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–Es que me da la impresión de que todos me miran.

–Tonterías, sigue caminando.


Ya casi finalizábamos nuestro recorrido, cuando descubrí unos prendedores muy
hermosos en una tienda. Le pedí a Mina que entráramos, y a regañadientes
accedió.
Estaba revisándolos cuando escuché la voz muy baja de una mujer que decía:
–¿Es ella?
Otra mujer le contestaba:
–Sí, es a la que el novio abandonó para casarse con otra.
Volteé a verlas en un movimiento rápido y brusco. Eran tres mujeres de mediana
edad. Al percatarse de lo sucedido, salieron de la tienda sin darme la oportunidad
de contestarles algo.
–Madrina, ¿escuchó usted?
–¡Vámonos de aquí!
Mina no me dio tiempo ni de respirar. Creo que nunca caminamos tan rápido
como ese día, ni tampoco en tan agobiante silencio.
Sólo crucé la puerta de la casa, me tiré de rodillas al regazo de Rodrigo que hacía
unas cuentas del negocio.
–Padrino –susurré llorando–. En el pueblo murmuran que el señor Montes me
abandonó para casarse con otra…
Rodrigo acarició mi cabeza. Miró a Mina por arriba de sus anteojos y dijo:
–No te preocupes. Son habladurías.
–Pero, ¿cómo supieron lo que pasó?
–No sé, ya, ya, deja eso. No te preocupes tanto de lo que dice la gente. Lo mejor
es que no acompañes más a tu madrina. Evítate disgustos.

Esperé algunos días para aprovechar un momentito en el que Francisca salió, y


me dirigí a la cocina a platicar con Lola. Ella fue la única valiente que me explicó
la situación. El señor Gutiérrez, antes de irse de Taxco, pasó por el pueblo y
comentó lo sucedido en la casa. De ahí que rápidamente el pueblo empezara a
comentar sobre mí como la abandonada.
Esto significaba mucho. En un pueblo pequeño representa sepultar la reputación
de una persona. Ahora sí me quedaría para vestir santos. ¡Qué desgracia! Y
todavía peor, ¡qué tristeza para mis padrinos que durante tantos años pusieron su
mejor empeño en darme educación y posición y ahora tener que aguantar las
habladurías populares! A mi auto conmiseración añadía lo que mis pobres
padrinos sentían. No era digna de su cariño. Todo lo eché a perder.

A partir de ese momento me llené de una terrible vergüenza. No podía verlos a los
ojos. Mis imprudencias provocaron una verdadera tristeza innecesaria.
Ninguno de los dos me reprochó nada. Por el contrario, disimularon bastante bien
y jamás tocaron el tema. Sin embargo, tuve la impresión de que todos, incluso
Lola y Francisca, los caballerangos y hasta Boni, me tenían lástima. Su actitud,
sus miradas, su conducta respondía al de las personas cuando saben que alguien
va a morir. No podían evitarlo.

Mi mente, rodeada de tanta tensión e inmersa en un círculo de angustia me


impedía actuar con naturalidad. Era como estar en compañía de una familia que

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no era la mía. Dejé de salir, no sólo de la casa, sino de mi cuarto. Tampoco quería
soñar, el desánimo nunca fue tan grande, por lo menos hasta ese momento.

Pocos meses después, Rodrigo y Mina tuvieron una larga conversación privada
con el médico de la capital. La decisión era evidente frente a mi comportamiento.
La soledad me estaba matando, y la única esperanza posible era realmente
trasladarme a la capital. Tristemente, el doctor les pidió que una vez instalada,
procuraran no visitarme, a fin de que pudiera enfrentarme a un nuevo ambiente y
no quisiera salir corriendo hacia Taxco.

Rodrigo se extrañó mucho de que en esta ocasión no opusiera resistencia. De


hecho, mi alma se congelaba tan rápido que el impacto de separarme de su lado
y de mi querida Boni lo tomé con escrupulosa resignación.

Una semana más tarde llegamos a la capital. Rodrigo no fue muy explícito sobre
la familia que me recibiría en su casa durante mi recuperación, sólo mencionó que
tenía buenas referencias de ellos y que apreciaba su honorabilidad y buena
posición económica y social.
Cuando los vi, recordé que habían asistido a una comida en Taxco y que el señor,
Leopoldo García, trabajaba en el gobierno.
Al llegar, él y su esposa Rosaura salieron para recibirme. La figura tan alta y
robusta de él se me impuso. En fracción de segundos me aterroricé, asimilé a
fondo que me separaría de mis padrinos, y quise dar media vuelta y regresar con
ellos, pero el abrazo de la mujer me lo impidió. Tan fornida o más que su marido,
Rosaura poseía estatura baja y gran peso.

Rodrigo tomó mi rostro entre sus manos, levantó las cejas y sonrió levemente.
Pude ver que su bigote temblaba y que los anteojos se empañaban. Carraspeó y
solamente me dijo:
–No sabes cómo me duele todo esto. Te dejo aquí con mucha tristeza. Mi corazón
está apretado y chiquito, y sólo porque sé que estas personas te cuidarán bien,
me atrevo a separarte de nosotros. Gracias hija por tanto y tanto amor que nos
has dado…
Ya no pudo hablar. Las lágrimas corrían sobre ese firme rostro desfigurado ahora
por la tristeza. Me dio un fuerte abrazo y besó mi frente.
Mina hizo lo mismo. Su voz era entrecortada. Lloraba tanto que lo único que pude
entender fue:
–Ponte bien. Trata de curarte para que te tengamos de regreso en Taxco muy
pronto.
Me besó tantísimas veces que perdí la cuenta.
–Por favor, no me dejen aquí –les dije llorando– No lo voy a soportar.
–¡Claro que sí! –contestó Rodrigo–. Tú eres una mujer fuerte, igual que tu padre.
Es tiempo de que saques tu casta y demuestres que la madera de la que estás
hecha no se quiebra.
–Pero…
–Pero nada. Vas a ver cómo te sientes mejor con el aire de la capital y el cariño
de estas personas.
Ya no pude continuar. El llanto cerró mi garganta. Sólo los abrace con todas las
fuerzas que me quedaban.
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Yo tenía veintiún años cuando crucé esa puerta de hierro negro, era 1887.
Rosaura y Leopoldo vivían en la colonia Roma. Su casa era grande, tenía dos
plantas y estaba formada por piedras enormes. Cada recámara contaba con un
balcón; dos de ellas se orientaban al jardín del frente y las otras dos, al jardín
trasero. No sabría cómo definir el estilo de la decoración. Para mi gusto le
sobraban objetos que sólo reducían espacio y se veían muy amontonados.
Lamenté el gran esfuerzo que la servidumbre tenía que hacer cada día para
mantener todo eso limpio y sin romperse.

Leopoldo ejercía la abogacía en el gobierno, puesto que le redituaba bastante


bien, ya que podía mantener con comodidades a su esposa y a sus tres hijas,
Silvia, de 16 años; Rosaura, de 14; y Eréndira, de 11, además de dos muchachas
de servicio y un chofer.

Debido a mi visita, reacomodaron a sus hijas en dos habitaciones, en vez de en


tres, cuestión que le molestó muchísimo a Eréndira porque ahora tendría que
compartir espacio con su hermana Rosaura.
A mí me dejaron una de las que daba al jardín de atrás. No gozaba con una
extraordinaria vista, aunque me agradaban los árboles frutales grandes y
frondosos que también estaban apretados entre sí. Por cierto, yo no sabía que en
la capital llovía tantísimo. Entre tantos árboles y descomunal lluvia en verano, la
humedad la traía impregnada hasta la médula. Con frecuencia tenía que sacar al
balcón mi ropa para que se aireara y no oliera mal. Afortunadamente mis huesos
no lo resintieron. Agradecí enormemente que durante la primavera hiciera
bastante calor.

Acomodarse a un nuevo ambiente es difícil. Éste representó para mí más que el


cambio de mi niñez cuando murieron mis padres. Lo más curioso fue que a quien
más extrañé desde el primer día, fue a Boni. Esa bolita de pelos, tan tierna, tan
dulce, tan incondicional se convirtió en mi más fuerte lamento. Sin ella, las noches
eran frías, lúgubres y tenebrosas. Me acostumbré a poner una almohada a mi
lado, cerca de la cara para, entre las penumbras de la noche, ver un bultito e
imaginar que era Boni. La abrazaba y besaba, y también la lloraba.
La imagen de Rodrigo y Mina me inundaron el alma. Quise correr, huir, salir de
aquel lugar extraño y ajeno, pero no pude hacer nada. Las puertas de esta cárcel
estaban cerradas.

Me tuve que acostumbrar a las rutinas de la familia, que eran algo diferentes a las
nuestras. Ellos solían ir a caminar por las calles tranquilas y apacibles en el
atardecer para aprovechar el aire fresco, excepto en época de lluvias, tiempo que
ocupaba Leopoldo para leerles algún libro a las mujeres de la casa. Lo curioso era
que todos caminaban en silencio y con ritmo, y cuando Eréndira quería hablar,
inmediatamente Leopoldo levantaba el bastón y ordenaba que se callara. Incluso
a mí no me decían absolutamente nada. Era incómodo porque éramos como
fantasmas errantes buscando su territorio. No sé cuál sería la intención del señor,
quizás que meditáramos, que pensáramos en algo en particular, qué sé yo, pero
era una tontería desaprovechar la oportunidad de un buen rato de conversación.

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Al principio, durante los paseos, nos dividíamos en dos filas, las niñas adelante y
los adultos atrás. Poco después, la formación era de tres filas, las niñas adelante,
yo atrás de ellas, y los García detrás de mí. ¡Qué incomodidad tan grande! Era
como tener a un par de jueces que se fijaban en cómo caminaba, cómo me movía
y qué hacía. Leopoldo me pidió que si alguna de las niñas hablaba, fuera yo la
que la callara.

Como no tenía todavía confianza con la familia, me sentía muy sola. Silvia se
parecía a su padre; alta, ancha, tosca. De cabello castaño, prefería usarlo en
rulos que atado. También debo admitir que de las tres, era la menos fea y también
la menos simpática. Tal vez por su edad, en plena juventud, creía que ya conocía
el mundo. Mi presencia le dio igual. Ella haría lo que quisiera.
Rosaura, por su parte, era más baja y regordeta. Sonreía frecuentemente y
constantemente me preguntaba cosas como: ¿Cómo es tu pueblo? ¿Qué comen
ahí? ¿Llueve? ¿No tienes papás?, etcétera. Sin duda, no tenía problemas de
conversación, era obediente a sus padres y reservada con sus sentimientos.
Eréndira, la más chica, qué puedo decir. Era un torbellino de energía. Platicaba,
cantaba, desobedecía. Se parecía mucho a su mamá. Tenía el cabello rubio y los
ojos muy rasgados. Berrinchuda a más no poder, no quería ni verme ni
escucharme. Siempre se quejaba de algo y lloriqueaba.

Cuando recibí la primera carta de mis padrinos, me emocioné sobremanera.


Inmediatamente les contesté: “Por favor, sáquenme de aquí, estoy muy incómoda
y me siento triste y sola”.
Desafortunadamente, la siguiente carta que me llegó fue después de tres meses,
y en ella, Rodrigo me decía: “Es natural que la estés pasando difícil, sólo recuerda
lo que dijo el médico, con el tiempo te sentirás tan bien, que ya no querrás
regresar a Taxco”.
¡Qué decepción! Nunca me imaginé que esta separación se sumaría a mi todavía
agobiante desilusión de Pablo, pero ni hablar, tuve que aguantar, y aguantar
mucho.

Mis padrinos solían mandarme alguna correspondencia cada dos meses


informando sobre el estado de actividades en Taxco, en la platería y en la casa.
Sin embargo, a mí me sucedía algo extraño, ya no me sentía motivada para
platicar de casi nada. La tristeza me carcomía lentamente, al despertar cada
mañana, abría la cortina y recordaba con nostalgia los amaneceres de mi pueblo,
el aire, el sol… Las paredes de mi habitación en casa de los García eran oscuras,
mientras que en mi casa eran luminosas, en fin, no tenía mucho qué comentar,
por lo que mis cartas cada vez eran más escuetas, limitándome a decirles que
todo estaba bien. Tampoco entendía el porqué de tanto aislamiento. Creía que
exageraban las indicaciones del médico.

A pesar de mí misma, en el único lugar en donde encontré consuelo, fue en mis


sueños. Probablemente no quería enfrentarme con la realidad, por lo que se
transformaron en mi alimento emocional de todos los días. Al principio me costó
trabajo encontrar una ubicación. Mi imaginación estaba impregnada de Pablo.
Después de buscar y buscar infructuosamente, finalmente decidí regresar a mi
café tipo francés. Ahí estaba Pedro. Me miró fijamente. No había tenido contacto
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con él desde que me ayudó al verme casi desmayada en la calle. La luz de sus
ojos hizo contacto con los míos, y en cuestión de segundos, me sentí nuevamente
atrapada por su imagen. Me dio gusto y agradecimiento encontrarlo de nuevo. Ya
no hacía falta presentarnos ni conocernos.
–Me da mucho gusto volver a verte. –dijo levantándose de su mesa y tomándome
del brazo para sentarme junto a él.
–A mí también, parece que no ha pasado el tiempo desde que te vi la última vez,
pero no es así, ahora estoy pasándola muy mal.
–¿Por qué? –comentó al acomodarme la silla.
–Rodrigo y Mina me mandaron a la capital para que me recupere después de lo
de Pablo, y aquí estoy.
–¿De lo de Pablo? ¿Qué con él?
–Ah, claro, no te lo había dicho, se casó.
Pedro acostumbraba mirar fijamente un objeto cuando algo lo impresionaba o no
sabía qué decir, aunque juraría que asomó una levísima sonrisa.
–Veo que estabas enamorada de él.
Lo pensé mucho antes de contestar.
–No lo sé, creo que sí.
–¿Y yo, qué significo para ti?
–Tú eres un hombre extraordinario, pero sólo eres parte de mi imaginación, creo
que ya te lo he repetido como doscientas veces.
–Sí, sí, sí…entiendo. ¿Qué harías si yo fuera real?
Tuve un escalofrío y por un momento lo deseé con todas mis fuerzas.
–Serías el hombre perfecto.
Pedro sonrió y se recargó en el respaldo de su silla muy satisfecho.
–Pero –continué– sólo eres un sueño.

Pedro y yo nos convertimos en cómplices. Siempre escuchaba atento mis quejas


y congojas. Prácticamente no lo dejaba hablar mucho, aunque sus sonrisas y
halagos me subían un poco el ánimo.
Sólo él supo la animadversión que existía entre la señora Rosaura y yo. Algo en
ella me molestaba y en ese entonces no pude adivinar qué era.

En una de mis tantas conversaciones con él, me recordó que tenía la publicación
de mi segundo libro pendiente, precisamente aquel que trataba sobre comercio
exterior, producto de sus sugerencias, observaciones y conocimientos. Aproveché
una respuesta a la correspondencia de Rodrigo para pedirle que se encargara
personalmente de acordar los últimos detalles con Gutiérrez. Naturalmente yo no
quería tener ningún tipo de trato con ese individuo después de su magnífica
hazaña en Taxco que me costó el destierro temporal. Creo que todavía tardó unos
cinco o seis meses en ser publicada. En esa ocasión no se llevó a cabo ningún
brindis o fiesta, o por lo menos no me invitaron. Tiempo después supe que se
había vendido bastante bien.

Comencé a buscar el consejo de Pedro con mayor insistencia que antes en mi


vida.
–Me siento confundida.
–¿Por qué? ¿Se trata de Rodrigo?

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–No, se trata de los García. Su comportamiento no es normal… da la impresión
de que se trata de un manicomio miniatura.
–¿Qué hicieron ahora? –dijo al mismo tiempo que se levantaba lenta y
elegantemente, y se quitaba el abrigo para dárselo al mesero.
–Es que desde que llegué, todos nos sentábamos en la mesa en absoluto
silencio, igual que cuando caminamos, y la señora Rosaura se encargaba de
supervisar que los lugares fueran correctamente dispuestos. Revisaba que la
servidumbre colocara los cubiertos, servilletas y lo necesario para las comidas.
Claro, que esta mujer no tiene nada que ver con Mina. Mi madrina es
extraordinariamente escrupulosa con la limpieza, y yo he visto que la señora
coloca a veces algún plato sobre una mancha del mantel para que no se vea. ¿No
es horrible?
–¡Por supuesto que es horrible!, ¿es eso lo que te molesta?
–No, por supuesto que no. Hace una semana, me pidió que antes de servir el
desayuno, la comida, la merienda o la cena, probara yo todos los platillos para
rectificar si estaban bien guisados. Eso me obligó a sentarme a comer más tarde
que el resto de la familia. Conforme terminaban de comer se levantaban y se iban.
La única que me hacía compañía era la señora. Pero desde ayer, la dichosa
señora salió con otra novedad, también ella se levanta y se va con la excusa de
atender a sus hijas. ¿No crees que la educación es lo más importante que debe
tener la gente?
–Claro que sí. Aunque, ¿no será que realmente tiene algo más importante que
hacer?
–¿Y qué? ¿Por eso vas a dejar a tu invitada sola en la mesa?
–No, no, no. Tienes toda la razón en ofenderte. Aunque para serte sincero, eso no
debería preocuparte demasiado. Creo que a pesar de lo difícil que la estás
pasando en estos momentos, lograrás ser feliz y ser en el futuro una buena
esposa y madre. ¿Por qué me ves así?
Pedro me dejó con la boca abierta. –¡Qué incrédulo!– pensé (dentro de mi sueño),
no tiene ni idea de que a mi edad y con mis atractivos físicos es difícil casarme.
–Por nada. Ojalá encontrara a un hombre como Pablo, pero que sí se enamorara
de mí –le dije tomando un sorbito de café.
–Por lo que veo no lo sacas de tu cabeza. ¿Qué puedo hacer para que lo olvides?
–Absolutamente nada. Tengo entendido que así es el desamor, por lo menos es
lo que leí muchas veces en las novelas.
Pedro se entristeció, bajó la mirada y pude apreciar que sus expresivos ojos
azules se tornaban grises.
–Lo sabía –dijo–, pero entonces, ¿por qué sigues llamándome? Creí que yo era el
hombre de tu vida.
–¿Otra vez? No, no te vayas…
¡Me dejó plantada y se fue! ¿Quién dice que los hombres son más racionales que
emocionales? Estaba loco si creía que me iba a disculpar. Lo castigué sin pensar
en él algunos días.

Llegó el 17 de agosto de 1888, fecha especialísima. Leopoldo decidió que


fuéramos todos a comer a un restaurante tipo español. Lo curioso fue que él y su
esposa se sentaron en una mesa separada a la nuestra, por lo que yo tuve que
coordinar a las niñas, solicitarles un buen comportamiento y servir de
intermediaria cuando comenzaron a pelearse por un pedazo de pastel de nuez.
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Al finalizar la comida, Leopoldo se acercó a nuestra mesa acompañado de un
matrimonio algo mayor. Presentó a sus hijas, de la mayor a la menor. Al final dijo:
–Y ella es la señorita Zertuche… su institutriz.
Un gran vacío se formó en mi mente. El aire se me fue, incliné la cabeza para
saludar. Sentí como si un balde de agua fría me cayera encima. Miré a los
comensales para saber si habían escuchado, y aunque parecía que no, en ese
momento me avergoncé grandemente. Quise contenerme y fingí sonreír, pero las
lágrimas se me salían solas. No puedo explicar lo que pasé aquella tarde, el
corazón se me hizo añicos. Después de cenar, cuando estaban todos dormidos,
salí al corredor. Caminé muy despacio por la casa, mi nueva y definitiva casa. Me
senté en las escaleras y recordé con nostalgia a papá y a mamá. Si ellos
estuvieran vivos esto no hubiera pasado jamás. Me abracé al barandal y lloré
durante horas. ¡Qué destino el mío! Cuánta amargura inundó mi alma. Rodrigo me
había mandado como institutriz sin consultarme. Fue capaz de tomar esta
decisión porque yo no quería casarme. ¿Era así como demostraba su autoridad?
Ese hombre al que yo quería tanto, que me inspiraba respeto y amor, ¿cómo
pudo?
De todo lo que viví hasta ese momento, el golpe de saberme desterrada fue lo
más desgarrador. Ni siquiera lo de Pablo podía compararse con la amargura que
entró de improviso en mi vida. La esperanza de regresar a Taxco se acabó. El
recuerdo de mi querida Boni sería sólo eso, un recuerdo.

No sé con exactitud qué me pasó. Lo que al principio fue desconcierto y suma


tristeza, al paso de los días se convirtió en indignación. El orgullo me impidió
hacerles a mis padrinos alguna reclamación. Cada vez escribían con menor
frecuencia, por lo que continué en mis respuestas con el mismo tono, siempre les
decía. “Aquí todo está bien”. Y cuando preguntaban si la familia me trataba con el
adecuado respeto, yo respondía con un seco “sí”.

El único testigo con quien compartí mi frustración fue Pedro.


Él se frotó la cara con las dos manos en un evidente ademán de desesperación.
–No creo que Rodrigo te haya mandado aquí con ese fin.
–¿Ah no? ¿Y entonces por qué me han asignado tareas de institutriz? ¿No te das
cuenta de que el plazo fijado para casarme venció?
–Trata de calmarte.
–¡No puedo! Pero ahora entiendo por qué Rodrigo me insistía tanto ¡Claro!, él
tenía razón, el futuro para una mujer soltera es éste. ¡Qué desgracia! ¡Ni siquiera
habló con la verdad! ¡Me engañó! ¿Oyes? ¡Me engañó!
–Por favor, baja la voz…
–¿Eso es lo que te importa? Desaparece de mi vista tú también. ¡No quiero saber
nada de nadie!
–Estás muy equivocada en tus apreciaciones. Rodrigo sería incapaz de
semejante vileza.
–¡Ya te dije que desaparezcas!
–¿Quieres realmente que me vaya?
–¡No! ¡Quédate, pero callado! No se te ocurra hacer lo del otro día. Es
imperdonable en un caballero dejarme sola.
Pedro me obedeció asombrosamente. Me miró con mucha ternura. Tomó entre
sus dedos un trozo de papel y lo doblaba y desdoblaba en espera de que yo me
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calmara. Hizo lo mismo que Pablo, sólo le faltó hacer una palomita. Terminó por
bajar la vista y llamar al mesero para pedir la cuenta.
En ese momento salí de mi sueño. A lo lejos me pareció escuchar una discusión.
Era la voz de un hombre, y si no me equivocaba, era la de Rodrigo.
Salí inmediatamente de mi habitación, pero justo pasaba por ahí Leopoldo. Me
preguntó hacia dónde iba. Al explicarle me tranquilizó. Afirmó que se trataba del
esposo de una amiga de Rosaura, y que no era conveniente que los
interrumpiera. Así fue como regresé a mi cuarto, aunque ya no soñé.

Antes de Navidad, la situación se transformó nuevamente. La señora Rosaura


tomó la determinación de ir a jugar cartas con algunas amigas los lunes,
miércoles y viernes durante tres horas, que comprendían de las tres a las seis,
justo antes del regreso de Leopoldo, tiempo para el tradicional paseo vespertino.
Esta decisión alteró la poca estabilidad emocional que yo tenía. Durante la
ausencia de la señora, debía enseñarles a las niñas gramática y aritmética, y
también tenía que mantener la calma entre ellas, que no está de más decir, eran
bastante peleoneras.

Las primeras veces, yo creo que por consideración, procuraron obedecer. Sin
embargo, conforme pasaba el tiempo, cada vez se hacían más rebeldes.
En una ocasión, mientras yo les asignaba algunos ejercicios y ellas los resolvían,
me acordé con gran nostalgia de mi casa, de la traición de Rodrigo y la ausencia
de Pablo. No lo pude evitar, las lágrimas se apoderaron de mí de una forma tan
violenta que se me dificultaba hablar con claridad.
–¿Por qué llora?
–No es nada Eréndira, siga con los ejercicios.
–Yo pensé que la gente como usted no lloraba, dijo Rosaurita (como le decía su
madre).
–¿Y por qué no habríamos de llorar?
–No lo sé, ustedes sólo reciben órdenes –dijo al tiempo que levantaba los
hombros.
–Pues sepa que sí tenemos sentimientos. Soy tan persona como ustedes. ¿O
qué? ¿Me ve con tres ojos y dieciséis orejas?
–No, no, eso no, usted es diferente, forma parte de nuestra servidumbre. No es
igual a…
La furia me obligó a levantarme e irme. Las dejé solas con su enorme
engreimiento e ignorancia. Ni en mis peores momentos se me hubiera ocurrido
que Lola o Francisca no tuvieran sentimientos. ¡Qué educación tan deplorable
recibían esas señoritas! Yo, una rica heredera que siempre contó con lo mejor en
todos los sentidos, ¡ahora era parte de la servidumbre!

Este suceso causó un gran disgusto a Rosaura, quien me pidió muy molesta y
ríspidamente que procurara guardar mis emociones y amarguras para cuando
estuviera sola. Ella argumentó que la melancolía era pegajosa y que de ninguna
manera permitiría que las lágrimas se hicieran hábito en sus hijas y afearan las
hermosas caras –según las veía ella– de sus angelitos.
Sólo callé y obedecí.

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Una semana después tuve que subir al estudio de Leopoldo para entregarle un
paquete que dejó olvidado en el comedor.
Ese lugar, repleto de objetos como el resto de la casa, tenía impregnado el aroma
de las infusiones de canela que le preparaban para que pudiera tener mejor
memoria –eso decía la señora Rosaura.
El lugar era sofocante, pero me dio la idea de cambiar mi escenario de encuentros
con Pedro.

No imaginé un estudio cualquiera, ni siquiera como el de Rodrigo en Taxco. El


nuevo lugar era una oficina grande, con un escritorio finísimo delante de un gran
librero. Frente a unos grandes ventanales había tres sillones tapizados de beige y
rodeados por sendos macetones con preciosas palmeras bebé.
Pedro se quedó muy pensativo. Recorrió con la mirada todo el lugar.
–¿No te gusta? Ven, siéntate aquí, a mi lado.
No dijo nada en ese momento. Tardó todavía algunos momentos antes de
sentarse.
–¿No te gusta? –repetí.
–Sí, lo que creo es que tienes una imaginación desbordada. ¿Habías visto este
lugar antes?
–No, yo lo inventé.
–¿Ya estás más tranquila? ¿Te sientes mejor?
–No quiero tocar el tema.
–¿Qué tema? ¿El de tus padrinos?
–Sí, de ellos. Por favor, si vas a sermonearme, mejor vete.
Pedro empezó a caminar por el estudio como si lo inspeccionara. Guardó silencio
unos minutos.
–Veo que tu carácter está cambiando. ¿Sabes lo que realmente me ha gustado
de ti? Tu forma de ser tan sincera, pero al mismo tiempo tan dulce e ingenua. No
eches a perder tus tesoros más grandes. Enojada eres insufrible y francamente
prefiero tomarte la palabra e irme si pretendes tratarme como a cualquier persona.
Vine hoy con una sorpresa para ti, aunque creo que no es buen momento.
Justo iba a abrir la puerta, cuando lo alcancé.
–Perdóname, no te enojes. Debo admitir que sí estoy algo irritable, y es cierto, tú
no tienes la culpa de nada. Ven, olvidemos todo. Acompáñame.
Lo jalé de una mano y me acomodé en el sofá. Pedro se quitó el saco, se sentó a
mi lado y de su espalda sacó –como si fuera un mago– un precioso clavel rojo en
plena madurez. Tomé la flor. Acaricié sus perfectos pétalos.
–Qué preciosa es, ¿cómo supiste que me gustaban tanto los claveles?
–No lo sé, –sonrió y se acomodó más cerca de mí– supongo que lo presentí en
mis sueños.
–¡Tú no puedes soñar!
–Ah, claro que sí, tú sueñas conmigo y yo sueño contigo.
–¿Un sueño soñado? Increíble, ¡qué ingeniosa soy!
–O a lo mejor soy yo el ingenioso.
No quise decepcionarlo ni avergonzarlo con su absurda idea, así que no lo
contradije.
Aprovechó que ya me había puesto de buen humor y se acercó todavía más a mí.
–¿Qué perfume usas? –susurró cerca de mi oído.

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–Ninguno –le contesté algo apenada porque temía que mi ropa oliera a humedad
y él lo notara.
–Te pusiste roja. No debes, tu aroma natural es agradable. ¿Qué? ¿Tiene algo de
malo platicar de perfumes? A mí me encanta el de magnolias. Mi mamá lo usaba
con cierta frecuencia, y aunque no lo creas, es lo que más me hace experimentar
su recuerdo…
–¿Magnolias? Bueno, pues si a ti te gusta lo usaré, pero entonces yo también
quiero sugerirte que cambies tu loción.
–¿Cuál quieres que use?
Movida por un atrevido impulso, yo también me acerqué a su cuello para olerlo. Él
no se movió, permitió que yo lo invadiera y que incluso le tocara la cara.
–Creo que la lavanda te iría mejor.
Pedro me abrazó… yo no me resistí, y así nos quedamos largo rato.
En cuanto abrí los ojos, anoté en mi diario: Pedro me sugirió perfume de
magnolias y yo le sugerí loción de lavanda.
Mis sueños subían algo mi desmoronado ánimo, aunque la rutina pesaba más.

Durante uno de los cotidianos paseos, un matrimonio caminaba junto a su perrita.


Esto trajo a mi memoria a mi pequeña Boni. ¿Cómo estaría? No me atrevía a
preguntar por ella después de que el velo que me cubría la vista cayó e hizo
añicos el respeto por mis padrinos.
¿Con quién dormiría? ¿Con Mina o con Lola? ¿O quizás la dejaban dormir a la
intemperie con mil peligros para su vida y su salud como lo hacían conmigo?
¿Estaría todavía viva? Mi Boni, te extraño… te extraño mucho mi perrita fiel.

El ambiente familiar y las constantes discusiones entre las niñas estaban


sacándome de quicio. Si en esta familia querían una institutriz, sería una de las
más estrictas de México. No tendría concesiones ni buenos tratos ni
amabilidades; aplicaría más dureza si desobedecían.
Pocas semanas después, la queja de mi severidad llegó otra vez a oídos de
Rosaura. En esa ocasión no me dejé intimidar. Me senté decididamente frente a
ella y le dije:
–Si ustedes quieren que sea institutriz de sus hijas, primero guárdeme el respeto
que merezco, y segundo, sus hijas son increíblemente indisciplinadas,
desobedientes e incluso, algunas veces, caen en la conducta más grosera que
puede tener una señorita. Requieren urgentemente enderezar su comportamiento.
El imponente cuerpo de la mujer se hizo pequeño. En segundos, su enorme boca
dejó ver dos comisuras contraídas, y sus ojos medio rasgados y severos se
transformaron en arcos de indignación. Con eso y todo continué sin permitirle que
me interrumpiera.
–Yo no sé en qué términos hayan acordado mi estancia aquí. Si a usted no le
interesa mi presencia en su casa, hágamelo saber y me iré inmediatamente.
Rosaura sacó un abanico color gris brillante. Tan alterada estaba que se pegó sin
querer en la nariz.
–Muy bien –me respondió elevando su ya tono agudo de voz y agitando los
cachetes–, estoy de acuerdo con sus dos condiciones, pero procure no hacer
llorar a mis hijas.

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Esa noche, Leopoldo me pidió que lo ayudara a acostar a las jovencitas porque su
madre había sufrido de un repentino ataque de vómito verde. El médico le
recomendó no comer nada hasta el mediodía siguiente.
Su venganza no se hizo esperar. La guerra estaba declarada. Ahora sería yo, en
lugar de Mercedes –una de sus sirvientas–, la que tendría que acompañar a las
niñas a comprar ropa o sombreros. Para mi ventaja esta decisión me acomodó
muy bien. Pude empezar a conocer algo más de la capital y entender por qué ahí
la gente hacía todo con más prisa que en mi querido Taxco.

Intencionalmente me compré unos vestidos lindísimos. A mi lado, la pobre


Rosaura perdía toda proporción. Regresé a mi rutina de comer pan con miel hasta
que mis hombros adquirieron una forma perfectamente redondeada sin asomar
los huesos. Las manchas de mis ojos desaparecieron. En una de las ocasiones
en las que acompañé a las niñas a comprar unos fondos, vi en la esquina de esa
calle una pequeña cafetería muy parecida a la de mis sueños. Aunque quise
acercarme, la presión de las pequeñas y su prisa por llegar a casa no me lo
permitieron. En la tarde, le comenté a Rosaura que quería conocer ese lugar.
–Usted puede hacer lo que le plazca, siempre y cuando no interfiera con nuestras
actividades.
–No se preocupe, sería una mañana temprano.
–¿Y quién la acompañaría? –me contestó sin despegar sus ojos del tejido.
–No sé, había yo pensado en Mercedes.
Se acomodó los anteojos. Me miró y con ironía continuó:
–¿Cree usted que mi servidumbre está aquí para atenderla personalmente?
Olvídelo. Mercedes tiene muchos quehaceres.
–Bueno, entonces iré sola.
De un brinco se levantó.
–¿Está loca? Quizás usted piensa que las costumbres de su pueblo son las
mismas que en la capital. Sepa que una mujer nunca asiste sola a un lugar
público. Debido a que usted trabaja para nosotros, comprenderá que no cuenta
con mi autorización para realizar semejante barbaridad. Lo siento, pero se
quedará con la curiosidad de conocer ese sitio.
Rápidamente retomó su labor y no dijo una sola palabra más.

–Es una… tonta


Pedro me miró sorprendido.
–¿Y qué necesidad tienes de ir a ese lugar? –preguntó medio molesto.
–Es que creo que es el mismo restaurante donde nos reuníamos los tres.
–No querida, el café al que te refieres está ubicado en el centro.
–¿Cómo lo sabes?, yo nunca lo he visto y tú no puedes saber algo que yo ignore.
Tú estás en mi imaginación.
–Ay mi pequeña Mónica…, en fin –continuó mientras hurgaba dentro de cada
objeto en el estudio–, ¿no has pensado que quizás te esté pasando lo mismo que
con el libro de comercio exterior? Yo te di la información porque está guardada en
tu mente, y lo mismo puede estar pasando ahora.
Cierto, Pedro tenía razón. Probablemente en el primer viaje que hice con mis
padrinos a la capital, vi aquel sitio y lo guardé en mi memoria.
–Sí, puede ser. ¿Qué tanto buscas en este lugar? Tengo la impresión de que algo
aquí te llama más la atención que yo.
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–De ninguna manera. Estoy encantado con tu imaginación. ¿No crees que hacen
falta más ceniceros en la mesa?
–¿Para qué? Ninguno de los dos fuma. Ah, ya sé, te refieres a algo decorativo. En
ese caso pondré flores.
No sé qué sucedió. De pronto volteé y vi que Pedro ya no estaba. ¿Se habría
enojado por lo de las flores? Probablemente, también debía darle oportunidad de
decorar nuestros lugares, finalmente, eso no era una sala, era un estudio.

Salí de mi sueño, me levanté y fui al balcón a tomar un poco de fresco. Eran cerca
de las diez de la noche, sólo se escuchaban a lo lejos algunos golpeteos de las
herraduras de los caballos contra el piso. La luna creciente era hermosa, aunque
me llamó la atención que desde la capital se veían muchas menos estrellas que
en Taxco. ¿A qué se debería? Unos gritos dentro de la casa llamaron mi atención.
No eran fuertes, pero se percibía como una intensa discusión entre Leopoldo y
Rosaura. Pronto callaron y yo quise regresar a mi ensoñación. Por más que trate
ese día y los siguientes, Pedro no apareció durante una semana completa.
Debido a esa ausencia, me percaté de lo importante que se había convertido
aquel personaje en mi vida.

Al día siguiente, Rosaura no salió de su habitación, por lo que tuve que hacerme
cargo de las pequeñas.
Debo admitir que con el paso del tiempo y poco a poco, quise hacer el esfuerzo
de que me parecieran menos abominables, ellas no eran culpables de mi
situación, y las pobres carecían de un afecto auténtico. Sus padres se
preocupaban demasiado en ellos mismos, olvidando la formación más elemental,
la formación que debían tener como seres humanos.
La que todavía me hacía sufrir descalabros era Silvia. Constantemente repetía
que yo era fea, pero, ¿a quién le importa la opinión de una adolescente
caprichuda, si el hombre de mis sueños –porque realmente vivía en mis sueños–
me decía que era hermosa?

Pasó un día más. La señora Rosaura se presentó a desayunar con un gran


moretón en el ojo. Nadie le dijo nada, aunque yo ya conocía bien esos golpes
porque Francisca constantemente los mostraba después de sus discusiones con
el marido.
Leopoldo no daba la impresión de ser tan agresivo, aunque “caras vemos,
corazones no sabemos”. Es deplorable que el hombre ante quien algún día diste
un sí en el altar, sea capaz de comportarse como un bruto de barriada, que cree
que su esposa es un contrincante de su tamaño. Si Pablo o Pedro me
golpearan… se los contestaría.

Tras mucho esfuerzo, hice que Pedro reapareciera en mis sueños. Corría el mes
de junio de 1889. El corazón me brincó de gusto cuando lo vi. Noté que él estaba
algo serio, como si quisiera decirme algo importante. Sin embargo, nuestra
conversación inició con las trivialidades de siempre.
–¿Qué piensas de un hombre que golpea a su mujer?
Creí que su respuesta sería automática, sin embargo, tardó un buen tiempo en
contestarme.
–¿Qué quieres escuchar? No estoy de acuerdo.
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–¿Eso es todo lo que tienes que decir?
–Ya, hoy no quiero discutir, ni siquiera estoy preparado para argumentar sobre el
tema. Nunca he golpeado a una mujer, aunque alguna vez ganas no me han
faltado.
–¡Pedro!
–¿Ya ves?, pero nunca he golpeado.
–No sé, falta ver si te casas.
Pobre Pedro, se atragantó con su propia saliva. Le dio un ataque de tos largo y
asfixiante. Esperé una eternidad hasta que recuperó la compostura y se pudo
sentar de nuevo.
–¿Te sientes mejor? ¿Sabes que hoy te ves guapísimo?
Él sonrió levemente. Era obvio que tenía alguna preocupación.
¿Te puedo hacer otra sugerencia aparte de la loción?
–Claro, pero no me veas así porque me pones nervioso. ¿Qué, tengo algo mal?
Se levantó y sacudió sus pantalones. Miró sus zapatos y pasó las manos por la
cabeza para peinarse. Daba la impresión de que se abochornaba de algo.
–Me parece que los colores oscuros te sientan mejor. Creo que el azul marino con
corbatas grises son los colores indicados para tu tono de piel.
–¿De veras? –Contestó arreglándose el saco y sacudiendo los hombros–. pues si
ese color te gusta, así me vestiré. Me asustaste.
Se hizo un breve silencio. Creo que lo incomodé más de lo apropiado. Se levantó
y miró por el gran ventanal. Como si lo pensara mucho, continuó.
–Tengo algo especial para ti.
Lo acompañé con la mirada y vi que sacaba de un cajón del escritorio una
preciosa esclava de oro con mi nombre grabado.
–Mira, ¿te gusta? –Se acomodó nuevamente a mi lado y la colocó en mi muñeca.
–¡Es preciosa! ¿Crees? –le dije con nostalgia mientras apreciaba el excelente
trabajo de la joya– ¿que alguna vez encontraré a alguien para casarme?
Se puso muy nervioso.
–Claro que sí.
–¿Quién podría enamorarse de una mujer tan insípida como yo?
Me miró fijamente a los ojos. Acercó su rostro al mío, besó mi mejilla y respondió:
–Yo.
Mi reacción automática fue reírme.
–Sí, no dudo que tú te enamores de mí. Eres parte de mi imaginación, yo me
refiero a un hombre en la vida real.
Pedro se molestó.
–¿Nunca has pensado que quizás también tengo alma y pensamiento? ¿Crees
que puedes gobernarme porque estoy en tus sueños?
–Claro –argüí.
–Pues te equivocas. Durante esta semana no pudiste verme no porque no
pudieras, sino porque yo no quise.
–Ay ¡Por favor! Lo que faltaba. Ahora resulta que mis personajes tienen voluntad
propia…
–¡Te lo demostraré! ¡Echaste a perder mi regalo!
Furioso salió del estudió provocando un gran portazo.
Alguien llamó a mi puerta. Me levanté rápidamente y a medio ponerme la bata
abrí. Era Leopoldo.

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–Disculpe que la moleste a esta hora. Sé qué es inoportuno e imprudente, dijo sin
siquiera mirarme a la cara.
–Verá –continuó– Han sido varias las ocasiones en las que Silvia me ha dicho que
no puede conciliar bien el sueño porque la escucha a usted conversar durante las
noches. Al principio no le presté atención, sin embargo, hoy mismo he sido yo el
que la ha escuchado. ¿Tiene problemas de insomnio?
Me quedé helada. ¿Durante mis sueños hablaba en voz alta? Tartamudeando le
dije:
–Sí, sí, algunas veces hablo dormida. ¿Sabe? Es un problema que tengo desde
pequeña.
–¿La ha visto algún médico?
Frente a esta situación, me vi en la necesidad de mentir.
–Sí, claro, pero dice que no hay remedio.
Leopoldo miró hacia el techo.
–Bien, –continuó– En este caso, creo que por sensatez, quizá sería mejor que
usted durmiera en el patio. Podemos habilitar el cuarto que colinda al de
Mercedes y Lupe para que siga con su privacidad, así, Silvia podría estar más
tranquila y dormir mejor.
El hombre me puso entre la espada y la pared. ¿Qué alternativa tenía? No iba a
dejar de soñar por esa mocosa, aunque ese cambio implicaba muchas cosas,
entre ellas, que dormiría en la sección de la servidumbre. Finalmente tuve que
aceptar.

Mi recámara, si así se le podía decir, era horrorosa. Las paredes, pintadas con
gigantescas manchas de humedad despedían un olor extraño y desagradable. El
moho estaba incrustado en todas las esquinas, arriba y abajo. La cama era más
dura que una piedra y muchas veces tuve que matar insectos de una especie que
jamás había visto, eran largos y negros y caminaban como culebritas miniatura.
Ya no tenía acceso a la vista del jardín ni al balcón. El frío lo resentía
profundamente y enfermé muchas veces de catarro. La sensación de estar
atrapada en una cárcel, aunada a la larga ausencia de mi Pedro en los sueños y
las cada vez más esporádicas cartas de mis padrinos, fueron circunstancias que
lograron hacerme pensar en huir de ese lugar.

Pasado un mes, escuché a las niñas conversar sobre un viaje. Me pegué a la


puerta del comedor para entender bien los detalles.
–Yo quiero ir a Madrid. Dicen que es precioso. –comentó Silvia.
–No, yo prefiero viajar a París. Dice mamá que en un mes no tendremos mucho
tiempo para recorrer todos los lugares. Cómo me gustaría ir a algún teatro. –
contestó Rosaura.
–¿Qué dices? –intervino la pequeña–. No sabes hablar francés.

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