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¿SUEÑAS DESPIERTO?

A MARINA
Por tu incondicional cariño
e infinito apoyo.

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PRÓLOGO

Desde hace algún tiempo sufro de un insistente acoso en las redes sociales.
Aparentemente es una mujer que, según ella, me conoce desde hace mucho
tiempo y que sabe que juntos podríamos tener una vida llena de felicidad y
armonía.

Nunca me había sucedido tener tanto éxito con las muchachas; en realidad sí soy
guapo, pero también algo introvertido, lo que hace que no me gusten las mujeres
demasiado directas. A decir verdad, no me gusta la forma en que llegó a mi vida,
y muy especialmente el hincapié que hace sobre un tema que ahora hasta me
pone los pelos de punta: soñar. Sí, ella dice que ha soñado conmigo.

Hace apenas un año que le platiqué a una de mis tías sobre la insistencia de esta
mujer, y en vez de ayudarme a salir del aprieto, me enseñó un libro viejísimo, todo
desvencijado, amarillo y apolillado. Se trataba de una historia autobiográfica de mi
tatarabuela. ¿A quién se le podría ocurrir que a un joven de 20 años le interesara
el libro de una ancianita que además de que nunca conocí, murió cerca de los
noventa años? Pues sí, la desesperación me orilló a leerlo poco a poco. Me costó
mucho trabajo entender cuál era la relación que ese diario tenía con mi problema.

Ahora que ya lo terminé, me doy cuenta de que muy probablemente esté


repitiendo la historia de mi tatarabuela, y por lo que veo, me costará mucho
tiempo adaptarme a vivir bajo el influjo de los sueños.

He investigado sobre este fenómeno y sé que se llama trasposición dimensional.


¿Suena raro verdad? Si todos supieran la cantidad de gente que lo sufre, y que se
queda callada para no pasar vergüenzas, quizás podríamos ser más
comprensivos.
Incluso ahora, muchas de las personas que acostumbran soñar despiertas
deberían tener extremo cuidado. Yo sé lo que les digo.

Precisamente mi interés por ayudar a tantos jóvenes que sufren del fenómeno, es
que decidí publicar la autobiografía de mi tatarabuela. El tiempo y las
circunstancias pudieron ser diferentes, pero la trasposición dimensional es la
misma. Lo único que puedo decir ahora es que Calderón de la Barca debió
completar el título de “La vida es sueño” y poner: “Y el sueño es vida”.

Juan Ramón Avelar

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PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Qué bonito es soñar despierto. Solamente las personas que lo han vivido saben
de lo que hablo. Soñar es imaginar, construir mundos fantásticos en los que
nosotros mismos somos los héroes, en los que la gente hace y dice lo que
queremos y, por supuesto, en los que siempre nos va bien. Hace muchos años
comencé a soñar despierta, especialmente en historias de amor. En aquellos
años me hubiera gustado que alguien me dijera lo que me podía pasar, pero
como solamente se lo comenté a mi hermano y a una amiga, y ellos no sabían
mucho de eso, no me pudieron ayudar.

Mis problemas comenzaron cuando era apenas una niña. Nací en Taxco,
Guerrero, un pueblo que era y sigue siendo pequeño y muy acogedor. Carga en
sus espaldas innumerables tradiciones y corren por sus venas las costumbres
más nobles transmitidas de generación en generación. Es la capital mexicana de
la plata.

Era 1876. Recuerdo que les fue muy bien en el negocio a mi papá y a su socio
Rodrigo Zertuche –que también es mi padrino–. Nosotros vivíamos en las afueras
del pueblo, hacia el sur, en una casa muy grande, blanca con tejado rojo, llena de
pasillos y escondrijos por todos lados y rodeada de muchos jardines.

Rodrigo y su esposa Mina desafortunadamente nunca pudieron tener hijos. Ellos


vivían en la propiedad contigua, de manera que por amistad, compadrazgo o por
trabajo, siempre estábamos en su casa o ellos en la nuestra.

La transformación de plata se había convertido en un gran atractivo para los


comerciantes, tanto nacionales como extranjeros. Lo bueno es que mi familia
llevaba muchos años dedicándose a producir hermosísimas joyas en manos de
expertos artesanos, y teníamos numerosos clientes que compraban la mercancía
para llevarla a la capital.

Mi único hermano, Francisco, es más chiquito que yo por dos años. En ese
entonces tenía un espíritu aventurero. Él creía que descubriría grandes tesoros a
las afueras de Taxco, y por lo mismo, siempre insistía en viajar. Su carácter era
inestable; siempre hacía berrinches, se quejaba de todo y era gruñón.

Aquel 25 de junio, cuando yo contaba con diez años, estábamos jugando en el


jardín grande de la casa junto con dos amigos, Ricardo Bermúdez, de 12 años y
Liliana Soto, de 10. Ellos eran hijos de clientes importantes con los que nos
llevábamos desde que yo tenía uso de razón.
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Mis papás, como lo hacían frecuentemente, tuvieron que asistir a una de sus
numerosas comidas de negocios en la capital, y mi papá prefirió conducir
personalmente el carruaje por varias razones, las más importantes fueron que era
nuevo y no deseaba que nadie lo dañara, y que los cocheros conducían rápido y
mal, provocando que los pobres caballos dieran vueltas para un lado y para el
otro, hasta que tanto ellos como los pasajeros acababan mareados.

Francisco y yo quedamos con ellos en que a su regreso nos llevarían de paseo


por las calles centrales de Taxco, y si teníamos suerte, visitaríamos el templo de
santa Prisca. Sin embargo, no habían pasado dos horas, cuando Rodrigo llegó
corriendo y alteradísimo a la casa y pidió a su cochero que condujera a Liliana y a
Ricardo con sus familias, mientras que a nosotros nos llevó a su casa.

Sólo recuerdo que nos agarró muy fuerte de la mano y nos jaló abruptamente
para que camináramos a su paso. Rodrigo se movía con dificultad, algo andaba
muy, muy mal porque su cara estaba colorada como jitomate, y su respiración
sofocada le impedía hablar claramente. Sufría de una gran contrariedad por lo
que obligatoriamente nos diría. Una rueda del carruaje, al zafarse, provocó una
volcadura. La enorme estructura, mezcla de metal y madera, giró cayendo sobre
ellos. Papá y mamá murieron instantáneamente, o bueno, eso es lo que nos
dijeron. Un caminante los vio y le avisó a Rodrigo.

Todavía hoy tengo presente, con una extraordinaria nitidez, el largo vestido de
seda verde de mamá, y esos aretes de plata deteniendo dos hermosas
esmeraldas que la hacían lucir más blanca y más bonita. Su peinado alto y
trenzado le daban una seriedad que poco tenía que ver con su personalidad,
siempre alegre, contenta y riendo por cualquier simpleza.
La ternura de esas manos que rodearon mi rostro para darme un beso en la
frente, sigue vigente ahora, a casi 30 años de distancia. Puedo sentir también la
tristeza de ver a papá levantando la mano para despedirse, él quiso decir hasta
pronto… pero fue un adiós. Su figura delgada y elegantísima mostraba a un
hombre culto que se había transformado de trabajador en patrón, y que llevaba
orgullosamente en su sangre la amalgama del mestizaje fuerte y vigoroso del
hombre mexicano.
A pesar de tener esos recuerdos tan nítidos, debo ser sincera y decir que el resto
de ellos se ha ido esfumando como el humo del tabaco. En un sinfín de ocasiones
he recurrido a los únicos dos retratos que poseo de mis papás.

Rodrigo y Mina recibieron un paquete enorme. Nunca habían gozado y sufrido de


la presencia permanente de niños en su casa, y a pesar de las complicaciones
hicieron lo que estuvo en sus manos para ofrecernos estabilidad y cariño. No
tengo ningún reproche en su contra porque durante los siguientes años les
demostraron a mis papás una amistad auténtica; que no sólo eran vecinos,
compadres y socios, sino que pareciera como si alguna vez hubieran firmado un
pacto de hermandad.

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El ajuste entre todos fue extraordinariamente doloroso. En el transcurso de los
meses siguientes yo sentí la imperiosa necesidad por regresar a mi casa, oler el
perfume de tantísimas flores que mamá tenía en sus enormes macetones, tocar
aquellas paredes de ladrillo crudo y caminar sobre los finos mosaicos claros.
Quería atrapar su expresión de enojo cuando yo no comía la carne, el olor del
tabaco de la pipa de mi padre al tiempo que nos explicaba las matemáticas;
quería absorber en mi mente las tardes de sábados que aprovechaba él para leer,
o la forma en que mamá nos acicalaba el domingo alistándonos para ir a misa.
Quería retener en mi corazón cada sonrisa, cada gesto, cada lágrima de ellos, sin
embargo nunca pudimos regresar a la casa. Rodrigo pensó que nos perjudicaría,
así que jamás tuve la oportunidad de decirle adiós a cada huella que se quedó
impresa en nuestro hermoso hogar de Taxco. Las veces que en lo sucesivo pasé
frente a ella fueron para mí terribles. Quería regresar al pasado y ya no deseaba
seguir adelante. Sentía como agujas clavadas en mi corazón. Quién diría que
hasta los objetos pueden representar tantas emociones.

Para mí fue muy complicado, ya no contaba con la posibilidad de sobornarlos con


el simple hecho de armarle un berrinche a Mina si no quería comer, o lloriquearle
a Rodrigo cuando nos enseñaba ortografía. Para acabar pronto, me sentía
forzada y diferente.

Hasta su casa, que muchas veces visitamos en el pasado, se presentaba como


un enorme monstruo. Era demasiado grande y no gozaba de aquellos pasillos
mágicos que tenía la nuestra. Todo era amplio, sin escondrijos, sin recovecos y
con suficientes habitaciones para que Francisco tuviera la suya y yo la mía. Por
primera vez dormía sola, y para no sufrir, me imaginaba que mamá estaba a mi
lado acariciándome la cabeza para que yo durmiera tranquila.

Pienso que para Francisco fue mucho peor. Durante un largo tiempo dejamos de
ver a Ricardo y Liliana, y en un espíritu rebelde como el de mi hermano, tantas
ausencias acabaron por desorientarlo.
Sistemáticamente decidió acabar con las esculturas que la propia Mina creaba en
sus tiempos libres y que adornaban gran parte de la casa. Rompía cuanto objeto
pudiera ser destruido, lo que naturalmente le causó constantes reprimendas, que
asfixiaban, cada día un poquito más, lo que le restaba de sensatez. En más de
una ocasión traté de disuadirlo. Me intrigaba descubrir qué motor interno lo
obligaba a ser tan rebelde. Las dos o tres veces que logré entrar a su recámara
sin ser agredida por un objeto, platiqué con él. La muerte de papá y mamá sólo
había encendido en su entendimiento, el fuego de la libertad.

Me acuerdo muy bien de la Navidad de 1877. Él se rehusaba a bajar al comedor


para iniciar las oraciones y la fiesta. A regañadientes me permitió pasar a su
cuarto. Grata fue mi sorpresa al contemplar entre sus manos un excepcional
retrato dibujado al carbón con finísimas líneas de nuestros padres, abrazándolo
como a un niño pequeño. Pasado el asombro, le reproché no haberme incluido en
semejante obra de arte, sin embargo, él lloriqueando me decía:
–Te quiero mucho, pero te tengo a mi lado todos los días, y a ellos ya no…
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Por un momento su ternura me conmovió, aunque siguió comportándose, esa y
todas las Navidades, de forma insolente e incontrolable.
Cuando bajó a cenar, escupió el trozo de pavo que se metió a la boca. Comparó
la cocina de Mina con la de mamá, y sin mayor motivo empezó a patalear y a
llorar. Rodrigo lo levantó de la mesa con un solo movimiento y después de llevarlo
a su cuarto no se escuchó nada. No supe si le pegó, lo regañó o lo abrazó. Nunca
nadie me dijo nada.

Con frecuencia yo veía que Mina se guardaba los dolores. La tensión de sus
facciones en esa cara morena, de india pura, y la mirada gacha me lo decían
todo. Cuántas tristezas le dimos. Rodrigo, en cambio, aunque era más
temperamental, solía mirar al cielo como esperando alguna indicación, luego salía
a caminar acariciándose la abundante cabellera crespa, a esperar unos minutos, y
así regresar para darnos una buena nalgada. Su aspecto alto y fornido, más
norteño que sureño, se imponía, pero Francisco era capaz de sacar de sus
cabales hasta al hombre más curtido.

Nunca nos faltó nada, ni comida, ni techo, ni cariño, ni paciencia, mas por alguna
extraña razón, nos costaba cuajar como familia.
Lola, la experta cocinera de la casa se transformó también en nuestra nana,
inquieta como un potro joven, se casó a los 14 años. Su esposo trabajó en la
platería durante muy poco tiempo, porque su afición al aguardiente lo llevó a un
pleito en la única cantina del lugar, y entre insulto e insulto, gritos y golpes, lo
mataron de un solo machetazo. Sin embargo, eso no le quitó a Lola la sonrisa de
la cara; siempre sospeché que hasta se había alivianado una gran carga que
pesaba sobre sus hombros.
Sus ojos eran inmensamente negros y expresivos. Era pequeñita y menuda, tenía
las piernas arqueadas como si hubiera montado a caballo desde que nació y
también gozaba de un carácter jovial. Aun pareciendo tan joven, atesoraba
increíbles conocimientos sobre la vida. En más de dos ocasiones quiso advertirme
sobre mi futuro.
–Nunca deje que la casen, niña, eso es muy malo.
–¿Por qué es malo?
–No hay nada pior que un borracho, usté no sabe lo que es.
–¿Y por qué me van a casar con un borracho?
–Sepa, pero todos son borrachos…
Solamente me llevaba 10 años. Quién pensaría que a pesar de todo, algunos de
sus consejos surtían efecto en mí. Tanto fue así, que siempre mantuve mi
atención en qué bebían y cuánto bebían los prospectos que Rodrigo me
presentaba con fines matrimoniales.

Seis años transcurrieron en aparente calma, hasta que una gran bomba explotó.
Para mí, este nuevo acontecimiento fue equiparable con la profunda desgracia
acontecida a mis padres.
Aquella primavera de 1882, Rodrigo organizó una gran fiesta para su aniversario
de bodas. El pobre hombre intentó convocar a amigos y familiares sin que Mina
se enterara. Naturalmente mi madrina era una mujer inteligente. Veía a su marido
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escribir numerosas cartas, esconderlas bajo el saco y mandar constantemente
diligencias al pueblo y a la capital. Con la excusa del trabajo, Rodrigo se quedaba
en los talleres hasta muy noche para recibir los víveres especiales –importados la
mayoría de ellos– de la tan significativa celebración, de manera que entre quesos,
vinos y jamones curtidos, los tímidos artesanos trabajaban amontonados.

El mayor problema que enfrentaba era lograr que Mina se ausentara de la casa
durante la mañana del día de la celebración, a fin de tener tiempo para organizar
los detalles. Obviamente mi padrino recurrió a mí. Con la disculpa de visitar al
único modisto que vivía en Taxco, tomé dos vestidos que necesitaban ajustes,
convencí a Mina de acompañarme y la llevé lejos de la casa. Mi madrina se hizo
la desentendida, sabía bien sobre el asunto y encantada me acompañó no sólo al
taller de costura, sino a comprar telas para diseñar unas enormes cortinas para su
recámara.
Pocas horas después, los carruajes empezaron a ocupar todo el jardín trasero.
Los caballerangos y algunos artesanos colaboraron en la organización dando
agua y comida a los animales.

Cuando llegamos de las compras, una banda local abrió la fiesta con la música
guerrerense que tanto le gustaba en ese entonces a Mina. Su expresión de
sorpresa fue tan auténtica, que desde ese momento empecé a sospechar que
muchas de sus sonrisas escondían grandes pesares, o al revés, y que había
aprendido a ser una buena actriz.

A eso de las cuatro de la tarde, y en medio de los casi cien invitados, apareció
dando empellones para abrirse paso, la pequeña figura de mi hermano, con un
bulto diminuto a su lado. Sin mayor consideración, en una escena absolutamente
patética, anunció a grito de pulmón que se iba de la casa. En segundos, la música
cesó y un profundo silencio invadió el ambiente hasta las montañas. Rodrigo
intentó separarlo de la concurrencia para hablar a solas con él, pero Francisco se
revistió de la mula más grande que yo hubiera visto. Con un gesto de crecida
soberbia, contrastante con su delgadez y baja estatura, nos hizo saber a todos
que se iría a la aventura rumbo a la capital. Incluso tuvo el cinismo de pedirle a
Rodrigo, enfrente de la concurrencia, la parte de la herencia que le correspondía,
a lo que mi padrino, con más vergüenza que dolor, le tuvo que explicar que
únicamente podría entregársela bajo dos circunstancias: cuando se casara o
cuando cumpliera 25, lo que sucediera primero. Mina le susurró algo a Luis, su
primo, quizás para que interviniera, sin embargo nadie movió un dedo. Mina quiso
decir algo, pero Rodrigo levantó la mano en señal de silencio.
–Muy bien jovencito –dijo mi padrino sudando a cántaros– Vete y no vuelvas por
acá. Sábete que no cuentas con nuestro apoyo, y si tu decisión es morirte, pa
luego es tarde, pa mí ya empezaste a morirte.
Yo sentí horrible, ¿cómo era posible que mi hermano fuera un asno tan grande?
Prácticamente estaba traicionando a mis papás y al cariño que estas personas
nos prodigaban sin tener obligación de hacerlo.
Francisco levantó la cara y con orgullo salió de la casa rumbo a la capital. No miró
hacia atrás. Tampoco se dio cuenta de que yo levanté la mano para despedirme.
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La música se suspendió, y entonces sí, todo el mundo empezó a dar opiniones y
sugerencias. La fiesta se cebó, al igual que el ánimo de mis padrinos.

Al día siguiente, Rodrigo ordenó utilizar el cuarto de Francisco como bodega, se


quitaron sus retratos y él mismo ocupó su lugar en la mesa. Prácticamente se
mató su imagen, y con el tiempo, casi también su recuerdo.
Mi padrino ahora tenía un problema mayor, Francisco era quien debía heredar la
platería. Ya sin él, tendría que venderla tarde o temprano el día que decidiera
retirarse.

La ausencia de Francisco provocó que toda la atención de mis padrinos recayera


sobre mí. Cualquier cosa, grande o pequeña, me era concedida a la velocidad del
rayo. Tanto fue así que tuve acceso –cosa que estaba prohibida en aquellos
años– a la literatura de los adultos. Rodrigo me traía y traía novelas, biografías,
estudios, poesía; todo cuanto a letras se refiriera. Esto porque en una ocasión me
descubrió en su biblioteca husmeado entre más de 500 títulos. No recuerdo con
claridad, aunque seguro ya le había comentado sobre mi interés por escribir.

Yo parecía una joven esponja que absorbía cada letra y luego completaba la
historia en mi cabeza. Lo que Mina logró, quizá por miedo a que me confundiera,
fue prohibirme durante unos años la lectura del periódico, de manera que crecí
inmersa en más ficción que realidad, inocente y apegada al mundo literario, que
no está de más decir que engaña y confunde, particularmente las novelas.
Naturalmente yo no comprendía algunos libros. Debo admitir que Aristóteles y
Tomás Moro nunca fueron de mi agrado, y no porque lo que escribieron estuviera
mal, de ninguna manera, sino porque ni siquiera los entendía.

Algunas veces me atreví a preguntarle a Rodrigo sobre textos incomprensibles, y


aquel buen hombre se desgañitaba por explicarme. Ahora que todo lo puedo ver
en perspectiva me parece que él tampoco los entendía. Me imagino que sus
intenciones eran confundirme más para que yo no me diera cuenta de que en
realidad no decía nada coherente.
Sus conocimientos de filosofía no serían muchos, pero, ¡cómo sabia de la
aritmética! Los números lo apasionaban. A veces se pasaba horas enteras
tratando de resolver problemas diseñados para la gente financiera; por lo mismo,
su pasión era llevar la contabilidad del negocio. El único obstáculo que
encontraba en su camino era cuando le sugería a Mina cómo administrar el gasto
familiar. Mi madrina siempre argumentaba que aunque era muy bruta para las
matemáticas, sabía perfectamente bien dónde comprar y cómo regatear.
Tal como hacen los gatos al determinan su territorio, Mina no dejaba que nadie
interfiriera en los asuntos internos de la casa, y también, tal como hacen los gatos
si alguien los molesta, mi madrina sacaba las uñas, y ni quien la tocara.

Lo más interesante, trágico y emocionante de mi vida empezó cuando cumplí 17


años, en 1883. Lola tenía la encomienda de enseñarme detalladamente cómo
cocinar. Al principio pensé que Mina quería restarme tiempo de lectura, sin
embargo, al de pocos meses, entre las indirectas de Lola –que duro y dale
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hablaba de que no me dejara casar–, y los consejos de belleza que Mina empezó
a sugerirme, caí en la cuenta de que me estaban preparando para el matrimonio.

Desde las diez de la mañana tenía que ver cómo Lola y Graciela despellejaban a
los pollos recién comprados en el mercado, o cómo limpiaban las carnes de
ternera o cerdo. Luego la golpeaban, la sumergían en jugo de limón con pimienta,
o en una gran diversidad de salsas hechas con los chiles más picantes que yo
haya jamás probado.
La preparación del carbón duraba casi una hora, y cuando ya estaba listo, todo a
las ollas. A partir de ese momento, las muchachas empezaban a lavar los
utensilios que habían utilizado, incluso las tablas y el suelo. Entonces era el
momento en que yo aprovechaba, sacaba el libro en turno, y sentada en un
banco, entre el horno y el calor, el olor a carne tostada, cebollas y ajos, leía
incansablemente.

En uno de esos días, agarré al azar un escrito que recientemente había comprado
Rodrigo. Unos amigos suyos comerían con nosotros. La ternera se estaba
cocinando sobre brasas con poco calor, dentro de un cuadrado diseñado de
piedra especial para esos guisos. Yo tenía que darle vuelta a una palanca cada
cuarto de hora, a fin de que el animal girara sobre el calor. Sin saberlo, el escrito
que tenía entre mis manos era un documento que describía la literatura europea
de las décadas de los 30 a los 60, y en esa descripción se hablaba de los poetas
malditos. Estaba tan absorta en mi lectura que se me olvidó girar la manivela, y
cuando me di cuenta, el hocico y las orejas del animal se estaban chamuscando
completamente. Sin fijarme en lo que hacía, y con el susto entre los poetas y la
ternera, vacié un balde completo de agua sobre el animal. Me avergüenza
comentar lo que pasó; la brillante joven de la que sus padrinos presumían de ya
estar lista para el matrimonio, causó una humareda tal, que hasta los invitados
decidieron comer mejor en el jardín. Eché a perder el platillo principal, las brasas,
y ocasioné que las muchachas tuvieran que limpiar durante más de una semana
las marcas de humo y hollín que llegaron hasta la sala.
Como era de esperarse, Mina se enojó muchísimo. Quise explicarle el porqué de
mi distracción, pero sin mayor consideración me arrebató el libro y lo quemó en el
patio para que yo sintiera lo mismo que ella cuando quemé su ternera. Después
de todo me hizo un gran favor. Estaba yo en una edad muy susceptible, y
probablemente esa literatura me hubiera envenenado el alma.

Durante las tardes me sentaba con Mina y Francisca en la terraza que daba al
jardín y nos dedicábamos a coser, bordar o tejer. Mi vida era apacible y tranquila,
hasta que Rodrigo decidió que en menos de dos años yo me casara.
Admito que nunca me había enamorado. Bueno, tampoco eran muchos los
prospectos de quienes hacerlo en ese tiempo. Fuera de los empleados del correo,
telégrafo, transportes y caballerangos, no conocía todavía a alguien que pudiera
ser mi pretendiente ni que fuera de familia acomodada. Esto cambió radicalmente
poco después.

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Fue en un domingo de septiembre cuando llegaron a la casa los Rivadeneira,
padre, madre y dos hijos, Julián y Antonio. Según mi padrino, eran personas
honorables y de abolengo. Generación tras generación heredaron su gusto por la
medicina, de manera que de pronto, tenía frente a mi dos pretendientes, uno de
20 y otro de 18, que además de ser hermanos, curarían nuestros cuerpos, claro,
si se descomponían.
El encanto de ellos fue tanto como el mío: ninguno. Eran sosos, aburridos y
antipáticos.

Su padre los llevó con la intención de que por lo menos uno de ellos se fijara en
mí, pero no hubo resultados. Sin embargo, y aunque nunca lo había dudado, por
primera vez se me metió el gusanito en la cabeza de que era fea. Verme al espejo
me empezaba a resultar incómodo. Lola echó mano de sus habilidades estilísticas
haciéndome peinados extraordinarios.
–El cabello tan negro y lacio combina siempre con adornos de colores vivos, – me
decía–. Ahora voy a probar con azul.
Y zampándome todo tipo de broches lisos o con pedrería, el pelo trenzado igual
iba hacia la derecha que hacia la izquierda.
Mina se inclinaba más a que yo enseñara mi belleza natural. Según su gusto, lo
sencillo era lo mejor. Finalmente, desesperada por mis quejas, Mina me dijo lo
que no quería oír:
–Hija, ¿qué quieres que hagamos? ¡Quién te manda ser tan blanca y tan flaca...!,
pero bueno, tienes unos ojos grandes y hermosos.
Por fin lo entendía, sus palabras fueron algo así como decir: “Parece que saliste
de una tumba, y también hay muertos menos feos”.
Traté de comer más. No me cabía, así que me conformé con desarrollar otras
cualidades, como saber escuchar.

El número y nombres de pretendientes que circulaban por la casa en aquellos


días aumentaron considerablemente. No sé de dónde los sacaba Rodrigo; hasta
que por fin su paciencia llegó al límite.
–¿No hay alguno al que puedas tratar bien? –Me increpó muy, pero muy enojado–
. ¿No te das cuenta de que si no pones de tu parte, te voy a casar a la fuerza?
Eso ya no me gustó. Me asusté mucho, mucho, mucho. Una cosa era jugar a que
no me atraparan, y otra muy diferente, que me metieran a una ratonera con un
individuo que ni siquiera estimaba.

Pasó la temporada lentamente. En una tarde otoñal, un poco más fresca que sus
predecesoras, me aguardaba una gratísima sorpresa.
Como de costumbre, Rodrigo depositaba cajas de madera repletas de libros en
su estudio. Me encantaba entrar y descubrir los secretos que cada uno de ellos
guardaba para mí. Los sacaba, leía, clasificaba y colocaba en el gran bodegón del
jardín, que a fuerza del tiempo y tantos libros, se convirtió en una importante
biblioteca privada.
De vez en cuando, Mina echaba una ojeadita al lugar a fin de elegir aquellos que
saldrían de la casa e irían directamente al basurero comunitario de Taxco. Yo
tenía mis mañas para guardar en mi propio armario los títulos más interesantes,
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que con los años se convirtieron en el gran tesoro de la familia Zertuche-Miranda
(Zertuche por parte de Rodrigo y Mina, y Miranda por parte de mis padres).
Bueno, y decía, en esa tarde otoñal, entré al estudio de Rodrigo. Observé
detenidamente el panorama y vi, acomodado en el tope de una de las cajas de
libros, un estuche grande, café y brillante de piel. Inmediatamente me levanté la
falda para no tropezar, brinqué otras tres cajas y llegué al extraño objeto. Al
abrirlo descubrí un título que en una primera instancia no me impresionó: “Vida y
secretos de Carlos I”, pero que por alguna extraña razón me atrajo como el imán
al metal.
Cada página de ese suculento libro me invitaba a seguir y a seguir sin parar, de
manera que pronto llegué a la minuciosa descripción de la Batalla de Pavia.
Francisco I, rey de Francia, pierde la contienda frente a Carlos I de España y V de
Alemania.

Y ahí están, en las últimas páginas, dos de los tres retratos que Ticiano Vecellio
hizo del emperador. En una de ellas posa sentado con un guante puesto en su
mano izquierda, y en el otro montado en un soberbio corcel negro. Quizás mi
hermano me influyó en el gusto por la pintura. Qué impresionante, reparé
detenidamente en aquél rostro de un hombre mayor con nariz y mandíbula
prominentes, lo veía milímetro a milímetro, recorría su cara de principio a fin una y
otra, y otra vez. Tenía la mirada llena de serenidad y valentía. Era el hombre más
feo y más hermoso. Así fue Carlos I, rico y pobre, vencedor y vencido, espiritual y
guerrero. Encerraba todo aquello que me podría fascinar. Algo se despertó en mí,
no sabía con precisión qué era, y me gustaba mucho esa atracción.

Curiosamente mis padrinos sabían mucho de él. Tuvimos largas conversaciones


en la sobremesa acerca de sus grandes virtudes y descomunales errores. Fue de
esa manera como poco a poco, y de tanto hablar del emperador, me empecé a
preguntar si no existiría alguien en la vida real que compartiera sus
características. Lógicamente no pensaba en encontrarme a un pretendiente con
armadura, eso es de hace tres siglos, sino a un caballero que portara con
elegancia su sombrero y su bastón.

Mis ensoñaciones, que así le llamo yo a soñar despierta, cobraron fuerza. Pobre
Carlos I, lo reviví tantas veces en mi mente, que si hubiera sido real, estaría más
cansado que el pobre Luisito después de limpiar los cobertizos.
Carlos fue mi primer gran amor. Él se acercó a mí con palabras dulces. La
insignificante Isabel de Portugal quedaba como un esperpento a mi lado. Cada
día yo procuraba inventar una nueva fantasía, pero si alguna me gustaba mucho,
la repetía una, dos, tres o cuatro veces en una semana. Llegó un momento en el
que con el sólo hecho de pensar en él, el estómago se me comprimía y me
llenaba de gusto.
Parecía que en cualquier momento entraría por la gigantesca puerta de hierro y le
pediría mi mano a Rodrigo.

En esos trances andaba yo, cuando pocos meses después supe que mis amigos
de infancia, Liliana y Ricardo se habían casado en Veracruz. La invitación llegó
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tardísimo. Sólo me quedó mandarles el obsequio de bodas y una tarjeta de
agradecimiento. Me imaginé lo bien que se verían juntos. Liliana siempre fue una
niña muy guapa, de cabello castaño y rizado. Ricardo era un jovencito regordete,
aunque muy educado. Realmente les deseé una auténtica y muy perdurable
felicidad.

Los días y meses transcurrían en una suave y peligrosa rutina. Era evidente que a
veces mis ensoñaciones me robaban más del tiempo permitido. En más de una
ocasión Mina preguntaba con disimulo –¿Y qué hace una joven de tu edad tan
encerrada en la recámara?, recuerda hija que la ociosidad es la madre de todos
los vicios.
El mensaje, aunque me molestaba, entraba directo a mi mente, y era entonces
que con mucho esfuerzo y resignación disminuía mis ratos de ensoñación.

Pero poco o mucho, Carlos I echaba raíces fuertes en mi mente conforme


transcurría el tiempo. Ese Carlos, literalmente el hombre de mis sueños, no bebía
como Jimeno Méndez, no eructaba como Armando Palacios, no se hurgaba la
nariz como Javier Gómez, ni me retenía a la fuerza a su lado con alguna
disertación aburrida sobre la vida política como Rubén Abasolo. No, mi Carlos me
admiraba tal cual era, no le importaba mi delgadez ni que fuera poco agraciada, le
gustaba escucharme durante horas; era educado, formal y cortés.

A punto de que yo cumpliera los 18 años, Rodrigo ya no hallaba la manera de que


alguien fuera completamente de mi agrado. En una ocasión me increpó con tanta
energía que me hizo llorar. Harta de no encontrar otra salida, llegué a su
habitación con mi libro de piel bajo el brazo, ya algo desgastado de tanto ver sus
retratos, y lo puse frente a él, en la mesita miniatura en donde colocaba su tazón
de café y sus habanos.
–Mire padrino –le dije todavía con los ojos hinchadísimos de tanto llorar–. Si usted
quiere casarme, por lo menos busque a alguien que se parezca a él.
Rodrigo clavó su mirada en los retratos e intentó todavía seguirme la idea.
–¡Pero este es más viejo que yo!
–No padrino, véalo bien, es un hombre completo, respetuoso, amable valiente…
no sé… lo tiene todo.
–¿Y tú cómo lo conoces tanto?, ¿qué se te apareció? –dijo en sarcasmo.
Me miró a los ojos y sin dejarme hablar soltó una enorme risotada. Los lentes se
le empañaron, la nariz se le puso roja, la risa no le permitía sacar su pañuelo para
secarse el rostro, y trastabillando salió de su recámara y a gritos llamó a Mina.
–Mina, ¡ven a ver esto!
Primero se recargó con una mano en el borde de la puerta, pero era tanto su
acceso de risa que terminó recargando sus dos manos en las rodillas para respirar
mejor.
El espectáculo fue más humillante cuando le explicó a Mina que yo buscaba un
hombre como Carlos I para casarme. Entonces ya no era uno, sino dos los que se
burlaban. Al rato fueron tres cuando Lola se enteró, y al rato cuatro, cuando
Francisca, de la servidumbre, subió para ver qué pasaba con tanto escándalo.

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Por mi mente pasaron dos opciones: Esconderme debajo de la cama o tirarme por
la ventana. Nunca le voy a perdonar a Rodrigo la vergüenza que me hizo pasar.
Peores aún fueron los siguientes días. Frases como: –¿No le vas a pedir a Carlos
que nos acompañe a cenar?, –dile a Carlos que lo invitamos al té, –¿qué
sugerencia tiene Carlos para comer? Se hicieron cotidianas durante unos días, y
detrás de cada una venía una cascada de risas.

Las cosas no duraron mucho así. Tomé la determinación de encerrarme en mi


cuarto con una gran tristeza y dolor por verme y saberme incomprendida; así fue
como Rodrigo recapacitó y dejó sus chistes en el olvido.
Sin querer, quizás por mi tristeza, los alimentos no me sentaban muy bien. Tenía
fuertes periodos de melancolía, así como los que sufría Catalina La Grande.
Rápidamente empecé a sentirme mal. Por instrucciones del médico tuve que
tomar reposo durante casi cuatro meses, lo que preocupó seriamente a mis
padrinos.

En una ocasión, cuando creían que estaba dormida, el médico le dijo a Rodrigo
que muy probablemente yo sufría de algún mal de amores y que recomendaba
imperiosamente que viajara o me distrajera. Entonces Rodrigo, al despedir al
médico, se sentó a mi lado y susurró:
–Ay hija, creo que permanecer tanto tiempo en la casa y sin amigos te ha
trastornado la cabecita. Si te caso, van a regresarte por desquiciada, y si no te
caso, ¿qué será de ti?
Lo escuché con atención y casi no pude disimular la enorme tristeza que me dio
ese enorme corazón dolido. Sus breves palabras me hicieron recapacitar. Si no
me casaba, terminaría de institutriz solterona. Ese futuro no era nada atractivo.

Decidí cambiar mi actitud. Empecé a comer más –a la fuerza, pero ni modo– y a


salir durante el mediodía a tomar el siempre aire fresco de la región.
Mis padrinos tenían razón, no era correcto que yo me hubiera enamorado de un
personaje histórico. ¿Cuándo encontraría a Carlos I en la vida real? Era una idea
absurda y ridícula. A menos que existiera la reencarnación, era imposible. Así que
decidí cambiar de personaje; ahora no sería un sujeto famoso, sería un hombre
hecho por mi imaginación de arriba a abajo, a lo mejor era más fácil encontrarme
a alguien parecido a mi propio modelo caminando por las calles de Taxco. Eso
era mucho más probable.

La simple idea de imaginar me emocionó. Después de cenar me subí a dormir.


Me recosté y cerré los ojos. Lo primero que hice fue inventar una escenografía.
Se me ocurrió un pequeño café tipo francés, con sus diminutas mesas cubiertas
de manteles azules, y adornadas con hermosos claveles rojos al

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