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A partir de ese momento me llené de una terrible vergüenza. No podía verlos a los
ojos. Mis imprudencias provocaron una verdadera tristeza innecesaria.
Ninguno de los dos me reprochó nada. Por el contrario, disimularon bastante bien
y jamás tocaron el tema. Sin embargo, tuve la impresión de que todos, incluso
Lola y Francisca, los caballerangos y hasta Boni, me tenían lástima. Su actitud,
sus miradas, su conducta respondía al de las personas cuando saben que alguien
va a morir. No podían evitarlo.
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no era la mía. Dejé de salir, no sólo de la casa, sino de mi cuarto. Tampoco quería
soñar, el desánimo nunca fue tan grande, por lo menos hasta ese momento.
Pocos meses después, Rodrigo y Mina tuvieron una larga conversación privada
con el médico de la capital. La decisión era evidente frente a mi comportamiento.
La soledad me estaba matando, y la única esperanza posible era realmente
trasladarme a la capital. Tristemente, el doctor les pidió que una vez instalada,
procuraran no visitarme, a fin de que pudiera enfrentarme a un nuevo ambiente y
no quisiera salir corriendo hacia Taxco.
Una semana más tarde llegamos a la capital. Rodrigo no fue muy explícito sobre
la familia que me recibiría en su casa durante mi recuperación, sólo mencionó que
tenía buenas referencias de ellos y que apreciaba su honorabilidad y buena
posición económica y social.
Cuando los vi, recordé que habían asistido a una comida en Taxco y que el señor,
Leopoldo García, trabajaba en el gobierno.
Al llegar, él y su esposa Rosaura salieron para recibirme. La figura tan alta y
robusta de él se me impuso. En fracción de segundos me aterroricé, asimilé a
fondo que me separaría de mis padrinos, y quise dar media vuelta y regresar con
ellos, pero el abrazo de la mujer me lo impidió. Tan fornida o más que su marido,
Rosaura poseía estatura baja y gran peso.
Rodrigo tomó mi rostro entre sus manos, levantó las cejas y sonrió levemente.
Pude ver que su bigote temblaba y que los anteojos se empañaban. Carraspeó y
solamente me dijo:
–No sabes cómo me duele todo esto. Te dejo aquí con mucha tristeza. Mi corazón
está apretado y chiquito, y sólo porque sé que estas personas te cuidarán bien,
me atrevo a separarte de nosotros. Gracias hija por tanto y tanto amor que nos
has dado…
Ya no pudo hablar. Las lágrimas corrían sobre ese firme rostro desfigurado ahora
por la tristeza. Me dio un fuerte abrazo y besó mi frente.
Mina hizo lo mismo. Su voz era entrecortada. Lloraba tanto que lo único que pude
entender fue:
–Ponte bien. Trata de curarte para que te tengamos de regreso en Taxco muy
pronto.
Me besó tantísimas veces que perdí la cuenta.
–Por favor, no me dejen aquí –les dije llorando– No lo voy a soportar.
–¡Claro que sí! –contestó Rodrigo–. Tú eres una mujer fuerte, igual que tu padre.
Es tiempo de que saques tu casta y demuestres que la madera de la que estás
hecha no se quiebra.
–Pero…
–Pero nada. Vas a ver cómo te sientes mejor con el aire de la capital y el cariño
de estas personas.
Ya no pude continuar. El llanto cerró mi garganta. Sólo los abrace con todas las
fuerzas que me quedaban.
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Yo tenía veintiún años cuando crucé esa puerta de hierro negro, era 1887.
Rosaura y Leopoldo vivían en la colonia Roma. Su casa era grande, tenía dos
plantas y estaba formada por piedras enormes. Cada recámara contaba con un
balcón; dos de ellas se orientaban al jardín del frente y las otras dos, al jardín
trasero. No sabría cómo definir el estilo de la decoración. Para mi gusto le
sobraban objetos que sólo reducían espacio y se veían muy amontonados.
Lamenté el gran esfuerzo que la servidumbre tenía que hacer cada día para
mantener todo eso limpio y sin romperse.
Me tuve que acostumbrar a las rutinas de la familia, que eran algo diferentes a las
nuestras. Ellos solían ir a caminar por las calles tranquilas y apacibles en el
atardecer para aprovechar el aire fresco, excepto en época de lluvias, tiempo que
ocupaba Leopoldo para leerles algún libro a las mujeres de la casa. Lo curioso era
que todos caminaban en silencio y con ritmo, y cuando Eréndira quería hablar,
inmediatamente Leopoldo levantaba el bastón y ordenaba que se callara. Incluso
a mí no me decían absolutamente nada. Era incómodo porque éramos como
fantasmas errantes buscando su territorio. No sé cuál sería la intención del señor,
quizás que meditáramos, que pensáramos en algo en particular, qué sé yo, pero
era una tontería desaprovechar la oportunidad de un buen rato de conversación.
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Al principio, durante los paseos, nos dividíamos en dos filas, las niñas adelante y
los adultos atrás. Poco después, la formación era de tres filas, las niñas adelante,
yo atrás de ellas, y los García detrás de mí. ¡Qué incomodidad tan grande! Era
como tener a un par de jueces que se fijaban en cómo caminaba, cómo me movía
y qué hacía. Leopoldo me pidió que si alguna de las niñas hablaba, fuera yo la
que la callara.
Como no tenía todavía confianza con la familia, me sentía muy sola. Silvia se
parecía a su padre; alta, ancha, tosca. De cabello castaño, prefería usarlo en
rulos que atado. También debo admitir que de las tres, era la menos fea y también
la menos simpática. Tal vez por su edad, en plena juventud, creía que ya conocía
el mundo. Mi presencia le dio igual. Ella haría lo que quisiera.
Rosaura, por su parte, era más baja y regordeta. Sonreía frecuentemente y
constantemente me preguntaba cosas como: ¿Cómo es tu pueblo? ¿Qué comen
ahí? ¿Llueve? ¿No tienes papás?, etcétera. Sin duda, no tenía problemas de
conversación, era obediente a sus padres y reservada con sus sentimientos.
Eréndira, la más chica, qué puedo decir. Era un torbellino de energía. Platicaba,
cantaba, desobedecía. Se parecía mucho a su mamá. Tenía el cabello rubio y los
ojos muy rasgados. Berrinchuda a más no poder, no quería ni verme ni
escucharme. Siempre se quejaba de algo y lloriqueaba.
En una de mis tantas conversaciones con él, me recordó que tenía la publicación
de mi segundo libro pendiente, precisamente aquel que trataba sobre comercio
exterior, producto de sus sugerencias, observaciones y conocimientos. Aproveché
una respuesta a la correspondencia de Rodrigo para pedirle que se encargara
personalmente de acordar los últimos detalles con Gutiérrez. Naturalmente yo no
quería tener ningún tipo de trato con ese individuo después de su magnífica
hazaña en Taxco que me costó el destierro temporal. Creo que todavía tardó unos
cinco o seis meses en ser publicada. En esa ocasión no se llevó a cabo ningún
brindis o fiesta, o por lo menos no me invitaron. Tiempo después supe que se
había vendido bastante bien.
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–No, se trata de los García. Su comportamiento no es normal… da la impresión
de que se trata de un manicomio miniatura.
–¿Qué hicieron ahora? –dijo al mismo tiempo que se levantaba lenta y
elegantemente, y se quitaba el abrigo para dárselo al mesero.
–Es que desde que llegué, todos nos sentábamos en la mesa en absoluto
silencio, igual que cuando caminamos, y la señora Rosaura se encargaba de
supervisar que los lugares fueran correctamente dispuestos. Revisaba que la
servidumbre colocara los cubiertos, servilletas y lo necesario para las comidas.
Claro, que esta mujer no tiene nada que ver con Mina. Mi madrina es
extraordinariamente escrupulosa con la limpieza, y yo he visto que la señora
coloca a veces algún plato sobre una mancha del mantel para que no se vea. ¿No
es horrible?
–¡Por supuesto que es horrible!, ¿es eso lo que te molesta?
–No, por supuesto que no. Hace una semana, me pidió que antes de servir el
desayuno, la comida, la merienda o la cena, probara yo todos los platillos para
rectificar si estaban bien guisados. Eso me obligó a sentarme a comer más tarde
que el resto de la familia. Conforme terminaban de comer se levantaban y se iban.
La única que me hacía compañía era la señora. Pero desde ayer, la dichosa
señora salió con otra novedad, también ella se levanta y se va con la excusa de
atender a sus hijas. ¿No crees que la educación es lo más importante que debe
tener la gente?
–Claro que sí. Aunque, ¿no será que realmente tiene algo más importante que
hacer?
–¿Y qué? ¿Por eso vas a dejar a tu invitada sola en la mesa?
–No, no, no. Tienes toda la razón en ofenderte. Aunque para serte sincero, eso no
debería preocuparte demasiado. Creo que a pesar de lo difícil que la estás
pasando en estos momentos, lograrás ser feliz y ser en el futuro una buena
esposa y madre. ¿Por qué me ves así?
Pedro me dejó con la boca abierta. –¡Qué incrédulo!– pensé (dentro de mi sueño),
no tiene ni idea de que a mi edad y con mis atractivos físicos es difícil casarme.
–Por nada. Ojalá encontrara a un hombre como Pablo, pero que sí se enamorara
de mí –le dije tomando un sorbito de café.
–Por lo que veo no lo sacas de tu cabeza. ¿Qué puedo hacer para que lo olvides?
–Absolutamente nada. Tengo entendido que así es el desamor, por lo menos es
lo que leí muchas veces en las novelas.
Pedro se entristeció, bajó la mirada y pude apreciar que sus expresivos ojos
azules se tornaban grises.
–Lo sabía –dijo–, pero entonces, ¿por qué sigues llamándome? Creí que yo era el
hombre de tu vida.
–¿Otra vez? No, no te vayas…
¡Me dejó plantada y se fue! ¿Quién dice que los hombres son más racionales que
emocionales? Estaba loco si creía que me iba a disculpar. Lo castigué sin pensar
en él algunos días.
Las primeras veces, yo creo que por consideración, procuraron obedecer. Sin
embargo, conforme pasaba el tiempo, cada vez se hacían más rebeldes.
En una ocasión, mientras yo les asignaba algunos ejercicios y ellas los resolvían,
me acordé con gran nostalgia de mi casa, de la traición de Rodrigo y la ausencia
de Pablo. No lo pude evitar, las lágrimas se apoderaron de mí de una forma tan
violenta que se me dificultaba hablar con claridad.
–¿Por qué llora?
–No es nada Eréndira, siga con los ejercicios.
–Yo pensé que la gente como usted no lloraba, dijo Rosaurita (como le decía su
madre).
–¿Y por qué no habríamos de llorar?
–No lo sé, ustedes sólo reciben órdenes –dijo al tiempo que levantaba los
hombros.
–Pues sepa que sí tenemos sentimientos. Soy tan persona como ustedes. ¿O
qué? ¿Me ve con tres ojos y dieciséis orejas?
–No, no, eso no, usted es diferente, forma parte de nuestra servidumbre. No es
igual a…
La furia me obligó a levantarme e irme. Las dejé solas con su enorme
engreimiento e ignorancia. Ni en mis peores momentos se me hubiera ocurrido
que Lola o Francisca no tuvieran sentimientos. ¡Qué educación tan deplorable
recibían esas señoritas! Yo, una rica heredera que siempre contó con lo mejor en
todos los sentidos, ¡ahora era parte de la servidumbre!
Este suceso causó un gran disgusto a Rosaura, quien me pidió muy molesta y
ríspidamente que procurara guardar mis emociones y amarguras para cuando
estuviera sola. Ella argumentó que la melancolía era pegajosa y que de ninguna
manera permitiría que las lágrimas se hicieran hábito en sus hijas y afearan las
hermosas caras –según las veía ella– de sus angelitos.
Sólo callé y obedecí.
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Una semana después tuve que subir al estudio de Leopoldo para entregarle un
paquete que dejó olvidado en el comedor.
Ese lugar, repleto de objetos como el resto de la casa, tenía impregnado el aroma
de las infusiones de canela que le preparaban para que pudiera tener mejor
memoria –eso decía la señora Rosaura.
El lugar era sofocante, pero me dio la idea de cambiar mi escenario de encuentros
con Pedro.
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–Ninguno –le contesté algo apenada porque temía que mi ropa oliera a humedad
y él lo notara.
–Te pusiste roja. No debes, tu aroma natural es agradable. ¿Qué? ¿Tiene algo de
malo platicar de perfumes? A mí me encanta el de magnolias. Mi mamá lo usaba
con cierta frecuencia, y aunque no lo creas, es lo que más me hace experimentar
su recuerdo…
–¿Magnolias? Bueno, pues si a ti te gusta lo usaré, pero entonces yo también
quiero sugerirte que cambies tu loción.
–¿Cuál quieres que use?
Movida por un atrevido impulso, yo también me acerqué a su cuello para olerlo. Él
no se movió, permitió que yo lo invadiera y que incluso le tocara la cara.
–Creo que la lavanda te iría mejor.
Pedro me abrazó… yo no me resistí, y así nos quedamos largo rato.
En cuanto abrí los ojos, anoté en mi diario: Pedro me sugirió perfume de
magnolias y yo le sugerí loción de lavanda.
Mis sueños subían algo mi desmoronado ánimo, aunque la rutina pesaba más.
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Esa noche, Leopoldo me pidió que lo ayudara a acostar a las jovencitas porque su
madre había sufrido de un repentino ataque de vómito verde. El médico le
recomendó no comer nada hasta el mediodía siguiente.
Su venganza no se hizo esperar. La guerra estaba declarada. Ahora sería yo, en
lugar de Mercedes –una de sus sirvientas–, la que tendría que acompañar a las
niñas a comprar ropa o sombreros. Para mi ventaja esta decisión me acomodó
muy bien. Pude empezar a conocer algo más de la capital y entender por qué ahí
la gente hacía todo con más prisa que en mi querido Taxco.
Salí de mi sueño, me levanté y fui al balcón a tomar un poco de fresco. Eran cerca
de las diez de la noche, sólo se escuchaban a lo lejos algunos golpeteos de las
herraduras de los caballos contra el piso. La luna creciente era hermosa, aunque
me llamó la atención que desde la capital se veían muchas menos estrellas que
en Taxco. ¿A qué se debería? Unos gritos dentro de la casa llamaron mi atención.
No eran fuertes, pero se percibía como una intensa discusión entre Leopoldo y
Rosaura. Pronto callaron y yo quise regresar a mi ensoñación. Por más que trate
ese día y los siguientes, Pedro no apareció durante una semana completa.
Debido a esa ausencia, me percaté de lo importante que se había convertido
aquel personaje en mi vida.
Al día siguiente, Rosaura no salió de su habitación, por lo que tuve que hacerme
cargo de las pequeñas.
Debo admitir que con el paso del tiempo y poco a poco, quise hacer el esfuerzo
de que me parecieran menos abominables, ellas no eran culpables de mi
situación, y las pobres carecían de un afecto auténtico. Sus padres se
preocupaban demasiado en ellos mismos, olvidando la formación más elemental,
la formación que debían tener como seres humanos.
La que todavía me hacía sufrir descalabros era Silvia. Constantemente repetía
que yo era fea, pero, ¿a quién le importa la opinión de una adolescente
caprichuda, si el hombre de mis sueños –porque realmente vivía en mis sueños–
me decía que era hermosa?
Tras mucho esfuerzo, hice que Pedro reapareciera en mis sueños. Corría el mes
de junio de 1889. El corazón me brincó de gusto cuando lo vi. Noté que él estaba
algo serio, como si quisiera decirme algo importante. Sin embargo, nuestra
conversación inició con las trivialidades de siempre.
–¿Qué piensas de un hombre que golpea a su mujer?
Creí que su respuesta sería automática, sin embargo, tardó un buen tiempo en
contestarme.
–¿Qué quieres escuchar? No estoy de acuerdo.
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–¿Eso es todo lo que tienes que decir?
–Ya, hoy no quiero discutir, ni siquiera estoy preparado para argumentar sobre el
tema. Nunca he golpeado a una mujer, aunque alguna vez ganas no me han
faltado.
–¡Pedro!
–¿Ya ves?, pero nunca he golpeado.
–No sé, falta ver si te casas.
Pobre Pedro, se atragantó con su propia saliva. Le dio un ataque de tos largo y
asfixiante. Esperé una eternidad hasta que recuperó la compostura y se pudo
sentar de nuevo.
–¿Te sientes mejor? ¿Sabes que hoy te ves guapísimo?
Él sonrió levemente. Era obvio que tenía alguna preocupación.
¿Te puedo hacer otra sugerencia aparte de la loción?
–Claro, pero no me veas así porque me pones nervioso. ¿Qué, tengo algo mal?
Se levantó y sacudió sus pantalones. Miró sus zapatos y pasó las manos por la
cabeza para peinarse. Daba la impresión de que se abochornaba de algo.
–Me parece que los colores oscuros te sientan mejor. Creo que el azul marino con
corbatas grises son los colores indicados para tu tono de piel.
–¿De veras? –Contestó arreglándose el saco y sacudiendo los hombros–. pues si
ese color te gusta, así me vestiré. Me asustaste.
Se hizo un breve silencio. Creo que lo incomodé más de lo apropiado. Se levantó
y miró por el gran ventanal. Como si lo pensara mucho, continuó.
–Tengo algo especial para ti.
Lo acompañé con la mirada y vi que sacaba de un cajón del escritorio una
preciosa esclava de oro con mi nombre grabado.
–Mira, ¿te gusta? –Se acomodó nuevamente a mi lado y la colocó en mi muñeca.
–¡Es preciosa! ¿Crees? –le dije con nostalgia mientras apreciaba el excelente
trabajo de la joya– ¿que alguna vez encontraré a alguien para casarme?
Se puso muy nervioso.
–Claro que sí.
–¿Quién podría enamorarse de una mujer tan insípida como yo?
Me miró fijamente a los ojos. Acercó su rostro al mío, besó mi mejilla y respondió:
–Yo.
Mi reacción automática fue reírme.
–Sí, no dudo que tú te enamores de mí. Eres parte de mi imaginación, yo me
refiero a un hombre en la vida real.
Pedro se molestó.
–¿Nunca has pensado que quizás también tengo alma y pensamiento? ¿Crees
que puedes gobernarme porque estoy en tus sueños?
–Claro –argüí.
–Pues te equivocas. Durante esta semana no pudiste verme no porque no
pudieras, sino porque yo no quise.
–Ay ¡Por favor! Lo que faltaba. Ahora resulta que mis personajes tienen voluntad
propia…
–¡Te lo demostraré! ¡Echaste a perder mi regalo!
Furioso salió del estudió provocando un gran portazo.
Alguien llamó a mi puerta. Me levanté rápidamente y a medio ponerme la bata
abrí. Era Leopoldo.
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–Disculpe que la moleste a esta hora. Sé qué es inoportuno e imprudente, dijo sin
siquiera mirarme a la cara.
–Verá –continuó– Han sido varias las ocasiones en las que Silvia me ha dicho que
no puede conciliar bien el sueño porque la escucha a usted conversar durante las
noches. Al principio no le presté atención, sin embargo, hoy mismo he sido yo el
que la ha escuchado. ¿Tiene problemas de insomnio?
Me quedé helada. ¿Durante mis sueños hablaba en voz alta? Tartamudeando le
dije:
–Sí, sí, algunas veces hablo dormida. ¿Sabe? Es un problema que tengo desde
pequeña.
–¿La ha visto algún médico?
Frente a esta situación, me vi en la necesidad de mentir.
–Sí, claro, pero dice que no hay remedio.
Leopoldo miró hacia el techo.
–Bien, –continuó– En este caso, creo que por sensatez, quizá sería mejor que
usted durmiera en el patio. Podemos habilitar el cuarto que colinda al de
Mercedes y Lupe para que siga con su privacidad, así, Silvia podría estar más
tranquila y dormir mejor.
El hombre me puso entre la espada y la pared. ¿Qué alternativa tenía? No iba a
dejar de soñar por esa mocosa, aunque ese cambio implicaba muchas cosas,
entre ellas, que dormiría en la sección de la servidumbre. Finalmente tuve que
aceptar.
Mi recámara, si así se le podía decir, era horrorosa. Las paredes, pintadas con
gigantescas manchas de humedad despedían un olor extraño y desagradable. El
moho estaba incrustado en todas las esquinas, arriba y abajo. La cama era más
dura que una piedra y muchas veces tuve que matar insectos de una especie que
jamás había visto, eran largos y negros y caminaban como culebritas miniatura.
Ya no tenía acceso a la vista del jardín ni al balcón. El frío lo resentía
profundamente y enfermé muchas veces de catarro. La sensación de estar
atrapada en una cárcel, aunada a la larga ausencia de mi Pedro en los sueños y
las cada vez más esporádicas cartas de mis padrinos, fueron circunstancias que
lograron hacerme pensar en huir de ese lugar.
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