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La problemática tratada en la lectura de clase, hace referencia a las vicisitudes de la ética en un

contexto global pero también a nivel doméstico, en Colombia. Desde las transformaciones
estructurales, pasando por las demandas propias de la democracia participativa, hasta los factores
de crisis identitarios y culturales como nación dentro del contexto sociopolítico, enfatizando en
aspectos centrales como el laicismo, el secularismo, la espectacularización de la política y la
crisis de los principios civilizatorios católicos. (Martínez Ubárnez, 2006)

Dicho esto, el problema de investigación elegido hará hincapié en aspectos generales que afectan
el sistema de valores en Colombia, pero desde una perspectiva internacional y/o globalista,
advirtiendo las agendas dinámicas tanto económicas como políticas, transversales a la vida ética
de las poblaciones alrededor del planeta. En este contexto, el escrito pretende traer a colación
aspectos históricos trascendentales para entender de manera óptima la casuística que rige los
destinos de la ética en la sociedad colombiana.

A este propósito, los conceptos fundamentales para el desarrollo de la problemática planteada


tienen como punto de partida la discusión surgida a partir de la Revolución Francesa (1789-
1799) y la filosofía conductual en la dicotomía entre los revolucionarios liberales (izquierda) y
los defensores de la monarquía (derecha). Más adelante, se ahonda en la discusión entre la
tradición y lo modernidad, y, por último, el contexto colombiano contemporáneo y la crisis en su
sistema de valores.

En este orden de ideas, en el ámbito histórico es imperativo decir que, si la Revolución Industrial
en Inglaterra marcó un hito en los modos, medios y relaciones de producción modernos, sin lugar
a dudas, la Revolución Francesa haría los mismo desde los aspectos macro de lo social, lo
político y lo cultural. Esto es, una transformación general de la cosmovisión de las personas en el
sentido que le daban a la totalidad de su vida, cuya herencia persiste hasta el presente.

Inicialmente, la eliminación de la figura representativa de Dios en la tierra, el rey, orquestada por


el triunfo de la nobleza relevante sobre la endeudada monarquía, reconfiguró en un principio la
sociedad jerarquizada vertical por una simbiosis lineal entre las clases, alimentando el ideario de
que el hombre era y es el único dueño de su destino, capaz de dominar a la naturaleza misma de
la que es parte pero que pretende ignorar. Esto decantó, desde sus anales, en el aliciente para la
secularización de los países que adoptaban la separación entre lo eclesial y lo estatal, a la usanza
de los estamentos de la Quinta República Francesa (Yuguero, 2006).

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Pero, vamos por partes, en primera instancia, damos por sentado que la clase dominante
establece las directrices para el comportamiento social, es decir, determina el sistema de
principios y valores, por lo tanto, también encamina el modus operandi de la ética reguladora que
los reúne y juzga en función de las obras de los pobladores sobre los que se aplica su ejercicio.
En aras del acontecer histórico coyuntural que tratamos, la nobleza y futura burguesía impuso
una nueva forma de concepción del hombre y el mundo sobre el que se desenvuelve de manera
intrínseca y extrínseca. Por ejemplo, las relaciones de poder entre lo espiritual y lo terrenal. La
primera, como empresa llevada a cabo por la Iglesia Católica, la segunda en cambio,
aparentemente en manos de los nacientes estados modernos (Guénon, 1930).

En comunión, si bien los DDHH hacen parte del famoso lema francés “Égalité, fraternité et
liberté”, plasmado en la Revolución Francesa, lo cierto es que la ética que buscó su
cumplimiento se vio opacada por la praxis de éstos a lo largo de los siglos consecuentes. De
igual forma, uno de los principios universales no declarados, resaltó el triunfo del aspecto
material sobre las cuestiones de naturaleza metafísica, una relación entre lo industrial, lo
económico y lo político. Esta afirmación se fundamenta en las sociedades de consumo y los
modelos de desarrollo en los países, en donde no hay espacio para la ética y la moral ortodoxa de
los individuos, salvo aquella estipulada por el sistema imperante.

No obstante, en términos politológicos de mayor envergadura, los conceptos de izquierda y


derecha también yacen a partir de este momento histórico. En ejemplificación de ello, podemos
catalogar de “izquierdas” movimientos posmodernos políticos y sociales como el progresismo,
los feminismos de tercera y cuarta ola, colectivos LGBTIQ+; de filosofías aplicadas como el
hedonismo y el nihilismo. Por supuesto, todo esto establece comportamientos que determinan el
comportamiento ético de las personas beligerantes de ellos.

De otro lado, la categoría de “derechas” reúne movimientos políticos y económicos como: el


fascismo, el neoliberalismo, el nacionalismo corporativo, el liberalismo clásico, entre otros;
también, de organizaciones como: las sociedades religiosas, las colectividades provida, entre
otras. En suma, los principios y valores universalizados en el triunfo de la Burguesía sobre la
monarquía francesa, determinaron el comportamiento deontológico de las personas en occidente
hasta la actualidad.

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Ahora bien, una herencia discursiva de esto es la dicotomía presente entre lo tradicional y lo
moderno, entendiendo ambas categorías como un producto directo del acontecimiento histórico
planteado. La tradición defiende, como es posible deducir, la idiosincrasia de un determinado
pueblo, la perpetuación de su lengua y de sus costumbres, al igual que la vehemencia de sus
principios y valores, heredados de generación a generación a lo largo de su existencia. En este
contexto, la ética plantea un comportamiento colectivo específico según los aspectos socialmente
aceptados dentro de su comunidad (Schmitt, 2000).

Entre tanto, la modernidad expresa siempre una necesidad de cambio, de progreso y, por lo tanto,
de transformación, cuyas directrices estarán determinadas por sus dinámicas sociales, políticas,
económicas, religiosas y culturales. Este sistema se ve reflejado en las demandas globalistas
actuales, específicamente en las discusiones sobre desarrollo en los países periféricos, la
influencia de organismos como las ONG’s y de gobiernos transnacionales como la ONU
(Guénon, La Crisis del Mundo Moderno, 2000).

Así y todo, el contexto colombiano contemporáneo, se encuentra subyugado por las agendas
internacionales, los grupos financieros privados y el gobierno mundial. Para aterrizar más este
desencadenamiento, valga la pena aclarar cuál fue la concatenación de las organizaciones
políticas, sociales y jurídicas macro estructuradas a lo largo de la historia. Inicialmente, el Estado
representó en mayor medida un solucionador en la creación y distribución de los bienes y
servicios en un país, en pro del bienestar social de sus ciudadanos. Más adelante, con el triunfo
de las técnicas neoliberales para el crecimiento de sus economías domésticas, éste pierde su
estatus ante el mercado, mayoritariamente en naciones industrializadas, siendo relegado a un
segundo plano en la escala jerárquica conocida.

Pero, ¿por qué se plantean estas situaciones aparentemente alejadas de la temática ética que se
propende? La respuesta es contundente: los estados y también los mercados, condicionan el
comportamiento general de las personas de un determinado lugar y contexto, por lo cual, se
presenta un grado discriminatorio entre lo aceptado y lo que no debe tener cabida dentro del
status quo de sus sociedades. Dentro de esta lógica, podemos delimitar las funciones entre el
Estado y el Mercado según la satisfacción de las necesidades de las poblaciones.

Mientras que el primero, tenía como fundamento la salvedad de demandas imperiosas como
alimentación, educación, servicios públicos y salud, el segundo se encargó de crear y explotar los

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deseos individualistas de las personas modernas, por ejemplo, aquellos en materia de tecnología
y entretenimiento. Bajo estos parámetros, resulta complejo dilucidar algún tipo de sistema ético
ajeno a la sociedad de consumo y la satisfacción hedonista de deseos que se antojan incluso
absurdos, en cuyas huestes no parece haber espacio para los principios y valores, calificados de
manera despectiva como ‘retrógrados’.

Una vez clarificado esto, y retomando el ámbito nacional, dejando de lado las ventajas
comparativas enunciadas en el documento consultado, Colombia deberá trabajar demasiado antes
de llegar a ser un paradigma de las ventajas competitivas desde su capital humano. Su crisis
generalizada de valores se debe en gran parte a la compleja heterogeneidad de sus habitantes,
amén de sus intereses contrapuestos.

Un punto de inflexión, se debe significativamente al resquebrajamiento de puentes comunes de


interacción como los principios civilizatorios llevados a cabo por instituciones comportamentales
y universalizadas como la Iglesia Católica, ya que, el desprecio hacia todo lo ajeno a lo
demandado por el laicismo y el secularismo, propios de la escuela liberal del pensamiento y
plasmado en constituciones medianamente progresistas como la nuestra, se convierte en el
común denominador de los días presentes. Sin embargo, no es la única causal para la hecatombe
del sistema de valores colombiano (Vásquez Carrizosa, 1986).

Desde luego, otros focos de crisis de igual preponderancia, ligados a la problemática tratada, se
deben a la omisión de asumir responsabilidades tanto individuales como colectivas. Lo anterior,
gracias a factores como la infantilización de las personas y la rumoreada obsolescencia
programada a partir de la evolución vertiginosa de la tecnología. Empero, en el ámbito cultural,
la batalla parece estar perdida, pues el globalismo ha tergiversado el diseño original de cada
cultura, arrojando como resultado la pérdida de la identidad nacional, el carácter efímero de
modas que van y vienen, y, cómo no, la inconsciencia en establecer límites por cuenta propia,
más allá de los publicados en la bitácora de la ley (Serge, 2011).

De ésta y otras formas es cómo lo ético se encuentra sujeto a estructuras estructurantes de mayor
peso como la política, la economía o la cultura y su ejercicio sistémico en torno a uno o varios
propósitos concebidos a priori, es decir, planificados. En conclusión, no es factible bajo las
lógicas del mundo moderno, hallar conceptos aplicados de ética como los planteados por
pensadores de la Grecia clásica, como Aristóteles, en donde la ética planteaba una concepción

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optimista e ilusionante en pro de la mejoría y de la felicidad como camino, o del carácter benigno
y virtuoso de las personas para combatir su propia ignorancia.

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