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Hasta el mismo Juan el Bautista se sorprende de que Jesús se haya acercado a él para
pedirle que lo bautice. ¿Qué pretende Jesús con eso?, cuestionaría el precursor cuando le dijo:
“Yo debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3,14). Ciertamente, el mismo
Bautista había aclarado la diferencia de su bautizo con respecto al bautizo que esperamos
recibir del Señor que ha venido a reconciliarnos: “Yo, en verdad, los bautizo con agua para
invitarlos a que se vuelvan a Dios, pero el que viene después de mí los bautizará con el
Espíritu Santo y con fuego” (Mt 3,11). La predicación de Juan se centra en la conversión y
en la reconciliación, para disponernos a recibir al Señor. Para acompañar y fortalecer su
llamado, utilizó un rito sencillo, bañarse en el Jordán (según el significado etimológico del
verbo bápto. Bautizo es inmersión, baño). Es el bautizo de purificación, de lavarse de la
suciedad del pecado.
Pero, el acto bautismal de Jesús se transforma en la presentación del Mesías que nos
salva. Se produce una revelación del amor de Dios que es Trinidad, comunidad divina de
amor. Se abre el cielo y el Padre amante presenta al Hijo amado y donado: “Tú eres mi Hijo
amado, a quien he elegido” (Mc 1,11). Luego, Juan asegura que “en cuanto Jesús fue
bautizado y salió del agua, el cielo se abrió y vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él como
una paloma” (Mt 3,16). Jesús es el Cristo (el ungido, el Mesías). Por eso, al presentarse con
su programa misionero en la sinagoga de Nazaret, Él se sabe el profetizado por Isaías: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los
pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a liberar a
los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor” (Lc 4,18-19; cf. Is 61,1-2). En fin,
Jesucristo es el Hijo del Padre y el crismado (el Cristo) con el Espíritu Santo. Y, por eso,
Jesús nos bautiza con el Espíritu Santo.