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Jóvenes del siglo XXI aprendiendo filosofía.

Una reflexión desde la psicología 353

Jóvenes del siglo XXI aprendiendo filosofía.


33. Una reflexión desde la psicología

Silvia Di Segni Obiols*

Quiero comenzar estas reflexiones dejando en claro que conozco poco de filosofía de
manera que cabe preguntarse por qué he aceptado ocupar un lugar en estas prestigiosas
jornadas de enseñanza de esa disciplina. Las respuestas que puedo dar son, por un lado,
que tengo especial afecto por ellas ya que he seguido su desarrollo desde sus comienzos y,
por otro, que mi desempeño como jefa del Departamento de Filosofía y Psicología del
Colegio Nacional de Buenos Aires me motiva constantemente a pensar sobre el tema.

Voy a centrarme en dos preguntas que me parecen importantes:

1. ¿Cómo nos ubicamos hoy, adolescentes y adultos, en el proceso de enseñanza-


aprendizaje?
2. ¿Pensamos que la curiosidad por formularse preguntas y el interés por las respues-
tas que puede dar la Filosofía están presentes en los jóvenes de hoy?

Comencemos con la primera. Adolescere, decían los latinos y este término significaba para
ellos “ir creciendo”, convertirse en adulto. Creo que esa etimología de “adolescencia”
sigue siendo representativa de lo que sucede aún hoy en día aunque el contexto donde
ésta se desarrolla haya cambiado totalmente. Llevó muchos siglos a Occidente otorgar un
espacio de tiempo a los jóvenes que les permitiera crecer, formarse antes de hacerse cargo
de grandes responsabilidades y obligaciones, antes de responsabilizarse totalmente por sí
mismos y por otros. La adolescencia fue definida como una “moratoria” de la vida en los
sectores medios urbanos, un período de gracia antes de exigir a los jóvenes que pagaran

* Universidad de Buenos Aires.


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la deuda que habían contraído con sus padres. Con la madre, por haber arriesgado su
vida para tenerlos y haberlos criado; con el padre, por haberlos mantenido hasta la edad
en que podían trabajar. Esa moratoria permitiría que los jóvenes lograran una mejor edu-
cación y que, con ella, consiguieran mejores trabajos para devolver con creces lo recibi-
do. De todos modos está claro que no sólo serviría para educarse formalmente sino tam-
bién, como desde la Edad Media lo mostraron los goliardos, para divertirse y adquirir
experiencia en diferentes áreas de la vida.
En lo que se refería a la educación formal, se propuso a los adolescentes convivir con
sus pares mientras eran orientados en esa etapa de crecimiento por adultos. Naturalmen-
te si se trata de que los jóvenes sean iniciados en los secretos de la cultura que compar-
timos, debemos ser nosotros, los adultos que hayamos reunido saberes y experiencia en
alguna disciplina, quienes actuemos acompañándolos en ese proceso. Nuestro papel como
docentes, desde este punto de vista, es el de dar herramientas: abrir interrogantes, expli-
car contenidos, desarrollar habilidades, promover actitudes positivas sobre los saberes
complejos que constituyen su herencia cultural. Tan importante es este papel que a me-
nudo se intentó desvirtuarlo: durante las dictaduras en nuestro país sólo se enseñaba
Historia hasta las primeras décadas del siglo XX; se podaban los programas de Psicología
y Filosofía y aún la Matemática de conjuntos llegó a ser vista como una herramienta
subversiva que no se podía poner en manos de jóvenes, es decir, de seres poco confiables,
potencialmente subversivos. Cuando recuperamos y logramos, con dificultad, sostener
la democracia festejamos entre otras cosas ganar la libertad de transmitir a nuestros
jóvenes conocimientos sin censuras. Más allá de que la situación real no haya sido
nunca idílica en este sentido y que la censura abierta o encubierta sobreviviera, tam-
bién nos enfrentamos con otro problema: a los adolescentes ya no les interesaba dema-
siado lo que teníamos para decirles. ¿Qué pasó? Queríamos transmitirles las llaves de lo
que considerábamos esencial para acceder a un lugar adulto dentro de la cultura y nos
encontramos que estaban muy ocupados en otros intereses, manejando otros códigos,
hablando casi otro idioma.
Lo que había ocurrido era que había cambiado el mundo occidental en la segunda
mitad del siglo XX, alterando particularmente el lugar social del joven y del adulto. Este
proceso comenzó en la década del 50 y, luego de algunas interrupciones, en nuestro país
nos inundó en los años 80. Si hasta los años 50 el adulto y la cultura que lo rodeaba
habían sido ubicados en el centro de atención e idealizados, a partir de ese momento en
ese lugar se ubicaría al joven y todo cambiaría. Creo que un buen ejemplo para visualizar
esto es el mencionado antes cuando hablaba de la adolescencia como moratoria. Hoy en
día los jóvenes no sólo no se sienten deudores de los mayores sino que ocupan el lugar de
quienes merecen o a quienes se les debe un crédito. Creo que cualquiera de los dos
extremos es negativo y creo también que no hemos logrado un equilibrio saludable entre
ellos todavía.
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Si el adulto había sido durante siglos el modelo social, el ideal a imitar desde niño,
entonces adolescere era un movimiento natural y valioso hacia convertirse en adulto y la
adolescencia un momento de la vida, si breve mejor, porque lo bueno era crecer. Y el
papel del adulto era facilitar ese camino, ayudar a llegar a convertirse en un par. Cuando
en el lugar del adulto pusimos al joven este proceso se inhibió: al llegar a la juventud lo
mejor era quedarse allí, convivir casi exclusivamente con pares que, en algunos casos,
ocuparan el lugar de ideal mientras el adulto pasaba a ser identificado con lo viejo. Es
claro que la identificación, basada en la idealización previa, continúa siendo un meca-
nismo inconsciente válido, pero apenas detectada por la conciencia, lejos de ser sosteni-
do arriesga ser descalificada. Es interesante notar que esa idealización fue durante mu-
cho tiempo uno de los beneficios secundarios que recibíamos los docentes en nuestra
tarea mientras hoy se manifiesta muy escasamente. Esa idealización, mantenida dentro
de límites razonables, no hipertrofiada, era saludable tanto para los estudiantes como
para los docentes. Su ausencia afecta fuertemente el proceso de enseñanza aprendizaje.
Este es mucho menos fructífero y mucho más trabajoso en la medida en que se valora
poco al adulto y a su saber.
Otro aspecto no poco importante de lo ocurrido en nuestra cultura es la
horizontalización. Vivíamos en una verticalidad abusiva en la cual la figura de autoridad
era indiscutible y el trato esencialmente formal. Pasamos de esa verticalidad abusiva en
las relaciones a no establecer casi ninguna diferencia sea entre personas como entre
saberes y seudosaberes. Una cosa es pensar que el proceso de enseñanza-aprendizaje es
esencialmente dinámico, un intercambio entre docentes y estudiantes y otra muy dife-
rente pensar que ambos son exactamente iguales en ese proceso borrando toda la forma-
ción del docente, descalificándola. Por otra parte, en relación a la horizontalización de
los saberes así como hoy en día es muy difícil para nuestros estudiantes diferenciar
Parapsicología de Psicología dado que nosotros, los adultos, podemos darles el mismo
lugar en los medios masivos y en nuestra vida cotidiana, del mismo modo pueden igualar-
se para ellos autores como Santo Tomás y algunos personajes que enseñan algo que lla-
man Metafísica y que se publicita por la calle, en igualdad de condiciones.
Como resultado de estos cambios, gestados por adultos, ocurre que nosotros mismos
hemos contribuido a diluir nuestro lugar como tales. Las respuestas que damos a esta
situación son diversas. Para algunos esto puede ser visto como un alivio ya que les permite
evitar responsabilidades tanto en la familia como en la docencia; estos adultos van más
allá de los mismos adolescentes en la descalificación de nuestro rol. Otros adultos se
atrincheran construyendo un rol muy rígido y produciendo actitudes autoritarias para
hacerse valer. Otros, finalmente tratamos de buscar un difícil equilibrio que nos obliga a
transitar con angustia la improvisación casi permanente.
Todo esto tiene un fuerte impacto sobre los jóvenes. Si analizamos qué influencias
educativas reciben en esta época, vemos que son educados predominantemente por la
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familia, la llamada “cultura adolescente” y la escuela. Está claro que la escuela y la


familia como influencias educativas tienen fuerte desventajas ante la cultura adolescen-
te que llega con fuerza a través de medios gráficos, radios FM, algún canal de cable,
recitales y boliches pero también hay que decir que su éxito depende de que, de las tres
influencias, la más coherente ha provenido de ella. Nosotros, los docentes hemos mostra-
do contradicciones constantes que nos llevaron a entrar en conflicto con nosotros mis-
mos. Por momentos hemos tratado de seducir a los jóvenes con vanos intentos de adaptar
la escuela a las novedades mediáticas. Vanos intentos porque aquello que es seductor
fuera de la escuela, apenas la toca deja de ser interesante y porque la escuela es lenta y
las novedades audiovisuales vuelan. También intentamos predigerir saberes para hacer-
los más tolerables y los convertimos en francamente indigestos, insípidos o poco nutriti-
vos. En otros casos hemos defendido la escuela tradicional a rajatabla, a contracorriente
de todo lo que ocurriera afuera, intentando conservarla casi como una pieza de museo. Y
no fueron ni son pocos los intentos de algún equilibrio entre estas posturas extremas
donde intentamos, de manera bastante insegura, actualizar la escuela sin que pierda su
objetivo ni las formas indispensables. Estas mismas contradicciones aparecen en la fami-
lia. La cultura adolescente, en cambio, propone claramente un ideal de descontrol, la
búsqueda de placer permanente, una ilusión de juventud eterna, una apariencia perfec-
ta. Y lo presenta con la simpleza de un mensaje publicitario, negro sobre blanco, estimu-
lando con fuerza la escisión en quienes transitan una edad en la cual tal escisión es un
mecanismo que actúa con gran fuerza.
El problema aparece cuando tenemos que enseñar, Filosofía por ejemplo, y mostrar
que las ideas no son blancas o negras, que hay matices, que es necesario reconocer,
criticar, valorar, respetar. Cuando intentamos desarrollar un pensamiento crítico en me-
dio de un mundo con fuertes pinceladas de fanatismo. Cuando tratamos de ordenar el
razonamiento, de incluir algo de lógica; cuando intentamos que el lenguaje que se use
sea preciso, todo esto es visto como una iniciativa obsesiva en un mundo donde todo
principio de orden puede ser patologizado, denominado “obsesivo”. Nosotros, los docen-
tes, apelamos al proceso secundario, a la racionalidad, a la capacidad de espera, a la
tolerancia a la frustración en un mundo que les transmite a los chicos las maravillas de
vivir en proceso primario, logrando el goce permanente, agotando el deseo. Tenemos
todas las de perder y perdemos.
Pero perdemos por algunos motivos que pueden ser modificables. Uno de ellos es que
nosotros los adultos, no constituimos un bloque razonablemente coherente en donde
apoyarnos nosotros mismos; por el contrario, presentamos fuertes contradicciones. Por
ejemplo, mientras algunos de nosotros, como yo lo estoy haciendo ahora, hablamos con
preocupación de la pérdida del rol adulto, otros creen que es lo mejor que puede haber
sucedido y apuntan a terminar de destruirlo; otros intentan un renacimiento del rol
adulto tradicional, impermeable a los cambios ocurridos. Creo que la diversidad entre
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nosotros es fuente de riqueza y debe respetarse, pero creo también que si se considera que
el lugar adulto es inútil o que debe ejercerse de manera autoritaria, esos dos extremos
deberían ser criticados por la escuela ya que la niegan en sus fundamentos. En la escuela
es necesario que los docentes estemos convencidos de la necesidad de nuestro lugar, de
la importancia de nuestra actividad y que la ejerzamos con las mejores herramientas para
lograr una buena comunicación con una generación que, por momentos, nos produce la
sensación de convivir con extranjeros. Esto se puede lograr aún manteniendo las inevita-
bles y ricas diferencias que nos separan, pero requiere algunos acuerdos sobre la base de
uno fundamental: la necesidad de ocupar claramente el rol que nos toca.
La enseñanza de la Filosofía ocupa un lugar importante en este punto. Tiene herra-
mientas para promover el pensamiento crítico en los jóvenes y ayudarlos a ubicarse ante
la realidad que les toca vivir pero puede también optar por argumentar positivamente
sobre lo que estoy criticando, relativizando todo conocimiento, guiando hacia un fuerte
escepticismo o un nihilismo que algunas tribus urbanas toman como bandera. Cuando un
adolescente se encuentra con un docente que cuestiona la educación en su conjunto,
que relativiza todo valor, que se ubica en un lugar mucho más rebelde que el que él ha
sido capaz de inventar, probablemente se sienta atraído a esa posición aunque acentúe su
angustia ya que no le permite aferrarse a nada. No creo que el papel de la Filosofía en la
escuela deba ser ansiolítico, es decir el de dar respuestas y calmar la angustia existencial,
pero tampoco diría que tenga que tener por objetivo el aumentar la angustia propia de la
etapa. Esto durante la adolescencia puede ser sumamente peligroso por eso creo que
algunas posturas de relativismo extremo sostenidas por adultos en el marco de la crisis
económica y ética que vivimos me parecen francamente riesgosas.
Consideremos ahora el segundo punto: ¿se plantean los jóvenes las mismas preguntas
acerca de la existencia del mismo modo en que lo hicieron generaciones anteriores o éstas
pasaron irremediablemente de moda? Hace diez años, me preguntaba si los adolescentes
seguían viviendo los duelos que se supone corresponden a su edad o ya no lo hacían. Mi
respuesta era que éstos seguían vigentes pero en un entorno en que era mucho más difícil
detectarlos para los demás y elaborarlos para los jóvenes. Hoy diría respecto a las grandes
preguntas que ocurre lo mismo. Nuestros estudiantes se las hacen pero:

1. Les cuesta mucho más que antes encontrar las palabras para expresarlas;
2. les cuesta ordenar su razonamiento para pensar las respuestas;
3. aparecen mezcladas con otras preocupaciones, algunas de ellas francamente frí-
volas o superficiales;
4. les cuesta expresarlas porque casi no encuentran lugar donde otros también lo
hagan; los adultos nos hemos alejado de ellas;
5. esperan una respuesta rápida, una receta más que un largo proceso que les per-
mita llegar a decidir cuál es la respuesta más satisfactoria.
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Todas estas observaciones no harían más que comprobar el importante lugar que puede
jugar la enseñanza de la Filosofía a los jóvenes, no sólo por su capacidad de proponer
respuestas y abrir más preguntas sino porque proporciona herramientas para analizarlas.
Pero todas estas dificultades también hacen que, cuando los jóvenes llegan a quinto año
y se enfrentan a la Filosofía puedan aprovecharla poco. Está claro que para contrarrestar
todas las falencias enumeradas no basta con una única disciplina sino que es imprescin-
dible contar con todas ellas a favor del desarrollo de las habilidades básicas para lograr
que los jóvenes estén en condiciones de tomar su lugar dentro de la cultura que nosotros
nos ocupamos de transmitir sin dejar de lado su lugar dentro de la cultura adolescente
que les toca vivir. Quiero señalar que la Filosofía cuenta también con algunos puntos a su
favor para motivar a los estudiantes a acercarse a ella. Cuenta con el sabor de un saber
exótico, poco conocido; se la ve como una disciplina rara a la que poca gente se dedica,
de manera que la mayor parte de nuestros jóvenes no conocen casi a nadie dentro de
ella; está ubicada en el lugar de saber de saberes, por encima de los demás, lo que en un
mundo bastante narcisista la hace más atractiva. Que un adolescente diga que piensa
estudiar Filosofía suele darle una aureola de originalidad bastante particular.
Para cerrar lo dicho quiero subrayar que creo imprescindible ocupar el rol adulto
como acompañante del crecimiento de los jóvenes. Y creo también que esto se logra
solamente cuando nos ubicamos lejos tanto de los moldes autoritarios como de la dema-
gogia compinchista. En ese camino la enseñanza de la Filosofía se ubicaría entre dos
extremos riesgosos: el dogmatismo que ubica al estudiante en el lugar del niño incapaz de
pensar por sí mismo y el relativismo extremo que se ubica a su lado como otro adolescente
en crisis dejándolo más solo.

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