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El tiempo pasaba llenándome de gran ansiedad mientras continuaba enviándole

historias a Pablo.
Rodrigo –tal como lo prometió–, revisaba cada una de mis cartas, y aprovechaba
para hacerme comentarios acerca de sus contenidos. Una vez autorizadas, yo
metía discretamente en los sobres un pétalo de rosa que disecaba antes entre las
hojas de mis libros. Qué bueno que mi padrino nunca se dio cuenta de ello porque
me hubiera exiliado al Polo Norte.
Mi deseo más grande era que en cuestiones de amor Pablo fuera más decidido.
En sus respuestas, siempre cordiales, no platicaba de algo que no fuera el
periódico y lo muy agradecido que estaba con los escritos enviados por mí. A
pesar de esa lentitud de sentimientos, tenía la esperanza de que poco a poco
nuestro amor fuera fortaleciéndose.

La idea persistente en mi cabeza de volver a soñar despierta, me llevaron a


intentarlo. A fin de no revivir a Pedro, decidí cambiar de escenario, ya no soñaría
con el café, ahora soñaría en un hermoso paraje.
Pablo y yo caminábamos muy despacio por una preciosa y tranquila calle, cuya
banqueta tenía a un costado una enorme enredadera que nos separaba de un
bosque pequeño. Él me ofrecía su brazo y prestaba atención a todo lo que le
decía sin interrumpirme, me miraba como si estuviera endiosado y yo me dejaba
admirar. Era gentil y cariñoso. Nunca hizo mención de mi aspecto físico, por el
contrario, daba la impresión de que eso no le importaba –aunque la verdad me
imaginaba un poco más bonita y a él un poco más alto y más apuesto.

Nuestras conversaciones trataban de un futuro muy hermoso, me prometía una


vida apacible, tranquila, llena de amor y confianza.
–Si lo que la hace feliz es que me retire del periodismo, sabe que por usted lo
haría gustoso. –decía con voz serena.
–¿Realmente haría eso por mí? ¿Y en qué trabajaría?
–Me gustaría hablar con don Rodrigo para saber si existe la posibilidad de
asociarme con él en la platería. Cuento con recursos suficientes y si él lo autoriza,
podríamos vivir en Taxco con sus padrinos.
La emoción carcomía mi interior. ¿Sería posible que Pablo hiciera eso por mí?
–¿Y qué piensa de las familias grandes? –pregunté mirando a horizonte.
–¡Me encantan! Quisiera tener muchos hijos. Claro, si usted así lo desea.
En ese momento, Pablo tomaba mi mano y la apretaba entre las suyas, se
acercaba más a mí, como queriéndome abrazar. Yo mantenía la distancia
prudente, pero sí me dejé apretujar la mano. Prácticamente era una declaración
de matrimonio.
Al abrir los ojos floté en el aire, me miré al espejo y los ojos me brillaron con
fuerza. Así de contenta me mantuve varios meses porque repetía
incansablemente mi sueño. Siempre me causaba una extraña alegría que duraba
horas y horas. También me dio por abrazar a Boni, cuestión que a Mina no le
gustaba porque decía que me manchaba todos los vestidos con su pelito blanco.

Lo que yo sentía por Pablo se transformaba cada día. Se apoderaba de mi


corazón de a poquitos. Llegó el momento en que se convirtió en el hombre de mi
vida. Sólo pensar en él me emocionaba, y esperaba ansiosa el día en que
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aceptara una nueva invitación de Rodrigo para venir a Taxco, y que efectivamente
me pidiera que fuera su esposa.

Mi padrino, por su parte, me insinuó un par de veces la posibilidad de que yo me


estuviera enamorando de Pablo. Tuve que negarlo categóricamente porque
Rodrigo me prohibiría seguir en contacto con él, y no porque no quisiera que me
casara, si esto era lo más importante, sino que no era la forma de iniciar ni el
cortejo ni el noviazgo.

Con la finalidad de tenerlo más cerca para vigilar la situación, Rodrigo se tragó su
orgullo después de tantos desaires, y lo invitó nuevamente ejerciendo mucha
presión para que no pudiera negarse. Se ofreció a que su chofer fuera
exclusivamente a la capital para recogerlo y llevarlo también de regreso a su
casa. Esta vez le pidió que no sólo viniera a cenar, sino a compartir un fin de
semana completo con nosotros.

El tiempo de respuesta de Pablo se me hizo larguísimo. No encontraba la manera


de entretenerme. Leer me desesperaba, cocinar me ponía nerviosa y tejer me
aburría. Cada minuto, transformándose en una hora, me asfixiaba en un letargo
interminable. Aun el pastel de coco que me cocinaba Lola y que tanto me
gustaba, no era ya de mi agrado. Mis sueños eran insuficientes para sostenerme
de buen ánimo. Creció a tal nivel mi ansiedad que poco faltó para que le sugiriera
a mi padrino que viajáramos a la capital a fin de verlo y pedirle yo su mano.

Con una gran ironía, Rodrigo nos comentó un mes después.


–Vaya, vaya, qué difícil muchacho, se nota que está muy ocupado, pero por fin
dijo que sí.
La sonrisa apareció repentina e incontrolable en mi rostro. No cabía en mí de la
alegría. Rápidamente traté de controlarme, pero en cuanto estuve sola, canté,
baile, brinqué. Mi letargo se transformó en una profundísima dicha.

Los preparativos para la recepción absorbieron completamente mi tiempo y


energía. A Mina le dije que me gustaba recibir visitas tan importantes de la capital,
y con esa excusa, acomodé los macetones para que destacaran las mejores
flores y ayudé a Francisca a sacudir toda la sala y el recibidor. En unas cuantas
horas estaba exhausta. Hasta yo misma me involucré auténticamente en la
preparación de la comida, la cual tenía que gozar de los más suculentos sabores.
Preparé el postre preferido de Rodrigo –para mantenerlo de buen humor– que
consistía en galletitas tipo francés con licor de naranja. Esas galletas le gustaban
tanto que no podía dejar de comerlas, por lo que sólo se preparaban algunas
veces. Mina decía que Rodrigo tenía un poco de sobrepeso. A mí más bien me
parecía que era un hombre muy alto y fornido y por eso daba la impresión de
tener algunos kilos de más.
De vez en cuando escuchaba la vocecita de Lola que me decía:
–No se emocione tanto, mire que primero hay que conocerlo bien.
Así, repetía lo mismo una y otra vez. Llegó un momento en el que me desesperó.
–Lola, ¿qué no puede mantenerse callada?, ¿qué le hace pensar que me
interesa?
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Sólo me miró y sonrió.
–Señorita, usté hágame caso. Qué tal que le toca un borracho.
–No puede ser, ¿qué le pasa con los borrachos? ¿Cree que todos toman? ¿Por
qué Pablo habría de ser borracho?
–¡Uy! Pos no sería nadita raro. Todos son borrachos.
–Mire Lola, ¡pobrecita de usted si se convierte en ave de mal agüero! Yo misma la
corro de la casa.
–Ah, entonces sí le gusta.
–¡Cállese ya!
Me miró asustada, pero a pesar de ello volvió a repetir entre dientes:
–No se emocione…

Mina en cambio, aprovechó el momento en el que me senté en el comedor a


descansar para acercarse a mí.
–Hija, quiero hablar contigo.
Sus gigantescos ojos me impresionaron. Por un momento pensé que estaba
conversando con mamá.
–Quiero que sepas –dijo al sentarse a mi lado– que debes recordar lo que te he
enseñado sobre el comportamiento de una dama. Cada vez que ha venido un
pretendiente he tratado de instruirte. Pero ahora veo un brillo muy especial en tus
ojos, y de sobra sé, porque también me enamoré mucho alguna vez, que nuestros
sentimientos nos producen una especie de olvido, y que de finas damas podemos
asemejarnos a unas brutas sin educación. Así que quiero repetirte esto con
calma. Tus modales deben ser delicados. Nunca lo interrumpas cuando hable.
Siéntate derecha y recógete bien esos cabellos para que te vea acicaladita. No
bebas más que yo, fíjate muy bien en eso, yo sólo tomo tantito jerez y nada más.
No uses tu abanico durante la comida ni cruces las piernas. No te pares a su lado,
siempre estate junto a mí, y lo más importante, deja que tu padrino converse
ampliamente sobre asuntos de hombres con él. ¿Tienes dudas?
¿Cómo iba yo a tener dudas después de esa retahíla de indicaciones que ya me
sabía yo más que de memoria?
–Pero madrina, –objeté– ¿qué usted también cree que estoy enamorada de él
sólo porque dizque me brillan los ojos? Lo único que busco es que publique mis
escritos y eso es todo.
Vi clarísimamente que Mina se quiso aguantar la risa.
–Bien –continuó– De todas formas no está de más que prestes atención a mis
recomendaciones. Quizás todavía no estés tan enamorada, aunque pienso que ya
sientes algo.
No me dejó contestarle. Se levantó y acomodó su vestido antes de salir al jardín.

Mina era realmente escrupulosa. No había detalle, por pequeño que fuera, que no
llamara su atención. Todo debía ser perfecto, desde la vestimenta, el peinado, la
casa, la comida, en fin, empleaba su vida entera en corregir defectos. Realmente
era una mujer en toda la extensión de la palabra.

La emoción de recibir a Pablo hizo que no pudiera dormir nada en la noche.


Cuanto más pensaba que si no descansaba amanecería con ojeras, más me
preocupaba y más se me espantaba el sueño. Llegó a tanto mi desesperación
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que hasta salí al balcón a tomar aire fresco y ver la enorme cantidad de estrellas
que me acompañaban. Por poco me da un jalón en la cara del aire frío porque
hasta sentí el cachete como que se me estiraba de lado. Lo bueno es que no fue
nada. Boni iba detrás de mí siempre. Creo que también le hice pasar una muy
mala noche.

Por fin llegó el día tan esperado. Mina decidió peinarme ella misma con la excusa
de que Lola me estaba pegando sus gustos. Me jalaba para todos lados, me
restiraba tanto que parecía china, hasta que me recogió el cabello en tres medios
chongos con un listón blanco tejido entre ellos. Nada de fleco ni pintura. Mi
belleza pálida y fantasmagórica debía mostrarse al natural. Me prestó unos aretes
tan hermosos, hechos de filigrana de plata excelentemente bien trabajada, que
eran iguales a dos torrecitas de estalactitas muy bien armonizadas. No llevé collar
porque mi vestido tenía un cuello de encaje alto y no combinaba más que con un
pequeño prendedor de plata. El vestido, azul claro, tuvo que ajustármelo Lola para
que no lo arrastrara demasiado. Lo combiné con unos zapatos blanco mate que
armonizaban con los puños. No es por nada, pero ese día me sentía yo la mujer
más guapa y feliz de todo el mundo.

A las 2 de la tarde llegó mi tan esperado tesoro enfundado en un traje beige claro
con zapatos del mismo tono. Venía impecablemente peinado con raya a un lado.
Esos ojos se depositaron en mí tan pronto como entró junto con Rodrigo a la sala,
y como si fuera un hipnotista me hizo descubrir en segundos que yo no lo quería,
sino que estaba completamente enamorada de él. Dentro de mi estómago había
una feria entera, y como siempre, empecé a sudar copiosamente; tuve que sacar
el pañuelo y disimuladamente limpiar mi barbilla por lo menos unas tres veces en
lo que se alistaba el comedor.

La conversación fue muy apacible. Los señores platicaron durante casi media
hora de la vida en la capital. Por momentos me mareaba, el aire me faltaba y el
sudor de mi cara paso a las manos. Hice tantas pruebas de comida para saber si
todo estaba bien cocinado que al sentamos en el comedor pensé que me saldría
un buche como el de los pollos de corral. Lo poco que probé me pasaba despacito
por la garganta, de manera que tenía que tomar agua. Lo malo era que cuanta
más tomaba, más sudaba.

Rodrigo y Pablo llegaron a un acuerdo. Lo que yo escribiera seguiría


publicándose bajo el nombre de Pablo, pero de ninguna manera recibiría yo pago
alguno por mi trabajo. Según mi padrino eso sólo era cosa de hombres. Así que el
dinero que mi sujeto de amor llevaba para dármelo por lo que ya había sido
publicado, regresó de donde vino, tal como salió.

El corsé que llevaba puesto me apretaba tanto que casi no podía hablar,
especialmente si estaba sentada, y mi voz salía muy aguda, por lo que me limité a
escuchar atentamente la conversación de sobremesa.
Noté que al intentar verlo a los ojos, Pablo miraba automáticamente al centro de
mesa. Casi no me dirigió la palabra, aunque fue realmente atento con sus

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comentarios. Su timidez no era acode con la personalidad de un periodista. Cosa
extraña.

No eran todavía las 9, cuando Rodrigo decidió que todos fuéramos a dormir.
Tampoco pude pegar ojo esa noche. La sola idea de sentir su presencia en la
casa me llenaba de cosquillas el estómago.
El insomnio me orilló a soñar en él.
Los dos caminábamos nuevamente por esa calle preciosa, sólo que ahora,
Rodrigo se unía a nuestra caminata, lo que me obligaba a soltar el brazo de Pablo
y tomar el de mi padrino.
–Don Rodrigo, he conversado muchas veces con Mónica sobre proyectos que
podemos tener juntos, algo así como casarnos. Sólo han sido conversaciones
informales, nada que contravenga su disposición respecto a una relación formal
con ella. Es por esto que, al saber que Mónica está de acuerdo, me atrevo a
pedirle la oportunidad de que yo fuera a su casa para pedir formalmente la mano
de su ahijada.
Me quedé expectante. Rodrigo me miró y abrí los ojos en señal de que no tardara
en responder.
–Me parece que usted será un excelente marido pa mi hija, sólo espero que
cambie de trabajo porque eso del periodismo…
–Sí señor, ya lo hablamos, me gustaría asociarme con usted en la platería, y si
me aceptan, vivir con ustedes.
Rodrigo sonreía y sacaba el estómago en señal de satisfacción.
–Claro que sí, pa que estamos Mina y yo, si no es pa recibirlo como yerno, no se
diga más. Preparemos la pedida de mano.
Pablo me miraba fijamente y sonreía de pura felicidad.

Creo que el sueño lo repetí cerca de quinientas veces esa noche. Más lo pensaba
y más lo repetía.

Cuando bajé en la mañana para desayunar, sólo me sostenía el almidón del


vestido. Si no fuera por eso, mi cansancio no me hubiera dejado ni salir de mi
cuarto.
Mina y Rodrigo ya estaban en la mesa, ¿y Pablo? En un instante pensé que
estaba en los jardines, al siguiente, que no se había levantado, y al ver la
expresión de Mina, supe que iba camino a la capital.
–¿No se iba a quedar todo el fin de semana? –pregunté tragándome las lágrimas.
–Sí –dijo Rodrigo– pero tuvo que irse.
–¿Un imprevisto? –insistí.
–No –contestó Rodrigo sin mirarme– Ha tenido buenas razones pa hacerlo.
Primero desayuna y luego hablamos.

Mina no me veía a los ojos; mala señal. Rodrigo comenzó a leer el periódico en la
mesa; pésima señal. Normalmente lo hacía antes del desayuno. Cada bocado me
caía como un trozo de metal al estómago. La incertidumbre y angustia lograron
que me atragantara un par de veces, sin embargo, ahí estaba yo, sabiendo que
algo malo me dirían, pero con la esperanza de no perder el contacto con aquel ser
tan querido por mí.
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La tensión creció tan rápido como la espuma de un fermento. Minuto tras minuto
imaginé diferentes situaciones, hasta que Rodrigo se levantó y dio la señal de que
lo siguiéramos.
Era natural que Mina ya estuviera enterada. Seguramente sus pensamientos
estaban más que en mí, en ella misma, tratando de adivinar cómo me consolaría.
–Bueno hija, el periodista se fue –comentó Rodrigo al prender su habano.
Completamente recargado en su cómodo sillón de bejuco y con las piernas
cruzadas intentaba transmitir el mensaje inofensivo de “aquí no pasa nada”. Su
rostro estaba algo abotagado, y únicamente se ponía así cuando tenía una gran
preocupación.
–¿Qué razón le dio? –pregunté sentándome frente a él.
–Pues resulta que tiene la idea de que tú te has enamorado de él, y como un
caballero a todas luces cabal, me ha comentado que él ya tiene compromiso.
Como es lógico, ha decidido no alimentar falsas esperanzas en ti.
–¿Y por qué no me lo dijo a mí?
–Pues creo, hija, que es conocedor de la naturaleza femenina. Te ha querido
evitar un disgusto mayor y que te pusieras a llorar. Además, era su obligación,
como lo determina nuestra sociedad, que se lo dijera a tu tutor, que en este caso
soy yo.

La noticia fue peor que un balde de agua helada. –Contrólate Mónica –pensé.
–¿Y qué les ha hecho pensar que yo pudiera estar enamorada de él?
Mis padrinos cruzaron una fugaz mirada.
–Se te nota –dijo él.
–Y yo creo –contesté con la mayor serenidad de la que pude apoderarme en
aquel momento– que ustedes están equivocados. Si no es porque es imposible
que entren en mi corazón, verían claramente que lo que yo he visto en él no es
más que a un amigo, un amigo que ha tenido paciencia con mis escritos y ha
demostrado tener una excelente educación. No veo el porqué de un desaire tan
grosero que no procede de tal educación. ¡Qué molesto que haya siquiera
imaginado que yo podría interesarme en un periodista como para que fuera el
padre de mis hijos!

Mi arrebato de ira me impulsó a levantarme y a caminar por la sala como animal


acorralado.
–Hijita –trató de calmarme Mina– No tienes por qué fingir frente a nosotros, ¿ya
se te olvidó que hasta te di recomendaciones especiales porque veía un brillo
especial en tus ojos?
–No madrina, todo fue una apreciación equivocada de su parte. ¿Y ahora qué?,
¿por esta equivocación he de dejar de escribir, que es lo único que de corazón
me gusta hacer? ¿No le parece a usted injusto, padrino, que me sienta tan
frustrada?
Rodrigo realmente no supo qué contestarme. Es muy probable que esperara una
reacción diferente, quizá que me pusiera a llorar. Dejé unos segundos la pregunta
en el aire, e inmediatamente subí a mi cuarto literalmente furiosa.

Ya a solas, el mundo se me vino encima. ¡Qué dolor tan intenso! Mi pobre


corazón quería salirse de su lugar, latía tan fuerte que creía se oía hasta el piso
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de abajo. Ay mi amor, mi amor, todo se esfumó. ¡Qué desaire! ¡Qué vergüenza
frente a todos! Mina tenía razón, lo amaba y lo amaba mucho.
Me escondí detrás del sillón grande de mi cuarto, saqué a Boni para que no me
molestara y ahí, en completa soledad y encerrada pude llorar. Mi dolor hubiera
sido menor si con una navaja me cortaran en pedazos. Tenía el alma hecha
jirones.

Así permanecí un par de horas. Después quedé profundamente dormida por el


cansancio de tanto llorar.

Al día siguiente no bajé a desayunar. Tenía los ojos de un sapo y si me veían así
mis padrinos, se darían cuenta de que estuve llorando mucho tiempo. Debía
pensar cómo manejar la situación. El enojo y la tristeza comenzaron a
desvanecerse cuando cruzó por mi mente la idea de que mientras Pablo no
estuviera casado, todavía tendría posibilidad de conquistarlo. No estaba dispuesta
a olvidar lo que sentía por él.

Capítulo 3

¡Qué terrible es la enfermedad!, ¿será peor que la misma muerte?


Mina –siempre acompañada de Rodrigo– tuvo que viajar de emergencia a
Michoacán. Su padre estaba gravísimamente enfermo de una afección en el
estómago que lo obligaba a vomitar cuanto comía. Su debilidad era tan aguda que
el médico avisó a su familia sobre una muerte inminente en un corto plazo.

Mi madrina era huérfana de madre desde los 35 años. Contaba con cuatro
hermanas, todas bien casadas, que vivían cerca de su padre. Ella hizo lo posible,
pero llegó únicamente al entierro. Desde hacía años, solía escribir algunas líneas
dirigidas a su familia de vez en cuando, sabiendo que rara vez recibiría respuesta.
La relación con sus hermanas era distante tanto geográfica como
emocionalmente.
Lamentó mucho que nadie le hubiera avisado antes sobre la gravedad de su
padre. Se sintió ofendida y muy dolida; hasta creo que cambió algo en su forma
de ser.

Para recibirlos a su regreso, le pedí a Lola que cocinara lo que más le gustaba a
mi madrina, tacos de pollo con mucho queso. Estuvieron de viaje cuatro semanas,
tiempo suficiente para que las flores que Mina cultivaba comenzaran a
marchitarse. Por más esfuerzos que hice, fue como si sintieran su ausencia o su
tristeza. Las moví de lugar, les hablé bonito, les acaricié las hojitas y nada.
–Ya déjelas en paz –me gritó Lola– Qué no ve que de tanto manosearlas las está
poniendo pior. ¡Vaya pues!
–Lo único que estoy tratando de hacer es…
–Sí, sí, sí, el caso es que mire, están todas agüitadas y aguadas.

Cuando Lola se ponía en ese plan, no existía forma de que se callara. Así que
regresé las plantitas a su lugar.
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Al llegar, noté que mi madrina se había avejentado bastante. Quedó toda mustia y
triste. De por sí era una mujer silenciosa, ahora hasta costaba trabajo oírla
respirar. Ni siquiera le importó que sus plantas se murieran. En general, soltó por
un tiempo las riendas del gobierno de la casa, quedando todo al garete. Después
de comer se ensimismaba en sus pensamientos, y en las noches se iba más
temprano a dormir.

Rodrigo me explicó que debíamos darle tiempo para que se recuperara del duelo,
y así lo hicimos. Durante los siguientes meses no quise importunarla con asuntos
de poca envergadura. Mientras tanto yo tenía otros planes que echaría a andar en
cuanto ella regresara de su ausencia mental.
No sólo ella tenía confusión, yo tuve que dejar de soñar un tiempo porque todavía
experimentaba una mezcla de odio y amor hacia Pablo. Me sentía muy ridícula al
recordar los sueños en los que le pedía mi mano a Rodrigo. Lo bueno es que esa
vergüenza la pasaba yo sola. No quiero imaginar lo que hubieran pensado mis
padrinos. También deseé a veces que Boni apareciera en mis sueños y lo
mordiera.

Aproveché el tiempo diseñando nuevos textos. Esta vez serían más formales y
serios. Me gustaba escuchar a Rodrigo conversar sobre el negocio y su forma de
encontrar nuevos clientes en la capital. Aprendí sobre ingresos y egresos,
contratación de artesanos, obreros, talladores y también cómo se trasladaba la
plata desde las minas hasta los talleres.
Lo que comenzó por curiosidad, me convirtió en experta sobre este tipo de
negocios. Fue una lástima que Rodrigo nunca considerara ponerme como
heredera del negocio. Debía ser un hombre, y el único –Francisco– se fue desde
que era jovencito.

Cerca de la fiesta de cumpleaños de Mina, Rodrigo llegó a la casa acompañado


de un matrimonio de capitalinos. Leopoldo y Rosaura García.
El marido sostuvo la conversación durante y después de la comida, en realidad no
platicó de nada trascendente, salvo que tenían tres hijas extraordinariamente
ejemplares: bellas, educadas, amables, cultas… en fin, un dechado de virtudes.
A mí no me causaron ninguna impresión en particular a pesar de que la señora
me miraba con una extraña insistencia. Si en ese momento me hubiera imaginado
lo que me esperaba tiempo después con esa gente, los hubiera corrido a
escobazos.
Rodrigo me pidió que les diera también una demostración de mi amplia cultura,
pero me sentí intimidada, así que hablé de cuestiones básicas.
Una vez que se fueron, mi padrino nos explicó que él era un abogado del
gobierno que podía ayudarlo a tramitar los permisos para abrir alguna sucursal de
la platería en la capital.
Mina entornó los ojos, lo que quería decir que no estaba de acuerdo. Los dos
comenzaron a discutir y yo preferí salir al jardín a disfrutar de la tarde y degustar
de una exquisita leche quemada que mi padrino llevó del pueblo.

Pasaron más o menos seis meses cuando un domingo, Lola echó a perder una
sopa porque en vez de sal le puso azúcar.
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Con gran desasosiego llegó a la mesa y se inclinó al oído de Mina para contarle
su error. Después comenzó a llorar con tantas ganas que casi nos hace llorar a
Rodrigo y a mí. Mina, en cambio, se empezó a reír. Se levantó, ¡y la abrazó!
–Lolita, no se preocupe, hasta al mejor cazador se le va la liebre.
–¿Cómo? –contestó Lola.
–Nada mujer, que todo está bien. Hoy podemos prescindir de la sopa y
comeremos una ensaladita.

Rodrigo me miró satisfecho. La sonrisa le apareció sutilmente abajo del bigote.


Mina estaba regresando a su forma de ser.

Poco a poco mi madrina se restableció y su ánimo recuperó vigor. Fue entonces


que decidí regresar a mi asunto con Pablo.
Debo ser sincera, tomé ventaja de Rodrigo cuando llegó un martes muy contento
por cerrar un excelente negocio. Ese día comimos en el jardín disfrutando del
excelente clima templado. Mi padrino estaba de tan buen humor que abrió el
mejor vino de la cava.
Al terminar la comida lancé mi pregunta.
–¿Usted cree padrino, que pueda yo enviarle unos escritos nuevamente al señor
Méndez? Hace tiempo que los tengo guardados y me parecen muy interesantes.
Rodrigo miró su reloj, vio al horizonte y sin dirigirse a mí contestó:
–No lo creo.
–¿Por qué?
–Porque va a pensar que sigues enamorada de él.
–Ya le dije a usted que eso no es cierto.
–Sí, pero él no lo sabe. Además esto es una cuestión de dignidad.
La respuesta de Rodrigo fue tal como yo la había pensado. Entonces continué:
–Mire padrino, esto es muy simple, si yo me quedo callada, efectivamente va a
pensar que estaba enamorada de él, pero si insisto en que me publique, se dará
cuenta de que mi interés está muy lejos de la cuestión de amores.
Mina se levantó de la mesa algo nerviosa y llamó a Francisca para que recogiera
los platos. Mientras, Rodrigo clavó su mirada en un enorme eucalipto que
teníamos en la esquina del jardín, y después de unos minutos contestó.
–¿De qué se tratan?
–Pues de lo mismo padrino, del trabajo de nuestros obreros.
Lo pensó mucho. Al final lo aprobó con la condición de que primero el mandaría
una nota explicándole mis genuinos intereses en la escritura, para que no sintiera
que habría alguna confusión con mis sentimientos.
¡Qué lejos estaba Rodrigo de imaginar la verdad! Sé que lo que hice estuvo mal,
muy mal, aunque eso sólo lo puedo ver ahora que los años han pasado. En esos
días seguía siendo una mujer enamorada, ciega y sorda a razones juiciosas. Qué
bueno que Pablo era un hombre decente y nunca quiso aprovecharse de mi
idiotez; de otra forma, fácilmente hubiera podido burlarme y deshonrarme sin el
menor escrúpulo.

Las primeras cartas fueron completamente inofensivas y Rodrigo se encargaba de


revisarlas.

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Transcurridos unos meses, decidí anexar al documento que yo quería publicar,
una carta de amor. Admito que me costó trabajo ponerla en el sobre no porque
Rodrigo viera cuando yo lo cerraba, sino porque el peso del paquete cambiaba.
Respiré profundamente y deseé que mis nervios no me delataran. En esa carta
anexa le expresaba francamente mis sentimientos.

El tiempo pasó y siguió pasando sin recibir respuesta. Mi tesón era más grande
que cualquier obstáculo. Si él pensaba que me daría por vencida, estaba muy
equivocado. Envié otra más, de igual forma, detrás de lo que yo preparaba para
publicar. En esta nueva misiva, le hacía saber sobre mis deseos de que me diera
una oportunidad. ¡Qué denigrante situación! No entiendo qué clase de emociones
se apropiaron de mi mente y de mi alma. Lo que sí resultaba claro era que cuanto
más alto quería volar, más arrastraba mi dignidad.

Esta vez, su contestación llegó poco tiempo después. En ella me decía: “Estimada
Srita. Zertuche:
He recibido su amable colaboración. Me siento molesto conmigo mismo por tener
que decirle que en estas últimas cartas, sus textos no tienen una orientación
clara. Es IMPOSIBLE (así lo puso, en mayúsculas) que usted plantee una
situación tan IRREALIZABLE entre los obreros. Creo que usted confunde el
periodismo con la literatura, y sus textos son, en esta ocasión, bastante
imaginativos. Me apena hasta el fondo de mi corazón tener que decirle que es
mejor que usted se dedique a las letras, cuyo manejo le será de mejor provecho.
Queda de usted su amigo, Pablo Méndez”

–Muy bien. –Pensé al tiempo de leer esta carta y sentir un repentino golpe de
sangre en la cabeza– Seguro tiene miedo de enamorarse de mí. Nunca había
utilizado mayúsculas de esa manera, “IMPOSIBLE” e “IRREALIZABLE”, ¿se
refería a mis cartas de amor o de verdad hablaba de los obreros? Por si las
dudas, quemé discretamente la carta para que nadie viera semejante respuesta.

Recuerdo que ese día caminé un sinfín de veces en círculo dentro de mi


habitación tratando de pensar cuál sería mi contestación. Cuando me cansé y me
senté, súbitamente me llegó una idea. Quité a Boni de mi lado, tomé papel, pluma
y tinta, y en tres líneas le respondí, bajo la consideración de que Rodrigo leería
nuevamente esta carta.
“Estimado Señor Méndez:
Gracias por su sugerencia. Usted no tiene idea de la emoción tan grande que he
tenido al saber que me considera apta para la literatura. Es un elogio para una
mujer que apenas comienza su interés por la escritura. Por ello me atrevo a
preguntarle, ¿conoce usted a alguien que pudiera guiarme para escribir un libro?
Además de enviarle anticipadamente mi agradecimiento, espero seguir contando
con el apoyo desinteresado que me ha brindado durante este tiempo.
Atentamente, Mónica Zertuche”

Rodrigo autorizó la misiva y esa vez no anexé ninguna carta de amor.


Mientras esperaba respuesta, traté sin éxito de soñar con él. Ya cuando me
parecía que tenía su imagen, surgían en mi mente esas letrotas mayúsculas que
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escribió en su carta. El desánimo se apoderaba de mí y mejor me levantaba y me
ponía a hacer algo útil: tejer, coser o platicar con Mina.

No es que quiera ahora justificar mi comportamiento de juventud, sin embargo,


creo que tantas horas sin amigos y no encontrar a un hombre que realmente me
interesara a mis diecinueve años, comenzó a trastornarme. A veces me cruzaba
por la mente el libro Las desventuras del joven Werther, de Goethe, y temía
convertirme en un personaje tan extraño, y mucho más terminar como lo hizo él.
Mi necesidad de amor empañaba mi vista espiritual. Como yo no podía platicar de
esto con Mina porque era como mi madre, me refugié en lo único que conocía: la
pluma, el papel y mis sueños.

Poco después, mi padrino llegó a la casa con la sorpresa de que Pablo Méndez
nos visitaría. Hasta él estaba extrañado de que sin invitación, ahora decidiera
viajar a Taxco.
Es increíble; en lugar de sentir una profunda alegría, fue al contrario, el miedo y la
incertidumbre se apoderaron de mí. ¿Tendría acaso esta visita la intención de
descubrirme frente a mis padrinos? ¿Le diría a Rodrigo sobre mi insistencia?

Las aventuras de Lola fueron un remanso de distracción para mis atormentadas


ideas. Ella tenía como pretendiente al tablajero de la carnicería más grande del
pueblo, y no sabía cómo quitárselo de encima. Ella misma fue a devolverle un par
de gallinas que el buen hombre le regaló como muestra de su auténtico cariño.
Lola era un hueso duro de roer. Los asuntos románticos le valían menos que una
penca de alfalfa, y no sólo eso, además de que no le interesaban, la ponían de
pésimo humor; más todavía cuando el joven le insistía tanto.
Supimos que algo andaba mal porque subía y bajaba, iba y venía, siempre
refunfuñando. Las pocas veces que quería comentarnos sobre el asunto, todos
estábamos ocupados y no le hacíamos caso, por lo que decidió gritarlo a los
muebles, de manera que finalmente logró que escucháramos sus iracundos
pensamientos, aunque tampoco le hicimos caso.

Pablo llegó el 24 de agosto acompañado de un hombre algo mayor. Después de


las clásicas presentaciones, pasamos al comedor.
–Armando Gutiérrez es una eminencia en el campo de las letras. Quizás han
escuchado sobre él. –señaló Pablo con un tinte algo soberbio.
Rodrigo buscó nuestras miradas. Los tres nos quedamos pasmados porque no
teníamos ni idea de qué hablaba. El Sr. Gutiérrez sonrió fugazmente esperando
tener de nuestra parte una respuesta afirmativa.
–Perdón… no, no hemos tenido la fortuna de escuchar sobre él. –Contestó mi
padrino.
El hombre se quedó serio y Pablo todavía más, aunque esto no impidió que
siguiera con un discurso de su extraordinario acervo cultural.
Rodrigo entró en el juego y llevándolos a la sala después de comer, los enfrascó
en una serie de discursos sobre literatura. Los tres parloteaban sin parar. Boni se
me escapó y llegó corriendo a la sala. Quién sabe por qué, no entabló buena
relación con el Sr. Gutiérrez. Se tiró a morderle la pata del pantalón. Si no es

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porque Francisca la atrapa rápidamente, hubiera sucedido un accidente. Tuve que
encerrarla en mi habitación.
De regreso a la sala, noté que mi tensión se reflejaba en los hombros. Pasé por la
media luna que adornaba el recibidor y pude ver que mi cuello había
prácticamente desaparecido, tenía marcadas unas ojeras grises y me veía más
baja de estatura. Quise ponerme derecha, pero el estómago se me jalaba hacia
adentro y me dolía todo. Tenía unas enormes ansias de que esta visita terminara
pronto.

Fue ya casi al anochecer, cuando Pablo se dirigió a mí.


–¿Qué le parece señorita Zertuche la joya que le he conseguido para que la
asesore en sus inquietudes literarias? Recuerdo su última carta, en la que
claramente me solicitaba ayuda para encontrar a alguien que la orientara en su
afán de escribir. Yo espero sinceramente que ahora él pueda ser su guía.
Sus palabras aliviaron mi miedo.
–Sí, yo también lo espero así.
–Es una lástima que no se haya podido dedicar al periodismo, pero todos
esperamos que en el campo literario tenga el éxito que espera.
–Yo me pongo a sus órdenes –interrumpió Gutiérrez–. Sírvase enviarme sus
escritos cuando guste, y podré decirle cómo mejorarlos, porque me imagino que
su intención es publicar.
–Con eso sueña esa niña desde hace tiempo –dijo Mina.
–Perfecto –indicó Pablo al tomar su sombrero para partir–. Ha sido una fructífera
reunión. Don Rodrigo, a partir de este momento su ahijada ya no se verá en la
necesidad de seguir enviándome sus textos. Es menester que se concentre, con
toda su energía, en redactar un documento de mayor importancia. –Y sin parar,
continuó– Me dio mucho gusto conocerla. A pesar de que a partir de este
momento perderemos todo contacto, la conservaré en mi recuerdo como una de
las mujeres más tenaces que he conocido. Y a usted, señora Zertuche, le
agradecemos enormemente esta excelente velada.
¿Cómo? –pensé– Yo no contaba con que se deslindaría por completo de mí. Me
imaginé que él sería mi intermediario y podría seguir carteándolo.
Tal como siempre me pasaba en momentos importantes, no se me ocurrió nada
para evitar su despedida. Fue un hombre inteligente que supo deshacerse de mí.
Esta sí parecía ser una despedida, aunque en el fondo de mi corazón quedó
guardada una pequeña esperanza.
Miré a Rodrigo como pidiéndole que hiciera algo, pero creo que no entendió nada
porque tampoco hizo nada.
Solamente Lola intuyó lo que me atormentaba. Pasó a mi lado y me puso su
pequeña mano en el hombro. Con voz quedita y entre dientes dijo:
–Le dije que no se emocionara…

¡Qué desgracia! ¡Qué hice al mandarle la última carta! ¡Lo separé de mi lado! No
existía en el diccionario algún calificativo que me acomodara. Fui tonta, bruta,
insensata, idiota y todo lo demás. Ahora sí no habría excusa suficiente para que
yo entrara nuevamente en contacto con él.
La capa oscura de la ira me cubrió por completo. No fue tristeza lo que sentí
durante los siguientes meses, fue un coraje horrible contra él y contra mí. Yo fui la
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responsable de que Pablo no me diera la oportunidad para conocernos más.
Ahora sí, si tenía novia, ella ganaría la partida.

Rodrigo, contrariamente a sus deseos de estar cerca de Mina, tuvo que


ausentarse de la casa más de lo normal. Las joyas que tan hermosamente
producían los obreros se abrían un nuevo camino hacía la exportación. Un grupo
de jóvenes empresarios de la capital lo contactaron para proponerle el negocio
más grande de su vida. Si bien las joyas se venderían a excelente precio, estos
hombres le pedían una mucha mayor producción. Mi padrino tuvo que contratar
más personal y trasladar su taller a las afueras del pueblo, en una calle algo
solitaria, pero que contaba con la amplitud necesaria para instalar los hornos, las
mesas de trabajo y su oficina.
Creo que durante los siguientes seis meses, pasó la mitad del tiempo en la casa y
la otra mitad entre la capital y el nuevo taller. Mina se resignó porque sabía lo
importante que era esto para Rodrigo.

Por mi parte, como siempre, traté de desahogarme a través de mis sueños.


Me imaginaba en una concurrida calle de la capital. Iba acompañada de Liliana.
Las dos nos veíamos extraordinariamente bien y felices. Al subir a la cabina de
nuestro flamante coche, le pedíamos al conductor que nos llevara al centro. Ya en
marcha, se acercaba un hombre a caballo y gritaba: –¡Mónica! ¡Mónica! ¡Por
favor, escúcheme!
Era Pablo. Pobrecito. Yo abría la cortinilla y la volvía a cerrar en un gesto de total
desprecio.
–¡Mónica, la amo! ¡Hágame caso!
Así iba rogándome por todas las calles de la capital.
Claro está que en ese momento era yo la que lo ignoraba, así como él lo hizo en
la vida real.
Después me imaginaba entrando a una tienda. Pablo llegaba corriendo para
alcanzarme, pero el guardia de la puerta no lo dejaba pasar. Yo sólo escuchaba
sus gritos:
–Mónica, ¡por favor!, deme una oportunidad. Me equivoqué.
¡Cómo disfruté esos sueños! Era como tomar venganza y la verdad me sentí muy
bien.

Mina rompió con mi rutina al avisarme que el señor Gutiérrez le había mandado
una carta a Rodrigo recordándole el compromiso que yo tenía de escribir algo.
Francamente me dio mucha flojera en ese momento pensar en algún tema, así
que postergué el asunto y me dediqué a seguir soñando.
¡Qué hombre tan necio! Un mes después volvió a mandarle otra carta a Rodrigo.
–Hija –dijo Mina– ¿Qué no estabas realmente interesada en escribir?
–Sí madrina. No sé qué me pasa. A lo mejor es que estoy muy nerviosa porque
ahora no se trata de cualquier texto, sino de un libro.
–Bueno, tú sabrás de qué escribir. Haz algo, no te quiero holgazaneando por la
casa y menos encerrada otra vez en tu recámara.
–Sí madrina, no se preocupe, déjeme pensar en algo.

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Claro que no podía pensar en nada. Mi musa, o bueno, mi muso –Pablo– se
había esfumado.
Hice acopio de lo poco que me quedaba de concentración para escribir. Por fin
me pareció que sería buena idea hablar sobre Taxco. Bien se decía que para ser
un país completo, las provincias no sabíamos mucho las unas de las otras. Si mi
libro contaba con suerte y se publicaba en la capital, podría promover a nuestro
hermoso Taxco entre los pobladores, lo que representaría quizás, más venta de
nuestras joyas. En el fondo ya no estaba tan segura de ser escritora en forma,
aunque estaba consciente de que este hombre, el señor Gutiérrez, podía seguir
siendo mi único y último enlace con Pablo. Más por interés personal que literario,
decidí escribir sobre lo que yo tenía visto y aprendido de mi pueblo tan querido.

Tardé más o menos un mes en tener un borrador de cincuenta hojas con letra
apretada. Se lo entregué a mi padrino para que viera que lo de escribir no era
ninguna vacilada, y que si me había comprometido, aunque fuera a
regañadientes, lo haría. Rodrigo expresó su beneplácito, pero también me pidió
que después de la cena me quedara porque quería platicar conmigo.

–Mónica –empezó– yo sé que no te has interesado por alguno de los jóvenes que
traje a la casa. Pa serte franco, estoy muy contrariado con tus decisiones. Me
preocupa más que cualquier otra cosa en la vida porque no has pensado cuál
será tu futuro. Si no te casas, terminarás como la señorita Robles, la que vive
cerca del taller. Todo el mundo habla de ella como una respetable solterona, pero
solterona al fin, que vive sólo de la renta de habitaciones pa señoritas. No es el
futuro que nosotros queremos pa ti, ni que tus padres hubieran deseado.
Con una expresión más que solemne, y viéndome a los ojos mientras apretaba
mis manos, continuó:
–Hace un año tomé la decisión de casarte aun contra tu voluntad. Fue una lástima
que se nos atravesara el asunto de Pablo y luego el de mi mujer. Ahora me siento
cansado. Los años se me están viniendo encima y no tengo la energía pa andar
detrás de ti como si fueras una chiquilla. ¿Cuánto tiempo tenemos que esperar?
Sabes bien que si no te casas pronto, ya nadie te querrá. Necesito que ahora más
que nunca me ayudes y pongas de tu parte.
Con la mirada gacha, aunque con firmeza, lo interrumpí:
–Mire padrino, no sé cuál es la razón, yo no me quiero casar a la fuerza. Quiero
encontrar al hombre que realmente me haga feliz, vaya pues, enamorarme.
–Hija –dijo soltándome– Es que tienes que entender que eso es de niñas. Tu
madrina y yo sólo nos vimos dos veces antes de casarnos, y míranos ahora,
llevamos casi 30 años. El amor se va formando entre la gente. Lo que tú tienes es
una idea ficticia de la realidad que los libros han alimentado en tu cabecita. Sólo
decide cuál de todos los jóvenes que has visto conversa mejor, y con ese te
casamos.
Yo no encontraba la manera de darme a entender. Vi en su mirada una angustia y
tristeza auténticas que me empujaron a decir lo que en el fondo no quería:
–Deme un poco más de tiempo. ¿Qué le parece si de aquí a un año, que yo
cumpla los veintiuno decido con quién casarme. Le prometo que no llegaré a los
veintidós soltera, ¿me cree?
Rodrigo me miró con mucha ternura y resignación.
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