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INQUIETUDES DE UN MONJE

Sobre el argumento ontológico de San Anselmo

Por Nicolás Zúñiga.

La experiencia contemplativa del creyente que busca el rostro de Dios y ansía la


intimidad con Él no excluye de ninguna manera la naturaleza racional del hombre de fe, al
contrario, esta experiencia exige también una comprensión intelectual de los misterios
vividos para satisfacer de algún modo esa imperiosa necesidad de conocer la Verdad de un
modo adecuado a la naturaleza racional del hombre. San Anselmo, monje benedictino de fe
sincera y ferviente, nota esta necesidad en su corazón y en el corazón de sus discípulos y es
por esto que recurre a la mayor fuente de conocimientos que puede tener el creyente: Dios.
De ahí que sus reflexiones filosóficas se nos presenten bajo el modo de plegaria, un diálogo
entre el hombre que busca entender y el Dios inefable y misterioso en quien cree. Fides
quaerens intellectum, afirmará enfáticamente nuestro monje, puesto que la fe no se trata solo
de confiar ciegamente en la autoridad de las Sagradas Escrituras y en la Tradición
eclesiástica, sino en dejarse iluminar también por la luz natural de la razón y descubrir por sí
mismo la coherencia de esta tradición recibida y la racionalidad de los misterios cristianos.

No intento, señor, penetrar tu alteza porque en modo alguno comparo con


ella mi inteligencia, pero deseo de alguna manera entender tu verdad, la que cree y
ama mi corazón. Y no busco entender para que yo crea, sino que creo para que yo
entienda. Porque también creo esto: que “si yo no creyera, yo no entendería”.

Proslogion I.

Comienza san Anselmo sus consideraciones con esta audaz afirmación, no es la razón
la que le ayudará a creer, sino al contrario, es la fe la que le ayudará a entender. Y es que para
el corazón que cree, la fe es don de Dios, no algo a lo que se pueda acceder con la sola luz
de la razón. De ahí que sus reflexiones buscarán más poner en evidencia la racionalidad de
la fe que justificar una verdad mediante las débiles fuerzas de la razón, puesto que Dios es
un misterio inaccesible que voluntariamente y por amor a nosotros se nos ha revelado a lo
largo de la historia de la salvación, la razón humana tiene sus límites y sin la fe no puede si
quiera vislumbrar el misterio que es Dios.

Luego, señor, que otorgas la intelección de la fe, otórgame, en cuanto me sea


conveniente entender, que eres, como lo creemos, y que eres eso que creemos. Y
creemos que tú eres algo mayor que lo cual nada pueda ser pensado. ¿Es [acaso]
que tal naturaleza no es, dado que “dijo el insipiente en su corazón: Dios no es”?

Proslogion II.

Nos presenta San Anselmo el concepto “Dios” como “aquello a lo que nada mayor
puede ser pensado”, no se refiere a otros aspectos más usuales de la fe cristiana respecto a
Dios como su ser creador, salvador, su eternidad, su bondad u omnipotencia, sino al concepto
más puro y universal de lo divino, su grandeza, no necesariamente en cuanto a dimensiones
espaciales sino a una grandeza que trasciende todos los limites de lo meramente sensible.
Concepto que incluso quienes le niegan son capaces de comprender, aunque sea para negar
su existencia. La agudeza de nuestro monje radica en que al establecer en el entendimiento
del ateo la concepción de Dios como aquello a lo que nada mayor puede ser pensado está
afirmando que esto “mayor” existe al menos en el pensamiento y es aquí donde puede escribir
la segunda parte de su argumentación:

Y ciertamente “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”, no puede
ser en el intelecto solamente. Pues si es en el intelecto solamente, puede pensarse que
también es en realidad, y esto es algo mayor. Si, luego, “aquello mayor que lo cual
no puede pensarse” es en el intelecto solamente: eso mismo “mayor que lo cual no
puede pensarse”, es “mayor que lo cual puede pensarse”. Pero ciertamente esto es
imposible. Existe, luego, más allá de duda, algo mayor que lo cual no puede pensarse,
en el intelecto y en realidad.

Proslogion II.

Aquí San Anselmo establece hipotéticamente dos realidades posibles, aquello mayor
de lo que nada puede ser pensado, pero que no existe fuera del pensamiento y aquello mayor
de lo que nada puede ser pensado, pero que sí existe en la realidad. El mismo concepto que
utiliza de aquello mayor de lo que nada puede ser pensado le sirve para afirmar su existencia,
puesto que aquello que está a la vez en el pensamiento y en la realidad es evidentemente
mayor que lo que solo está en el pensamiento. Y prosigue nuestro monje explicando que
aquello que existe con certeza es mayor que aquello que solo pensamos, por tanto si
pensamos en algo mayor de lo que nada puede ser pensado no podría no existir puesto que
entonces dejaría de ser aquello mayor de lo que nada puede ser pensado ya que carecería de
existencia, por lo que ya no sería lo mayor de lo que nada puede ser pensado, por lo que como
él mismo afirma: “ni pensarse pueda que no es” (Proslogion III).

San Anselmo nos presenta otra versión se este argumento, al afirmar que:

Pues puede pensarse que algo es y que de ello no pueda pensarse asimismo
que no es, y eso es mayor que aquello de lo cual sí puede pensarse que no es. Por lo
cual si de “aquello mayor que lo cual no puede pensarse”, puede pensarse que no
es: de “aquello mayor que lo cual no puede pensarse”, puede pensarse que no es
“aquello mayor que lo cual no puede pensarse”, lo que no puede convenir.

Proslogion III.

Es decir, se piensa en algo existente que no pueda pensarse como inexistente y se


piensa en algo mayor de lo que nada puede ser pensado, pero que no exista. En este sentido,
aquello que efectivamente existe, pero que no pueda pensarse como inexistente sería mayor
que aquello que pensamos como mayor de lo que nada puede ser pensado, pero que no exista,
en cuanto aquel algo efectivamente existe y no puede no existir. Pero de ser así, aquello
mayor de lo que nada puede ser pensado ya no sería lo mayor, sino aquello que no puede ser
pensado como inexistente, por lo tanto caeríamos en la contradicción de decir que aquello
mayor de lo que nada puede ser pensado no es aquello mayor de lo que nada puede ser
pensado, lo que es imposible, por tanto lo que no puede ser pensado como inexistente se
identifica con aquello mayor de lo que nada puede ser pensado. Concluye San Anselmo por
tanto que: verdaderamente es algo mayor que lo cual no puede pensarse, y de modo tal es,
que ni pensarse pueda que no es. (Proslogion III).

Es aquí donde se exacerba la devoción contemplativa de nuestro filósofo monje al


constatar que lo único que no se puede pensar como inexistente es efectivamente aquello
mayor de lo que nada puede ser pensado, y esto no es otra cosa que el Dios a quien dirige sus
plegarias y reflexiones:

Y esto eres tú, señor dios nuestro. De modo tal verdaderamente eres, que ni
pensarse pueda que no seas. Y justamente. Pues si mente alguna pudiese pensar algo
mejor que tú, ascendería la creatura sobre el creador y juzgaría del creador, lo que
es muy absurdo. Y dado que de todo lo demás, excepto sólo de tí, puede pensarse que
no es.

Proslogion III.

Donde de alguna manera expresa la contradicción en que se podría caer de atribuir la


necesidad de existencia a un algo que no fuera Dios mismo, por cuanto para la fe cristiana
todo lo creado proviene de Él y es totalmente contingente, es decir, son seres no necesarios,
siendo Dios el único ser absolutamente necesarios del cual provienen todas las cosas.

Ahora bien, como mencionábamos más arriba, todas estas consideraciones provienen
de un corazón ferviente que busca entender aquello que cree partiendo de sus bases
fundamentales, en este caso la misma existencia de Dios que como él mismo dice, puede ser
negada por el necio ateo, pero solo en las palabras no en el verdadero entendimiento. Aquí la
fe iluminada por la razón establece un sólido cimiento a la simple creencia y es capaz de
otorgarle al creyente un buen argumento para defender su fe ante las objeciones de quienes
no creen. Fides quaerens intellectum decía San Anselmo y es eso lo que con este argumento
pretende, presentar su propia fe bajo los parámetros del pensamiento racional, contradiciendo
de alguna manera las críticas de quienes relegan la fe religiosa al ámbito de lo absurdo e
irracional.

Sin embargo, éste es el camino personal descubierto por San Anselmo en la intimidad
de sus propias reflexiones y oraciones y no necesariamente una prueba certera de la existencia
de su propio Dios personal, revelado en las Sagradas Escrituras y con todos los atributos que
la Tradición teológica y eclesiástica le atribuye. Pero aún con esas limitantes, constituye un
concepto claro y evidente de que aquello mayor a lo que se refiere nuestro monje no puede
sino existir.
Ahora bien, ante la devota sagacidad de San Anselmo tenemos la respuesta de otro
gigante de la teología medieval, Santo Tomás de Aquino, de la Orden de Predicadores, quien
usando del método escolástico propio de su época y con la fineza que le proporciona la crítica
racional a las afirmaciones anselmianas dirá que:

Aun suponiendo que alguien entienda el significado de lo que con la palabra


Dios se dice, sin embargo, no se sigue que entienda que lo que significa este nombre
se dé en la realidad, sino tan solo en la comprehensión del entendimiento. Tampoco
se puede deducir que exista en la realidad a no ser que se presuponga que en la
realidad hay algo mayor que lo que pueda pensarse. Y esto no es aceptado por los
que sostienen que Dios no existe.

Summa theologiae I, 2.

La virtud del aquinate consiste precisamente en dejar el fervor orante fuera del ámbito
de sus propias reflexiones racionales y tomar la postura del ateo ante los argumentos de su
predecesor, porque en realidad para poder afirmar que aquello de lo que nada puede ser
pensado efectivamente existe, primero debemos presuponer que realmente existe en la
realidad, por lo que caeríamos en una tautología. En otras cuestiones de su Summa, propondrá
Santo Tomas otros argumentos para acceder al conocimiento de lo divino, pero que apuntarán
más a realidades empíricas que a comprensiones del propio entendimiento (diferenciación
que con los años será llamada argumentación a priori y a posteriori).

Es así como el argumento de San Anselmo, si bien puede servir de base a las
reflexiones del creyente, lo que en realidad demuestra es que efectivamente existe en la
naturaleza un algo mayor que de alguna manera puede manifestarse al creyente como
identificable con su propio Dios, pero que no necesariamente es así para el que no cree en la
existencia del Dios cristiano. Este algo mayor puede considerarse desde la perspectiva de las
nociones metafísicas de perfección, acto de ser, unidad, bondad, verdad, belleza, pero cuyas
características escapan ya al concepto personal y relacional que vinculan al creyente con su
Dios y es por esto que Santo Tomas puede rechazar tranquilamente el argumento de San
Anselmo, en cuanto no se puede presuponer que todos posean la misma comprensión de
aquello de lo que nada mayor puede ser pensado como un algo verdaderamente existente
fuera del puro entendimiento.
Sea como fuere, el argumento ontológico o a priori de San Anselmo es un intento
autentico de alcanzar racionalmente las verdades de la fe y de cierto modo alcanza su objetivo
de ofrecer al buscador sincero un estímulo por cuestionar sus propias percepciones y
sumergirse en las paradojas del entendimiento y de su propia comprensión de lo real.
Además, con el argumento de San Anselmo queda de cierto modo insinuada la cuestión sobre
si es posible establecer la existencia de un algo desde el puro entendimiento de quien lo
piensa, lo que -aunque fuera ya cuestionado por el Angélico- evidentemente requerirá
posteriores desarrollos filosóficos por parte de los modernos, especialmente de Descartes,
quien dedicó una especial atención a este tipo de elucubraciones:

Acostumbrado en todas las demás cosas a distinguir la esencia de la


existencia, me persuado fácilmente de que la existencia puede ser separada de la
esencia de Dios, y así es posible concebir un Dios que no es actualmente. Pero
cuando pienso más detenidamente, veo que no puede separarse la esencia de la
existencia de Dios, del mismo modo que de la esencia de un triángulo rectángulo no
puede separarse el valor de sus tres ángulos igual a dos rectas (ángulos rectos, es
decir 180°), ni de la idea de una montaña la idea de un valle; de suerte que concebir
un Dios, un ser soberanamente perfecto, sin existencia, con falta de alguna
perfección, es lo mismo que concebir una montaña sin valle.

Meditaciones metafísicas, 5ta.

Como podemos ver en el desarrollo de este argumento, recurre Descartes a la


tradicional conceptualización metafísica respecto de la esencia y la existencia, las que en el
común de las cosas que son están adecuadamente diferenciadas, siendo una el modo de ser,
la esencia, y la otra el acto mismo de ser, la existencia, por lo cual se establecen como cosas
distintas. Sin embargo, en el caso del Ser en sí mismo, Dios, estas dos realidades no se
distinguen, puesto que el modo de ser vendría a ser una suerte de limitante al acto mismo de
ser, en el sentido que el ente solo puede ser aquello que determina su esencia, y dado que en
Dios no hay limitaciones, entonces su esencia es su propio acto de ser, su modo de ser es
simplemente ser, por tanto, esencia y existencia en él se identificarían.
Descartes cimenta en estas definiciones su propio argumento, aduciendo que en la
misma comprensión de Dios como “el ser en que esencia y existencia se identifican” ya está
implicada la existencia real de Dios mismo, puesto que si no existiese tampoco se podría
concebir en la mente como una idea clara y distinta de esas que le encantan a nuestro filósofo.
Implica su existencia del mismo modo que las definiciones que ejemplifica de la montaña y
el triángulo, si un triangulo no diera 180° al sumar sus ángulos internos, no sería un triángulo,
y si Dios no existiese, pues no sería Dios. De lo que se deduce que esta idea de Dios, tan clara
y distinta que tenemos en la mente, necesariamente debe existir en la realidad, si no,
simplemente no la podríamos concebir.

Como vemos, la estructura de este argumento sigue siendo la misma que la del que
nos ofreciera san Anselmo, por cuanto se determina una definición de Dios en cuya definición
resulte imposible concebirlo en la mente sin que exista efectivamente en la realidad, y de lo
que se concluye que no puede sino existir.

Sin embargo, tanto la crítica tomista como otras que se han elaborado a lo largo de la
historia, nos muestran que este argumento preasume que quien conceptualiza la idea de Dios,
debe asumir su existencia como parte de sus propiedades esenciales, sea para incluirla dentro
de sus perfecciones y grandeza, sea para ligarla metafísicamente a su esencia, pero esa
necesidad de implicancia por supuesto que no cabe en la mente de quienes niegan la
existencia de Dios, quienes no tienen su existencia como una idea clara y distinta cartesiana,
ni menos necesitan de su existencia como parte de aquellas grandezas de ese algo de lo cual
nada mayor puede ser pensado.

Es necesario reafirmar que este argumento, sea cual fuere su formulación, goza de
partidarios y retractores a lo largo de la historia, y aún sigue cautivando los intelectos de
muchos quienes ante él se enfrentan y cuestionan la validez de este tipo de argumentaciones
a priori y prefieren ante todo los argumentos a posteriori, especialmente cosmológicos, que
se fundamentan en una experiencia concreta y explícita de la realidad tangible, de la cual nos
podemos remontar gradualmente hasta el conocimiento de lo Divino, ejemplo de ello son las
clásicas cinco vías tomistas. Otra vía de acceso es la moral, que necesita de la figura divina
para poder cimentarse según ciertos filósofos como Kant y otros que afirman que, dado que
existen valores morales, debe existir el Dios en el que éstos se fundamentan.
Todos estos argumentos ontológicos, cosmológicos, morales, etc. pretenden acceder
racionalmente a una realidad que por sí misma traspasa los límites de lo racional, por lo que
es natural que muestren ciertas debilidades en su estructura a pesar de que a primera vista
puedan parecer formulas bastante sólidas. Por lo demás, usualmente llegan sólo a la
existencia de un “algo” que goza de ciertas características, pero que no necesariamente
podemos identificar con el Dios de la tradición cristiana o de alguna otra religión, que son
dioses que tienen cualidades particulares, historias míticas concretas, un vínculo muchas
veces afectivo con sus creyentes y todo un contexto religioso y/o espiritual que les aleja de
las elucubraciones intrincadas y racionales de la filosofía y teología natural.

El concepto de “Dios” al que llegan los argumentos teológicos, sean a priori o a


posteriori, es una abstracción que difícilmente convencerá al no creyente y que, por lo demás,
no necesita el creyente para creer, a pesar de que le pueda ayudar a estabilizar en algo lo
irracional de su fe.

El aspecto donde radica la importancia de estas argumentaciones teológicas, pero


sobre todo de los argumentos ontológicos, es que ofrecen a la mente racional la posibilidad
de alcanzar un conocimiento directo de alguna verdad más allá de lo que los sentidos puedan
percibir en la realidad tangible, más allá de lo que el mismo conocimiento científico con sus
métodos puedan comprobar y más allá de lo que posee una existencia manifiesta y directa.
Tangencialmente, estos argumentos responden a la necesidad existencial del hombre de fe,
de poder alcanzar cierta seguridad racional ante sus propias creencias, ante sus inseguridades
y limitaciones. Para el no creyente, resultan un buen ejercicio intelectual que le desafía e
impulsa a cuestionarse incluso su propio ateísmo y abrirse a la posibilidad de que estos
argumentos ofrezcan alguna respuesta. Para la teología natural y la filosofía, estos
argumentos serán la base para la construcción de una metafísica teológica que de ellos
desplegará todas las cualidades necesarias que se le atribuyen a este concepto que conocemos
como el “Dios de los filósofos”, abstracción propia de la ontología y que nos muestra aquel
Ser perfecto, necesario, inmutable, que ya desde Parménides viene problematizando nuestras
mentes.
Referencias

Descartes. Meditaciones metafísicas. En:

http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/4/1566/4.pdf

San Anselmo de Canterbury (2016). Proslogion (Trad. Enrique Corti). Miño y Dávila.
Buenos Aires.

Santo Tomas de Aquino (2001). Suma de Teología cuarta edición (Trad. José Martorell
Capó). B.A.C. Madrid.

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