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CAPÍTULO II
LA IGLESIA Y LA CUESTION SOCIAL
I. LA CUESTIÓN SOCIAL
La cuestión social es ciertamente un aspecto concreto de la realidad temporal. La relación
que la Iglesia tiene con el mundo incide en este campo vital de los problemas sociales tanto por la
importancia que en sí mismos tienen como por sus consecuencias. La interpretación que se hace
de la doctrina social de la Iglesia adolece con frecuencia de falta de entronque eclesial, sin
vinculación profunda en una perspectiva teológica. Por eso es preciso destacar que la cuestión
social es sólo un aspecto, si bien el más importante, del orden temporal para considerar la acción
de la Iglesia en la cuestión social a la luz de la teología de las realidades terrenas. Bastaría afirmar
que la cuestión social es parte del orden temporal para ver que cae en el ámbito de la misión de la
Iglesia; pero los problemas sociales tienen una relevancia tan vasta y honda, que es preciso
considerarlos en su dimensión específica.
Debemos precisar, en primer término, qué se debe entender por cuestión social; los
diversos autores que tratan este tema no lo entienden todos del mismo modo. En los mismos
documentos pontificios encontramos distintas referencias cuando los papas nos hablan de la
doctrina social de la Iglesia fijándose en puntos de vista diversos.
La cuestión social se puede enfocar desde un punto de vista a-histórico y desde su
concreción en el tiempo.
1. PLANTEAMIENTO ABSTRACTO
La misma expresión «cuestión social» hace referencia explícita a la sociedad. ¿Qué es la
sociedad, cuál es su fin? La respuesta dada a estos interrogantes condiciona ya el sentido que
puede tener la cuestión social.
El liberalismo y el totalitarismo tienen conceptos opuestos de la sociedad, y, lógicamente,
la cuestión social la entienden de manera diversa.
La sociedad no puede entenderse al margen de la persona humana; la concepción que de
ésta se tenga es aún más esencial que el concepto de la sociedad, puesto que, si exceptuamos el
totalitarismo, todos los sistemas sociales ponen a la persona como fin de la sociedad. La cuestión
social sólo puede estudiarse atendiendo al hombre, que es la base de la sociedad. Su
planteamiento y la solución de la cuestión social radica en el valor que se dé a la persona
humana. La concepción aristocrática de los hombres admite sin esfuerzo las desigualdades
sociales; cree que la misma naturaleza exige las desigualdades, que unas clases están llamadas
a guiar a las otras. La postura igualitarista de los hombres planteará la cuestión social desde una
visión completamente contraria a la anterior.
La base y el fundamento de toda la doctrina social católica es la persona humana; por eso
los papas recuerdan siempre la concepción cristiana del hombre. «El principio capital de esta
doctrina afirma que el fundamento, la causa y el fin de toda la institución social son
necesariamente los hombres individualmente considerados; es decir, los hombres en
cuanto sociables por naturaleza y en cuanto han sido elevados al orden sobrenatural».
La sociedad debe proporcionar a los ciudadanos aquellas condiciones que hagan posible a
los hombres su más completo y rápido perfeccionamiento. Juan XXIII concreta los derechos más
importantes que la sociedad debe facilitar a todos los hombres para llegar a su fin. En cada
circunstancia histórica, tanto mejor será el orden social cuanto mejor consiga aquellos derechos, y
tanto mayor será el desorden social cuanto más deficientemente ofrezca al hombre las
condiciones para realizar su perfección. Cuando existe este desorden, existe un problema social, y
tanto más grave cuanto más diste de conseguir el bien común, que es «el conjunto de condiciones
de la vida social que hacen posible a los hombres su más completo y rápido perfeccionamiento».
El bien común hay que valorarlo siempre por referencia a la naturaleza concreta del
hombre. La conciencia que la persona humana adquiere de sí misma a lo largo de la historia,
juntamente con el progreso de la civilización, determinan nuevas exigencias objetiva y
subjetivamente. Esto demuestra que el contenido del bien común no puede ser formulado en
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aspectos concretos y fijos, prescindiendo de la época y de las circunstancias geográficas,
culturales y políticas de los pueblos; el bien común «no puede ser concebido en términos
doctrinales, y menos todavía ser determinado en su contenido histórico, sino teniendo en cuenta al
hombre, siendo como es aquél un objeto esencialmente correlativo a la naturaleza humana».
La adecuación o inadecuación de la sociedad a las exigencias del bien común es algo
dinámico que debe ser valorado en relación con el momento histórico; del mismo modo, la
cuestión social tiene una tensión y valoración diferente a lo largo del tiempo.
Podemos definir la cuestión social como el problema suscitado por una injusta situación de
un grupo humano (clase social, regiones de un país, pueblos enteros), junto con el esfuerzo por
cambiar las condiciones sociales y ordenarlas de acuerdo con el bien común que se considera
justo y posible.
Para que exista la cuestión social son necesarias tres condiciones conjuntamente:
b) Conciencia del mal social. Aunque objetivamente existiese el mal social, no constituiría
problema si no hubiese conciencia del mismo. La esclavitud es un mal; está en contradicción con
la dignidad de la persona humana y con la igualdad esencial de todos los hombres; sin embargo,
han existido épocas en la historia en las que se admitía la esclavitud como algo exigido por la
misma naturaleza; hasta las leyes regulaban las relaciones que vinculaban a los esclavos con sus
amos. Hoy consideramos el estatuto de servidumbre en la Edad Media como un atentado a la
dignidad y libertad de la persona, mientras que entonces hombres libres se sometían a
servidumbre movidos por razones religiosas. La distinción de clases entre nobles y plebeyos se
amparaba a veces en la imagen celestial de diversas clases de ángeles.
A) Etapa primera
La cuestión social aparece ante la conciencia del mundo como un auténtico problema desde fines
del siglo XVIII, aun que es en el siglo XIX, a partir de la revolución de 1848, cuando se plantea con
toda su crudeza.
Con la Revolución francesa se opera un cambio radical en el mundo; se quiebran los
moldes morales, económicos, sociales y políticos que estructuraban la vida de los pueblos en los
siglos anteriores. Irrumpen las fuerzas sociales que venían fraguándose desde el Renacimiento;
existía un desfase entre las ideas y las instituciones.
El Renacimiento supuso un avance notable en la humanidad; impulsa más activamente la
marcha del mundo frente al inmovilismo de la Edad Media; el individuo toma mayor conciencia de
sí mismo y lucha por liberarse de las estructuras sociales en que vivía.
«El Renacimiento es un impulso, el logro de la evolución que va, etapa por etapa,
conduciendo a los pueblos a la emancipación individualista de la ciencia y del derecho desde el
siglo XI. La esencia del Renacimiento no es la vuelta a la antigüedad, sino la vuelta a la libertad de
la actividad mental, el retorno al valor de la personalidad humana».
La vuelta a la antigüedad tuvo su causa principal en el intento de buscar cauces más libres
a los intercambios comerciales, que no tenían vía de desenvolvimiento en la economía cerrada del
sistema señorial. El orden económico influyó en las ideas liberales y éstas en aquél.
Se inicia en las ciencias el método experimental. Descartes, iniciador del racionalismo, da
un impulso a la libertad de espíritu del hombre. Se aspira a un liberalismo intelectual, que opone el
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individualismo a la jerarquía social de la Edad Media.
La reforma protestante tuvo su influjo en la libertad de pensamiento al suplantar el
magisterio de la Iglesia por el libre examen. La apertura de los nuevos medios de comunicación y
la amplitud del comercio contribuyeron a que el espíritu de libertad creara nuevas formas de la
economía. El anquilosamiento y la rigidez de las corporaciones fueron incapaces de responder al
desenvolvimiento del comercio y de la industria.
El individualismo penetra en todos los campos, pero las estructuras siguen aferradas al
inmovilismo y sordas a las corrientes de la vida. Estas estructuras son las que van a saltar
violentamente con la revolución.
El orden político que se instaura después de la revolución pretende realizar el ideal de la
libertad, santo y seña de aquélla; quiere organizar la sociedad de modo que se salvaguarde la
igualdad natural de los hombres. La sociedad estamental mantiene unas instituciones que
consagran la desigualdad de los hombres ante la ley; es una sociedad de privilegios. La
organización social es la que se derrumba para dar paso en el siglo XIX a una sociedad de clases.
El orden político del liberalismo defiende una libertad puramente formal; es una falsa
concepción de la libertad y suprime las condiciones que la protegen. Se configura el Estado
abstencionista. «El individualismo reacciona contra el antiguo régimen, y, por lo tanto, le
interesaba destacar el aspecto de autodeterminación e iniciativa privada para hacer retroceder a la
autoridad y a la ley, de la que provenían muchas de las servidumbres y desigualdades del antiguo
régimen. En todos los movimientos revolucionarios es siempre más claro y definido lo que se
niega que aquello que se afirma. En este caso, la fórmula tenía más de negativo que de
afirmativo: para realizar la libertad se pedía la liquidación del antiguo régimen y la proclamación
del abstencionismo como norma de conducta para la autoridad».
Con afán de defender la libertad se suprimen los gremios y se prohibe a los obreros la
formación de asociaciones. La Declaración de los derechos del hombre, en contradicción con el
principio de la libertad, no habla del derecho de asociación. El ideal de la producción ofusca al
liberalismo; niega la libertad de asociación a los obreros, porque la cree contraria a la libertad de
los individuos.
Cuando reina en el mundo este liberalismo, intelectual, moral, económico y político,
aparece otro fenómeno que va a ser factor importante en la determinación de la cuestión social: la
revolución industrial.
La cuestión social no tiene su causa más honda en esta revolución; la tiene en el
individualismo, el cual encuentra un amplio campo de acción en el liberalismo moral, económico y
político. La revolución industrial podría haberse encauzado sin que provocase la cuestión social, al
menos con su gravedad, si hubiesen sido otras las condiciones de la sociedad. «Sería injusto –
dice Pablo VI en la Populorum progressio– que se atribuyeran a la industrialización los males que
son debidos al nefasto sistema que la acompaña.» Los papas, con razón, ponen en este
alejamiento de la moral y de la verdad las causas más hondas de la cuestión social.
Generalmente suele pensarse que la revolución industrial es la causa más importante de la
cuestión social; pero no es la causa la revolución industrial en sí misma, sino el condicionamiento
moral, social y político en que ella se desenvuelve. La revolución industrial transforma la economía
mundial. Una serie de inventos que van a contribuir a esta revolución de la economía se suceden
desde el final del siglo XVIII.
La revolución industrial al servicio del capitalismo.– La revolución en la producción y en el
transporte revoluciona la economía. Los inventos técnicos y la demanda de productos ofrecen
grandes posibilidades a la industria; la producción artesanal cede por fuerza a la fábrica; surge el
capitalismo liberal al poner en práctica las ideas de los teóricos de la economía clásica. «La
concepción del mundo económico más difundida en aquel tiempo y más vigente en la realidad era
aquella que, confiándolo todo a las fuerzas necesarias de la naturaleza, negaba toda relación
entre las leyes morales y las económicas. En consecuencia, afirmaba que en la actividad
económica debe buscarse tan sólo el provecho individual; que la suprema ley reguladora de las
relaciones económicas entre los hombres es la libre competencia, sin límite alguno; que los
intereses del capital, los precios de las mercancías y de los servicios, los beneficios y los salarios,
vienen determinados exclusivamente y de modo automático por las leyes del mercado, y que debe
evitarse con todo empeño cualquier intervención del Estado en los asuntos económicos».
La competencia y las crisis económicas que se suceden periódicamente llevan a los
patronos a una auténtica lucha por rebajar los costes; lucha económica que conduce a la lucha
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social –guerra la llama León XIII– entre las dos clases sociales opuestas: capitalistas y obreros.
Aparece el proletariado.
Las condiciones que padecen los obreros y los esfuerzos por superar esta injusticia
constituyen en esta época lo característico de la cuestión social.
León XIII y Pío XI describen en sus encíclicas las consecuencias de orden moral y religioso
que esta situación ocasiona a los obreros.
Los obreros toman conciencia de clase y de que deben organizarse en asociaciones para
defender sus derechos. La primera etapa de la cuestión social aparece como una lucha entre el
capitalismo y el proletariado, como una cuestión obrera.
No se debe confundir la cuestión social en general con lo que es característico de esta
primera etapa. La cuestión social es esencialmente dinámica; la vida social, en continua evolución,
presenta nuevos y distintos caracteres, aunque los aspectos específicos de las distintas épocas se
dan en algunos pueblos mezclados entre sí. En algunos países, la lucha de clases ha sido
definitivamente superada, mientras en otros sigue todavía con toda su fuerza.
B) Etapa segunda
La primera época se caracteriza por una lucha de obreros y patronos; pero ya al final del siglo XIX
comienza una mutación de circunstancias, que plantea la cuestión social con más profundidad.
Los cambios que se dan en el plano social, en el económico y en el político determinan una
evolución en el problema social.
Los años de mayor miseria del proletariado en Europa van de 1815 hasta el último cuarto
de siglo. Los Estados pasan de una actitud de oposición a las asociaciones obreras a otra de
libertad. En Inglaterra, ya en 1824 deja de ser delito la formación de sindicatos, aunque el
movimiento sindical no adquiere una gran fuerza hasta 1880, cuando se incorporan a estas
organizaciones los obreros no especializados; en Francia se toleran desde 1864, pero no tienen
su reconocimiento legal hasta la ley de Asociaciones de Waldeck-Rousseau, en 1884; en
Alemania, en 1869; en España admite las asociaciones obreras el artículo 17 de la Constitución
de 1869.
Los sindicatos crecen poderosamente, logran imponerse y hacerse escuchar por los
patronos y por los poderes públicos y consiguen mejoras para los obreros.
El Estado, influenciado por la corriente socialista y por la cristiana (punto fundamental de la
Rerum novarum es la afirmación del deber que tienen los Estados de intervenir para la redención
del proletariado), abandona su postura liberal de inhibición ante la vida social y económica y pasa
a una actitud de intervención: derecho laboral y política social. La guerra europea y, sobre todo, la
gran crisis económica de 1929 motivaron el intervencionismo estatal. El crecimiento del
industrialismo ha extendido el proletariado en todo el mundo; la lucha de clases sigue con toda
crudeza. La redención del proletariado es punto importantísimo de la cuestión social.
La oposición se hace más violenta por el influjo del socialismo, pues, si bien la corriente
moderada ha suavizado su virulencia, la lucha de clases es una ley fundamental de doctrina y
acción para los comunistas.
La libre concurrencia del capital – ley sagrada del liberalismo económico – ha conducido a
la concentración industrial económica y a la creación de diversos monopolios manejados por las
instituciones bancarias.
La cuestión social se revela en aspectos más arnplios y profundos. Se descubre que hay
algo más hondo que el problema obrero; todas las estructuras del orden económico, social y
político exigen transformación. Lo afirman los comunistas y los católicos, aunque partiendo de
principios distintos y con proyectos y fines diametralmente opuestos. Pío XI describe en la tercera
parte de la Quadragesimo anno la situación, las causas y las normas de solución de la cuestión
social: es toda la vida económica y política la que debe ser sometida a la justicia social.
La consolidación del comunismo y de los totalitarismos a final de esta segunda época
ponen en peligro la libertad de la persona humana y de la familia por una socialización impuesta
por el Estado y al servicio del mismo. «Si los signos de los tiempos no engañan, son otros los
problemas que dominan ahora en la segunda época de las luchas sociales, en la que parece que
ya hemos entrado. Citemos en este lugar dos de ellos: la «superación» de la lucha de clases y la
defensa de la persona y de la familia.
La lucha de clases tiene que ser «superada» por la instauración de un orden orgánico que
una a patronos v obreros. La lucha de clases nunca podría ser el objetivo de la doctrina social
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católica. La Iglesia se debe siempre a todas las clases de la sociedad.
Asimismo es preciso impedir que la persona y la familia se vean arrastradas al abismo en
el que tiende a lanzarlas la socialización de todas las cosas, a cuyo final la terrorífica imagen del
«Leviatán» se convertiría en horrenda realidad».
La segunda guerra mundial relega durante la contienda a segundo plano la cuestión social
e impone un compás de espera. Con el final de la guerra, la cuestión social entra en una nueva
etapa.
C) Etapa actual
Un cambio profundo se realiza en el mundo en pocos años. Juan XXIII lo resume concisamente en
la segunda parte de la Mater et magistra:
«a) En el campo científico, técnico y económico.– Si se consideran los campos científico,
técnico o económico, se registran en nuestros días las siguientes innovaciones: el descubrimiento
de la energía nuclear y su progresiva aplicación, primero a usos bélicos y luego a usos civiles; las
posibilidades casi ilimitadas de que el hombre dispone mediante la química sintética aplicada a la
producción: la extensión cada vez mayor de la automatización al sector de la industria y de los
servicios; la modernización de la agricultura; la casi total desaparición de las distancias que
separan a las naciones, sobre todo por obra de la radio y la televisión, y el enorme progreso en
cuanto a rapidez en toda clase de medios de transporte; la apertura, en fin, de las rutas siderales.
b) En el campo social.– Si atendemos a lo social, es evidente que actualmente se observan los
hechos siguientes: se han desarrollado los seguros sociales; en algunos países económicamente
más ricos, la previsión ha cubierto todos los riesgos posibles de los ciudadanos; los obreros,
agrupados en los sindicatos, demuestran cada vez mayor conciencia de su responsabilidad en
relación con los más importantes problemas económicos y sociales; se ha elevado la cultura
general de la mayor parte de los ciudadanos; se ha extendido el bienestar a mayor número de
personas; es mayor la movilidad humana entre los diversos sectores de la producción y, como
consecuencia, se han reducido las distancias entre las clases; ha crecido el interés del hombre de
cultura media por los acontecimientos de la actualidad mundial. Pero al mismo tiempo, si se
observan los progresos alcanzados por un número cada vez mayor de naciones tanto en su nivel
económico como en sus instituciones sociales, fácilmente se comprende por qué cada vez se
ponen más de manifiesto ciertos desequilibrios: primero, entre el sector agrícola y los de la
industria y de servicios; luego, entre zonas de una misma nación con distinto nivel de prosperidad,
y, por último, en el plano mundial, entre países con distinto grado de desarrollo económico.
c) En el campo político.– En fin, si dirigimos la vista hacia el campo político, vemos que, como
consecuencia de lo anterior, han cambiado muchas cosas: en muchas naciones, hombres de las
más diversas condiciones sociales tienen acceso a los cargos públicos; los gobernantes
intervienen cada vez más en la vida económica y social; los pueblos de Asia y de Africa, después
de rechazar el régimen de administración colonial, gozan de plena independencia política; se
multiplican las relaciones entre los pueblos, y aumentan así las causas de interdependencia; se ha
extendido más por todo el mundo la red de organizaciones y consejos encargados de promover el
bienestar general, por encima de fronteras e intereses nacionales, tanto en el campo económico y
social como en el literario y científico, o, finalmente, en el político».
Esta evolución del mundo hace que la cuestión social adquiera nuevos aspectos. Aunque
el problema social tenga en los pueblos características concretas, se ha convertido realmente en
un problema mundial, porque es mundial el desorden económico y social; hay conciencia de estos
desórdenes y de que sólo puede acometerse su solución a escala universal.
Podemos concretar las características de la cuestión social en nuestros días aplicando las
condiciones que señalábamos en su definición.
Mal social.– Entre todos los problemas hay uno que se destaca: el hambre. Hay hambre en el
mundo. Existía antes, pero hoy se conoce científicamente. Aproximadamente, las dos terceras
partes de la población mundial no come lo suficiente; más de la mitad está pasando hambre con
menos de 2.000 calorías por persona y día, siendo el mínimo 2.700, y para el trabajador de fuerte
ejercicio físico, 4.500. Asia, Africa, América latina y Oceanía son las áreas del hambre del mundo.
En 1936, el 38,6 por 100 de la población no llegaba a las 2.200 calorías; En 1948 esta cifra se
eleva al 59,5% de la población.
Hay suficientes recursos en el mundo, pero están mal distribuidos. El proletariado industrial
pasa a categoría de pueblos: pueblos proletarios y pueblos ricos. El conocimiento de la injusta
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distribución de los bienes se revela a escala mundial.
Junto al problema del hambre y al de la distribución de la renta, y unidos a ellos, está el
problema del crecimiento demográfico; problema de extrema gravedad ante el fabuloso
crecimiento de la población, «impresionante y amenazador» en ex presión de Pablo VI.
Entre hambre y crecimiento demográfico existe un círculo vicioso. La población aumenta el
hambre; pero, más aún, el hambre aumenta la población. «No es la superpoblación la que crea y
mantiene el hambre en ciertas regiones del mundo, sino que es ésta la causa de la
superpoblación».
Unidos al hambre y al problema demográfico está, lógicamente, el problema del nivel de
vida; el problema de la salud (Indonesia, Vietnam y Nigeria tienen de 57.000 a 71.000 habitantes
por médico, mientras U.R.S.S., U.S. A. y Canadá tienen de 600 a 950 por médico); el problema de
la cultura (en la India había un 83 por 100 en 1951 de analfabetos mayores de quince años; en
Angola [1950], un 95,7 por 100; en Argelia, en 1957, musulmanes y argelinos, el 92 por 100,
mientras los franceses argelinos eran un 7 por 100 de analfabetos; en Francia (1946) un 3,4%; en
Suecia, 0,1%.
Y por encima de todos, como consecuencia, el problema de la paz. «Toda la humanidad
tiene el deber de tomar una conciencia más viva de la imperiosa necesidad de asegurar a todos
los hombres la primordial y esencial exigencia, calmar el hambre, para permitir que ese don de
Dios, la vida, se desarrolle con plenitud. Como decía el director general, Sr. Sen, la víspera del
Congreso Eucarístico de Bombay, el 29 de noviembre último: “Estar alimentado a medias es vivir
a medias”. Y añadía con justicia: “Si no son escuchadas las lamentaciones de los pobres, se
transformarán fatalmente en una extensa revolución de desheredados”.
Conciencia mundial de esta situación.– El progreso de los medios de difusión y de las
comunicaciones ha conseguido que todos los hombres tengan acceso a las corrientes ideológicas
del mundo; hasta el analfabeto es alcanzado por los ecos del mundo; piénsese en el impacto que
ha producido el radiotransistor, que puede llevar las noticias del mundo a los rincones más
apartados. El hombre del siglo XX tiene conciencia de su dignidad y de sus derechos como
persona humana.
Esta toma de conciencia de la dignidad y de los derechos se hace más sensible aún al
tratarse de la conciencia colectiva de los pueblos; todos los países aspiran a gozar de
independencia y libertad política, pero también están convencidos que sería ilusoria tal libertad si
no disfrutan a la vez de los bienes existentes en el mundo. Esta sensibilidad de los hombres
supone un gran paso en el progreso de la humanidad; responde las exigencias más hondas de la
naturaleza humana. Nadie como los papas se ha esforzado por enseñar a la humanidad el valor
del hombre y señalarle los peligros que lo amenazan, así como las normas para que toda la
civilización esté al servicio del hombre.
Hoy se conocen los desequilibrios existentes en el orden social, así como las causas de
los mismos.
Hay un desequilibrio entre el sector agrícola y los de la industria y de servicios entre zonas
de una misma nación con distinto nivel de prosperidad, pero «quizá el problema mayor de nuestro
tiempo es el de determinar qué relaciones deben existir entre las naciones ya desarrolladas, que
disfrutan de un elevado nivel de vida, y aquellas otras cuyo desarrollo está tan sólo iniciado y
padecen insoportable escasez. Del mismo modo que los hombres de todo el mundo se sienten
hoy mutuamente solidarios, hasta el punto de considerarse miembros de una misma familia, así
las naciones que disponen de bienes abundantes, y aun sobrantes, no pueden permanecer
indiferentes ante la situación de aquellas otras cuyos ciudadanos viven en medio de tan grandes
dificultades internas, que poco menos que perecen de miseria y de hambre y no pueden gozar
como es debido de los derechos fundamentales de la persona humana; tanto más cuanto que,
dada la mayor interdependencia que cada día se experimenta entre los pueblos, no es posible que
se conserve mucho tiempo una paz fecunda entre ellos si sus condiciones económicas y sociales
son excesivamente discrepantes». Este es el tema fundamental de la encíclica Populorum
progressio.
Intentos de solución. La humanidad nunca ha tenido la preocupación que hoy tiene por resolver
los problemas que padece. La creación de la O. N. U. responde, en su misma constitución, al
anhelo de paz que tiene todo el mundo
Todos los sistemas sociales afirman el deseo de asegurar a los hombres el bienestar y la
libertad. EI mismo comunismo es un peligro que amenaza a la paz y a la concepción misma de la
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persona humana, pero no se puede negar que aspira por su parte, y desde la concepción que
tiene del mundo, a conseguir una sociedad donde cada ser humano viva para los demás.
Es inmenso el dominio que el hombre ha conseguido sobre la naturaleza; hoy existen
medios técnicos para producir bienes suficientes para satisfacer las actuales necesidades; sin
embargo, no se aprovecha esa potencialidad para fines útiles. «Observamos con profunda tristeza
cómo en nuestros días se dan dos hechos contradictorios: por una parte, la escasez de
subsistencias aparece ante nuestros ojos tan amenazadora, que se diría que la vida humana casi
está a punto de extinguirse por el hambre y la miseria, mientras, por otra parte, los
descubrimientos científicos recientes, los avances técnicos y los abundantes recursos económicos
se utilizan para la creación de instrumentos capaces de llevar a la humanidad a la mortandad más
horrorosa y a la total destrucción». (Mater et magistra)
Aparece claro el camino que se debe seguir para aprovechar las posibilidades que hoy
tienen los hombres; sin embargo, la falta de confianza mutua que reina entre los hombres impide
la mutua colaboración; aprovechan sus energías en perjuicio de la sociedad; viven en un clima de
guerra que les incapacita para empresas mayores. En el fondo de esta incomprensión existe una
causa profunda, la distinta concepción de la vida que tienen los hombres, pues ésta es la que
inspira su actuación.
León XIII afirmó la necesidad de volver a la naturaleza de las cosas para conformarlas a su
verdadero fin, para que sirvan al hombre positivamente. El mismo progreso técnico debería llevar
a los hombres al convencimiento de que no cabe solución verdadera a los problemas solamente
con las fuerzas humanas, de que necesitan el auxilio de Dios.
La Iglesia no necesita apelar al desorden del mundo para afirmar que sólo ajustándose a
las normas de la moral verdadera, cuyo fundamento es Dios, puede encontrarse la solución
auténtica; sin embargo, puede hablar a los hombres apelando al camino sin salida a que lleva una
civilización edificada al margen de las leyes fundamentales que el Creador ha inscrito en la
naturaleza. El hombre no es sólo cuerpo y materia, es también alma inmortal, y sólo es posible
conseguir el verdadero bienestar teniendo en cuenta la naturaleza del hombre en toda su
integridad. Hay una exigencia religiosa en el hombre que es imposible apagar. «Los hombres,
dondequiera que estén, se sienten movidos por un íntimo e invencible sentimiento religioso,
imposible de arrancar por la fuerza o sofocar mediante ninguna habilidad».
A pesar de todos los esfuerzos por resolver la cuestión social, ésta sigue planteada en su
más universal dimensión.
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José María Osés
Introducción a la doctrina social de la Iglesia.
(Texto extraído de Curso de Doctrina Social Católica. Ed. BAC.)
CAPÍTULO II
LA IGLESIA Y LA CUESTION SOCIAL
La cuestión social tiene unas implicaciones tan profundas en la vida de los hombres, que
es preciso estudiarla en concreto bajo la luz de la Iglesia para comprender que su doctrina social
es parte integrante de la religión.
La intervención de la Iglesia en los problemas sociales debe ser considerada a la luz de la
misión para la que ha sido fundada. Si el cristiano no ve el contexto teológico de la cuestión social,
ni comprenderá la doctrina social de la Iglesia –la verá como una solución más– ni sentirá su
personal y grave responsabilidad de ponerla en práctica.
1. ERRORES SOBRE LA INTERVENCIÓN DE LA IGLESIA EN LA CUESTIÓN SOCIAL
Desde campos diferentes se mantienen posturas comunes sobre la intervención de la Iglesia en la
cuestión social. Estas posturas se pueden reducir a dos:
a) los que niegan la intervención, y
b) los que exigen una intervención equivocada.
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Ahora bien, está en abierta contradicción con la realidad de las cosas y con la misma recta
razón quien afirma que todos los problemas aludidos y otros muchos del mismo género quedan al
margen del orden ético, y, por lo tanto, caen fuera del poder de la autoridad establecida por Dios
para velar por el orden jurídico, para guiar y dirigir las conciencias de los hombres y sus acciones
por el camino recto hacia el último Fin, no sólo «en oculto» ni sólo dentro de las paredes del
templo y de las sacristías, sino principalmente a plena luz, predicando super tecta, para usar las
palabras del Señor, en el mismo campo de batalla, en medio de la lucha entre la verdad y el error,
entre la virtud y el vicio, entre el «mundo» y el reino de Dios, entre el príncipe de este mundo y
Cristo, Salvador del mismo mundo.
Descubrir, avisar y orientar lo moral y religioso de estos problemas es competencia de la
Iglesia; lo temporal tiene autonomía, pero siempre al servicio de un fin superior, el servicio del
hombre: «Una y la misma es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar, así como
directamente, en la totalidad de nuestras acciones, nuestro fin supremo y último, así también, en
cada uno de los órdenes particulares, esos fines que entendemos que la naturaleza, o, mejor
dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha fijado a cada orden de cosas factibles, y esta ley,
resultará que los fines particulares tanto individuales como sociales, perseguidos por la economía,
quedan perfectamente encuadrados en el orden total de los fines, y nosotros, ascendiendo a
través de ellos como por grados, conseguiremos el fin último de todas las cosas, esto es, Dios,
bien sumo e inexhausto de sí mismo y nuestro».
La sociedad estará en armonía y se evitarán las tensiones sociales cuando se estructure
en función de la vocación integral del hombre, cuyo misterio la Iglesia conoce a la luz de la fe. «El
hombre de hoy está en camino hacia la plena evolución de la personalidad y hacia un progresivo
descubrimiento y afirmación de sus derechos. Pero como a la Iglesia se le ha confiado la
manifestación del misterio de Dios, que es el último fin del hombre, con esto mismo le descubre al
hombre el sentido de su propia existencia, es decir, la última verdad sobre el hombre»; la Iglesia
señala y defiende la verdadera dignidad del hombre.
El aspecto religioso de la cuestión social está ya en el mismo origen de la cuestión social,
en el menosprecio de Dios y de sus leyes que tienen los ciudadanos y los poderes públicos a la
hora de realizar las tareas sociales. «Es cierto que la raíz profunda y última de los males que
lamentamos en la sociedad moderna es la negación y la repulsa de una regla de moralidad
universal, ya en la vida de los pueblos, ya en la vida social y en las relaciones internacionales».
La apostasía de las masas ha sido debida en gran parte a la situación de miseria en que la
vida social ha sumergido al proletariado. «Tales son actualmente las condiciones de la vida social
y económica, que crean a muchos hombres las mayores dificultades para preocuparse de lo único
necesario, esto es, de la salvación eterna».
Las circunstancias que condenaba Pío XI siguen todavía, pues mientras la organización
social no tenga en cuenta la naturaleza religiosa del hombre, sólo le ofrecerá un materialismo en
el que la vida religiosa se ahoga. «De la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes
divinas, depende y se insinúa también el bien o el mal de las almas; es decir, el que los hombres,
llamados todos a ser vivificados por la gracia de Jesucristo, en los trances del curso de la vida
terrenal respiren el sano y vital aliento de la verdad y de la virtud moral o el bacilo morboso, y
muchas veces mortal, del error y de la depravación. Ante tales consideraciones y precisiones,
¿cómo podría ser lícito a la Iglesia, madre tan amorosa y solícita del bien de sus hijos,
permanecer indiferente espectadora de sus peligros, callar o fingir que no ve condiciones sociales
que, a sabiendas o no, hacen difícil o prácticamente imposible una conducta de vida cristiana
guiada por los preceptos del sumo legislador?». (Pío XII, Rdm junio 1941)
3. LA IGLESIA INTERVIENE EN LA CUESTIÓN SOCIAL PARA CUMPLIR SU MISIÓN
EDUCADORA
La vida del hombre no se desarrolla en planos separados: por una parte, lo religioso, y,
por otra, lo temporal. Toda la vida y toda la actividad del cristiano debe estar informada por su fe;
la educación tiene que abarcar todos los aspectos de la vida cristiana para que el hombre
conforme su existencia con la voluntad de Dios. Y la Iglesia es la que tiene la misión de formar a
sus hijos. La misión evangelizadora de la Iglesia no puede reducirse a los aspectos individuales
del cristianismo. La educación cristiana tiene que formar hombres capaces de orientar los
problemas sociales. Los hombres no viven aislados. Dios ha querido que vivan en sociedad: la
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vida social como alteridad y solidaridad, con sus instituciones y estructuras; esta vida social
también debe estar de acuerdo con el plan de Dios, porque los hombres son los que conforman
las estructuras y las instituciones, y, al crearlas, dirigirlas, transformarlas, tienen que actuar
orientando no sólo su intención personal, sino trabajando para que la obra misma en sí, la
sociedad, responda al plan de Dios.
Es falsa la doctrina marxista cuando afirma que las condiciones económicas determinan
toda la vida de los hombres. Por encima de las estructuras económicas está la persona, ser
inteligente y libre que las ha creado; pero tan falsa como la afirmación marxista es la de que el
hombre pueda prescindir de las estructuras, y que por ello sólo se haya de preocupar
directamente de los hombres, desconociendo el inmenso influjo que ejercen aquéllas para el bien
o para el mal. Las condiciones sociales no determinan necesariamente la vida de los hombres,
pero las condicionan poderosamente. La sociología y la psicología demuestran la profunda
influencia que las condiciones sociales y económicas ejercen sobre los hombres y sobre las
familias en su vida social y religiosa.
Si el cristiano es educado en una moral individual e individualista, no siente como
obligación religiosa trabajar para que su actividad social responda objetivamente a las normas de
la ley moral; generalmente sólo tiene conciencia de responsabilidad en la moralidad de los medios
que usa. «Más aún que en el campo de la conducta privada, hay hoy muchos que querrían excluir
el dominio de la ley moral de la vida pública, económica y social; de la acción de los poderes
públicos en el interior y en el exterior, en la paz y en la guerra, como si aquí no tuviese Dios nada
que decir, al menos en sentido definitivo...
“La separación neta y teórica no tiene sentido en la vida, que es siempre una síntesis, ya
que el sujeto de toda especie de actividad es el mismo hombre, cuyos actos libres y conscientes
no pueden escapar a la valoración moral”.
La vocación específica del seglar es conformar el mundo con la voluntad de Dios, y donde
el mundo tiene más necesidad de la orientación cristiana es en la cuestión social; si la Iglesia ha
de cumplir su misión de llevar el acento cristiano a los problemas sociales, necesita educar a sus
hijos de modo que puedan poner en práctica las exigencias sociales de la fe. Faltaría algo
esencial a la educación de la Iglesia si no formara a los seglares en lo que caracteriza su
perfección específica: la actuación cristiana en el orden temporal.
Las normas a que debe ajustarse el orden social están establecidas fundamentalmente en
la ley natural; el bien común se concreta en los derechos naturales del hombre; la primera parte
de la Pacem in terris expone estos derechos y afirma a continuación que «los derechos naturales
recordados hasta aquí están inseparablemente unidos en la persona que los posee con otros
tantos deberes, y unos y otro tienen en la ley natural, que los confiere o impone, su raíz, su
alimento y su fuerza indestructible».
Sólo la Iglesia puede interpretar rectamente las exigencias de la ley natural, por lo que
tiene un nuevo título de intervención en la cuestión social. «Ha de sostenerse clara y firmemente
que el poder de la Iglesia no se restringe a «las cosas estrictamente religiosas», como suele
decirse, sino que todo lo referente a la ley natural, su enunciación, interpretación y aplicación,
pertenece, bajo su aspecto moral, a la jurisdicción de Dios, está en relación con el camino por el
que el hombre ha de llegar a su fin natural. Ahora bien, la Iglesia es, en orden a este fin, guía y
custodio de los hombres en dicho camino».
La exposición de la ley natural no vale únicamente para los católicos, vale para todos los
hombres. Los papas, especialmente Pío XII y Juan XXIII, hacen continua referencia a la ley
natural, base en la que deben estar conformes todos los hombres de buena voluntad aunque no
acepten la Revelación.
Dios ha confiado a dos sociedades, la Iglesia y el Estado, fines distintos: a la Iglesia, el fin
sobrenatural; al Estado, el fin temporal; el bien común de la sociedad es temporal, pero en su
última finalidad tiene un sentido religioso; mas como Dios es el bien último y total del hombre, éste
debe conseguir el bienestar material en armonía con el fin último del hombre. No puede haber
oposición entre el bien común verdadero del orden temporal y el fin último. «El hombre, que es un
compuesto de cuerpo y alma inmortal, no puede alcanzar su perfección plena dentro de los
estrechos límites de la vida mortal; por eso el bien común debe ser formulado de tal manera y con
tales medios dotado, que la salvación eterna de los hombres no sólo no sea con ello
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obstaculizada, sino que, por el contrario, sea preparada y favorecida».
Entre el bien común temporal y el fin último del hombre debe existir perfecta armonía;
ambos son queridos por Dios y en El están las leyes que deben guardarse para alcanzarlos. El
bien común temporal favorece el fin espiritual del hombre, y el espiritual al temporal.
El bien común es socialmente necesario para la vida espiritual; el bienestar temporal ayuda
a la virtud. Cuanto falta el bienestar material, los hombres caen en la amargura, en el odio y hasta
en la violencia; conduce a los hombres al materialismo y hasta pone en peligro su eterna
salvación.
El fin religioso, por su parte, favorece en gran medida el bien común de la sociedad, ya que
la religión es su fundamento; por eso es imposible conseguir el bien común sin respetar el orden
moral. Sin la reforma de costumbres y sin volver a la sociedad a su fundamento, no cabe alcanzar
el bienestar humano de la sociedad.
La intervención de la Iglesia en la cuestión social va orientada en los dos aspectos de su
misión: comunicar el mensaje de salvación de los hombres, pero también –y por eso– orientar el
orden social para llevar al mundo la unión y la paz. La Iglesia, dijo Juan XXIII en la apertura del
concilio, «mientras agrupa las mejores energías y se esfuerza en hacer que los hombres acojan
con mayor solicitud el anuncio de la salvación, prepara y consolida ese camino hacia la unidad del
género humano, que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrenal se organice a
semejanza de la ciudad celeste, en la que, según San Agustín, reina la verdad, dicta la ley la
caridad y cuyas fronteras son la eternidad».
4. DIVISIÓN DE RESPONSABILIDADES
La obra de la Iglesia debe ser realizada por todos sus miembros, por la comunidad
cristiana que forman la jerarquía y los fieles; el pueblo de Dios debe llevar a cabo el cumplimiento
del mensaje de Cristo.
En la misma constitución de la Iglesia tenemos dos partes esenciales: jerarquía y laicado.
¿Qué función corresponde a la jerarquía y qué función corresponde al laicado en la orientación e
inspiración cristiana del mundo? Ciertamente son distintos el papel y la responsabilidad que tienen
los sacerdotes y los seglares con relación a la inspiración cristiana de las realidades temporales.
La separación de las responsabilidades es fundamental para precisar el modo como la Iglesia ha
de realizar esta misión de «cristofinalizar» todo el mundo.
A) Misión de la jerarquía
La distinción de la Iglesia en jerarquía y laicado es de derecho divino; así lo determinó
Jesucristo. El dio a los apóstoles y a sus sucesores, los obispos, la triple potestad de santificar,
enseñar y gobernar.
La jerarquía tiene un poder absoluto y universal sobre las realidades espirituales; todo
cuanto afecta a la fe y costumbres es campo de acción directo de la jerarquía. «Dios ha dado a la
Iglesia el encargo de juzgar y decidir en las cosas tocantes a la religión, de enseñar a todos los
pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del cristianismo».
La jerarquía interviene en lo temporal para orientarlo y reintegrarlo en Jesucristo por su
triple potestad. La jerarquía interviene de un modo especial por la potestad del magisterio, pero
también por el poder de santificación, mediante lo acción directa en las almas, y por la de
jurisdicción, en cuanto que determina actitudes a la comunidad eclesial.
La jerarquía siempre ha proclamado que no tiene ni misión ni competencia sobre lo
temporal en lo que es puramente profano. No interviene «ciertamente en materias teóricas, para
las cuales no cuenta con los medios adecuados ni es su cometido». León XIII señaló claramente
los distintos campos de competencia eclesiástica y civil.
Aunque la jerarquía no interviene sobre lo puramente técnico y temporal, sin embargo, por
ser la Iglesia «madre y maestra», tiene que intervenir de un modo indirecto.
La evangelización supone una influencia en lo temporal. La exposición del mensaje cristiano,
aun sin pretender referencia explícita a lo temporal, ejerce ya alguna influencia sobre ello. La
evangelización, misión esencial de la jerarquía, consiste en la predicación del Evangelio y en la
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conversión de los hombres a Dios. «Los obispos, a quienes se ha confiado el encargo de gobernar
la Iglesia de Dios, prediquen de tal manera con los presbíteros el mensaje de Cristo, que todas las
actividades terrenas de los fieles sean alcanzadas por la luz del Evangelio”.
La predicación de las verdades de la fe, la predicación del amor y de la justicia con
sinceridad evangélica, repercute necesariamente en las actitudes sociales. Son en sí mismas una
iluminación de lo que debe constituir las bases de la sociedad, y, aunque no se pretendiese, una
condenación del egoísmo y de la injusticia. El Evangelio no es un código para la sociedad, pero es
una medida que da a las cosas su justo valor. La gracia de Dios introduce en el mundo la luz que
ayuda a conocer mejor «todo el vigor de aquellas leyes generales que gobiernan al mundo y la
naturaleza del hombre».
La conversión del hombre a Dios, su santificación, no puede darse sin que, a su vez, toda
su actividad quede iluminada y transformada; la evangelización del hombre, si es verdadera, tiene
que impulsarle a tomar una actitud ante los hombres y ante la sociedad. Un cristiano cuyo amor al
prójimo -mandamiento fundamental del cristiano- no reaccione ante las injusticias que los hombres
padecen, sería señal de que no ha llegado a ese cristiano una verdadera evangelización.
La jerarquía puede y debe exponer los principios fundamentales del orden social. La Iglesia,
depositaria de la Revelación, tiene el deber de exponer los principios que la palabra de Dios y la
ley natural exigen para la vida de los pueblos. «La Iglesia, columna y fundamento de la verdad (Mc
8,2) y guardiana, por voluntad de Dios y por misión de Cristo, del orden natural y sobrenatural, no
puede renunciar a proclamar ante sus hijos y ante el mundo entero las normas fundamentales e
inquebrantables, salvándolas de toda tergiversación, obscuridad,, impureza, falsa interpretación y
error; tanto más cuanto que de su observancia, y no simplemente del esfuerzo de una voluntad
noble e intrépida, depende la estabilidad definitiva de todo orden nuevo, nacional e internacional,
invocado con tan ardiente anhelo por todos los pueblos».
La acción magisterial de la jerarquía no puede reducirse a una repetición abstracta del
mensaje cristiano. La acción que tiene que ejercer sobre los hombres debe abarcar todos los
aspectos de la vida que tienen alguna relación con lo religioso.
Cuando la organización social se desvía de sus leyes fundamentales, no puede menos de
provocar un desorden en la vida de los hombres; se alteran y tergiversan los valores y los fines de
la vida social; sólo la fidelidad a las normas que Dios ha dado por la ley natural puede hacer que
las estructuras del mundo estén al servicio verdadero del hombre.
Sólo la Iglesia, por medio de la jerarquía, puede interpretar auténticamente las normas
fundamentales que Dios ha señalado a la naturaleza.
De su potestad de enseñar y del deber que la Iglesia tiene de preocuparse de toda la vida
de sus hijos y de todos los hombres, nace el derecho y el deber de intervenir en el orden temporal
para enseñar las normas fundamentales que este orden necesita.
La obligación de predicar la verdad nace de su misión evangelizadora, y la economía de la
salvación no rompe, sino que fortalece, el ordenamiento de toda la creación a Dios.
Cuando la Iglesia da la doctrina con la que los hombres deben conformar el mundo, no se
arroga poder alguno sobre el dominio y sobre la libertad que Dios ha dejado a los poderes
temporales. A ellos compete la realización y configuración del mundo, pero la naturaleza de las
cosas reclama imperiosamente el cumplimiento de las leyes que Dios ha inscrito en su ser. Y en
esto no es libre moralmente el hombre de cumplirlos o no; por eso la Iglesia no limita, sino que
favorece la libertad verdadera del orden temporal.
Los radiomensajes de Navidad de Pío XII están todos ellos orientados fundamentalmente a
exponer los grandes principios que deben regir todas las estructuras de la convivencia humana.
La afirmación más clara de la potestad que la jerarquía tiene de predicar estas verdades la
señala Pío XII en el discurso a los cardenales y obispos el 2 de noviembre de 1954:
«En primer lugar se advierten hoy tendencias y maneras de pensar que intentan impedir y
limitar el poder de los obispos (sin exceptuar al romano pontífice), en tanto en cuanto son pastores
de la grey a ellos confiada. Reducen su autoridad, ministerio y vigilancia a unos ámbitos
estrictamente religiosos: predicación de las verdades de fe, dirección de los ejercicios de piedad,
administración de los sacramentos de la Iglesia y ejercicio de las funciones litúrgicas. Intentan
separar la Iglesia de todos aquellos asuntos que se refieren a la verdadera vida cual se vive, ’la
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realidad de la vida’, como ellos dicen, por ser cosas fuera de su competencia. Esta manera de
pensar se deja ver en discursos públicos de algunos seglares católicos, aun de aquellos que
ocupan cargos eminentes, cuando dicen: «Muy a gusto vamos a los templos para ver, oír y
acercarnos a los obispos y sacerdotes dentro del ámbito de su jurisdicción; pero en la calle y
lugares públicos, donde se tratan y deciden asuntos de esta vida terrena, no nos agrada verlos ni
escuchar sus opiniones. En dichos lugares somos nosotros los seglares –no los clérigos,
cualquiera que fuere su dignidad y grado– los únicos jueces legítimos».
«Contra tales errores ha de sostenerse clara y firmemente lo siguiente: el poder de la
Iglesia no se restringe a ’las cosas estrictamente religiosas’, como suele decirse, sino que todo lo
referente a la ley natural, su enunciación, interpretación y aplicación, pertenece, bajo su aspecto
moral, a la jurisdicción de la Iglesia. En efecto, la observancia de la ley natural, por disposición de
Dios, está en relación con el camino por el que el hombre ha de llegar a su fin sobrenatural. Ahora
bien, la Iglesia es, en orden a este fin, guía y custodia de los hombres en dicho camino. Esta
forma de actuar la practicaron los apóstoles y la Iglesia desde los tiempos primeros, ejerciéndola
aún hoy, por mandato y autoridad del Señor, no como guía y consejera privada. Por lo tanto, al
tratarse de preceptos y opiniones que los legítimos pastores (el romano pontífice para toda la
Iglesia, y los obispos para los fieles confiados a su cuidado) promulgan sobre cuestiones de ley
natural, los fieles no pueden recurrir al dicho (que suele emplearse en las opiniones de los
particulares): ’Tanto vale su autoridad cuanto valen sus razones’. De ahí que, aunque lo que
mande la Iglesia no convenza a alguien por las razones que se den, sin embargo, tiene obligación
de obedecer. Este fue el pensamiento y éstas las palabras de San Pío X en su carta encíclica
Singulari quadam, del 24 de septiembre de 1912»: «No es lícito al cristiano descuidar los bienes
sobrenaturales aún en el orden de las cosas terrenas. Al contrario, le incumbe Ia obligación de
encaminarlo todo, según las prescripciones de la sabiduría cristiana, al Sumo Bien, como fin
último, y sujetar todas sus acciones, en cuanto buenas o malas moralmente, o sea en cuanto
conformes o disconformes con el derecho natural y divino, a la potestad y juicio de la Iglesia».
Los principios y normas fundamentales que la jerarquía da sobre las realidades temporales
lo hace mirando a los hombres. Esta preocupación que la Iglesia tiene por el hombre conduce a
que la jerarquía esté siempre atenta a la vida de los pueblos; ésta no es estática, sino que se
desenvuelve con un dinamismo constantemente acelerado; aunque las leyes fundamentales de la
sociedad no varían, sí que varían sus necesidades; por lo tanto, la jerarquía no tiene que recordar
siempre los mismos principios, o al menos con idéntica formulación. Cada situación general de la
vida requiere que se destaquen aquellas normas que son más oportunas para la vida de los
hombres; los errores que se introducen en el mundo y los nuevos problemas que surgen con el
progreso de la historia determinan nuevas necesidades. La Iglesia «ha ido deduciendo
sistemáticamente, sobre todo durante el último siglo, las normas sociales a las que deben
ajustarse las relaciones entre los hombres. Y lo ha hecho teniendo en cuenta aquellos principios
generales que, por ser compatibles con la naturaleza de las cosas, con las diferentes situaciones
de la convivencia humana y con las principales características del tiempo en que vivimos, pueden
ser aceptadas universalmente».
A las necesidades generales del mundo responde, con su luz y con su aliento, el
magisterio supremo de la Iglesia; pero puede ocurrir que algunos pueblos tengan problemas
concretos; entonces es la jerarquía de esos países, responsable de la vida cristiana de sus hijos,
la que tiene el derecho y el deber de dar los principios que orienten los problemas temporales en
cuanto afectan a lo religioso. Esto mismo, en la escala respectiva, corresponde a los que tienen
encomendada una porción concreta del magisterio pastoral.
Es competencia de la jerarquía juzgar las ideologías y los sistemas sociales.
Ideologías. La Iglesia no puede ser indiferente a las doctrinas que se dan en el mundo relativas al
hombre y a la sociedad; la valoración que se dé al hombre y a las cosas condiciona en gran parte
la misma organización de todo el orden temporal. Cualquier ideología que, por principio o de
hecho, no respete las verdades cristianas sobre la persona humana y sobre los valores
temporales, puede sembrar la confusión en la mentalidad de los mismos cristianos y es un peligro
grave para la vida religiosa y para el mismo orden temporal. Toda ideología intenta cristalizar en
un sistema social conforme a sus principios. «Es la madurez de las ideas la que provoca, produce,
dirige, aprecia o condena la madurez de las cosas. La vida depende, se quiera o no, del modo de
pensar. Hoy esto es clarísimo: las ideologías –como ahora se dice- son las que gobiernan el
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mundo».
Cada sistema social se fundamenta en una concepción del mundo. El sistema liberal, el
sistema totalitario del fascismo y del nazismo, el sistema comunista, responden a una diferente
«weltanschaunge» que del terreno del pensamiento desciende a leyes e instituciones.
La jerarquía, atenta siempre a la vida religiosa del hombre, emite su juicio, pone en guardia
al mundo contra los errores y condena las doctrinas que pueden poner en peligro las bases
mismas de la civilización. No es otra la razón por la que la Iglesia ha condenado el liberalismo
(Libertas), el capitalismo liberal (Quadragesimo anno), el totalitarismo (Mit brennender sorge,
Summi Pontificatus) y el marxismo (Divini redemptoris).
La Iglesia, por medio de la jerarquía, debe ejercer una acción evangelizadora, exponiendo
y defendiendo la concepción que la fe cristiana tiene sobre el hombre y sobre el mundo, y, a la
vez, debe denunciar y condenar las ideologías que orientan a la sociedad de un modo opuesto al
sentido cristiano.
Sistemas sociales. La Iglesia tiene el derecho y el deber de juzgar los sistemas sociales por la
misma razón que juzga las ideologías.
El peligro que nace de las ideologías aparece de un modo más evidente cuando éstas se
han convertido en un sistema social. La Iglesia no puede quedar indiferente ante los sistemas
sociales; la organización de la sociedad condiciona fuertemente la vida moral y religiosa de los
hombres.
«Es competencia de la Iglesia, allí donde el orden social se aproxima y llega a tocar el
campo de la moral, juzgar si las bases de un orden social existente están de acuerdo con el orden
inmutable que Dios, Creador y Redentor, ha promulgado por medio del derecho natural y de la
Revelación».
Juan XXIII llega a una precisión mayor en la Mater et magistra al hablar de los contactos
que pueden tener los católicos con personas de distintas ideologías; después de indicar el deber
de obediencia a la sagrada jerarquía cuando ésta ha intervenido con autoridad en estas materias,
expone la razón:
«porque es la Iglesia quien tiene el derecho y la obligación, no sólo de defender los principios que
miran a la religión en la integridad de costumbres, sino también de pronunciarse con autoridad
acerca de la aplicación concreta de los principios».
Actúa formando cristianos auténticos. Hemos visto anteriormente cómo la Iglesia actúa en la
sociedad a través del hombre. La Iglesia transforma al hombre, y éste transforma al mundo; la
orientación eficaz de la realidad temporal para conformarla con su verdadero destino, Cristo, se
hará, en definitiva, por aquellos que tienen una responsabilidad activa en estas realidades, y esto
es tarea del cristiano seglar. «La jerarquía ejerce la mediación de los medios entre Cristo y los
fieles; éstos ejercen una mediación de vida, que es también, en su orden, un medio de gracia
entre el Cuerpo de Cristo y el mundo».
El seglar debe recibir del sacerdote, de la jerarquía, todo cuanto necesita para la
perfección cristiana. La actividad temporal es algo esencial a la vocación de santidad que tiene el
seglar cristiano; por eso la Iglesia tiene que formarlos para esta actuación.
La acción del magisterio, como la de las otras potestades, está en función del hombre, del
cristiano concreto. El sacerdote puede formar al seglar en una actitud de evasión o de
encarnación; esto tiene singular trascendencia en orden a la configuración cristiana del mundo; la
formación de la conciencia es vital para impulsar o para frenar la influencia cristiana de la Iglesia
en el orden temporal.
«Sin duda que el fin de la redención es la santificación personal, si es posible, de todos los
individuos; pero, según la economía de la gracia de Dios, la santificación de cada uno de los
hombres tiene que enraizarse, florecer y fructificar en la comunidad en que ellos viven; la cual –
también ella– debe estar vivificada por la fe en Dios y el espíritu de Cristo. Esta es la misión de la
Iglesia católica en cuanto a la vida pública. Como principio vital de la sociedad humana, debe ella
–sacándolo de las profundas fuentes de sus riquezas internas– extender su influjo por todas las
actividades de la persona humana. Y aquí es donde precisamente están las posibilidades todas,
tan grandes, de la acción de los seglares dentro de la Iglesia y para la Iglesia».
La falta de formación que el seglar ha recibido en este aspecto ha sido la causa de que su
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presencia cristiana en el mundo haya sido tan escasa. Por eso los papas, sobre todo desde Pío
XII, insisten en esta presencia del cristiano en el mundo. En el primer año del pontificado de Pablo
VI, la llamada a esta vocación aparece, de un modo u otro, en la mayor parte de sus discursos.
La educación que la jerarquía debe dar a los fieles, impulsándolos a la acción con el
bagaje necesario de principios y orientaciones, tiene su complemento en la asistencia espiritual a
los que están ya inmersos en esta acción transformadora del mundo. La unión de fe y vida
requiere un auxilio y asistencia espiritual intensa y continua. De otro modo, el seglar está expuesto
a ser absorbido por una acción puramente temporal sin inspiración cristiana y, lo que es peor, a
que pierda vigor su misma vida espiritual.
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José María Osés
Introducción a la doctrina social de la Iglesia.
(Texto extraído de Curso de Doctrina Social Católica. Ed. BAC.)
Capítulo III
DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
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sobrenatural», se propone llevar a la sociedad, con su doctrina social, la verdadera finalidad de
estar al servicio del hombre, para que las relaciones de los hombres se construyan sobre la
verdad, la justicia, la caridad y la libertad. Cuando la economía, y la política, y el progreso se
realizan sin tener en cuenta la ley natural, ni es verdadera economía, ni verdadera política, ni
verdadero progreso; cuando están transidas de la doctrina social de la Iglesia, cuando son fieles a
su propia naturaleza, vuelven a su verdadero ser. Esta es la consecratio mundi, que no consiste
en la confesionalidad de las realidades terrenas, sino en el sometimiento de las realidades
sociales a los principios de la doctrina social de la Iglesia.
4. FUENTES DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA: LA REVELACIÓN Y EL DERECHO
NATURAL
Los papas en sus documentos hablan unas veces solamente de la Revelación, otras de la ley
natural, pero con más frecuencia señalan conjuntamente al derecho natural y a la Revelación
como fuentes de la doctrina social.
La Revelación, fuente de la doctrina social de la Iglesia. La Iglesia encuentra las grandes
líneas de su doctrina social en la Revelación. En ella se pueden encontrar algunas enseñanzas
para aspectos concretos: el trabajo, el uso de los bienes, la justicia en el salario, etc.; pero la
riqueza de la Revelación como fuente de doctrina social está en el mensaje mismo de Dios y en
las grandes verdades que trae a los hombres.
Dios, origen y fin del hombre, lo crea con amor para disfrutar de eterna bienaventuranza.
Por el pecado rompe el hombre con Dios; pero Dios hace una alianza con el hombre, eligiendo a
Israel como pueblo suyo. La alianza se hace realidad en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, que
con su muerte y su resurrección reconcilia a los hombres con Dios, en EI se cumplen todas las
promesas. Jesucristo, primogenitus omnis creaturae, se ha unido a la humanidad para cumplir los
designios de gracia y comunión con Dios. En Cristo, Dios se acerca a los hombres, y los hombres
a Dios; la humanidad y toda la creación están ya reconciliados y vocacionados a la gran unidad de
formar un cuerpo cuya cabeza es Cristo.
Jesucristo es el fundamento y el sostén de la vida de los hombres. «Los cristianos, a
quienes más particularmente nos dirigimos, deberán saber mejor que los demás que el Hijo de
Dios hecho hombre es el único sólido sostén de la humanidad incluso en la vida social e histórica,
y que El, al tomar la naturaleza humana, ha confirmado su dignidad como fundamento y regla de
ese orden moral.
Es, por lo tanto, su principal deber hacer que la sociedad moderna retorne en sus
estructuras a las fuentes consagradas por el Verbo de Dios hecho carne. Si alguna vez los
hombres descuidaran este su deber, dejando inerte, en lo que está de su parte, la fuerza
ordenadora de la fe en la vida pública, cometerían una traición al Hombre-Dios, visiblemente
aparecido entre nosotros en la cuna de Belén».
El reino de Cristo comenzó ya en la tierra, y la Iglesia llevará al mundo el mensaje de ese
reino al que la vida social debe imitar: la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre
sí.
En la doctrina social de la Iglesia, el principio fundamental es la persona humana; junto a la
persona humana está la solidaridad de todos los hombres como base de convivencia social;
veamos, como ejemplo de la fuerza social que fluye de la Revelación, dos aspectos solamente de
la doctrina social de la Iglesia: la persona humana y la solidaridad.
La persona humana. Dogma fundamental de la Revelación es la creación del hombre por Dios,
hecho a su imagen y semejanza, redimido por Jesucristo y elevado a hijo de Dios por la gracia
sobrenatural. La dignidad natural del hombre es elevada en la Revelación al carácter de algo
sagrado; no es ninguna exageración la calificación de «dignidad sagrada» que el papa da a la
persona humana. La dignidad natural queda dimensionada y elevada al orden sobrenatural. De
este modo, la Iglesia, cuya doctrina social se fundamenta en la persona humana, saca de la
Revelación la doctrina que salva el valor sagrado de la persona humana en cualquier coyuntura de
la vida social.
La solidaridad. El olvido de la solidaridad de los hombres ha causado los grandes males de la
Edad Moderna. La solidaridad en el orden natural se basa en la igualdad de la naturaleza humana;
pero la Iglesia encuentra en la Revelación un fundamento mucho más sólido, y que es el don más
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precioso que Cristo le ha confiado: la caridad.
La caridad es la plenitud de la ley. El amor de Dios le ha llevado a entregar su hijo al
mundo. Y el amor es la respuesta que Dios quiere del hombre. Es el mandato de Jesucristo. Dios
juzgará a los hombres por el amor ejercido con sus hermanos. Cristo pide para todos el fruto de
ese amor: “Que todos sean uno, como tú y yo somos una misma cosa”.
De este mensaje de amor, la Iglesia toma la luz y la fuerza para llevar, con su doctrina y
con su acción, la solidaridad de los hombres a un grado mucho más fuerte que el que le dan los
lazos naturales.
Los dogmas contienen grandes consecuencias sociales; por eso los papas afirman que la
doctrina social de la Iglesia se fundamenta en la Revelación juntamente con el derecho natural.
El derecho natural. La doctrina social de la Iglesia se basa principalmente en el derecho natural o
ley natural. « ¡La ley natural! He aquí el fundamento sobre el que reposa la doctrina social de la
Iglesia»”.
Los pontífices dan una gran importancia al derecho natural en la vida social: «La ley
natural es la sólida base común de todo derecho y de todo deber, el lenguaje universal necesario
para cualquier acuerdo». La raíz de todos los males que afligen a la sociedad «brota de la
negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral tanto en la vida privada de los
individuos como en la vida política y en mutuas relaciones». Las leyes que regulan las relaciones
humanas hay que buscarlas donde Dios las ha dejado escritas, en la naturaleza del hombre.
En el lenguaje pontificio, derecho natural y ley natural vienen a significar lo mismo: «A la
luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo», «tal es la
principal de todas las leyes, la ley natural, escrita y grabada en el corazón de cada hombre, por
ser la misma razón humana que manda al hombre el bien y prohíbe hacer el mal». Derecho
natural y ley natural se corresponden; derecho natural es el conjunto de facultades y obligaciones
que brotan de la naturaleza humana, y ley natural, la expresión de esas exigencias.
Los papas no desarrollan el concepto de derecho natural; lo afirman sencillamente como
patrimonio común del cristianismo; en la Humani generis, Pío XII lo dice textualmente: «El
magisterio de la Iglesia ha utilizado sus principios y sus principales asertos, manifestados y
precisados lentamente a través de los tiempos por hombres de gran talento, para comprender la
misma Revelación divina».
El conocimiento de la verdadera naturaleza del hombre es esencial para conocer el
derecho natural. Las ideologías que tienen un concepto falso del hombre están incapacitadas por
principio para conocer el derecho natural. Los desórdenes sociales y los errores de los sistemas
sociales tienen su causa más profunda en una falsa concepción de la persona humana y, por lo
tanto, del derecho natural. Este arranca de la esencia del hombre, responde a los fines de su
constitución natural y expresa sus exigencias fundamentales. El conocimiento del derecho natural
se dirige a encontrar el orden de la vida individual y social exigido por la naturaleza del hombre”.
EI hombre debe someterse, en la vida individual y social, al orden que descubre la razón,
ordenado por el Creador. El derecho natural es el orden establecido por Dios, y el hombre debe
guardar este orden en sus relaciones con Dios, consigo mismo y con el prójimo. El hombre no sólo
descubre estas leyes que se derivan de su naturaleza, sino que las descubre como norma
imperativa anclada en Dios, como obligación moral que debe observar. El derecho natural tiene su
último fundamento en Dios, como autor y creador de la naturaleza. Quien no reconoce a Dios no
puede encontrar fundamentación sólida para el derecho. «Las leyes morales no tienen otro
fundamento sino Dios; si se prescinde de Dios, necesariamente pierden su fuerza».
La Iglesia encuentra principalmente en el derecho natural las bases del orden social. Y
porque la Iglesia es la intérprete del derecho natural, ofrece en su doctrina social las normas
verdaderas y firmes de un recto orden social.
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