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Jesús es bautizado

Pbro. José Andrés Bravo H.


Director del Centro Arquidiocesano de Estudios de la doctrina Social de la Iglesia.
Universidad Católica Cecilio Acosta.
Arquidiócesis de Maracaibo.

Hasta el mismo Juan el Bautista se sorprende de que Jesús se haya acercado a él para
pedirle que lo bautice. ¿Qué pretende Jesús con eso?, cuestionaría el precursor cuando le dijo:
“Yo debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3,14). Ciertamente, el mismo
Bautista había aclarado la diferencia de su bautizo con respecto al bautizo que esperamos
recibir del Señor que ha venido a reconciliarnos: “Yo, en verdad, los bautizo con agua para
invitarlos a que se vuelvan a Dios, pero el que viene después de mí los bautizará con el
Espíritu Santo y con fuego” (Mt 3,11). La predicación de Juan se centra en la conversión y
en la reconciliación, para disponernos a recibir al Señor. Para acompañar y fortalecer su
llamado, utilizó un rito sencillo, bañarse en el Jordán (según el significado etimológico del
verbo bápto. Bautizo es inmersión, baño). Es el bautizo de purificación, de lavarse de la
suciedad del pecado.

La purificación o el baño de regeneración al que invita Juan se convierte también en


una puerta de entrada al grupo de los que esperan la liberación que nos trae el Mesías, tal
como lo profetiza Isaías: “Verdaderamente traerá la justicia. No descansará ni su ánimo se
quebrará, hasta que establezca la justicia en la tierra” (Is 42,3-4). Y lo testimonia después el
apóstol Pedro: “Dios envió su Palabra a los hijos de Israel, para anunciarles la paz por medio
de Jesucristo, Señor de todos”. Y, refiriéndose a que también Jesús se alista en el grupo de
los que participan de la esperanza liberadora del pueblo, dice Pedro: “Ustedes bien saben lo
que pasó en toda la tierra de los judíos, comenzando en Galilea, después que Juan proclamó
que era necesario bautizarse. Saben que Dios llenó de poder y del Espíritu Santo a Jesús de
Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo bien y sanando a todos los que sufrían bajo el imperio
del mal” (Hechos 10, 37-38).

Pero, el acto bautismal de Jesús se transforma en la presentación del Mesías que nos
salva. Se produce una revelación del amor de Dios que es Trinidad, comunidad divina de
amor. Se abre el cielo y el Padre amante presenta al Hijo amado y donado: “Tú eres mi Hijo
amado, a quien he elegido” (Mc 1,11). Luego, Juan asegura que “en cuanto Jesús fue
bautizado y salió del agua, el cielo se abrió y vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él como
una paloma” (Mt 3,16). Jesús es el Cristo (el ungido, el Mesías). Por eso, al presentarse con
su programa misionero en la sinagoga de Nazaret, Él se sabe el profetizado por Isaías: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los
pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a liberar a
los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor” (Lc 4,18-19; cf. Is 61,1-2). En fin,
Jesucristo es el Hijo del Padre y el crismado (el Cristo) con el Espíritu Santo. Y, por eso,
Jesús nos bautiza con el Espíritu Santo.

Este misterio nos hace entender que el bautismo cristiano es un acontecimiento


trinitario: somos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt
28,19). En efecto, inmerso Cristo en el mundo humano, la humanidad es inmersa, por nuestro
bautismo, en la comunión divina de Dios. Somos, lo dice san Pablo, incorporados a Cristo
(cf. Rom 6,1-14). De esta manera comenzamos a ser, por él, hijos de Dios. Y, consagrados
por el Espíritu Santo que habita en nosotros, participamos de su misterio pascual, de su plan
de salvación, de su entrega amorosa en la cruz y de su triunfo glorioso de la vida eterna.

Quisiera concluir esta reflexión indicando los puntos fundamentales de la dignidad


bautismal, siguiendo las observaciones previas del ritual (Praenotanda) promulgadas el
quince de mayo de 1969. Ante todo, el bautismo es un Sacramento de Fe que nos permite,
movidos por el Espíritu Santo, responder a nuestra vocación cristiana o, como lo dice este
documento, responder al Evangelio de Jesús. Desde las gracias recibidas por Cristo, en el
Espíritu Santo, el Padre nos adopta como hijos para comenzar a vivir en comunión con la
Iglesia. Además, el baño del agua en la Palabra de vida, nos hace también participar de la
comunión divina de amor: “La invocación de la Santísima Trinidad sobre los bautizados hace
que los que son marcados con su nombre le sean consagrados y entren en la comunión con
el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”. Así, pues, por el bautismo somos hijos de Dios-Padre,
hermanos de Dios-Hijo y templos de Espíritu Santo que nos une a los bautizados en una sola
familia, la Iglesia.

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