede advertirse que un claro ejemplo de la ineficiencia del Estado en la
investigación de un ilícito, así como también y en ciertos casos, la cabal demostración del
uso abusivo de la autoridad jurisdiccional, lo constituye un proceso penal indebidamente
dilatado. Precisando dicho postulado, puede considerarse que es demostrativo de
ineficiencia estatal, por no poder resolver la cuestión justiciable en tiempo oportuno y útil,
tanto frente a la sociedad como ante el encausado, que exigen una respuesta eficaz y
concreta en relación con un conflicto cuya solución se pretende encauzar a través de la
norma penal. Constituye un uso abusivo de la autoridad jurisdiccional, en tanto la misión
de administrar justicia no se condice con un continuo sometimiento del individuo a sus
mandatos por un lapso sumamente prolongado, así como que la función judicial requiere
soluciones en tiempo adecuado, para que, como cuerpo regido por la ley, provoque
decisiones que acrecienten su credibilidad y su respeto como institución. Y también que el
concepto de una dilación indebida refiere a que los pasos en los que se desarrolla el
proceso no obedecen a un orden lógico o a tiempos concretos, delimitados o previsibles.
Por lo tanto, la duración excesiva del proceso penal irroga al imputado certeros perjuicios
en razón de encontrarse sometido durante un excesivo lapso al poder jurisdiccional. Al
respecto, desde uno de los primeros pronunciamientos de nuestra Corte con relación al
tema se ha establecido que el derecho a obtener un pronunciamiento definitivo en tiempo
razonable ha encontrado su raigambre en el respeto a la dignidad humana, en un contexto
en el que el debido proceso adquiere la calidad de resguardo del individuo sometido a la
potestad judicial. Se ha afirmado de este modo el derecho que tiene toda persona a
liberarse del estado de sospecha que importa la acusación de haber cometido un delito,
mediante una sentencia que establezca, de una vez para siempre, su situación frente a la
ley (CS, "Mattei, Ángel", Fallos 272:188, criterio seguido en Fallos 298:50, 300:1102,
305:913), casos en los que destaca la salvaguarda de dos afectaciones de derechos: la
incertidumbre derivada de la indefinición del proceso y la situación de restricción de la
libertad personal.
A tal efecto, hay que entender que el proceso es un sistema estructurado como una serie de
actos determinados por una coherencia interna a través del cual se busca la aplicación al
caso en concreto del derecho vigente. Es así como la opinión de Alf Ross: "Las leyes no se
sancionan para comunicar verdades teoréticas sino para dirigir el comportamiento de los
hombres —tanto de los jueces como de los ciudadanos— a fin de que actúen de una cierta
manera deseada", lo cual encuentra especial aplicación en el campo de la legislación que
ordena el proceso. De esta manera, existen ciertas formas procesales ineludibles que guían
la conducta de los partícipes del juicio, así como también existen determinados plazos que
deben cumplirse para cada actividad.
Por lo tanto, debe reconocerse en las formas judiciales "el precio que cada ciudadano paga
por su libertad", razón por la cual, si bien son necesarias, en sí mismas encierran la
posibilidad de lesionar este derecho inalienable del individuo, por cuanto es razonable
cierto sometimiento al proceso, mas no es legítima su continua subordinación.

58
Al respecto, Beling expresaba que "siendo todo proceso penal un trozo de vida humana con
muchas cuitas y poca alegría, compréndase que el interés de la seguridad jurídica aspire
hacia una reglamentación legal cuidadosa. Un proceso penal caótico, en que rija el libre
arbitrio de las autoridades, exagerado hasta la arbitrariedad, es insoportable, amarga la
vida y llega a producir la descomposición del Estado. Piénsese en cómo se hace imposible la
prueba de descargo, en la posible condena de quien sólo fue citado como testigo, en la
sustitución de la prueba de culpabilidad por el libre arbitrio judicial. En consecuencia, el
valor del proceso penal depende del grado de cuidado con que el legislador pondere todos los
intereses en cuestión".
Se colige en consecuencia que la ordenación procesal sería imposible sin integrar el factor
temporal en esta mediante una sucesión de actos propios de cada una de las distintas
fases del proceso. En un sentido genérico, su iniciación, desarrollo y conclusión se
caracterizan por el distinto tipo de actos a realizar. La idea de proceso exige tomar en
cuenta el tiempo, dado que este puede definirse como un conjunto de actividades
secuenciales.
Es así como debemos considerar que el procedimiento conforma una sucesión de actos
entrelazados como antecedentes y consecuentes, unidos por un nexo lógico que lo conduce
hacia la sentencia y su ejecución, con la aspiración finalista de concretar en el caso
particular la norma genérica. Y ocupa lugar en el espacio y demanda necesariamente un
tiempo para su realización. Por ello, aun de aceptar que el factor tiempo es en sí un hecho,
lo cierto es que funciona como un constante elemento circunstancial en la actividad
procesal. Determina su desenvolvimiento y el oportuno cumplimiento de los actos; la ley
procesal capta así el tiempo con una doble significación: por un lado, fija temporalmente
cada acto, período o etapa procesal, determinando el momento de su producción o
cumplimiento; por otro, delimita la oportunidad del cumplimiento evitando prolongaciones
o retrasos. Vale la pena considerar el tiempo en un terreno en el cual las propias
instituciones están constituidas frecuentemente sobre la base de parámetros temporales:
penas medibles en relación con el tiempo, regulaciones como la prescripción de la acción
basada en el tiempo; regulación de la reincidencia, etcétera.
De este modo, vemos que la tramitación de la pesquisa se ve contenida por parámetros
temporales, los que importan concretas delimitaciones al desarrollo de la investigación, de
modo que la demora en el servicio de justicia se encuentra ligada a principios
constitucionales referidos a la potestad de juzgar del Estado. De aquí que haya que
considerar que el tiempo disponible está limitado por la normativa. Así, lo que se espera del
desarrollo del proceso es que debe ajustarse a un tiempo determinado en la normativa y, de
esta manera, adquiere un valor que no es solo instrumental, sino también sustantivo. Se
convierte en un fin; de tal modo, constituye un límite que obedece a una forma precisa de
organizar los distintos momentos procesales, su desarrollo, culminación y el pase a la
siguiente etapa del camino procesal.
Por lo tanto, el órgano a cargo de la realización del proceso debe forzosamente realizar una
serie de actos de los que no se puede prescindir, porque hacen a la existencia misma del
proceso. De allí que para que las garantías constitucionales funcionen, es indispensable
que el proceso se conforme a la ley que lo instituye, no solo en cuanto a los actos y a las
formas que lo integran, sino también a los términos que esta establece. De lo contrario, la
Constitución no es aplicada correctamente, ni el juicio es la actividad regular que debe ser,
ni la tutela penal puede realizarse. No puede concebirse un proceso sin término. Es
absurdo imaginarlo como garantía si no tiene un punto final, de liberación o de condena.
Es así como el proceso está conformado por una serie gradual, progresiva y concatenada de
actos disciplinados en abstracto por el derecho procesal, mediante la cual se procura
investigar la verdad y actuar concretamente la ley sustantiva. Vale decir, que lo conforma
un conjunto que está dividido en grado o en fases con fines específicos, los que avanzan en
línea ascendente para alcanzar los fines genéricos que el derecho procesal determina y que
los actos fundamentales de la serie están enlazados unos con otros, hasta el punto de que
los primeros son el presupuesto formal de los siguientes.

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Por eso se ha dicho que el juicio es "un pro-cedere, un avanzar, un procedimiento que
comprende una cadena de actos dominados por un fin único y que se realizan con vistas a la
consecución de un objeto determinado; no se trata en el proceso de un estado de reposo, ni
de un acto único y aislado", lo que nos da una idea de permanente progreso adquisitivo y de
actividad procesal concatenada de las partes, elementos que se encaminan a un objetivo en
común, esto es, la obtención de la cosa juzgada.
De este modo, vemos que un ordenamiento jurídico no puede quedar reducido a la pura
expresión abstracta formal, contenida en las normas legales, sino que es ante todo una
realidad vital, algo que cotidianamente se realiza.
Es que a partir del momento del anoticiamiento de un hecho ilícito determinado se sucede
una cantidad de actos de procedimiento cuyo conjunto se denomina "proceso", término que
implica algo dinámico, un movimiento, una actividad, y que es más amplio que juicio, que
es el que antes se empleaba y que proviene de iudicare, o sea, declarar el derecho. De tal
modo, vemos que el movimiento, el avanzar hacia una meta determinada (aplicar el
derecho), se encuentra en la base misma y en la esencia del derecho procesal; sin dicho
movimiento no tendremos proceso sino más bien un mero acto jurídico sin trascendencia y
sin objetivos concretos y determinados.
Así, desde la definición misma del concepto de proceso se sugiere ya la idea del tiempo
como componente principal. La voz latina processus (avance, acción de avanzar) designa
una secuencia progresiva en el tiempo y, por lo tanto, una sucesión de tiempos. El iter del
proceso transcurre en el tiempo y se estructura en fases y grados que, por desarrollarse en
el tiempo, tienen normalmente establecidos plazos de duración.
Por dicho motivo, debe atribuirse esa actividad realizadora a los poderes y en los deberes
de las personas que cuentan con aptitud para intervenir en el proceso penal, la cual
constituye la energía que impulsa hacia la efectiva actuación respecto del objeto procesal;
"así es como el proceso penal toma cuerpo, materializándose en la realidad". De este modo,
vemos que un ordenamiento jurídico no puede quedar reducido a la pura expresión
abstracta formal, contenida en las normas legales, sino que es, ante todo, una realidad
vital, algo que cotidianamente se realiza y que se configura de manera precisa y constante
con la actividad de los sujetos que en él actúan.
En esa dirección, nuestra Corte señaló desde hace tiempo: "Que el proceso penal se integra
con una serie de etapas a través de las cuales y en forma progresiva se tiende a poner al
juez en condiciones de pronunciar un veredicto de absolución o de condena; y por ello, cada
una de esas etapas constituye el presupuesto necesario de la que le subsigue, en forma tal
que no es posible eliminar una de ellas sin afectar la validez de la que le suceden. En tal
sentido, ha dicho repetidas veces esta Corte que el respeto a la garantía de la defensa en
juicio consiste en la observancia de las formas sustanciales relativas a acusación, defensa,
prueba y sentencia" (CS, "Mattei Ángel", Fallos 272:188).
En este entendimiento se justifica que la tramitación del proceso deba tener una justa
determinación, lo que obedece a las pautas de razonabilidad en el cual encuentra su
inspiración y que, a su vez, se enlaza con las finalidades propias del enjuiciamiento penal:
la determinación de la verdad y la justa actuación del derecho de fondo. Expresado de otra
manera, todo aquel tiempo de más, que no esté destinado a la averiguación del hecho y su
autor en función del cumplimiento de los términos marcados por la ley procedimental y en
los cuales se deberán tomar las diligencias útiles a tal fin, caerá en el ámbito de lo abusivo
por exceso de rito.
Asimismo, en el análisis de las distintas etapas procesales podemos advertir que la
vulneración de la garantía a obtener un pronunciamiento en tiempo oportuno se denota
más intensamente en la instrucción, la que debe ser entendida como una etapa
preparatoria del juicio propiamente dicho, destinada a dar base a la acusación o
determinar el sobreseimiento, y que si ella no da fundamento fáctico o jurídico para elevar
la causa al plenario es preciso que cese la actividad jurisdiccional que de lo contrario sería
ilegítima; en otras palabras, no puede mantenerse un estado indefinido de pendencia, una
situación procesal incompatible con los fines del proceso y con normas esenciales de
seguridad jurídica.
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Pensemos que si el proceso se paraliza o se eterniza en esa etapa, se priva el acceso al
justiciable de la verdadera sustancia del ordenamiento ritual, esto es, el juicio
contradictorio en donde las amplias facultades defensivas, el principio acusatorio, de
inmediación, concentración y continuidad están arbitrados en función del proceso de
partes, es decir, en igualdad de condiciones con la acusación, y en donde el principio in
dubio pro reo exigirá que solo el estado de certeza pueda arribar a la fundamentación del
pronunciamiento condenatorio, quedando así de lado las imprecisas consideraciones sobre
la interpretación de indicios o presunciones (propia de la actividad preparatoria) que a esa
altura de las actuaciones constituyen elementos no susceptibles de fundamentar la
sentencia.
En nuestro sistema procesal podría vislumbrarse lo expuesto según los principios que
guían cada etapa procesal, en tanto en el paradigma inquisitivo el proceso es un castigo en
sí mismo, la culpabilidad es un presupuesto, las funciones de colectar prueba e instruir
están concentradas en una sola persona, se considera al imputado como un objeto de
persecución al que se le desconoce su dignidad. En cambio, en el paradigma acusatorio, el
proceso es considerado una garantía individual frente al intento estatal de imponer una
pena; en última instancia queda el trámite recursivo posterior, donde las posibilidades de
que la cuestión sea íntegramente revisada en forma eficaz y veloz encuentran serios
escollos de tipo formal que acotan su procedencia.
Con esto se denota qua la actividad investigadora se ve seriamente resentida con su
dilación, ya que se desdibuja la base fáctica misma sobre la cual debe aplicarse el derecho,
puesto que la verdad que se procura relativa a un hecho del pasado (verdad histórica) no es
posible descubrirla por experimentación o percepción directa. Solo puede buscársela a
través del intento de reconstruir conceptualmente aquel acontecimiento, induciendo su
existencia de los rastros o huellas que pudo haber dejado o impreso en la persona (en su
físico o en sus percepciones) o en las cosas, que se hayan conservado desde entonces y
puedan descubrirse. Esto limita en la práctica la posibilidad de conocer la verdad, pues a
la desgastante influencia que sobre tales huellas tiene el paso del tiempo, se sumarán el
peligro de errores en su percepción originaria o de distorsión en la transmisión e
interpretación o de su falseamiento, a veces malicioso. Menos inconvenientes presentará
algún dato del presente, cuya verdad es también relevante en el proceso y mucho más
alguno del futuro.
Por lo tanto, resulta necesario destacar que lo propio de la normalidad procesal es el
dinamismo y que la morosidad aparece como una suerte de negación de la misma esencia
del sentido de la regulación procesal y como la manifestación del fracaso de los
mecanismos implementados para la correcta solución de casos. Entonces, una legítima
tramitación del juicio constituirá tan solo aquel conjunto de actos procesales que denoten
dinamismo tendiente al avance del proceso hacia su fin. Si este avance no se cumple de
modo estrictamente regular, no sería justo otorgarle a ese no trámite, a ese no proceso, o
sea, a lo que no es lo uno ni lo otro, el efecto propio de lo que es. El proceso es o no es y no
hay otra posibilidad (principio de tercero excluido). Si el proceso no cumple su finalidad
esencial consistente en avanzar, no es. Y no podemos otorgarle a algo que no es lo que
corresponde conferirle a lo que es.
Queda así en claro que la tramitación de una cuestión penal implica un avance hacia la
comprobación del objeto de conocimiento (el supuesto de hecho típico) y hacia la
acreditación de si el imputado es su autor. Si este avance no se cumple de modo constante
y regular, no es posible afirmar que se le asigne validez a tal proceder, porque no
cumplimenta los fines para los que ha sido instaurado, no es medio sino fin en sí mismo
que importa la negación de la posibilidad de obtener un pronunciamiento útil y definitivo,
ya que ese carácter temporal del juicio constituye una de las grandes conquistas del
derecho, al someter los litigios entre partes a la fría decisión de jueces y magistrados, con
superación de los condicionamientos que derivarían de la proximidad cronológica a los
hechos.
Esto nos lleva a pensar que la finalidad del proceso no puede alcanzarse a costa de olvidar
al individuo que lo protagoniza y que no lo puede considerar un mero instrumento al
61
servicio de la investigación. Es dable reconocer entonces que, si un proceso judicial dura
demasiado tiempo, se vuelve inepto para satisfacer lo que con ese proceso busca o pretende
el justiciable; ello, para que la pretensión que la sentencia resuelva no quede, en definitiva,
frustrada. Entonces, para que la garantía constitucional sea consagrada, es indispensable
que el proceso se conforme a la ley que lo instituye no solo en cuanto a los actos y a las
formas que lo integran, sino también a los términos que esta establece, ya que la duración
de cada etapa y de cada paso es un serio indicio para valorar la razonabilidad del plazo en
que debe sustanciarse y del cual no cabe apartarse sin serio y legítimo justificativo. De lo
contrario, la Constitución no es aplicada correctamente, ni el juicio es la actividad regular
que debe ser, ni la tutela penal puede realizarse, ya que "no puede concebirse un proceso
sin término. Es absurdo imaginarlo como garantía si no tiene un punto final, de liberación o
de condena".

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XIII. LA ESENCIA DEL PROCESO PENAL Y SU RELACIÓN CON LA PRIVACIÓN CAUTELAR DE LA
LIBERTAD

La discusión relativa al uso de la prisión preventiva remite a indagar acerca de las


finalidades del ordenamiento formal y el modelo de proceso penal que se condice con
nuestro actual sistema constitucional.
Es así como debemos tener en cuenta que la represión penal que otorga la norma
sustantiva a un comportamiento antijurídico no puede efectuarse sino mediante un
proceso abstractamente definido por la ley, como instrumento esencial de justicia y para
tutela de la libertad individual.
Por dicha razón, el derecho penal sustantivo es de coerción mediata o indirecta, en cuanto
la pena no puede imponerse sino mediante una particular actividad que se objetiva en un
juicio. En tal sentido, el poder penal del Estado no habilita, en nuestro sistema jurídico, la
coacción directa, sino que la pena instituida representa una previsión abstracta,
amenazada al infractor eventual, cuya concreción solo puede ser el resultado de un
procedimiento regulado por la ley que culmine en una decisión formalizada que autorice al
Estado a aplicar la pena.
Esta es la razón por la que, en nuestro sistema, el derecho procesal penal se torna
necesario para el derecho penal, porque su realización práctica no se concibe sino a través
de aquel.
En el mismo orden de ideas es menester agregar que los principios del derecho procesal
penal, para cumplir acabadamente su objeto, deben guardar total armonía con los de la
legislación de fondo, por lo que, no obstante el carácter autónomo del derecho procesal
penal, resulta ser accesorio del derecho penal que aparece como su referencia inevitable;
por ende, es dable apuntar que el marco conceptual y teórico que nos brinda la ley
sustantiva no puede aplicar sus consecuencias de manera inminente sin que medie un
método destinado al conocimiento del hecho y a su responsable que determine la sanción
aplicable, su especie, modalidad de cumplimiento y cuantía.
Entonces, que las medidas restrictivas de derechos fundamentales susceptibles de ser
adoptadas en el proceso tengan por finalidad la satisfacción del derecho material, refleja
una realidad que no es discutible pero que conviene precisar. Al respecto, la doctrina
alemana ha resaltado que el derecho procesal penal no tiene exclusivamente una función
instrumental respecto del derecho penal material, de forma que resulte superfluo
preguntarse por la justicia propia de las normas procesales, dado que se encuentra
presidido por los principios de verdad y de justicia, ya que el propio preámbulo de nuestra
CN pregona la finalidad de "afianzar la justicia" como principio inspirador de todo el
sistema jurídico y, ciertamente, la determinación de los hechos que resulten relevantes,
desde el punto de vista de la aplicación de sus normas, se desprende de consideraciones
propias del derecho penal material.
En estos términos, se advierte que el proceso penal no puede prescindir de justificar cada
medida restrictiva de derechos que en su tramitación se impone, puesto que no consiste en
simples medidas instrumentales (valorativamente neutras) que se adoptan en procura del
objetivo que actúe la ley sustantiva, ya que involucran la directa afectación o menoscabo de
derechos personalísimos y garantías constitucionales.
Ello denota que el orden formal no se encuentra ajeno a la ponderación de valores y a la
salvaguarda de los derechos fundamentales de los involucrados, puesto que las medidas
arbitrarias, desproporcionadas o injustificadas no pueden adoptarse sin vulnerar los
principios básicos del proceso penal.
Pero, en verdad, son las reglas sobre encarcelamiento preventivo las que nos permiten
conocer cuán autoritario y arbitrario puede ser el poder penal del Estado o cuán
respetuoso es de los derechos fundamentales del individuo.
Resulta, por lo tanto, notorio que sea preciso resguardar la protección de la inocencia,
puesto que una sospecha no justificada puede recaer sobre cualquiera de nosotros como
una fatalidad; podemos, en tal caso, evitar la punibilidad, pero no se puede evitar el
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enredamiento en un proceso penal. Al prescindir del temor de que el proceso termine con
una condena y la ejecución de la pena, ya el mismo proceso en sí es un mal bastante
considerable, dado que implica la constante sujeción a la jurisdicción, restricciones de
derechos, cuestionamientos en la vida íntima y profesional del inculpado y, en algunos
casos, desembolso de dinero, ya sea para proveer a la defensa o para otorgar garantías al
juzgador (embargos, cautelas reales).
13.1. LIBERTAD DEL IMPUTADO EN EL PROCESO PENAL

Concretamente, advertimos que la libertad es un derecho subjetivo, pero condicionado a la


reglamentación de las leyes, que incluye la libre elección del lugar de residencia y de
transitar libremente (aspecto positivo) y, además, contiene la inmunidad de arrestos
arbitrarios (aspecto negativo), dado que a tal poder jurídico individual corresponde el deber
de abstención propio de los órganos del Estado y de los otros individuos. Vemos, también,
que la libertad como pauta genérica aparece en el preámbulo de la CN, que propone como
contenido axiológico del Estado "asegurar los beneficios de la libertad". Por ende, en
nuestra Constitución, la libertad merece tenerse como un valor y como un principio
general: el valor libertad y el principio de libertad.
Es así como este derecho se encuentra reglamentado por las leyes procesales;
concretamente, cuando regulan cuándo es y cuándo no es procedente la libertad bajo
caución. En concreto, la propia CN establece la facultad de arrestar que tienen los jueces
antes de la sentencia definitiva condenatoria. La Carta Fundamental en su art. 18 dispone:
"Nadie puede ser... arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad competente ". La
citada regla es el sustento constitucional de la privación de la libertad con anterioridad al
fallo definitivo. Al considerarse, entonces, que tal derecho no es absoluto, se entiende que
cuando haya razones para suponer que el imputado eludirá la acción de la justicia si se lo
pone en libertad, frustrando así el "juicio" del que habla el art. 18 de la CN, es lógico que se
le restrinja su derecho.
Entonces, la detención implica la restricción de la libertad de la persona humana,
posiblemente su atributo más valioso, razón por la cual los Códigos deben legislarla
rodeándola de todas las garantías necesarias. Diversas son, entonces, las seguridades que
el sistema jurídico otorga, tanto a los individuos como a la sociedad misma, puesto que
esta solo tiene interés en la represión del verdadero culpable, para que impere la justicia.
La libertad individual, más que un "derecho subjetivo" conferido por la ley, es una
condición esencial de la vida colectiva. Esas dos ideas fundamentales —la de justicia y la
de libertad— inspiran y condicionan la función represiva del Estado democrático.
Queda claro, entonces, que la libertad es preexistente al ordenamiento jurídico y es su
motor, pero pueden admitirse razonables restricciones en procura de un bien superior, en
tanto únicamente se persiga obtener seguridades a fin de que la justicia pueda actuar
correctamente en el caso en concreto, manteniendo de este modo la paz y el orden social;
siempre y cuando, además, se confieran garantías suficientes al individuo al cual se
imponga una medida de coerción a fin de que pueda ejercer su derecho a la libertad
personal y que también pueda evitar abusos o malos usos en su instrumentación.
Con anterioridad a la última reforma constitucional, el derecho a permanecer en libertad
durante la tramitación del proceso penal no se encontraba formulado de manera expresa
dentro de nuestra normativa suprema; sin embargo, se lo infería del propósito instituido en
el preámbulo, en cuanto estatuye "asegurar los beneficios de la libertad" y, también, de la
redacción del art. 18, de donde se consideró con rango constitucional el derecho a
permanecer en libertad durante la sustanciación del proceso, estando pendiente un
pronunciamiento condenatorio definitivo. Sin embargo, la incorporación de los tratados
internacionales sobre derechos humanos a nuestra normativa de máxima jerarquía jurídica
enriqueció sustancialmente la cuestión, ya que trajo aparejada la expresa recepción del
derecho a permanecer en libertad durante el proceso penal y las pautas a las que debe
supeditarse la prisión preventiva.
De esta forma, se reconoce, en primer lugar, el derecho contra la protección a la detención
arbitraria (art. 9°, DUDH; art. 9.1, PIDCP; art. 7.3, CADH), lo que implica la racionalidad en
la aplicación de toda medida que restrinja la libertad individual (ya se trate del arresto en
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la vía pública efectuado por la autoridad encargada de la prevención, como la detención
con orden judicial e incluso la prisión preventiva), debiéndose fundar tanto en el derecho
aplicable como estar motivada en los hechos que la hagan necesaria. Por tal razón, se
establece que "nadie puede ser privado de su libertad sino en los casos y según las formas
establecidas por leyes preexistentes" (art. XXV, DADDH; art. 9°, PIDCP; art. 7°, CADH
[Pacto de San José de Costa Rica]); consagrándose, al mismo tiempo, el derecho a que un
tribunal competente verifique sin demora la legalidad de la medida (art. XXV, DADDH; art.
9.4, PIDCP; art. 7.4, CADH), por lo cual la persona acusada tendrá que ser "informada, en
el momento de su detención, de las razones de la misma, y notificada, sin demora, de la
acusación formulada contra ella" (art. 9.2, PIDCP) y deberá ser "llevada sin demora ante un
juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales" (art. 9.3,
PIDCP).
Al mismo tiempo, se reconoce la validez de la limitación de la libertad durante el trámite del
proceso dentro de precisos cauces: "Toda persona... tendrá derecho a ser juzgada dentro de
un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su
libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio"
(art. 7.5, CADH [Pacto de San José de Costa Rica]). "La prisión preventiva de las personas
que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general, pero su libertad podrá estar
subordinada a garantías que aseguren la comparecencia del acusado en el acto del juicio, o
en cualquier otro momento de las diligencias procesales y, en su caso, para la ejecución del
fallo" (art. 9.3, PIDCP).
13.2. LA NATURALEZA CAUTELAR DE LA PRIVACIÓN DE LA LIBERTAD

Para que el juicio previo sea útil al propósito de "afianzar la justicia" deberá asentarse sobre
la verdad. De allí que la protección de esta venga a resultar un objetivo necesariamente
perseguido por aquel. Y la verdad se vería en peligro frente a la posibilidad de que se actúe
sobre las pruebas del delito dificultando o frustrando su obtención, o disminuyendo su
eficacia. Semejante riesgo deberá ser neutralizado por el juez natural, responsable de la
justicia del juicio previo, quien podrá, incluso, recurrir al arresto del imputado en aras del
descubrimiento de la verdad sobre el hecho del proceso. La finalidad tutelar del éxito de la
investigación que se asigna al encarcelamiento preventivo resulta, en principio,
constitucionalmente garantizada. Pero la impunidad del delincuente puede traer
aparejados efectos o consecuencias exactamente contrarios a los que se persiguen
mediante la pena, lo que constituye un serio peligro que debe neutralizarse. De tal forma,
la detención preventiva del imputado está destinada a asegurar su presencia en el proceso,
con lo que se garantizará su desarrollo total, de allí su naturaleza estrictamente cautelar.
Por su parte, nuestra CN prohíbe el arresto que no se cumpla en virtud de orden escrita
emanada de autoridad competente. La primera conclusión para obtener de esta fórmula es
la siguiente: la expresa autorización al poder público para restringir la libertad personal en
lo físico, siempre que se proceda a título de simple cautela. Se trata de la privación de la
libertad de quien resulta sospechoso de criminalidad durante los primeros actos de
investigación de un delito o a lo largo del proceso que se le siga a una persona, antes de la
sentencia condenatoria firme que dé paso a la pena.
Por ello se ha sostenido que así como el embargo en derecho procesal civil no significa una
sanción para la inobservancia de una norma jurídica material, puesto que por él no se
pierde la titularidad de los bienes sometidos a esa medida cautelar, sino la manera de
asegurar que los fines de ese procedimiento se cumplan, así tampoco en derecho procesal
penal el encarcelamiento preventivo podrá significar el establecimiento de una pena
anticipada al fallo de condena, sino el medio para lograr que el proceso se realice y,
eventualmente, se cumpla la condena.
De tal modo, la medida cautelar o precautoria tiene dos aspectos característicos que la
singularizan: el aseguramiento de los fines del proceso y el empleo de la fuerza estatal
(coerción), si fuera necesaria, para doblegar resistencias a su instrumentación. Ello es
común a todo tipo de procesos, pero adquiere mayor relevancia en el proceso penal por la
entidad de los bienes comprometidos y el orden público que caracteriza a la mayoría de sus
normas condicionantes.
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En consecuencia, se advierte que resulta totalmente compatible con la naturaleza cautelar
de la prisión preventiva que se considere que los motivos que obstan a la libertad no se
rijan únicamente por la escala penal aplicable o por la eventual posibilidad de aplicar una
pena en suspenso, sino por la situación concreta de peligro, dado que este presupuesto
tiende a evitar que se desnaturalice el proceso —medio de conocimiento por naturaleza—
por la aplicación inmediata de sus consecuencias. Es así como el principio rector que debe
prevalecer por sobre la privación de la libertad personal (de naturaleza excepcional) es la
posibilidad de aplicar alguna de las cauciones establecidas por el Código Procesal, dado
que así puede asegurarse la prosecución del juicio con mayor razonabilidad y con menor
afectación de la libertad ambulatoria, resultando ello preferible antes que aplicar las
consecuencias penales en forma directa, ya que importan un daño real e irreparable para
el individuo.
13.3. LA FUNDAMENTACIÓN DE LA DETENCIÓN PREVENTIVA

Expresamente se ha reconocido al principio in dubio pro imputado, que se emparentó con el


principio in dubio pro-reo, o sea, los efectos favorables que tendrá para el imputado la
imposibilidad de llegar a la certeza (positiva o negativa) sobre su culpabilidad; así, es "la
otra cara de la moneda" del principio de inocencia.
Entre nosotros, la CS ha reconocido la vigencia constitucional del aforismo y su núcleo de
significación (Fallos 295:782), casi siempre con remisión al argumento sobre la
imposibilidad de invertir la carga de la prueba, colocando en cabeza del imputado la
necesidad de probar su inocencia y desplazando la regla derivada que impone al acusador
o al Estado (persecutor penal) la exigencia de demostrar con certeza la imputación
delictiva.
La fórmula contiene una amplitud que bien permitiría aplicarla en cualquier etapa del
proceso y respecto de cualquier situación en la que el juez se encuentre en estado de duda,
pero en el caso de la libertad individual estará orientado hacia su vigencia y menor
afectación posible.
Entonces, la ley le impone al magistrado dispensar al imputado un trato de sujeto inocente
e interpretar las dudas que puedan surgir en todo el tramo del proceso y juicio en su favor,
lo que lleva, además, a aplicar restrictivamente las normas que limitan su libertad
personal, a resguardar su buen nombre y a concluir el proceso —o la etapa que tramite—
en un plazo razonable. No solo debe garantizarle el derecho de ser oído, sino que debe
procurarle la posibilidad de contradecir la hipótesis acusatoria y de desvirtuar la prueba de
cargo en pie de igualdad con quien lo persigue.
De vital importancia para la recta aplicación del instituto de la libertad caucionada resulta
el principio según el cual toda disposición que coarte la libertad personal o que limite el
ejercicio de un derecho atribuido al imputado debe interpretarse restrictivamente. Se
reconoce como fundamento de tal pauta, la afectación de derechos de quien goza de un
estado jurídico de inocencia, ocasionándole además serios perjuicios.
Tal presupuesto surge de entender que el estado normal del sujeto sospechado de haber
cometido un ilícito es el pleno goce de sus derechos, incluso el de libertad ambulatoria
garantizado por el art. 14 de la CN. Así ocurre pues, hasta tanto no sea declarado culpable
del delito que se le atribuye, gozando de un estado jurídico de inocencia que obliga a los
órganos estatales encargados de la persecución penal a tratarlo como tal, impidiendo
restringir sus derechos como sanción anticipada. En esta esfera, la norma jurídico penal
aparece como una norma-límite, en cuanto circunscribe los casos y establece las
condiciones insuperables en que el ejercicio de la potestad jurisdiccional del Estado puede
imponer sacrificios a la libertad individual.
Concretamente, la interpretación restrictiva es la que capta el significado de la norma
apretadamente a su texto (ajustada a la terminología y el sentido de la disposición legal),
sin extensión conceptual o analógica que pueda producir uno de los efectos procesales
mencionados en la norma, tales como coartar la libertad personal o limitar el ejercicio de
un derecho; por eso y aun cuando el texto admita de manera lógica su extensión a hechos

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o relaciones conceptualmente equivalentes o similares a los previstos en forma expresa por
ella, no se la puede aplicar a casos semejantes. Por lo tanto, la interpretación restrictiva
consiste en reducir el alcance de una norma cuando su significación literal no permite
razonablemente extenderlo a determinadas hipótesis ni, frente a otras, mantener siquiera
el significado atribuido para los casos específicos que prevé. En definitiva, importa
limitarse de manera taxativa a lo determinado en la propia disposición legal.
Si entendemos que solo en hipótesis excepcionales se podrá autorizar la privación de la
libertad de un inocente durante la sustanciación del proceso, resulta claro entonces que
estas normas excepcionales deben interpretarse en forma taxativa. De tal suerte, los
supuestos que impiden la excarcelación durante el trámite del proceso no pueden
ampliarse por interpretación analógica.
El modo restrictivo de interpretar posibles limitaciones a los derechos consiste en la
reducción de aquellas a su mínima expresión y entidad posibles, incluyendo en ello sus
supuestos de procedencia; el instrumento para esa minimización es la racionalidad. No es
racional la limitación de un derecho constitucional cuando no se actúa en función de la
necesidad de proteger un interés prevaleciente, o cuando excede el ámbito preciso de los
permisos constitucionales y legales expresos.
El permiso constitucional para reglamentar y, por ende, limitar los derechos
constitucionales se encuentra sometido a esos principios. Esa racionalidad no se agota en
la previsión de un posible conflicto de intereses en el que se privilegia a uno de ellos. El
permiso de arrestar a un inocente (porque no ha sido aún condenado) deriva de reconocer
prioridad al aseguramiento de la investigación criminal por sobre el derecho a la libertad
durante el proceso que es, también, un derecho constitucional. Pero esa prioridad no es
absoluta, ni vale en todos los casos abstractos, ni puede prescindir de justificativos
concretos, porque así la posibilidad de armonizar la igualmente importante tutela de ambos
valores se oscurece, con perjuicio de la libertad.
Por su parte, nuestra CS precisó concretamente en el tema en tratamiento al decir: "Que
las restricciones de los derechos individuales impuestas durante el proceso y antes de la
sentencia definitiva, son de interpretación y aplicación restrictiva, a fin de no desnaturalizar
la garantía del art. 18 de la Constitución Nacional según la cual todas las personas gozan de
la presunción de inocencia hasta tanto una sentencia final dictada con autoridad de cosa
juzgada no la destruya declarando su responsabilidad penal" (Fallos 314:1091), extremo
que también se desprende de pronunciamientos internacionales: "...La presunción de
inocencia implica el derecho a ser tratado de conformidad con este principio. Por lo tanto,
todas las autoridades públicas tienen la obligación de no prejuzgar el resultado de un
proceso" (Comité de Derechos Humanos, observación general 13, párr. 7°). Por ende, la
aplicación de medidas cautelares de carácter personal "exige de los magistrados que, en la
medida de su procedencia, las adopten con la mayor mesura que el caso exija, observando
que su imposición sea imprescindible y no altere de modo indebido el riguroso equilibrio entre
lo individual y lo público que debe regir en el proceso penal" (CS, 10/10/1996, "Fiscal c. Vila
y otros").
13.4. ESTRUCTURA Y FINES DE LAS MEDIDAS CAUTELARES

El poder del cual se vale el Estado para limitar la libertad ambulatoria de los individuos
sometidos al proceso penal ha sido clásicamente definido como coerción personal,
concibiéndosela como la restricción o limitación que se impone a la libertad para asegurar
la consecución de los fines del proceso: la averiguación de la verdad y la actuación de la ley
penal. En un sentido más preciso se ha conceptualizado que la coerción procesal es "toda
restricción o limitación transitoria al ejercicio de derechos personales o patrimoniales del
imputado o de terceras personas, con motivo de la investigación de un ilícito penal,
impuestas por necesidad, con conocimiento o por el órgano jurisdiccional antes de la
sentencia firme y al solo efecto de cautelar (preservar, resguardar, precaver) el correcto
descubrimiento de la verdad sobre los hechos reconstruidos, el desarrollo secuencial del
procedimiento y la aplicación de la ley al caso concreto, pudiendo ser controladas a instancia
del afectado en otra instancia judicial de grado".

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En consecuencia, la coerción personal del imputado dentro del proceso penal es la medida
que limita o restringe la posibilidad de que este goce de libertad y que, estando reguladas
en abstracto en la ley procesal penal y teniendo en cuenta su naturaleza cautelar y
provisional, las dispone el juez en la medida de la más estricta necesidad actual y concreta,
para evitar el daño y asegurar, en definitiva, la actuación de la ley, estando presididas
todas por el estado jurídico que define el principio de inocencia, puesto que para llegar en
concreto a la imposición de la sanción definitiva es necesaria la actividad de ciertos
órganos del Estado que comprueban la infracción y determinan la sanción correspondiente
en su caso. Por lo tanto, la razón de ser de dichas medidas no reside en la reacción del
derecho frente a la infracción de una norma de deber, sino en el resguardo de los fines que
persigue el mismo procedimiento, averiguar la verdad y actuar la ley sustantiva, o en la
prevención inmediata sobre el hecho concreto que constituye el objeto del procedimiento.
De aquí puede distinguirse que la coerción en derecho material se resume en la sanción o
reacción del derecho ante la acción u omisión antijurídica (y culpable), sanción que, a su
vez, puede tener determinados fines, como los tiene la pena (prevención general y especial),
mientras que en el derecho procesal no involucra reacción ante nada, sino solamente
protección de los fines que el proceso persigue subordinados a la eficaz actuación de la ley
sustantiva. Esta noción, que rechaza todo significado en sí mismo de la coerción procesal,
que reniega de cualquier atribución sancionatoria que pueda sugerir, debe ser el pilar que
nos ayude a construir todo el edificio de las medidas cautelares y el punto de partida de
toda meditación sobre el problema.
Es decir que las medidas cautelares personales no son penas ni pueden causarle perjuicios
similares a quienes le son impuestas, proscribiéndose todo trato cruel, inhumano o
degradante, dado que "las cárceles en sí mismas, por sus condiciones materiales, higiénicas
y de salubridad no deben agravar el mal inherente a la pena, ni las autoridades ejecutarlas
en forma que aumenten ese mal".
El proceso penal comienza con la sospecha de que un ser humano ha tenido que ver con
un delito que, en caso de confirmarse tal hipótesis, terminará normalmente con una
sentencia que le aplique una consecuencia jurídica a dicho suceso; de todas formas, si esa
sospecha finalmente no se confirma, el procedimiento penal tiene diversas ocasiones para
causar lesiones que se han llamado "medidas coercitivas procesal-penales" y se justifican
con la consideración de que se debe investigar la sospecha de un crimen —aun a costa del
sospechoso, de los testigos y de la víctima—. Es así como el proceso penal es la
manifestación de los intereses públicos, los cuales, regularmente, nada preguntan a los
intereses personales de los participantes.
Debemos, entonces, poner de resalto que las medidas de coerción del proceso penal
siempre están unidas a una intromisión en un derecho fundamental que, para el caso de la
prisión preventiva, no solo involucra a la evidente afectación de la libertad personal, sino
que además guarda una estrecha conexión con el respeto a la dignidad humana de la
persona sometida a la jurisdicción, dado que importa la seria restricción de casi todos los
derechos que giran en torno a la vida particular de los individuos, ya que significa
menoscabar todos los aspectos que le asisten al hombre libre; si no, véase de qué manera
influye la privación de la libertad (aunado a la estigmatización y la deshonra de quedar
cautelado en una causa penal) en el trabajo, las relaciones sociales, familiares,
profesionales, etc. del imputado.
13.5. CRITERIOS DE IMPLEMENTACIÓN

Dentro de las concepciones que explican el encarcelamiento preventivo podemos distinguir


nítidamente dos campos: la corriente sustantivista, que confunde el encarcelamiento
durante el proceso con la pena o la medida de seguridad del derecho penal sustantivo y le
atribuye el cumplimiento de funciones propias de aquellas, y otra concepción, de corte
procesalista, que capta perfectamente la naturaleza y los fines del encarcelamiento
preventivo asignándole solo la misión de custodiar los fines del proceso, para que este
pueda cumplir su misión instrumental de "afianzar la justicia".

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Con relación al primer supuesto, se ha considerado que el encarcelamiento preventivo
tiende a tutelar el sentido ético que se vería repugnado si un individuo suficientemente
ornado de los indicios de culpabilidad por un delito grave continuara circulando libremente
ante los ojos de su víctima hasta que se cumplimenten las formas y los términos legales.
Con él se pretende satisfacer la opinión pública en infracciones graves o cuando los hechos
han provocado gran escándalo y se justifica en los casos en que se conmociona
especialmente la confianza de la sociedad en el respeto de la ley, creándose un sentimiento
colectivo de inseguridad, falta de protección y de impotencia en la prevención delictiva.
Manteniendo la prisión preventiva se ha procurado asegurar o hacer desaparecer esa
inquietud colectiva.
También esta postura sostiene que mediante la prisión preventiva la ley ha pretendido
remediar el auge de determinado tipo de delincuencia, utilizándola con fin intimidante a fin
de disuadir a quienes en forma concreta alteran la paz social. Según estas posiciones, la
prisión preventiva se impondría como una pena, quedando la presunción de inocencia
subordinada a la necesidad de orden. El planteamiento de esta tesis es claro y autoritario
(en la guerra contra el crimen es necesario imponer penas antes de la sentencia); su
criterio es bélico (en toda guerra también mueren inocentes). En consecuencia, sería
factible de consagrar en los códigos formales determinados delitos inexcarcelables o, de un
modo genérico, impedir la libertad provisoria para aquellos que provoquen alarma social
y/o tengan grave repercusión en amplios círculos de la comunidad. Esta posición la
adoptan los códigos que disponen el mantenimiento del encarcelamiento preventivo —
negando la excarcelación— a los imputados por delitos que, por sus circunstancias
particulares, extensión del daño causado y medios empleados, produjeren alarma pública o
cuando fuere inconveniente la concesión del beneficio por la gravedad y repercusión social
del hecho. Así, la asimilación del encarcelamiento preventivo a la pena se refleja con mayor
claridad en los códigos que consagran los llamados "delitos inexcarcelables".
Pero, por el contrario, el criterio procesalista importa considerar a la privación de la
libertad únicamente como medida aseguradora de la comparecencia del imputado o
tendiente a evitar que se entorpezca la investigación; por ello, se afirma que la privación de
la libertad se encuentra al servicio del proceso.
De allí que su protección venga a resultar un objetivo necesariamente perseguido por
aquel. Y la verdad se vería en peligro frente a la posibilidad de que se actúe sobre las
pruebas del delito dificultando o frustrando su obtención, o disminuyendo su eficacia.
Semejante riesgo deberá ser neutralizado por el juez natural, responsable de la justicia del
juicio previo, quien podrá, incluso, recurrir al arresto del imputado, en aras del
descubrimiento de la verdad sobre el hecho del proceso.
La finalidad tutelar del éxito de la investigación que se asigna al encarcelamiento
preventivo resulta, en principio, constitucionalmente garantizada. Pero la impunidad del
delincuente puede traer aparejados efectos o consecuencias exactamente contrarios a los
que se persiguen mediante la pena, lo que constituye un serio peligro que debe
neutralizarse. De tal forma, la detención preventiva del imputado está destinada a asegurar
su presencia en el proceso, con lo que se garantizará su desarrollo total. Por lo general,
para tal cometido las leyes procesales presumen, juris et de jure, que si el monto de la pena
conminada por la ley para el delito que se le atribuye al imputado supera cierto límite de
punibilidad, este preferirá huir antes que afrontar la posibilidad de ser sentenciado. En
consecuencia, se justifica que los fines del juicio previo deban ser protegidos por la medida
cautelar impuesta sobre la persona del imputado.
De este modo, los pactos internacionales pugnan decisivamente por un criterio
procesalista. La CADH dispone en el art. 7.5 que "la libertad... podrá estar condicionada a
garantías que aseguren su comparecencia a juicio", y el PIDCP enuncia como principio que
la prisión preventiva no debe ser la regla general, pero autoriza que la libertad pueda
quedar subordinada a garantías que aseguren la comparecencia del acusado al juicio y, en
su caso, la ejecución del fallo (art. 9.3). El corolario práctico de esta tesitura será la
imperatividad para los jueces de conceder la libertad restringida, compromisoria o
caucionada cuando encuentren reunidos los requisitos condicionantes, incluso sin
necesidad de petición previa de parte interesada.
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Este criterio procesalista del encarcelamiento preventivo es el mensaje más comprensible
de resistencia frente a una cultura jurídica autoritaria, que lo concibe como un gesto
punitivo ejemplar e inmediato fundado en la mera sospecha o, como muchos, en la
estrecha convicción de los funcionarios judiciales sobre la participación del imputado en
un delito, cultura en la que bastante tiene que ver la deformada percepción (o convicción)
de que la instrucción (investigación penal preparatoria) es la parte central del proceso, que
el juicio es una etapa cuasi decorativa y que la sentencia definitiva, cuando llega (en lo que
no hay demasiado interés), llega "tarde, mal o nunca".
13.6. NATURALEZA CAUTELAR DE LA PRISIÓN PREVENTIVA
Al prohibir nuestra CN el arresto que no se cumpla en virtud de orden escrita emanada de
autoridad competente, conlleva a colegir que la única autorización al poder público para
restringir la libertad personal en lo físico es que se proceda a título de simple cautela. Se
trata de la privación de la libertad de quien resulta sospechoso de criminalidad durante los
primeros actos de investigación de un delito o a lo largo del proceso que se le siga a una
persona, antes de la sentencia condenatoria firme que dé paso a la pena. Igualmente, este
principio es seguido por los pactos internacionales de derechos humanos y precisado
específicamente en las Reglas mínimas de las Naciones Unidas para la administración de la
justicia penal, llamadas también "Reglas de Mallorca", que disponen en el art. 16: "Las
medidas limitativas de derechos tienen por objeto asegurar los fines del procedimiento y
estarán destinadas, en particular, a garantizar la presencia del imputado y la adquisición y
conservación de las pruebas" (art. 20.1). "La prisión preventiva no tendrá carácter de pena
anticipada y podrá ser acordada únicamente como ultima ratio. Sólo podrá ser decretada
cuando se compruebe peligro concreto de fuga del imputado o destrucción, desaparición o
alteración de las pruebas".
Por tal razón se ha considerado que, así como el embargo en derecho procesal civil no
significa una sanción para la inobservancia de una norma jurídica material, puesto que por
él no se pierde la titularidad de los bienes sometidos a esa medida cautelar, sino la manera
de asegurar que los fines de ese procedimiento se cumplan, así tampoco en derecho
procesal penal el encarcelamiento preventivo podrá significar el establecimiento de una
pena anticipada al fallo de condena, sino únicamente el medio de lograr que el proceso se
realice y, eventualmente, se cumpla la condena. Por ende, la medida cautelar o precautoria
tiene dos aspectos característicos que la singularizan: el aseguramiento de los fines del
proceso y el empleo de la fuerza estatal (coerción), si fuera necesaria para doblegar
resistencias a su instrumentación. Ello es común a todo tipo de procesos, pero adquiere
mayor relevancia en el proceso penal por la entidad de los bienes comprometidos y el orden
público que caracteriza a la mayoría de sus normas condicionantes.
Por lo tanto, las medidas cautelares representan supuestos en los que la norma habilita, en
términos de eficacia, la restricción de derechos individuales de carácter patrimonial o
personal. Estos siempre implican una agresión a la persona o a sus bienes, de mayor o
menor grado, según el caso. De ahí la preocupación en el sentido de preservar, a través de
las medidas de coerción, los principios y la operatividad del Estado de derecho. Es así como
la coerción debe tener siempre un "carácter cautelar", pues tiende a asegurar la
consecución de los fines del proceso, evitando que el procesado adopte una conducta
opuesta a ellos. La prisión preventiva es, por esencia, una medida de seguridad procesal y
nunca una pena, aunque importe una privación de la libertad, y el sacrificio que implica
solo puede ser consentido en los límites de la más estricta necesidad, la cual debe ser
concretamente verificada: "Esto último exige que, sobre todo con respecto a la excarcelación,
el juez tenga los más amplios poderes para apreciar esa necesidad".
En la misma dirección nuestra CS, en reiteradas oportunidades, ha afirmado el sentido
cautelar de la prisión preventiva al referir que "la prisión preventiva o privación temporaria
de la libertad del encausado, no tiene más objeto que asegurar la aplicación de la pena
atribuida por la ley a una infracción" (Fallos 102:225). De manera que la prisión
preventiva, al tener sentido cautelar, no puede perseguir otras finalidades que no sean
asegurar el éxito de la investigación o el eventual cumplimiento de pena.

70
Es decir que las razones de las medidas de coerción o de injerencia residen en brindarle a
los órganos del Estado —encargados de la averiguación o persecución de los delitos— los
medios necesarios para poder cumplir con los fines del proceso. Si la medida no cumple
con alguna de estas finalidades, no se justifica. En consecuencia, debe señalarse que toda
medida de coerción, aunque se encubra bajo el nombre de una "medida cautelar", si su
utilización no responde a los fines mencionados, no puede ser considerada bajo estos
parámetros. Se trata, en realidad, de otra "cosa", encubierta bajo un rótulo que no le
pertenece. Por tal motivo es que se entendió que "las sociedades civiles deben estudiar los
modos para conseguir que la punición corrija. Pero deberían además estudiar los modos para
impedir que la prevención corrompa", por lo cual en modo alguno puede llegar a admitirse
una medida que a título preventivo constituya una verdadera sanción aflictiva y
desocializante.
Si relacionamos lo expuesto con la última cláusula del art. 18 de la CN vemos que esa
norma se encarga de poner límites precisos al encarcelamiento cuando expresa que las
cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos
detenidos en ellas, haciendo clara referencia tanto al encarcelamiento represivo como al
preventivo, vale decir, al penitenciario y al procesal, y aparece de mayor importancia
cuando se la aplica al segundo. La Carta Magna quiere garantizar enérgicamente esta
declaración. Para ello, hace responsable al juez que autorice medidas conducentes a
mortificar a los detenidos so pretexto de precaución, es decir, más allá de lo estrictamente
necesario. Se colige, entonces, que la privación de la libertad es solo un medio para
prevenir entorpecimientos en la realización del juicio previo, asegurando que se cumpla con
su fin de "afianzar la justicia". En este sentido, se dice que tiene un carácter preventivo.
Queda así admitido que el arresto es una medida precautoria, excepcional, dirigida a
neutralizar los peligros que se ciernen sobre el juicio previo, que podrían apartarlo de su
destino de afianzar la justicia. Pero queda también así aclarado que es la necesidad de
evitar aquellos riesgos la única razón que lo justifica.
Así, el carácter instrumental de la prisión preventiva es una nota distintiva de carácter
general en el proceso penal, en el sentido que —en obsequio al principio nulla poena sine
iudicio (ninguna pena sin juicio)— no es posible en ningún caso la aplicación de la sanción
penal sin el proceso, pues "la aplicación de la pena está, efectivamente, sustraída tanto al
Estado (titular del poder punitivo) como al particular que quisiese someterse
espontáneamente a la sanción penal". La necesidad práctica del procedimiento se funda,
entonces, en que el derecho penal, por sí solo y aislado, no tendría ejecución en la realidad
de la vida, dado que la propia estructura de la norma penal evidencia que su actuación
requiere la intervención de una autoridad estatal, porque no se concibe el sometimiento
inmediato a la pena. Consecuentemente, la CN establece cómo se aplica el derecho penal,
puesto que "nadie podrá ser penado sin juicio previo", según el art. 18, lo que importa la
consagración del proceso como presupuesto de la realización del derecho sustantivo.
Entonces, si bien reconocemos que la existencia del derecho procesal tiene por fundamento
dar vida, realizándolo al derecho penal, aquel no agota su función en ser un mero
instrumento de realización de este, sino que, además, instrumentando al derecho
constitucional, reglamente un sistema de garantías en favor de quien, por sospechárselo
autor de un ilícito, se intenta someter a una pena. Esto es así porque la propia CN
establece condiciones para llevar a cabo el juicio previo a la sanción.
Esta naturaleza instrumental que revisten las medidas cautelares en general ha sido en
ocasiones burlada en casos particulares donde se habilita su procedencia y puede generar
situaciones controvertidas con la propia finalidad del proceso penal, como por ejemplo:
A) La incorporación del art. 238 bis al Cód. Proc. Penal por ley 25.324 que en las causas
por infracción al art. 181 del Cód. Penal habilita al juez, cualquiera sea el estado del
proceso y aunque no haya mediado auto de procesamiento, para acceder a la petición de
reintegro de la posesión o tenencia del inmueble formulada por el damnificado, siempre
que el derecho de este último resultare verosímil y con la posibilidad de fijarle una caución,
si la reputare necesaria. En tal sentido, se destaca la mesura que se debe adoptar en el
caso en concreto al decidir el reintegro anticipado, sin sucumbir a la tentación de dar con

71
ello solución inmediata al conflicto originado por la usurpación atribuida y en trámite de
esclarecimiento.
B) El art. 311 bis, agregado por ley 24.449 al Cód. Proc. Penal, que autoriza al juez a
inhabilitar provisoriamente para conducir al procesado en el auto de procesamiento por
hechos previstos en los arts. 84 y 94 del Cód. Penal, a retenerle la licencia y a comunicar la
medida al Registro Nacional de Antecedentes de Tránsito, con una duración mínima de tres
meses, que puede ser prorrogada por períodos no inferiores al mes y hasta el dictado de la
sentencia; esas decisiones son susceptibles de revocatoria o apelación.
C) Leyes de violencia familiar que otorgan la posibilidad —entre otras medidas— de
disponer inaudita parte la exclusión del hogar del cónyuge acusado de actos violentos, lo
cual debe imponerse solo si se reúnen los requisitos mínimos de las medidas cautelares y
no como elemento de presión o amenaza, ni ser entendido como la solución anticipada del
conflicto subyacente.

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XIV. PRINCIPIOS QUE DELIMITAN LA APLICACIÓN DE LAS MEDIDAS CAUTELARES PERSONALES

14.1. EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD

El principio de proporcionalidad es un principio general del derecho que, en un sentido


amplio, obliga al operador jurídico a tratar de alcanzar el justo equilibrio entre los intereses
en conflicto. Por lo tanto, exige el conocimiento de los intereses en juego, la comparación de
los valores sobre los que se apoyan y la limitación, en la medida de lo necesario, del
sacrificio de los que deben ceder; de forma tal que, para alcanzarse un objetivo
determinado, se tomen en cuenta los medios utilizados y se llegue al resultado con el
menor sacrificio de derechos individuales. En tal entendimiento, "se trata tan sólo de una
ponderación de valores, según la cual, en un determinado momento, triunfa el interés
individual sobre el colectivo, mejor dicho, sobre el interés estatal implicado en la realización
efectiva del poder penal". En esa dirección se encamina el art. 17 de las Reglas mínimas de
las Naciones Unidas para la administración de la justicia penal ("Reglas de Mallorca") en
cuanto disponen: "En relación con la adopción de las medidas limitativas de derechos, regirá
el principio de proporcionalidad, considerando, en especial, la gravedad del hecho imputado,
la sanción penal que pudiera corresponder y las consecuencias del medio coercitivo
adoptado". Ello nos lleva, además, a considerar incluida dentro del comentado principio a
la razonabilidad de la prisión preventiva y a su adecuación al fin cautelar para el que se
encuentra destinada que, al decir de nuestra Corte, pueden ser resumido de la siguiente
manera: "El carácter de garantía constitucional reconocido al beneficio excarcelatorio —en
virtud de la presunción de inocencia de quien aún no fue condenado (art. 18CN.) y el derecho
a la libertad física— exige que su limitación se adecue razonablemente al fin perseguido por
la ley (Fallos 308:1631), y que las disposiciones que la limitan sean valoradas por los jueces
con idénticos criterios de razonabilidad. Se trata, en definitiva, de conciliar el derecho del
individuo a no sufrir persecución injusta con el interés general de no facilitar la impunidad
del delincuente, pues la idea de justicia impone que el derecho de la sociedad a defenderse
contra el delito sea conjugado con el del individuo sometido a proceso, de manera que
ninguno de ellos sea sacrificado en aras del otro (Fallos 272:188 y 314:791). Cuando ese
límite es transgredido, la medida preventiva —al importar un sacrificio excesivo del interés
individual— se transforma en una pena, y el fin de seguridad en un innecesario rigor " (CS,
1/11/1999, "Rosa, Carlos Alberto c. Estado Nacional/Ministerio de Justicia y otro s/daños
y perjuicios varios", JA 2000-III-246).
Es así como el principio de proporcionalidad revela que toda medida cautelar significa una
privación de bienes jurídicos, con lo que puede existir similitud y cierta superposición con
la privación de bienes jurídicos en que sustancialmente consiste la pena. De manera
específica, las medidas cautelares de detención, si bien se dirigen al aseguramiento del
proceso y no a otra cosa, conllevan una pérdida sumamente gravosa del bien jurídico de la
libertad, de la misma forma que la pena privativa de libertad impuesta al procesado por
sentencia también la arrastra. Así (y admitiendo en última instancia que en aras de la
seguridad de la realización del proceso resulta admisible tan drástica disminución de
bienes y derechos de un inocente), debe existir entre esta medida y la eventual y ulterior
sanción que pueda llegar a imponerse a través de la sentencia, una relación tal que
signifique que un procesado no deberá sufrir una pérdida mayor a título de aseguramiento
procesal que la que deberá sufrir por la condena de derecho sustancial.
14.2. EL PRINCIPIO FAVOR LIBERTATIS

Se ha considerado a este postulado como un aspecto más del principio in dubio pro reo, que
reconoce su origen en el Iluminismo y asegura que el estado de duda llevará siempre a una
decisión en favor del imputado. Ambos son pautas derivadas de un mismo origen. El favor
libertatis debe entenderse como aquel por el cual todos los institutos procesales deben
tender a la rápida restitución de la libertad personal y, en cambio, el in dubio pro reo (en
sentido estricto) es el principio en virtud del cual todos los instrumentos procesales deben
tender a la declaración de certeza de la no responsabilidad del imputado; y concierne, no
ya al estado de libertad personal, sino a la declaración de certeza de una posición de mérito
con relación a la notitia criminis.

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El principio en cuestión es definido, entonces, como "la posición del sujeto que soporta una
limitación en la propia esfera de libertad jurídica, está favorecida por el derecho, en el
sentido de que dicha limitación sea siempre lo menos gravosa posible en la reglamentación
de los intereses opuestos". Ello implica que las normas excarcelatorias deben guiarse por el
sentido más favorable al procesado en lo que atañe a la restricción de la libertad o al
ejercicio de un derecho, por cuanto, de esta manera, la cuestión debe ser resuelta en pro
del derecho liberatorio, toda vez que la libertad durante la tramitación del proceso
constituye, además, la regla general.
14.3. EL PRINCIPIO PRO HOMINE

Conforme a este principio, ha de estarse siempre a la interpretación que resulta más


favorable al individuo en caso de disposiciones que le reconozcan o acuerden derechos. Y,
con el mismo espíritu, ha de darse preferencia a la norma que signifique la menor
restricción a los derechos humanos en caso de convenciones que impongan restricciones o
limitaciones, en tanto se reconoce al sujeto imputado como plenamente digno en razón de
su innegable condición humana. Es así como la aplicación de la norma que más beneficia a
las personas fue receptada por la Corte Interamericana en la opinión consultiva OC-5 en
estos términos: "Si a una misma situación son aplicables la Convención Americana y otro
tratado internacional, debe prevalecer la norma más favorable a la persona humana" (párr.
52). De esta forma, si una norma interna nacional asegura uno de los requisitos del debido
proceso legal de una manera más beneficiosa para el peticionario que una internacional o
provincial, debe prevalecer su aplicación, pues no se trata de enfrentar el derecho interno
con el internacional ni la legislación procesal provincial con la nacional o segregar la
naturaleza de las normas u otra diferenciación semejante, sino de receptar el principio que
se encuentra arraigado en el derecho de todos los tiempos.
En consecuencia, debe considerarse un valioso criterio hermenéutico que informa todo el
derecho de los derechos humanos, en virtud del cual se debe acudir a la norma más amplia
o a la interpretación más extensiva cuando se trata de reconocer derechos protegidos e,
inversamente, a la norma o a la interpretación más restringida cuando se trata de
establecer restricciones permanentes al ejercicio de los derechos o su suspensión
extraordinaria. Este principio coincide con el rasgo fundamental del derecho de los
derechos humanos, esto es, estar siempre a favor del hombre.
Esta pauta se encuentra consagrada positivamente cuando, en general, los instrumentos
internacionales establecen que ninguna de sus disposiciones autoriza a limitar los
derechos protegidos en mayor medida de la prevista, a limitar el goce y ejercicio de
cualquier otro derecho o libertad que pueda estar reconocido en otra norma internacional o
interna en vigor.

74
XV. LA EXIGENCIA CONSTITUCIONAL DE FUNDAMENTAR LA PRISIÓN PREVENTIVA

En nuestro derecho actual contamos con expresos mandatos constitucionales que exigen la
debida racionalidad en la aplicación y en la fundamentación de la prisión preventiva, por
cuanto: "Nadie podrá ser sometido a detención o prisión arbitrarias" (art. 9°, nro. 1, PIDCP);
"nadie puede ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado" (art. 9°, DUDH); "nadie
puede ser sometido a prisión o encarcelamiento arbitrarios" (art. 7°, punto 3, CADH),
principios básicos que denotan la importancia de la justificación de toda orden que
implique la privación de la libertad de una persona sometida a proceso. En el mismo
sentido, las Reglas mínimas de las Naciones Unidas para la administración de la justicia
penal ("Reglas de Mallorca") establecen: "La detención de una persona sólo se podrá
decretar cuando existan fundadas sospechas de su participación en un delito" (art. 19.1).
La forma en que se concreta dicho mandato es exigiendo suficiente fundamentación para
mantener privada de libertad de manera cautelar a una persona, sea tanto al resolver
negativamente el pedido de excarcelación como al decretar la prisión preventiva. Ello es así
en razón de que la fundamentación es una exigencia del sistema republicano como
exteriorización de la razonabilidad que deben llevar los actos de gobierno; por lo tanto, "se
resguarda a los particulares y a la colectividad contra las decisiones arbitrarias de los
jueces, que no podrán así dejarse arrastrar por impresiones puramente subjetivas ni decidir
las causas a capricho, sino que están obligados a enunciar las pruebas que dan base a su
juicio y a valorarlas racionalmente".
En concreto, la motivación es la exteriorización por parte del juez o tribunal de la
justificación racional de determinada conclusión jurídica. Se la identifica, pues, con la
exposición del razonamiento. No existiría motivación si no se ha expresado en la resolución
el porqué de determinado temperamento judicial, aunque el razonamiento no exteriorizado
del juzgador —suponiendo que hubiera forma de exteriorizado— hubiera sido impecable.
Por ello es por lo que, en nuestro derecho positivo, falta de motivación se refiere tanto a la
ausencia de expresión de la motivación —aunque esta hubiese realmente existido en la
mente del juez— cuanto a la falta de justificación racional de la motivación que ha sido
efectivamente explicitada. Por lo tanto, se exige que el juzgador consigne la razones que
determinan su resolución, expresando sus propias argumentaciones de modo que sea
controlable el iter lógico seguido por él para arribar a la conclusión. En otros términos, es
"dar el fundamento de la decisión, las razones que han determinado el dispositivo en uno u
otro sentido".
De tal forma, el requisito de motivación satisface distintas funciones. Dentro del proceso,
busca evitar la arbitrariedad judicial y, en su caso, permitir el control por los órganos
judiciales que tienen facultad de revisión de tal clase de decisiones. Fuera del proceso, la
motivación de las decisiones judiciales cumple una función de prevención general positiva,
en cuanto fortalece el convencimiento social de que los jueces no actúan movidos por
criterios arbitrarios, sino sometidos a la Constitución y las leyes, pues en esa fe reposa su
autoridad.
Es que la libertad de las personas, aunque sean sospechosas de delito, merece por lo
menos que se les diga por qué tienen prueba que determina la calificación en un delito no
excarcelable. No puede tratarse superficialmente la cuestión cuando está en juego la
libertad de una persona. En este supuesto, el requisito de motivación comprende dos
extremos diferentes:
1) la verificación prima facie de la existencia de un hecho delictivo y de la participación en
él del imputado, razón por la cual deberá tener como base la imputación de un ilícito con
base en concretos indicios de culpabilidad.
2) La existencia de riesgo procesal, en el sentido de que se presuma seriamente la
posibilidad de fuga o de entorpecimiento de la investigación.
Y, en este caso, dicha garantía cobra esencial relevancia, dado que el encarcelamiento
procesal se muestra como la más enérgica medida precautoria y provisional que puede
ordenarse en contra del imputado cuando su estado de libertad haga posible el riesgo
natural y concreto de ocultación o fuga en grado de impedir su intervención indispensable
75
en el proceso o el cumplimiento de la posible pena de privación efectiva de la libertad. Es
un grave mal que solo la extrema necesidad lo justifica, e importa una situación injusta
que es impuesta por la necesidad.
Tal medida presupone la posibilidad coercitiva y coactiva de emplear la fuerza pública a fin
de concretar esas restricciones de derechos personales o patrimoniales o de amenazar con
aplicarla si no se cumplimenta lo requerido, teniendo la particularidad que se anticipan a
la declaración de certeza respecto de los derechos invocados, que no son el resultado de la
contradicción entre pretensiones discordantes, sino que se adoptan generalmente sobre la
base de la solicitud del peticionario y, a veces, hasta se deciden ex officio, por lo cual
debieran aplicarse solo en los casos en los resulten absolutamente indispensables y
cuando se hayan acreditado en forma cabal sus requisitos condicionantes, evitándose que
su determinación sea un atajo ilegítimo para obtener la solución del litigio descartando
como inservible o sobreabundante el "debido proceso".
De tal forma, la detención preventiva del imputado está destinada a asegurar su presencia
en el proceso, con lo que se garantizará su desarrollo total, de allí su naturaleza
estrictamente cautelar, el cual es precisado por las Reglas mínimas de las Naciones Unidas
para la administración de la justicia penal, llamadas también "Reglas de Mallorca", que
disponen en su art. 16: "Las medidas limitativas de derechos tienen por objeto asegurar los
fines del procedimiento y estarán destinadas, en particular, a garantizar la presencia del
imputado y la adquisición y conservación de las pruebas"; art. 20.1: "La prisión preventiva
no tendrá carácter de pena anticipada y podrá ser acordada únicamente como ultima ratio.
Sólo podrá ser decretada cuando se compruebe peligro concreto de fuga del imputado o
destrucción, desaparición o alteración de las pruebas".
Por lo tanto, la coerción debe tener siempre un "carácter cautelar", pues tiende a asegurar
la consecución de los fines del proceso, evitando que el procesado adopte una conducta
opuesta a ellos. La prisión preventiva es, por esencia, una medida de seguridad procesal y
nunca una pena, aunque importe una privación de la libertad, y el sacrificio que implica
solo puede ser consentido en los límites de la más estricta necesidad, la cual debe ser
concretamente verificada. "Esto último exige que, sobre todo con respecto a la excarcelación,
el juez tenga los más amplios poderes para apreciar esa necesidad".
En la misma dirección, ya desde antiguo se consideraba: "La cárcel es sólo la simple
custodia de un ciudadano hasta tanto que sea declarado reo; y esta custodia, siendo por su
naturaleza penosa, debe durar el menos tiempo posible, y debe ser la menos dura que se
pueda... La estrechez de la cárcel no puede ser más que la necesaria, o para impedir la fuga,
o para que no se oculten las pruebas de los delitos", anticipándose así el carácter
meramente cautelar de la detención provisional.
Es que en la estructuración de las medidas cautelares de carácter personal se destaca, en
primer lugar, su naturaleza instrumental, ya que consisten únicamente en un medio
destinado al arribo de la verdad objetiva de los hechos, por donde el derecho será aplicado,
y nunca suponen una finalidad en sí mismas.
Es decir, nunca consisten en la directa imposición del ius puniendi propio de la condena,
por lo que, en modo alguno, puede implementarse una medida cautelar que utilice los
mismos argumentos, bajo las mismas condiciones y en la misma medida que la sentencia
de condena, pues la distorsión del sistema de realización de la ley penal de fondo tiene el
efecto de alterar el sentido de todo el sistema penal y, por ende, de las instituciones del
mismo derecho penal de fondo.
Esto implica que el hombre sometido al proceso nunca puede ser considerado un mero
instrumento propio de la investigación, ya que "el procedimiento es un medio para llegar a
la decisión jurisdiccional y no un fin en sí mismo, pues las exigencias procesales no
constituyen un ritual vacío en tanto tienen por objeto asegurar la defensa de los derechos"
(conf. CNCiv., sala D, 13/7/1971, ED 41-699; íd., sala C, 31/5/1972, ED 44-233), dado
que "el hombre es eje y centro de todo el sistema jurídico y en tanto fin en sí mismo —más
allá de su naturaleza trascendente— su persona es inviolable y constituye valor
fundamental con respecto al cual los restantes valores tienen siempre carácter instrumental"

76
(Fallos 316:479) o, en palabras del propio Kant, "el hombre y en general todo ser racional
existe como fin en sí mismo, no meramente como un medio para su utilización caprichosa por
esta o la otra voluntad, sino que tiene que ser considerado en todo momento como fin en
todas sus acciones, tanto en las que se halla en relación consigo mismo como en las que se
halla en relación con los demás".
Fundamento que también surge de nuestra CN cuando afirma que "las cárceles de la
Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en
ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo
que aquélla exija, hará responsable al juez que lo autorice", de donde se reconoce que
existe una razonable necesidad de asegurar la culminación del proceso que habilita la
imposición de la prisión preventiva, pues la referencia a toda medida que mortifique al
individuo más allá del aludido argumento de seguridad impone que se considere arbitrario
y contrario al derecho que se consagra la imposición de una medida que no sea
estrictamente cautelar, tornándose de tal forma en retributiva y denotando un innecesario
y desproporcionado despliegue de fuerza.
De tal forma, se propone que la peligrosidad procesal sea el único obstáculo a la restricción
de la libertad individual, puesto que en palabras de nuestra CSJN: "Cuando las
características del delito que se imputa, las condiciones personales del encartado y la pena
con que se reprime el hecho, guarden estrecha relación con la posibilidad de que se pueda
intentar burlar la acción de la justicia y con ello impedir la concreción del derecho material,
deberá denegarse la excarcelación solicitada" (Fallos 310:1476).
También se ha sostenido que, con arreglo al principio de excepcionalidad, la peligrosidad
procesal debe reunir los siguientes requisitos: a) no puede estar presumida en abstracto, b)
debe ser comprobada en el caso en concreto, c) debe resultar de pautas de orden subjetivo,
esto es, atinentes a la personalidad o situación del imputado como proclive a la evasión o la
obstrucción del proceso. La necesidad de encarcelar preventivamente al reo dependerá así
de la factura de un pronóstico de inconducta procesal que determine riesgos sobre la
realización del proceso penal, por lo que, si bien dicho peligro es una cuestión de índole
objetiva para cuya determinación aparecería como idónea la consideración de pautas de
carácter más o menos objetivo, lo real y cierto es que ese riesgo va unido a una conducta
del procesado considerada de probable ocurrencia, esto lleva racionalmente a que la
probable ocurrencia de una conducta riesgosa debe ser hipotéticamente anticipada por el
juez mediante la consideración de pautas que guarden relación con el autor de esa
conducta.
Entonces, estas pautas no podrán ser sino subjetivas, esto es, criterios de valoración de la
personalidad del reo, de su actitud concomitante y posterior al hecho que se le atribuye, de
su conducta durante el proceso y de su situación social, laboral, familiar y económica, en
la medida en que la ponderación de todos estos signos sea suficiente para determinar la
mayor o menor proclividad del sujeto a su sometimiento al proceso y al cumplimiento de la
eventual pena.
Pero si miramos la cuestión desde la propia estructura del proceso penal, advertimos que
se conforma por un conjunto de actos encaminados hacia una finalidad (el descubrimiento
de la verdad objetiva y la aplicación de la ley sustantiva), circunstancia que impide
adelantar un juicio de valor o arriesgar un resultado acerca de los próximos y sucesivos
pasos que lo conformarán, pues se estarían salteando etapas de ineludible producción, de
forma tal que la gravedad del hecho y la culpabilidad del responsable son elementos que
únicamente debe establecer la sentencia de condena y no pueden ser fundamento de una
medida aseguradora del juicio, so peligro de convertirse en un adelanto de sus
consecuencias definitivas(452).
Del mismo modo, es preciso tener en cuenta los distintos niveles de conocimiento que se
presentan en cada etapa del proceso, que van desde la sola probabilidad hacia el estado de
certeza, lo que por sí mismo impide, en un primer momento, predecir el resultado del
juicio. Es que la pauta rectora del proceso penal es el descubrimiento de la verdad sobre la
hipótesis delictiva que constituye su objeto, para lo cual no hay otro camino científico ni
legal que no sea el de la prueba. En virtud de ella, el juez va formando su convicción acerca
77
del acontecimiento sometido a su investigación. La prueba va impactando en su
conciencia, generando distintos estados de conocimiento cuya proyección en el proceso
tendrá diferentes alcances(453). De aquí que a lo largo del proceso se transiten diversos
estadios que arrojan sobre el hecho investigado distintos grados de conocimiento y de
convicción sobre la persona del juzgador. Se pasa así de la sospecha (necesaria para la
imputación) a la probabilidad (requisito del procesamiento, la que es menester reafirmar al
momento de decidir la elevación de la causa a juicio oral) para llegar a la certeza
(fundamento de la condena)(454). Por lo tanto, sin que se valore de manera adecuada todo el
conjunto del material probatorio en el momento procesal oportuno y adecuado, no puede
suponerse al encausado plenamente responsable y menos aún predecirse la medida del
delito y de la culpabilidad de su autor en forma anticipada a tales pasos sucesivos.
Entonces, cabe destacar que una resolución de este tipo se anticipa al grado de certeza que
requiere un pronunciamiento definitivo de condena, razón por la cual se evidencia que
debe prevalecer el estado de inocencia, ya que estas decisiones no son el producto de la
evaluación de la totalidad de los elementos de prueba que puedan colectarse ni han sido
sometidas al contradictorio de las partes a lo largo del proceso, con lo cual se evidencia,
además, la disparidad en que se encuentran los imputados que ni siquiera pudieron ejercer
su derecho de defensa de manera efectiva.
De lo expuesto se desprende la clara conexión que existe entre la restricción a un derecho
individual y los justificativos que son empleados para ello, dado que se consustancia con el
imperio de la ley el contar con respaldo normativo y fáctico expresado a través de un
razonamiento que los ligue, para así dar sustento a toda afectación de derechos
fundamentales, máxime si tenemos en cuenta la provisionalidad del auto que decreta la
prisión preventiva(455). La motivación, entonces, es un requisito indispensable del acto
limitativo del derecho y su contenido es aún más necesario cuando se trata de limitar la
libertad personal en aras de la investigación de un delito; por esto, se ha sostenido que "el
cumplimiento de las garantías judiciales establecidas en la Convención requiere que en
todos los casos, sin excepción alguna, las autoridades judiciales nacionales cumplan en
justificar plenamente la orden de prisión preventiva, y en adoptar la mayor diligencia para
decidir sobre el fondo de la cuestión mientras dure dicha medida" (Comisión IDH, informe
2/97, Argentina, 11/3/1997)(456).
Por su parte, nuestra Corte trató ampliamente el tema de la fundamentación de las
resoluciones que restringen la libertad del imputado con anterioridad al fallo final de la
causa, haciendo hincapié en la necesidad de demostrar las razones obstativas a la soltura,
reprobando así toda medida que trasunte la mera voluntad de denegar el derecho a la
soltura de los encausados(457). Por dicho motivo, en repetidas oportunidades se han
revocado decisiones que, tras una fundamentación genérica e imprecisa, escondían las
verdaderas razones por las cuales la libertad provisional no era procedente. Al respecto,
cabe citar el precedente de Fallos 307:549, donde se precisó: "No puede estimarse razón
bastante para desechar las aludidas defensas el impreciso contenido de la frase 'cualquiera
sean las condiciones personales del procesado'. Frente a esta omisión de tratamiento la
mera inferencia de que se intentará eludir la acción de la Justicia por la gravedad de la
pena que eventualmente podría recaer... sin referencia a las características del hecho, no
constituye fundamento suficiente para sustentar la decisión denegatoria".
Asimismo, en el caso "B. R. s/Denuncia" (rta. el 26/2/1991, ED 142-117), la Corte precisó:
"Que... asiste razón al recurrente en cuanto concierne al segundo de los agravios. En
efecto, el a quo denegó la eximición de prisión con remisión a lo resuelto en una decisión
anterior. En esta última, se afirmó que, en caso de ser condenado, no correspondería la
suspensión de la ejecución de la pena 'en virtud de las circunstancias de los hechos
criminosos supuestamente cometidos por el prevenido, de una importante relevancia penal,
como asimismo las características personales de J. N. O., reveladora de la inconveniencia
de aplicar en suspenso la hipotética pena'. Al respecto cabe recordar que esta Corte ha
puesto reiteradamente de manifiesto la inidoneidad de las fórmulas genéricas y abstractas
para denegar un pedido de soltura... En ese sentido, la sola referencia a la imposibilidad de
gozar de una eventual condenación condicional fundada en 'las circunstancias de los
hechos criminosos', su 'importante relevancia penal' y las 'características personales del
procesado', sin que se precise cuáles son las circunstancias concretas de la causa que

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permitirían hacer esas calificaciones, no constituyen fundamento válido de una decisión de
los jueces que sólo trasunta la voluntad de denegar el beneficio solicitado". En comentario
al referido fallo, se ha dicho que en un pedimento de tanta trascendencia, que implica el
ejercicio del derecho a permanecer en libertad durante la sustanciación del proceso, no
bastan las fórmulas genéricas y abstractas, puesto que "no dan satisfacción razonable a
apresurados y vagos encasillamientos que de la singularidad de cada caso se intenta hacer
en dichas fórmulas. No son idóneas para eso... hay que fundamentar muy bien su eventual
rechazo, y dar razón bastante —hasta con detalles indicativos— de por qué la índole del
delito, o la personalidad del imputado, o la relevante importancia de la cuestión, tornan
inconveniente acceder a la solicitud"(458).
De lo dicho se advierte que determinar si una persona se va a fugar o si va a entorpecer la
investigación de la justicia es una cuestión de muy difícil constatación, pero que debemos
evaluar frente a cada caso en particular y no solamente apelar de manera abstracta a los
arts. 316 y 319 del Cód. Proc. Penal, que establecen mínimos y máximos como pautas
objetivas para encarcelar y, en consecuencia, denegar excarcelaciones. La aplicación
automática de las pautas del art. 316 no solo contradice lo expresamente dispuesto en el
art. 280 del ordenamiento de forma, sino que lesiona la previsión constitucional de
presunción de inocencia y las pautas que de ella se derivan en punto a cuándo se puede
detener preventivamente a una persona(459).
Así, en la causa "Bonsoir" (Fallos 312:185), donde se sometió a estudio de la Corte la
situación de un procesado al que se le había denegado la excarcelación por aplicación del
art. 380 del Código de Procedimientos en Materia Penal que establecía (en forma similar al
actual 319) la improcedencia de la soltura "cuando la objetiva valoración de las
características del hecho y de las condiciones personales del imputado permitieran
presumir, fundadamente, que el mismo intentará eludir la acción de la justicia". En tal
precedente se estableció como principio general que "hay que tener en cuenta que, por su
naturaleza, todas las resoluciones judiciales deben estar fundadas en debida forma (Fallos,
290:418; 291:475, 292:254 y 254; 293:176; 296:456, entre muchos otros), de modo tal
que, cuando el artículo analizado exige en su segunda parte que la presunción debe serlo
'fundadamente', es razonable concluir que se refiere a una fundamentación suplementaria,
que en el caso es la que une casualmente a la valoración de las circunstancias de los
hechos y la personalidad del procesado, con la presunción de que intentará eludir la acción
de la justicia (conf. causa: L 257, 'Lizarraga Reinaldo O.', del 11/8/88, voto de los jueces
Petracchi y Baqué, consid. IX). Que esta conclusión es la que más se compadece con el
criterio estricto que debe emplearse para analizar normas que establecen restricciones a
garantías otorgadas a los procesados en juicios criminales, con base en el criterio
invariablemente sostenido por la jurisprudencia del tribunal en el sentido de que en la
interpretación de los preceptos legales debe preferirse los que mejor concuerde con los
derechos y garantías constitucionales (Fallos, 256:25; 261:36; 262:236; 263:246; 265:21,
entre muchos otros), y en los principios sostenidos por esta Corte al afirmar la validez
constitucional del artículo analizado", criterio también seguido en Fallos 314:791 (460).
Es así que la fundamentación no debe limitarse al mero encuadre jurídico del hecho y sus
posibles conclusiones, sino que debe establecer "las bases y los elementos específicos,
suficientemente justificados y concretamente vinculados a los hechos que se investigan, en
los que debería apoyarse el temperamento adoptado...", lo que determina que "el
pronunciamiento de[l] a quo no constituye derivación razonada del derecho vigente con
particular aplicación a las circunstancias comprobadas en la causa, pues sólo trasunta
una voluntad dogmática de denegar el beneficio solicitado..." (CS, 20/12/1994, "Guerra,
P.", causa G688-XXVIII)(461).
Asimismo, en la causa "Rodríguez Landívar, Blanca S." (rta. el 6/8/1991, JA 1991-IV-155),
la Corte diferenció los dos supuestos del art. 380 del antiguo ordenamiento formal: "De la
simple lectura de la norma en cuestión, puede deducirse que el legislador ha exigido dos
requisitos diferenciados suficientemente, a los efectos de que el tribunal esté facultado
para denegar la excarcelación: a) la objetiva valoración de las características del hecho y de
las condiciones personales del imputado; y b) la presunción, debidamente fundada, de que,
de acuerdo con tales características, el procesado intentará eludir la acción de la justicia...
Que, en estas condiciones, los fundamentos sobre los cuales el a quo se basó para denegar

79
la excarcelación, además de no cumplir con la objetiva valoración que exige la primera
parte del art. 380, tampoco se refirió al motivo por el cual presumía que tales
características pudieran desencadenar en un intento de eludir la acción de la justicia en el
futuro", por lo cual, al haberse considerado que la resolución recurrida no cumplía en
consecuencia con el requisito de debida fundamentación, fue dejada sin efecto (462). Es así
como debemos unir a la entidad de los hechos enrostrados al imputado y a sus condiciones
personales, la presunción, debidamente fundada, de que eludirá el accionar de la justicia o
entorpecerá la investigación en marcha. En la misma dirección también se ha sostenido
que "la sola referencia a la pena establecida por el delito por el que ha sido acusado y la
condena que registra, sin que se precise cuáles son las circunstancias concretas de la
causa que permitieran presumir, fundadamente, que el mismo intentará burlar la acción
de la justicia, no constituye fundamento válido de una decisión de los jueces que sólo
trasunta la voluntad de denegar el beneficio solicitado" (CS, 3/10/1999, "Estévez, José
Luis s/solicitud de excarcelación", causa 33.769).
Cabe, además, citar a la causa "Panceira, Gonzalo y otros", rta. 16/3/2001, cuando la
Corte estableció: "Que para desechar el tratamiento de la cuestión que el procesado y su
defensa sometieron a su decisión, el tribunal a quo argumentó la imposibilidad —
meramente conjetural— de aplicar en el futuro una condena de ejecución condicional sobre
la base de la reiteración de los hechos, del presunto perjuicio ocasionado al Estado
Nacional, del importante cargo conferido al procesado y de su intervención personal y
directa en las contrataciones cuestionadas (voto del juez Vigliani, punto III). Asimismo, el
voto concurrente del juez Irurzum consideró como agravante las características de los
hechos pesquisados, la responsabilidad atribuida al procesado en la resolución, su calidad
de funcionario público, su actuación decisiva en las contrataciones mencionadas, el
perjuicio que había producido y la posible existencia de otras personas involucradas. Que,
sin embargo, en el fallo apelado tales afirmaciones no aparecen sustentadas en la
valoración de los elementos de prueba reunidos en los autos principales. Esta
circunstancia queda claramente de manifiesto al no haber tratado el a quo ninguno de los
agravios que la defensa alegó en referencia a los hechos de la causa. En efecto, es relevante
señalar —sin agotar con ello el elenco de los elementos de prueba no estimados— que
hasta el momento los jueces de la causa no han tenido por acreditado en autos el perjuicio
que habría sufrido el Estado Nacional ni cuáles fueron los aportes que éste había realizado
a favor del INSSJP, ni cómo fue su administración. Tampoco se evaluó la situación
económica ni administrativa del mencionado instituto antes de la intervención del
procesado ni durante ella, ni se llevó a cabo ningún tipo de peritaje contable para
determinar el monto de las defraudaciones imputadas o los precios de los servicios
involucrados en los contratos cuestionados... Del mismo modo, no es aceptable lo afirmado
por el mencionado juez en el sentido de que para este tipo de resoluciones no resulta
exigible la certidumbre apodíctica acerca de la comisión de un hecho ilícito, pues si bien
ello es cierto, tal criterio no permite en modo alguno fundar medidas que restrinjan la
libertad del imputado antes de la finalización del proceso sobre la base de contrataciones
cuya necesidad, precio y calidad se desconoce. La decisión del recurso aparece así
sustentada en la exclusiva voluntad de los magistrados intervinientes, con manifiesto
agravio de la garantía establecida en el art. 18 de la Constitución Nacional".
Pero, recientemente ha sido abordada la cuestión por nuestra CS en los autos "Sala,
Milagro Amalia Ángela y otros s/p. s. a asociación ilícita, fraude a la administración
pública y extorsión", del 5/12/2017, donde se puso en evidencia la necesidad de contar
con una rigurosa exposición de motivos en tal clase de decisiones, al expresarse que "toda
restricción de la libertad debe estar justificada con rigor, acreditándose de manera clara las
circunstancias del caso concreto que muestran que los requisitos de procedencia
establecidos en la ley han sido satisfechos". Coligiéndose que resultan ilegítimas las
consideraciones dogmáticas para fundar la resolución y debe expresarse la relación causal
que existe entre los elementos fácticos en los cuales se apoya la decisión y la situación
concreta del individuo que está siendo juzgado, por lo cual la Corte continúa diciendo:
"Que, en línea con esos postulados, en el precedente 'Layo Fraire', en lo que resulta aquí
pertinente, esta Corte tachó de inválida la sentencia que, para rechazar la solicitud de cese
de la prisión preventiva, 'le restó relevancia a las condiciones personales' del recurrente y

80
'al comportamiento que tuvo en el marco del proceso, aduciendo de manera dogmática que,
al no exceder la regularidad de situaciones que se presentan en la generalidad de los
procesos, carecían de relevancia para contrarrestar aquella presunción' de peligro procesal
y que, de ese modo, 'omitió analizar la incidencia del conjunto de esas circunstancias en
relación con la situación particular del imputado y subordinó la posibilidad de controvertir
la presunción de fuga que resulta de la gravedad de la sanción a partir de condiciones
fuera del orden común, que excederían las del caso pero que tampoco delineó'". Repuntado
de ilegítimas las decisiones arbitrarias por no estar adecuadamente fundadas, advirtiendo
qué ocurre cuando "se demuestran groseras deficiencias lógicas de razonamiento,
apartamiento de las constancias de la causa o una total ausencia de fundamento
normativo que impidan considerar el pronunciamiento de los jueces ordinarios como la
'sentencia fundada en ley' a que hacen referencia los artículos 17 y 18 de la Constitución
Nacional"(463).
A su tiempo, en el fallo mencionado, el voto del Dr. Rosenkrantz se encarga de precisar este
ineludible requisito: "Esta Corte debe enfatizar que los jueces deben fundamentar la
imposición de la prisión preventiva de modo claro, con expresas referencias a las
constancias de la causa y no deberán basarse únicamente en las características personales
del imputado o las del hecho atribuido. La prisión preventiva nunca puede ser la manera
encubierta en que el Estado castigue a quien está sujeto a proceso. Castigar sin que se
hubieran satisfecho los requisitos exigidos por la ley y por la Constitución implicaría la
violación de los principios para cuya satisfacción justamente, se ha concebido la existencia
misma del Estado".
De lo expuesto se destaca el delicado ámbito en el cual las medidas coercitivas deben ser
aplicadas, es decir, mientras transcurre el proceso y, por ende, se adoptan, sin tener en
cuenta la totalidad de los elementos configurativos de la responsabilidad individual y su
exacta medida, además de no hallarse completa la acreditación del hecho punible. Al
mismo tiempo, hay que considerar que generalmente no se consideran los elementos
exculpatorios ni las pruebas acompañadas por la defensa. Por ende, constituyen una
indiscutida realización inmediata del poder penal coactivo del Estado y no son el resultado
del pleno contradictorio de las partes, relegando por lo tanto la situación personal del
imputado a un plano secundario (dado que la prisión preventiva en la mayoría de los casos
se adopta antes de haberse podido oponer defensa alguna, la que generalmente queda
diferida para la fase recursiva), puesto que en estos casos prevalece la cautela y la
seguridad del proceso(464).
Entonces, además de aplicarse en supuestos en los que haya indicios razonables que
vinculen al acusado con el hecho investigado y que exista un fin legítimo que la justifique,
el uso de la prisión preventiva debe estar limitado por los principios de legalidad,
necesidad, proporcionalidad y razonabilidad vigentes en una sociedad democrática. El
respeto y la garantía del derecho a la presunción de inocencia, y la naturaleza excepcional
de la prisión preventiva, como la medida más severa que puede imponerse a un acusado,
exigen que esta sea aplicada de acuerdo con los mencionados estándares (véase con un
lenguaje similar: CIDH, caso "Yvon Neptune c. Haití", fondo, reparaciones y costas, sent.
del 6/5/2008, serie C, nro. 180, párr. 107; CIDH, caso "Servellón García y otros c.
Honduras", sent. del 21/9/2006, serie C, nro. 152, párr. 88; CIDH, caso "López Álvarez c.
Honduras", sent. del 1/2/2006, serie C, nro. 141, párr. 67; CIDH, caso "García Asto y
Ramírez Rojas c. Perú", sent. del 25/11/2005, serie C, nro. 137, párr. 106; CIDH, caso
"Acosta Calderón c. Ecuador", sent. del 24/6/2005, serie C, nro. 129, párr. 74; CIDH, caso
"Tibi c. Ecuador", sent. del 7/9/2004, serie C, nro. 114, párr. 106)(465).
Asimismo, hay que tener en cuenta que el peso de la carga de la prueba acerca de la
acreditación de peligros procesales pesa sobre la acusación, puesto que "el respeto al
derecho a la presunción de inocencia exige igualmente que el Estado fundamente y
acredite, de manera clara y motivada, según cada caso concreto, la existencia de los
requisitos válidos de procedencia de la prisión preventiva" (CIDH, caso "Usón Ramírez c.
Venezuela", excepción preliminar, fondo, reparaciones y costas, sent. del 20/11/2009,
serie C, nro. 207, párr. 144). "En efecto, corresponde al tribunal y no al acusado o a su
defensa acreditar la existencia de los elementos que justifiquen la procedencia de la prisión
preventiva" (CIDH, demanda de la Comisión IDH ante la CIDH contra la República

81
Bolivariana de Venezuela en el caso 12.554, Francisco Usón Ramírez, 25/7/2008, párr.
172).
En esta misión, "las características personales del supuesto autor y la gravedad del delito
que se le imputa no son, por sí mismos, justificación suficiente de la prisión preventiva"
(CIDH, caso "Bayarri c. Argentina", excepción preliminar, fondo, reparaciones y costas,
sent. del 30/10/2008, serie C, nro. 187, párr. 74; CIDH, caso "López Álvarez c. Honduras",
sent. del 1/2/2006, serie C, nro. 141, párr. 69) (466). Razón por la cual resulta necesaria una
explicación fundada en el caso en concreto: "La aplicación de una presunción del riesgo de
fuga sin una consideración individualizada de las circunstancias específicas del caso es
una forma de detención arbitraria, aun cuando tal presunción estuviera establecida en la
ley. La Comisión consideró además que el hecho de que tal presunción se aplicase en
función de un pronóstico de la pena constituía una violación al derecho a la presunción de
inocencia" (CIDH, informe 84/10, caso 12.703, fondo, "Raúl José Díaz Peña, Venezuela",
13/7/2010, párrs. 150, 152, 153, y 172).
En el mismo sentido, se entendió que "en cuanto al momento procesal en el que se evalúa
la procedencia de la prisión preventiva, es relevante subrayar que en virtud del derecho a la
presunción de inocencia el juzgador debe examinar todos los hechos y argumentos a favor
o en contra de la existencia de los peligros procesales que justificarían su aplicación o
mantenimiento, según sea el caso" (CIDH, informe 86/09, caso 12.553, fondo, "José, Jorge
y Dante Peirano Basso, Uruguay", 6/8/2009, párrs. 86 y 87), por lo cual "los jueces deben
expedir los autos que decretan la prisión preventiva luego de un análisis sustantivo, no
simplemente formal, de cada caso" (ONU, Grupo de trabajo sobre detenciones arbitrarias,
Informe sobre misión a Argentina, E/CN.4/2004/3/Add.3, 23/12/2003, párr. 65).
En definitiva, la Corte Interamericana señaló, con respecto al derecho a la libertad
personal, que "el fundamento jurídico que justifica la privación de libertad debe ser
accesible, comprensible y no retroactivo, y debe aplicarse de manera coherente y previsible
a todos por igual" (ONU, Grupo de trabajo sobre detenciones arbitrarias, Informe anual
presentado al Consejo de Derechos Humanos, A/HRC/22/44, 24/12/2012, párr. 62) (467).
Por ello, una vez establecida la relación entre el hecho investigado y el imputado,
corresponde fijar la existencia del riesgo procesal que se pretende mitigar con la detención
durante el juicio —el riego de fuga o de frustración de las investigaciones—, el cual debe
estar fundado en circunstancias objetivas. La mera invocación o enunciación de las
causales de procedencia, sin la consideración y análisis de las circunstancias del caso, no
satisface este requisito (CIDH, informe 86/09, caso 12.553, fondo, "José, Jorge y Dante
Peirano Basso, Uruguay", 6/8/2009, párrs. 80 y 85). Como ha señalado la Corte Europea,
los argumentos presentados por el tribunal no deben ser generales o abstractos, sino que
deben referirse a los hechos específicos y a las circunstancias personales del imputado que
justifiquen su detención (CEDH, "Aleksanyan c. Russia" [application 46468/08], sent.
22/12/2008 [Primera Sección de la Corte], párr. 179; CEDH, "Panchenko c. Russia
[application 45100/98], sent. del 8/6/2006 [Sección Cuarta de la Corte], párr. 107; CEDH,
"Piruzyan c. Armenia" [application 33376/07], sent. del 26/6/2012 (Tercera Sección de la
Corte), párr. 96; CEDH, "Becciev c. Moldova" [application 9190/03], sent. del 4/10/2005
[Sección Cuarta de la Corte], párr. 59).
Es decir, la justicia no puede funcionar "en automático", en atención a patrones,
estereotipos o fórmulas preestablecidas en las que solo se verifiquen ciertas condiciones del
acusado, sin que se den razones fundadas que justifiquen la necesidad y proporcionalidad
de mantenerlo en custodia durante el juicio (a este respecto véase, por ejemplo, CEDH,
"Sulaoja c. Estonia [application 55939/00], sent. del 12/12/2005 [Sección Cuarta de la
Corte], párr. 64; CEDH, "Piruzyan c. Armenia" [application 33376/07], sent. del 26/6/2012
[Tercera Sección de la Corte], párr. 99).
En cuando a la calidad de la evidencia o base que se requiere para poner a una persona en
prisión preventiva, la Corte Interamericana ha establecido que "deben existir indicios
suficientes que permitan suponer razonablemente que la persona sometida a proceso haya
participado en el ilícito que se investiga". Y partiendo del criterio esbozado por la Corte
Europea de la existencia de "sospechas razonables" fundadas en hechos o información
"capaces de persuadir a un observador objetivo de que el encausado puede haber cometido
una infracción", la Corte Interamericana determinó que tal sospecha "tiene que estar

82
fundada en hechos específicos y articulados con palabras, esto es, no en meras conjeturas
o intuiciones abstractas" (CIDH, caso "Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez c. Ecuador",
excepciones preliminares, fondo, reparaciones y costas, sent. del 21/11/2007, serie C, nro.
170, párrs. 101-103. Además del caso "Fox, Campbell and Hartley", citado por la Corte
Interamericana en el texto correspondiente a esta nota al pie, la referida definición de
sospecha razonable también fue seguida por la Corte Europea, por ejemplo, en "Case of
Grinenko c. Ukraine" [application 33627/06], sent. del 15/11/2012 [Sección Quinta de la
Corte], párr. 82; CEDH, "Case of K.-F. c. Germany" [application 25629/94], sent. del
27/11/1997, párr. 57).
En esta dirección se ha postulado "la necesidad de producir una suerte de 'inversión
copernicana' de los términos en que los códigos se ocupan del encarcelamiento procesal.
Hasta ahora todos parten de la base de que el Estado siempre tiene derecho de privar de su
libertad al sospechoso de la comisión de un delito. Bajo el influjo de esa idea se ocupan de
los casos en que esa potestad no podrá ser empleada o deberá cesar, regulando la
eximición de prisión o la excarcelación. Ello produce como consecuencia que sea la libertad
del imputado la que se deba justificar en cada caso (y no su privación, que se entiende
siempre justificada). Proponemos, en cambio, partir del reconocimiento del derecho del
imputado a permanecer en libertad durante el proceso penal, requiriendo que sea su
restricción la que se deba justificar en cada caso concreto, por medio de diversos
mecanismos"(468). Por lo tanto, si reconocemos que la libertad durante el proceso es un
derecho del imputado, de dicho postulado se deriva que su restricción deba ser, en cada
caso, rigurosamente fundada y justificada puesto que es la excepción a la regla de la
preeminencia de la libertad sin sentencia de condena. En razón de lo expuesto y del
respeto al principio de inocencia, no es el imputado quien debe probar hechos o
circunstancias para permanecer en libertad durante el proceso, sino que cabe al Estado
demostrar que las medidas de coerción resultan indispensables y necesarias en su contra,
en ese proceso concreto, a fin de afianzar la justicia y permitir la aplicación de la ley
vigente(469).
Pero no solo los alcances de la imputación deben ser justificados, sino que también deben
ser fehacientemente acreditadas y ponderadas en la resolución jurisdiccional las razones
que lleven a concluir en la posibilidad de la perturbación de la investigaciones, de
enturbiamiento de los trámites y/o de peligro de fuga del encartado, para poder recién,
entonces, disponer la medida de coerción personal en su contra (470), puesto que la sola
sospecha que el imputado, por el monto de la pena que se espera en caso de recaer
condena, intentará eludir la administración de justicia penal, no puede justificar un
encarcelamiento preventivo. El Estado, para aplicar un encarcelamiento preventivo
constitucionalmente autorizado, debe probar sus presupuestos (471). Resulta entonces
elocuente que los esfuerzos argumentativos deben estar dirigidos, no a predecir con
anticipación penas draconianas, sino a analizar con cuidado cuáles son las razones
valederas que autorizan a afirmar que existe la posibilidad cierta de que el imputado
impedirá la realización del proceso penal, y por qué razón la detención sería la única
alternativa útil y proporcionada(472).
De esta forma, queda claro que, en todo caso, no basta con la utilización de fórmulas
genéricas y abstractas, que terminan siendo simples afirmaciones dogmáticas, vacías de
contenido, que solo evidenciarían la voluntad de mantener la privación de libertad (473).
En tal dirección, la jurisprudencia ha dicho que "la fundamentación de la resolución es
aparente, ya que las aserciones o negaciones dogmáticas efectuadas no han sido
vinculadas con las pruebas seleccionadas y valoradas. Únicamente se limitan a reproducir
estándares doctrinarios o jurisprudenciales sin ponerlos razonadamente en relación con los
hechos de la causa (Cafferata Nores, José I. - Tarditti, Aída; Código Procesal Penal de la
Provincia de Córdoba. Comentado, Tomo 2, Editorial Mediterránea, Córdoba, 2003, pág.
290)" (CNCasación Penal, sala III, 22/12/2004, "Macchieraldo, Ana María Luisa s/recurso
de casación e inconstitucionalidad", causa nro. 5472).
Por lo tanto, la necesidad de la detención preventiva debe manifestarse en grado de
imprescindibilidad, puesto que no debe haber otro modo para asegurar el desarrollo o el
fruto del proceso que privar de libertad. Y esa férrea e inevitable necesidad debe explicarse
en relación con circunstancias que surjan de evidencias objetivas y no de prejuicios,

83
presuposiciones o de la experiencia pasada del juez en casos similares, pues en esto reside
la racionalidad(474) de la medida. De aquí podemos advertir que un significativo prejuicio
que puede eximir de dar mayores justificativos a una decisión que restringe la libertad
individual lo constituye la ponderación de la pena eventualmente aplicable en el caso en
concreto, puesto que en tal caso, por lo general, la resolución se sustenta sobre frases
estereotipadas por las cuales se afirma que existiría la posibilidad de que se imponga una
pena por encima del mínimo legal o que no sería de ejecución condicional o que nos
hallaríamos ante la presencia de una fuerte presunción de elusión, asentada sobre la
expectativa de una pena elevada. Pero si miramos la cuestión desde el punto de vista del
art. 18 de nuestra CN, vemos que categóricamente consagra: "Ningún habitante de la
Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso... ni
arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad competente...", de lo cual se colige
que, con más razón, la detención que se dice preventiva y, por lo tanto, provisoria y
cautelar, deba guardar más recaudos que la que reviste el carácter de sentencia definitiva
y, más aún, debe sujetarse estrictamente a los dictados de la ley previa que la regula (475).
Entonces, según los parámetros que obligan a fundamentar estrictamente toda medida
restrictiva de la libertad con anterioridad a la sentencia de condena, no basta la
fundamentación de la coerción personal sobre una mera probabilidad o expectativa de
condena que recaerá sobre el imputado, puesto que consiste en una pauta por demás
incierta y es un extremo que debe determinarse durante todo el transcurso del proceso, ya
que los estrictos requisitos de fundamentación de toda decisión que restrinja la libertad del
imputado con carácter precautorio implica que no pueda verificarse fehacientemente en los
primeros momentos de la instrucción todas las cuestiones que importen la imposición de
una pena determinada por un hecho típico específico; más, cuando se advierte que con ello
no se descarta la posibilidad contraria, en cuanto el imputado sea reprimido en menor
cuantía o incluso que pueda declararse su inocencia. En esa dirección se ha sostenido que
"si los magistrados que entienden en una causa no tienen la posibilidad de demostrar que
existe suficiente evidencia de una eventual intención de fuga u ocultamiento la prisión se
vuelve injustificada... no es admisible que los jueces invoquen las necesidades de
investigación de manera abstracta y general sin que debe tratarse de un peligro efectivo
cuya comprobación recae en manos del Estado" (CIDH, informe 2/97, párrs. 33-34).
Se advierte así que una postura tendiente a fundar una medida de coerción sobre un juicio
hipotético de penalidad implica una inversión de los principios básicos del proceso penal,
respetuosos de la dignidad humana, puesto que, ante el mero indicio (y, a veces, ante la
sola sospecha) se hace sufrir la pena (en sentido puramente retributivo), para luego
determinar la culpabilidad(476). En dicho sentido, nuestra CS ha sostenido: "Que resulta
oportuno señalar que la extrema gravedad de los hechos que constituyen el objeto de este
proceso, o de otros similares, no puede constituir el fundamento para desvirtuar la
naturaleza de las medidas cautelares ni para relajar las exigencias de la ley procesal en
materia de motivación de las decisiones judiciales, a riesgo de poner en tela de juicio la
seriedad de la administración de justicia, justamente, frente a casos en los que se
encuentra comprometida la responsabilidad del Estado argentino frente al orden jurídico
internacional" (CS, 15/4/2004, "Massera, Emilio Eduardo s/incidente de excarcelación").
Extremo que incluso genera consecuencias patrimoniales en quien padezca una arbitraria
privación de la libertad bajo encierro provisorio: "La denegación del beneficio de la
excarcelación fundado en meras afirmaciones genéricas y dogmáticas, contradictorias con
las concretas circunstancias de la causa, genera en quien se halla privado de la libertad el
derecho a reclamar una indemnización" (CS, 1/11/1999, "Rosa, Carlos Alberto c. Estado
Nacional - Ministerio de Justicia y otro s/daños y perjuicios varios", Fallos 322:2683).
Por lo tanto, resulta intolerable admitir tácitamente que las razones de la imposición de
una pena puedan quedar ocultas cuando lo que se halla en juego es la máxima injerencia
estatal posible sobre un individuo. El hecho que los ordenamientos procesales exijan que
también la imposición de la pena concreta esté fundada, en nada modifica la situación si se
admite como fundamentación suficiente una serie ininterrumpida de fórmulas vacías o,
incluso, la mera referencia a haber "tomado en consideración las circunstancias de los
arts. 40 y 41, C. Penal"(477).

84
Tal punto de vista ha sido puesto de relieve por nuestra Corte: "Al resolver en el citado
precedente de Fallos 307:549, esta Corte puso de manifiesto la inidoneidad de las fórmulas
genéricas y abstractas para denegar un pedido de soltura. En tal sentido, la sola referencia
de que Alberto Gómez, no habría de ser acreedor del beneficio previsto en el art. 26 del
Cód. Penal, en tanto no puede '...presumirse, en razón de las circunstancias del hecho, que
ante una eventual condena ella pueda ser de ejecución condicional', descalifica dicho
pronunciamiento con arreglo a la doctrina del tribunal en materia de arbitrariedad, ya que
al no precisar cuáles son aquellas circunstancias que vedan su otorgamiento, carece de
fundamento suficiente para sustentar la decisión denegatoria, máxime cuando tampoco
nada se dijo respecto de las condiciones personales del procesado" (Fallos 311:652). Es así
como una pena no puede estar apoyada sino en hechos precisos y transmisibles, por lo que
no es posible admitir que el juez del hecho pueda llegar a la decisión acerca de cuál es la
pena adecuada al caso a través de percepciones vagas, que no puede expresar en palabras
o por medio de un conocimiento místico acerca de las calidades personales del
imputado(478). Tal presupuesto también surge al analizar la culpabilidad como base para
medir la pena, esto es, que su monto no solo se debe aplicar según criterios de prevención,
tal como parece surgir de los arts. 40 y 41 del Cód. Penal, sino que, por principios
constitucionales y por los tratados sobre derechos humanos, actualmente de jerarquía
constitucional, la culpabilidad debe analizarse en función de la relación del autor con su
hecho, la forma de comprender lo disvalioso de su acto y la internalización de las
normas(479), análisis que mal puede ser efectuado en plena instrucción de la causa y sin la
totalidad del juicio concluido, puesto que las consideraciones efectuadas en el pronóstico
de pena se ligarían, entonces, con la mera objetividad del daño merced a una vinculación
ciega o fatal con el probable supuesto que se pretende investigar o, en otras palabras, se
castigaría en forma anticipada al sujeto por lo podría haber ocurrido y no por lo que
comprobadamente ha realizado, con lo cual solo obtendríamos que la fundamentación de la
probable pena, en un estadio que no sea el del momento final del proceso, importaría una
consideración fragmentaria y aislada de las pautas relevantes a tal efecto, lo cual lo
invalida como pronunciamiento judicial, puesto que no nos encontraríamos ante una
decisión con fundamentos suficientes, sino en un puro acto de arbitrariedad judicial.
En este punto, como en todos los vinculados a las medidas cautelares, nos enfrentamos a
un análisis del futuro, porque sea quien fuere el encargado de contestar esa pregunta
deberá imaginar qué es lo que puede ocurrir más adelante y no evaluar sobre lo
ocurrido(480). La restricción a la libertad individual se justifica, en consecuencia, para evitar
que de ahora en adelante el imputado perturbe la actuación de la justicia para aplicar el
derecho, haciendo residir el problema, no en lo que el prevenido hizo antes del hecho del
proceso, sino en lo que probablemente hará después(481). Entonces, solo interesa apreciar el
pasado del autor para determinar si este obstaculizará poder alcanzar los fines del proceso.
Y si la conclusión es afirmativa sobre la producción inmediata o mediata de tales peligros,
demostrados por evidencias concretas y/o vehementes, graves y concordantes indicios —no
de meras sospechas (aquí la duda favorece al reo)—, las cuales convenzan al juzgador
respecto de que se verá impedido de descubrir la verdad y hacer justicia en el caso bajo
juzgamiento, y/o que finalmente habrá falta de sometimiento material del incurso, recién
en esas situaciones podrá justificar a nivel constitucional y procesal la denegatoria de
excarcelación(482).
En definitiva, para fundamentar una decisión de semejante entidad es menester tener en
cuenta su esencia cautelar, la provisionalidad en su imposición, su carácter excepcional y
su aplicación restrictiva, los derechos involucrados que importa padecer gravámenes
irreparables, su duración razonable y que, en dicho contexto, conferirle fundamentación
implica explicar de manera lógica, coherente y comprobable los supuestos habilitantes de
la medida de coerción, de suerte tal que se asiente en una imputación identificada bajo
una figura legal concreta, a través de elementos de prueba legítimos y, a su vez, que
realmente identifique otros elementos adicionales por los cuales se presumen
fehacientemente riesgos procesales concretos y demostrados, no solo presumidos, a través
de una relación causal determinada.

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XVI. LA PELIGROSIDAD PROCESAL, ÚNICA RESTRICCIÓN COMPATIBLE CON LA CONSTITUCIÓN
NACIONAL
La propuesta de que la peligrosidad procesal sea el único obstáculo a la restricción de la
libertad individual ha encontrado eco en un precedente de nuestro Máximo Tribunal, al
entender que "cuando las características del delito que se imputa, las condiciones
personales del encartado y la pena con que se reprime el hecho, guarden estrecha relación
con la posibilidad de que se pueda intentar burlar la acción de la justicia y con ello impedir
la concreción del derecho material, deberá denegarse la excarcelación solicitada" (Fallos
310:1476).
También se ha sostenido que, con arreglo al principio de excepcionalidad (483), la
peligrosidad procesal debe reunir los siguientes requisitos: a) no puede estar presumida en
abstracto, b) debe comprobarse en el caso en concreto, c) debe resultar de pautas de orden
subjetivo, esto es, atinentes a la personalidad o situación del imputado como proclive a la
evasión o la obstrucción del proceso. La necesidad de encarcelar preventivamente al reo
dependerá así de la factura de un pronóstico de inconducta procesal que determine riesgos
sobre la realización del proceso penal (484), por lo que, si bien dicho peligro es una cuestión
de índole objetiva para cuya determinación aparecería idónea la consideración de pautas
de carácter más o menos objetivo, lo real y cierto es que ese riesgo va unido a una
conducta del procesado considerada de probable ocurrencia, lo que lleva racionalmente a
que la probable ocurrencia de una conducta riesgosa debe ser hipotéticamente anticipada
por el juez mediante la consideración de pautas que guarden relación con el autor de esa
conducta. Entonces, estas pautas no podrán ser sino subjetivas, esto es, criterios de
valoración de la personalidad del reo, de su actitud concomitante y posterior al hecho que
se le atribuye(485), de su conducta durante el proceso y de su situación social, laboral,
familiar y económica, en la medida en que la ponderación de todos estos signos sea
suficiente para determinar la mayor o menor proclividad del sujeto a su sometimiento al
proceso y al cumplimiento de la eventual pena(486).
En este punto, como en todos los vinculados a las medidas cautelares, nos enfrentamos a
un análisis "del futuro", porque sea quien fuere el encargado de contestar esa pregunta
deberá imaginar qué es lo que puede ocurrir más adelante y no evaluar sobre lo
ocurrido(487). La restricción a la libertad individual se justifica, en consecuencia, para evitar
que de ahora en adelante el imputado perturbe la actuación de la justicia para aplicar el
derecho, haciendo residir el problema, no en lo que el prevenido hizo antes del hecho del
proceso, sino en lo que probablemente hará después(488). Entonces, solo interesa apreciar el
pasado del autor para determinar si este obstaculizará poder alcanzar los fines del proceso.
Y si la conclusión es afirmativa sobre la producción inmediata o mediata de tales peligros,
demostrados por evidencias concretas y/o vehementes, graves y concordantes indicios —no
de meras sospechas (aquí la duda favorece al reo)—, que convenzan al juzgador respecto de
que se verá impedido de descubrir la verdad y hacer justicia en el caso bajo juzgamiento,
y/o que finalmente habrá falta de sometimiento material del incurso, recién en esas
situaciones podrá justificar a nivel constitucional y procesal la denegatoria de
excarcelación(489).
Como ejemplo de lo expuesto, la Comisión IDH tiene dicho que "en la evaluación de la
conducta futura del inculpado no puede[n] privilegiarse criterios que miren sólo al interés
de la sociedad", considerando a su vez que el encarcelamiento "debe basarse
exclusivamente en la probabilidad de que el acusado abuse de la libertad... El interés del
individuo que ha delinquido en rehabilitarse y reinsertarse en la sociedad también debe ser
tomado en cuenta" (CIDH, informe 12/96). Destacando además que el hecho de fundar la
detención en los antecedentes penales del imputado implica recurrir a circunstancias que
no tenían relación alguna con el caso y que la consideración de los antecedentes vulneraba
claramente el principio de inocencia y el concepto de rehabilitación (informe 12/96) (490).
Al afirmarse, entonces, que la detención preventiva del imputado está destinada a asegurar
su comparecencia al proceso, con lo que se garantizará su desarrollo total, es menester
reconocer que no siempre será necesario mantenerlo privado de su libertad. Hacerlo sería
sustituir la idea de necesidad por la de comodidad, lo que resultaría intolerable. Debemos
tener presente que el imputado generalmente espera "vencer la prueba del juicio" (491), por lo
cual, sobre todo frente a una acusación leve, seguramente preferirá afrontar el proceso

86
antes que fugar. Además, la experiencia indica que no es probable, en tales casos, que "se
prive de las ventajas de las defensas, muy imperfecta en la rebeldía, para andar huido y
oculto", "con pocos recursos" y "con grandes probabilidades de empeorar su causa y ser
reducido en prisión"(492). Y en el caso de que lo haga, la intranquilidad de espíritu de quien
vive al margen de la ley, que los procesalistas franceses llaman "insomnio", equivale a la
pena de la cual se ha evadido (493). Es menester afirmar que el peligro de fuga no existirá
siempre, sino en ciertos casos extremos, y que solo estos justificarán el encarcelamiento del
imputado(494).
De lo hasta aquí expuesto se advierte que la institucionalización de los delitos
inexcarcelables (es decir, por la característica de la figura típica y no por
su quantum punitivo) no se fundamenta en criterios procesales. Es que no hay
fundamentos lógicos para afirmar que la imputación de uno de tales delitos haga peligrar
siempre el descubrimiento de la verdad o la actuación de la ley, ni que la presunta
comisión de alguno de tales ilícitos revele una personalidad siempre proclive a frustrar los
fines del proceso o a proseguir delinquiendo. El encarcelamiento preventivo no tendrá, en
estos casos, carácter cautelar, pues en la mayoría de ellos no habrá ningún peligro para el
proceso que deba ser neutralizado. Conscientes de ello, los legisladores e intérpretes de
este tipo de leyes han desnudado su verdadera concepción acerca del fundamento de la
inexcarcelabilidad, en tanto se utiliza como un modo de prevenir o reprimir delitos como el
presuntamente cometido. Es decir, equiparan la institución procesal a la pena del derecho
penal, lo que es inadmisible (495). Por lo cual habrá de tenerse en cuenta que las medidas
cautelares aplicables durante el proceso están únicamente limitadas al aseguramiento del
juicio, no existe autorización constitucional a poder alguno del Estado a restringir la
libertad de las personas por motivos que no sean concernientes a la necesidad de
garantizar su realización.
Es necesario, entonces, contar con pautas subjetivas y concernientes al imputado para
apreciar la peligrosidad y no que el orden jurídico expropie dicho análisis al magistrado, de
suerte de imponerle pautas objetivas de apreciación jure et de iure, cual suerte de prueba
tasada, de aquí que el monto de pena en expectativa figure como un dato más para evaluar
las consecuencias que trae aparejada la coerción personal, a la que puede ir unida la
concurrencia de flagrancia(496), dada la evidencia en la comisión de un ilícito que encierra,
lo cual establece una innegable diferencia valorativa ante la mayor evidencia (497); pautas por
demás razonables, ya que en cuestiones —como las debatidas en los precedentes citados—
en las que existen muchos puntos dudosos en los hechos o discutibles en el derecho no
resulta lógico adelantar la punibilidad y lesionar irremediablemente al imputado.

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XVII. EL PRETENDIDO CONFLICTO DE SEGURIDAD. GARANTÍAS
También cabe destacar que diferentes pronunciamientos liberatorios pueden generar el
sentimiento que se privaría de conferir la debida seguridad a la ciudadanía al liberarse a
personas imputadas de delitos de cierta entidad que comúnmente eran inexcarcelables.
Pero, antes bien, debemos considerar que no puede aplicarse la detención preventiva con
base en consideraciones de prevención general o como medida tendiente a brindar una
fugaz sensación de seguridad ciudadana, puesto que un individuo con pleno goce de su
estado de inocencia no puede ser utilizado como medio al servicio de la investigación ni
como ejemplo de que se está impartiendo justicia cuando, precisamente, no se conoce el
resultado final del conflicto(498). Por eso hay que entender que cada hombre y cada mujer
constituye un fin por su sola condición de tal y que, por el contrario, la organización
político-jurídica refiere que el Estado resulta ser un medio al servicio del individuo y no un
fin en sí mismo. Es así como debe deducirse que en el Estado de derecho los derechos y las
garantías son reconocidos en la Constitución y no creados por ella; por ende, no solo son
preexistentes a la estructura estatal, sino que hacen a la esencia del propio sistema (499).
También es indudable que la Constitución se apoya en una serie de valores cuya
realización total no siempre es posible para todos a la vez, puesto que el sistema penal
debe avanzar sobre derechos de los particulares a fin de cumplir con su cometido de
conferir seguridad a la comunidad. Pero también es claro que en los conflictos de estos
valores entre sí, el sacrificio o la restricción de uno de ellos solo se justifica si de tal manera
se salva otro de mayor jerarquía (500), axioma en el cual la ponderación de valores siempre
habrá de ser interpretada a favor de la efectiva vigencia de los derechos individuales (501).
Ello demuestra la existencia durante el proceso penal de dos intereses contrapuestos (502).
Por un lado, el del Estado, que busca castigar a los culpables mediante una averiguación
ilimitada de la verdad y, opuestamente, están los principios del Estado de derecho, que
exigen salvaguardar, por una parte, los derechos de los inocentes y, por otra, garantizar los
derechos fundamentales del ser humano (503). Dentro de este espectro, nos encontramos con
quienes quieren ampliar la prisión preventiva que en general invoca el deber de una
administración de justicia de eficiente funcionamiento y de poner coto a la criminalidad.
Pero quien considera excesiva a la prisión preventiva lo hace en nombre de las restricciones
formales judiciales de un procedimiento penal acorde con el estado de derecho (504).
Por ello resulta posible colegir que el interés general de la sociedad que radica en la
investigación, prosecución de la acción penal y finalmente en la condena del autor de un
hecho ilícito, no importa perder de vista la posición del individuo que se enfrenta a la
actuación jurisdiccional, que se hace acreedor de un juicio justo, de gozar de su libertad
individual mientras no cuente con sentencia firme de condena y en el que pueda proveer
eficazmente a su defensa. De este modo, el distintivo que ofrece el proceso penal es el de
que todos sus institutos giran en torno a ese equilibrio de garantías (de seguridad para la
sociedad y de libertad para el individuo) a punto tal que, en mayor o menor medida,
aparece casi siempre el orden público detrás de cada uno de ellos. Por eso se exige que la
ley formal y su aplicación dentro del juicio deban guardar en todo momento un cuidado
equilibrio de esos intereses. De esta manera, la prisión preventiva puede ser comprendida
si se considera como tarea de las normas procesales no solo garantizar la protección del
ciudadano frente al delincuente, sino preservar al inculpado de una intervención injusta
del órgano de persecución penal(505).
En consecuencia, entre los dos intereses referidos, las medidas coercitivas cautelares se
ubican precisamente en el centro como instrumento habilitado para salvaguardar los fines
del proceso (su realización, inmediata o reconstrucción fáctica y mediata como aplicación y
actuación de la norma material). Se sitúan precisamente en el punto de tensión entre los
fines a realizar (eficacia) y la propia realización constitucional (garantías), afirmándose que
todas las medidas coercitivas (cautelares) penales están en relación con un derecho
constitucional(506). Ello se entiende al verificarse que la excesiva tutela del interés del
Estado en lograr el esclarecimiento de los hechos delictuosos y la individualización de sus
autores para que no queden impunes podría llevar a excesos en detrimento de los derechos
del imputado, en tanto que la protección en demasía del interés de este último podría
conducirnos a una situación en que la mayoría de los delitos quedaran impunes, con la
consiguiente alarma de la sociedad(507).

88
Entonces, esta confluencia de valores permite reconocer la necesidad de que el sistema de
enjuiciamiento asegure el máximo equilibrio posible, a fin de que la satisfacción del interés
público se consiga con el menor sacrificio de los derechos de los ciudadanos. Y en ese
plano se ha pensado que si el delito vulnera bienes colectivos que exige protección, la
prisión provisional es un sacrificio impuesto al individuo en holocausto de la sociedad (508),
pero que debe mantenerse en los marcos conceptuales que la habilitan como medida
cautelar y no debe nunca aplicarse como una verdadera sanción; ello, según los principios
a los que la medida se halla supeditada y al marco constitucional que la delimita. Por ende,
cuando las medidas procesales que facilitan la aplicación del ius puniendi entren en
colisión con el ius libertatis deberían ponderarse el interés estatal de persecución penal y
los intereses de los ciudadanos en el mantenimiento del más amplio grado de eficacia de
sus derechos fundamentales(509).
En esta búsqueda de un plano racional que delimite coherentemente la cuestión, Vélez
Mariconde(510) consideraba que, en los Estados liberales y democráticos, la solución al
problema de la libertad durante el proceso penal es deficientemente tratada desde el plano
moral o psicológico, sin prestarle debida atención al discutido principio de inocencia, al
cual se lo considera como la natural y única finalidad de la restricción de la libertad
durante el proceso penal.
Es que en los Estados liberales y democráticos no basta oponer el interés social por la
represión del delito al interés individual por la libertad para justificar la custodia
preventiva como un "mal necesario" y reconocer el triunfo del primero. Como la ley
suprema contiene principios básicos de los que el legislador no puede prescindir, la
cuestión debe resolverse en un plano dogmático. No es posible eludir el examen dogmático
cuando la solución depende de la interpretación de normas y principios constitucionales
que suministran la base del sistema jurídico penal. Es así como, en un Estado
democrático, donde la libertad individual está en la misma base del ordenamiento jurídico,
parece urgente superar toda concepción que signifique un estado de inferioridad con
respecto al ideal jurídico, para recordar que el proceso penal es un instrumento de hacer
efectiva la defensa del derecho, aunque tutele simultáneamente el interés represivo de la
sociedad y el interés individual (también social) por la libertad(511).
La postura expuesta, al partir de presupuestos dogmáticos derivados de los postulados
constitucionales, tiene la virtud de configurar una base segura de utilización de las
medidas coercitivas y de respetar sus límites (máxime cuando claramente los pactos
internacionales incorporados a nuestra CN refieren que la validez de la prisión preventiva
se supedita únicamente al aseguramiento de la realización del proceso), haciendo
predecible su aplicación y, a la vez, controlable su implementación. Si bien se mira a la
seguridad en la aplicación del derecho, debe respetarse en todo momento la libertad
individual del que es sometido a proceso.
Por su parte, también Clariá Olmedo advertía que no resulta fácil encontrar el justo
equilibrio para promover simultáneamente a la tutela del interés privado y del público
cuando la de uno de ellos significa en cierta medida el sacrificio del otro. Pero de esto no
puede deducirse que haya contradicciones ni siquiera aparentes. Tan solo existe un
enfrentamiento de intereses que las leyes resuelven con criterio no siempre uniforme. Es
obra de la doctrina encontrar las soluciones más adecuadas para mantener el equilibrio del
proceso. Debe buscarse la conciliación entre ambos intereses, salvando de esta manera las
dificultades, muchas veces, espinosas.
La solución ha de encontrarse, según el mencionado autor, echando mano a la limitación
de la actividad coercitiva en general, que adquiere aquí su significado más preciso: deben
aplicarse cuando sean necesarias y en la medida que lo sean, para asegurar el imperio de
las normas penales de fondo y de forma; no pueden exceder la estricta necesidad. El
sacrificio de la libertad debe reducirse al mínimo necesario, vale decir, al margen de
suficiencia (lo indispensable) para prevenir el daño jurídico previsto. Todo exceso será
inútil, transformando la medida preventiva en pena, el fin de seguridad en innecesario
rigor. Cuando ese límite sea excedido se incurrirá en ilegalidad. Si las normas procesales
no lo fijaren adecuadamente, violarían las garantías constitucionales que protegen la
libertad individual(512).

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De esta manera, deben privilegiarse los principios fundamentales de las medidas
restrictivas de la libertad personal que tiende a legitimar, resguardar y encausar la recta
aplicación de la coerción procesal, cuáles son los que requieren la estricta necesidad de su
imposición, la proporcionalidad y la excepcionalidad en su implementación, todo ello
afirmando el carácter de ultima ratio del instituto.
Así, debe tenerse en cuenta que la propia CN ha preferido en su art. 18 la alarma social
que puede causar la libertad del sospechoso a la mayor alarma que causaría el
conocimiento de que se ha adelantado pena a un inocente. Se ha optado por la seguridad
de la sanción justa antes que la imprudente espectacularidad de la represión inmediata. Lo
que sí debe producirse inmediatamente es la investigación estatal frente a la noticia de la
posible comisión de un delito. Ella debe ser suficiente para satisfacer el sentido público de
justicia antes del juicio definitivo (513).
Precisamente, con la cantidad de métodos que contamos en la actualidad para localizar a
una persona, con la posibilidad de embargarle sus bienes y prohibirle la salida del país, no
tiene sentido y resulta sumamente desproporcionado causarle perjuicios irreparables al
privarlo de manera efectiva de su libertad individual.
También en tal caso es preciso alertar respecto de las soluciones emocionales que postulan
un desmantelamiento del proceso penal liberal para garantizar una mejor persecución del
delito, pues llevadas a sus últimas consecuencias suelen olvidar que la función primordial
del Estado es la protección de la libertad, puesto que constituye un postulado fundamental
de nuestro sistema jurídico vigente que el poder penal no puede ser ejercido sin
limitaciones ni contralores(514), ni su objetivo ser cumplido a cualquier precio, es decir,
desvirtuando la vida del hombre al ponerlo al servicio de la administración de justicia. De
esta forma, podemos aseverar que "la protección de la libertad poniendo en grave riesgo la
libertad es difícilmente compatible con nuestra idea de un Estado democrático de
Derecho"(515).
En definitiva, podemos concluir que la detención provisional no es siempre obligatoria (a
ello confluye el estado de inocencia y todos los principios que la rigen, como ser el de
excepcionalidad, ultima ratio, no imposición de una pena por adelantado, subsidiaridad,
interpretación restrictiva, etc.), sino que la obligación de Estado es en todo momento actuar
razonablemente, salvaguardar la efectiva vigencia de los derechos constitucionales, puesto
que respetar los derechos fundamentales no significa otra cosa que ver en el hombre
sometido a proceso su condición humana y ser tratado en consecuencia.

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XVIII. MOMENTOS DE LA DETENCIÓN PROVISIONAL
En primer lugar, cabe considerar que el cese de la prisión preventiva no puede entenderse
como un supuesto excarcelatorio, sino que conforma un preciso límite a la potestad
cautelar que tiende a asegurar la consecución del juicio; además, significa un presupuesto
de protección del derecho a la libertad y a la realización de un juicio en un plazo razonable.
Por eso es por lo que la duración de las medidas de coerción de carácter personal sin duda
representa un límite mucho más estricto que el destinado a la totalidad del proceso, por la
lesión del derecho a la libertad que importa y por la irreparabilidad del perjuicio que
implica, puesto que el plazo de detención "es necesariamente mucho menor que el
destinado al juicio" (CIDH, informe 12/96).
En definitiva, se verifica que, tanto los fundamentos que legitiman el dictado de la medida
cautelar personal, como los que delimitan su razonable duración, fincan en la idea que la
prolongación de la detención deviene como consecuencia del incumplimiento de la
obligación estatal de sustanciar los procesos en un término adecuado, a la vez que se
opone a la finalidad preventiva de dicha medida, trastoca sus presupuestos procesales, no
se compadece con el derecho individual a ser liberado luego de un considerable lapso y
desocializa al individuo acarreándole daños irreparables, por lo cual debe considerarse que
el término de dos años de duración —más la prórroga de un año, en caso de proceder—
constituye un plazo suficiente, razonable y proporcionado que se compadece con el derecho
constitucional involucrado, a la vez que se encuentra reglamentado por la respectiva ley de
plazos máximos, con lo cual se evidencia que sobrepasar este período importa desconocer
el concreto límite temporal que tal medida debe tener, entendiendo a la vez que se sustenta
solamente en una valoración provisional e incompleta de la situación del encausado y del
suceso que se le atribuye, el que solo es destruido mediante una sentencia firme de
condena.

18.1. LA LIMITACIÓN DE LA POTESTAD COERCITIVA


Corresponde destacar, en primer lugar, que la delimitación temporal de la prisión
preventiva implica un concreto límite razonable a la potestad coercitiva, precisamente ante
una medida de naturaleza provisional, que debe aplicarse e interpretarse de forma
restrictiva y acudirse en su resguardo de manera excepcional, proporcionada y
concretamente justificada ante supuestos que signifiquen riesgos concretos contra la recta
prosecución del juicio, razón por la cual se advierte que no consiste en un supuesto más de
excarcelación, sino que constituye una específica causal de caducidad de la medida
precautoria.
De allí que haya que destacarse el carácter eminentemente provisional de la coerción
procesal, que deriva de entender que la regla general es el estado de libertad del individuo
sometido a proceso y lo provisional es su privación. Pero la sustanciación del juicio previo
requerido por el art. 18, CN, impone afrontar la posibilidad de que, en circunstancias
excepcionales y previamente establecidas con minuciosidad, deba invertirse la regla general
y disponerse su encierro provisorio. Sin embargo, la provisoriedad de esta privación de la
libertad no admite la menor hesitación, ante el inapelable carácter de única fuente legítima
de pena que ostenta la sentencia definitiva (516). Por ende, si la sentencia condenatoria
constituye el único título jurídico idóneo para legitimar la restricción definitiva del derecho
a la libertad personal —como exigencia del propio orden jurídico que consagra la potestad
represiva del Estado y la potestad jurisdiccional—, la conclusión precedente demuestra que
el encarcelamiento del imputado solo puede tener, legítimamente, carácter provisional (517),
puesto que el sacrificio que implica solo puede ser consentido en los límites de la más
estricta necesidad, la cual debe ser verificada en concreto (518) y, en consecuencia,
justificada a medida que trascurre el procedimiento, máxime cuando se dilata de manera
indebida.
Vemos así que la característica común de todas las medidas precautorias es su
provisionalidad y no tienen otro fundamento que la estricta necesidad de evitar que
resulten desvirtuados los fines del proceso, por lo que resulta menester no
desnaturalizarlas y se encuentra vedado disponerlas como si fueran el comienzo anticipado
de una pena aún no impuesta y que el ulterior desarrollo del juicio pueda descartar (519).

91
Entonces, solo pueden justificarse mientras persistan las razones que las han
determinado, pues mantienen su vigencia en tanto subsistan las circunstancias que las
engendraron(520), es decir, mientras continúan existiendo todos sus presupuestos (521). De tal
modo, si dejan de ser necesarias, deben cesar(522).
Es así como todos los requisitos, presupuestos y exigencias que deben verificarse para
autorizar el encarcelamiento anticipado carecerían de sentido si solo fueran necesarios
para fundar la decisión inicial que ordena la detención. Si así fuera, una detención
inicialmente legítima podría tornarse arbitraria sin que pudiera remediarse tal situación.
Por este motivo, se reconoce el carácter provisional de toda detención preventiva, en tanto
no debe producir efectos definitivos como si se tratara de una pena o anticipo de castigo,
que el ulterior desarrollo del juicio pueda descartar (523). De esta forma, las medidas de
coerción contra el imputado deben aplicarse conforme a un criterio de estricta necesidad
actual y concreta, teniendo en cuenta que con ellas se afecta el derecho a la libertad de
quien goza de un estado de inocencia, quedando excluido todo rigor innecesario, sea por
excesivo para conseguir el fin propuesto o por ser meramente hipotético o inactual el riesgo
a prevenir(524).
De aquí deriva la necesidad de revisar constantemente si los presupuestos que habilitan al
dictado de esta medida coercitiva siguen vigentes a lo largo de todo el proceso o si alguna
circunstancia en especial pudo conllevar a hacer variar la situación inicial (525), puesto que
toda la mecánica del ordenamiento formal se encuentra dirigida a hacer cesar la
provisionalidad de la medida temporalmente restrictiva de la libertad y a que, en caso de
que no se haya arribado a una decisión definitiva, el imputado recupere su libertad,
extremo desde el cual debe interpretarse la ley 24.390.
Por lo tanto, las medidas de coerción no son definitivas, ya que se resuelven en función de
las circunstancias concretas y duran como máximo mientras se sustancie el proceso,
debiendo antes modificarse, sustituirse o dejarse sin efecto de oficio y/o a requerimiento de
parte interesada si aquellas han variado. La idea es que sean mínimamente lesivas y de
duración limitada, difundiéndose incluso cada vez con mayor fuerza dentro del proceso
penal la posibilidad de su revisión periódica o del cese de la prisión preventiva cuando
hubiera transcurrido un lapso razonable de investigación preparatoria (526). De tal
característica encontramos las razones fundamentales por la cual la detención solo puede
durar un lapso razonable, tornándose ilícita su injustificada prolongación en el tiempo,
puesto que de tal forma perderán su naturaleza provisional para pasar a formar parte de
una medida punitiva(527).
De allí la afirmación de que la prisión preventiva es una medida puramente cautelar y que
no pueda transformarse en un anticipo de pena tiene implicancia directa con el tiempo de
duración; es decir, el encarcelamiento preventivo no podrá durar eternamente. Claro que el
problema surge a partir de la excesiva duración del procedimiento (528), dirección en la cual
se expresó: "La situación jurídica de la persona que se encuentra en prisión preventiva es
muy imprecisa: existe una sospecha en su contra, pero aún no ha logrado demostrarse la
culpabilidad. Los detenidos en tales circunstancias sufren usualmente grandes tensiones
personales como resultado de la pérdida de ingresos, y de la separación forzada de su
familia y comunidad. Debe enfatizarse igualmente el impacto psicológico y emocional al que
son sometidos mientras dura esta circunstancia. Dentro de este contexto, será posible
apreciar la gravedad que reviste la prisión preventiva, y la importancia de rodearla de las
máximas garantías jurídicas para prevenir cualquier abuso" (Comisión IDH, informe 2/97,
Argentina, 11/3/1997).
Así, vemos que las medidas cautelares representan supuestos en los que la norma habilita,
en términos de eficacia, la restricción de derechos individuales de carácter patrimonial o
personal. Estos siempre implican una agresión a la persona o a sus bienes, de mayor o
menor grado, según el caso. De ahí la preocupación en el sentido de preservar, a través de
las medidas de coerción, los principios y la operatividad del Estado de derecho (529). Este
carácter cautelar es precisado por las Reglas mínimas de las Naciones Unidas para la
administración de la justicia penal.
Dentro de estos parámetros se advierte que el aspecto temporal constituye uno de los
pilares que legitima a todo el sistema judicial, puesto que importa la aplicación de la
coerción penal en un tiempo determinado, el que legítimamente cuenta el Estado para

92
desplegar su actividad investigadora y dentro del cual debe aplicar el derecho, sin afectar
indebidamente la libertad individual del hombre sometido al proceso. Así, cabe apuntar
que nuestra Corte ha dicho que "la finalidad del proceso penal consiste en conducir las
actuaciones del modo más rápido posible, que otorgue tanto a la acusación la vía para
obtener una condena como al imputado la posibilidad de su sobreseimiento o absolución,
en armonía con el deber de preservar la libertad de quien durante su curso goza de la
presunción de inocencia" (Fallos 315:1553).
Entonces, si los juicios finalizaran en términos razonables no sería tan grande el daño
derivado de un encarcelamiento indebido, por ejemplo, de dos o tres meses. Pero, en
verdad, sí lo es, y gravísimo, en nuestros casos, que duran años (530), de manera que la
amplitud de la prisión preventiva y su extensión temporal aniquilan la garantía formal del
proceso penal contradictorio, acusatorio y público (531). De tal forma, el proceso penal actual
cuenta con una serie de límites referidos a la dignidad del ser humano que impiden llevar a
cabo el procedimiento aplicando formas crueles y contrarias al respeto por el hombre
individual, típicas de la inquisición(532), cual es esencialmente el hecho de que la celebración
de un proceso sin demoras es un derecho de raigambre constitucional (533) y que también
opera como una garantía a favor del justiciable(534).
De aquí se sigue que la meta de averiguar la verdad no pueda desequilibrarse a costa del
ser humano, frente a lo cual es menester afirmar que si bien la averiguación de la verdad
—como base para la administración de justicia penal— constituye una meta general del
procedimiento, ella cede hasta tolerar su eventual ineficacia frente a ciertos resguardos
para la seguridad individual que impiden arribar a la verdad por algunos caminos posibles,
reñidos con el concepto de Estado de derecho (535), puesto que el derecho constitucional
vigente obliga a que —luego de un tiempo razonable de prisión preventiva— el individuo
deba ser dejado en libertad, no obstante la continuidad del proceso, así como también
impone que todo sujeto —se halle o no detenido— tiene el derecho a la realización de un
juicio rápido. Por lo tanto, debe considerarse que si el proceso no finaliza en el lapso
dispuesto por la ley, la consecuencia ineludible debería ser la inmediata libertad del
imputado, toda vez que la morosidad del Estado en decidir su situación en el plazo legal
correspondiente no puede redundar en su perjuicio, a la vera del principio de inocencia a
su favor(536).

18.2. EL DERECHO CONSTITUCIONAL A SER JUZGADO EN UN PLAZO RAZONABLE O SER PUESTO


EN LIBERTAD
Al respecto, cabe detenernos en analizar la literalidad de las normas constitucionales que
resguardan el derecho mencionado para verificar que efectivamente la prisión preventiva
debe cesar una vez que su duración se hace irrazonable (cuestión que se haya
reglamentada por el art. 1° de la ley 24.390(537)) y que expresamente refieren: "Toda
persona... tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en
libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad podrá estar condicionada a
garantías que aseguren su comparecencia en el juicio" (art. 7.5 de la CADH, en el mismo
sentido que el art. 9.3 del PIDCP), por lo cual se colige que la medida cautelar finaliza luego
de transcurrido el lapso que de manera razonable se estableció legislativamente y que ello
no obsta a que continúe el proceso y que se adopten medidas menos lesivas que aseguren
la prosecución del proceso.
Por lo tanto, es claro que debe garantizarse que el acusado sea puesto en libertad una vez
que el período de detención deja de ser razonable, puesto que de lo contrario se le
impondría un sacrificio mayor del que podía esperarse, según las circunstancias del caso,
de una persona que se presume inocente (principio extraído del caso "Clooth c. Bélgica", de
la CEDH, 717, párr. 63, y demanda de la Comisión IDH del 12/9/1995 en el caso "Suárez
Rosero c. República de Ecuador", nro. 11.273). En el caso citado en último término,
también se ha entendido que la detención preventiva prolongada o injustificada convierte
una medida ostensiblemente preventiva en la imposición constructiva de una pena
anticipada, lo que contraviene el principio de inocencia (538).
Es así como para verificar lo expuesto resulta conducente acudir al caso citado en la
resolución comentada, emanado de la CIDH en autos "Bayarri c. Argentina" (sent. del

93
30/10/2008), donde luego de enunciar que la prisión preventiva "es la medida más severa
que se puede aplicar a una persona acusada de delito, por lo cual su aplicación debe tener
carácter excepcional, limitado por el principio de legalidad, la presunción de inocencia, la
necesidad y proporcionalidad, de acuerdo con lo que es estrictamente necesario en una
sociedad democrática", pues "es una medida cautelar, no punitiva". También, expresa con
relación al tema en tratamiento que "el artículo 7.5 de la Convención Americana garantiza
el derecho de toda persona detenida en prisión preventiva a ser juzgada dentro de un plazo
razonable o ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Este derecho
impone límites temporales a la duración de la prisión preventiva, y, en consecuencia, a las
facultades del Estado para proteger los fines del proceso mediante este tipo de medida
cautelar. Cuando el plazo de la prisión preventiva sobrepasa lo razonable, el Estado podrá
limitar la libertad del imputado con otras medidas menos lesivas que aseguren su
comparecencia al juicio, distintas a la privación de su libertad mediante encarcelamiento.
Este derecho impone, a su vez, una obligación judicial de tramitar con mayor diligencia y
prontitud aquellos procesos penales en los cuales el imputado se encuentre privado de su
libertad" (consid. 70)(539).
De esta manera, se sienta como principio general de aplicación de la prisión preventiva su
estricta necesidad y su provisionalidad, ya que "no debe prolongarse cuando no subsistan
las razones que motivaron la adopción de la medida cautelar", así como que debe estar
fundamentada en la "necesidad de asegurar que el detenido no impedirá el desarrollo
eficiente de las investigaciones ni eludirá la acción de la justicia", aclarando que "las
características personales del supuesto autor y la gravedad del delito que se le imputa no
son, por sí mismos, justificación suficiente de la prisión preventiva. No obstante lo anterior,
aun cuando medien razones para mantener a una persona en prisión preventiva, el
artículo 7.5 garantiza que aquella sea liberada si el período de la detención ha excedido el
límite de lo razonable. En este caso, el Tribunal entiende que la Ley, nro. 24.390 establecía
el límite temporal máximo de tres años luego del cual no puede continuar privándose de la
libertad al imputado" (consid. 74), debiéndose a su vez efectuar una revisión periódica de
su necesidad y proporcionalidad, dado que "el juez no tiene que esperar hasta el momento
de dictar sentencia absolutoria para que una persona detenida recupere su libertad, sino
debe valorar periódicamente si las causas, necesidad y proporcionalidad de la medida se
mantienen, y si el plazo de la detención ha sobrepasado los límites que imponen la ley y la
razón. En cualquier momento en que aparezca que la prisión preventiva no satisface estas
condiciones, deberá decretarse la libertad sin perjuicio de que el proceso respectivo
continúe" (consid. 76)(540).
Entonces, colegimos que el Estado debe asumir el riesgo procesal —que anuló mediante su
actuación ineficiente— y no cargarlo a costa del encausado que se encuentra sometido a
un proceso que paradójicamente está destinado a comprobar la existencia del hecho, si
este es delictivo, si participó el imputado y la medida de su responsabilidad y la pena que
corresponde imponerle.
Es así como la garantía constitucional consagra la necesaria racionalidad y
proporcionalidad de la privación de la libertad durante el proceso, no ya referida a su
necesidad, lo cual es un presupuesto ineludible para su validez, sino al tiempo de su
duración. La garantía del estado de inocencia armonizada con el trato humanitario ha
conducido a la imperiosa necesidad de establecer, en los instrumentos internacionales y en
las leyes internas, una imposición normativa que fije los límites del encarcelamiento
preventivo a fin de poner remedio a los abusos y arbitrariedades durante tanto tiempo
consumados, mediante los cuales el imputado permanecía, a menudo, prolongadamente en
prisión, sin condena, como consecuencia de la dilación de los procesos (541).
Frente a ello hay que considerar que, por la magnitud de la injerencia que presenta el  ius
puniendi ejercido por el Estado en el proceso penal para el status libertatis de todo
habitante, la Constitución y la ley instrumental penal no admiten la incertidumbre y, en
consecuencia, la necesidad de pronunciamiento jurisdiccional certero que ponga equilibrio
a la situación procesal del imputado se impone dentro de la garantía del debido proceso y
compatible con el irrenunciable espíritu del proceso penal vigente (542). En tal sentido, la
Comisión IDH analizó en el informe 2/97 los efectos sensibles de la prisión preventiva:
pérdida de ingresos, separación forzada de la familia y la comunidad, más el impacto

94
psicológico y emocional generado(543). Por lo tanto, "dentro de este contexto, será posible
apreciar la gravedad que reviste la prisión preventiva y la importancia de rodearla de
máximas garantías jurídicas para prevenir cualquier abuso. La prisión preventiva
constituye un problema serio en varios de los países miembros de la Organización de
Estados Americanos. En el caso específico de Argentina, la aplicación excesiva de este
mecanismo procesal, combinado con las demoras del sistema judicial de dicho país,
condujeron a que más del 50% de la población carcelaria se encuentre privada de su
libertad sin condena" (informe 2/97).
Es dable destacar, entonces, que ante a la falta de determinación de la duración del
proceso penal, el carácter instrumental de las medidas de coerción personal trae aparejada
inescindiblemente su provisionalidad, toda vez que solo pueden durar el tiempo necesario
para tutelar los fines procesales en peligro y, por ello, una vez superados, la coerción debe
cesar. Vale decir que su duración corre pareja con la necesidad de su aplicación (544). Por lo
tanto, la autorización del encarcelamiento procesal y su limitación temporal son dos caras
de la misma moneda. La primera implica la segunda; la autorización se corresponde con la
limitación(545).
Al respecto, cabe tener en cuenta el eminente carácter provisional de la privación de la
libertad para colegir que es esencialmente variable y, en esta variación, está la mutabilidad
de sus presupuestos, dado que la necesidad de esta medida de injerencia decrece con el
transcurso del tiempo que el individuo se encuentra cautelado, razón por la cual la mora
no puede suponer que la legitimidad inicial de su imposición continúa vigente.
Tampoco debemos dejar de lado que en el marco de una media cautelar el derecho a ser
juzgado en un plazo razonable adquiere mayor dimensión, al punto tal que, ante el
incumplimiento, la obligación estatal consiste en poner en libertad al encausado y no en
mantener intacta su potestad coercitiva.

18.3. LA LEY 24.390, REGLAMENTARIA DEL PLAZO MÁXIMO DE DURACIÓN DE LA PRISIÓN


PREVENTIVA
La ley 24.390(546) concretamente establece que la prisión preventiva no puede superar los
dos años de duración, fijando así un límite objetivo de ponderación (547), pese al cual la
propia norma establece como excepción la prórroga de tal plazo: "Cuando la cantidad de los
delitos atribuidos al procesado o la evidente complejidad de la causa hayan impedido el
dictado de la misma en el plazo indicado, éste podrá prorrogarse por un año más" (art. 1°),
los que "no se computarán... cuando los mismos se cumplieren después de haberse dictado
sentencia condenatoria, aunque la misma no se encontrare firme" (art. 2°).
No obstante, cabe acotar que la existencia de un plazo no significa que el Estado cuenta
con la posibilidad de agotarlo en todos los casos de detención, sino solo en aquellos que lo
justifiquen(548).
Sin embargo, la ley 25.430(549) (que modificó la mencionada ley 24.390) desdibujó por
completo la sujeción a un plazo razonable —y certero— de duración de la prisión
preventiva al incorporar a esta norma sustantiva parámetros de peligrosidad, propios de la
normativa formal, mediante la cual: "El Ministerio Público podrá oponerse a la libertad del
imputado por la especial gravedad del delito que le fuere atribuido, o cuando entendiera
que concurre alguna de las circunstancias previstas en el artículo 319 del Código Procesal
Penal de la Nación, o que existieron articulaciones manifiestamente dilatorias de parte de
la defensa" (art. 3°), pese a que la misma ley se autotitula "Reglamentaria del artículo 7°,
punto 5°, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos e integra el Código
Procesal Penal de la Nación" (art. 10)(550).
Incluso antes del dictado de la referida norma, por vía interpretativa, nuestra Corte
Suprema (principalmente, en los casos "Bramajo, H. J." y "Firmenich") había decidido que
el "plazo razonable" de la prisión preventiva no podía ser establecido en un número fijo de
días, años o meses(551) a pesar de la expresa regulación normativa de un término
concreto(552), razón por la cual se deberían aplicar las normas procesales relativas a la
peligrosidad procesal para matizar este plazo objetivo que, en estos términos, era
burlado(553). Mas una correcta interpretación de la ley indicaba que no se trataba de una
institución de derecho procesal penal, sino de una regulación sustancial que tendía a

95
establecer un límite al encarcelamiento preventivo; de allí la inoperatividad de las
restricciones de naturaleza procesal(554), extremo que se trató de zanjar con esta norma
mixta (material y formal) que constituye la ley 25.430 que, si bien establece un plazo fatal
para la duración de la coerción, lo elude con la remisión a la normativa procesal referida a
la peligrosidad procesal, lo cual resulta francamente contradictorio, puesto que si en
términos sustantivos decimos que la prisión preventiva tiene un término concreto (como
derivación del poder penal del Estado que se admite aplicar sin sentencia de condena), no
podemos señalar lo contrario utilizando criterios de forma que, precisamente, tienden a
poner en funcionamiento la ley material y no pueden de manera alguna alterar su
esencia(555).
En tal sentido, debemos postular que una razonable reglamentación del término máximo
de duración de la detención preventiva hubiera sido establecer plazos estrictos y
determinados a fin de otorgar una seguridad cierta al imputado y, al mismo tiempo, lograr
una administración de justicia que actúe en tiempo razonable.
De esta manera, si los jueces penales que ejercen la función más intensa en el proceso
penal —cual es la de condenar— se hallan atrapados por el tiempo mínimo y máximo que
cada pena privativa de libertad tiene fijado por la ley, no advertimos que para el transcurso
de prisión sin condena la ley carezca de potestad análoga y no disponga de margen
razonable para darle al juez un tope temporal inexorable, más allá del cual no pueda
retener al imputado en prisión cautelar. Razón por la cual la pauta de rapidez razonable,
bien que depende en cada proceso de muchas circunstancias particulares que lo
singularizan y, en ese aspecto, debe ser valorada por el juez, admite holgadamente desde la
perspectiva constitucional que la ley le fije un tope, por razón análoga a la que, en materia
de política criminal, le reconoce al Congreso la competencia de establecer las escalas
penales para la condena(556).
Desde este punto de vista, es necesario contar con un límite inamovible, puesto que el
transcurso del tiempo, como límite absoluto al ejercicio del poder penal, es un límite
imposible de evadir e implica otorgar una garantía muy fuerte a favor del justiciable y
genera, a su vez, responsabilidades muy claras por parte de los funcionarios encargados de
impulsar la persecución penal (557). Por lo tanto, el encarcelamiento preventivo debe cesar
vencido un plazo razonable, cuyo máximo es establecido por el legislador y no puede ser
burlado bajo ninguna excusa (558). Dejar, entonces, librada a la interpretación de cada
órgano judicial la razonabilidad de la duración de la medida de coerción (a través de la
indagación en la posibilidad de elusión que, resulta menester destacar, a medida que
transcurre el tiempo se va aminorando proporcionalmente a la duración de la coerción)
importa una autorización para agotar en todos los casos la extensión de la prisión
preventiva, lo que sería como hacer jugar una garantía en contra de aquel a quien está
destinado a proteger(559). De tal modo, la ley de plazos máximos de la prisión preventiva
debe ser vista como un correcto reconocimiento expreso de la obligación del Estado —
frente a su Constitución política, pero también frente a los pactos internacionales de
derechos humanos y, por lo tanto, frente a todo su derecho interno fundamental— de fijar
tales plazos que no pueden ser desconocidos, pues aquella se reconoce reglamentaria del
art. 7.5 de la CADH (art. 9°, ley 24.390)(560).
Al respecto, corresponde recordar que la Comisión IDH expresa en el informe 12/96 (del
1/3/1996, nro. 11245) su reconocimiento al gobierno argentino por el significativo avance
logrado con la aprobación de la ley que establece límites a la duración de la prisión
preventiva —ley 24.390—, consistente con las normas de la Convención Americana, que
garantizan el derecho a la libertad personal (p. 2, parte resolutiva). También subraya la
tendencia hacia la fijación de límites objetivos para encuadrar los plazos razonables,
mencionando al respecto el Código Procesal alemán, que establece un plazo máximo de seis
meses para la detención preventiva, y la Constitución española, que estipula que las leyes
deben fijar un límite para esa detención, por lo cual expresó que "la Comisión ha
mantenido siempre que para determinar si una detención es razonable se debe hacer,
inevitablemente, un análisis del caso. Sin embargo esto no excluye la posibilidad de que se
establezca una norma que determine un plazo general más allá del cual la detención sea
considerada ilegítima prima facie, independientemente de la naturaleza del delito que se
impute al acusado o de la complejidad del caso. Esta acción sería congruente con el

96
principio de presunción de inocencia y con todos los otros derechos asociados al debido
proceso legal"(561).
Asimismo, en otro caso en el que se trataba la duración de la prisión preventiva en la
Argentina, la Comisión entendió que "aunque la Comisión concuerda con el Gobierno que
el artículo 701 del Código de Procedimientos en Materia Penal no implica necesariamente
una excarcelación automática cuando se trata de detención preventiva, cualquier detención
preventiva que se prolongue más allá del plazo estipulado debe ser considerada
ilegítima prima facie. Esto guarda relación con el razonamiento de que la interpretación de
una norma que autoriza la excarcelación de un prisionero no puede conducir a una
detención sin sentencia más prolongada que el plazo considerado razonable en el Código de
Procedimientos para todo el proceso judicial" (CIDH, caso "Jorge A. Giménez c. Argentina";
dictamen de la Comisión, 1/3/1996).

18.4. LA ENTIDAD DE LA PENA AMENAZADA


Además, dentro del tópico analizado, vemos que el criterio de la severidad de la ulterior
condena es insuficiente para evaluar la existencia concreta del peligro de fuga, ya que la
jurisdicción puede recurrir a otras medidas cautelares. Así, se entiende que la privación de
la libertad no puede basarse únicamente en el hecho de que el presunto delito es
especialmente objetable desde el punto de vista social (Comisión IDH, informe 12/96, párr.
89), así como que también su prórroga no puede estar asentada sobre tales criterios, por lo
cual nuestra Corte ha sostenido: "Que, en efecto, del art. 1° de la ley 24.390 se deriva sin
mayor esfuerzo interpretativo que la prórroga del encarcelamiento preventivo es de
interpretación restrictiva y tiene carácter excepcional. De ahí que ella quede sujeta a que la
'cantidad de los delitos atribuidos al procesado o la evidente complejidad de la causa hayan
impedido el dictado de la misma (la sentencia) en el plazo indicado (dos años)'. Sólo en
estos supuestos 'podrá prorrogarse por un año más, por resolución fundada, que deberá
comunicarse de inmediato al tribunal superior que correspondiere, para su debido
contralor'" (CS, 15/4/2004, "Massera, Emilio Eduardo s/incidente de excarcelación") (562).
También en la misma dirección, la Comisión IDH se preocupó en destacar que aplicar en la
detención provisional los criterios retributivos de la pena producen el efecto de desvirtuar
la finalidad de la medida cautelar, convirtiéndola prácticamente en un sustituto de la pena
privativa de la libertad, al sostener que si bien para cumplir con el deber de fundar la
existencia de peligro "tanto el argumento de seriedad de la infracción como el de severidad
de la pena pueden, en principio, ser tomados en consideración cuando se analiza el riesgo
de evasión del detenido", pero "en tanto se justifique la denegatoria de la excarcelación en
la historia criminal del procesado, ello constituye un fundamento de peligrosidad social, ya
que en la evaluación de la conducta futura del inculpado no pueden privilegiarse criterios
que miren sólo al interés de la sociedad", aclarando que "la Comisión considera, sin
embargo, que debido a que ambos argumentos se inspiran en criterios de retribución
penal, su utilización... produce el efecto de desvirtuar la finalidad de la medida cautelar,
convirtiéndola, prácticamente, en un sustituto de la pena privativa de la libertad"; por ello,
"la decisión de mantener la prisión preventiva como resultado de condenas previas vulnera
claramente el principio de que toda persona es considerada inocente hasta que la
responsabilidad penal sea establecida por los tribunales en un caso concreto" (informe
12/96, del 1/3/1996)(563).

18.5. LA LESIÓN AL ESTADO DE INOCENCIA


Pero también la cuestión de establecer concretos límites a la prisión preventiva se presenta
como inmediata derivación del principio de inocencia (564), pues: "El fundamento que
respalda esta garantía es que ninguna persona puede ser objeto de sanción sin juicio
previo que incluye la presentación de cargos, la oportunidad de defenderse y la sentencia.
Todas estas etapas deben cumplirse dentro de un plazo razonable. Este límite de tiempo
tiene como objetivo proteger al acusado en lo que se refiere a su derecho básico de libertad
personal, así como su seguridad personal frente a la posibilidad de que sea objeto de un
riesgo de procedimiento injustificado" (Comisión IDH, caso "Jorge A. Giménez c. Argentina",

97
dictamen de la Comisión, 1/3/1996) (565), por cuanto la coerción personal no podrá
prolongarse más allá del tiempo estrictamente indispensable para que el proceso se
desarrolle y concluya con una sentencia definitiva, con efectivo resguardo de aquellos
objetivos, mediante una actividad diligente de los órganos judiciales responsables,
especialmente estimulada por la situación de privación de libertad (de un inocente) y sin
que pueda pretenderse la ampliación de aquel término bajo la invocación de que subsisten
los peligros para los fines del proceso o la concurrencia de cualquier clase de
inconvenientes prácticos, ni mucho menos acudiendo a argumentos que escondan la
justificación de la comodidad o displicencia de los funcionarios responsables (566).
En el mismo entendimiento también se sostuvo que "el principio de legalidad, que establece
la necesidad de que el Estado proceda al enjuiciamiento penal de todos los delitos, no
justifica que se dedique un período de tiempo ilimitado a la resolución de un asunto de
índole criminal. De otro modo, se asumiría de manera implícita que el Estado siempre
enjuicia a culpables y que, por lo tanto, es irrelevante el tiempo que se utilice para probar
la culpabilidad, cuando, conforme con las normas internacionales, el acusado debe ser
considerado inocente hasta que se pruebe su culpabilidad" (CIDH, informe 12/96, rta.
1/3/1996, LL 1998-D-628)(567). De esta forma, la Comisión IDH ha señalado que los arts.
7.5 y 8.1 de la Convención Americana persiguen justamente el propósito de que las cargas
que el proceso penal conlleva para el individuo no se prolonguen continuamente en el
tiempo y causen daños permanentes(568).
Por ello es que la duración excesiva de la prisión preventiva de manera directa lesiona la
garantía de la presunción de inocencia, dado que se torna cada vez más difícil de afirmar,
ante una detención prolongada, que se está privando de libertad a una persona que
legalmente todavía es inocente y, en consecuencia, está sufriendo el castigo severo que la
ley reserva únicamente a los que han sido condenados de manera efectiva (569), conformando
esta situación un innegable castigo psicológico al imputado, puesto que "un detenido en tal
condición será atormentado día tras día por la duda acerca de si resultará condenado y de
cuán elevada será la pena que se le aplique. La psicología explica actualmente con claridad
que la incertidumbre sobre algo amenazante corresponde a uno de los daños más graves
que humanamente pueden inferirse, y es tan perjudicial como la certeza respecto del
comienzo de un mal determinado"(570).
De este modo, si el Estado es incapaz de resolver el conflicto penal asegurando al
procesado durante más de dos años, esta incapacidad no debe recaer sobre el ciudadano.
Es que la efectividad de las garantías constitucionales debe ser mayor a medida que
transcurre el tiempo de duración de la prisión preventiva, extremo que importa la
imposibilidad de tratar la situación como un simple pedido liberatorio y sí como el legítimo
derecho a obtener la libertad, por lo cual nuestra Corte ha entendido que "si el plazo
máximo de prisión preventiva previsto en el art. 1° de la ley 24.390, modificada por ley
25.430, reglamentaria de la garantía reconocida en el art. 7°, inc. 5°, de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos se encuentra hartamente cumplido, la prolongación
del estado de privación de libertad del procesado resulta absolutamente irrazonable" (CS,
12/8/2003, autos "Trusso, Francisco Javier s/excarcelación", causa 19.685, voto del Dr.
Jorge O. Morales).
Es así como todas las presunciones posibles de extraer de un prolongado encierro
preventivo están dirigidas a otorgar la libertad del imputado (571), dado que "las garantías
judiciales que deben ser observadas en el contexto de la prisión preventiva constituyen
obligaciones ineludibles para los Estados Parte en la Convención. La Comisión considera
que el cumplimiento de dichas obligaciones debe ser más riguroso y estricto a medida que
aumenta la duración de la prisión preventiva. Expresado de otra forma, la gravedad de la
falta de observancia de las garantías judiciales por parte del Estado aumenta
proporcionalmente al tiempo de vigencia de la medida restrictiva de libertad para el
procesado" (Comisión IDH, informe 2/97)(572).

18.6. LA PROBABLE AFECTACIÓN A LA IMPARCIALIDAD DE LOS JUECES


Asimismo, puede considerarse que la imposición de una dilatada prisión preventiva
también atenta contra la apariencia de imparcialidad de los jueces si consideramos que,

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cuando la prisión preventiva se extiende más allá de un tiempo "razonable", se presenta
una especie de presión sobre el magistrado que evalúa las pruebas y aplica la ley, en el
sentido de adecuar la sentencia condenatoria a la situación de hecho que está sufriendo el
procesado privado de su libertad. Es decir que aumenta para el acusado la posibilidad de
obtener una pena que justifique la prolongada duración de la prisión preventiva, aunque
los elementos de convicción no sean contundentes (573). En consecuencia, advertimos que el
legítimo control judicial de la detención depende, en gran medida, del respeto efectivo de la
garantía de imparcialidad. La especificidad de esta garantía consiste en que ella opera
como una metagarantía, es decir, como presupuesto de operación de las demás garantías
del debido proceso, por lo cual las circunstancias que afectan el principio de imparcialidad
tienen la particularidad de reducir significativamente las posibilidades de realización de los
demás principios propios del concepto de debido proceso. Sin cumplir la exigencia de
imparcialidad judicial se reducen drásticamente las probabilidades de obtener el respeto
efectivo de los demás aspectos del debido proceso(574).

18.7. LA SUSTANCIACIÓN DEL PROCESO EN TIEMPO RAZONABLE


Lo hasta ahora expuesto debe matizarse a la luz de entender que la prosecución del
proceso en un tiempo razonable constituye una obligación indelegable puesta a cargo del
Estado, pues el deber de perseguir un delito y responsabilizar al culpable no alcanza para
cancelar el derecho a su libertad durante la sustanciación del proceso (575). Ello, en tanto se
considera que la acción penal es la puesta en marcha de la potestad punitiva del Estado
para llegar al castigo efectivo del responsable de alguno de los delitos descritos en las leyes
penales. Esta función, además de un poder, importa un deber (576), lo cual implica que, en
tal supuesto, la ley le impone una conducta a la administración de justicia.
De esta forma, se advierte la necesidad que el tiempo de detención sufrido durante el
proceso no supere en gravedad a la pena, extremo que ha llevado a la introducción de
criterios legislativos que fijan relaciones proporcionales entre el encarcelamiento preventivo
y la pena, amenazada en abstracto por la ley penal, o estimada para el caso concreto,
intentado que la prisión procesal cese o pueda cesar cuando la condena eventual no pueda
superar de modo alguno el encarcelamiento preventivo sufrido, o se estime que, dado el
caso concreto, no se privará de libertad al eventual condenado o no proseguirá la privación
de la libertad(577).
Igualmente, vemos que a medida que pasa el tiempo resulta cada vez más difícil
fundamentar razonablemente la privación de la libertad, puesto que sus presupuestos van
perdiendo vigencia y los justificativos iniciales, que pudieren haber sido esgrimidos al
momento de su imposición, pierden actualidad y fuerza argumental, razón por la cual se va
transformando en una situación cada vez más insostenible desde el punto de vista jurídico,
dado que a medida que transcurre el tiempo, la medida que se supuso cautelar queda cada
vez más vacía de fundamentos y se convierte en un cumplimiento de la sanción que aún no
se sabe si va a ser impuesta, ni en qué medida(578).
Es que el tiempo que la persona pasa tras las rejas esperando el juicio generalmente
ocasiona desocialización, desmembramiento familiar, y es causal de distintos males y
sufrimientos que exceden en gran medida la privación de la libertad en sí misma. Si el
imputado está encarcelado, ve disminuidas sus posibilidades para reunir pruebas, ubicar
testigos, o cualquier otra forma de preparar su defensa (579). Además, la superpoblación
carcelaria, que genera esta situación de demora endémica de los juicios, contribuye en
grandísima medida a que no se produzca esa clase de desocialización en los detenidos.
Incluso, se ha dicho que luego de un importante lapso de detención preventiva se afecta
irremediablemente la ejecución penal, puesto que "según las tradicionales disposiciones
jurídicas, no se puede forzar a un detenido aún bajo proceso a participar en los programas
educativos, de trabajo y de tiempo libre, puesto que él todavía no ha sido condenado... Si
bien es verdad que muchos individuos pueden ser transformados positivamente durante la
prisión preventiva, también es cierto que bajo el aspecto estrictamente ejecutivo-penal sería
mucho más correcto contar con más condenados y menos detenidos bajo proceso, ya que
los primeros asumen otra actitud desde que resultan definitivamente sentenciados. En su
mayoría están más predispuestos a dejarse instruir, acaso a aprender, a admitir ayuda

99
terapéutica para llegar a la libertad mejor preparados... Es igualmente correcto afirmar que
una prisión preventiva prolongada resulta un obstáculo contra la buena realización de la
ejecución penal"(580).
En realidad, la pena que por cualquier motivo, al ser impuesta, ya abandonó las
posibilidades de insertarse en la actividad social con función preventiva debido a una
prolongada imposición de la prisión preventiva, se agota en la retribución, extremo
inaceptable desde la perspectiva constitucional, ya que ello importa el puro castigo sin
finalidad preventiva o resocializadora. De tal forma, un considerable distanciamiento
temporal entre la infracción a la norma y la sentencia que decide su imposición hace que
sea discutible que, en esas condiciones, se satisfaga alguna necesidad en el ciudadano
común de que el Estado confirme el valor protegido por esa norma(581).
Es así como para el TEDH el nexo de causalidad que debe existir entre sentencia y
privación de libertad puede verse reducido como consecuencia del paso del tiempo, de tal
forma que, si bien en el momento de dictarse la sentencia, la privación de libertad pudo
considerarse perfectamente legal, con el transcurso del tiempo se han podido originar
situaciones contradictorias con la finalidad perseguida por el tribunal sentenciador. De
esta forma, el mantenimiento de la privación de libertad se convertiría en arbitraria y, por
ello, contraria al art. 5° del Convenio (caso "Weeks c. Reino Unido", 2/3/1987) (582). Por ello
es por lo que una de las consecuencias beneficiosas de un proceso rápido sería que los
individuos condenados estuvieran más tiempo en prisión efectiva y menos en prisión
preventiva, lo que permitiría ver el tratamiento penitenciario en todo su esplendor o
decadencia, según el caso. En este contexto, la tendencia a la reducción de las penas
podría ganar espacio(583), así como alternativas a su realización y la efectividad de los
tratamientos penitenciarios.

100
XIX. ACTOS PROCESALES. CONFORMACIÓN Y VALIDEZ DEL PROCESO
Partiendo desde el punto de vista que en el proceso penal se decide la inocencia o la
culpabilidad de una persona a la que se le atribuye un delito, tan importante función exige
que haya formas básicas que cumplir durante dicho recorrido. El conjunto de esos pasos,
formas o requisitos constituyen lo que se denomina proceso penal y, en un Estado de
derecho, dicho proceso "no puede estar librado al azar o a la voluntad de funcionarios
estatales, particulares, etc., sino que está (y así debe ser) estructurado por la ley" (584). Es así
como el principio nulla poena sine iuditio importa la exigencia de un verdadero legismo
procesal, en el sentido de una ley que regule los actos a cumplir previos a la condena y a
su ejecución y las facultades de quienes intervienen en ellos, destacándose así la necesidad
de un procedimiento jurídico regulado por ley en sentido formal(585).
Por eso, prescindir de las formalidades que la ley establece para la realización de un acto
procesal que, además, se encuentra motivado en el resguardo al derecho de defensa,
resultaría claramente lesivo del principio constitucional del debido proceso legal, dado que
el procedimiento previo exigido por la Constitución no es cualquier proceso que puedan
establecer, a su arbitrio, las autoridades públicas competentes para llevarlo a cabo, ni ellas
en combinación con el imputado y su defensor, aun cuando se propongan observar —y, de
hecho, lo hagan— las garantías de seguridad individual previstas en la Ley Suprema. Al
contrario, se debe tratar de un procedimiento jurídico, esto es, reglado por ley, que defina
los actos que lo componen y el orden en el que se los debe llevar a cabo. Pero el
procedimiento reglado que exige la Constitución tampoco es cualquier procedimiento
establecido por la ley, sino uno acorde con las seguridades individuales y formas que
postula la misma Ley Suprema(586).
Es así como el proceso, como medio técnico destinado a ser vehículo de la jurisdicción,
debe culminar en la sentencia. Ahora bien, para que la sentencia sea el acto jurisdiccional
por excelencia, debe estar necesariamente precedida de un conjunto de actividades que,
siguiendo la preceptiva procesal vigente en cada caso, hagan factible, en el tiempo y en el
espacio, a ese acto, de tal modo que la sentencia debe tener, así, una producción conforme
a derecho.
Así, el proceso penal resulta ser una rama del derecho público, dado que sus normas
regulan una actividad del Estado, que es su función jurisdiccional que sirve para la
realización del derecho penal material, la cual no puede cumplirse sin el concurso de los
órganos estatales. Se puede decir, por ende, que el derecho penal por sí mismo no actuaría
en general en la vida real si la actividad protectora jurídica, reglada en el proceso, no
pusiera siempre en acción los órganos del Estado (587). La realización del derecho penal
material importa, en este sentido, que en un caso concreto se producirá o no un castigo, es
decir, la comprobación de que una persona está incursa en una pena determinada y la
ejecución de esta pena o la liberación de las consecuencias del injusto jurídico penal. Esta
realización del derecho material demuestra la seriedad de las sanciones penales, que
contribuyen al reforzamiento de sus efectos preventivos y cumple, respecto de la autoridad
pública, un esfuerzo constructivo positivo como preservación del derecho, por medio del
restablecimiento del sentimiento jurídico perturbado y de la confortación de la conciencia
jurídica(588).
A tal efecto, hay que entender que el proceso es un sistema estructurado como una serie de
actos determinados por una coherencia interna a través del cual se busca la aplicación al
caso en concreto del derecho vigente. Es así como "las leyes no se sancionan para
comunicar verdades teoréticas sino para dirigir el comportamiento de los hombres —tanto
de los jueces como de los ciudadanos— a fin de que actúen de una cierta manera deseada",
lo cual encuentra especial aplicación al campo de la legislación que ordena el proceso (589),
puesto que existen ciertas formas procesales que guían la conducta de los partícipes del
juicio, así como también existen determinados plazos que deben cumplirse para cada
actividad. Cabe destacar que cuando se ha prescindido de la aplicación de las formas
procesales, cuando se ha salido de los racionales cauces del proceso, los riesgos de la
arbitrariedad y la discrecionalidad y, por ende, de la injusticia, desbordan toda previsión e
implican, como resultado seguro, un retroceso hacia estados atrasados de civilidad,
incompatibles con toda garantía individual.

101
Por lo tanto, el órgano a cargo de la realización del proceso debe forzosamente realizar una
serie de actos de los que no se puede prescindir, porque hacen a la existencia misma del
juicio. Y, al contrario, algunos actos a cargo de las partes son disponibles, porque se trata
de facultades procesales que pueden renunciarse expresamente o en forma tácita dejando
transcurrir el lapso hábil(590). De allí que, para que las garantías constitucionales
funcionen, es indispensable que el proceso se conforme a la ley que lo instituye, no solo en
cuanto a los actos y a las formas que lo integran, sino también a los términos que esta
establece. De lo contrario, la Constitución no es aplicada correctamente, ni el juicio es la
actividad regular que debe ser, ni la tutela penal puede realizarse (591).
En consecuencia, podemos conceptuar a la actividad procesal penal como "un conjunto
coordinado de actos que deben o pueden cumplir los intervinientes en el proceso penal de
conformidad con las normas procesales, en procura de obtener la cosa juzgada, y en su
caso para proveer a su ejecución y a la regularidad procesal" (592). En ese sentido, hay que
tener en cuenta que la tramitación de toda causa penal debe entenderse como un estado de
continuo avance en la legítima adquisición de material probatorio que sustente o derribe la
imputación, así como también de constante progreso valorativo en la consideración jurídica
de los hechos que se le enrostran al encausado.
Tenemos, entonces, que los actos procesales son pasos sucesivos que se encuentran
entrelazados como consecuencia de que cada uno es presupuesto del otro, extremo
advertido desde hace tiempo por Carrara: "El juicio criminal tiene que recorrer una serie de
momentos, más o menos limitados y distintos en los diversos sistemas, pero que en todos
éstos existen con caracteres particulares... Cada una de las fases del juicio tiene reglas o
normas especiales, pero subordinadas todas a principios generales y absolutos, que han de
ser preestablecidos por la ciencia"(593).

19.1. NULIDADES PROCESALES. CONCEPTO. FUNCIÓN


Podemos aseverar que el fundamento último del instituto de las nulidades procesales debe
buscarse en la circunstancia que el Estado no puede aprovecharse de un acto irregular, un
hecho ilícito o de una actuación defectuosa de sus agentes, pues para condenar o para
proseguir un proceso en contra de una persona se requieren bases morales irreprochables
y una actividad ética ejemplificadora. Ello se consustancia con el principio según el cual la
justicia no puede aprovecharse de ningún acto contrario a la ley sin incurrir en una
contradicción fundamental, pues "otorgar valor al resultado de un delito y apoyar sobre él
una sentencia judicial, no sólo es contradictorio con el reproche formulado, sino que
compromete la buena administración de justicia al pretender constituirla en beneficiaria
del hecho ilícito" (Fallos 303:1938). En consecuencia, no resulta posible sustentar un
proceso en elementos probatorios obtenidos en desconocimiento a garantías
constitucionales, "pues ello importaría una violación a las garantías del debido proceso y de
la defensa en juicio, que exigen que todo habitante sea sometido a un juicio en el marco de
reglas objetivas que permitan descubrir la verdad, partiendo del estado de inocencia, de
modo tal que sólo se reprima a quien sea culpable, es decir a aquel a quien la acción
punible le pueda ser atribuida tanto objetiva como subjetivamente" (Fallos 311:2045).
Asimismo, no puede desconocerse el postulado fundamental de que "la razón de justicia
exige que el delito comprobado, no rinda beneficios" (Fallos 254:320), pues en el
procedimiento penal debe ser siempre tutelado "'el interés público que reclama la
determinación de la verdad en el juicio', ya que aquél no es sino el medio para alcanzar los
valores más altos: la verdad y la justicia (S. C. de EE.UU., 'Stone v. Powell', 428 U.S. 465,
1976, p. 488 y la cita de D. H. Oaks, nota 30, p. 491" (Fallos: 313:1305 y 320:1717) (594).
Al mismo tiempo, con el instituto de la nulidad, el Estado también autolimita su poder de
proseguir la investigación de un ilícito en razón de la ilegitimidad de un acto o de su
incapacidad para producir efectos jurídicos por faltarle algún componente esencial. Debe
reconocerse, entonces, una confrontación entre la búsqueda de la mayor eficiencia y la
protección de los derechos individuales. El derecho, en el marco primario de tal oposición,
aparece siempre como un límite al poder. Un concepto formal de Estado de derecho es el
que denota al poder limitado por el derecho. Un concepto sustancial del Estado de derecho
es impensable sin la salvaguarda de la dignidad humana (595). Ello, en cuanto ponderamos

102
que los fines del proceso implican la realización conjunta y paralela de dos tareas,
supuestamente contrapuestas, pero que se funden en una sola: Aplicar el derecho material
a través del conocimiento de los hechos sin lesionar los derechos fundamentales de las
personas, idea en la cual se encarna el Estado de derecho, del cual deriva una cláusula de
resolución de todas las hipótesis de conflicto: la finalidad de respetar las garantías
judiciales de los derechos fundamentales de la persona sometida a persecución penal tiene
un rango privilegiado frente a la tarea de realizar el derecho penal sustantivo (596).

19.2. FORMAS PROCESALES. CONCEPTO. CLASIFICACIÓN


Si nos remitimos de la genérica garantía del debido proceso legal, vemos que las
disposiciones de derecho procesal penal regulan la única forma de actuar ante la justicia
que pueden conducir a una sentencia penal y garantizan su obtención en forma legítima.
Este modo de manifestación —vale decir, el procedimiento— se compone de una pluralidad
de actos procesales de las partes que tienen un objetivo común, la resolución judicial sobre
el fondo del conflicto, a la que todos se vinculan y están dirigidos. De esto resulta su
eficacia funcional y su valoración, así como su común estructura jurídica. Pero el derecho
procesal determina cuáles actos procesales se ponen en juego y son, en este
sentido, admisibles, y sí y hasta qué punto, en relación con su objetivo, son eficaces para
la resolución judicial sobre el fondo del asunto sometido a juzgamiento (597). Así es que la
observancia de las formas esenciales no puede quedar librada a la voluntad de los sujetos,
razón por la cual se hace necesario establecer sanciones tendientes a asegurar su
cumplimiento mediante la conminación de invalidez del acto viciado (598).
En consecuencia, las nulidades son causas que tienen como consecuencia que los actos
viciados no produzcan los efectos para los cuales fueron realizados (599), es decir, no se
alcanza a la finalidad buscada, la norma procesal no sirve para el fin para el cual fue
instaurada, razón por que se priva de eficacia al acto por un defecto que lo descalifica
procesalmente. Por eso es por lo que un acto válido es el que, al reunir todos los elementos
o requisitos nominados por la ley, encuéntrase jurídicamente habilitado para producir los
efectos que ella de manera abstracta le asigna a su especie, razón por la que será un acto
inválido el que por defecto de tales elementos o requisitos está inhabilitado para
lograrlos(600). De aquí que los actos procesales realizados en violación de derechos básicos
son nulos y carecen de toda eficacia jurídica.
De esta forma, vemos que la nulidad se trata de un problema vinculado directamente con
las formas de los actos procesales, entendida tal expresión en su sentido amplio, en cuanto
comprende tanto la estructura o conformación del acto procesal en sí, como los sujetos que
necesariamente deben intervenir, las circunstancias de tiempo, lugar y modo para su
realización y los presupuestos de la actividad. A su vez, esta sanción encuentra limitación
en su propio destino, ya que no constituye un fin en sí misma, sino un medio para que la
desviación de la actividad no destruya o ponga en peligro la tutela de los intereses social e
individual, cuyo equilibrio persigue el proceso penal moderno (601). Por lo tanto, para que la
nulidad proceda debe tratarse de un acto legítimo y todo acto procesal que se ha viciado,
que ha nacido a la vida jurídica produciendo efectos no deseados, solo puede eliminarse
por medio de esta sanción(602).

19.3. EL EFECTO Y LA INVALIDACIÓN PROCESAL


Tenemos, entonces, que la nulidad consiste en la invalidación de los actos cumplidos e
ingresados en el proceso sin observarse las exigencias legalmente impuestas para su
realización(603). Es decir que constituye el vicio que afecta a un acto, consistente en la
omisión de una forma o de un requisito legalmente necesario para su validez. Las formas
hacen a la estructura material del acto en sí. Los requisitos atañen a la capacidad del que
ejecuta el acto, a la intervención necesaria de ciertas personas en él o al resguardo de la
situación procesal de los interesados. El vicio procesal solo afecta a los actos procesales (604).
Por eso es por lo que se priva de eficacia a un acto procesal como consecuencia de hallarse
impedido de producir los efectos previstos por la ley al alojar en alguno de sus elementos
un vicio que lo desnaturaliza(605), arribándose a la "descalificación de un acto

103
pretendidamente jurídico como productor de ciertos efectos determinados por la norma
potestativa que lo regula"(606). Entonces, para eliminar los actos viciados, la ley procesal
establece las sanciones procesales. El vicio de que adolece el acto es la causa de
sancionabilidad. La sanción procesal es la privación al acto de los efectos producidos o que
debía producir(607).
Así, cabe destacar que esta sanción no constituye un fin en sí mismo, sino que consiste en
el medio para que la desviación de la actividad no destruya o ponga en peligro la tutela de
los intereses social e individual, cuyo equilibrio persigue el proceso penal moderno (608). Por
ende, cuando no se procede con la regularidad prevista en la ley, el desenvolvimiento del
proceso es anormal, corriéndose el riesgo de afectar los intereses tutelados. De aquí que
cuando adquiere importancia, en principio, debe impedirse o excluirse la actividad
irregular, evitando que se produzca efectos en el proceso o eliminando los efectos que se
hubieren producido. Es defectuoso el acto procesal penal que no reúne los requisitos
propios de su correspondiente especie al apartarse de la configuración legal (609).

19.4. CASOS DE PRUEBA ILEGAL


Según lo expuesto, vemos que el debido proceso penal solo admite como ocurridos los
hechos que hayan sido acreditados por pruebas legalmente incorporadas, objetivas y
pertinentes a la averiguación del suceso en juzgamiento, resultando prohibida toda otra
manifestación irregular que importe la vulneración de algún derecho individual, de una
garantía constitucional, de una disposición expresamente establecida para su realización o
producto de un engaño, coacción o de un hecho ilícito. Es así como la legalidad del
elemento de prueba será presupuesto indispensable para su utilización en abono de un
convencimiento judicial válido. Su posible ilegalidad podrá obedecer a dos motivos: su
irregular obtención (ilegitimidad) o su irregular incorporación al proceso (610).
Asimismo, el problema de la prohibición de la prueba viene a encuadrarse en la
encrucijada entre los intereses del Estado a un efectivo procedimiento penal, en cuanto
comunidad jurídica, y los intereses del individuo a la protección de sus derechos
personales. La problemática de la prohibición de la prueba no es un mero problema
jurídico procesal penal, sino que, antes bien, constituye una cuestión que responde a la
comprensión general de las relaciones entre el Estado y el ciudadano(611).
De esta manera, la prueba ilícita patentiza, por un lado, la tensión entre la tutela de bienes
esenciales de la sociedad a través del proceso penal, como medio ineludible de realización
del derecho penal y, por otro, la propia libertad y derechos de los ciudadanos a quienes se
imputa una lesión de tales bienes esenciales. Entonces, vemos que el ordenamiento en su
conjunto se sitúa en el punto medio de dos factores en tensión: de una parte, la tutela de
los citados bienes esenciales y, de otra, su tutela cuando se requiere su limitación para
hacer posible el proceso; así, se llega a la conclusión que no debe prevalecer el interés de
protección y castigo de las conductas infractoras si para ello se lesionan injustificada o
desproporcionadamente los derechos tanto de contenido material como los que determinan
el carácter justo y equitativo del proceso (612).

19.5. CONJURA AL INCUMPLIMIENTO FORMAL POR EL ÓRGANO JURISDICCIONAL Y LAS PARTES


Tenemos entendido que la nulidad expresa la falta de idoneidad de alguna acción para
poder alcanzar consecuencias jurídicas, razón por la cual se hace necesario que para que
el acto viciado deje de surtir efectos sea expresamente declarado mediante una resolución
jurisdiccional. Entonces, aunque la declaración de nulidad retrotrae sus efectos al
nacimiento mismo del acto nulo, desde el ángulo de la necesidad de la declaración
jurisdiccional no existen procesalmente actos nulos, sino que todos son anulables: la
nulidad procesal necesita siempre ser declarada para que el acto sea reconocido como no
válido, por tanto ineficaz, y deje de producir los efectos del acto típico, extinguiéndose
retroactivamente los que estuvo produciendo hasta ese momento(613).
Este deber del juez se extiende a cualquier eventual causal de nulidad, fuera cual fuese la
especie a la que pueda dar origen. Pero su límite está determinado por la completitud del
acto: el defecto podrá ser eliminado cuando quede referido a un acto que se va a cumplir o

104
que se está cumpliendo; cuando el acto se ha completado formalmente, con el vicio
encarnado en él, la única corrección que cabe tiene que pasar por la declaración de
nulidad, que puede ser seguida por la renovación o la rectificación de aquel, ya que —como
lo expresa la ley— lo eliminable mediante la intervención directa del juez, antes de la
declaración de nulidad, son las causas de nulidad. El acto ya consumado con la causa de
nulidad ínsita en él, como nulo, tiene que ser declarado (614).
Por lo tanto, sea absoluta o relativa, la nulidad debe declararse jurisdiccionalmente para
que la sanción asuma estado en el proceso. Ello no impide que pueda evitársela,
eliminando el defecto o causa inmediatamente de advertido, para que no propague sus
efectos. La declaración de nulidad, de oficio o a instancia de parte debe producirse o
provocarse en momento oportuno, evitando en lo posible el progreso del trámite para que
este no se retrotraiga con el evidente perjuicio para los intereses tutelados (615).
La declaración puede hacerla el mismo tribunal ante el cual se produjo o, bien, un tribunal
superior, según el trámite que haya tenido la causa (616). Sin embargo, las nulidades
conminadas genéricamente no son siempre declarables de oficio. Solo dejan de ser
declarables a petición de parte si, en sí mismas, constituyen violaciones de procedimientos
o garantías de rango constitucional, pero debe producirse en momento oportuno para
evitar en lo posible el progreso irregular del trámite que imponga retrotraerlo con el
evidente perjuicio a los intereses tutelados.
Asimismo, hay que tener en cuenta que las nulidades absolutas (que proceden de oficio)
pueden ser denunciadas por cualquier parte en el proceso, dado que no tiene límites
subjetivos de denunciabilidad; hasta podría indicarlas el que cumple el acto viciado, aun
sin ser parte en el proceso: el testigo o el perito, etc. No funciona la condición de tener
interés o la circunstancia de no haberla causado(617), puesto que con ello la parte que no
tiene un interés en su declaración no haría otra cosa que señalar al juez una circunstancia
del proceso que —aunque no hubiera sido instada— igualmente hubiere motivado el
ejercicio del poder de declarar la nulidad por parte de aquel(618).
Por lo tanto, con respecto a las nulidades relativas, solo pueden ser alegadas por la parte
que no la haya causado (pues quien haya dado lugar a una nulidad no puede pretender su
reparación), puesto que nadie puede invocar su propia torpeza; y siempre que tenga interés
en su declaración, porque el vicio le produce un perjuicio y la aplicación de la sanción le
procurará una ventaja. El interés es la medida de las acciones y esta regla de pura lógica
jurídica se aplica en el proceso. Solo cuando el vicio ocasione un perjuicio efectivo y cuando
de la declaración de nulidad la parte pueda obtener una ventaja jurídica, la petición será
procedente. Si esas condiciones no se dan habrá que rechazarla porque no puede
declararse la nulidad por la nulidad misma. Se considera que no existe interés cuando, no
obstante su vicio, el acto ha conseguido sus efectos respecto de todos los interesados, pero
esto no es aplicable a la nulidad absoluta(619).
Entonces, en el caso de las nulidades relativas se requieren dos requisitos: interés de las
partes y la demostración de un perjuicio real y concreto, ya que estas existen únicamente
con el fin de proteger el interés de las partes frente a vicios ajenos a cuestiones
constitucionales y que incluso se pueden subsanar o bien perder efectos por caducidad si
no se alegan en la etapa procesal oportuna(620).
Con respecto a la oportunidad en que deben oponerse las nulidades, cabe distinguir entre
las absolutas (que pueden serlo en cualquier etapa y grado del proceso) y las relativas, que
solo pueden serlo en momentos determinados, dado que la entidad de la infracción
condiciona su declaración a la petición de la parte interesada sin la cual no corresponde
declararla(621), es decir que solo puede obtenerse mediante instancia oportuna. Por eso,
generalmente los Códigos mencionan en forma expresa la oportunidad en que pueden
deducirse, otorgando una oportunidad precisa para que el interesado pueda reclamarla,
pasada la cual pierde ese derecho. Para ello, la ley fija momentos hasta los cuales resultan
oponibles a cuyo término caduca la facultad de instalarlas y ya no pueden ser declaradas.

19.6. SANEAMIENTO. CONVALIDACIÓN. NULIDAD


Por el interés público que subyace a un caso de nulidad absoluta, resulta indisponible y no
es subsanable ni puede consentirse expresa ni tácitamente, solo la cosa juzgada tiene ese

105
efecto(622). Es que se sigue el criterio por el cual se vincula a la nulidad absoluta con la
intensidad del menoscabo constitucional, dado que si la afectación es intensa y supera el
interés de la parte, semejante falencia tiene carácter absoluto; son supuestos en los que el
defecto tiene resonancia más allá del caso y de los intereses en conflicto y afecta a la
comunidad entera(623).
Pero algunas resultan toleradas por la ley, especialmente cuando no perjudican el ejercicio
de la defensa o el debido cumplimiento de la labor acusatoria o no contradicen los
presupuestos o principios básicos del proceso (624). Por eso es por lo que las nulidades
relativas son las que pueden convalidarse, excepto cuando se relacionan con la
intervención, asistencia y representación del imputado, que son absolutas (625). Entonces,
que las nulidades relativas sean subsanables significa que, dadas determinadas
circunstancias, no obstante la latente ineficacia del acto, este puede quedar válido,
haciendo imposible su declaración de invalidez. Se trata de una rehabilitación del acto y de
todas sus consecuencias, en función de las cuales ya no se lo puede eliminar ni se hace
necesario reproducirlo o rectificarlo. Hay convalidación y, por lo tanto, no procede ya
aplicar la sanción procesal de nulidad. Las causas productoras de subsanación deben ser
expresas o por lo menos claramente deducibles de la naturaleza del acto y de la relatividad
del vicio que lo afecta. Está directamente vinculada a la conducta de las partes y se
resuelve en virtud de una expresa o presunta aquiescencia por parte de ellas (626).
Para la mencionada declaración, en primer lugar, se requiere su oportuna interposición,
dado que se fijan diversos plazos para el planteamiento oportuno de las nulidades
relativas, según cual sea el momento procesal, con lo cual, vencido este, operará la
caducidad, y el intento de plantear la nulidad será inadmisible.
Igualmente, las nulidades relativas, debido a la entidad menor de la infracción, pueden ser
subsanadas por el consentimiento expreso o tácito de los interesados, como cuando estos
aceptan los efectos del acto o cuando por haber aquel alcanzado sus efectos respecto de
todos desaparece el interés en la declaración (627). Se debe haber consentido con los efectos
del acto viciado antes del vencimiento del término para oponer su invalidez.
También se subsana la irregularidad si el acto cumple su finalidad respecto de los
interesados, lo cual sucede cuando, pese a sus irregularidades, no ha obstaculizado el
ejercicio de sus facultades procesales. En verdad, estos supuestos son aquellos en los que
los defectos quedan convertidos —por imperio de circunstancias contemporáneas o
posteriores a la realización que son demostrativas del cumplimiento de la finalidad— en
meras irregularidades sin trascendencia nulificatoria (628). Entonces, el acto debe haber
conseguido su fin respecto de todos los que tengan un interés en la incolumnidad del
suceso que resultó afectado por una causal de nulidad. La convalidación de un acto
procesal por otro ulterior exige, como primer requisito, la validez del segundo acto. La
situación que en sí misma carece de validez no puede conferírsela a otra (629).

19.7. LA NULIDAD COMO GARANTÍA CONSTITUCIONAL. CONCEPTOS Y FUNCIONES


Para poder entender la dimensión del instituto de las nulidades es menester tener en
cuenta la esencia misma del proceso, dado que el derecho penal por sí solo y aislado no
tendría ejecución en la realidad de la vida, por ello es por lo que es menester desarrollar
una forma práctica de realización. De tal forma, ha de tenerse en cuenta que el derecho
sustancial se encuentra un tanto distanciado de los acontecimientos de la vida real, no
contiene más que valoraciones generales y esquemáticas que deben ser aplicadas al caso
en concreto y de acuerdo con las circunstancias particulares, para que la función
jurisdiccional pueda desarrollarse. Todo esto demuestra que el derecho penal ha de
completarse por una actividad supletoria, que deje sentado en cada caso el si y el como de
la pena, ejecutando el acto punitivo(630). Así, que tal proceso deba ser el debido implica que
en el Estado de derecho se deje sentir la necesidad de una regulación fija de la clase y
forma de aquella actividad, de la regulación de un procedimiento jurídico en el cual,
dejando a un lado la arbitrariedad y el oportunismo, queden precisadas la admisibilidad y
la pertinencia de los actos de procedimiento y se perfilen previamente las facultades, los
derechos y los deberes de cada parte interesada en él, que se dirige a la consagración de la
defensa del imputado como sujeto más débil de tal relación.

106
De esta forma, la eficacia de la garantía del juicio previo, como necesidad de que se
cumplan un conjunto de actos regulados por la ley, depende en último término de la ley de
procedimiento penal, la cual define al proceso, determinando y regulando los distintos
actos que lo constituyen. Ella reglamenta el precepto constitucional dándole vida real:
asegura el principio de igualdad en el tratamiento de los imputados y proscribe el arbitrio
judicial. Por lo tanto, para que el juicio sea instrumento tutelar del derecho es menester
que los actos que lo integran se conformen a las disposiciones de la ley procesal. De lo
contrario, no tendría sentido la previsión constitucional, pues quedaría al arbitrio del juez
la elección del camino a seguir en la adopción de los medios convenientes a la
investigación. Un proceso sin ley que lo regule no constituiría una garantía de justicia,
porque no sería inalterable. Para obtener una sentencia justa, "que sea un acto de razón
preventivamente conforme a la verdad", es necesario que "el legislador prescriba un rito
infalible, y que a él se amolden escrupulosamente los jueces" (631).
Tampoco quedaría asegurada la actuación de ninguna de las garantías procesales de las
cuales el encausado se acreedor en el juicio penal, si no estuvieran prescritas y precisadas
sus modalidades y amenazadas con la sanción de la nulidad para el caso de su
incumplimiento. El conjunto de estas modalidades y formalidades que conforman el rito se
instituyó, como dice Carrara, para frenar al juez, y "la sanción natural de todos los
preceptos que constituyen el procedimiento es la nulidad de cualquier acto que lo viole. Un
código de procedimientos que prescribiera ciertas formas, sin decretar la anulación de los
hechos con que a ellas se contraviniere, sería una mixtificación maliciosa por medio de la
cual se pretendería hacerle creer al pueblo que se provee a la protección de las personas
honradas, en tanto que nadie se protege". Por ello, la observancia del rito no es solo una
garantía de justicia, sino también una condición necesaria de la confianza de los
ciudadanos en la justicia(632).
En la misma dirección, Carrara entendía que a la legalidad del ordenamiento jurídico
sustancial se le debe adosar la legitimidad del proceso, en tanto no se concibe uno sin el
otro: "Si la ley eterna del orden le impone al género humano una sociedad y una autoridad
civil que protejan al derecho; si, por las condiciones de la naturaleza humana, esa
protección de la autoridad social no puede actuarse sin la amenaza de un castigo que debe
infringirse a todo el que viole el derecho, de estas verdades se desprende como legítimo
corolario, que de esos mismos principios de donde proviene la legitimidad de la prohibición
y de la amenaza, tiene que derivarse también la legitimidad del juicio. Este es necesario
para que al verificarse la previsión del delito, se haga real la irrogación del castigo; y es
necesario que el juicio sea un acto de razón, así como también es un acto de razón el que
prohíbe la violación y amenaza con pena"(633).
Es así que la Constitución presupone la existencia de un proceso como garantía de la
persona humana, de su dignidad como derecho individual y que establece como objetivo la
realización de la justicia, por lo cual la genérica garantía del debido proceso exige que nadie
pueda ser privado judicialmente de su libertad o de sus derechos sin el estricto
cumplimiento de procedimientos establecidos por ley y que, al mismo tiempo, tal ley no
puede ser una mera apariencia formal, sino que debe dar al imputado la posibilidad real de
exponer razones para su defensa, probar esas razones y esperar sentencias fundadas.
De ello se deriva que las formas procesales son el resultado directo del proceso legal, en
tanto se advierte la directa vinculación entre las nulidades de la actividad procesal penal
(por el incumplimiento de aquellas formas) y la garantía del debido proceso legal,
consagrada en el art. 18 de la CN (634), por lo cual es posible resaltar la correlación entre la
vigencia de las garantías individuales y la posibilidad de que estas se pongan en marcha
por el representante del imputado, ya que no puede suponerse lo uno sin lo otro, es decir
que la declaración normativa no puede trascender sin un medio que la ponga en
funcionamiento.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, las seguridades y los límites de este
instituto consagran tanto la dignidad del eventual afectado por prácticas prohibidas, como
de la sociedad en su conjunto, que se denigra a sí misma si las permite, y del Estado, el
que, si emplea conductas delictivas, pierde su legitimidad moral y jurídica. En
consecuencia, nos encontramos ante una serie de garantías procesales que impone límites
precisos a la actividad represiva del Estado, y los instrumentos para hacerla efectiva (635). En

107
consecuencia, el debido proceso se caracteriza porque asegura al ciudadano la observancia
de las reglas constitucionales procesales, cuyas finalidades son, de un lado, el respeto de
los derechos fundamentales básicos que no pueden ser limitados sin justificaciones y
razones y, de otro, la obtención de una sentencia ajustada a derecho (636).
De esta manera, en la esencia del instituto de las nulidades procesales encontramos que,
por un lado, se ubica el resguardo a la genérica garantía del debido proceso, dado que a
través de este medio se priva de eficacia a los actos que no cumplen con los requisitos
expresamente establecidos para poder ingresar legalmente al proceso (637). Por otro lado, y
mirando ahora a los intereses de las personas encausadas, también se cumple con la no
menos importante función de salvaguardar a los derechos fundamentales que se ven
involucrados en todo proceso ya desde el mismo nacimiento de la atribución de
responsabilidad penal. Por eso es por lo que las nulidades en el proceso penal tienen un
doble fundamento de tipo constitucional: a) garantizar la efectiva vigencia del debido
proceso legal y b) garantizar la efectiva vigencia de la regla de la defensa en juicio
especialmente del imputado(638).

19.8. CLASIFICACIÓN DE LAS NULIDADES


El derecho romano se caracterizó por su extremo formalismo. Toda inobservancia de las
formas prescriptas producía la invalidación de la actividad procesal porque se consideraba
nulo todo lo hecho en contra de la ley. El derecho germano receptó este sistema anticuado,
el que fue moderándose paulatinamente después en Europa. Ese respeto ciego por las
formas no condujo a nada provechoso y perjudicaba la finalidad práctica del proceso al
hacerlo sumamente engorroso (pues implicaba que cualquier defecto ocasionara la
invalidez del acto, sin atender a la importancia de la forma o a la entidad del vicio). Pero en
forma paulatina las modernas concepciones de la justicia fueron limitando ese sistema
formalista, el que fue aniquilado con la introducción del constitucionalismo y con la
Revolución Francesa adquirió auge inmediato en materia procesal penal un criterio
totalmente opuesto(639). Este sistema se deja de lado cuando se atiende al fin del proceso y
se concibe la distinción entre la mera irregularidad y la irregularidad que produce
invalidez. Es así como el sistema legalista permitió distinguir claramente la imperfección
del acto de su invalidación. O sea, es la consagración de la diferencia entre las formas
esenciales y las formas secundarias y solo se consideran fundamentales las que son
indispensables para que el acto procesal se cumpla y sea eficaz y las que atañen a los
presupuestos procesales y, en particular, las referidas a la igualdad de las partes, principio
de contradicción e inviolabilidad de la defensa (640).
Por lo tanto, no basta cualquier irregularidad procesal para poder declarar la nulidad, sino
que debe tratarse de la inobservancia de formas o requisitos sustanciales previstos como
tales por la propia ley, bajo la amenaza de la sanción. Por fuerza de este sistema —
contrario a un puro y vacuo formalismo—, la nulidad de los actos es, únicamente,
consecuencia de un vicio de formas sustanciales que la misma ley prescribe como
verdadera garantía de justicia: el juez carece de facultad para calificar jurídicamente a las
formas que no se han observado y así se evitan dudas o incidentes que de otro modo
obstaculizarían la actuación de la ley o retardarían innecesariamente el desarrollo de la
actividad procesal(641).
En lo que se refiere al respeto a las formas, corresponde afirmar que el criterio legalista
debe ser el más exigente para la actividad desarrollada en el proceso penal que en
cualquier otro proceso judicial. La ley debe prever con toda precisión todos los requisitos
fundamentales de los actos a cumplirse, restringiendo en la mayor medida posible el
arbitrio sobre las formas, y permitiendo solo limitadamente a las partes que dispongan del
contenido formal del proceso en lo que hace a los requisitos esenciales de la actividad (642).
Este criterio establece la especificidad de la sanción, es decir, la conminación para cada
acto en particular. Pero cabe advertir que, en principio, ello daría por resultado que
solamente serían nulos los actos para los cuales está expresamente prevista la nulidad. Sin
embargo, ello no es así, porque el sistema amplía el campo, pues no se refiere a los actos
señalados como nulos por la ley ritual. Se extiende a aquellos en cuyo desarrollo no se
hubieran observado las disposiciones que no son solamente procesales, sino que también

108
son de derecho de fondo e incluso constitucionales. A estos deben agregarse todos los actos
inadmisibles, caducos, inexistentes, que por no haberse advertido el vicio hubieran
ingresado al proceso. Por eso se ha advertido sobre la inconveniencia y el error padecido
por quienes aluden a la nulidad como "inobservancia de formas procesales"; así, se reduce,
inopinadamente, el campo de su operatividad(643).
Siguiendo el principio de legalidad en materia de nulidades, que determina que los actos
procesales serán nulos solo cuando no se hubieren observado las disposiciones
expresamente prescritas bajo pena de nulidad, debe ser el resultado armónico de tres
reglas: a) regla de nulidades específicas; b) regla de nulidades genéricas y c) regla de
nulidades virtuales o implícitas(644).

19.9. INADMISIBILIDAD. INEXISTENCIA. SIMPLE INOBSERVANCIA


Inadmisible es el acto que no puede proponerse en el proceso tal como lo fue; su defecto
indica la imposibilidad jurídica de introducirlo en aquel. Constituye, así, la sanción
prevista —expresa o tácitamente— en la ley para declarar la ineficacia de un acto procesal
penal que la ley considera que no debe producir efectos procesales, razón por la cual se
impide ab initio su ingreso al proceso.
Pueden provenir de las partes y sus auxiliares o de algunos terceros, no provocados por el
tribunal y cumplidos sin observar determinados requisitos de forma o sin tener la facultad
para actuar eficazmente. Este concepto amplio y descriptivo comprende dos aspectos: el
defecto en la forma exterior (criterio objetivo) y el defecto en el poder para cumplir la
actividad (criterio subjetivo). El defecto en la forma consiste en una deficiencia estructural
del acto por no poder adecuarse al esquema legal regulado imperativamente. El defecto en
el poder consiste en la ausencia de la atribución para desplegar la actividad que se
pretende cumplir(645).
La sanción no elimina propiamente el acto (es decir, no es una causal de nulidad), sino que
solo impide su ingreso por ser irregular a la cadena de actos jurídicos procesales. Es decir
que su causa radica en los defectos expresamente previstos por el Código, que invalidan el
acto. La inadmisibilidad no es la causa, la causa son los defectos y, por esa razón, el
Código no permite el ingreso al proceso(646).
Se aplica en el preciso momento de ponerse el acto a conocimiento del tribunal, es decir,
después de practicarse, pero antes de que surja efectos en el proceso. O sea, se aplica al
declarar la ineficacia del acto viciado en el momento de decidir sobre su ingreso jurídico en
el expediente. En consecuencia, "es como un anticipo a la declaración de nulidad de los
actos que habrían de suceder al inadmitido" (647). Por el contrario, en la nulidad, el defecto es
advertido cuando el acto defectuoso ya está insertado en el proceso y en la inadmisibilidad
antes de que ello ocurra(648). No puede subsanarse, pero a veces queda convalidado. Pero
cuando han ingresado en el proceso, la manera de extirparlos es mediante la nulidad.
Las causales de inadmisibilidad no están sistematizadas, pero se encuentran latentes en
muchas disposiciones ante los límites que tiene el poder dispositivo de las partes respecto
del contenido del proceso. Muchas prohibiciones de la ley la establecen sin necesidad de
que se la mencione expresamente y ello ocurre en todos los casos en que se carece del
poder de actuar o no se cumple con los requisitos formales de interposición de planteos,
recursos o defensas. Igualmente, la perentoriedad de los términos es una de las fuentes
principales para la vigencia de esta sanción.
Además, nos encontramos con la inexistencia, esto es, cuando lo realizado no es, aunque
defectuosamente realizado, el acto que pretende ser. Para entender ello, cabe apuntar que
la nulidad del acto presupone su realización, pero su realización defectuosa, dado que el
acto en el proceso existe por vicioso que sea. Pero, en este supuesto, el acto no es nulo sino
inexistente.
De tal suerte, el acto inexistente no puede ser convalidado ni necesita ser invalidado y, por
consiguiente, carece de todo efecto(649). Pero en su núcleo común advertimos que la nulidad
e inadmisibilidad se engendran en vicios que conmocionan la identidad procesal del acto;
la inexistencia se origina en falencias que desplazan su propia juridicidad en general. Es
entonces que se habla de acto inexistente, que nunca produce efectos procesales, ni

109
siquiera mediando la cosa juzgada, porque su misma inexistencia la ha tornado
imposible(650).
Asimismo, desde otro lado nos encontramos con la mera irregularidad, puesto que no todos
los elementos de un acto procesal son requeridos por la ley con la misma intensidad en
cuanto a su necesariedad. Algunos de ellos solo están destinados a uniformar los modelos
formales para que permitan su inmediata distinción de otros, evitando —por ejemplo—
dificultades o demoras en los proveimientos, pero no refieren a sus contenidos con relación
a las finalidades básicas del acto en el proceso. Se trata de meras irregularidades que no
llegan a malear el acto mismo hasta el punto de que tenga que ser extirpado como sector
de la secuencia procesal(651).

19.10. EL RETROTRAIMIENTO DEL PROCESO A ETAPAS SUPERADAS


La declaración de nulidad participa de los criterios limitativos generales de las decisiones
jurisdiccionales: tal es el de la reformatio in pejus, que puede ser desconocido, por ejemplo,
cuando la declaración de nulidad impone retrogradar el procedimiento en contra del interés
de aquel a quien, no dándose esa circunstancia, dicha declaración hubiese aventado los
perjuicios que el acto defectuoso pudiera irrogarle (652). Entonces, la nulidad de un acto
procesal impide retrotraer el proceso a etapas precluidas en detrimento del justiciable
cuando se ha alcanzado a cumplir instancias esenciales de su desarrollo, imponiendo la
obligación de definir la situación del imputado, razón por la cual cabe decidir su
absolución.
Los ordenamientos rituales establecen que el tribunal determine expresamente el alcance
de la nulidad, señalando concretamente los otros actos distintos del anulado que quedan
comprendidos en la sanción. Este efecto difusivo de la nulidad no debe afectar, en
principio, la preclusión procesal: el proceso no debe retrotraerse a etapas superadas
cuando las siguientes pueden cumplirse eficazmente no obstante aquel vicio (653).
De ahí que este punto trata de los casos en los que, declarada la nulidad de ciertas etapas
del proceso, se resuelve su retroceso a instancias ya precluidas y, con ello, se verifica la
afectación que dicha situación importa en los derechos del imputado. Por eso han sido
objeto de numerosas críticas las actuaciones en las que, en la oportunidad de sentenciar,
se anulan actos relevantes del proceso y este se retrae a la etapa instructoria, lo cual
provoca una dilación irrazonable del proceso, máxime si se tiene en cuenta que el
imputado no ha dado ocasión a la producción de la nulidad; por ello, se ha considerado
que la reapertura de la investigación, después de cubiertas las etapas de la acusación, la
defensa y la prueba con retrogradación del proceso y dilación de la sentencia, es a todas
luces inconstitucional, ya que debe mediar decisorio sobre el fondo del asunto para que el
derecho a la jurisdicción quede satisfecho (654). Además, es menester considerar que si por
deficiencias en la investigación o por cualquier otra razón no imputable al procesado se ha
dado causa a una nulidad, los tribunales están inhibidos de retrotraer el proceso a una
etapa precluida(655).
Es así que debemos entender que si, estando el tribunal en condiciones de dictar
sentencia, se advierte un defecto en las etapas previas del proceso, atribuible a la
acusación o a los propios jueces, en tales supuestos, el proceso deberá concluir, no podrá
retrogradar, sea con la absolución del acusado si las fallas han dificultado el ejercicio del
derecho de defensa, sea con la condena (en la medida en que los elementos de convicción lo
justifique), si este derecho de todas maneras ha podido ejercerse. Fundamentalmente, es el
Estado (y no el justiciable) el que debe soportar las consecuencias de no llevar adelante con
eficacia el proceso penal, sin perjuicio de la responsabilidad de los órganos por esa
conducta que afecta gravemente el derecho de la comunidad a defenderse del delito(656).
Se trata, además, de que el Estado no realice repetidos esfuerzos en pro de obtener un
pronunciamiento condenatorio sobre la base de intentos fallidos producto de su propia
culpa y subsanando sus propios errores. Ello no solo es violatorio del derecho a un
procedimiento penal rápido, sino además del principio constitucional que prohíbe someter
al imputado a un doble juzgamiento por un hecho único (657). Al mismo tiempo, cabría
cuestionarse si una nulidad, como instituto procesal, se privilegia por sobre un derecho
constitucional(658).

110
En esa dirección, la quinta enmienda de la Constitución de los Estados Unidos consagra
que ninguna persona será sometida por el mismo delito a una doble amenaza de su vida o
de su integridad física; esta garantía se denomina double jeopardy, que importa la
restricción a un nuevo juzgamiento en los supuestos de nulidad. En el caso "Kennedy", la
Corte norteamericana sostuvo que contraría la quinta enmienda el nuevo enjuiciamiento
del acusado si la Fiscalía, con el objeto de evitar su probable absolución, lo ha conducido
de manera virtual y malintencionada a que tenga que requerir el mistrial (nulidad). Una
situación semejante en la doctrina de la Corte norteamericana impone el privilegio de las
garantías constitucionales por sobre el interés del Estado de alcanzar un nuevo
procesamiento. Es que si se otorgara mérito a la acusación para agraviarse de una nulidad
provocada intencionalmente, el Estado aprovecharía de un deliberado abuso del proceso a
fin de asegurarse el proverbial segundo mordisco a la manzana(659).
Puede afirmarse que el principio enunciado encuentra su raíz en el precedente de la CS
("Mattei, Ángel", Fallos 272:188, LL 133-413) que dio lugar a una prolífica familia de
precedentes que llegaron a conformar un verdadero estándar con arreglo al cual, si el
procedimiento penal acusa insuficiencias formales, ajenas a la actuación del imputado, no
cabe preterir la decisión final invalidando todo lo actuado y mandando a sustanciar
nuevamente la causa, pues un temperamento semejante afecta la garantía de la defensa en
juicio "integrada también por el derecho a una rápida y eficaz decisión judicial" (Fallos
298:312)(660).

111
XX. LA PRUEBA EN EL PROCESO PENAL
Debemos tener en cuenta que jurídicamente se habla de prueba cuando se persigue el
objetivo de proporcionar al juez la convicción respecto de hechos determinados. Estos
hechos, que son relevantes para la decisión judicial en particular de acuerdo con los
preceptos del derecho objetivo (es decir que han de ser subsumidos en proposiciones
jurídicas), constituyen el objeto de la prueba (661) y tienden a provocar la convicción del juez,
acerca de la existencia o inexistencia de un hecho pasado, o de una situación de hecho
afirmada por las partes.
Así, dicho vocablo proviene del sustantivo latín probatio, probationis, al igual que el
verbo probo, probas, probare, que deriva de probus, que significa bueno, recto, honrado.
Históricamente, probar era buscar lo bueno, lo real, lo auténtico; por ese motivo, la prueba
imponía demostrar algo dudoso. En palabras de Zuffus, demonstratio indubitabilis et certa
fides rei dubiae; fides veri legitimis modis facta causae cognitori; actus aducens rem dubiam
in lucem cognitionis. De allí se toma la idea de probar como una actividad demostrativa,
dirigida a resaltar lo auténtico y eliminar lo falso. En nuestro medio, llamamos prueba a la
actividad procesal llevada adelante con el fin de obtener certeza judicial (662).
En dicho orden de ideas, hay que considerar que el procedimiento penal es un método
regulado jurídicamente para averiguar la verdad acerca de una imputación, extremo que
nos lleva a conceptuar al juicio como la acumulación de certeza acerca de la existencia de
un hecho ilícito. Con el fin de cumplir esa misión acude, de la misma manera que todo
proceso de conocimiento histórico, a la prueba por intermedio de la cual las personas que
intervienen en él intentan lograr precisiones acerca de la hipótesis que constituye su objeto
principal(663).
No por nada se afirmó que "el arte del proceso no es esencialmente otra cosa que el arte de
administrar las pruebas"(664).
Entonces, puede precisarse que conforma el medio por el cual se confirma o desvirtúa una
hipótesis, en el caso, la presunta comisión de un suceso por parte de un individuo
determinado, que encuadra en una figura típica.
Como vemos, la prueba no es un concepto unívoco, comprende al menos tres cuestiones: 1)
indica el método, proceso, operación o actividad encaminada a comprobar la exactitud de
una proposición; 2) hace referencia a los elementos, datos, evidencias o motivos que,
analizados concretamente al tiempo de tomar una decisión, permiten fundarla o motivarla;
3) señala el resultado obtenido, esto es, lo que se tiene por probado (665).
De esta forma, la prueba se constituye en el modo más confiable para descubrir la verdad
real y, a la vez, la mayor garantía contra la arbitrariedad, por lo que la búsqueda de la
verdad —fin inmediato del proceso penal— debe desarrollarse tendiendo a la
reconstrucción conceptual del acontecimiento histórico sobre el cual aquel versa, puesto
que es el único medio seguro de lograrlo de un modo comprobable y demostrable (666).
Además, conforme al sistema jurídico vigente, en las resoluciones judiciales solo podrán
admitirse como ocurridos los hechos o circunstancias que se hayan acreditado mediante
pruebas objetivas, lo que impide que aquellas sean fundadas en elementos puramente
subjetivos. Esto determina, por ejemplo, que la convicción de culpabilidad necesaria para
condenar únicamente puede derivarse de la prueba incorporada de manera válida al
proceso(667).
No obstante, no resulta apropiado hablar de la "verdad del hecho", pues evidentemente no
es la verdad del hecho lo que deba probarse. Un hecho existe o no existe, pero no puede
hablarse de él en términos de verdadero o falso. Puede, en efecto, afirmarse que un hecho
existió o que un hecho nunca existió, pero no puede afirmarse de igual manera que sea
"verdadero" o "falso". El hecho en sí tampoco podría probarse, en el sentido de que este,
una vez que ocurrió, no puede reproducirse mediante la experiencia, dado que forma parte
del pasado. Resulta imposible la reproducción exacta del suceso que ha quedado en el
pasado y, por lo tanto, no podría aspirarse más que a una reconstrucción mental de este.
El método experimental no sirve cuando de lo que se trata es de hechos pasados, es decir,
de comportamientos humanos que ya ocurrieron y que no es posible reproducir en el
presente. En consecuencia, puede concluirse que tampoco es el hecho en sí lo que debe
probarse. De lo único que puede hablarse en términos de verdadero y falso es de

112
enunciados, cuyo contenido podrá adecuarse en más o en menos a la realidad, de la cual
dependerá el valor de verdad del enunciado(668).
En realidad, por referirse a un hecho acaecido en el pasado, la verdad que se busca en el
proceso es una expresión de lo que se denomina verdad histórica, cuya reconstrucción
conceptual se admite como posible a través de las huellas que su acaecer pudo haber
dejado en las cosas (rastros materiales) o en las personas (huellas físicas o percepciones),
las que, por conservarse durante un tiempo, pueden conocerse con posterioridad. Es decir
que, por su naturaleza, la verdad que se persigue en el proceso penal, la verdad sobre la
culpabilidad, es "probable", o sea, posible de probar y, precisamente por eso, el orden
jurídico solo la aceptará como tal cuando resulte efectivamente probada(669).
Sin embargo, certeramente se ha destacado que no resultaría "posible alcanzar la verdad
en el proceso penal ni en el proceso civil, ni en ningún otro proceso, pero tampoco creo que
deba ser un propósito que nos quite el sueño. Sí creo posible, a partir de pruebas
obtenidas legítimamente, asegurando el derecho a la contradicción, a un juicio oral y
público presidido por un tribunal imparcial, es posible llegar al convencimiento necesario y
razonable como para tener la certeza de que un hecho ocurrió —o no— proclamándose
exacta la proposición que lo enuncia y a partir de allí, eventualmente aplicar una sanción
penal. La argumentación racional es entonces el centro de la actividad judicial, el
magistrado no sólo debe guiar el proceso por el camino de la legalidad, sino que debe
brindar las explicaciones sobre lo que hace o deja de hacer, propendiendo a buscar
fundamentos que puedan ser en cierta manera objetivables, rebatibles, controvertidos,
incluso revisables por instancias superiores y controlados por la sociedad... En definitiva,
el proceso debe permitir a las partes verificar sus hipótesis y rebatir aquellas que no
consiente, en tanto el tribunal deberá facilitar esa tarea y al resolver, expondrá las razones
en que funda su decisión, decir por qué acepta y adopta tal o cual postura dentro de su
actividad"(670).
En consecuencia, en el proceso penal no puede seguirse la falsa idea de que es posible
arribar a una verdad absoluta, dado que reconoce límites (principalmente formales), donde
nos encontramos con que el proceso judicial solo podrá tender a una verdad relativa lo más
aproximadamente posible al ideal de la perfecta correspondencia con sus reglas y
limitaciones.
Esto no quiere decir que se deba renunciar a la búsqueda de la realidad de los
acontecimientos bajo juzgamiento, sino solamente que tiene que atemperarse esa meta a
las limitaciones que se derivan, no solo de las propias leyes del conocimiento, sino de los
derechos fundamentales reconocidos en la Constitución y en las normas, formalidades e
"impurezas" del proceso penal. De tal suerte, vemos que toda investigación se realiza
dentro de un contexto que condiciona la búsqueda de la verdad y, aquí, la intervención de
las partes y el transcurso del tiempo es un factor muy importante, dado que no solo
destruye la fuerza convictiva de los elementos probatorios, sino que va formalizando y
estructurando los hechos de modo tal que se distancian —proporcionalmente a la demora
— del objeto de conocimiento original, es decir, va confiriéndole un significado diferente a
cada elemento probatorio.
De aquí que podamos vislumbrar que la verdad procesal resulta determinada por esa
estructura de referencia que es el proceso y por las reglas que lo regulan y, por tal razón,
no puede hablarse de verdad más que en términos de relatividad, nunca de absolutez (671).
Para explicitar dicha postura(672), es decir que el proceso penal aspira a lograr una
reconstrucción conceptual del hecho que constituye un objeto lo más ajustado posible a la
realidad, procurando una concordancia o adecuación entre lo ocurrido y lo que se conozca
al respecto, hay que considerar que la verdad como correspondencia o verdad real, se
reduce, por las dificultades fácticas y las limitaciones jurídicas reconocidas, a una "verdad
jurídica" o "verdad procesal".
En esa línea de pensamiento se ha afirmado a la jurisdicción como "saber-poder" que, al no
tener raíz representativa como las funciones ejecutiva y legislativa, encuentra su
legitimidad en la razón y en la ley, por lo cual el conocimiento de los jueces debe ser
abarcador de todos los hechos y las circunstancias del caso, lo cual solo es posible de
lograr a través de la prueba(673).

113
Se atribuye primariamente a Aristóteles lo que habrá de llamarse concepción semántica de
la verdad o verdad como correspondencia. Para tal concepción, un enunciado será
verdadero si hay correspondencia entre lo que se dice y aquello sobre lo cual se habla. Las
proposiciones serán verdaderas en tanto se correspondan con las cosas mismas. "Decir que
lo que es, no es, o que lo que no es, es, es falaz; pero decir que lo que es, es, y que lo que
no es, no es, es veraz. De modo que el que dice que algo es o no es dice lo verdadero o lo
falso"(674). Este es el rasgo esencial de la concepción aristotélica de la verdad como
correspondencia: una proposición es verdadera en tanto expresa un juicio que guarda una
relación de correspondencia o adecuación con las cosas mismas, en tanto la verdad es una
propiedad del juicio o de la proposición y no de las cosas. Más allá de que la defensa de
esta concepción de la verdad haya remitido, para algunos, a una idea de verdad absoluta,
ideal, inalcanzable —la verdad material de raigambre inquisitiva—, lo cierto es que tal idea
de verdad como correspondencia también permitió arribar a sus seguidores a lo que se
denominó "verdad relativa", como mejor aproximación de la comprobación a la realidad.
Asimismo, resulta ilustrativo lo sostenido por Popper, para quien un enunciado será
verdadero si y solo si se corresponde con los hechos. Así, en una de sus obras refiere:
"Como señala Tarski, esta noción de verdad es objetiva o absolutista, aunque no sea
absolutista en el sentido de permitirnos hablar con absoluta certeza o seguridad, pues no
nos suministra un criterio de verdad (...). Así, aunque la idea de verdad sea absolutista, no
podemos pretender alcanzar una certeza absoluta: somos buscadores de la verdad, pero no
sus poseedores"(675).
En consecuencia, la versión de la verdad como correspondencia, en tanto no remite
inexorablemente a la verdad sustancial o material, permite hablar en este contexto de una
verdad probable.
En el ámbito del procedimiento, históricamente se han distinguido dos tipos: la verdad real
(o material o histórica objetiva) y la verdad formal. La distinción entre ambas ideas no
partiría del sentido dado al concepto de verdad, sino más bien de la manera en que los
distintos sujetos intervinientes en el proceso operan para configurarla (676). Puede afirmarse,
entonces, que verdad material y verdad formal no son significados que apunten a
conceptos diferentes de lo que se entiende por verdad. Es así como la diferencia estriba
más en las formas con las que los diferentes procedimientos judiciales atacan la
investigación de la verdad, o en los condicionamientos formales para fijar el objeto de la
averiguación y para incorporar el material necesario a fin de conocer la verdad histórica
que en el núcleo significativo del concepto (677).
Como contraposición a este tipo de verdad, algunos han sostenido la conveniencia de optar
en el proceso por un tipo de verdad "consensual", que es aquella a la cual se arriba por el
acuerdo de las partes involucradas en el proceso acerca de cómo sucedieron los hechos.
Considerando la imposibilidad de respetar las garantías en el marco de un modelo
sustancial en el cual se aspira a la verdad como correspondencia, algunos autores han
encumbrado a la denominada verdad consensual, en la cual "la verdad jurídica se halla
unida indisolublemente a la validez, y no puede obtenerse a cualquier precio" (678). Esta
concepción consensualista de la verdad es la invocada por los partidarios del plea
bargaining y de los métodos procesales fundados en el principio dispositivo, es decir, en la
disponibilidad de las pruebas(679).
De todas maneras, la aceptación de la verdad consensuada en el proceso no ha dejado de
recibir críticas de parte de la doctrina y, en tal sentido, se ha afirmado que dicha
aceptación nos conduciría a admitir la disconformidad entre lo efectivamente ocurrido y lo
que las partes acuerdan que ocurrió, con lo cual difícilmente podría afirmarse que por
intermedio de la sentencia basada en dicho acuerdo se hiciera justicia. En esa línea se ha
dicho que "si las partes acordaran cómo ocurrió el hecho e ignorasen las pruebas que
acreditasen la existencia de un acontecimiento de la vida real, debemos concluir
elementalmente que darían vida a una 'no-verdad', es decir, a una mentira. Aparece como
inaceptable que una sociedad se organice jurídicamente para obtener sentencias sobre
hechos inexistentes"(680).
Ahora bien, Ferrajoli sostiene que la verdad procesal (o formal) es solo una verdad
aproximativa respecto del modelo ideal de la perfecta correspondencia. Este ideal
permanece nada más que como tal. En efecto, la imposibilidad de formular un criterio

114
seguro de verdad de las tesis judiciales depende del hecho de que la verdad cierta, objetiva
o absoluta representa siempre la expresión de un ideal inalcanzable. Como máximo,
sostiene este autor(681), podemos pretender que en cuanto descubramos la falsedad de una
o varias tesis de una teoría, esta debe rechazarse o reformarse.
La aceptación de esta verdad procesal (como meta del proceso en un sistema acusatorio)
nos permite desechar el sofisma de que no existen alternativas entre verdad como
correspondencia (entendida como una verdad objetiva y absoluta) y verdad consensual.
Esta verdad procesal —propia de un modelo formalista— es aquella que se obtiene en el
respeto de las reglas de enjuiciamiento y, por lo tanto, será inevitablemente limitada, al
caracterizarse por ser el producto de un proceso de conocimiento que adopta como punto
de partida el principio de presunción de inocencia(682).
Así, sin llegar a ser esta verdad una verdad absoluta (que, como ya se dijera, no representa
más que un ideal inalcanzable), se presenta como una verdad "suficiente" para el proceso
que, respetando las garantías de los individuos, se aleja de la verdad material o sustancial,
propia del sistema inquisitivo, para ubicarse prácticamente en una posición antagónica a
esta.
Entonces, vemos así hasta qué punto la aparición del instituto de la conformidad en los
diversos ordenamientos habría venido a afectar uno de los fines del proceso penal, cual es
el descubrimiento de la verdad. El procedimiento abreviado, al eliminar el debate, impone
al órgano jurisdiccional la difícil tarea de homologar un acuerdo basado en pruebas en
ocasiones escasas y en otras no demasiado convincentes en cuanto a la acreditación de la
materialidad del ilícito y la responsabilidad del acusado.
Así, por una cuestión de practicidad y con claros fines de descongestionar el sistema
procesal penal, se ha dejado de lado la búsqueda de la verdad mediante la realización de
un juicio y se ha admitido en su lugar al acuerdo entre las partes como instrumento
suficiente para la aplicación de una condena, que se basará solamente en las pruebas
recogidas en la etapa anterior a la realización del debate. Analizando concretamente la
regulación del instituto en el sistema argentino, D'Albora sostiene que no resulta afectado
el principio de la "verdad material", ya que "no se admite una verdad consensuada, pues la
sentencia deberá sustentarse en la prueba recogida durante la instrucción y no en la mera
confesión, aunque en la realidad pueda ocurrir"(683).
En palabras de Maier: "No parece posible, hoy en día, sustituir completamente la finalidad
de lograr la verdad histórica objetiva, que dio nacimiento al Derecho penal y a su
instrumento característico, la pena estatal, por la solución puramente consensual de los
conflictos, esto es, por la voluntad de los protagonistas del conflicto social que conforma la
base del caso penal. Pero tampoco parece posible, para la política criminal actual y futura,
ignorar estos mecanismos nuevos de solución del conflicto, que conducen a la
simplificación del rito, al ahorro de recursos humanos y materiales en la administración de
justicia penal y, en definitiva, a soluciones más 'justas' y menos autoritarias para el
caso"(684).
Pero por el paradigma del sistema acusatorio se implica un planteo adversarial entre dos
partes, fiscal y particular damnificado, por un lado, y acusado, por el otro. El juez
permanece equidistante entre ellos.
La verdad procesal según la epistemología acusatoria expresada por este modelo triangular
es ante todo una verdad refutable: una tesis es aceptable como verdadera solo si es
refutable; es decir, si las pruebas que la acusación tiene la carga de recoger son expuestas
a la confutación más amplia de la defensa en un debate público frente a un juez imparcial.
La epistemología garantista expresada por el contradictorio en el método acusatorio recalca
de manera completa, en definitiva, la epistemología científica popperiana, basada
justamente en el principio de refutabilidad(685).
Tomando en cuenta que en el procedimiento penal un hecho es verdadero cuando, visto
objetivamente, es en cierto grado probable y el juez se halla convencido de manera
subjetiva de que se produjo. Ningún procedimiento de prueba aporta algo más que
probabilidades(686).
Hay que deslindar qué tipo de verdad es la que se busca en los procesos judiciales. Si se
persigue la verdad absoluta, no se la va a encontrar. En un proceso solo se puede llegar a
una verdad relativa.

115
En consecuencia, el proceso judicial, como cualquier otro proceso de conocimiento, solo
podrá tender a una verdad relativa lo más aproximada posible al ideal de la perfecta
correspondencia, con sus reglas y limitaciones(687). Por eso, el proceso penal de un Estado
de derecho no solamente debe lograr el equilibrio entre la búsqueda de la verdad y la
dignidad de los acusados, "sino que debe entender la verdad misma no como una verdad
absoluta, sino como el deber de apoyar una condena sólo sobre aquello que indubitada e
intersubjetivamente puede darse como probado. Lo demás es puro fascismo y la vuelta a
los tiempos de la Inquisición, de los que se supone hemos ya felizmente salido" (688).
Por lo tanto, habrá de conferírsele crédito a los sucesos que encuentren sustento en firmes
elementos fácticos que puedan justificarlos y formar un juicio subjetivo en un observador
imparcial, ya que la diferencia entre probabilidad y certeza está en el ánimo de quien la
juzga, pues entre una y otra no hay más que una apreciación subjetiva. "La certeza resulta
de la verdad, pero no es la verdad. En realidad tanto la certeza como la probabilidad surgen
de la verdad y es el juicio subjetivo lo que las diferencia. La probabilidad recoge los motivos
convergentes y divergentes y los toma a todos en cuenta. La certeza, desde el momento en
que se topa con un motivo para no creer, absuelve" (689).

20.1. LA CARGA DE LA PRUEBA


A todo evento, siempre la acusación debe probar la culpabilidad del imputado, lo cual
implica que debe colectar toda la prueba que conlleve a tal objetivo, pero sin olvidar de
investigar acerca de la falta de responsabilidad de aquel, atento a la objetividad que guía su
accionar. Por ello, el imputado no debe construir su inocencia, ni hay obligación para la
defensa de proveer prueba de descargo, aunque sí es una facultad que puede ejercerse,
pero ante la ausencia de elementos incriminatorios debe estarse a la inocencia del
encausado.
En el diseño del proceso penal, y a mérito de las garantías constitucionales individuales, se
denota que el Ministerio Público Fiscal tiene (como órgano de persecución) la finalidad de
adquirir toda la información de cargo y también de descargo (debido al mandato de
objetividad) para aproximarse lo más posible a la verdad histórica. Lo cierto es que el
imputado no tiene que probar su inocencia y de ningún modo puede ser tratado como un
culpable. Este es el núcleo central de esta garantía, dado que es una persona sometida al
proceso para que pueda defenderse. Los órganos de persecución penal buscarán
comprobar su culpabilidad. En consecuencia, no se le puede anticipar la pena, que es la
consecuencia directa de la comprobación de la culpabilidad(690).

20.2. LA LIBERTAD PROBATORIA


El principio de la libertad probatoria —que domina el criterio que debe seguirse en una
investigación penal— importa que dentro del proceso penal todo pueda ser probado por
cualquier medio, dado que uno de los principios que lo gobiernan es el de la investigación
integral(691), y en razón de la no taxatividad de los medios de prueba, de modo que el
considerar abierta la enumeración que la ley hace de ellos implica que la presencia de
algún medio probatorio que no tenga regulación específica no obsta a su admisión si
resulta pertinente para comprobar el objeto de la investigación (692).
Por ello es por lo que no se exige la utilización de un medio de prueba determinado para
probar un objeto específico(693) y, si bien se debe recurrir al que ofrezca mayores garantías
de eficacia, el no hacerlo carece de sanción alguna, ya que es posible hacer prueba no solo
con los medios expresamente regulados en la ley, sino con cualquier otro no reglamentado,
siempre que sea adecuado para descubrir la verdad(694).
Como ejemplo de lo expuesto vemos que en el procedimiento formal alemán se habla de
"prueba libre", por la cual un hecho puede cerciorarse de cualquier forma (695). Es así como
su vigencia se justifica plenamente en cuanto se lo relaciona con la necesidad de alcanzar
la verdad real, extendiéndose tanto al objeto como a los medios de prueba. Sin embargo, el
principio no es absoluto porque existen distintos tipos de limitaciones (696) que se vinculan a
las limitaciones probatorias de origen constitucional, es decir, cuya fuente reside en la

116
protección que se otorga a las personas en un Estado de derecho, por razón de su propia
dignidad (derechos humanos)(697) y en resguardo de su derecho de defensa en juicio(698).
Pero ello no significa que se haga prueba de cualquier modo —ya que hay que respetar las
regulaciones procesales de los medios legislados— ni mucho menos a cualquier precio,
pues el orden jurídico impone limitaciones derivadas del respeto a la dignidad humana u
otros intereses(699). De este modo, cada prueba se ajustará al trámite asignado y, cuando se
quiera optar por un medio probatorio no previsto, se deberá utilizar el procedimiento
señalado para el medio regulado de manera expresa que sea analógicamente aplicable,
según la naturaleza y las modalidades de aquel.
Además, se deberán observar las disposiciones tendientes a garantizar la defensa de las
partes, como requisito para la válida utilización de la prueba (700), al tiempo que no pueden
ser reconocidos medios de prueba que afecten a la moral, o los expresamente prohibidos
(como podría ser la utilización de correspondencia privada).
De tal forma, "ha de prescindirse de la prueba por ilícita cuando ella, en sí misma fue
obtenida a través de medios inconstitucionales o ilegítimos, no siendo razonable el descarte
de elementos que no aparecen logrados a expensas de la violación de la defensa en juicio,
resultando, por el contrario imperativo que el delito comprobado no rinda beneficios al
culpable" (CCrim. y Correc. Morón, sala II, 6/7/1995, "De Cruz, Claudio", LLBA 1996-644),
puesto que es posible pensar en casos de pruebas obtenidas en violación a las reglas
procesales, pero que no impliquen, al mismo tiempo, la violación de una garantía
constitucional(701); estas últimas no son susceptibles de ser excluidas del proceso.
No obstante lo cual es preciso destacar que, dentro del aspecto probatorio, el respeto a los
derechos individuales impone que únicamente se puede aportar prueba relacionada con el
hecho constitutivo del objeto del proceso y sus circunstancias. Si se rebasa este límite, la
prueba carece de pertinencia y debe desestimarse cuando no resulta idónea para justificar
los hechos articulados. Además, la prueba debe tener relevancia —ser conducente— para
influir en la decisión del conflicto(702).
En consecuencia, las limitaciones al principio de libertad probatoria pueden estar
relacionadas: a) con el objeto de prueba: la prueba no podrá recaer sobre hechos o
circunstancias que no estén relacionados con la hipótesis que originó el proceso de modo
directo o indirecto, además de ciertos temas sobre los cuales no se puede probar por
expresa prohibición de la ley penal; b) con los medios de prueba: no corresponde admitir
medios de prueba que afecten a la moral, expresamente prohibidos o incompatibles con
nuestro sistema procesal o con el ordenamiento jurídico general argentino. Tampoco
aquellos medios no reconocidos por la ciencia como idóneos para generar conocimiento o
los que puedan producir alteraciones físicas o psíquicas (703).
De aquí que, además, en el ámbito de la realización de las leyes sustantivas —misión
propia del derecho procesal— se advierta que los métodos de actuación dirigidos a obtener
el descubrimiento de los ilícitos tengan que ser proporcionales al valor en riesgo que
procura proteger el bien jurídico que se encuentra en peligro; por tal motivo, es aceptable
la utilización de medios de investigación no convencionales para hechos fuera de lo común
(por el grado de organización y sofisticación en que son perpetrados), dado que cada
prueba tiene su particularidad, una especificidad que condiciona su valoración (704).
Al respecto, no debe olvidarse el principio que guía la ponderación de esta relación, al decir
de nuestra suprema Corte: "En efecto, la idea de justicia impone que el derecho de la
sociedad a defenderse contra el delito sea conjugado con el del individuo sometido a
proceso, en forma que ninguno de ellos sea sacrificado en aras del otro, procurándose así
conciliar el derecho del individuo a no sufrir persecución injusta con el interés general de
no facilitar la impunidad del delincuente" (Fallos 272:188, 280:297). Extremo del cual se
denota que debe existir una razonable proporción entre la entidad del hecho investigado y
los medios legítimos con que se cuenta para su comprobación (705).
Pero también es menester destacar que resulta condición esencial del debido proceso el
contralor ejercido por el juez de la causa del transcurso de todos los pasos de la
investigación, lo cual irroga el máximo de seguridad y transparencia para la pesquisa y
asegura el respeto a todas las garantías que le competen a los imputados que, a su vez, se
ven materializadas con la oportunidad de que conozcan las particularidades de la
imputación, los elementos cargosos en su contra y con la posibilidad de contradecirlos.

117
Es así que, en casos en los que la necesidad y la entidad del supuesto de hecho ilícito lo
amerite, no deben soslayarse técnicas de investigación que aparezcan idóneas, siempre que
queden bajo la prudencial aplicación y control del juez natural de la causa y no lesionen
garantías constitucionales que hacen al respeto de nuestro Estado de derecho (706), puesto
que de esta forma se estará materializando la actuación de la justicia; esto, en el
entendimiento de que todo el derecho procesal penal es una transacción entre las
funciones de esclarecimiento y las de garantía, constituyendo tarea de esta última no solo
no condenar inocentes, sino, en cuanto sea posible, evitar la mera prosecución de
procedimientos formales contra ellos(707).

20.3. EL SISTEMA DE VALORACIÓN DE LA PRUEBA


El objetivo que se propone el proceso se remite a descubrir la verdad material, lo que
importa la reconstrucción del hecho lo más fielmente posible a como ha sucedido en
realidad.
En dicha misión, el juez es libre para valorar la entidad de cada elemento probatorio, lo
cual lo distancia diametralmente del sistema de las pruebas legales, donde era la propia ley
la que de antemano determinaba cómo debían valorarse cada una de las pruebas,
indicándole al juez en qué situaciones debía considerar probado un hecho y cuando ello no
era posible; prefijando en la norma de modo general la eficacia de cada elemento probatorio
y estableciendo bajo qué condiciones debe considerarse probada la existencia de un hecho.
Como ejemplo basta citar a la ley Carolina, paradigma alemán de la legislación inquisitiva
europea, que establecía en su art. 22: "No puede en definitiva pronunciarse una condena y
decretarse la pena, si sólo hay contra el acusado indicios, sospechas, presunciones,
cualquiera que sea su número o naturaleza", criterio seguido por las Partidas (1263-1265),
que se basaban en el sistema legal de valoración de las pruebas, característico de la
Inquisición, que vino a reforzar y hasta consagrar legislativamente, con precisión
incontrastable, la desconfianza que a los primeros teóricos merecía esta clase de prueba (708).
Criterio que fue cambiando a medida que el modelo procesal iba girando hacia uno
mayormente acusatorio, en donde vuelve a gozar de la confianza del legislador y de la
práctica judicial(709).
Por el contrario, en la actualidad, no hay prueba tasada que implique convertir en un
autómata al juez que anteriormente solo debía comprobar los extremos que habilitaban a
cada prueba en particular como válida para fundar su criterio. Por ende, es libre para
obtener su convencimiento, porque no está vinculado a reglas legales sobre la prueba. Sin
embargo, ello no significa que el resolvente posea una facultad libérrima y omnímoda, sin
limitaciones, con total irrevisabilidad de la convicción del órgano respecto de los hechos
probados(710).
La simple convicción, pues, no entraña el juzgar por sentimientos o impresiones, sin una
valuación analítica y cuidadosa de los hechos y de las pruebas, por lo que fundar sus fallos
obliga al juez a razonar su opinión y la posibilidad de un recurso lo incita a establecer su
resolución sobre base bien firme(711).
Resulta necesario delimitar, entonces, la función persuasiva o racional de la prueba (712).
Pues bien, la concepción persuasiva de la prueba responde que un enunciado de este tipo
("está probado que 'p'"), formulado como contenido de la decisión probatoria de un juez o
de un jurado, significa que el decisor se convenció (i.e., adquirió la creencia sobre la
ocurrencia del hecho 'p'). Es importante observar que, en la medida en que la convicción es
un elemento subjetivo del decisor, si de ella depende conceptualmente que un hecho está
probado en el proceso, entonces la decisión sobre la prueba (siempre que corresponda con
las creencias sinceras del decisor) es infalible. De tal forma, será perfectamente posible que
dos jueces consideren que un hecho está probado y no probado, respectivamente, ante las
mismas pruebas y no habría posibilidad de afirmar que uno de ellos se equivoca.
Además, la concepción racional de la prueba responde a la pregunta conceptual acerca de
qué significa "está probado que 'p'", que "las pruebas presentadas aportan corroboración
suficiente a la hipótesis de que 'p'". La noción de corroboración de hipótesis no es simple,
pero sea como fuere que se entienda, hace referencia al grado en que las pruebas

118
confirman la hipótesis y no a elemento subjetivo alguno que ocurra en la mente del decisor.
La corroboración es, pues, controlable de manera intersubjetiva.
Una característica de esta concepción es la previsión de recursos sobre la decisión
probatoria. Además, esos recursos se hacen posibles por la exigencia de una explicación
rigurosa en materia de hechos, entendida como justificación a la luz de las pruebas
presentadas y practicadas de que la hipótesis alcanza o no el grado de corroboración
suficiente establecido por el estándar de prueba aplicable al caso.
Es claro, entonces, que la mera certeza subjetiva del juez no es suficiente, dado que si la
verdad es una relación entre el pensamiento y la realidad que constituye su objeto, es
indudable que la fuente legítima del convencimiento judicial ha de provenir del mundo
externo. El convencimiento debe derivar de los hechos examinados durante el juicio y no
solamente de elementos psicológicos internos del juez(713).
Por lo tanto, el método de la libre convicción implica solamente la ausencia de artificios
legales, de pretendidas valoraciones que la ley hacía a priori, con el vano intento de regular
la certeza y en desmedro de la conciencia del juez. Pero ello no puede degenerar en un
arbitrio ilimitado, en criterios personales que equivalgan a autorizar juicios caprichosos, en
una anarquía en la estimación de la prueba, por lo que el juicio del magistrado ha de ser la
cúspide de un proceso lógico, donde se refundan los criterios que la psicología suministra y
que la experiencia aconseja (714). Entonces, quien debe valorar en cada caso la importancia
de los elementos fácticos es el juez, cobrando relevancia su libre valoración, puesto que
cada uno será merituado conforme al caso concreto, dado que todo hecho, circunstancia o
elemento contenido en el objeto del procedimiento y, por lo tanto, importante para la
decisión final, puede ser probado y lo puede ser por cualquier medio de prueba(715).
Resulta también menester aclarar que, desde el punto de vista de la valoración subjetiva de
las pruebas, no hay diferencia entre prueba directa y prueba indirecta, puesto que la razón
despliega su actividad de igual modo con relación a ambas. Por el contrario, desde el punto
de vista de la apreciación objetiva hay gran diferencia, pues por medio de la simple
percepción de la prueba directa se afirma su eficacia objetiva, pero no puede sostenerse la
eficacia de la prueba indirecta sino pasando, mediante raciocinio, de su percepción a la del
delito, siendo preciso a tal efecto un vínculo, accesible a través de la razón y no de la
observación, por lo que debe tenerse en cuenta que el arribo a la certeza propia de un
pronunciamiento definitivo no hace distinción entre prueba indirecta o directa, sino que
atiende a su valor convictivo (716). En tal sentido, es menester explicitar los motivos por los
cuales se llega a establecer la relación causal entre un hecho comprobado y el suceso
desconocido motivo de investigación.
No obstante lo expuesto, no puede admitirse que la libre valoración de la prueba se utilice
como vía para dar absoluta libertad al convencimiento subjetivo del juez, pues la falta de
prueba científico-natural del nexo causal no puede ser sustituida por una convicción
subjetiva del juez por la vía de la libre valoración de la prueba (717). Por ello, resulta
imprescindible que el juez consigne las razones por las cuales se inclina a la adopción de
un temperamento determinado, puesto que en el orden judicial el razonamiento que se
tiene en cuenta es el que se manifiesta, es el que se expresa, es el que se comunica. El
razonamiento consigo mismo, no manifestado, in pectore, no tiene relevancia en cuanto es
reflexión que no se comunica(718).
Además, la exteriorización del razonamiento permite el control de la corrección sustancial y
de la legalidad formal del juicio previo exigido por la CN (art. 18), para asegurar el respeto a
los derechos individuales y a las garantías de igualdad ante la ley e inviolabilidad de la
defensa en juicio, así como al mantenimiento del orden jurídico penal por una más
uniforme aplicación de la ley sustantiva(719).
En tal dirección, debemos mencionar que el método valorativo actualmente admisible es el
de la sana crítica racional, entendida como pautas estables y permanentes del correcto
entendimiento humano, fundadas en la lógica que obligan al juez a apreciar la prueba y
fundar su decisión basándose, no en su íntimo convencimiento, sino objetivamente en los
más genuinos lineamientos que indican la psicología, la experiencia común y el recto
entendimiento humano(720). En criterio de Caballero, se trata de "un sistema de apreciación
de los hechos y de las circunstancias fácticas de las figuras delictivas y de los hechos
procesales, conforme a las leyes fundamentales de la lógica, de la psicología y de la

119
experiencia social, que el juez debe respetar para asegurar la certeza de sus afirmaciones y
la justicia de sus decisiones"(721).
La CNCasación Penal se ha referido al respecto señalando: "Las reglas de la sana crítica
son pautas del correcto entendimiento humano, contingentes y variables con relación a la
experiencia del tiempo y lugar, pero estables y permanentes en cuanto a los principios
lógicos en que debe apoyarse la sentencia (Couture), ellas informan el sistema de
valoración de la prueba adoptado por nuestro Código Procesal Penal en su art. 398, párr.
2°, estableciendo plena libertad de convencimiento de los jueces, pero exigiendo que las
conclusiones a que arriben en la sentencia sean el fruto racional de las pruebas, sin
embargo esta libertad reconoce un único límite infranqueable, el respeto a las normas que
gobiernan la corrección del pensamiento humano, es decir, las leyes de la lógica —principio
de identidad, tercero excluido, contradicción y razón suficiente— de la psicología y de la
experiencia común. La observancia del principio de razón suficiente, requiere la
demostración de que un enunciado sólo puede ser así y no de otro modo. El respeto al
aludido principio lógico exigiría que la prueba en que se fundamente la sentencia, sólo
permita arribar a esa única conclusión y no a otra, o, expresado de otro modo, que ello
derive necesariamente de los elementos probatorios invocados en su sustento, pruebas que
excluyan que las cosas hayan podido ser de otra manera, que es lo que en definitiva define
al principio en análisis. En lo que atañe al principio de contradicción deviene útil recordar
que de su formulación se desprende que si hay dos juicios donde se afirma y se niega la
misma cosa, es imposible que ambos sean verdaderos al mismo tiempo. Esto es, que si uno
de ellos es verdadero, el otro es necesariamente falso y viceversa. El vicio se presenta toda
vez que existe un contraste entre los motivos que se aducen o entre éstos y la parte
resolutiva, de modo que oponiéndose, se destruyen recíprocamente y nada queda de la idea
que se quiso expresar, resultando de la sentencia privada de motivación" (722).
Así, se reconoce que una sentencia está fundada, al menos en lo que hace a la
reconstrucción histórica de los hechos, cuando menciona los elementos de prueba a través
de los cuales arriba racionalmente a una determinada conclusión fáctica. Esos elementos
han sido válidamente incorporados al proceso y son aptos para ser valorados (legitimidad
de la valoración) y, así, la resolución jurisdiccional exterioriza la valoración probatoria
siguiendo las leyes del pensamiento humano de la experiencia y de la psicología común (723).
Y resulta fundamental que esos sucesos sean conducentes para demostrar la hipótesis de
la cual parte el razonamiento y así le sirve de sustento.
Por lo tanto, la convicción a la que se arriba en un pronunciamiento basado en los
elementos probatorios colectados no significa una remisión a la íntima convicción del
juzgador. Su creencia solo será apta para punir cuando se asiente en pruebas
concordantes que permitan explicarla racionalmente. O sea que no se admite —por
incontrolable— que la verdad se aprehenda por intuición; se exige, en cambio, que su
conocimiento se procure mediante la razón (724), por lo que dicho acto de razonamiento
deberá considerar cuidadosamente los datos objetivos incorporados a la causa, de modo
que se justifique y explique de qué forma se pudieron disipar las dudas existentes y cómo
se arribó, a pesar de ellas, a la convicción de culpabilidad.
En dicha dirección, Jorge Clariá Olmedo aseguraba que "la íntima convicción de los
jurados escapa al contralor popular que el sistema impone en la administración de justicia.
Nuestra cultura cívica y formación procesal no concibe una sentencia sin
fundamentación... No hay duda de que el fallo racional y motivado del tribunal técnico
ofrece mayores garantías. Es el resultado de una versación jurídica y técnica judicial
adecuada para excluir los elementos de convicción ajenos a los autos. El jurado mezcla sus
internas motivaciones con el ámbito emocional de los sentimientos, declarando la
culpabilidad o la inocencia en un solo vocablo, con prohibición de explicarlo. La
fundamentación del fallo judicial es garantía de justicia, conquistada a través de largas
vacilaciones. Es un derecho de todos los miembros de la colectividad conocer la razón de
una condena o de una absolución para evitar la arbitrariedad y exigir la objetividad de los
pronunciamientos"(725).

20.4. LAS PROHIBICIONES PROBATORIAS

120
Según el contenido de la genérica garantía del debido proceso penal, solo se admiten
ocurridos los hechos que hayan sido acreditados por pruebas legalmente incorporadas,
objetivas y pertinentes a la averiguación del suceso en juzgamiento, resultando prohibida
toda otra manifestación irregular de esta que importe la vulneración de algún derecho
individual, de una garantía constitucional, de una disposición expresamente establecida
para su realización o producto de un engaño, coacción o de un hecho ilícito (726).
Entonces, la legalidad del elemento de prueba se presupondrá indispensable para su
utilización en abono de un convencimiento judicial válido. Su posible ilegalidad podrá
obedecer a dos motivos: su irregular obtención (ilegitimidad) o su irregular incorporación al
proceso(727).
Pero cabe precisar que la prueba ilícita figura como exponente del principio de legalidad
penal, en la medida en que nadie puede ser condenado sino por delito previamente
establecido en la ley (previa, escrita y estricta) y siempre que se haya observado idéntica
escrupulosidad en la legalidad del procedimiento y muy especialmente en enervar la
presunción de inocencia a través de pruebas legales(728); por ello es que se ha afirmado que
"una correcta aplicación del derecho sustantivo tiene como presupuesto que se acredite a
través del proceso el extremo material objetivo y subjetivo de la imputación" (729).
Asimismo, el problema de la prohibición de la prueba viene a encuadrarse en la
encrucijada entre los intereses del Estado a un efectivo procedimiento penal, en cuanto
comunidad jurídica, y los intereses del individuo a la protección de sus derechos
personales. La problemática de la prohibición de la prueba no es un mero problema
jurídico-procesal penal, sino que antes bien constituye una cuestión que responde a la
comprensión general de las relaciones entre el Estado y el ciudadano (730). De esta manera,
la prueba ilícita patentiza, por un lado, la tensión entre la tutela de bienes esenciales de la
sociedad a través del proceso penal, como medio ineludible de realización del derecho penal
y, por otro, la propia libertad y derechos de los ciudadanos a quienes se imputa una lesión
de tales bienes esenciales. Entonces, se afirma que el ordenamiento en su conjunto se
sitúa en el punto medio de dos factores en tensión: de una parte, la tutela de los citados
bienes esenciales y, de otra, su tutela cuando se requiere su limitación para hacer posible
el proceso; así, se llega a la conclusión de que no debe prevalecer el interés de protección y
castigo de las conductas infractoras si para ello se lesionan injustificada o
desproporcionadamente los derechos tanto de contenido material como los que determinan
el carácter justo y equitativo del proceso (731).
En definitiva, vemos que el Estado no puede aprovecharse de un acto irregular, un hecho
ilícito o de una actuación defectuosa, pues para condenar o para proseguir un proceso en
contra de una persona se requieren bases morales irreprochables y una actividad ética
ejemplificadora(732), dado que "otorgar valor al resultado de su delito y apoyar sobre él una
sentencia judicial, no sólo es contradictorio con el reproche formulado, sino que
compromete la buena administración de justicia al pretender constituirla en beneficiaria
del hecho ilícito" (CS, caso "Montenegro", Fallos 303:1938) (733).
De allí que deba entenderse a la libertad probatoria como la regla general en la
investigación preliminar de un hecho y a su inadmisibilidad (prohibición del ingreso del
acto al proceso) o nulidad (cuando es ilegítimo por un vicio intrínseco) como excepciones,
ya que el límite es la agresión o lesión a garantías constitucionales del individuo sometido a
la jurisdicción(734). Es así como la mera irregularidad, pese a los defectos que introduce en
el acto, no elimina la individualidad procesal de este y, por ende, no entorpece sus
repercusiones finales(735).
En dicha dirección se ha considerado que "la presencia de algún medio probatorio que no
tenga regulación específica no obsta a su admisión si resulta pertinente para comprobar el
objeto de prueba" (CNFed. Crim. y Correc., sala II, 28/9/1994, c. 10.147, "Schild, K. y
otros s. Procesamiento"); "esta Sala, al referirse a la amplitud probatoria que en el texto del
Código Procesal Penal de la Nación consagra en cabeza del Juez instructor, en base al
criterio de evaluación de lo actuado a la luz de la sana crítica y que se refleja también en
otras disposiciones —arts. 193, 194, 206 y concordantes—" (CNFed. Crim. y Correc.,
3/8/1995, causa 26.571, "Acosta, C.").
Asimismo, debemos tener en cuenta que en una investigación penal no puede descartarse
un medio de conocimiento con aptitud para lograr el descubrimiento de una hipótesis

121
delictiva, puesto que "la mera comunicación de un dato, en la medida que no sea el
producto de coacción, no es un indicio que deba desecharse de la investigación criminal,
pues lo contrario llevaría a concluir en que la restricción procesal del art. 316 CPMP
[Código de Procedimientos en Materia Penal, ley 2372] impide a los funcionarios investigar
las pistas que pudiesen surgir de esa comunicación" (CS, 13/9/1994, "Schettini, Alfredo y
otro", JA del 11/1/1995)(736); igualmente, en la misma dirección se ha dicho que "a los
datos aportados al preventor por una persona cuya identidad se desconoce, cabe asignarles
la entidad de una denuncia anónima o notitia criminis. En tanto la misma fue
inmediatamente comunicada al fiscal y al juez interviniente, de donde las diligencias
llevadas a cabo para corroborar la veracidad de la denuncia contaron con el debido control
jurisdiccional que validó el procedimiento y en tanto que, conforme surge de la valoración
del material probatorio efectuada por el a quo, el fallo condenatorio se asentó en una
multiplicidad de elementos cargosos —tareas de investigación, escuchas telefónicas,
allanamientos, secuestro del material estupefaciente en poder de los encausados, pericia
del material y testimonios—... En consecuencia no se advierte violación alguna a las
garantías que hacen al debido proceso legal, en tanto que las pruebas de cargo en que el
tribunal de juicio sustentó su veredicto de condena pudieron ser debidamente controladas
por la asistencia técnica del encausado" (CNCasación Penal, sala II, 16/12/2003,
"Pompillo, César Daniel y Layus, Damián Alberto s/recurso de casación", causa 4524).

20.5. PRUEBA OBTENIDA ILEGALMENTE. VALOR PROBATORIO Y NULIDAD


Como elemento que garantiza la prosecución del debido proceso se erige la regla de
exclusión, también denominada "doctrina de los frutos del árbol venenoso", conforme a la
cual el vicio producido, durante el desarrollo de un acto de prueba, hace caer a toda la
actividad probatoria que sea consecuencia directa de aquel, doctrina que la CS ha
restringido solo a las pruebas a las que no puede arribarse por vía autónoma (Fallos
308:733)(737), la que puede resumirse en: "No es posible aprovechar las pruebas obtenidas
con desconocimiento de garantías constitucionales, pues ello importaría una violación a las
garantías del debido proceso y de la defensa en juicio, que exigen que todo habitante sea
sometido a un juicio en el marco de reglas objetivas que permitan descubrir la verdad,
partiendo del estado de inocencia, de modo tal que sólo se reprima a quien sea culpable, es
decir a aquél a quien la acción punible le pueda ser atribuida, tanto objetiva como
subjetivamente" (Fallos 311:2045).
Entonces, corresponde desechar todo dato adverso al imputado que se apoye, en forma
directa y exclusiva, en un elemento de convicción obtenido mediante la violación de los
requisitos legales encaminados a preservar una garantía constitucional (738). De esta
manera, la tacha de ilegalidad deberá alcanzar no solo a las pruebas que constituyan en sí
mismas la violación a la garantía constitucional, sino también a las que sean sus
consecuencias inmediatas, siempre que estas no hubiesen podido obtenerse igualmente sin
la vulneración de aquella. Lo contrario importaría una interpretación restrictiva del ámbito
de actuación de la garantía constitucional del art. 18, CN, que alteraría su esencia.
Además, al otorgarle a la violación constitucional alguna eficacia (aun indirecta), se la
estimularía en la práctica(739).
Sin embargo, impecablemente se ha afirmado que no debe caerse en el error de asignarle a
dicha regla el carácter de un ingrediente meramente de procedimiento, que existiría solo en
la medida en que las leyes procesales la recepten (como es el caso del presente artículo). En
efecto, como ha dicho la Corte en "Montenegro" y "Florentino", aceptar la prueba obtenida
en violación a las garantías constitucionales equivale a otorgar valor al resultado de un
delito y a comprometer la buena administración de justicia, da la impresión de que la
erradicación de estos males solo quedará asegurada si queda claro que es la Constitución
misma la que impone la exclusión de tales pruebas(740).
Otro principio importante en la aplicación de la regla de exclusión es que se permite a que
terceros, distintos de aquel cuyas garantías constitucionales se han violado, puedan
invocar tales transgresiones para cuestionar el uso de prueba así obtenida. Desde el caso
"Rayford", la CS consagró que toda vez que una ilegitimidad inicial resulta
"indisolublemente relacionada" con la situación del tercero que reclama la exclusión de

122
prueba, "la garantía del debido proceso que ampara [a ese tercero] lo legitima para
perseguir la nulidad de dichas actuaciones" (Fallos 308:733, consid. 3°). Es claro que esta
fundamentación, además de su base ética, se apoya en el intento de evitar que la policía
recurra a métodos inconstitucionales, con la esperanza de adquirir prueba que, aunque no
valga respecto del titular del derecho violado, sí pueda utilizarse contra personas distintas.
La Corte entiende así que legitimar a tales terceros para cuestionar la validez de la prueba
es una manera de evitar "la violación sistemática" de derechos fundamentales (741).
Pero la excepción a esta regla la constituye la existencia de una actividad probatoria
independiente a la viciada, razón por la cual "corresponde valorar si los restantes medios
probatorios pueden aún constituir elementos suficientes para justificar el reproche, porque
debe determinarse en qué medida esa ilegitimidad afecta la validez de los actos
subsiguientes, es decir, hasta qué punto el vicio de origen expande sus efectos nulificantes"
(Fallos 46:36; 303:1938; 306:1752; 308:733; 310:85 y 1847; 311:2045, entre otros).

20.6. EL PRINCIPIO IN DUBIO PRO REO


Nuestra CS, en los autos caratulados "Recurso de hecho deducido por la defensa de
Fernando Ariel Carrera en la causa 'Carrera, Fernando Ariel s/causa n° 8398'", del
25/10/2016, estructuró una decisión absolutoria sobre ciertos ejes que confluyeron en la
aplicación del instituto in dubio pro reo. Para ello, consideró al derecho de defensa en juicio
de modo amplio, dado que entendió que el análisis de la prueba se realizó en forma
insuficiente y que se había interpretado en contra del imputado, pues "ante elementos de
prueba ambivalentes, la cámara, en todos los casos, decidió las dudas en contra de la
hipótesis de descargo".
De tal modo, asumió que el estado de inocencia importa tener la certeza en la asunción de
la culpabilidad, contemplar las hipótesis exculpatorias y tratar adecuadamente las
postulaciones de la defensa, por lo cual consideró que "las valoraciones de prueba
señaladas resultan difícilmente compatibles con la presunción de inocencia. Por esa razón,
no es posible tener por cumplido el deber de dar amplio tratamiento a los agravios de la
defensa en el marco del derecho al recurso, el cual solo ha sido acatado de modo
meramente aparente".
A su vez, se destacó la relación entre la garantía de la doble instancia, el beneficio de la
duda y la presunción de inocencia; "No es posible perder de vista la íntima relación
existente entre la garantía de la doble instancia y el beneficio de la duda... guardan una
estrecha relación con la presunción de inocencia constitucional", por lo cual se han "dejado
sin efecto decisiones que prescindieron de explicar racionalmente la responsabilidad del
acusado a partir de pruebas concordantes (Fallos: 329:5628, 'Miguel'), habiéndose
precisado, también, que en función del principio del in dubio pro reo cabe dilucidar si, con
las pruebas adquiridas en el proceso, puede emitirse un juicio de certeza positiva".
Pero un aspecto decisivo del pronunciamiento giró en torno a la interpretación de la
garantía de la imparcialidad del órgano jurisdiccional, dado que debe guardar la misma
actitud respecto de la acusación que de la defensa, es decir, ser equidistante en la
valoración de tales posturas contrapuestas: "Resulta decisivo que el juez, aun frente a un
descargo que pudiera estimarse poco verosímil, mantenga una disposición neutral y
contemple la alternativa de inocencia seriamente, esto es, que examine la posibilidad de
que la hipótesis alegada por el imputado pueda ser cierta. Desde esta perspectiva, la
presunción de inocencia consagrada en el artículo 18 de la Constitución Nacional puede
ser vista, en sustancia, como el reverso de la garantía de imparcialidad del tribunal".
Entonces, se concluyó que no fue debidamente satisfecho el derecho a la doble instancia,
"que por las razones señaladas precedentemente, la sentencia apelada no satisface el
derecho del imputado a que su condena sea revisada de conformidad con los mandatos que
derivan de la mencionada presunción de inocencia" y en la necesidad de arribar al estado
de certeza como condición de validez de un pronunciamiento condenatorio, puesto que "el
análisis parcial e incongruente del caso resulta incompatible con la necesaria certeza que
requiere la sanción punitiva adoptada".
Cabe considerar que el procedimiento penal es un método para averiguar la verdad acerca
de una imputación. Con el fin de cumplir esa misión acude, de la misma manera que todo

123
proceso de conocimiento histórico, a la prueba por intermedio de la cual las personas que
intervienen en él intentan lograr precisiones acerca de la hipótesis que constituye su objeto
principal(742).
En dicha dirección, nuestra CS, en el caso "Casal, Matías Eugenio y otro s/robo simple en
grado de tentativa", del 20/9/2005, rechazó que una sentencia pueda fundarse en la
llamada libre o íntima convicción, entendida como "un juicio subjetivo de valor que no se
fundamente racionalmente y respecto del cual no se pueda seguir (y consiguientemente
criticar) el curso de razonamiento que lleva a la conclusión de que un hecho se ha
producido o no o se ha desarrollado de una u otra manera. Por consiguiente, se exige como
requisito de la racionalidad de la sentencia, para que ésta se halle fundada, que sea
reconocible el razonamiento del juez", habiéndose propiciado la aplicación de la sana
crítica, "que no es más que la aplicación de un método racional en la reconstrucción de un
hecho pasado", el cual "no puede ser otro que el que emplea la ciencia que se especializa en
esa materia, o sea, la historia".
Sobre el punto, la Corte aclaró que "poco importa que los hechos del proceso penal no
tengan carácter histórico desde el punto de vista de este saber, consideración que no deja
de ser una elección un tanto libre de los cultores de este campo del conocimiento. En
cualquier caso se trata de la indagación acerca de un hecho del pasado y el método
'camino' para ello es análogo. Los metodólogos de la historia suelen dividir este camino en
los siguientes cuatro pasos o capítulos que deben ser cumplidos por el investigador: la
heurística, la crítica externa, la crítica interna y la síntesis. Tomando como ejemplar en
esta materia el manual quizá más tradicional, que sería la Introducción al Estudio de la
Historia, del profesor austríaco Wilhelm Bauer (la obra es de 1921, traducida y publicada
en castellano en Barcelona en 1957), vemos que por heurística entiende el conocimiento
general de las fuentes, o sea, qué fuentes son admisibles para probar el hecho. Por crítica
externa comprende lo referente a la autenticidad misma de las fuentes. La crítica interna la
refiere a su credibilidad, o sea, a determinar si son creíbles sus contenidos. Por último, la
síntesis es la conclusión de los pasos anteriores, o sea, si se verifica o no la hipótesis
respecto del hecho pasado. Es bastante claro el paralelo con la tarea que incumbe al juez
en el proceso penal: hay pruebas admisibles e inadmisibles, conducentes e inconducentes,
etc., y está obligado a tomar en cuenta todas las pruebas admisibles y conducentes y aun a
proveer al acusado de la posibilidad de que aporte más pruebas que reúnan esas
condiciones e incluso a proveerlas de oficio en su favor. La heurística procesal penal está
minuciosamente reglada. A la crítica externa está obligado no sólo por las reglas del
método, sino incluso por que las conclusiones acerca de la inautenticidad con frecuencia
configuran conductas típicas penalmente conminadas. La crítica interna se impone para
alcanzar la síntesis, la comparación entre las diferentes pruebas, la evaluación de las
condiciones de cada proveedor de prueba respecto de su posibilidad de conocer, su interés
en la causa, su compromiso con el acusado o el ofendido, etc. La síntesis ofrece al
historiador un campo más amplio que al juez, porque el primero puede admitir diversas
hipótesis, o sea, que la asignación de valor a una u otra puede en ocasiones ser opinable o
poco asertiva. En el caso del juez penal, cuando se producen estas situaciones, debe
aplicar a las conclusiones o síntesis el beneficio de la duda. El juez penal, por ende, en
función de la regla de la sana crítica funcionando en armonía con otros dispositivos del
propio código procesal y de las garantías procesales y penales establecidas en la
Constitución, dispone de menor libertad para la aplicación del método histórico en la
reconstrucción del hecho pasado, pero no por ello deja de aplicar ese método, sino que lo
hace condicionado por la precisión de las reglas impuestas normativamente".
Por eso es por lo que en dicho pronunciamiento se aseveró que "la regla de la sana crítica
se viola cuando directamente el juez no la aplica en la fundamentación de la sentencia...
Cuando no puede reconocerse en la sentencia la aplicación del método histórico en la
forma en que lo condicionan la Constitución y la ley procesal, corresponde entender que la
sentencia no tiene fundamento. En el fondo, hay un acto arbitrario de poder", no obstante
lo cual "puede suceder que el método histórico se aplique, pero que se lo haga
defectuosamente, que no se hayan incorporado todas las pruebas conducentes y
procedentes; que la crítica externa no haya sido suficiente; que la crítica interna 'sobre
todo' haya sido contradictoria, o que en la síntesis no se haya aplicado adecuadamente el

124
beneficio de la duda o que sus conclusiones resulten contradictorias con las etapas
anteriores", con lo cual se ha admitido que el proceso de reconstrucción que significa la
valoración probatoria, una variable para fundar una sentencia, es la confrontación de los
elementos colectados con el in dubio pro reo.
De esta forma, vemos que la prueba se constituye en el modo más confiable para descubrir
la verdad real y, a la vez, la mayor garantía contra la arbitrariedad de las decisiones
judiciales, por lo que la búsqueda de la verdad, fin inmediato del proceso penal, debe
desarrollarse tendiendo a la reconstrucción conceptual del acontecimiento histórico sobre
el cual aquel versa, puesto que es el único medio seguro de lograrlo de un modo
comprobable y demostrable.
Pero, fundamentalmente, la garantía en tratamiento constituye una regla procesal que
funciona en el área de la valoración de la prueba, relativa a la comprobación de la
existencia del delito y a la intervención del imputado. Empero, la jurisprudencia extendió
su ámbito de aplicación a otras situaciones de duda que se pueden presentar en la
convicción del juzgador(743).
La duda —para ser beneficiosa— debe recaer sobre aspectos fácticos (físicos o psíquicos)
relacionados con la imputación. Se referirá en especial a la materialidad del delito, a sus
circunstancias jurídicamente relevantes, a la participación culpable del imputado y a la
existencia de causas de justificación, inculpabilidad, inimputabilidad o excusas
absolutorias que pudieran haberse planteado(744).
Es decir, en el proceso penal rige el sistema de la libre valoración de las pruebas; ello
implica que las pruebas valen según el grado de convicción que generen en el juzgador,
razón por la cual, si la convicción de este sobre la autoría del acusado no alcanza su
plenitud, entrará en escena el in dubio pro reo.
Por lo tanto, nuestro sistema jurídico busca y exige que el juez tome decisiones correctas y
controlables. La obligación de motivar las sentencias es entendida como la exposición de
motivos racionalmente fundada de los argumentos por los cuales ha llegado a una
determinada valoración. Y, si bien la eliminación de toda arbitrariedad es una meta
imposible, debe darse un giro al concepto de certeza jurídica, que no significa haber
atrapado la verdad, sino que es más bien demostrar que se ha llegado a un grado de
convencimiento tal que le permite al juzgador tomar una decisión sobre toda duda
razonable, con lo cual se tiende a maximizar el apego por el derecho y minimizar los riegos
de tomar decisiones voluntaristas, imprevisibles, arbitrarias(745).
De esta manera, como una concordancia entre la realidad y la noción ideológica, entre el
hecho real y la idea que de él se forma nuestra mente, la verdad constituye el fundamento
de la justicia. El fin de todo juicio es, en efecto, la investigación de la verdad, la que de otro
modo puede definirse como "la adecuación del intelecto con la cosa conocida, o también el
conocimiento en cuanto se conforma con la cosa que él representa"(746).
Pero, ante todo, es necesario reconocer que el fin del proceso penal no es conocer la verdad
sobre la inocencia del encausado, pues se presupone y subsiste hasta que se pruebe lo
contrario, sino que debe estar orientada a comprobar la realidad de la imputación, es decir,
hacer cognoscibles los presupuestos fácticos y normativos que se le imputan al individuo.
Frente a tal presupuesto, nos encontramos con un escollo infranqueable que impone que la
culpabilidad del individuo debe demostrarse con certeza para poder decretarse una
sentencia de condena. Así se erige el in dubio pro reo, que es (por obra de la normativa
supranacional) una garantía de literal estirpe constitucional por ser la esencia (pues es la
contracara) del principio de inocencia (art. 8.2, CADH; art. 14.2, PIDCP; art. 75, inc. 22,
CN), que exige expresamente, para que se pueda dictar una sentencia de condena, que se
pruebe la culpabilidad plenamente, es decir, más allá de cualquier duda razonable (747).
Puede entonces decirse que "culpabilidad no probada" e "inocencia acreditada" son
expresiones jurídicamente equivalentes en cuanto a sus efectos (748). Cabe aclarar que este
principio no se encuentra comprometido cuando, según la opinión del condenado, el juez
tendría que haber dudado, sino tan solo cuando ha condenado a pesar de la existencia de
una duda(749).
Un procedimiento penal que no admita esta regla no resultaría confiable, ya que al no
exigir certeza como antecedente necesario del castigo, asume de antemano que se
condenarán inocentes. Es así como, por un lado, se relaciona con un presupuesto

125
fundamental del Estado, cual es la confiabilidad del procedimiento penal que exige
disminuir (al grado óptimo) la posibilidad de condenar inocentes. Esta relación lo coloca en
la cúspide de la pirámide jurídica. Por otro lado, una elemental cuestión de orden práctico
refiere que si la regla está dirigida a los jueces, solo un control sobre estos puede
garantizar su cumplimiento. No existe norma jurídica eficaz cuando su cumplimiento se
deja librado a la voluntad de su destinatario(750).
En tal entendimiento, cabe destacar que la duda es un estado de ánimo del juzgador, que
no puede reposar en una pura subjetividad, sino que debe derivarse de la racional y
objetiva evaluación de las constancias del proceso (751).
En el mismo sentido se ha decidido: "Que la necesidad de convicción no implica de ninguna
manera una remisión al pleno subjetivismo o a lo que simplemente crea el juzgador. Tal
creencia sólo sería apta para sustentar una condena si se asienta en pruebas concordantes
susceptibles de explicarla racionalmente... la opción en favor de la condena de Miguel sobre
la base de reconocimientos impropios que carecen de apoyatura en otros elementos de
convicción, cuando a su vez existen numerosas pruebas que incriminan a un tercero,
afecta el principio del in dubio pro reo que deriva de la presunción de inocencia (art.
18Constitución Nacional y arts. 11.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y
8.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos en virtud del art. 75 inc. 22 de
la Constitución Nacional), y su no aplicación al caso descalifica al pronunciamiento como
acto jurisdiccional válido en la medida en que obedece a un proceder claramente arbitrario
que, en el sub lite, se traduce en la privación de libertad de una persona por un prolongado
lapso sin que mediare sentencia fundada en ley. En consecuencia, dado que la condena se
ha basado fundamentalmente en el reconocimiento impropio cuestionado, la privación de
su calidad de prueba dirimente trae aparejada la imposibilidad de cerrar un juicio de
imputación penal afianzado en la certeza acerca de la intervención delictiva del recurrente,
motivo por el cual el tribunal a quo, al conferir a esos actos procesales tan categórico
carácter para confirmar el fallo condenatorio, afectó no sólo el principio de inocencia sino
también las garantías constitucionales de defensa en juicio y del debido proceso" (CS,
12/12/2006, "Miguel, Jorge Andrés Damián s/p. s. a. de homicidio",).
Por eso nos encontramos con que, entre la certeza positiva y la negativa, se puede ubicar a
la duda en sentido estricto como una indecisión del intelecto puesto a elegir entre la
existencia o la inexistencia del objeto sobre el cual se está pensando, produciéndose una
oscilación, porque el intelecto es llevado hacia el sí y luego hacia el no, sin poder quedarse
en ninguno de estos extremos. Habrá, en cambio, probabilidad cuando la coexistencia de
elementos positivos sea superior en fuerza a los negativos, es decir que para los primeros
son preponderantes desde el punto de vista de su calidad para proporcionar conocimiento.
Cuando, por el contrario, los elementos negativos sean superiores a los positivos, se dice
que hay improbabilidad(752). Por lo tanto, puede resumirse en el estado mental en que se
encuentra el juzgador, del cual ya no puede salir, respecto de la existencia o no del hecho o
de la responsabilidad o no del imputado(753).
Pero cabe aclarar que los conceptos certeza, probabilidad y duda —en este contexto—
aluden a una relación de conocimiento y al conocimiento histórico; esto es, a la relación
que existe entre el sujeto cognoscente y el objeto que pretende conocer, trascendente a él. Y
este objeto es real existe en el tiempo (un comportamiento humano). Por lo tanto, todos los
intervinientes en el proceso argumentan sobre la base del intento de conocer la verdad
acerca de un hecho que, se afirma, ha ocurrido realmente. En este contexto, se llama
verdad a la correspondencia correcta entre la representación ideológica del objeto, que
practica el sujeto que conoce y la realidad: es la representación ideológica correcta de una
realidad ontológica o, en otras palabras, la concordancia del pensamiento con el objeto
pensado(754).
Así, se ha señalado que toda la sentencia es un discurso que "pretende designar a un
conjunto de proposiciones vinculadas entre sí e insertas en un mismo contexto que es
identificable de manera autónoma" (755), en el cual compite la hipótesis acusatoria y la
defensiva, cada una de las cuales bregará por argumentar sus pretensiones.
De allí que el modelo metodológico del proceso se afirme sobre la dialéctica, la
confrontación argumentativa de las distintas posturas a favor de una u otra hipótesis (de
acusación y defensa), operación en la cual una sola habrá de salir victoriosa o, en su

126
defecto, la insuficiencia de la imputación otorgará créditos hacia el acusado. Entonces,
puede decirse que aflora la duda cuando se dé el caso en que los elementos que concurren
en apoyo de la hipótesis acusadora se encuentran en un mismo plano que aquellos que
concurren en la defensa, ya no hay más prueba que realizar y la balanza se encuentra
totalmente equilibrada respecto de una u otra hipótesis (756).
Por lo tanto, cuenta a su favor con el beneficio de la duda la mera posibilidad de
convivencia fáctica de las dos hipótesis, puesto que lesiona la situación de certeza hasta
hacerla insostenible. La certeza, entonces, para ser legítimamente manifestada, requiere un
fundamento absoluto y protagónico de una sola hipótesis fáctica (757).
Por lo cual cobra virtualidad lo expuesto en el mencionado caso de la CS "Recurso de hecho
deducido por la defensa de Fernando Ariel Carrera en la causa 'Carrera, Fernando Ariel
s/causa n° 8398'", del 25/10/2016, cuando se destacó la necesidad de que el juzgador
mantenga una disposición neutral entre la acusación y la defensa y "contemple la
alternativa de inocencia seriamente", puesto que el contenido del concepto de
imparcialidad deriva de la condición de "tercero desinteresado" del juzgador, es decir, la de
no ser parte ni tener prejuicios a favor o en contra de la resolución.

20.7. LA PRUEBA DE INDICIOS


También, es interesante analizar el valor con el que cuentan los indicios en tanto no
constituyen una prueba directa, ya que atañen al mundo de lo fáctico y se refieren a
hechos o actos pasados que, una vez conocidos y probados, pueden servir para inferir o
presumir la verdad o falsedad de otros sucesos.
En efecto, la prueba por indicios puede por sí sola ser suficiente para fundamentar un
juicio de certeza, puesto que el esquema del proceso penal presupone que el intelecto
humano puede aprehender la realidad y que, por ser la verdad que se procura relativa a un
hecho delictivo ocurrido en el pasado, es posible probar su acaecer a través de las huellas
que pudo haber dejado. Sobre estas bases, el orden jurídico impone, no ya la verdad, sino
la prueba de la verdad, como presupuesto de la imposición de una pena (como la prueba es
posible científicamente, la hace jurídicamente obligatoria) (758).
La palabra 'indicio' proviene del latín indicium, que significa signo o señal, rastro o halla,
por lo que toda acción o circunstancia relacionada con el hecho que se investiga, y que
permite inferir su existencia o modalidades, es un indicio (759), también definido como "el
dedo que señala a un objeto" por el sentido indicador de un suceso que por su intermedio
desea conocerse. Por lo tanto, es un hecho (o circunstancia) del cual se puede, mediante
una operación lógica, inferir la existencia de otro (760). Puede ser cualquier hecho, siempre y
cuando de él sea posible obtener un argumento probatorio, fuerte o débil, pleno o
incompleto, para llegar al conocimiento de otro hecho que es objeto de la prueba, mediante
una operación lógica-crítica(761).
De su apreciación se destaca que no resulta una construcción tan confiable como lo es la
prueba directa de un suceso, por cuanto a su verdad se llegará por medio de la razón y no
mediante la observación plena del hecho, por lo cual puede destacarse que media, entre el
dato conocido y el que se quiere conocer, un esfuerzo racional por el cual se va más allá de
lo comprobado(762).
Cabe considerar que el valor convictivo del indicio no deriva de su sola apreciación, sino de
una operación racional que lo liga a un suceso desconocido que mediante su uso se puede
llegar a conocer. Por lo cual, la eficacia probatoria de la prueba indiciaria dependerá, en
primer lugar, de que el hecho constitutivo del indicio esté fehacientemente acreditado; en
segundo término, del grado de veracidad, objetivamente comprobable, de la enunciación
general con la cual se lo relaciona con aquel; y, por último, de la corrección lógica del
enlace entre ambos términos(763).
Toda decisión fundada sobre este tipo de prueba actúa, por tanto, por vía de conclusión:
"Dado tal hecho, llego a la conclusión de la existencia de tal otro" (764). Es así como la verdad
material importa la reconstrucción del hecho lo más fielmente posible a como ha sucedido
en realidad.
Consecuentemente, debe tenerse en cuenta que al ser el indicio un hecho probado que solo
sirve de medio de prueba, no resulta válido para probar, sino únicamente para presumir la

127
existencia de otro hecho. Es decir, el dato indicio, ya demostrado, no es apto para probar,
ni inmediata ni mediatamente un hecho, sino que es útil para apoyar a la mente en su
tarea de razonar de manera silogística (765). Por lo que no podrá inferirse la culpabilidad o la
inocencia de un individuo de la sola invocación de un indicio, puesto que esto por sí solo
no prueba nada en absoluto, consiste en un dato desconectado y es precisamente en dicha
conexión donde deben expresarse las razones por las cuales se infiere la existencia del otro
hecho desconocido que provoca la convicción de la comisión de un ilícito penal.
Asimismo, en esta tarea de interpretación, resulta menester valorar la prueba indiciaria en
forma general y no aislada, dado que cada indicio separadamente podrá dejar margen a la
incertidumbre(766); por consiguiente, es menester que del examen singular de los indicios y
contraindicios deba pasarse a su confrontación global (767). Es que si existe un sector del
mapa probatorio que lleva al operador jurídico a trabajar en un frente de conjunto, en una
red que interactúe, anude y teja, es el de los indicios, dispersos, acaso débiles o
insuficientes, si son tratados en solitario, pero que multiplican e interactúan, en la
recíproca articulación y función unitaria, el valor de convicción de las evidencias (768). Se
requiere desde el principio una cierta visión de conjunto para que las pocas circunstancias
y elementos conocidos formen un todo homogéneo que tenga sentido. En cada aspecto que
resulte dudoso se partirá de una base, la que resulte más verosímil en ese estado de la
investigación, aunque todavía no se haya constatado efectivamente. Las posteriores
comprobaciones de esa suposición la corroborarán hasta conducir a la certeza (769).
Por lo tanto, resulta necesario que las inferencias que otorgue el análisis de los indicios
converjan hacia el mismo resultado y lo lleven al juez al convencimiento sobre el hecho.
Ello es también llamado la concordancia de los indicios, es decir, valoración conjunta de
varios indicios que confluyen en la misma dirección. De allí que la concurrencia de indicios
precisos y bien comprobados, que corrobora una hipótesis razonable, tiene más fuerza
persuasiva que cualquier otro medio probatorio. Cuantos más hechos concuerden, menos
deben atribuirse esas relaciones a un juego engañoso del azar. La concordancia de los
indicios posee innegable valor objetivo y conduce a conclusiones seguras, luego de
descartar las explicaciones de la parte contraria(770).
La investigación del concurso de indicios ofrece una inmensa ventaja, cual es la de
conducir al objeto por diversos caminos: la conclusión que el uno suministra, la suministra
igualmente el otro y, por lo tanto, la confirma (771). Por el contrario, la consideración
fragmentada o aislada de los indicios destruye su poder convictivo al faltar una relación
lógica que pueda darles validez dentro del razonamiento (772). De tal suerte, hechos que
podrían parecer insignificantes a primera vista solo adquieren valor debido a las relaciones
que se les reconocen con el hecho investigado. Los hechos deben investigarse
sucesivamente y solo luego de haber sido reconocidos como congruentes se los comparará
para reconstruir la situación de conjunto(773).
Entonces, si reconocemos que todo elemento de prueba tiende a producir una creencia o
una duda, la conclusión valorativa solo podrá ser válidamente formada luego de haberlos
considerado a todos en una totalidad hermenéutica probatoria. Será preciso para ello no
omitir ninguno de sus aspectos parciales, no estimarlos con exceso, ni juzgarlos
despreciables, a fin de lograr que la conclusión resulte digna de fe y la convicción conforme
a los hechos. El peligro reside en que la creencia es puramente mental; por tanto, su
exactitud depende de una representación correcta y completa de la formación de aquellos
hechos(774).
Por lo tanto, se destaca la imperiosa necesidad de subsumir los hechos sometidos a
juzgamiento a través de su idónea reconstrucción, a la que es dable arribar trabajando los
elementos compatibles de manera armónica, globalmente, aprehendidos en su peso
acumulado, que es el que acuña su sentido (775). En este entendimiento, debemos advertir
que nunca un tribunal puede contentarse —al examinar el mérito del sustrato fáctico—
con la mera enumeración acrítica de una serie de indicios, presunciones o corazonadas,
cual fórmula preestablecida que, por su cantidad, sobreentienda la fundamentación de lo
decidido.
Ante ello debemos tener en cuenta que la concordancia es una cualidad que debe
demostrarse, pues no surge per se del mero número(776), pues, como bien se
afirmó: "Sostiénese que la prueba tiene por base a la certeza, que ésta a su vez descansa en

128
la evidencia de los sentidos y en los medios derivados de la evidencia material mediata o
inmediata. Añádese que un indicio no puede constituir sino una probabilidad, y que los
indicios reunidos, por numerosos que sean, no pueden constituir sino una mayor
probabilidad, luego la certeza no consiste en una suma de probabilidades" (777).
Es decir que la sumatoria de indicios solo puede converger en la adopción de una
resolución jurisdiccional, si confluyen en aumentar el estado de certeza en un mismo
sentido, puesto que cada uno habrá, de este modo, aportado elementos en una misma y
precisa dirección. Pero es un error lógico aumentar la fuerza probatoria intrínseca de un
indicio con la concurrencia de otros(778). Por lo tanto, la influencia de unos indicios sobre
otros debe eliminar la posibilidad de duda según las reglas de la sana crítica racional. Si tal
influencia no se verifica, la simple suma de indicios anfibológicos, por muchos que estos
sean, no podrá dar sustento a una conclusión cierta sobre los hechos que de aquellos se
pretende inferir(779). Es por esto por lo que se ha reconocido que no resulta posible que
numerosos indicios, de los cuales cada uno individualmente no alcanza para probar la
autoría, en su conjunto le puedan proporcionar al juez la convicción de culpabilidad del
acusado(780).
Asimismo, podría pensarse que el magistrado cumple su obligación solo con examinar las
pruebas favorables a la tesis a que arriba, pero es indudable que este criterio adolece de un
defecto lógico esencial, que debe reconocerse la necesidad de una discriminación capaz de
eliminar los obstáculos que se opongan a aquella, es decir, una concreta referencia de las
pruebas aparentemente contrarias a la conclusión del juzgador, por lo que el juez debe
tener en cuenta en la sentencia todos los elementos relevantes de prueba a los fines de su
convencimiento, esto es, todos aquellos medios que tengan influencia en la decisión (781).
Una importante aplicación de lo expuesto se advierte en la verificación del dolo del autor,
puesto que, por lo general, la prueba de la concurrencia de los elementos subjetivos
necesarios para imponer una sanción penal se desenvuelve en la jurisprudencia en un
ámbito necesariamente vinculado a la prueba indiciaria. El objeto de la convicción del
tribunal es, en estos casos, un aspecto que parece reservado al individuo en el que se
produce, de modo que para su averiguación o para su confirmación se requiere una
inferencia a partir de datos exteriores(782).
Es necesario, entonces, destacar la importancia de este concepto, puesto que toda acción
consciente es conducida por la decisión de la acción, es decir, por la conciencia de lo que
se quiere —el momento intelectual— y por la decisión al respecto de querer realizarlo —el
momento volitivo—, dado que ambos momentos forman el dolo (783). Por lo tanto, la
aproximación al conocimiento de este elemento interno se llega únicamente por inferencias,
en general derivadas de indicios, puesto que no se presenta en la realidad en estado puro,
ya que no hay conocimiento directo de aquel. Es así como el dolo representa un fenómeno
interno que siempre ocasiona importantes problemas para su acreditación. En muy
contados casos se puede probar en forma directa (p. ej., mediante la propia confesión del
acusado), pues en la mayoría de los supuestos la única forma de acreditarlos es
recurriendo a otros indicios objetivos (784). En cuanto a hechos internos de la conciencia,
claro se ve que como causa, ni como efecto, no puede dar lugar más que a indicios
contingentes(785).
Ante tal panorama, es menester identificar y deslindar los verdaderos elementos indiciarios
que son reveladores, en su ensamble lógico y armónico, de la voluntad intencional que
animó al sujeto a cometer el hecho, puesto que el dolo no se presume, sino que debe ser
rigurosamente demostrado por los hechos comprobados, puesto que su dificultad radica en
que se trata de la averiguación de un elemento que permanece en la esfera interna del
acusado y es cognoscible a partir de datos externos. Generalmente, el dolo acompaña al
hecho, es decir, se infiere de la forma de comisión, del contexto del hecho y de las
motivaciones e intenciones de su autor. Es así como la prueba del dolo parte de un hecho
concreto y se apoya en las especiales circunstancias y en las especiales condiciones del
suceso y no se justifica en la afirmación abstracta de que los hechos, en un sentido global
y general, sean dolosos.
Así, podremos aseverar que el objeto de "afianzar la justicia", para el que se estableció
(entre otros) la CN, implica la exclusión de cualquier posible arbitrariedad en las decisiones

129
judiciales e impone el mayor grado posible de verdad en sus extremos fácticos y
jurídicos(786).

20.8. LA VALORACIÓN DE LOS INDICIOS


Según lo expuesto, vemos que el indicio atañe al mundo de lo fáctico, pues se refiere a
hechos o actos pasados que, una vez conocidos y probados, pueden servir para inferir o
presumir la verdad o falsedad de otros sucesos.
Asimismo, advertimos que el análisis de la prueba de indicios proviene de un razonamiento
dialéctico, puesto que, al contrario de los razonamientos analíticos, que son los que parten
de premisas necesarias y conducen, gracias a inferencias válidas, a conclusiones
igualmente necesarias o verdaderas transfiriendo la veracidad de las premisas a la
conclusión (tal el caso de la prueba científica), los razonamientos dialécticos no se dirigen a
establecer demostraciones científicas, sino a guiar deliberaciones y controversias, dado que
constituyen un medio de persuadir y de convencer a través del discurso, de criticar la tesis
de los adversarios y de defender y justificar las propias con la ayuda de argumentos.
En consecuencia, la demostración no debe ser librada hacia terrenos inexpugnables, sino
que debe ser explicada racionalmente, debiendo intervenir, por lo tanto, las leyes de la
lógica, de la experiencia y de los conocimientos científicos aplicables para ligar al hecho
conocido con el que no lo es. De esta forma, la prueba de indicios no escapa a las
exigencias de racionalidad de toda decisión judicial (787), dado que una fundamentación es
racional si pueden aducirse como razones hechos y, por el contrario, no es racional o
persuasiva si se acude a otros medios para sustentar lo decidido (788).
Además, se ha entendido que, desde su formulación clásica, la naturaleza probatoria del
indicio no está in re ipsa, sino que surge como el fruto lógico de su relación con una
determinada norma de experiencia(789), en la que el concepto de normas o máximas de
experiencia se entiende como definiciones o juicios hipotéticos de contenido general,
suministrados por la experiencia, los cuales, aunque ajenos al caso concreto, son
deducidos de la observación de otros casos (790). De tal forma, la inferencia que se realiza
dentro del razonamiento indiciario no es de carácter lógico, sino más bien empírico (791),
pues una proposición aseverativa no puede —lógicamente— derivar de una problemática.
Se recurre, entonces, a criterios de experiencia para cubrir esta falla racional (792).
También resulta necesario aclarar que, desde el punto de vista de la valoración subjetiva de
las pruebas, no hay diferencia entre prueba directa y prueba indirecta, puesto que la razón
despliega su actividad de igual modo con relación a ambas. Por el contrario, desde el punto
de vista de la apreciación objetiva hay gran diferencia, pues por medio de la simple
percepción de la prueba directa se afirma su eficacia objetiva, pero no puede sostenerse la
eficacia de la prueba indirecta sino pasando, mediante raciocinio, de su percepción a la del
delito, siendo preciso a tal efecto un vínculo, accesible a través de la razón y no de la
observación, por lo que debe tenerse en cuenta que el arribo a la certeza propia de un
pronunciamiento definitivo no hace distinción entre prueba indirecta o directa, sino que
atiende a su valor convictivo. Como ejemplo de lo expuesto se ha decidido que "corresponde
dejar sin efecto la sentencia que absolvió al imputado del delito de lesiones culposas,
haciendo prevalecer indebidamente sus dichos respecto del cuadro indiciario reunido a
partir de las circunstancias de tiempo, lugar y modo en que fue aprehendido, máxime
cuando su comportamiento durante los hechos y después de ellos no puede interpretarse
como el de alguien ajeno a su comisión" (CS, 26/3/1991, "Ormaechea, Juan Carlos
s/lesiones culposas [art. 94 del CP]", Fallos 314:174).
El fundamento radica en que el juicio sobre los indicios implica una relación entre dos
ideas (una conocida y otra a la que se pretende conocer), de donde se advierte que el
consecuente debe poner de manifiesto cualidades inherentes al antecedente a fin de
guardar correlación entre un concepto y los caracteres que lo constituyen.
Por lo tanto, es menester explicitar los motivos por los cuales se llega a establecer la
relación causal entre un hecho comprobado y el suceso desconocido motivo de
investigación.

130
De manera consecuente, también debe tenerse en cuenta que al ser el indicio un hecho
probado que solo sirve de medio de prueba, no resulta válido para probar una hipótesis por
sí mismo, sino únicamente puede utilizarse para presumir la existencia de otro hecho.
Es decir, el dato indicio ya demostrado no es apto para probar inmediata ni mediatamente
un hecho, sino que es útil para apoyar a la mente en su tarea de razonar (793). Por lo que no
podrá inferirse la culpabilidad o la inocencia de un individuo de la sola invocación de un
indicio, puesto que esto, por sí solo, no prueba nada en absoluto, ya que consiste en un
dato desconectado del objeto a demostrar y es precisamente en dicha conexión donde
deben expresarse las razones por las cuales se infiere la existencia del otro hecho
desconocido que provoca la convicción de la comisión de un ilícito penal(794).
Asimismo, en esta tarea de interpretación, resulta menester valorar la prueba indiciaria en
forma general y no aislada, dado que cada indicio separadamente podrá dejar margen a la
incertidumbre. Por lo que "la eficacia de la prueba de indicios depende de la valoración
conjunta que se haga de ellos teniendo en cuenta su diversidad, correlación y
concordancia, pero no su tratamiento particular, pues, por su misma naturaleza, cada uno
de ellos no puede fundar aisladamente ningún juicio convictivo, sino que éste deriva
frecuentemente de su pluralidad" (CS, 24/4/1991, "Veira, Héctor Rodolfo s/violación, etc.",
Fallos 314:346).
Por consiguiente, es menester que del examen singular de los indicios y contraindicios
deba pasarse a su confrontación global(795). En el mismo sentido, se ha sostenido que "la
confrontación crítica de todos los indicios resulta inexcusable para poder descartarlos, por
lo que la supuesta ambivalencia individual de cada uno de ellos que no permitiría adquirir
la certeza para condenar, es un fundamento sólo aparente, que convierte en arbitraria
la sentencia portadora de ese vicio" (CS, 26/2/1991, "Silva Trujillo, Justiniano y
Malfigliaccio, Carmelo Alfredo s/estafa y falsificación de instrumento por querella de José
Cartellone Construcciones Civiles SA", Fallos 314:83).
Entonces, la investigación del concurso de indicios ofrece una inmensa ventaja, cual es la
de conducir al objeto por diversos caminos: la conclusión que el uno suministra, la
suministra igualmente el otro y, por lo tanto, la confirma (796). Por el contrario, la
consideración fragmentada o aislada de los indicios destruye su poder convictivo al faltar
una relación lógica que pueda darles validez dentro del razonamiento (797). De tal suerte,
hechos que podrían parecer insignificantes a primera vista, solo adquieren valor debido a
las relaciones que se les reconocen con el hecho investigado. Los hechos deben investigarse
sucesivamente y solo luego de haber sido reconocidos como congruentes se los comparará
para reconstruir la situación de conjunto(798).
De tal forma, varios indicios verosímiles pueden, en su conjunto, constituir una prueba
acumulativa probable, y varios probables pueden reforzar la probabilidad hasta elevarla a
un grado sumo. Pero esto no puede explicarse con la idea materialmente numérica de la
suma de las fracciones que constituyen la unidad, con la idea de convencimientos
fraccionarios de los indicios particulares que, sumados, forman el convencimiento pleno.
La suma no es posible más que de cantidades homogéneas, y los indicios, como valores
probatorios, son heterogéneos; el uno se refiere al delito en un sentido y el otro, en otro. El
aumento de la fe derivada del cúmulo de indicios se explica de otro modo: por un
argumento probatorio especial, que surge del concurso de las distintas pruebas, argumento
probatorio que se denomina convergencia de las pruebas(799).
Es que en un proceso garantista se procura que la verdad surja de la máxima exposición
de las hipótesis acusatorias a la refutación de la defensa, de modo que no sea atendible
ninguna prueba sin que se hayan activado, infructuosamente, todas las posibles
refutaciones o contrapruebas, ni aceptada una conclusión que no haya vencido
lógicamente a cualquier otra que se le pudiera haber opuesto (800).
En esta dirección, si bien podemos aseverar que la prueba indiciaria puede dar lugar al
arribo de certeza en el conocimiento de los hechos bajo juzgamiento, es preciso también
estar siempre atento en relación con el carácter inseguro de esta prueba. Para ello, se
necesita proceder con cautela en la apreciación del indicio, considerando con especial
cuidado los motivos que lo debilitan, de un lado, y las contradicciones, de otro. En su
apreciación, el juez tiene un doble deber. Debe, ante todo, tomar en cuenta los motivos
para no creer, inherentes al indicio por sí mismo (los cuales surgen a veces de la

131
consideración de la subjetividad del indicio y siempre de la consideración de su contenido,
cuando no se trate de los necesarios). El juez debe, además, tomar en cuenta las pruebas
infirmantes del indicio (son las que obran contra el contenido recriminador del indicio o
contra la credibilidad subjetiva de este): las que, consistan o no en otro indicio, constituyen
en general en un contraindicio(801).
El contraindicio no solamente es un indicio que se opone a otro indicio, sino una prueba
que se opone a un indicio, es la prueba que debilita al indicio. Puede presentarse de dos
formas, puede contradecir al indicio en su parte subjetiva, como prueba en el mismo hecho
indiciario (por ejemplo, un objeto encontrado, que se cree del ofendido, en poder del
acusado, puede oponerse como prueba de que este objeto no es el que se creía, sino otro
semejante), o puede contradecir el indicio en cuanto a su aspecto objetivo como prueba,
esto es, en cuanto a su contenido probado (por ejemplo, en el caso de envenenamiento,
contra el indicio que resulta de la posesión del arsénico puede oponerse que se lo tuvo para
envenenar ratas), por lo cual no se impugna el hecho indiciario sino su interpretación
incriminadora. La clave de todo esto estriba en fiscalizar las hipótesis, refrenando la
imaginación, mediante sentido autocrítico y disciplina metódica, para no apartarse jamás
de la actitud objetiva del investigador científico. El único método verdadero es el de la
completa observación y exacto raciocinio (802). Los indicios son una prueba de difícil
valoración que implica riesgos y peligros y, para otorgarle la calidad de plena, se debe
aplicar el máximo rigor científico (803).
También deben apartarse del análisis los llamados indicios "multiformes" que el acusador
puede hallar en cualquier actitud del acusado, por ejemplo, la palidez o el temblor al ser
detenidos. Este modo elástico de argumentar debe considerarse, por bien que se reflexione,
como más conveniente al juicio retórico que al crítico (804), con lo cual se afirma que esta
prueba debe alejarse de situaciones superfluas o intrínsecamente equívocas.
No obstante este modelo, que nos otorga un buen grado de racionalidad en el análisis de
esta clase de prueba, cabe también destacar que mediante el mal uso de los indicios
(generalmente aislados, asimétricos, no comprobados o contingentes) se puede
confeccionar un decisorio con visos de legalidad, pero que en realidad esconde en su seno
la utilización de argumentos falaces, que sin embargo otorguen una presunta credibilidad a
lo resuelto.
Es decir que a raíz de la utilización de los indicios puede construirse un razonamiento
formalmente válido (el cual nada nos informa acerca de la verdad de sus premisas), pero
que en su sustancia resulta infundado, puesto que el lenguaje (elemento esencial en la
argumentación jurídica) puede servir para despertar emociones tanto como para comunicar
información, con lo que puede así construirse un discurso que evoque la presencia de
ciertos indicios no comprobados o inconexos que, sin embargo, a raíz del énfasis puesto
por el resolvente, pueden generar una actitud de aprobación, la cual tenderá a ser
transferida a su conclusión final, más por asociación psicológica que por implicación
lógica(805).
Por ejemplo, no pocas veces vemos en las resoluciones que se tilda de indudable a cierto
elemento indiciario que, considerado en concreto y a la luz de las circunstancias del caso,
no pasan de ser meras inferencias sin más sustento que el énfasis dado por quien resuelve.
Es así como debe reprobarse como hiperbólico y falaz el predicado de "indudables" que, en
el lenguaje común de la práctica, suele muy a menudo dárseles a los indicios. Es célebre la
pragmática napolitana De oficio judicus, en la que se dispone que, sobre la base de meros
indicios, se puede condenar al acusado hasta la pena de muerte misma, siempre que esos
indicios sean indudables(806).
Es también innegable que esta circunstancia puede relacionarse con los meros prejuicios
que las partes pueden formarse con relación a determinada persona sobre la cual "pesan"
ciertos indicios de culpabilidad; en el sentido de entender por tales prejuicios a los criterios
valorativos preconcebidos sin prueba alguna que le den sustento, es decir, como una mera
hipótesis sin fundamentación. Por lo tanto, se advierte que de tales aproximaciones no
pueden construirse argumentaciones que involucren un andamiaje aislado de indicios,
dispuestos de tal forma que tiendan a comprobar lo incomprobable.
Tan importante es la función del juez al analizar los indicios que se ha requerido la
suficiente imaginación para descubrir las relaciones entre hechos aparentemente alejados y

132
el suficiente sentido crítico para desatenderse de las influencias subjetivas y no extraer
conclusiones prematuras de elementos inciertos, por la cual se llegó a afirmar que "la
función del Juez en la prueba indiciaria exige una capacidad rara y particular, y que en
ella se encuentra comprometida toda su personalidad con sus cualidades y sus defectos,
sus ideas y sus sentimientos" (807); tal capacidad no es otra que valorar cuidadosamente un
elemento versátil y potencialmente ambivalente como es el indicio. Debe tenerse en cuenta
al respecto que uno de los enemigos más solapados de los principios del Estado de
derecho, en la práctica judicial, está representado por una serie de espacios de decisión
que suelen ser llenados con la discrecionalidad de los jueces, término que intenta describir
un ámbito en el que reina un conjunto de poderes y facultades no sometidas a regulación
y, por lo tanto, sometidas exclusivamente al criterio del juez; en ese ámbito, no hay reglas
que contribuyan a orientar ese criterio, salvo cierta remisión, a veces, a los usos y
costumbres de la función(808).
Asimismo, se destaca que en la interpretación de los elementos indiciarios no se debe
partir del presupuesto de una figura típica, sino a la inversa; esto es, debemos considerar
los elementos probatorios y, una vez cotejados todos en conjunto, subsumirlos en el tipo
penal que resulte así configurado, puesto que para aplicar la ley es necesario comprobar
que el hecho en cuestión es sustancialmente igual que el hecho establecido en la ley como
presupuesto de una consecuencia jurídica(809). Un razonamiento a la inversa no solo será
ilegítimo(810), sino que forzará el sentido y la interpretación de los elementos de prueba
colectados. Por ende, aplicar la ley a un caso importa establecer que el hecho, la conducta
de una persona, es la que está mencionada en el texto legal y que, por lo tanto, la
consecuencia jurídica que la ley prevé debe tener lugar. Dicho de otra manera, la
subsunción es una operación mental consistente en vincular un hecho con un
pensamiento y comprobar que los elementos del pensamiento se reproducen en el hecho.
Este proceso mental caracteriza el famoso silogismo de la determinación de la
consecuencia jurídica, en el que mediante la técnica de la deducción lógica se puede
demostrar que el suceso que se juzga pertenece a la clase de aquellos que la ley conecta
con la consecuencia jurídica(811).
Por lo tanto, colegimos que la prueba de indicios posee reglas propias de apreciación que
exige una determinada y precisa conexión entre el hecho conocido y el que quiere
averiguarse; extremo que se traslada a la sentencia en sentido sustancial, puesto que
atiende a la recta comprobación de los hechos lo más certeramente posible (812).
Al respecto, vemos que este sentido sustancial es el que frecuentemente se ve transgredido
en la valoración de esta clase de elementos, puesto que una resolución bien puede
fundarse en la invocación de varios indicios a los que se les asigna el carácter de ser
"serios", "precisos y concordantes" o "inequívocos", mas ello, por sí solo, no justifica el valor
intrínseco de una decisión con entidad propia para poder arribar así a un pronunciamiento
definitivo, destruyendo así al estado de inocencia que hasta ese momento amparaba al
justiciable.
Asimismo, no es dable tomar partido por una estricta valoración de indicios que los
asemeje a una prueba tasada, sino que es menester atender al método utilizado a tal
efecto, a fin de garantizar un grado razonable de valor convictivo.
Por lo tanto, vemos que en el tema en tratamiento es menester atender especialmente a
ciertas pautas que conducen a una racional aplicación de esta clase de pruebas: por eso,
en primer lugar, es menester probar fehacientemente el hecho indicador, puesto que será
la base fáctica sobre la cual se realizarán las inferencias necesarias para arribar al
conocimiento del supuesto de hecho a investigar. Acto seguido, es preciso comprobar la
existencia del nexo de causalidad que une a ambos extremos, deduciéndolo mediante un
proceso razonado y en virtud de la naturaleza del indicio, para lo cual debe acudirse
principalmente a las reglas de la experiencia. Luego de ello es necesario establecer la
relación de ambos elementos con el suceso que se quiere comprobar y cotejarlos con las
especiales características del hecho y del autor, para lo cual será imprescindible cotejar las
conclusiones obtenidas con los descargos del imputado y las pruebas que obren en su
defensa, así como con los argumentos probatorios en sentido contrario a la imputación. De
esta forma, podrá efectuarse una crítica global de los indicios en su totalidad y con relación
al suceso en su modo de comisión, ocasiones y modalidades concretas.

133
A partir de lo expuesto podemos afirmar que la logicidad de un pronunciamiento
jurisdiccional se circunscribe no solo a la simple coherencia exterior del iter seguido por el
juez, sino que se refiere también a la correspondencia (en cuanto al modo en que la
realidad es presentada) de la relación entre el indicio y el hecho indicado, su correlato con
otras pruebas y con el sustrato fáctico del tipo penal en juego (es decir, si el marco
probatorio es plausible para comprobar la figura legal que sustenta la imputación).
Entonces, el valor probatorio de esta clase de prueba encuentra sustento en la certeza de la
circunstancia indiciadora, en la proposición general en la cual debe hallarse la significación
de dicha circunstancia y en la relación lógica e independiente de los indicios relativos a la
prueba de un mismo hecho(813).
Es así como la verdad material importa la reconstrucción del hecho lo más fielmente
posible a como ha sucedido en realidad. Por lo tanto, "cuando partimos de una base segura
y reconocida, obteniendo de ella las consecuencias necesarias, correctamente deducidas, es
posible alcanzar una demostración tan completa como la demostración matemática; toda
vez que, según ocurre en esta última ciencia, los fundamentos no han dependido de la
voluntad inconstante del hombre: todo consiste, entonces, como en las otras ciencias, en
tomar por punto de partida los principios ciertamente verdaderos, no obteniendo de ellos
sino las consecuencias justas"(814). Por el contrario, el grado de certeza al que se arriba
mediante la prueba indiciaria es, por naturaleza, variable, debido a la intermediación de
una actividad intelectual del hombre, que es la que liga lo que debe inferirse a partir de un
elemento comprobado. Tal circunstancia marca la diferencia con respecto a la prueba
directa, donde se llega al descubrimiento de la verdad mediante conocimiento inmediato
por percepción o por intuición sensible, basado en la evidencia, sin necesidad de recurrir a
procesos lógicos complejos como los detallados precedentemente.

134
XXI. SENTENCIA FUNDADA
Se reconoce que una sentencia está fundada, al menos en lo que hace a la reconstrucción
histórica de los hechos, cuando menciona los elementos de prueba a través de los cuales
arriba racionalmente a una determinada conclusión fáctica, esos elementos han sido
válidamente incorporados al proceso y son aptos para ser valorados (legitimidad de la
valoración), y exterioriza la valoración probatoria siguiendo las leyes del pensamiento
humano de la experiencia y de la psicología común (815). De aquí que la necesidad de
motivación imponga al juez el deber de apreciar la prueba razonadamente, pues no se
puede reemplazar su análisis crítico por una remisión genérica a las constancias del
proceso, o a las pruebas de la causa, o con un resumen meramente descriptivo de los
elementos que lo conducen a la solución, ya que si esto fuera posible, el pronunciamiento
viviría solo en su conciencia(816).
Por lo tanto, la convicción a la que se arriba en un pronunciamiento basado en los
elementos probatorios colectados no significa una remisión al puro subjetivismo o a lo que
íntima y simplemente crea o decida el juzgador. Su creencia solo será apta para punir
cuando se asiente en pruebas concordantes que permitan explicarla racionalmente. O sea
que no se admite —por incontrolable— que la verdad se aprehenda por intuición; se exige,
en cambio, que su conocimiento se procure mediante la razón (817), por lo que dicho acto de
razonamiento deberá considerar cuidadosamente los datos objetivos incorporados a la
causa, de modo que se justifique y explique de qué forma se pudieron disipar las dudas
existentes y cómo se arribó, a pesar de ellas, a la convicción de culpabilidad.

21.1. LA MOTIVACIÓN
La motivación es la exteriorización por parte del juez o tribunal de la justificación racional
de determinada conclusión jurídica. Se la identifica, pues, con la exposición del
razonamiento. Y conlleva una exposición racional de las razones que llevan al juzgador a
adoptar una decisión. La relevancia de esta garantía se encuentra ligada a la correcta
administración de justicia y a evitar que se emitan decisiones arbitrarias. Asimismo, la
motivación otorga credibilidad de las decisiones jurídicas en el marco de una sociedad
democrática y demuestra a las partes que estas han sido oídas.
No existiría motivación si no se ha expresado en la sentencia el porqué de determinado
temperamento judicial, aunque el razonamiento no exteriorizado del juzgador —suponiendo
que hubiera forma de exteriorizado— hubiera sido impecable.
Por ello, en nuestro derecho positivo, la falta de motivación se refiere tanto a la ausencia de
expresión de la motivación —aunque esta hubiese realmente existido en la mente del juez—
cuanto a la falta de justificación racional de la motivación que ha sido efectivamente
explicitada(818). La doctrina de la CS considera necesario que los jueces funden sus
decisiones para demostrar que son derivación razonada del derecho vigente en relación con
las circunstancias comprobadas de la causa, y no mero producto de su arbitrio. Por ello
declara arbitrarias a aquellas decisiones que considera carentes de fundamento (Fallos
312:2127; 300:949).
De esta manera, fundamentar o motivar las resoluciones judiciales significa consignar por
escrito las razones que justifican el juicio lógico que ellas contienen, dado que uno de los
modos de lectura necesarios del significado de la motivación es el que pone énfasis en el
hecho de que la motivación tiende a proporcionar una justificación de la decisión (819). En
otros términos, es dar el fundamento de la decisión, las razones que han determinado el
dispositivo en uno u otro sentido (820); de allí que "la imposición constitucional y legal de
fundamentar la sentencia consiste en la obligación de consignar por escrito las razones que
justifican el juicio lógico que ella contiene, con base en la prueba reunida y de acuerdo al
sistema de valuación admitido por la ley procesal, porque éste es el modo de posibilitar el
contralor de las partes y del Tribunal de Casación... La debida fundamentación no se
cumplimenta si la sentencia enumera los elementos de convicción reunidos en el debate,
consigna extensamente las manifestaciones de imputados y testigos y enseguida expresa
de qué modo han ocurrido los hechos, porque tal conclusión no está precedida ni va
acompañada de valoración alguna. La fundamentación requiere dos condiciones: debe
consignar el material probatorio describiendo su contenido y a la par, aquél debe ser

135
meritado" (TSJ Córdoba, 2/3/2007, "Torancio, Juan Manuel p. s. a. privación ilegítima de
la libertad personal, etc. —Recurso de Casación—").
Al respecto, se ha señalado que se cumple con esta obligación si el fallo está racional y
concordantemente fundado, permitiendo extraer de las valoraciones que realiza el acierto
de la conclusión a que llega. Una motivación válida no requiere, como condición, que
excluya explícitamente otra posibilidad contraria al hecho que sostiene, ya que solo exige
que se funde en pruebas válidas (CNCasación Penal, sala IV, JA 2000-III-618). Es
indispensable que exista un sustento operante como ligazón racional de la prueba con la
aseveración; jamás puede quedar reservada a la intimidad de la conciencia de quien juzga
(CNCasación Penal, sala IV, DJ 2000-3, p. 171, f. 15.962). En esto consiste la obligación
republicana para garantizar una correcta administración de la justicia (preámbulo). Se
cubre si la resolución guarda relación con los antecedentes que le sirven de causa y son
congruentes con el punto decidido, suficientes para el conocimiento de las partes y para las
eventuales impugnaciones que se pudieran receptar (CN Casación Penal, sala II, LL del
31/8/2000, f. 100.805)(821).
Entonces, el deber de motivar no se satisface con fórmulas abstractas (CNCrim. y Correc.,
sala VII, 10/12/1993, "Casais, N. J.", causa 1174, tal la expresión "peticione como
corresponde") ni con aquellas que no dan razón del juicio lógico que debe sustentar la
resolución, entendido aquel como las causas que la determinan (CNCasación Penal, sala
III, DJ 1995-1, p. 615).
La fundamentación tan solo aparente envuelve arbitrariedad por afectación del principio
lógico de razón suficiente (CNCasación Penal, sala I, 4/2/1994, "Jaján, E.", causa 76). Así
se verifica también cuando los votos de los jueces del tribunal colegiado, aunque lleguen a
la misma decisión, son sustancialmente disímiles (CNCasación Penal, sala IV, LL 2002-B-
600, en seguimiento del criterio de Fallos 305:2187).
Por lo tanto, la sentencia judicial "no se construye sobre la base de la mera suma de
opiniones diversas que conducen a un mismo resultado, sino sobre la base de las razones
comunes, y antes bien, sobre la base de las metarrazones que imponen identificar y fijar
un orden a las cuestiones que se consideren relevantes para la decisión... [por lo
que] ...aunque se arribe a un único resultado, una deliberación que no respeta estas reglas
para la decisión no permite emitir una sentencia sobre la base de razones comunes, sino,
simplemente, sobre la base de una suma de voluntades. Una decisión de tal clase es
arbitraria..." (CFed. Casación Penal, sala II, 29/7/2009, "Diedrichs, L. G.", causa 9945; en
igual sentido, CFed. Casación Penal, sala I, 12/9/2012, "Oubiña, J. B.", causa 15.319).
Sin embargo, hay quienes distinguen entre motivar y fundamentar, infinitivos utilizados
generalmente como sinónimos. Se afirma que 'fundamento' apunta a la norma, mientras
'motivo' hace a la conducta. La diferenciación se diluye si se observa que, cuando el juez
motiva una resolución, su decisión no puede apoyarse, con exclusividad, en los hechos o
bien en las normas: si opta por lo primero y prescinde de las disposiciones legales, corre el
riesgo de transformarse en legislador; si acude solo a aquellas, dejando de lado los hechos,
convertirá a la sentencia en una obra de investigación o de doctrina (822).
En esta dirección es que los códigos procesales establecen que los autos sean motivados
bajo pena de nulidad, y es por auto que debe ser impuesta toda medida de coerción (823); por
lo tanto, se exige que el juzgador consigne la razones que determinan su resolución,
expresando sus propias argumentaciones, de modo que sea controlable el iter lógico
seguido por él para arribar a la conclusión (824), o sea, resulta necesario declarar los pasos
intelectuales que conducen al resultado. Dar respuesta a los porqué que se suscitan(825), ya
que una vez que el juez se ha convencido de adoptar una decisión, intentará asimismo que
su motivación sea convincente para quienes habrán de tomar contacto con ella, porque no
está solo ni aislado, sino que está inmerso en la relación procesal, cuya característica y
motor principal es la comunicabilidad. En la medida que todos los actos procesales tienen
esta característica, no es posible dejar de considerar a la persuasión como un componente
inseparable de la motivación de las resoluciones, elemento presente tanto en el discurso
fáctico como en el jurídico(826).
Entonces, la motivación se erige como una garantía que se acuerda no solo al acusado,
sino también para el Estado en cuanto asegura la recta administración de justicia (827), al
obedecer a la necesidad de exhibir públicamente los elementos examinados en el proceso,

136
las razones y las conclusiones del fallo, puesto que motivar es mostrar a las partes y a la
comunidad (dado que una sentencia judicial constituye esencialmente un acto de gobierno)
la valoración que se ha efectuado de las pruebas y los argumentos jurídicos utilizados para
llegar a la fijación de los hechos y a la aplicación del derecho en el caso concreto.
Por ello, "sin duda alguna, la exigencia de motivar responde al propósito de que la
colectividad pueda controlar así la conducta de quienes administran justicia en su nombre.
'Se resguarda a los particulares y a la colectividad contra las decisiones arbitrarias de los
jueces, que no podrán así dejarse arrastrar por impresiones puramente subjetivas ni
decidir las causas a capricho, sino que están obligados a enunciar las pruebas que dan
base a su juicio y a valorarlas racionalmente' (Ernesto R. Gavier 'La motivación de las
sentencias', en Comercio y Justicia, 15 y 16/10/1961)" (CNCasación Penal, sala III,
14/11/2003, "Lorge, Luis A.").
También, aquella exigencia deriva de la necesidad tanto de poner límites al libre
convencimiento de los jueces sometiendo sus juicios a la lógica —que representa el
presupuesto de todo juicio humano—, como de posibilitar el control de sus decisiones
(CNCasación Penal, sala I, 29/3/1997, "Belsito, D.", causa 1238), esto es, de demostrar
que el fallo constituye una derivación razonada del derecho vigente y no un producto de la
mera voluntad del juez (CNCasación Penal, sala III, 30/12/1996, "García", causa 844). Así,
carece de validez el auto que, tras una enunciación de la prueba, omite explicar cómo el
imputado obró con dolo eventual (CNPenal Económico, sala B, JA 2003-I-746).
En este sentido, nuestra Corte tiene dicho: "Que es evidente que a la condición de órganos
de aplicación del derecho vigente, va unida la obligación que incumbe a los jueces de
fundar debidamente sus decisiones. No solamente para que los ciudadanos puedan
sentirse mejor juzgados, ni porque se contribuye así al mantenimiento del prestigio de la
magistratura es por lo que la mencionada exigencia ha sido prescripta por la ley. Ella
persigue también excluir la posibilidad de decisiones irregulares, es decir, tiende a
asegurarse de que el fallo de la causa sea derivación razonada del derecho vigente y no
producto de la individual voluntad del juez" (Fallos 236:27; LL 86-436). "Que, en definitiva,
la exigencia de que los fallos tengan fundamentos serios, señalada por jurisprudencia y
doctrina unánime sobre la materia, reconoce raíz constitucional y tiene, como contenido
concreto, el imperativo de que la decisión sea conforme a la ley y a los principios propios de
la doctrina y de la jurisprudencia vinculados con la especie a decidir (Fallos 318:652)" (CS,
10/12/1998, "Casal Alfredo E. y otros"). Asimismo, esta necesidad de fundamentar las
decisiones sirve "para acreditar que son derivación razonada del derecho vigente y no
producto de la voluntad individual y que dicha exigencia se cubre con la seriedad de los
fundamentos, pues reconoce raíz constitucional" (Fallos 297:362).
Por ende, la explicitación de las razones por las cuales se arriba a una decisión o dictamen
satisface una condición básica del régimen republicano de gobierno dentro del cual quienes
administran justicia o contribuyen a esta deben responder a la representación popular
soberana y, por lo tanto, tienen que expedirse motivando sus resoluciones para que pueda
ejercitarse cabalmente el poder de contradicción en el proceso, en especial el derecho de
defensa de los imputados de delitos. Ello es, a la vez, una garantía indispensable para que
los justiciables, en especial los imputados y las víctimas de los delitos, puedan conseguir el
control de legitimidad y justicia reconocido en normas específicas (por ejemplo, el art. 8°,
apart. 2, punto h] de la CADH y el art. 14, punto 5 del PIDCP)(828).
Solo a través de una decisión justificada puede controlarse su validez. Hay que decir ahora
que aquí 'motivada' hace referencia a que en la resolución se expresen las razones en que
se funda o, en otros términos, la valoración de la prueba realizada y el estándar de prueba
aplicado. Demasiadas veces se confunde la motivación con la descripción de las pruebas
admitidas y lo ocurrido en la audiencia durante la práctica de la prueba. Ello, claro está,
no cumple con las exigencias de una concepción racional de la motivación como
justificación de la decisión(829).
Esta necesidad de exteriorización de los motivos de la decisión vuelve a actuar sobre la
propia dinámica de formación de la motivación, obligando a quien la adopta a operar, ya
desde el principio, con unos parámetros de racionalidad expresa y de conciencia autocrítica
mucho más exigentes. Pues no es lo mismo resolver conforme a una corazonada que

137
hacerlo con criterios idóneos para ser comunicados. Sobre todo en un sistema procesal que
tiene el principio de inocencia como regla de juicio(830).
Ello se encuentra reflejado en una larga tradición sostenida por nuestra CS, en tanto tiene
entendido que "hay que tener en cuenta que, por su naturaleza, todas las resoluciones
judiciales deben estar fundadas en debida forma (Fallos, 290:418; 291:475, 292:254 y 254;
293:176; 296:456, entre muchos otros)" (Fallos 312:185), dado que "la exigencia de que las
sentencias judiciales tengan fundamentos serios reconoce raíz constitucional" (Fallos
236:27, 240:160, 247:263), agregando que es condición de validez de los fallos judiciales
que ellos configuren "derivación razonada del derecho vigente, con particular referencia a
las circunstancias comprobadas en la causa" (Fallos 238:550, 244:521, 249:275),
descalificando como arbitrarios —y sancionándolos con la nulidad— a los
pronunciamientos que no reúnen dicha condición.
Asimismo, la CIDH ha señalado que "el deber de motivación es una de las 'debidas
garantías' incluidas en el artículo 8.1 para salvaguardar el derecho a un debido proceso"
(sent. "Apitz Barbera y otros c. Venezuela" —párr. 78— y sentencia "Trabajadores cesados
de Petroperú y otros c. Perú" —párr. 168—). También, que "la Corte ha precisado que la
motivación 'es la exteriorización de la justificación razonada que permite llegar a una
conclusión'" (sent. "Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez c. Ecuador" —párr. 107—). En esa
dirección reiteró su jurisprudencia respecto del deber de motivar toda decisión judicial
(CIDH, caso "Tristán Donoso c. Panamá", excepción preliminar, fondo, reparaciones y
costas, sent. del 27/1/2009, párrs. 152 y 153) y, en particular, recordó que no exige una
respuesta detallada a todo argumento de las partes, sino que puede variar según la
naturaleza de la decisión, y que corresponde analizar en cada caso si dicha garantía ha
sido satisfecha (CIDH, caso "Tristán Donoso c. Panamá", excepción preliminar, fondo,
reparaciones y costas, sent. del 27/1/2009, párr. 154).
De esta manera, hay que tener en cuenta que el requisito de toda decisión jurisdiccional
restrictiva de derechos finca en su motivación. Las condiciones de esos parámetros son su
objetividad y su externalidad, esto es, que respecto de ellos sea posible predicar verdad o
falsedad y que, además, provengan de circunstancias externas a la subjetividad del
juzgador(831).
La decisión judicial implica una doble tarea: la de buscar la solución del caso planteado a
la luz del ordenamiento jurídico y, al mismo tiempo, la de justificar la decisión adoptada
ante las partes, los tribunales superiores y la sociedad.
En este sentido, justificar quiere decir dar las razones por las cuales se decidió de una
manera determinada y no de otra. Por lo tanto, en todo proceso de aplicación del derecho
se desarrollan ambas tareas, la de elaboración y la de exposición de la decisión, la de
búsqueda y justificación de la decisión(832).
De tal forma, vemos que el requisito de motivación satisface distintas funciones. Dentro del
proceso, busca evitar la arbitrariedad judicial y, en su caso, permitir el control por los
órganos judiciales que tienen la facultad de revisión de tal clase de decisiones (833), haciendo
posible para las partes conocer el razonamiento que ha llevado a la decisión y, con ello,
fundar un posible recurso.
Pero a esta clásica función endoprocesal se añaden también otras en función de sus
destinatarios: las partes, el juzgador que decide el caso y los órganos jurisdiccionales
superiores que pudieran tener que revisar la decisión en sede de recurso. La más
importante de las funciones endoprocesales es la que cumple la motivación como límite a lo
decidible (motivación como "condición de 'jurisdiccionalidad' de los mandatos del juez, en el
sentido de que los mismos constituyen expresión de la jurisdicción cuando se encuentran
motivados")(834).
Fuera del proceso, la motivación de las decisiones judiciales cumple una función de
prevención general positiva, en cuanto fortalece el convencimiento social de que los jueces
no actúan movidos por criterios arbitrarios, sino sometidos a la Constitución y las leyes,
pues en esa fe reposa su autoridad(835).
Así, entendida la motivación como justificación de la decisión, el deber de motivar se
traduce en el deber de tomar decisiones justificadas. La función extraprocesal de la
motivación, en cambio, la vincula con el control social de las decisiones judiciales y, en
esta medida, con su legitimidad y con un modelo de poder judicial propio de un Estado

138
democrático de derecho basado en la publicidad. Todas esas funciones de la motivación la
sitúan entre lo que Ferrajoli denomina "garantías de segundo orden", con el valor de una
garantía de cierre de un sistema garantista(836).
Y al imponer la necesidad de motivar sus decisiones, la ley exige que el juzgador consigne
las razones que determinan la condena o la absolución (837), expresando sus propias
argumentaciones de modo que sea controlable el iter lógico seguido para arribar a la
conclusión.
Entonces, la motivación nos permite comprobar, por ejemplo, si se dan los presupuestos de
verosimilitud y peligro indispensables para el dictado de la prisión preventiva o la traba de
un embargo y la certeza necesaria para un pronunciamiento conclusivo.
La exteriorización de la secuencia racional adoptada por los jueces para la determinación
del hecho y la aplicación del derecho nos permite constatar la corrección de dichas
operaciones, materializadas en dos inferencias, la primera inductiva (determinación del
hecho) y la segunda deductiva (subsunción jurídica) (838). En la primera se refleja el soporte
racional de la valoración de la prueba y la concordancia de dicha valoración con el hecho
determinado en consecuencia. Por la segunda se aprecia si la norma sustantiva que se dice
aplicable se ha interpretado en forma correcta, así como si dicha norma ha sido bien
aplicada en el caso al hecho determinado.
Por ello es que puede suceder que una decisión colectiva no alcance la homogeneidad
necesaria en su fundamentación que le confiera validez, dado que si los argumentos de los
jueces que formaron mayoría "no sólo difieren entre sí sino que se contraponen... el
decisorio carece de toda fundamentación, puesto que no habría razón válida para optar por
un voto u otro al momento de apreciar cuál ha sido el presupuesto en que se basó la
decisión apelada (Fallos 312:1058)... [lo cual] ...priva a la resolución de aquello que debe
constituir su esencia, es decir, una unidad lógico-jurídica, cuya validez depende no sólo de
que la mayoría convenga en lo atinente a la parte dispositiva, sino que también ostente una
sustancial coincidencia en los fundamentos que permitan llegar a una conclusión adoptada
por la mayoría absoluta de los miembros del tribunal (Fallos 308:139; 312:1058; 313:475).
Ello es así, pues las sentencias de los tribunales colegiados no pueden concebirse como
una colección o sumatoria de opiniones individuales y aisladas de sus integrantes, sino
como el producto de un intercambio racional de ideas (Fallos 321:2738)..." (Fallos
326:1885, con remisión a los fundamentos del procurador general de la Nación).
Al mismo tiempo, y en cuanto a la apreciación de los hechos, la necesidad de motivación
impone al juez el deber de apreciar la prueba razonadamente. No se puede reemplazar su
análisis crítico por una remisión genérica a las constancias del proceso, o a las pruebas de
la causa, o con un resumen meramente descriptivo de los elementos que lo conducen a la
solución, pues si esto fuera posible el pronunciamiento viviría solo en su conciencia (839), con
lo cual adelantamos que la mera invocación en forma genérica a los indicios colectados a lo
largo de una pesquisa no es pauta suficiente para avalar un pronunciamiento
jurisdiccional legítimo.
El contenido de la motivación, en cambio, puede descomponerse en cuatro partes, que
operan como tres premisas y una conclusión:
1) el análisis de cada una de las pruebas y la justificación de la fiabilidad otorgada a cada
una de ellas (valoración individual de la prueba);
2) la valoración en conjunto de las pruebas a los efectos de determinar y justificar el grado
de corroboración que estas otorguen a cada una de las hipótesis fácticas en conflicto en el
proceso;
3) la identificación del estándar de prueba aplicable a ese tipo de proceso y a la concreta
decisión procesal que se esté adoptando (una medida cautelar, la apertura de juicio, la
sentencia, etcétera);
4) la conclusión acerca de si, a la luz de las pruebas disponibles y el estándar de prueba
aplicable, alguna de las hipótesis fácticas debe declararse probada. Por supuesto, no solo
hay que justificar la declaración de una hipótesis probada, sino también la conclusión de
que una hipótesis no alcanza el grado de corroboración suficiente para declararla probada
en atención al estándar de prueba que sea aplicable al caso(840).
De tal forma, las proposiciones y los grupos de proposiciones que componen a la
motivación tienden a presentarse en su interior siguiendo un orden lógico de carácter

139
justificativo que constituye el modelo en el que estructura el discurso en su conjunto. En
esta misión, se destaca el esquema lógico del discurso, que consiste en articulaciones y
concatenaciones que resultan principalmente de inferencias orientadas a una función
justificativa, constituye de por sí un criterio general de determinación del significado global
del discurso, en el sentido de que representa una regla de elección, entre los eventuales
significados posibles(841).

21.2. LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS AUTOS Y DE LOS DECRETOS


Es preciso hacer una distinción entre las necesidades de fundamentación de una sentencia
que de un auto o un decreto, puesto que la primera contiene exigencias de certeza que
estos últimos no requieren, dado que debe poner fin al proceso resolviendo sobre el
contenido íntegro de la pretensión punitiva; en cambio, los autos, por su carácter
provisional y por ser decisiones que tienden a arribar a dicho estado conclusivo
impulsando el proceso, se sustentan solo en un juicio de probabilidad acerca de las
circunstancias fácticas que tienen como presupuesto (cabe tener como ejemplo al auto de
procesamiento que conforma una declaración de responsabilidad provisional del
imputado), razón por la cual no se requiere de certidumbre apodíctica sobre cada uno de
sus extremos. En ese entendimiento, el artículo refiere que siempre los autos deben ser
motivados y los decretos solo cuando la ley expresamente lo exija, por ser las decisiones de
menor entidad dentro de nuestro ordenamiento(842).
Es que cualquier restricción en el ejercicio de un derecho fundamental —aunque no sea
definitiva— necesita basarse en una causa específica prevista por la ley y el hecho o la
razón que la justifique deben explicitarse para hacer cognoscible los motivos que la
legitiman. La motivación es un requisito indispensable del acto limitativo del derecho y el
contenido de esta es aún más necesario cuando se trata de limitar la libertad personal o
restringir algún derecho en aras de la investigación de un delito. De aquí que surja el deber
de motivar toda resolución que signifique una afectación de derechos individuales, por
ejemplo, la prisión preventiva(843), las intervenciones telefónicas (844), las órdenes de
allanamiento(845), etc. También al respecto, diversas normas refuerzan este postulado al
requerir, por ejemplo, requisitos ineludibles para el dictado de un auto de procesamiento
(datos personales del imputado, una somera enunciación de los hechos que se le
atribuyan, los motivos en que la decisión se funda y la calificación legal del delito, con cita
de las disposiciones aplicables) o para el auto de elevación a juicio (que deberá contener,
bajo pena de nulidad: la fecha, los datos personales del imputado, el nombre y domicilio
del actor civil y del civilmente demandado, una relación clara, precisa y circunstanciada de
los hechos, su calificación legal y la parte dispositiva).
De lo expuesto podemos destacar la clara conexión entre la restricción a un derecho
individual y los justificativos que son empleados para ello, dado que se consustancia con el
imperio de la ley el contar con respaldo normativo y fáctico expresado a través de un
razonamiento que los ligue, para así dar sustento a toda afectación de derechos
fundamentales(846). La motivación, entonces, es un requisito indispensable del acto
limitativo del derecho y su contenido es aún más necesario cuando se trata de limitar la
libertad personal en aras de la investigación de un delito, por lo cual se ha sostenido que
"el cumplimiento de las garantías judiciales establecidas en la Convención requiere que en
todos los casos, sin excepción alguna, las autoridades judiciales nacionales cumplan en
justificar plenamente la orden de prisión preventiva, y en adoptar la mayor diligencia para
decidir sobre el fondo de la cuestión mientras dure dicha medida" (Comisión IDH, informe
2/97, Argentina, 11/3/1997)(847). Por eso, y específicamente para el caso de medidas de
coerción, deben ser fehacientemente acreditadas y ponderadas en la resolución
jurisdiccional las razones que lleven a concluir en la posibilidad de la perturbación de las
investigaciones, de enturbiamiento de los trámites y/o de peligro de fuga del encartado,
para poder recién entonces disponer la medida de coerción personal en su contra(848).
Es que en un sistema fundado en la regla del derecho, la intervención judicial —entendida
simplemente como regla de competencia— no es garantía suficiente para los derechos
fundamentales. Es necesario, además, que la resolución judicial que ordena la restricción
al derecho fundamental sea fundada. La doctrina suele aludir a esta exigencia bajo el

140
término de "motivación" de la resolución judicial. Por ello, desde un punto de vista objetivo,
aparte de constatar que la privación de la libertad se encuentra prevista en la ley y que el
órgano que la realiza es competente, también debe determinarse si el órgano
subjetivamente se encontraba en condiciones de hacerlo. Es decir, corroborar que lo que
objetivamente se realiza reconoce correspondencia subjetiva. Por ello, tiene que estar
"justificada" subjetivamente la decisión de poder hacerlo. De la fundamentación de la
decisión que dispone la medida quedará expuesta esta fase subjetiva (849). Es que, si bien el
juez puede dentro de su competencia dictar medidas cautelares, que lo haga de manera
fundada demostrará que no es producto de su solo arbitrio, sino que realmente tiene
razones para hacerlo y puede encontrar razones válidas para su decisión en las normas
vigentes que rigen el caso, de acuerdo con los hechos comprobados en la causa. Por ello, si
atendemos a la expresión "podrá", que utiliza el Código (arts. 316, 317 y 319) para hacer
referencia a la posibilidad de concederse la libertad personal, vemos que no supone dejar al
arbitrio del juez la concesión del beneficio de la excarcelación, pues interpretar lo contrario
significaría cruzar el límite de razonabilidad impuesto por la garantía constitucional
involucrada(850).
Es que la libertad de las personas (tomada en un sentido lato dentro del proceso penal,
como toda afectación a todos sus derechos individuales que, en esencia, siempre en el
fondo comprometen a su libertad), aunque sean sospechosas de delito, merece por lo
menos que se les diga por qué tienen prueba que determina la calificación en un delito no
excarcelable. No puede tratarse superficialmente la cuestión cuando está en juego la
libertad de una persona (851). En este supuesto, el requisito de motivación comprende dos
extremos diferentes(852): 1) la verificación prima facie de la existencia de un hecho delictivo y
de la participación en él del imputado (853), razón por la cual deberá tener como base la
imputación de un ilícito con base en concretos indicios de culpabilidad (854). 2) La existencia
de riesgo procesal, en el sentido de que se presuma seriamente la posibilidad de fuga o de
entorpecimiento de la investigación.
Es así como la fundamentación de las medidas restrictivas de la libertad exige que se
apoyen tanto en los hechos comprobados en la causa como en el derecho aplicable al caso
en concreto. En dicho sentido, el art. 316 del Cód. Proc. Penal establece que "el Juez
calificará el o los hechos de que se trate", denotando la estrecha conexión que se requiere
entre el instituto de la libertad procesal y la efectiva comprobación de un hecho punible (855).
De aquí se sigue que para examinar la procedencia o improcedencia de la excarcelación en
un supuesto concreto, será preciso conocer cuál es el delito que se le atribuye al
imputado(856). Además, si según las disposiciones contenidas en el art. 18 de la CN nadie
puede ser penado sino en virtud de un hecho —entendido como acontecimiento que
trasciende la mera intencionalidad y afecta a bienes jurídicos tutelados—, fácil es concluir
que la sola apreciación de la personalidad del reo no puede ser objeto de aplicación de una
pena y menos aún se podría por dicho motivo restringir la libertad durante la
sustanciación del proceso; por lo tanto, la fundamentación sobre presupuestos típicos
comprobados será la única justificación posible de la medida restrictiva de la libertad.
Sin embargo, es menester reconocer que "el grado de valoración de la prueba con el fin de
verificar si se dan los extremos que justifiquen el dictado de una prisión preventiva es
mucho menos exigente que el correspondiente a una sentencia final de condena, aun sin la
existencia de nuevas probanzas que ameriten una opinión distinta" (CNCrim. y
Correc., sala V, 11/8/1999, "Fernández, Marcelo A.", JA 2002-IV-síntesis), extremo que,
sin embargo, no importa la falta de justificación suficiente de una medida que importa la
coerción sin sentencia de condena de un individuo(857).
Así es que la importancia de la fundamentación reside en la verificación si en el caso en
concreto la medida de coerción se corresponde con los fines que esta persigue o si, por el
contrario, pueden ser alcanzados por otros medios no tan invasivos —desde la perspectiva
del imputado— para no alterar el equilibrio que debe respetarse entre los intereses en
juego. Ponderando en dicha misión la aplicación del derecho penal como ultima ratio, esto
es, apelando a este solamente en los asuntos en que los otros sistemas de control y los
otros instrumentos existentes no puedan aportar soluciones(858).
Por lo tanto, cuando ciertas decisiones judiciales tienen por efecto la restricción o
limitación de derechos, de garantías o de posibilidades de defensa dentro de un proceso,

141
solo deberían autorizarse o admitirse mediante su sujeción a parámetros legales estrictos.
Las condiciones de esos parámetros son su objetividad y su externalidad, esto es, que
respecto de ellos sea posible predicar verdad o falsedad y que, además, provengan de
circunstancias externas a la subjetividad del juzgador (859). De esta manera, se advierte que
no solo la sentencia definitiva tiene estrictos recaudos de fundamentación y de certeza,
sino que todas las resoluciones que pueden dictarse hasta su arribo y que puedan
comprometer derechos o libertades individuales deben tener un sólido respaldo para poder
ser adoptadas.

21.3. LOS REQUISITOS PROPIOS DE LA SENTENCIA


Ante todo debemos tener en cuenta que la sentencia es el acto de voluntad razonado del
tribunal de juicio, emitido luego del debate oral y público, que resuelve fundadamente y en
forma definitiva sobre el fundamento de la acusación y las demás cuestiones que hayan
sido objeto del juicio, condenando o absolviendo al acusado; razón por la cual puede
considerarse un acto jurisdiccional complejo, pues supone la entera realización del juicio,
la exposición de los elementos de prueba, el debate sobre estos y una posterior
deliberación, votación, decisión y redacción de sus fundamentos.
Es que la sentencia constituye un pronunciamiento para que algo se haga de determinada
manera y a cuyo resultado se llega luego de realizar la prueba de las acciones históricas
para que una acción futura se realice de tal manera definitiva. En otras palabras, el juez es
el encargado de tomar una decisión ante un hecho relevante para la ley, que se ha
sometido a juicio, es decir, toma una decisión para que una persona se conduzca según se
lo ordena. La solución a la cual el juez llega es una decisión, es un acto de racionalizado de
la voluntad. Sustituye su voluntad a la de otro en un conflicto determinado (860).
Por lo tanto, las resoluciones jurisdiccionales que requieran un debate previo o la
producción de prueba se adoptarán en audiencia pública, con la asistencia ininterrumpida
del juez y las partes, garantizando el principio de oralidad, contradicción, publicidad,
inmediación y simplicidad. El juez no podrá suplir la actividad de las partes y deberá
sujetarse a lo que hayan discutido. Los fundamentos de las decisiones quedarán
debidamente registrados en soporte de audio o video, entregándose copia a las partes.
Las decisiones jurisdiccionales deben contener ciertos requisitos formales mínimos, los
cuales son:

21.3.1. El día, el lugar y la identificación del proceso


La omisión de la fecha es causa de nulidad de la sentencia en tanto no pueda establecerse
con certeza en virtud de los elementos del acto o de otros conexos con él.
La omisión del asiento del lugar en que se emite, en cambio, no se castiga con invalidez, ni
aun de modo genérico.
La identificación del proceso se remite a la mención del tribunal interviniente, la
identificación numérica del caso, la individualización de las partes y del o los imputados.
A través de la expresa mención del tribunal, se pretende asegurar los principios de
identidad física del juzgador y de inmediación, de modo que no quede duda de que quienes
la suscriben son los mismos jueces que llevaron adelante el debate. La mención importa la
individualización de los jueces que lo componen.

21.3.2. El objeto para decidir y las peticiones de las partes


Un elemento de singular importancia de toda resolución jurisdiccional es la clara
descripción del objeto que decidir y de las alegaciones formuladas por las partes, de modo
de poder apreciar la correlación entre tal objeto, las peticiones y la decisión adoptada, así
como también la congruencia entre tales puntos de partida y la razonabilidad de la medida,
la cual emerge de considerar el núcleo del tema en tratamiento, lo planteado por los sujetos
procesales y si la solución es necesaria derivación de tales presupuestos.

142
21.3.3. La decisión y su motivación
Como ejemplo de dicha obligación, el art. 111 del Código Procesal Penal Federal
específicamente dispone que las "resoluciones jurisdiccionales expresarán los fundamentos
de hecho y de derecho en que se basen. La fundamentación no podrá ser reemplazada con
la simple relación de documentos, invocación de las solicitudes de las partes".

21.3.4. La firma del juez


Es la parte de la resolución de mayor trascendencia, porque importa la concreción en ella
de la voluntad del tribunal, resumida en su decisión concreta.
Las resoluciones jurisdiccionales expresarán los fundamentos de hecho y de derecho en
que se basen.
La fundamentación no podrá reemplazarse con la simple relación de documentos,
invocación de las solicitudes de las partes, afirmaciones dogmáticas, expresiones rituales o
apelaciones morales.
En cuanto a la formalidad que aquí concierne, y al constituir ineludibles manifestaciones
de la voluntad jurisdiccional, y por lo tanto, aplicación del derecho vigente, la sentencia se
conforma al ser suscripta por quienes la dictan. Asimismo, este es un requisito que deriva
de la calidad documental del acto y, en particular, de la necesidad de intervención y
capacidad del tribunal. La firma es necesaria para que la sentencia pueda vincularse a la
voluntad de los jueces y, por ello, no puede suplirse ni ser dispensada. De tal suerte que el
ordenamiento procesal dispone la nulidad en caso de la ausencia de firma, aunque ello
haría más a la inexistencia misma del acto antes que a su nulidad.
Resulta inexistente como fallo judicial por violar el art. 18 de la CN, se ha establecido,
aquel suscripto por dos de los integrantes del tribunal colegiado, si la omisión, y así se
consignó, derivó de la "ausencia transitoria" del tercer integrante (Fallos 318:1848, LL
1996-A-767, relacionado con una sentencia de la CFed. Casación Penal; se señaló que ello
conculca el modo en que deben emitirse los fallos definitivos y el art. 109 del Reglamento
para la Justicia Nacional).
En cuanto a la formalidad que aquí concierne, y al constituir ineludibles manifestaciones
de la voluntad jurisdiccional y, por lo tanto, aplicación del derecho vigente, las resoluciones
se conforman al ser suscriptas por quienes las dictan. Asimismo, este es un requisito que
deriva de la calidad documental del acto y, en particular, de la necesidad de intervención y
capacidad del tribunal. La firma es necesaria para que lo decidido pueda vincularse a la
voluntad de los jueces y por ello no puede ser suplirse ni ser dispensada. De tal suerte que
esta exigencia acarreará la nulidad en caso de la ausencia de firma, aunque ello haría más
a la inexistencia misma del acto antes que a su nulidad.
Sentencias y autos deben ser firmados por los jueces que los dictan. Sin embargo, puede
eximirse de firmar al juez que resultó impedido de hacerlo después de la deliberación que
compartió (CNCasación Penal, sala I, JPBA 117-88-217, sobre todo porque el ausente
suscribió el veredicto).
Los decretos serán firmados por el juez, mas en los tribunales colegiados lo hará
únicamente el presidente o quien lo reemplace.
La ausencia de alguna firma, como demostración de la intervención del juez o jueces en el
acto jurisdiccional de que se trate, implica la nulidad absoluta de aquel en el cual dicha
intervención es obligatoria.
Pero debe distinguirse que la falta de firma no es lo mismo que la ausencia del magistrado
en la conformación de la decisión, puesto que se presupone que el juez ha actuado en el
acto de deliberación y todo se reduce a la falta de suscripción de la sentencia, dado que
puede existir el caso en el cual se advierta que existió la debida intervención de los jueces,
así como su participación en el juicio y en la deliberación, ya que no se admite interrupción
alguna entre el último acto del debate, la deliberación y el dictado de la sentencia, lo que
generalmente es refrendado por la asistencia del secretario, frente a lo cual cabe tener en
cuenta que en el procedimiento oral, si se ha leído el veredicto y existe el acta, habrá
sentencia aunque falten las firmas.
Por lo tanto, aunque sea de manera desprolija, puede aseverarse que en este supuesto
existe una común manifestación de voluntad jurisdiccional mediante la firma de la

143
sentencia, puesto que dicho acto debe ser tomado como una unidad, dado que si los jueces
la suscribieron es en sentido conforme con la totalidad de lo actuado, dado que "las
sentencias de los tribunales colegiados no pueden concebirse como una colección de
opiniones individuales y aisladas de sus integrantes, sino como un producto de un
intercambio racional de ideas entre ellos" (Fallos 308:2188, voto del juez Petracchi), con lo
cual se colige que debe haber coincidencias en la solución propuesta en forma conjunta.
Asimismo, es necesario tener en consideración la interpretación restrictiva de toda
disposición que establezca sanciones procesales, por lo cual, en caso de duda sobre la
aplicación de una norma, se estará a la conservación de validez del acto procesal
cuestionado. Es que, con la anulación de una instancia procesal, siempre se debe
perseguir la protección de un derecho concreto que se vea menoscabado por un acto
ilegítimo, ya que no puede aplicarse esta sanción por un mero interés formal. Es así como
tampoco puede advertirse que en el caso haya existido un "grave quebrantamiento de las
normas reglamentarias que determinan el modo en que deben emitirse las sentencias
definitivas de las cámaras nacionales de apelaciones y causan, por consiguiente, agravio en
la defensa en juicio" (CS, 9/2/1989, "Cademartori, SA, quiebra c. Viviendas Suffern Moine
y Cademartori, SA y otro", LL 1989-C-175).
Por lo tanto, vemos que la sentencia cuenta con un contenido subjetivo consistente en la
opinión fundada del juez que inicia la votación y la forma está salvaguardada por la firma
de todos los integrantes al pie de aquella.

144
XXII. LA RAZONABILIDAD DE LA DECISIÓN
Existe un debate en torno a las características que presenta el razonamiento judicial y el
tipo de racionalidad al que debe adscribir la tarea de juzgar. Las posiciones pueden
simplificarse en dos posturas: la racionalidad pura y la racionalidad práctica (861).
La primera se halla representada por quienes consideran que el acto de juzgar es una
manifestación de racionalidad pura, una actividad estrictamente lógica a través de la cual
el juez es capaz de conocer o identificar la norma aplicable al caso controvertido. Quienes
defienden esta tesis comparan la actividad del juez con un silogismo en el que la premisa
mayor está representada por el sistema de fuentes del derecho; la premisa menor, por las
circunstancias del caso enjuiciado y la conclusión es un acto lógico por el cual el juez, una
vez identificada la norma pertinente dentro del sistema de fuentes, la aplica a la solución
del caso que es objeto del proceso. Se trata de un mecanismo que explicita el procedimiento
de la subsunción.
La segunda concibe a la actividad judicial como expresión de la racionalidad práctica, es
decir, le reputa un proceso discursivo dirigido a inferir las "buenas razones", argumentos o
motivos relevantes tendientes a establecer la norma jurídica y la solución más oportuna
para resolver el conflicto.
El modelo de ciencia de estilo argumentativo sostiene que los juristas no se deben limitar a
la descripción del derecho positivo sino que también deben proponer soluciones —sobre
todo para los casos difíciles en los que no existe una única respuesta correcta— con
fundamento en componentes morales y políticos, mediante el ejercicio de la razón práctica,
la que permite justificar tales soluciones. Se apunta, en este sentido, que el derecho
positivo no solo se integra con normas o reglas, sino también con principios y valores
jurídicos y, además, se interrelaciona con las prácticas sociales.
En consecuencia, el razonamiento jurídico ocupa un lugar principal en el método, que no
se restringe solamente a una cuestión de aplicación de normas, sino que se dirige a
discernir la mejor solución posible. El razonamiento se despliega en tres aspectos que van
más allá de los enunciados normativos: la validez lógica de los argumentos, la capacidad
persuasiva y la plausibilidad material de una argumentación.
Con ello se quiere decir que los argumentos empleados para fundar la decisión contenida
en una sentencia judicial deben comprender no solo aquellos que estrictamente se dirijan a
la justificación formal y material de la argumentación y sus premisas ("buenas razones"),
sino también a abarcar aquellos otros que campean el plano psicológico y el proceso de
toma de decisiones, que deberán describirse y explicarse mediante argumentos propios de
la tópica y de la retórica(862).
Por lo tanto, debemos destacar que durante el juicio se desarrolla un proceso discursivo en
donde se encuentran en competencia diversas —y frecuentemente opuestas— hipótesis. En
el juicio se adoptan en forma permanente decisiones que han de ser siempre racionales,
pero no necesariamente bajo un esquema lógico formal, puesto que la primacía no
corresponde a las demostraciones deductivas sino a las argumentaciones tendientes a
persuadir y convencer, para lo cual se utilizan no solo razonamientos lógico-formales, sino
argumentaciones retóricas y tópicas.
La retórica es entendida como el conjunto de reglas o principios que se refieren al arte de
hablar o escribir de forma elegante y con corrección, con el fin de deleitar, conmover o
persuadir. Disciplina que estudia la forma y las propiedades de un discurso.
La tópica hace referencia a ciertas reglas y principios generales que guían la discusión, ya
que se la considera la parte de la retórica que contiene las ideas o argumentos con los
cuales se intenta convencer a un adversario.
Por ello, el método de enjuiciamiento debe conferir una respuesta razonablemente
fundamentada, no solo en el proceso de subsunción de los hechos en disposiciones de la
ley penal que contemplan descripciones de grupos de casos en los que se produce una
infracción de las normas jurídicas, sino también en la averiguación de los hechos, porque
el juez debe exteriorizar su convicción a los destinatarios de la decisión y a los demás
componentes de la comunidad política, y esta función solo puede cumplirse en una forma
racional-discursiva. Solo de esta forma resulta posible un control de las decisiones
judiciales, que evidentemente no puede extenderse a elementos de carácter intuitivo, sino
solo a aspectos que han podido ser comunicados a través de la resolución (863).

145
Entonces, la demostración no debe ser librada hacia lo irracional, sino que debe ser
explicada racionalmente, debiendo intervenir, por lo tanto, las leyes de la lógica, de la
experiencia y de los conocimientos científicos aplicables, a la luz de la sana crítica racional
(entendida como pautas estables y permanentes del correcto entendimiento humano con
relación a la lógica, la experiencia y el sentido común).
De esta forma, la valoración de la prueba no escapa a las exigencias de racionalidad de
toda decisión judicial(864), dado que una fundamentación es racional si pueden aducirse
como razones hechos y, por el contrario, no es racional o persuasiva si se acude a otros
medios para sustentar lo decidido(865).
Así, es posible destacar que "el entendimiento del Juez recorre siempre, antes de que
intervenga la decisión, una serie de conclusiones razonadas, aun en el caso mismo en que
los medios de prueba parezcan derivados de la evidencia de los sentidos: examina, pesa las
afirmaciones de la experiencia personal, y su determinación es más que todo un acto de
razonamiento"(866).
Pero la sentencia no solo debe estar basada en los sucesos comprobados por la
investigación, sino que, además, su corrección se obtiene por estar construida sobre un
razonamiento que se encuentra sustentado sobre principios lógicos; al mismo tiempo que
debe ser legal(867), es decir, fundada en pruebas válidamente incorporadas al proceso; así
como también veraz, por cuanto no podrá fabricar ni distorsionar los datos probatorios;
específica, puesto que debe existir una motivación para cada conclusión fáctica; arreglada
a las reglas de la sana crítica (868); completa, ya que debe comprender todas las cuestiones
de la causa y cada uno de los puntos decisivos que justifican cada conclusión y expresa,
dado que el juez debe poner de manifiesto el razonamiento por el cual adopta una decisión
y no otra.
De esta forma, toda norma y acto jurídico deben ser justificados, es decir, responder a un
motivo concreto, válido, expresamente manifestado y coherente con el derecho
constitucional involucrado en el caso en concreto. Este principio interpretativo emana de
una norma operativa, por lo que resulta ineludible de aplicar por todos los órganos de
poder en el Estado de derecho, entendido como estado de razón(869).
De tal forma, se entiende que un enunciado es racional cuando puede justificarse
racionalmente, es decir, cuando cumple los siguientes requisitos: 1. respeta las reglas de la
lógica deductiva; 2. respeta los principios de la racionabilidad práctica —que implica el
respeto de principios como los de consistencia, eficiencia, coherencia, generalización y
sinceridad—; 3. reconoce como premisa alguna fuente vinculante del derecho y 4. no utiliza
como elementos decisivos de la fundamentación criterios éticos, políticos, etc., no previstos
de manera específica (aunque pudieran estarlo genéricamente) por el ordenamiento
positivo(870).
Entonces, el principio de razonabilidad significa fundamentalmente que las
reglamentaciones, tanto legislativas respecto de los derechos y las garantías
constitucionales, como del Poder Ejecutivo, mediante decretos reglamentarios respecto de
las leyes y todo tipo de decisiones, deberán ser razonables, fijándole condiciones y
limitaciones adecuadas al espíritu y a la letra de las normas constitucionales, porque lo
razonable es lo proporcionado al efecto, lo exigido por la igualdad y la equidad, lo armónico
dentro del todo, lo equilibrado entre los extremos. Como se advierte y a diferencia del
principio de legalidad, el de la razonabilidad hace a la "sustancia o contenido normativo" de
la reglamentación, que deberán estar inspirados en los fines constitucionales, para lograr
que el orden jurídico asegure un orden de convivencia más justo(871).
Es que, en la ciencia del derecho, la razonabilidad se presenta cuando se busca la razón
suficiente de una conducta compartida.
A su vez, por razonabilidad en sentido estricto solo se entiende el fundamento de verdad o
justicia(872). Así, el vocablo razonable significa conformidad con la razón, aquello que
nuestro entendimiento nos indica como justo, que evidencia un juicio normal, moderado,
prudente, lógico, aceptable, equitativo, adecuado a las circunstancias, conforme con el
sentido común y con valores generalmente aceptados (por oposición a un juicio absurdo,
censurable, excesivo, arbitrario y caprichoso). Y desde un punto de vista más particular de
la ciencia del derecho, lo razonable se traduce en un juicio justo y equitativo, de acuerdo
con los principios del derecho natural(873).

146
Advertimos así que lo razonable es lo opuesto a lo arbitrario, es decir, contrario a lo carente
de sustento —o que deriva solo de la voluntad de quien produce el acto—. Una ley,
reglamento o sentencia son razonables cuando están motivados en los hechos y las
circunstancias que los impulsaron y fundados en el derecho vigente (874).
Queda entonces absolutamente descartada una apreciación arbitraria y no razonada de los
elementos probatorios, ya que el método valorativo de la prueba exigido por nuestro
ordenamiento instrumental es el de la sana crítica o crítica racional, el cual exige la
valoración de los elementos de prueba en forma razonada, explícita y manifestada, lo que
implica el respeto de las leyes del pensamiento (lógicas) y de la experiencia (leyes de la
ciencia natural) y que sea completa en el doble sentido de fundar todas y cada una de las
conclusiones fácticas y de no omitir el análisis de prueba incorporada.
Conforman pues, en nuestro contexto jurídico procesal, el sistema de apreciación y
valoración de las pruebas arrimadas, el modo idóneo para estimar la adecuada y certera
vinculación y combinación de las diversas pruebas optimizadas como relevantes. Estas
deben manifestarse concurrentes y capaces —sustancial y formalmente— de crear en el
ánimo del juez un estado de convicción que le permita fallar con certeza (875).

147
XXIII. METODOLOGÍA DEL ENJUICIAMIENTO
Es interesante ahondar en la metodología que guía la producción del proceso, puesto que
orienta su desarrollo y resulta vital a la hora de entender su funcionamiento.
Así, conviene precisar que la palabra método proviene del latín methodus que, a su vez,
tiene su origen en el griego, en las palabras meta (meta) y odos (camino).
Etimológicamente, método significa "camino para llegar a un lugar determinado": puede
definirse, entonces, como el orden que se adopta en una actividad para llegar a un fin u
obtener un resultado determinado. Tiene por efecto disciplinar el espíritu, excluir de sus
investigaciones el capricho y la casualidad, adaptar el esfuerzo a las exigencias del objeto y
determinar los medios de investigación y el orden de aquel. Es, pues, un factor de
seguridad y de economía del conocimiento. Con base a esto, podemos definirlo como el
conjunto de procedimientos para obtener un fin; en nuestro caso, este fin es el saber. El
método confiere al saber firmeza, coherencia y validez; es como su principio organizador y
su garantía(876).
De tal modo, del ordenamiento jurídico vigente advertimos que los derechos fundamentales
resultan ser el punto de partida desde el cual debe desarrollarse toda actividad estatal,
dado que con la incorporación de los tratados de derechos humanos a nuestra CN (art. 75,
inc. 22), el diseño del Estado toma al hombre como punto de partida y entroniza a su
dignidad en su punto más alto, estableciendo derechos que son su inmediata derivación y
que resultan inalienables a su condición humana, razón por la cual toda construcción
normativa debe partir, sin lugar a dudas, desde dicho postulado. Asimismo, ello implica
para el derecho interno el respaldo normativo de máxima jerarquía que antes no tenía las
garantías dentro del proceso judicial, su ampliación y afirmación, que se deriva de la
exégesis de dichas cláusulas.
En efecto, los principios sobre los que se funda el modelo garantista clásico (la estricta
legalidad, la materialidad y lesividad de los delitos, la responsabilidad personal, el juicio
oral y contradictorio y la presunción de inocencia) en gran parte son el fruto de la tradición
jurídica ilustrada y liberal. Los filones que se entreveran en esta tradición, madurada en el
siglo XVIII, son muchos y distintos (877); sin embargo, más allá de la heterogeneidad de sus
presupuestos teóricos y filosóficos forman en su conjunto un sistema coherente y unitario,
el cual depende del hecho que los distintos principios se configuran como un esquema
epistemológico de identificación de la responsabilidad penal encaminado a asegurar el
máximo grado de racionalidad y de fiabilidad del juicio y, por lo tanto, de limitación de la
potestad punitiva y de tutela de la persona contra la arbitrariedad.
Esto implica aceptar la existencia y la primacía de principios inspiradores de todo el
sistema jurídico actual, que proceden de la condición humana y de su intrínseca e
inviolable dignidad, por lo cual toda decisión valorativa que deba adoptarse en la
instrumentación o en la interpretación de una norma debe reconocer como origen los
principios constitucionales y los derechos humanos que de estos se desprenden para poder
contar con un sistema con coherencia interna y aspirar de tal forma a la justicia a través
de la seguridad jurídica.
Así, podemos considerar que el debido proceso es una garantía que abarca los principios
reseñados al comprender postulados esenciales de legitimidad y pautas de tiempo y forma
en que las partes y las autoridades públicas pueden o deben ejercitar su función,
conformando así el método que establece el contenido y las limitaciones en que habrá de
desarrollarse el procedimiento y los parámetros dentro de los cuales debe actuar el poder
jurisdiccional y todos los actores procesales, tanto para conocer como para decidir sobre
un hecho y el derecho que resulte aplicable al caso en concreto.
Habiendo sentado así la validez de los derechos humanos como fundamentadores del
sistema jurídico, a partir de aquí se desarrolla toda la actividad dialéctica, desplegándose
un proceso discursivo de carácter deductivo hasta llegar a establecer resultados y
demostrar conclusiones lógicamente compatibles con los principios básicos o con las
premisas generales de las cuales se partió (es decir, su coherencia con los derechos
fundamentales), puesto que las normas jurídicas vigentes no son sino la expresión volitiva
de una determinada estimativa social y sus fines constituyen el verdadero sentido
existencial que le corresponde a cada regla jurídica.

148
Igualmente, habíamos advertido que el análisis de la prueba proviene de un razonamiento
dialéctico, puesto que no se dirige a establecer demostraciones científicas sino a guiar
deliberaciones y controversias, constituyendo un medio de persuadir y de convencer a
través del discurso, de criticar la tesis de los adversarios y de defender y justificar las
propias con la ayuda de argumentos.
Por ello es que la actividad jurisdiccional consiste en someter a crítica, mediante la
actividad dialéctica, al significado y los fines prevalecientes que las leyes tienden a
concretar, pues la ciencia del derecho no puede quedar reducida a la mera interpretación y
sistematización del derecho positivo(878) y para ello ha de examinarse en forma
circunstanciada no solo sus caracteres formales, sino además sus fundamentos
constitucionales, sus antecedentes históricos, sus posibles aplicaciones actuales y cada
una de las disimilitudes que ofrece su interpretación; todo esto, con el fin de hacer
explícitas las posibles incongruencias de cada instituto jurídico con relación a la afectación
de los derechos fundamentales de las personas que se encuentran sometidas a proceso.
De allí que el punto de partida metodológico adoptado por el debido proceso se contrapone
con la postura que pretende interpretar de manera estricta la letra de la ley o valorar
acríticamente los hechos traídos a juzgamiento, considerándolos un dogma que no puede
someterse a evaluación crítica, puesto que tal postura entiende que el derecho positivo
sería un sistema autosuficiente para resolver cualquier caso, sin presentar lagunas,
contradicciones u otro tipo de indeterminaciones. Es así como la dogmática jurídica de raíz
continental-europea consiste principalmente en la construcción de sistemas jurídicos
ideales estrictamente deducidos de unos pocos principios autoevidentes, con la
presuposición de que su tarea no consistía en evaluar críticamente la ley positiva o las
decisiones tomadas por la autoridad, sino en adoptarlas como dogma con el fin de exponer
sus consecuencias y la interpretación correcta de estas. De esta forma, los teóricos del
derecho pretendieron desarrollar su tarea de exponer el derecho positivo manteniendo la
metodología propia del racionalismo, concibiendo su labor como eminentemente deductiva
y abstracta y ajena a consideraciones empíricas(879).
De esta manera, el marco conceptual que confiere el esquema constitucional resulta ser el
método idóneo, puesto que es menester considerar el rol del individuo que resulta sometido
a juicio como sujeto pleno de derechos y no como mero objeto de investigación, parámetro
que permite avizorar las razones por las cuales la averiguación de la comisión de un delito
y el consecuente estado de sospecha que recae sobre una persona deben guardar un
razonado equilibrio y tienen que obedecer a valores constitucionales supremos que no
resulta legítimo franquear (por más que se aduzcan razones de seguridad) en desmedro de
los derechos individuales.
Por lo tanto, en la búsqueda de explicaciones a una razonable utilización del proceso como
medio de adquisición de conocimientos y como forma de obtener una decisión legítima
sobre la existencia de un hecho determinado, la inclusión de dicha situación dentro de los
parámetros de una norma preestablecida y la clase y medida de la consecuencia jurídica,
cada hipótesis puesta a contrastación necesariamente debe presuponer la existencia de
derechos constitucionales previos e indiscutibles que, como hipótesis de mayor
generalidad, permitirán contrastar a través de su deducción la solución al problema
planteado.
Es que el pensamiento positivista ha llevado a la elaboración de un sistema de
responsabilidad que en todo momento reclama la destilación refinada del derecho vigente,
al que interpreta y sistematiza. De ahí que asuma con entusiasmo la denominación de
dogmática, como sinónimo de cientificismo, en cuanto se liga a un hecho, el derecho
positivo, como dogma(880). Por eso es por lo que "las decisiones previas de la dogmática se
han mantenido en la sombra también por el deseo de sostener a ultranza el mito de que
todo concepto de la misma proviene de la ley y sólo de ella" (881). Pero la dogmática jurídica
no puede quedar desnuda de finalidad y nuestro derecho penal, como rama jurídica, ha de
poseer carácter finalista. En efecto, el derecho, puesto que se ocupa de conductas, no
puede menos que tener un fin. El Estado debe recoger y enfocar teleológicamente todos los
intereses que constituyen la cultura, dirigiéndolos al fin de la vida (882). Por tal motivo,
resulta imprescindible abrir espacio a la inclusión de la crítica, esto es, poner de relieve el

149
problema, no cerrar el análisis a la mera exégesis legal; abrirlo a la confrontación
democrática, analizarlo desde su punto de partida, de su fundamentación y consecuencias.
En esta dirección, habría que admitir que los verdaderos dogmas jurídicos son decisiones y
elecciones primeras de sus cadenas argumentales y que estas carecen de la posibilidad de
fundamentarse científicamente(883), como en forma errónea pretendía el positivismo.
Por lo tanto, obedecer de manera ciega a un fundamento que acríticamente se sustenta por
sí mismo, por su mera invocación, sin posibilidad de adentrarnos al verdadero fundamento
y sin tener en cuenta los estrictos límites que debe tener el poder penal en un Estado de
derecho, lo cual, a la vez, importaría dejar de lado todo el complejo de derechos
fundamentales que constituyen el acervo de la persona humana frente a la autoridad del
Estado que, en su concepción democrática, debe circunscribir su accionar dentro de los
razonables cauces que le brindan los derechos fundamentales.
Es así como es necesario, según la propuesta de Ferrajoli, contraponer la verdadera
sustancia de los derechos individuales involucrados a la letra de la ley y verificar los
verdaderos alcances y limitaciones de la potestad punitiva. Esto surge de considerar a
nuestro sistema jurídico como un sistema de garantías constitucionalmente preordenado a
la protección de los derechos humanos fundamentales. Esta función de garantía resulta
posible por la específica complejidad de su estructura formal, que se caracteriza por una
doble calidad, no solo por el carácter positivo de las normas producidas, sino también por
su sujeción a derecho, rasgo específico del Estado constitucional, en el que la misma
producción jurídica se encuentra disciplinada por normas, tanto formales como
sustanciales, de derecho positivo. En virtud de esta última característica, la condición de
validez del derecho resulta positivizada por un sistema de reglas que disciplinan las
propias opciones desde las que el derecho viene pensado y proyectado, mediante el
establecimiento de los valores ético-políticos (igualdad, dignidad de las personas, derechos
fundamentales) por los que se acuerda que aquellas deben informarse. De allí surge, quizá,
la conquista más importante del derecho contemporáneo, la regulación jurídica del derecho
positivo mismo, no solo en cuanto a las formas de producción, sino también por lo que se
refiere a los contenidos producidos. Por eso es por lo que la legalidad positiva o formal en el
Estado constitucional de derecho ha cambiado de naturaleza, no es solo condicionante,
sino que ella está, a su vez, condicionada por vínculos jurídicos, no solo formales sino
también sustanciales(884). Por ello, el paradigma del Estado constitucional de derecho no es
otra cosa que la doble sujeción del derecho al derecho, que afecta a ambas dimensiones de
todo fenómeno normativo: la vigencia y la validez, la forma y la sustancia, los signos y los
significados, la legitimación formal y la legitimación sustancial. Así, todos los derechos
fundamentales equivalen a vínculos de sustancia y no de forma, que condicionan la validez
sustancial de las normas producidas y expresan, al mismo tiempo, los fines a que está
orientado ese moderno artificio que es el Estado constitucional de derecho.
Por lo tanto, no puede sostenerse la postura que toma al derecho positivo como un dogma
que no es sometido a evaluación crítica, pues persistiría en que es un sistema
autosuficiente para resolver cualquier caso concebible, sin presentar lagunas,
contradicciones u otros tipos de indeterminaciones. Es así como la dogmática jurídica, de
raíz continental-europea, consiste principalmente en la construcción de sistemas jurídicos
ideales estrictamente deducidos de unos pocos principios autoevidentes, sobre la
presuposición de que su tarea no consiste más que en evaluar críticamente la ley positiva
sino en adoptarla como dogma con el fin de exponer sus consecuencias y la interpretación
correcta de esta. De esta forma, los teóricos del derecho pretendieron desarrollar su tarea
de exponer el derecho positivo manteniendo la metodología propia del racionalismo,
concibiendo su labor como eminentemente deductiva y abstracta y ajena a consideraciones
empíricas(885).
Pero, si bien la metodología surgida del sistema garantista toma como punto de partida a
los preceptos constitucionales, ello no significa su aceptación acrítica, puesto que una
democracia deliberativa no puede consentir que el juez sea un mero autómata ligado a
obedecer y aplicar al caso las verdades instituidas por los teóricos, sino antes bien es
preciso platear el problema desde diversos puntos de vista y tomar decisiones pertinentes y
motivadas, puesto que no otorga grado de seguridad jurídica el hecho de encubrir los

150
problemas y adjudicar claridad y precisión inexistente al texto legal involucrado, menos
aún con las señaladas falencias que presenta en su redacción.
De tal forma, es preciso abrir la instancia crítica de los dogmas, o sea, de los puntos de
partida. En este sentido, el proceso de formación de los conceptos dogmáticos del derecho
penal consistirá sustancialmente en la elaboración de los fundamentos que permitan fijar
el significado de las reglas contenidas en el derecho positivo. Sin embargo, no es posible
reducir la tarea dogmática a la elaboración de los fundamentos últimos, pues en la medida
en que, por regla general, las disposiciones del derecho positivo son compatibles con más
de un fundamento, se requiere también fijar criterios para decidir entre diversos
fundamentos posibles(886).
Entonces, el planteo de la solución al problema debe efectuarse desde diversos puntos de
vista, sin tomar como válida una única solución apoyada en la mera invocación de
determinados elementos de prueba o cierta norma positiva. Por ello, el marco metodológico
invocado ofrece principios y postulados derivados de los derechos fundamentales que
establecen vínculos de sustancia entre los intereses involucrados que otorgan una guía
para dirimir el conflicto que se intenta resolver.
Por lo tanto, no resulta defendible una ficción cuya función principal sea encubrir la toma
de posición en materia valorativa y eludir la discusión abierta y franca de los presupuestos
axiológicos(887), puesto que en la medida en que la dogmática no recurre a justificaciones
valorativas, sino a un supuesto análisis y combinación de conceptos, su metodología
responde a los cánones conceptualistas del positivismo ideológico. Esto bajo la afirmación
de que las decisiones jurisdiccionales que afecten derechos básicos de los individuos
involucrados en actuaciones judiciales no pueden limitarse a determinar su imposición por
normas jurídicas vigentes, sino que deben asumir presupuestos axiológicos que hacen
legítima la observancia de tales normas(888).
Así, vemos que el pensamiento jurídico tradicional está imbuido de una pertinaz tendencia
a negar la existencia de indeterminaciones en el sistema jurídico o, en todo caso, en
sostener que existen medios para resolver tales indeterminaciones que arrojan resultados
unívocos y que se apoyan en consideraciones "objetivas" y axiológicamente neutrales (889).
Por el contrario, el orden jurídico no es un sistema autosuficiente para resolver cualquier
caso, por lo cual es preciso recurrir a reglas valorativas y a principios constitucionales que
confluyan en dirimir la cuestión. De esta manera, las soluciones que propone la dogmática
no se formulan de modo adecuado y explícito y se encubre por la enunciación de principios
generales u ontologías que se aceptan a priori y de las cuales se derivan consecuencias,
que pretenden derivarse de las normas vigentes, pero que nada dicen de su compatibilidad
constitucional.
De este modo, el punto de vista dogmático debería considerarse como hipótesis y, por lo
tanto, sujeto básicamente a la crítica (890). Por ende, resulta necesario que no se eluda el
control racional sobre las soluciones originales que se proponen en la reconstrucción del
sistema jurídico y dejar abierta la discusión franca y clara con los presupuestos valorativos
que subyacen a tales soluciones, pues la falta de explicitación de esos presupuestos
valorativos perjudica la discusión de hasta qué punto son subsumibles en un sistema
consistente en principios axiológicos fundamentales.
En definitiva, se propone rever los fundamentos de las instituciones jurídicas a fin de
proponer la readecuación de las normas vigentes a los nuevos requerimientos y
circunstancias reales y postular la sustitución de un criterio prevaleciente por otro que
exprese fundamentos reguladores acordes con el sustrato constitucional y con el sistema
de garantías que de aquel se desprenden; esto, en el entendimiento que una estrategia
jurídica acorde con estos postulados estaría encaminada a guiar a los jueces en su
búsqueda de soluciones que satisfagan ideales de justicia y principios axiológicos
considerados válidos dentro del marco de las normas positivas cuya obligatoriedad
reconocen(891).
Por eso, la sujeción a la ley y, ante todo, a la Constitución, convierte al juez en persona
encargada de garantizar los derechos fundamentales incluso frente al legislador, por medio
de la censura de invalidez de las actuaciones o de las leyes que sean contrarias a ellos. Su
papel no es ya, como en el antiguo paradigma positivista, el de la sujeción a la letra de la
ley cualquiera sea su significado, sino el de la sujeción a la ley solo en la medida en que

151
sea válida, esto es, coherente con la constitución. Y la validez no es ya un dogma vinculado
a la mera existencia formal de la ley, sino una cualidad contingente vinculada a la
coherencia entre sus significados y la Constitución. De aquí se desprende que la
interpretación judicial de la ley requiera siempre un juicio sobre la ley misma, en la que el
juez tiene el deber de escoger exclusivamente los significados que sean válidos, es decir,
compatibles con las normas constitucionales sustantivas y con los derechos fundamentales
que en ellas se reconocen(892).
De aquí que en la resolución de casos en los que se comprometen derechos fundamentales
se aplique la máxima de razonabilidad o proporcionalidad como técnica idónea para
garantizar el respeto integral de los derechos por parte de los poderes estatales. Esta
proscribe que toda regulación legislativa en materia de derechos fundamentales debe ser
razonable o proporcionada. A la hora de determinar concretamente el alcance de la
razonabilidad se sostiene que se encuentra integrada por tres subprincipios, a saber: de
adecuación, de necesidad y de razonabilidad en sentido estricto(893).
De tal forma, para que los derechos fundamentales no resulten vulnerados se requiere que
el examen de la proporcionalidad entre costos y beneficios no puede llevarse a cabo
satisfactoriamente sin contar con el contenido de los derechos en juego. Desde esta
perspectiva, una medida solo puede ser proporcionada si no afecta el contenido esencial del
derecho involucrado. Esta es la posición de la CS, para la que la máxima de razonabilidad
constituye el instrumento técnico de aplicación del art. 28 de la CN ("los principios,
garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser alterados por
las leyes que reglamentan su ejercicio"), que prescribe la inalterabilidad de los derechos
fundamentales. La CN ha delegado en el legislador, y no en los jueces, la determinación
precisa de todo límite a los derechos individuales. Se trata del principio de reserva legal
regulado por el derecho público(894).
De aquí que en el control de razonabilidad de las medidas restrictivas de los derechos
fundamentales, por estar involucradas garantías esenciales de la libertad humana, el
estándar debe ser más estricto, sin alcanzar el examen de la relación o adecuación entre el
fin de la norma y los medios elegidos para cumplirlo. Como mínimo, el análisis de
proporcionalidad es más adecuado, pues con él se evalúa si la restricción del derecho es o
no excesiva(895). Por eso, una cosa es la razonabilidad de la medida entendida como
contrapeso de costos y beneficios y otra la razonabilidad entendida como inalterabilidad. Lo
que cambia es el orden en que los juicios se llevan a cabo. Lo primero es comprobar que no
se ha afectado el contenido del derecho; a partir de ahí, se efectuará el balance de las
ventajas y cargas. Es decir que la razonabilidad de una norma presupone dos cosas: que
ella no altere el contenido del derecho fundamental involucrado y que restrinja las normas
fundamentales en un grado tolerable teniendo en cuenta la importancia del fin perseguido.
Surgen, entonces, dos modos de irrazonabilidad: la desproporcionalidad por alteración del
derecho fundamental y la que resulta injustificada, de acuerdo con el fin perseguido.
Así, la función judicial no se agota con el mero apego a la norma, sino que, por sobre ello,
la máxima garantía que puede conferir al sistema social radica en el suficiente control
constitucional de razonabilidad, obligación que emerge del art. 28 de la CN, según el cual
no sería constitucionalmente satisfactorio limitarnos a la verificación del principio de
legalidad, marginando la revisión del debido proceso sustantivo. Es el principio de
razonabilidad el que permite ingresar en los criterios de selección y ponderación de la
reglamentación con el propósito de comprobar el grado de racionalidad de las restricciones
de derecho y su justificación, no en términos genéricos, sino concretos, y con el objetivo de
armonizar el conflicto de derechos, intereses y garantías (896). En consecuencia, todas las
disposiciones deben respetar la sustancia de la disposición constitucional, por lo cual la
reglamentación de derechos o garantías carece de razonabilidad si ello no sucede.
Es conveniente sostener, entonces, que "la justicia es el resultado final de la voluntad y de
la acción de todo el pueblo y no una llama que Prometeos aislados hayan de ofrecer a sus
semejantes. Que cualquiera, desde luego, puede proponer conjuntos de criterios de
decisión, pero que esos conjuntos han de ser internamente coherentes y reconocer,
además, algún anclaje en la cultura del momento. Y, por encima de todo, que no basta
enunciar un criterio como si fuese evidente por sí mismo: todo aquel que propone un
criterio tiene a su cargo la responsabilidad de fundarlo, debatirlo y, si es del caso,

152
sostenerlo, modificarlo o abandonarlo"(897). De tal forma, la actividad judicial no se da
solamente en la producción de las decisiones, sino también en la justificación del resultado
obtenido(898).
Entonces, llegamos así al punto de partida desde el cual debe reconocerse que la persona
es el centro (y objeto de atención y de protección) de todo el sistema jurídico (formal y
material), puesto que las garantías están arbitradas para su exclusiva protección y se
enfrenta a un poder inmensamente superior al suyo, que lo somete a la mayor sanción que
lo priva de sus derechos esenciales, razón por la cual se merece una decisión debidamente
fundada sobre el alcance y la limitación de sus derechos.

153
XXIV. LÓGICA JURÍDICA
Habíamos sostenido que se erige como mandato constitucional la motivación de las
sentencias, que no solo debe estar sustentada en hechos debidamente comprobados en la
investigación, sino que, además, su corrección se obtiene por estar construida sobre un
razonamiento que se encuentra sustentado sobre principios lógicos (899), los cuales —
especialmente, el principio de no contradicción— tienen jerarquía constitucional. "No
importa que esta afirmación no se halle expresamente escrita. Tales principios condicionan
la validez de los pronunciamientos. Por eso, si no estuvieran positivizados, su aplicación
deviene de una regla implícita existente en todo sistema jurídico. Un modo de manifestarse
de derecho es la razón misma expresada en reglas" (900); al mismo tiempo, debe ser legal (901),
es decir, sustentado en prueba obtenida legítimamente e incorporada de manera adecuada
y oportuna al procedimiento.
Tales aspectos pueden reconducirse, en una síntesis extrema, a dos filones principales: el
que atañe a la particular estructura lógica que debe tener un determinado conjunto de
aserciones realizadas por el juez para que pueda cumplir el papel de motivar la sentencia y
el de la colocación funcional que, al interior de esa estructura, tiene el momento axiológico,
es decir, el papel jugado por los juicios de valor que el juez necesariamente cumple en el
camino que lo conduce a la decisión, y que deben ser expresados y, a su vez, justificados,
en el momento en el cual la decisión misma es justificada(902).
Es decir, las decisiones deben seguir un parámetro coherente, principalmente no
contradictorio, de modo tal que la premisa de la cual parte el juez se conserve incólume
durante toda su tramitación, se vea contenida en la norma de fondo que califica el suceso,
sea guiada por las reglas de procedimiento vigentes y, finalmente, valorada en sintonía con
los elementos colectados.
Pero hay que tener en cuenta que un razonamiento es correcto cuando sus premisas son
verdaderas; entonces, su conclusión es verdadera. En un sentido más restringido, se llama
razonamiento al proceso mental de realizar una inferencia de una conclusión a partir de un
conjunto de premisas. La conclusión puede no ser una consecuencia lógica de las premisas
y, aun así, dar lugar a un razonamiento, ya que un mal razonamiento aun es un
razonamiento.
El razonamiento, en tanto actividad mental, se corresponde con la actividad lingüística de
argumentar. En otras palabras, un argumento es la expresión lingüística de un
razonamiento.
El estudio de los argumentos corresponde a la lógica, de modo que a ella también le
corresponde indirectamente el estudio del razonamiento. La lógica es el estudio de los
métodos para distinguir el razonamiento correcto del incorrecto (o, lo que es lo mismo, en
qué consiste que un razonamiento sea correcto).
La lógica formal se ocupa de las reglas para razonar, sus propiedades, causas y
consecuencias.
La lógica no formal (o lógica informal, o dialéctica (903)) se ocupa, en cambio, de los
razonamientos que pretenden ser correctos, es decir que pretenden prevalecer, no en
función de su corrección o ajuste a la verdad, sino en función de su capacidad de
persuasión.
En este sentido, hay que considerar que el derecho regula conductas humanas y, por lo
tanto, el razonamiento jurídico no es un problema de lógica formal, puramente deductiva o
tradicional que opera con lo racional de tipo matemático, sino de la lógica material, referida
a la resolución de problemas humanos prácticos, es decir que se encuentra dentro de la
"lógica de lo razonable", por oposición a la "lógica de lo racional" (904).
Por ese motivo, el contenido de las normas jurídicas o la valoración de los elementos
probatorios no pueden examinarse bajo la lupa de lo racional, sino solo de lo razonable, lo
que impide predicar su verdad o falsedad.
Mientras que la lógica de lo racional es meramente explicativa, la lógica de lo razonable
intenta comprender sentidos y nexos entre significaciones, realiza operaciones de
valoración y establece finalidades y propósitos (905).
Entonces, no nos encontramos dentro del ámbito de la lógica formal, sino en la lógica de
los contenidos, lo que implica orientar el análisis hacia el fin, dado que se examina la

154
racionalidad de los medios y fines del derecho. Se vislumbra así una estrecha conexión
entre razón, verdad y justicia(906).
De tal forma, el control constitucional de razonabilidad opera como criterio sustancial de
control en la aplicación e interpretación del derecho. Para esto, en primer lugar, los jueces
que tienen esta potestad deben analizar la norma de modo que esta guarde una relación
razonable entre los medios y los fines legítimos o constitucionales. En segundo lugar, y
para que la norma sea constitucionalmente válida, corresponde que esta —y, con esto, la
finalidad o finalidades propuestas y los medios empleados para conseguirlas— esté de
acuerdo con el resto de las finalidades constitucionales y sus principios (para lograr
también la optimización de estos). En este sentido, un completo control constitucional de
razonabilidad debe incluir el examen acerca de la afectación a los derechos fundamentales
y su contenido esencial(907).
Es así como debe garantizarse que las normas y las resoluciones judiciales tengan
contenido de justicia, aplicando la razonabilidad y proporcionalidad en los casos sometidos
a consideración. No basta que sean dictadas con las formas procesales constitucionales y
legales para que sean válidas, sino que es necesario que se respeten ciertos juicios de valor
que hagan objetiva la justicia; porque de nada sirve que se respeten las debidas garantías
durante la sustanciación del procedimiento (ejemplo: que los jueces hayan actuado con
independencia e imparcialidad, que la decisión se haya emitido en un plazo razonable) si
esta no es objetiva y materialmente justa. En consecuencia, la dimensión sustantiva del
debido proceso exige que todos los actos a desarrollarse en el proceso (desde su acceso,
inicio, desarrollo y conclusión) observen reglas y contenidos de razonabilidad, para que, al
final, la decisión o resolución que se emita sobre el caso sea justa, no solo para los
justiciables, sino para el ordenamiento jurídico y la sociedad en su conjunto. Como se
observa, en el debido proceso sustantivo, lo importante no son las formas o las reglas
procesales que tener en cuenta para que el proceso no devenga en nulo, sino es el
contenido de la decisión del juzgador al resolver la controversia de los justiciables (908).
Además, para que una argumentación ser aceptable debe reunir algunos caracteres (909);
esto es, debe ser coherente (todos los argumentos que apoyan una premisa débil deben ser
compatibles entre sí y deben dirigirse al objetivo final que se tiene en cuenta: reforzar la
premisa o tesis defendida; no deben tampoco destruirse entre sí); no debe ser
contradictoria, debe ser lo más completa posible (debe tratar de abarcar todos los aspectos
del problema) y debe ser constringente (que la argumentación sea de tal naturaleza que no
deje otro camino a la razón, la que debe ser compelida hacia la tesis propuesta).
Es así como se ha afirmado: "El deber de motivar las resoluciones es una garantía
vinculada con la correcta administración de justicia, que protege el derecho de los
ciudadanos a ser juzgados por las razones que el derecho suministra, y otorga credibilidad
de las decisiones jurídicas en el marco de una sociedad democrática. Por ello, las
decisiones que adopten los órganos internos que puedan afectar derechos humanos deben
estar debidamente fundamentadas, pues de lo contrario serían decisiones arbitrarias. En
este sentido, la argumentación de un fallo y de ciertos actos administrativos deben permitir
conocer cuáles fueron los hechos, motivos y normas en que se basó la autoridad para
tomar su decisión, a fin de descartar cualquier indicio de arbitrariedad. Además debe
mostrar que han sido debidamente tomados en cuenta los alegatos de las partes y que el
conjunto de pruebas ha sido analizado. Por todo ello, el deber de motivación es una de las
'debidas garantías' incluidas en el artículo 8 para salvaguardar el derecho a un debido
proceso" (CIDH, caso "López Mendoza c. Venezuela", fondo, reparaciones y costas, sent. del
1/9/2011, serie C, nro. 233, párr. 141).
En tal misión, la justificación de una decisión consta de proposiciones y grupos de
proposiciones que tienden a presentarse en su interior siguiendo un orden lógico de
carácter justificativo, el que constituye el modelo en el que se estructura el discurso en su
conjunto y, con ello, la presencia de un conjunto ordenado de correlaciones lógicas entre
todas ellas, siguiendo el esquema lógico del discurso, que consiste en articulaciones y
concatenaciones que resultan principalmente de inferencias orientadas a una función
justificativa, la cual constituye, de por sí, un criterio general de determinación del
significado global del discurso, en el sentido de que representa una regla de elección entre
los eventuales significados posibles. En otras palabras, ello equivale a sostener que el

155
significado propio de la motivación no puede ser interpretado si no es tomando en cuenta
la estructura lógico-justificativa que le es propia y que, además, dicho significado está
determinado necesariamente por esa misma estructura(910).
Esto significa que su corrección debe ser comprobable desde el punto de vista jurídico y
que la decisión esté fundamentada en criterios racionales explícitos. En consecuencia, el
juez no puede partir de cualquier valoración personal que le merezca el hecho o el autor,
sino que los parámetros que utiliza deben elaborarse a partir del ordenamiento jurídico,
estructurando el complejo de circunstancias relevantes a partir de la interpretación
sistemática y teleológica(911).
Al respecto, se ha decidido: "Toda sentencia constituye una unidad lógico-jurídica, cuya
parte dispositiva debe ser la conclusión final y necesaria por derivación razonada del
examen de los presupuestos fácticos y normativos efectuados en su fundamentación. No es
sólo el imperio del tribunal ejercido concretamente en la parte dispositiva lo que da validez
y fija los alcances de la sentencia, ya que estos dos aspectos dependen también de las
motivaciones que sirven de base al pronunciamiento... Es requisito de validez de las
sentencias judiciales que ellas constituyan derivación razonada del derecho vigente
conforme a las circunstancias comprobadas de la causa" (Fallos 316:609).
Por lo tanto, es una exigencia fundamental que las razones sean claramente expuestas, en
el entendimiento que la fundamentación está constituida por el plexo de razonamientos en
los cuales el juez apoya su conclusión, que es una aplicación del derecho a las
circunstancias comprobadas en la causa y, en consecuencia, si falla el razonamiento, los
hechos no tienen su adecuada solución normativa y el derecho se aplicaría
artificiosamente. De esta forma, se advierte que una decisión jurisdiccional legítima debe
asentarse en elementos aptos para generar un convencimiento cierto y no meramente
probable sobre el hecho, por lo que en relación con la prueba de indicios —o se trabaja
sobre presunciones, como por ejemplo en las medidas de coerción—, advertimos que se les
debe dar un tratamiento cuidadoso a fin de no desvirtuar, por vía interpretativa, la
veracidad del suceso en juzgamiento.
Pero no pueden dejar de mencionase los postulados lógicos a los cuales debe someterse
todo pronunciamiento judicial, que pueden resumirse en los principios de razón suficiente,
identidad, tercero excluido y no contradicción.
El principio de razón suficiente importa admitir que los elementos fácticos que sustentan la
sentencia solo pueden dar fundamento a las conclusiones a las que se arriba y no a otras,
es decir que el pronunciamiento derive necesariamente de los elementos probatorios
invocados en su sustento. Por lo tanto, si aceptamos como verdadera una conclusión, es
menester que esta esté probada suficientemente con base en otros elementos reconocidos
como verdaderos, a fin de despejar la probabilidad de que las cosas hayan podido ser de
otra manera.
De esta forma, el juez no podrá fundamentar su convencimiento solo en una interpretación
probable y dejar de lado las otras posibilidades, sin comentario alguno (912), por lo que una
fundamentación razonable tendrá que ponderar la totalidad de los elementos probatorios
colectados, confrontarlos y concluir en una decisión que haya despejado otras hipótesis (913);
ello, con el fin de afirmar que de los elementos probatorios de que es parte solo puede
obtenerse la conclusión a la que se llegó y no a otra (914). Resulta así un imperativo
investigar y procurar la prueba de los hechos indiciarios que favorezcan al imputado con el
mismo celo e imparcialidad que se aplica a los elementos incriminadores, por lo que el juez
debe prestarles la misma atención a los indicios que a los contraindicios de cada hecho o
de cada hipótesis que se le presenta.
Por su parte, el principio de identidad consiste en que una idea no puede cambiar en el
momento en que se interpreta, por lo cual se sigue que determinada hipótesis o cierto
indicio no puede conducir a pensar algo diferente a lo que el hecho comprobado se está
refiriendo. Es que, como hemos visto, el juicio sobre los indicios implica una relación entre
dos ideas (una conocida y otra a la que se pretende conocer), de donde se advierte que el
consecuente debe poner de manifiesto cualidades inherentes al antecedente a fin de
guardar correlación entre un concepto y los caracteres que lo constituyen.
En cuanto al principio del tercero excluido refiere que, ante la existencia de dos juicios
contradictorios, si reconocemos que uno es verdadero, el otro necesariamente debe ser

156
falso y viceversa, por lo cual se excluye la posibilidad de un tercer juicio, de donde
colegimos que la prueba no puede ponderarse aisladamente y que su verdadero valor
radica en la interpretación y confrontación en forma global.
Por último, nos encontramos con el principio de no contradicción, en el que, de dos juicios
de los cuales uno afirma y otro niega la misma cosa, resultará imposible que ambos sean
verdaderos al mismo tiempo, por lo cual si uno de ellos es verdadero, el otro
necesariamente es falso y viceversa. Es aquí donde la prueba puede ser utilizada más
arbitrariamente, dado que es menester atender, para lograr certeza de lo ocurrido, a los
elementos que confluyan en una misma dirección interpretativa y que su valor convictivo
no se anule recíprocamente(915).
A partir de lo expuesto podemos afirmar que la logicidad de un pronunciamiento
jurisdiccional se circunscribe no solo a la simple coherencia exterior del iter seguido por el
juez, sino que se refiere también a la correspondencia (en cuanto al modo en que la
realidad es presentada) de la relación entre las pruebas citadas y el hecho que se quiere
demostrar, su correlato con otros elementos de juicio y con el sustrato fáctico del tipo penal
en juego (es decir, si es plausible para comprobar la figura legal que sustenta la
imputación).

157
XXV. VICIOS ARGUMENTALES
Se ha afirmado que el funcionamiento de nuestro cerebro en el proceso de adquisición de
creencias es, hoy en día, opaco a nosotros mismos: solo muy superficialmente podemos
explicar qué nos ha llevado a tener una creencia y, a veces, no somos capaces de hacerlo
en absoluto. En ese proceso intervienen nuestro background, nuestras experiencias vitales,
nuestros prejuicios y sesgos, nuestra ideología, etc., en un modo que no somos capaces de
reconstruir(916).
Por lo tanto, existen muchas distorsiones al momento de adoptar una decisión, lo cual se
ve trasladado al elaborar el razonamiento que le confiere apoyatura.
La cuestión es, ¿decidimos en función de nuestros sentimientos, prejuicios, influencias o lo
hacemos movidos por un razonamiento aséptico?
Entre tales problemas podemos enumerar a los sesgos (pensamientos direccionados en un
sentido diverso al lógico, pero influenciado por preconceptos), las presiones, los
prejuzgamientos, los errores valorativos en la apreciación de la prueba, el exceso en la
emotividad, los recursos a la autoridad o la utilización excesiva de precedentes. Ello
conlleva a la adscripción de un pensamiento sesgado que se encuentra fundado en los
intereses individuales de las partes, los cuales implican objetivos contrapuestos, disímiles
objetivos e intereses, los que no conducen a la búsqueda de la verdad, sino meramente a
justificar sus hipótesis, su postura individual y así ganar la contienda.
Pero debemos advertir que los razonamientos pueden ser válidos (correctos) o no
(incorrectos).
En general, se considera válido un razonamiento cuando sus premisas ofrecen soporte
suficiente a su conclusión y esta se deriva correctamente de las premisas de donde
partieron.
Puede discutirse el significado de "soporte suficiente", aunque cuando se trata de un
razonamiento no deductivo, el razonamiento es válido si la verdad de las premisas hace
probable la verdad de la conclusión.
En el caso del razonamiento deductivo, el razonamiento es válido cuando la verdad de las
premisas implica necesariamente la verdad de la conclusión. Ello nos permite ampliar
nuestros conocimientos sin tener que apelar a la experiencia. También sirve para justificar
o aportar razones en favor de lo que conocemos o creemos conocer.
Los razonamientos no válidos que, sin embargo, parecen serlo, se denominan falacias;
aparecen como un razonamiento aparentemente lógico que resulta independiente de la
verdad de las premisas. Es decir, se parte de una premisa errónea para arribar, luego de
una cadena de inferencias, a una solución que en apariencia es válida (pues conserva la
lógica de derivar de un punto de partida en apariencia legítimo), obteniendo en
consecuencia un resultado igualmente espurio como el lugar de donde se inició.
Sin embargo, ello no es una simple mentira. Una falacia es un argumento que parece
correcto, pero en realidad no lo es.
Surge en Grecia en la escuela de los sofistas que impartían cátedra sobre el discurso
público o político enfocado a la oratoria y retórica. La retórica que enseñaban se alejaba
completamente del rigor dialéctico, violando las reglas de la lógica y utilizando artimañas
para convencer al auditorio. Les interesaba causar emociones y conmover con su discurso
para ganar. De ahí que Aristóteles mencionaba que una falacia es como un metal que
parece ser precioso, pero que en realidad no lo es(917).
En sentido estricto, una falacia lógica es la aplicación incorrecta de un principio lógico
válido, o la aplicación de un principio inexistente. Un razonamiento que contiene una
falacia se denomina falaz (falso) y se considera erróneo.
Los distintos tipos de falacias son:
- Argumentum ad baculum: recurrir a la fuerza, a la amenaza, es decir, concluir algo sobre
la base de una amenaza. De la aplicación del miedo no se puede seguir la verdad de ningún
argumento.
- Argumentum ad hominem: ofensivo y defensivo (ad personam), cuando para apoyar o
refutar un razonamiento se alude directamente a quien lo sostiene o a quien lo niega, en
lugar de a aspectos del propio razonamiento. Es la falacia del insulto o la descalificación,
porque nos olvidamos del objeto a discutir y nos centramos en la persona, a la que

158
tratamos de ofender siendo groseros e insultantes. Entonces, se caracteriza por atacar a la
persona y no al argumento.
Por ejemplo, X e Y debaten sobre el aborto. X argumenta que "no deben permitirse los
abortos porque debe protegerse siempre la vida desde la concepción". Y contraargumenta:
"Tú estás en contra del aborto porque eres una persona extremadamente religiosa y
conservadora". ¿El argumento de Y es un buen argumento? No, porque no combatió el
argumento de X, solo se enfocó en atacar su persona calificándola como "extremadamente
religiosa y conservadora". El argumento de Y suena convincente y persuasivo, más aún si
es verdad que X es una persona extremadamente religiosa y conservadora, pero no porque
X lo sea, el argumento es correcto. Al contrario, es un argumento falaz, parece que es
correcto, pero en realidad no lo es, por atacar a la persona de X y no a su argumento.
- Argumento circunstancial (tu quoque, "tú también"): consiste en desacreditar a quien trate
de refutar un razonamiento acusándolo de hacer o defender lo que condena (o de no hacer
lo que profesa). Consiste en argumentar que alguna acción, pensamiento o crítica que se
hace a nuestra persona es aceptable porque nuestra contraparte también la cometió, o
viceversa. Es una vertiente de la falacia ad hominem porque se realiza un ataque a la
persona, pero con la particularidad de que intenta justificar una acción porque su
contraparte también la comete.
- Argumentum ad ignorantiam y argumentum ex silentio: cuando no hay pruebas para
refutar lo que se argumenta, se concluye que es cierto. Es decir, la verdad de un
argumento se basa en la imposibilidad circunstancial de refutarlo.
- Argumentum ad populum: cuando se intenta probar mediante el peso de la opinión
general cosas que no son opinables. También denominada "apelar a la emoción". Consiste
en usar emociones en lugar de razones. Se utilizan aspectos que involucran sentimientos
basados en cuestiones patrióticas, religiosas, políticas, económicas, de seguridad, entre
otras, las cuales provocan reacciones (emocionales) al auditorio.
En política, es más sencillo causar emociones que ofrecer argumentos sólidos. El
incremento de los delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa o el aumento de las
penas es un excelente recurso para muchos políticos. El debido proceso es un derecho
humano reconocido a todas las personas, que debe respetarse en cualquier juicio,
independientemente de la gravedad del delito. Pero los políticos aprovechan el
desconocimiento de la ciudadanía respecto de este derecho para "argumentar" que la
solución contra la delincuencia y el refuerzo de la seguridad pública consiste en aumentar
las penas y que la prisión preventiva oficiosa sea la regla por excelencia.
- Argumentum ad verecundiam: recurrir a alguien destacado, una autoridad en una
materia, para defender un argumento relacionado con otra cosa.
- Falsa causa: pretende asentar la verdad de un razonamiento simplemente porque las
premisas preceden en el tiempo a la conclusión, olvidando si existe una relación causal.
- Falacia del accidente: consiste en tomar una propiedad accidental como esencial, lo que
conduce a errores al generalizar y al definir.
- Falacia del antecedente: consiste en un argumento condicional, en negar el antecedente
de la condición para obtener así una conclusión que no se sigue de las premisas.
- Falacia ad consequentiam: pretende afirmar o refutar un argumento apelando a
consecuencias irrelevantes para lo que se intenta demostrar. Es decir, un razonamiento es
falso porque sus consecuencias no interesan o son desagradables o, bien, es verdadero
porque sus consecuencias son convenientes.
- Falacia de falso dilema: un dilema es el razonamiento que, al presentar dos caminos para
llegar a su conclusión, esta siempre es la misma. Se produce una falacia de falso dilema
cuando se emplean términos en disyuntiva que no son ciertos, exhaustivos o excluyentes,
tal como se ha explicado en la falacia por falsa disyunción.
- Falacia del jugador: consiste en afirmar que si se produce un suceso aleatorio, sus
probabilidades de aparecer de nuevo cambian significativamente.
- Falacias del equívoco: existe en el uso de frases ambiguas. Un ejemplo claro es el que
relata Heródoto en su Historia, cuando Creso, el rey de Lidia, consultó al oráculo de Delfos
qué sucedería si atacara al Imperio persa; el oráculo respondió que si así lo hacía
destruiría un gran imperio. Creso atacó y salió derrotado, destruyendo así un gran imperio:
el suyo.

159
- Falacias del énfasis: falacia que consiste en resaltar algún elemento de un argumento
para dar a entender algo que no se deduce explícitamente de él. Por ejemplo, si en el
argumento "no debemos hablar mal de los amigos" enfatizamos "de los amigos", parece dar
a entender que podamos hablar mal de los que no lo son, cosa sobre la que el argumento
nada dice.
- Falacias de la composición: concluir que un conjunto tiene ciertas propiedades porque sus
partes las tienen. Por ejemplo, un equipo de fútbol es muy bueno si todos sus jugadores lo
son.
- Falacias de la división: concluir que algo tiene ciertas propiedades porque el conjunto al
que pertenece las posee. Por ejemplo, si un equipo de fútbol juega muy bien es que todos
sus jugadores son muy buenos.
- Falacias de petitio principii (falacia circular): consiste en una argumentación, en dar por
sentado aquello que se pretende concluir. Por ejemplo, Sócrates fue maestro de Platón
porque este fue su discípulo.
- Falacias de la pregunta compleja: cuando se formula una pregunta que contiene en sí
misma varias cuestiones, pero se pretende que la respuesta sea breve para así poder
obtener una conclusión falaz. Se busca un sí o un no, verdadero o falso o una respuesta
breve en cualquier caso. Por ejemplo, ¿ha dejado de pegar a su mujer? O ¿se manchó de
sangre al matar a la víctima?

160
XXVI. LA DOCTRINA DE LA ARBITRARIEDAD
Podemos destacar que el más grave defecto de la motivación lo constituye una resolución
arbitraria o incluso afirmar que, en realidad, no importa una justificación legítima de la
decisión que se adopta, dado que la arbitrariedad significa una apariencia de resolución,
puesto que no le otorga fundamento alguno, importando un mero acto de fuerza sin
apoyatura convictita que la legitime(918).
Dentro de este concepto se incluyen las resoluciones que ofrecen argumentos aparentes,
que se amparan en afirmaciones dogmáticas, sin sustento en las constancias de la causa o
sin apoyatura en el derecho vigente o en la doctrina aplicable al caso. Ello reconoce como
fundamento a las frecuentes ocasiones en que nos encontramos con resoluciones judiciales
que, tras un relato pormenorizado de los hechos, la enumeración de elementos probatorios
y el esbozo de la fría letra de la ley, e incluyendo la cita de doctrina y de jurisprudencia
semejante al supuesto de hecho que debe ser aplicada, provoca imputaciones de diversa
índole que realmente no se detienen a analizar la real subsunción del suceso en la norma
aplicable, ni la valoración razonada de los elementos de prueba o ni siquiera de aquellos
que resultan desincriminatorios, dejando tal situación la sensación de que el derecho es
aplicado al caso en concreto, pero denotando que efectivamente ello no ha ocurrido.
Así, se ha considerado que "la tacha de arbitrariedad se reserva para aquellos
pronunciamientos en los que deficiencias lógicas del razonamiento o una total ausencia de
fundamento normativo, impiden considerarlos como la 'sentencia fundada en ley' a la que
hacen referencia los arts. 17 y 18 de la Constitución Nacional" (Fallos 314:1336).
En este mismo entendimiento, se las incluye como aquellas que se dictan sin considerar
constancias o pruebas disponibles que asuman la condición de decisivas o conducentes
para la adecuada solución del caso (Fallos 268:48; 268:393; 259:790; 306:1095), y cuya
valoración puede ser significativa para alterar el resultado del pleito (Fallos 284:115;
306:441; 308:1882).
Por lo tanto, esta doctrina importa la consagración de una de las más valiosas garantías
judiciales contra los abusos de la decisiones que pretenden escudarse bajo visos de
legalidad por la mera investidura de quien las dicta, dado que "de existir arbitrariedad no
habría sentencia propiamente dicha" (Fallos 228:473, 312:1034, 317:1455), así como que
mediante esta "se tiende a resguardar la garantía de la defensa en juicio y el debido
proceso, exigiendo que las sentencias de los jueces sean fundadas y constituyan una
derivación razonada del derecho vigente con aplicación a las circunstancias comprobadas
de la causa" (Fallos 312:1467 y 317:643).
Es tan importante esta doctrina que incluso nuestra Corte se ha pronunciado en reiteradas
oportunidades en contra de las fórmulas genéricas o abstractas que restringen la libertad
individual: "Corresponde dejar sin efecto la sentencia que desechó mediante una
fundamentación sólo aparente la concesión del beneficio de excarcelación, ya que omitió
referir cuáles eran las circunstancias concretas de la causa que le permitían considerar
bajo una luz desfavorable 'la personalidad del procesado' y tampoco expresó concretamente
qué elementos podrían fundar que 'la presunta pena a recaer' sería de cumplimiento
efectivo" (Fallos 312:1904). Asimismo, se ha resuelto que "...la sola referencia a la pena
establecida por el delito por el que ha sido acusado y la condena que registra, sin que se
precise cuáles son las circunstancias concretas de la causa que permitieran presumir,
fundadamente, que el mismo intentará burlar la acción de la justicia, no constituye
fundamento válido de una decisión de los jueces que sólo trasunta la voluntad de denegar
el beneficio solicitado" (CS, 3/10/1999, "Estévez, José Luis s/solicitud de excarcelación",
causa 33.769).
En ese sentido, también se han considerado que "constituye una circunstancia que
descalifica la resolución aquí atacada como acto jurisdiccional válido, desde que se ha
omitido el tratamiento de un extremo conducente para la solución del planteo" (confr.
Fallos 308:1589; 311:1299 y 2571, 312:1054, 1310 y 1436, 313:425 y 1427) e, incluso,
"que frente a las pruebas, indicios y presunciones colectadas a lo largo del sumario, la
conclusión adoptada por el tribunal oral fue posible merced a una consideración
fragmentaria y aislada de tales elementos, incurriéndose en omisiones y falencias respecto
a la verificación de hechos conducentes para la decisión del litigio, lo que impidió una

161
visión de conjunto de la prueba recurrida, que descalifica el fallo como acto judicial válido"
(Fallos 311:948).
No obstante, se ha señalado que la arbitrariedad de sentencia como cuestión constitucional
es estricta, pues atiende a cubrir supuestos excepcionales (Fallos 312:246, 389, 608, entre
otros) o de extrema gravedad, en los que se evidencie que las resoluciones recurridas
prescindan inequívocamente de la solución prevista en la ley, o adolezcan de una
manifiesta falta de fundamentación (Fallos 310:1707), y no tiene por objeto corregir fallos
equivocados o que se reputen tales, sino que solo propende a atender los desaciertos de
gravedad extrema cuando, a causa de ellos, tales pronunciamientos resulten
descalificables en tanto actos jurisdiccionales (Fallos 286:212, 294:376, 301:1218;
302:588, sus citas y otros); en definitiva, "la doctrina de la arbitrariedad no tiene por objeto
convertir a la Corte en un tribunal de tercera instancia ordinaria, ni corregir fallos
equivocados (...), sino que atiende a cubrir casos de carácter excepcional en los que,
deficiencias lógicas del razonamiento o una total ausencia de fundamento normativo,
impidan considerar el pronunciamiento de los jueces ordinarios como la 'sentencia fundada
en ley' a que hacen referencia los arts. 17 y 18 de la Constitución Nacional" (Fallos
312:246, 389, 608, entre otros).

162
XXVII. EL DERECHO A RECURRIR EL FALLO CONDENATORIO
Finalmente, debemos destacar el derecho a que toda decisión sea efectivamente revisada
por una instancia ulterior, a efectos de comprobar su corrección y tener la potestad de
ejercer efectivamente el derecho de defensa en juicio, pudiéndole efectuar cuestionamientos
y oponerle así una crítica efectiva, que la convalide como acto jurisdiccional válido.
Entonces, es preciso considerar que el derecho en tratamiento encuentra expresa recepción
en el art. 8.2, h), de la CADH (Pacto de San José de Costa Rica): "Durante el proceso, toda
persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas: ...h) derecho
de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior...", así como también en el art. 14. 5 del
PIDCP: "Toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo
condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior,
conforme a lo prescripto por ley".
Sin embargo, no basta con la expedición de diversos pactos suscriptos internacionalmente
para poder ampliar las bases constitucionales que hacen a nuestro debido proceso penal,
si no están acompañados de una aplicación práctica de sus preceptos en los hechos o en la
realidad, razón por la cual el recurso se encamina a provocar una decisión jurisdiccional
que haga realidad los valores que se han querido incorporar a nuestra CN. Por esta razón,
a partir del caso "Giroldi" (Fallos 318:514), nuestra Corte ha establecido que la tolerancia
del Estado a circunstancias o condiciones que impidan a los individuos acceder a los
recursos internos adecuados para proteger sus derechos constituye una violación al art.
1.1 de la CADH.
Cabe destacar que el derecho a recurrir ante un órgano judicial en procura de una solución
justa a su posición es reconocido a "...todo aquel a quien la ley reconoce personería para
actuar en juicio en defensa de sus derechos está amparado por la garantía del debido
proceso legal consagrada por el art. 18 de la Constitución Nacional, que asegura a todos los
litigantes por igual el derecho a obtener una sentencia fundada previo juicio llevado en
legal forma (Fallos 268:266, consid. 2°). Ello en el marco del derecho a la jurisdicción
consagrado implícitamente en el art. 18 de la Carta Magna y cuyo alcance, como la
posibilidad de ocurrir ante algún órgano jurisdiccional en procura de justicia y obtener de
él sentencia útil relativa a los derechos de los litigantes (Fallos 199:617, 305:2150, entre
otros), es coincidente con el que reconocen los arts. 8°, párr. primero, de la Convención
Americana sobre los Derechos Humanos y 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos. Que es misión de los jueces contribuir al eficaz y justo desempeño de los
poderes atribuidos al Estado para el cumplimiento de sus fines del modo más beneficioso
para la comunidad y los individuos que la forman (confr. Doctrina de Fallos 315:1922)"
(CS, 13/8/1998, "S. F. A. s/recurso de casación").
A tal fin, rever la decisión final de un proceso se presenta como la posibilidad de que lo
decidido sea sometido a una doble seguridad, como límite al ejercicio del poder estatal en el
caso concreto y como garantía de racionalidad y eficacia en la adopción de decisiones
jurisdiccionales, lo que solo parece tener en mira que no haya injusticia en contra del
condenado(919).
En este sentido, vale recordar que "decía el viejo precepto que la apelación era una forma
de sustituir el alzarse por sublevarse por el alzarse por apelar. La apelación es un impulso
instintivo, dominado por el derecho; una potestad volcada en moldes jurídicos; un 'pega
pero escucha', de quien se siente poseído de razón y privado de asistencia. En su mismo
nombre castizo, 'alzada', la apelación es una forma de clamor y de rebeldía; es grito de los
que creyéndose agraviados, acuden a mayor juez. Por supuesto que esta manera de mirar
las cosas no omite el hecho de que hay apelaciones infundadas y hasta maliciosas; pero a
ese mal atiende el derecho con otros medios. Lo sustancial es dar al justiciable, mientras la
justicia sea hecha por otros hombres, la seguridad de que al proclamarse su sinrazón, ha
sido luego de habérsele escuchado su protesta... la historia de la apelación se halla, así,
ligada a la historia de la libertad"(920).
A modo de ejemplo, es menester referir que ya Pisanelli explicaba ante la Cámara de
Diputados de Italia que la casación era instituida para "impedir al juez subrogar la ley al
propio arbitrio" y para "mantener la uniformidad de la jurisprudencia", y Mancini, en la
misma ocasión, sostenía que la casación debe "constituirse en escudo y defensa constante
de la ley contra el poder del juez" y, al mismo tiempo, "proveer a la uniformidad de la

163
jurisprudencia"(921). Establecida la instancia única en el ordenamiento procesal moderno, el
legislador ha querido que la sentencia sea un instrumento eficaz, lo más próximo posible a
la idea de justicia, para la reintegración del orden jurídico, en cuanto asegura la igualdad
de trato para los sometidos a juzgamiento y, a la vez, que sea el resultado del estricto
cumplimiento de los preceptos rituales fundamentales. Asimismo, el fundamento de este
instituto resulta de preservar la observancia de las garantías de la libertad individual y, en
particular, del juicio previo en el cual se asegure la defensa, haciendo efectiva a la
verdadera y amplia interpretación de la regla: juicio no solo previo, sino también legal (922).
En esta dirección, podemos asegurar que el derecho a recurrir el fallo de condena debe
necesariamente incluir la discusión de los medios de conocimiento que le dieron sustento,
de la forma más amplia posible, teniendo como único límite las circunstancias producto de
la inmediación que, por esencia, no pueden ser nuevamente controladas debido a la
intangibilidad de los hechos ventilados en la audiencia de debate, lo cual ocasiona la
imposibilidad de su recreación(923).
De este modo, la acabada revisión de los hechos sometidos a juzgamiento implica arribar a
la verdad jurídica objetiva, que es misión y guía del ordenamiento procesal penal, al mismo
tiempo que ello permite la correcta aplicación de la ley sustantiva en el caso concreto. Al
respecto, bien cabe preguntarnos: ¿de qué sirve la vinculación a la ley si el juez puede
escoger "libremente" los hechos a los que luego, eso sí, aplica la ley con estricto
cumplimiento de las reglas? Esta "vinculación del juez a los hechos" (924) debe, en
consecuencia, ser cuidadosamente verificada a fin de que los pronunciamientos carentes
de sustento fáctico no se vean, por la vía de su intangibilidad, legitimados. Debemos tener
en cuenta, entonces, que en nuestro sistema de valoración de la prueba —según la sana
crítica racional— el razonamiento se caracteriza porque el juez es quien fija las máximas de
la experiencia según las cuales le otorga o no credibilidad a un determinado medio de
prueba, de lo cual se advierte que la libertad en la valoración no puede importar ausencia
de criterios de control(925).
Entonces, la revisión de la decisión judicial impone que sea efectuada en su integridad
para poder garantizar un pronunciamiento legítimo (926), razón por la cual se ha sostenido
que "el recurso de casación es una institución jurídica que permite la revisión legal por un
tribunal superior del fallo y de todos los autos procesales importantes, incluso de la
legalidad de la producción de la prueba y constituye, en principio, un instrumento efectivo
para poner en práctica el derecho reconocido por el artículo 8.2 de la Convención. Para
ello, no debe ser regulado, interpretado o aplicado con rigor formalista sino que permita
con relativa sencillez al tribunal de casación examinar la validez de la sentencia recurrida
en general, así como el respeto debido a los derechos fundamentales del imputado, en
especial los de defensa y al debido proceso" (Comisión IDH, informe anual 1992/93, res.
24/92, Costa Rica).
Además, hay que tener en cuenta que la posibilidad de impugnar las resoluciones
jurisdiccionales constituye una derivación esencial del derecho de defensa en juicio, dado
que implica someter al control de legalidad a diversa cantidad de actos desarrollados por la
totalidad de las autoridades públicas (fuerzas de seguridad, jueces, fiscales, peritos,
intérpretes, defensores oficiales, todos de diversas instancias) que pueden llegar a
intervenir dentro de un proceso penal, así como también se puede valorar la posible
afectación o menoscabo de derechos en el desarrollo de la pesquisa. Entonces, ello
encuentra específicamente sustento en las facultades de intervención acordadas al
imputado y a su defensor, puesto que la garantía de hacerse oír en el juicio se refiere a
todas las etapas del proceso y es el eje en el cual gira la efectividad de la defensa.
De tal modo, para poder garantizar un concreto ejercicio de la defensa en el proceso penal
deben removerse las deficiencias formales en la interposición de los recursos a fin de
otorgarle efectividad a las vías recursivas y que tales falencias no redunden en perjuicio de
los procesados. En tal sentido, se ha dicho: "Que, en tales circunstancias —y habida
cuenta los valores en juego— el a quo debió haber hecho abstracción del 'nomen juris' que
dio el interesado a la presentación formalizada para promover su intervención y atender a
la sustancia real del planteo, a su trascendencia y procedibilidad" (CS, 4/10/1997, "Ruiz,
Pedro A."). Por lo tanto, el examen de los requisitos que debe reunir la impugnación no
debe ser efectuado con inusitado rigor formal que frustre una vía apta para el

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reconocimiento de los derechos, con menoscabo de la garantía constitucional de la defensa
en juicio (Fallos 312:1186, 313:215), dado que "los actos procesales pueden, por cierto,
quedar legítimamente sujetos al cumplimiento de ciertos requisitos, tal la observancia de
un plazo para la interposición de los recursos. Sin embargo, esas condiciones no pueden
estar atadas a fórmulas de tal rigor que conviertan en apenas un buen consejo al derecho
constitucional a ser oído con las formas previstas por la ley" (Fallos 297:134). En
consecuencia, y en tanto existan los recursos, el instrumento que los reglamenta no puede
ser ajeno a las garantías del proceso penal y, en especial, al derecho a acceder a los
tribunales de alzada legalmente existentes y al derecho a la defensa en juicio (927).
Además, es menester asegurar la jerarquía institucional de la CS, manteniendo su
competencia extraordinaria dentro de los límites reglados por el art. 14 de la ley 48, es
decir, para los casos en que se halle involucrada alguna cuestión de naturaleza federal o
cuando el agravio se funde en arbitrariedad de sentencia, con la finalidad de preservar el
singular carácter de su actuación, reservada para después de agotada toda instancia apta
para solucionar otros planteos, donde "tampoco puede olvidarse que la existencia de
órganos judiciales 'intermedios' contribuye a la creación de las condiciones imprescindibles
para que el Tribunal satisfaga al alto ministerio que le ha sido confiado, sea porque ante
ellos puedan encontrar las partes la reparación de los perjuicios irrogados en instancias
anteriores, sin necesidad de recurrir a la Corte Suprema, sea porque el objeto a revisar por
ésta ya sería un producto seguramente más elaborado" (Fallos 308:490).
En definitiva, debe concederse al imputado un recurso accesible, desprovisto de rigorismos
formales absolutos que provoquen su rechazo in limine, sin posibilidad alguna de
corrección y auxilio del tribunal que lo juzga para ello. El recurso de casación es idóneo
como remedio, con una ampliación significativa de su objeto, consistente en la
incorporación de todos los motivos que autorizan la revisión, la posibilidad de incorporar
hechos nuevos o elementos de prueba nuevos, conocidos después de la audiencia del
debate e, incluso, demostrar la falsa percepción sustancial por parte del tribunal de
aquellos valorados por la sentencia, que tornen írrito el fallo (928).
Por lo tanto, podemos aseverar que todo procedimiento debe encontrarse en sintonía con
los preceptos constitucionales que resguardan al individuo frente al poder sancionador y
que diagraman un marco determinado de garantías mínimas que deben ser respetadas sin
condicionamientos.
En tal dirección, hay que atender a que la sentencia es la síntesis del juicio y que debe
provenir del producto de una decisión meditada, valorada y que tales parámetros deben ser
efectivamente exteriorizados, a la vez que deben ser razonables y coherentes, proviniendo
del adecuado conocimiento del derecho y de la recta ponderación de los hechos.
De tal modo, se erige como principio básico la necesidad de que las decisiones se
encuentren debidamente fundamentadas, exponiendo en forma clara los motivos que
conllevan a su adopción, a la vez que resulta necesaria la revisión amplia de una sentencia
de condena, que no solo incluya el derecho aplicable, sino la valoración de los hechos,
máxime cuando: "Nadie podrá ser sometido a detención o prisión arbitrarias" (art. 9.1,
PIDCP; art. 7.3 CADH), de manera de hacer posible la aspiración de afianzar la justicia,
principio básico que nuestra Constitución establece desde su mismo preámbulo.

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