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Día 10 “Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos
fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre
él” (Mt.3:16)
Son variadas las imágenes acerca del Espíritu: algunas personales como las de
Consolador-Intercesor, Señor (2. Co. 3:17) y Madre (1. Co. 15:45) y otras
impersonales como el viento (Hch. 2:2-4), que obra misteriosamente y no podemos
dominar; como el fuego purificador (Mt. 3:11), que consume y recrea o como el agua
(Jn. 3:5) que limpia y da nueva vida.
Oración: Espíritu Santo: Tú que renuevas la creación, ven a mi vida y hazla fructificar.
En este versículo el Espíritu nos ayuda a orar intercediendo por nosotros. No solo la
creación gime, sino nosotros también lo hacemos aguardando nuestra redención, la
gloria venidera. Es por el Espíritu que alguien puede decir “Jesús es el Señor” (1. Co.
12:3b). Es por el Espíritu también que los cristianos clamamos “¡Abba, Padre!” (Ro.
8:15). Cuando damos gracias, pedimos o reconocemos al Padre y al Hijo; quien toma
la iniciativa es el Espíritu que habita en nosotros y nosotros en él. Así como en la
misión de Dios el Padre envía por el Hijo al Espíritu; en la oración, la alabanza, la
contemplación silenciosa y la celebración de la iglesia, el Padre recibe por el Hijo lo
que el Espíritu inicia en los creyentes. Al proceso de salvación iniciado por Dios, la
iglesia responde celebrando con gratitud y alegría el don recibido. Dios no solo actúa,
también recibe. Y nosotros deseamos que así sea: hablamos y queremos que él nos
escuche, alabamos y festejamos y queremos que él nos sienta. Una iglesia que recibe la
gracia, da gracias. Dios se regocija con nuestro arrepentimiento (Lc. 15: 7 y 10) y con
nuestra fidelidad (Mt. 25:21). ¡Qué bendición para nosotros alegrar el corazón de Dios!