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¿Y si los sueños de tu familia no son también los tuyos?

¿Qué hacer cuando


lo que quieres no coincide con lo que los demás quieren para ti?
Inglaterra, 1820. Rosalind Newbury quiere a su familia y haría por ella lo
que fuera. Así que, cuando nada menos que un duque pide su mano, ella
dice sí sin pensárselo. De ese modo asegurará su futuro y el de los suyos.
Sin embargo, un día todo se tambalea al encontrar una lista de deseos que
había hecho cuando era jovencita. Allí, anotados, están todos sus sueños. Le
queda poco tiempo para hacerlos realidad, así que, junto a su querida amiga
Liza y al primo de esta, Charlie, un caballero apasionado del boxeo, buscará
cumplirlos antes de casarse y que su vida cambie para siempre.
Y así, entre clases de boxeo y mucho más, Ros irá descubriendo la vida… y
el amor, lo que hará que se plantee si vale la pena seguir adelante con su
boda y contentar a su familia o si lo que ella quiere es plantearse un futuro
distinto y hacer lo que realmente desea.
Megan Walker

La lista de la señorita Newbury


ePub r1.1
Titivillus 20.02.2024
Título original: Miss Newbury’s List
Megan Walker, 2022
Traducción: Ana Belén Murcia Sánchez
Diseño de cubierta: Gemma Martínez Viura

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Índice de contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17
Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Notas
Para Sophie…
Allá donde vayas, te seguiré.
Capítulo 1

Ashford, Inglaterra, 1820

M
e incliné sobre el arcón al pie de mi cama, buscando con
desesperación.
Liza llegaría en cualquier momento y no lograba encontrar ese
maldito trozo de papel.
Lo escondí hace años, después de aprender que los hermanos pequeños
son tan sagaces como sabuesos a la hora de descubrir los secretos de su
hermana mayor. Y, aunque Jasper y Nicholas estaban lejos, en Harrow, Ben,
a sus dieciocho años, aún continuaba desempeñando su papel
extraordinariamente bien.
Al parecer, yo también.
No había metido mi papel en ningún libro o cajón, ni bajo el colchón o
en el pequeño hueco bajo mi armario. Tenía que estar en el arcón. Toqué
con los dedos telas de todo tipo, desde un viejo y suave vestido que había
usado casi hasta hacerlo jirones, hasta ásperos sacos de lino llenos de
pinceles rotos y frascos de pintura.
Creía recordar una pequeña caja verde con lazos y flores secas…
Alguien dio unos suaves golpecitos en mi puerta y mis sentidos se
pusieron alerta en cuanto mi doncella asomó la cabeza.
—¿Señorita Newbury?
Miré a Molly con los ojos abiertos de par en par y ella se mordió el
labio.
—En silencio. De acuerdo. Se está escondiendo. En su propio
dormitorio. —Entró con sigilo, con unos cuantos rizos rubios colgándole
por fuera del recogido, y cerró la puerta.
—Sí, y no grites mi nombre de esa manera. —Mi madre lo oiría y sabría
exactamente dónde encontrarme.
Molly se colocó delante de mí y levantó una ceja.
—Disculpe. ¿Cómo debería dirigirme a usted entonces, si no es como
«señorita Newbury»? —dijo, poniendo cara de que no se enteraba—.
¿Señorita Rosalind Newbury? ¿Solo Rosalind? O podríamos practicar con
«Su Exce…».
—Ya sabes a qué me refiero. —La miré con los ojos entrecerrados y los
labios fruncidos. Ella no era una necia. Inteligente, más bien, pues podía
decirme exactamente lo que pensaba sin apenas hablar. Y la iba a echar
muchísimo de menos cuando me fuera—. Te pedí que distrajeras a mamá y,
aun así, aquí estás. Debes de tener noticias.
—Los Ollerton al fin han regresado a casa.
«¡Por fin!», pensé.
—¿Está Liza abajo? —Empecé a ponerme en pie, mientras prestaba
atención al sonido de sus pasos por las escaleras. Liza tenía un don para
resolver lo irresoluble, así que me ayudaría a encontrar el papel que estaba
buscando. Y, entonces, nos pondríamos manos a la obra—. No puedes
dejarla con mamá. Las dos juntas se pasarán horas cotilleando.
Molly se aclaró la garganta. Su mirada se fijó en el montón de cosas que
había sacado de mi arcón.
—Aún no ha venido de visita.
—No está… —Fruncí el ceño y me volví para mirar por la ventana de
mi dormitorio.
Los campos se extendían entre ambas fincas, separados por una
arboleda de robles, rebosantes de hojas caducas, que me bloqueaban la
visión. Liza había estado en Londres durante meses para su primera
temporada social. Y a mí me había dado muchísima envidia, además de que
estaba triste porque hubiera partido y furiosa por la injusticia de estar
cautiva en casa, hasta que un día, sin más, lo tenía ahí: un contrato de
matrimonio y un bolígrafo en la mano. ¿Qué importaba que hubiera
conocido a mi prometido en el estudio de mi padre en lugar de un baile? Le
di a Liza escasos detalles en mi última carta, sabiendo que estaría ansiosa
por saber más. Había prometido visitarme tan pronto como llegara su
carruaje.
Así que, ¿dónde estaba?
—Algo va mal, Molly —dije—. Tal vez debería escaparme.
Miré mi tocado, que colgaba de mi caballete en la esquina, pero Molly
se interpuso.
—Ahora hay problemas más acuciantes —dijo—. Su madre me ha
pedido que la busque y la lleve de inmediato.
—¿Qué ha dicho?
Molly inspiró hondo.
—Algo sobre otra cita.
—Dios santo, ¿cuántas citas necesita alguien para planear una boda? —
Solté un profundo suspiro y me froté las sienes.
¿No podíamos simplemente pronunciar nuestros votos y acabar de una
vez?
—Le he dicho que aún está leyendo Los sermones de Fordyce. —Molly
hizo una mueca ante la mentira.
Yo resoplé.
—Estoy segura de que le habrá encantado oír eso. —¿Qué diría mamá si
supiera la verdad? Que estaba persiguiendo una promesa que me había
hecho a mí misma hacía ocho años. Una promesa que, para cumplirla, solo
me quedaban tres semanas. Y estaba fracasando—. Creo que guardé mi lista
en una cajita verde… Oh, ¿dónde la he escondido?
La había estado buscando durante días. Necesitaba ponerme con ello,
pues la cuestión era acabar la lista antes de casarme, pero los momentos a
solas eran escasos desde mi compromiso; con mamá y sus innumerables
listas de pruebas de vestuarios y cambios de menú, mi padre redactando
anexos al contrato de matrimonio y mi hermano Benjamín insistiendo en
que le siguiera por la finca en alguna última aventura. ¿No comprendían
que estos eran mis últimos días? Me quedaban muy pocos.
De pronto, me sentí incómoda en mi propia piel.
—Molly, necesito más tiempo para buscar. Debes distraer a mamá.
Molly colocó las manos en sus enjutas caderas.
—¿Y qué se supone que voy a decirle esta vez? Ya he estirado
demasiado lo de Fordyce. Nos va a descubrir.
Agité una mano en el aire.
—Dile que estoy… escribiendo un soneto sobre mis sentimientos.
Molly inspiró hondo y se mordió el labio inferior, como solía hacer
cuando intentaba guardarse sus pensamientos para sí. Aparte de Liza, Molly
era mi mayor aliada. Cuando reprimía sus hábilmente disimuladas
opiniones, la cosa era seria.
Volví a arrodillarme y metí el brazo dentro del arcón.
—Habla. ¿Qué ocurre?
Molly vaciló, mientras me observaba sacar un caballo de madera y
colocarlo en la pila, y luego se metió un mechón suelto de cabello rubio
detrás de la oreja.
—No deseas mentirle otra vez a mamá —medité—. Crees que estoy
siendo irracional, que si tú estuvieras a punto de casarte, no te importaría
algo tan estúpido como completar una lista de deseos. Pero yo no soy tan
buena como tú, Molly. Yo soy un desastre. Siempre lo he sido.
—Suele mancharse los vestidos con pintura.
Solo la escuché a medias. Mis propias palabras parecían un dique a
punto de estallar. Las sentía en los huesos y desgarrándome la garganta.
Había estado trabajando toda mi vida para este momento. Había
perfeccionado mis habilidades, aprendido idiomas y dotes de anfitriona y
más modales de los que podría mantener en una velada. Y, aun así…
Miré a mi doncella, que me observaba con gesto serio, a la espera.
—Dígame —dijo Molly con ternura, arrodillándose junto a mí—. ¿Qué
siente?
Muchas cosas. Nervios. Miedo de decepcionar a mi familia, a mi
prometido y a su familia. Pero había algo más. Algo difícil de explicar.
—Me siento… incompleta. Como si no hubiera vivido lo suficiente
como para llevar a cabo un cambio de vida tan importante. Ser la esposa de
un hombre, Molly. Dirigir mi propia casa. Benjamín ha vivido más cosas
que yo y es dos años más joven.
—Pero así son las cosas, Señorita Newbury. Su hermano precisa una
educación más amplia. Más experiencia…
—Porque él es el heredero, sí, lo sé. —Ese ardor tan familiar me
invadió el pecho. Quería más. ¿Tan terrible era?—. Creía que mi
compromiso resultaría más satisfactorio. —Al instante, deseé retractarme
de mis palabras. Resultaba humillante admitir algo así, sobre todo viniendo
de una joven a la que no le faltaba de nada. No tenía motivos para
quejarme, desear ni soñar, porque ya lo tenía todo, y lo que no poseía,
estaba a punto de obtenerlo. Y todo esto se lo había dicho a mi doncella.
Molly me observaba con gentileza en sus ojos, así que me agaché al pie
de mi cama y continué, con más calma:
—¿Dónde está la emoción? —Me reí ante la idea, ante mis grandes
expectativas, pero fue un sonido triste y afligido—. Debería haber música.
Siento como si me hubieran robado algo que nunca he tenido. Pero creo que
es más que no haber vivido todavía. No estoy preparada para renunciar a mi
vida.
Molly vaciló durante lo que pareció una eternidad, con sus ojos azul
verdosos llenos de compasión. Entonces, dijo:
—Si me permite, señorita. Solo lleva comprometida unas semanas. Aun
así, me pregunto si en realidad alguien está preparado alguna vez para el
matrimonio. ¿No es una elección que hacemos basada en la confianza y la
esperanza en el futuro?
Por supuesto que Molly diría algo precioso que me haría sentir como
una completa arpía.
—¿Lo es? —dije, mientras consideraba su reflexión. ¿Podía confiar en
mi prometido? Quería hacerlo. Quería que todo entre nosotros fuera
perfecto, que todo encajara. Quería sentirme tan emocionada como lo
estaba mamá con mis planes de boda y gozar de mi éxito como lo hacía
papá. Un compromiso tan bueno como el mío, solo ocurría una vez en la
vida, según él.
Recordaba con claridad la boda de mi tía Alice, la primera a la que
había asistido. A mis doce años, había quedado fascinada por su hermoso
vestido, sus perfectos rizos adornados con flores y por cómo había sonreído
y reído todo el día, como si nunca se hubiera sentido tan libre en toda su
vida.
Cuando le dije lo mucho que deseaba sentirme como ella en el día de mi
boda, tan feliz, resplandeciente y despreocupada, me acercó a ella.
Desprendía un dulce olor a lavanda, y me miró directamente a los ojos y
dijo:
—Rosalind, mi querida y rebelde niña. Ahora eres libre y estás llena de
ilusiones. Pero, un día, llegará un hombre al que querrás entregarle toda tu
vida. Asegúrate de haberla vivido plenamente antes. —Entonces, sacó un
trozo de papel plegado de su retículo—. Iba a darle esto a Marvin —dijo de
su nuevo esposo—, pero tengo una copia en casa. Elaboré esta lista con
todas las cosas que quería hacer antes de casarme. Quédatela, que te sirva
para elaborar la tuya.
Sorprendida y sin poder creérselo, sin experiencia en nada, había
tomado aquella lista y pasado las siguientes semanas elaborando la mía
propia, prometiéndome que cuando llegara el momento de casarme, estaría
tan preparada como mi tía.
—Un soneto, pues. —Molly se incorporó, retrocedió hacia la puerta y la
abrió, y yo asentí a modo de agradecimiento. Ella me ofreció una pequeña
sonrisa y dijo—: Buena suerte, señorita Newbury. —Cerró la puerta tras
ella.
La mentira no mantendría alejada a mamá demasiado tiempo. Pronto,
vendría resoplando hasta mi dormitorio para arrastrarme escaleras abajo.
Sollocé y me limpié una lágrima del rabillo del ojo, reprimiendo mis
emociones con firmeza y alejándolas. Las lágrimas no me servirían de nada
ahora. Necesitaba encontrar mi lista y escaparme a Ivy Manor para ver a
Liza sin que mamá se enterara. Mientras me retorcía las manos, me puse en
pie y rodeé la habitación. ¿Dónde había escondido esa cajita verde?
Volví a arrodillarme y me incliné sobre el profundo arcón de madera.
Saqué cada baratija, una a una, cada recuerdo que había acumulado durante
mis veinte años de vida, hasta que lo único que quedó fueron las mantas que
cubrían el fondo del arcón. ¿Cómo era posible? Encontrar aquel papelito era
clave para aliviar el malestar que sentía.
Llevar a cabo todo lo que había en mi lista, como me había indicado la
tía Alice, todo lo que quería para mí, haría que estuviera preparada para
compartir el siguiente capítulo de mi vida con alguien. Tenía que
encontrarla. Debía hacerlo.
Ojalá pudiera recordar mi lista de memoria. Había algo sobre el
océano… algo sobre una pintura mía…
¿Dónde podría haberla escondido? Me incliné sobre el lateral de mi
arcón una última vez. Al intentar alisar la esquina de una manta que estaba
arrugada, toqué algo duro con la mano.
Me quedé paralizada, con la mirada fija en ese lugar.
Rápidamente, tiré de la manta y allí, presionada contra la esquina, había
una caja cuadrada de color verde con la palabra Rosalind pintada en negro
en la tapa.
La saqué; la caja encajaba perfectamente en mis manos.
Liberé el pequeño gancho y abrí la tapa con un chirrido. Había unas
cintas descoloridas en la parte de arriba. Las saqué con cuidado y las
coloqué en el montón. Debajo de las cintas había una pila de flores secas y,
bajo estas, había un papel cuidadosamente doblado.
¡Mi lista!
La saqué de la caja y me la guardé con cuidado bajo la cinta que llevaba
en la cintura. Solo había otra persona en quien confiaba para que la leyera;
Liza. Pero, si tenía alguna esperanza de verla hoy, debía escapar a Ivy
Manor ya, antes de que mamá viniera a buscarme.
En un abrir y cerrar de ojos, me até el tocado y bajé corriendo las
escaleras de mármol tan silenciosamente como pude. Me detuve en el
último escalón, inclinándome sobre la baranda de madera. El recibidor
estaba vacío, pero mamá debía de estar cerca.
Lentamente, bajé el último peldaño. ¿Debería tomar la ruta más larga y
escabullirme por detrás? ¿O recorrer rápidamente los pocos pasos que había
hasta la entrada principal hacia mi libertad?
Un sirviente salió del comedor y se detuvo junto a la puerta de entrada.
Si la abría, podría atravesarla corriendo como un ratón hacia su agujero. Su
mano asió el picaporte y mis pies tomaron la decisión antes de que mi
mente tuviera tiempo de…
—Rosalind Newbury, ¿adónde diablos crees que vas con tanta prisa?
«Maldición». Mamá se encontraba junto a la puerta del salón, con las
manos en jarras. ¿Había estado, literalmente, vigilando la puerta por mí?
—Mamá —dije con dulzura—, los Ollerton acaban de llegar esta
mañana. Quiero ver a Liza.
Mi madre abrió los ojos como platos y negó con la cabeza, provocando
que sus sedosos rizos marrones rebotaran a ambos lados de su rostro.
—No puedes pasarte todo el tiempo allí, Rosalind. Este año no.
Tenemos mucho que preparar. Tu prometido llegará dentro de dos semanas
para cenar con nosotros y terminar de perfilar vuestros planes de boda.
Espero que haya conseguido la licencia especial para que podáis casaros en
nuestra finca o todo nuestro trabajo en los terrenos habrá sido en balde. —
Mamá empezó a contar con los dedos—. Todavía hay que encargar las
flores, terminar lo menús. La casa necesita un repaso. Al igual que tú,
Rosalind. ¡Y tu vestido! La última prueba será esta semana. —Negó con la
cabeza, como si, cuanto más pensara en ello, más confiada debería estar—.
Cariño, por si no lo recuerdas, vas a casarte con…
—Un duque —terminé por ella—. Sí, lo sé. Y lo que más quiero en el
mundo es que Liza me dé su opinión al respecto. Ella es lo más parecido
que tengo a una hermana. Le pediré que me ayude a elegir las flores para
encargarlas esta tarde.
Alcé la barbilla. La gente solía decirme que era la viva imagen de mi
madre. Aunque yo tenía el pelo de un color castaño más claro, la piel un
pelín más oscura por el sol y los rasgos más redondeados que ella, temí la
verdad que había en ello cuando mamá me dirigió aquella mirada y caminó
hacia mí.
Inspiró hondo y dejó que sus facciones se relajaran antes de decir:
—El apellido Newbury ha abarcado generaciones de riqueza, pero
nunca ha tenido una gran belleza para atraer un título. Hasta que llegaste tú.
—Sonrió, luego tomó mi rostro entre sus manos—. Todos estamos
inmensamente orgullosos de ti, cariño. Estás tomando la decisión correcta
para ti, para tus hijos y para Benjamín y toda nuestra familia.
No podía mantenerle la mirada y la desvié hacia el collar de rubíes que
le colgaba sobre el vestido. No me gustaba nada que me hablara así. Como
si el futuro del apellido de nuestra familia descansara sobre mis hombros.
No obstante, sabía lo importante que era añadir un ducado a nuestra línea
familiar. Benjamín y los chicos se moverían en círculos antes desconocidos
para nuestra familia. Se les abrirían muchas puertas. Y pronto, según mi
padre, lo tendríamos todo.
—Me siento honrada de fortalecer el apellido de nuestra familia, mamá.
Y con tu ayuda, la boda será digna de una reina.
Mamá dejó caer las manos hacia mis brazos y se aclaró la garganta.
—Las flores y los colores de la cinta. Tómate la tarde para decidir —
dijo, aunque la tensión en su voz me indicó que había reconsiderado su
decisión en el momento en que las palabras salieron por su boca—. Pero
vuelve a tiempo para la cena. Actuarás como anfitriona y guiarás a nuestra
familia a través de las formalidades. Después de esta semana, quiero estar
segura de que puedes dirigir una casa, Rosalind. Chismorrear y corretear
con los vecinos no te enseñará a ser una duquesa.
Sonreí con los labios, una sonrisa feliz, y retrocedí antes de que pudiera
cambiar de opinión.
—¡Gracias, mamá! —grité mientras salía corriendo por la puerta hacia
la brillante luz vespertina.
Lo que quería… no, lo que necesitaba era el apoyo de Liza.
Incluso cuando era una niña, ella siempre sabía cómo debía comportarse
una dama. No podíamos jugar en el arroyo sin que Liza nos sujetara bien el
sombrero, para que no nos diera demasiado el sol. Eso en el caso de que
pudiéramos convencerla para jugar en el arroyo.
Liza me aseguraría que había tomado la decisión correcta. Hablaría sin
parar de lo apuesto que era el duque, me pediría detalles sobre la
proposición y sobre qué había elegido para el festín de la boda y yo por fin
respiraría aliviada. Porque la verdad era que, no importaba cuántas veces
me estrechara mamá las manos o me dijera lo hermosa que estaría o me
prometiera que mi boda sería todo lo que siempre había soñado, aún había
un vacío doloroso en el fondo de mi estómago que se negaba a llenarse.
Una sensación de que me estaba perdiendo algo importante.
Había sentido algo similar cuando Liza partió hacia Londres sin mí.
Como cualquier otra muchacha, había imaginado una temporada llena de
bailes y música, miradas robadas y sonrisas, y encuentros secretos en el
jardín. Pero, en lugar de eso, mientras ella conocía a un montón de gente,
yo solo conocí a una persona: el duque de Marlow, un hombre alto y
apuesto, diez años mayor que yo. Era inteligente y tenía la voz suave,
aunque tal vez parecía un poco brusco. Su familia había codiciado durante
mucho tiempo una parcela de terreno que poseíamos, que lindaba con una
de sus fincas. La tierra, tan convenientemente situada, era difícil de
conseguir. De hecho, el duque ansiaba esa parcela de tierra tanto como yo
su título. Así que, tomé mi decisión. Además, era lo mejor para mi familia.
Pero, aun así, me preguntaba lo que sería haber bailado con una docena
de hombres y tener la esperanza de que me enviaran flores o me visitaran al
día siguiente. ¿Seguiría sintiendo este dolor? ¿Estaría más preparada para
casarme con el duque?
No podía cambiar el pasado, pero podía trabajar en mi futuro. Gracias a
la tía Alice, tenía mi lista. Con Liza a mi lado, llenándome de valor y
confianza, no podía fracasar. Estaría preparada.
Una brisa fresca me impulsó por el prado hacia la casa de Liza. Las
hojas de los robles se agitaban y las ramas se balanceaban en la arboleda a
mi izquierda, la cual daba sombra a un gran estanque redondo. Los
animales habían pastado recientemente por la mayor parte de la hierba, así
que mis pasos eran rápidos y ligeros y tenía los ojos centrados en la gran
casa de piedra gris que se encontraba a un kilómetro de la mía, con amplias
ventanas a cada lado de la alta puerta de madera. Había pintado esta escena
desde una docena de ángulos diferentes, la mitad solo de memoria.
Me concentré en la ventana a la izquierda de la puerta principal, el salón
en el que supuse que estaría Liza, y cuando mis pies por fin tocaron la
hierba que se extendía frente a la casa, me limpié la frente con el dorso de
mi guante y dejé salir toda la euforia y la emoción que había estado
conteniendo durante toda la mañana.
Me quedaban tres semanas para vivir como quería y lo único que me
faltaba era Liza.
Llamé a la gran puerta de madera y Derricks la abrió. El hombre estaba
pálido como un encaje blanco. Lo saludé con una sonrisa, esperando a que
hiciera su habitual reverencia y se apartara, sin embargo, en lugar de eso, el
sirviente entrecerró los ojos con una cara vacía, reservado. No se movió,
pero de alguna forma pareció abarcar aún más el marco de la puerta. Luego
se enderezó, como un soldado cumpliendo con su deber.
—Señorita Newbury —dijo, levantando la barbilla—. ¿En qué puedo
ayudarla?
—Buenos días. —Probé con una sonrisa, pero Derricks permaneció
firme—. ¿Está la señorita Ollerton en casa?
Él parpadeó y frunció el ceño como si le sorprendiera que no lo supiera.
—Disculpe, señorita Newbury. Los Ollerton no aceptan visitas hoy.
Capítulo 2

«¿Q ue no—¿Se
aceptan visitas?».
encuentra indispuesta la familia? ¿Han herido a alguien?
—Estiré el cuello para mirar más allá del sirviente, al amplio vestíbulo con
suelos a cuadros blancos y negros y techos abovedados con vigas de
madera.
—Están bien. —Derricks movió la cabeza para taparme la visión y yo le
puse mala cara—. ¿Querría dejar su tarjeta?
¿Mi tarjeta? ¡Como si hubiera traído alguna a casa de mi mejor amiga!
Un calor desagradable me subió por el cuello.
—No creo que sea necesario. —Me crucé de brazos y miré al hombre.
La señora Ollerton ya nos había impuesto normas estúpidas en otras
ocasiones a Liza y a mí, pero no era lo mismo que nos dijera que nos
mantuviéramos alejadas del barro que mantenerme alejada de toda la casa
—. Derricks.
A pesar del creciente nerviosismo en su mirada, alzó la barbilla y dijo:
—¿Sí, señorita Newbury?
—Mi visita es de suma importancia, te lo aseguro. Debo insistir en que
me permitas entrar y me lleves ante la señorita Ollerton de inmediato.
—Disculpe, pero tengo órdenes estrictas y debo seguir las instrucciones
de mi señor. Le diré a la familia que ha venido de visita. Buenos días.
Y a continuación me cerró la puerta en la cara.
Me quedé petrificada durante medio minuto, mirando la puerta de
madera como si Derricks fuera a abrirla de repente y todos nos fuésemos a
reír por lo ridículo de dejarme fuera de mi segunda casa.
Pero, al ver que la puerta permanecía cerrada, bajé los escalones y
levanté la mirada hacia las altas piedras grises que formaban Ivy Manor.
Esta casa (el leve crujido en la piedra a la derecha de la puerta, el diminuto
desportillado de la ventana del salón, cada muesca y cada grieta) me
resultaba tan familiar como la mía propia.
Y por eso sabía exactamente adónde ir.
Si estaba ocurriendo algo realmente serio dentro de la casa, sobre todo
si era algo que tuviera que ver con Liza, yo debería estar ahí. Me habían
invitado a entrar incluso cuando mi amiga estuvo tan enferma que ni
siquiera podía levantarse de la cama; seguro que en esta ocasión también
podrían habérmelo permitido.
Doblé la esquina y me acerqué hasta la puerta del servicio, tras la cual
había una escalera que llevaba directamente a la biblioteca de la primera
planta. Me colaría, encontraría a Liza y, entonces, este enorme
malentendido se arreglaría.
Puse una mano en el picaporte y, con un leve empujón, la puerta lateral
se abrió con facilidad.
Oh, no debería. Por mucho que Liza y yo fuéramos como hermanas y
aunque había cruzado sus puertas incontables veces antes, esto no parecía
correcto. ¿Y si los Ollerton tenían buenos motivos para no dejarla salir? ¿Y
si alguien estaba enfermo (era incluso contagioso), enfadado u ocultaban
algo que no querían compartir?
Un caballo relinchó en algún lugar cercano, mientras resonaban sus
cascos al galope. Me volví y vi aparecer un jinete. El pánico me invadió.
¿Qué era peor, que me sorprendieran colándome en Ivy Manor o colarme y
que me descubrieran luego? Solo la primera opción me aseguraba que vería
a mi amiga, así que me colé y cerré rápidamente la puerta.
El pequeño espacio al pie de la escalera estaba tenuemente iluminado
por algunos rayos de sol, repletos de motas de polvo. Se oían las voces de
los sirvientes y el bullicio típico de una casa con mucho ajetreo; ruidos que
llegaban desde la concina y más allá. Si permanecía aquí demasiado tiempo,
podrían descubrirme.
No dejaba de pensar, en busca de un plan. Al final de esas escaleras,
abriría la puerta y encontraría la biblioteca a la derecha, lo que significaba
que la gran escalera que llevaba al dormitorio de Liza estaría justo al lado y
sería fácil de alcanzar. Perfecto.
Me agarré al pasamanos desgastado de madera y corrí escaleras arriba.
Luego puse la mano en el pomo de la puerta que daba a la planta principal
y…
¿Qué diablos me pasaba? «No». Colarse en la casa de alguien estaba
mal, por muy unidas que estuvieran nuestras familias. No estaba tan
desesperada ni tan desquiciada. ¿Lo estaba?
Sí que me había sentido desquiciada desde mi compromiso.
Pero, no. La gente normal envía notas o deja tarjetas de visita. Lo que
iba a hacer era irme a casa y explicar por qué tenía tanta necesidad de verla.
Liza vendría tan pronto como pudiera.
Solté el picaporte, decidida a retirarme, cuando la puerta se abrió de
golpe, forzándome a bajar un escalón. Una figura emergió en el espacio y
yo me sujeté con fuerza al pasamanos y me sobresalté por la sorpresa.
Sus ojos estaban abiertos como platos y se quedó boquiabierto. El
miedo se apoderó de mí, pues incluso en la oscuridad, podía ver que algo no
estaba bien en su rostro. Tenía el lado derecho hinchado y la piel estaba
oscurecida, sobre todo bajo el ojo. Pero su ropa estaba elegantemente
confeccionada y, en lugar de una simple corbata blanca, llevaba un pañuelo
rojo estampado con lunares dorados.
Él levantó las manos rápidamente, con las palmas hacia mí.
—Por favor, no grites.
—¡Charlie! —gritó alguien. ¿Liza?—. ¡Debemos hablar sobre esto!
El hombre misterioso me lanzó una mirada suplicante, a continuación,
en un abrir y cerrar de ojos, dio un paso adelante y cerró la puerta con
cuidado tras de sí.
Mi corazón se aceleraba más a medida que iba procesándolo todo.
Estaba sola. En una escalera estrecha destinada a los sirvientes. Con un
extraño de aspecto aterrador.
—¿Quién eres? —susurró. La distancia entre nosotros pareció reducirse
y me estremecí. Sus ojos me recorrieron—. No eres una sirvienta. ¿Qué está
haciendo aquí abajo?
Yo podría preguntarle lo mismo. ¿Era peligroso? Bajé otro peldaño y
analicé su reacción.
—Espere —extendió una mano.
—Esconderte no solucionará tus problemas, Charlie —gritó Liza, que
parecía cerca—. Debemos trazar un plan. Te guste o no, en cuanto se te cure
la cara, estaremos…
La puerta volvió a abrirse, golpeando al hombre en la espalda.
—Ay —protestó.
—Te lo merecías —dijo Liza, abriéndose camino a través de la rendija.
Llevaba el cabello rubio recogido elegantemente hacia atrás y un ligero
vestido azul con una cinta blanca en la cintura. Entonces, miró en mi
dirección y sus brillantes ojos se abrieron por la sorpresa.
—¿Rosalind?
Tragué saliva para tratar de hallar mi voz, pero ella apartó al hombre a
un lado y ya estaba sobre mí, abrazándome con ese familiar aroma a miel y
lavanda.
—¡Oh, cómo te he echado de menos! —Presionó su mejilla contra la
mía, luego se apartó de repente—. ¿Pero qué estás haciendo en la escalera
del servicio?
Me encogí de hombros. El calor por la vergüenza me recorrió el cuello
hasta las mejillas.
—Derricks no me dejaba entrar por la puerta principal —admití—. Pero
tenía que verte.
Ella protestó.
—¡Ese hombre! Se le ordenó que no dejara entrar a las visitas, no a la
familia. Ven. —Me agarró de la mano y me hizo subir un escalón y, de
pronto, todo volvía a estar bien. Tenía los músculos tensos, pero ahora,
parecían suspirar de alivio—. Muévete, Charlie. Vamos a subir. Y será
mejor que esta vez me sigas.
El extraño hombre se pegó a la pared mientras pasábamos e
intercambiamos una mirada. No lo había visto nunca, pero Liza hablaba con
él con mucha familiaridad. ¿Quién era?
Mi amiga nos guio hacia la biblioteca, al sofá color crema en el centro
de la estancia.
—Disculpa el aspecto de mi primo. Por aterrador que pueda parecer, es
inofensivo. —Se sentó y dio unas palmaditas en el asiento junto a ella—.
Debería darte las gracias por obstaculizar su huida.
—¿Ese hombre es tu primo? —No pude ocultar la sorpresa en mi voz.
—Sí. Aunque no sé si decirlo mucho. —Entornó los ojos cuando él se
sentó en una silla de terciopelo azul frente a nosotras—. Ros, este es el
señor Charles Winston. Charlie, mi mejor amiga…
—Usted debe de ser la famosa señorita Newbury de la que tanto he oído
hablar —dijo, mientras jugueteaba con algo entre los dedos.
Me tensé ante su atrevimiento y por lo extraño que me resultaba
conocer a un primo de mi mejor amiga que me conocía por mi nombre.
La luz de las altas ventanas iluminó el cardenal que tenía en la cara.
Tragué saliva, fascinada por el morado oscuro y el azul intenso que se
arremolinaban y extendían desde debajo de su ojo hasta la mejilla. Si no
resultara tan amenazador, casi habría deseado plasmar esos colores en
papel.
—¿Es usted la razón de que Ivy Manor esté cerrada a las visitas? —
pregunté.
Me observó con sus ojos de color marrón claro. Había una sutil cicatriz
en su ceja izquierda y un corte medio curado en el labio inferior.
—Demasiado tosco para recibir visitas. —Señaló su propio rostro—. No
puedo permitir que mi apariencia atemorice a la buena gente de Ashford.
No podía culparlos. En realidad, no lograba decidir si temer a este
hombre (el señor Winston) o compadecerle.
Liza atrajo mi atención.
—Tenía la intención de ir a verte directamente, Ros, pero estábamos en
mitad de una discusión sobre qué hacer mientras Charlie se cura… y
después.
El señor Winston seguía jugueteando con aquella cosa, una y otra vez,
con indiferencia.
—No quedará mucho que hacer después. Simplemente necesito un plan.
—¿Un plan? —Liza se rio—. No tienes dinero y el tío te ha repudiado,
así que, a menos que muera pronto, estás sin hogar y sin recursos. Y la
última vez que lo comprobé, no estabas cualificado para ningún trabajo
decente. Así que, a menos que pretendas vivir en las calles de Londres,
deberías considerar reformarte.
El señor Winston carraspeó y volvió a sentarse en la silla.
Al ver que pasaba el tiempo y nadie decía nada, me incliné hacia Liza y
susurré:
—¿Qué ha hecho?
—Soy culpable de haberme divertido en demasía, señorita Newbury —
respondió el señor Winston—. Eso es todo.
—¿Romperle el brazo al conde de Langdon es divertido? —preguntó
Liza. Le provocó, más bien. Con mofa.
—Eso no habría ocurrido si hubiera peleado limpio. Apostó a que
podría derrotarme en Jackson’s, luego me agarró del pelo y me hizo este
cardenal. No tuve más remedio que enfrentarme a él. Y, como siempre, hice
a un hombre más rico.
Miré al señor Winston.
—¿Tiene ese aspecto a propósito? —pregunté, y Liza soltó un
resoplido.
—Algún día, tus peleas te pasarán factura —dijo ella, alzando las cejas
—. ¿Qué ocurrirá cuando hagas que alguien más poderoso que tú se enfade
y desee vengarse? Y que te hagan daño de verdad.
El señor Winston entrecerró los ojos.
—Lord Langdon no estaba precisamente complacido.
Ella soltó un chillido y él se rio.
—Vamos, Liza. Trata de entender mi perspectiva.
Ella negó con la cabeza.
—No lo haré. No puedo. Nadie en este mundo te entenderá jamás,
Charlie.
—Entonces, supongo que coincidimos en algo —masculló. Lentamente,
se puso en pie y, aunque sus labios sonreían, su expresión era tensa. Rodeó
nuestro sofá y se dirigió hacia la mesita y la silla que había junto a la
ventana, donde le esperaba el periódico.
Permanecimos en silencio, oyendo cómo lo sacudía y alisaba las
páginas.
Liza me observó y su semblante se suavizó.
—Me alegro mucho de que estés aquí. Alguien sensato que me salve de
toda esta locura. ¡Y estás comprometida! Cuéntamelo todo y no te atrevas a
dejarte ni solo un detalle.
Nos acomodamos, vueltas la una hacia la otra. Me devané los sesos
tratando de buscar algo interesante que contarle. Por desgracia, tenía pocos
detalles que compartir.
—Bueno, después de que papá accediera a darle a Marlow la parcela de
tierra que quería…
Liza me lanzó una mirada exasperada.
—No, Ros. ¿Cómo es él?
Visualicé a Su Excelencia acompañándome en la cena, cómo me miró
con una pequeña sonrisa mientras me retiraba la silla.
—Alto. Formal. Tiene los ojos más azules que he visto. Y huele a menta
y naranjas.
—¿Lo oliste? —Parecía intrigada.
—Oh, por Dios santo. No de esa forma —la reprendí y ella se rio—. Me
llevó a dar un paseo después de cenar.
—¿Un paseo? —Liza entreabrió los labios—. ¿Solos?
—Con carabina. Y no fue tan emocionante como pensaba. —Arrugué la
nariz. De hecho, fue la primera y única vez que estuvimos juntos a solas.
Me sentí incómoda y cada palabra que pronuncié me pareció como si se me
atascara en la garganta—. Tu turno. ¿Qué pasó con ese apuesto caballero de
Londres sobre el que me escribiste? El señor «¿quiere más ponche?».
—Bueno, él olía a bourbon y a piel cara.
—Para ya. —Me reí—. ¿Por qué no está aquí con nosotras? En tu carta
hablabas de lo amable y honesto que es.
—Sí —dijo, frunciendo el ceño—. Pero es el tercero de sus hermanos.
Y en cuanto papá se enteró, me prohibió bailar con él, sentarme cerca de él,
mirar en su dirección e incluso suspirar distraída durante nuestro trayecto en
carruaje. —Se le crisparon los labios y las mejillas se le pusieron coloradas.
Una descarga de pura envidia me atravesó.
—Liza Olivia Ollerton, ¿te has enamorado?
—No seas ridícula. Soy lo bastante inteligente como para no entregar
mi afecto a alguien que mi padre no aprueba. —Colocó el codo sobre el
respaldo del sofá y apoyó la barbilla en el puño—. Deberías haber visto a
algunas de esas madres, manoseando a todos los caballeros disponibles y
gruñendo ante la más mínima amenaza. Fue agotador. —Liza hizo una
mueca de exasperación y yo me reí.
Habíamos sido buenas amigas desde que tenía memoria, pero, pronto,
todo cambiaría y esa idea no me gustaba nada. Esa sensación punzante me
revolvió el estómago, demandando atención, así que le di un propósito y
dije:
—Hay algo con lo que necesito ayuda, Liza. Necesito un favor.
—Lo que quieras.
Esperaba que fuera cierto. Mi futura felicidad dependía de completar
esta lista. No podía explicarlo, pero de alguna forma sabía que, una vez
terminada, esa horrible sensación desaparecería. Me sentiría completa.
Estaría preparada.
Inspiré hondo.
—¿Recuerdas a mi tía Alice?
Mi amiga me dirigió una mirada que decía que era evidente.
—Recuerdo que me abandonabas cada vez que ella venía de visita.
Me reí.
—Me dio un consejo tras su boda. Antes de que se fuera a Birmingham.
Frunció el ceño.
—Eso no lo recuerdo. ¿Qué consejo te dio?
—Creó una lista de diez cosas que siempre había querido hacer, pero
nunca había hecho. Algunas ridículas, otras aterradoras. Y justo antes de
casarse con mi tío, las hizo todas. Todas ellas. Me animó a que hiciera lo
mismo.
A mi amiga le brillaban los ojos. Inspiró hondo.
—Y lo has hecho. ¿La has acabado?
El señor Winston se aclaró la garganta y se oyó el crujido de un papel.
Me incliné para acercarme.
—Mi lista ha estado escondida durante ocho años, pero la he recuperado
esta mañana. ¿La leemos juntas?
Recorrí mi cinta con el dedo, buscando el pequeño papel que había
escondido allí.
Pero había desaparecido.
—Número uno, aprender a nadar —leyó una voz profunda.
Mis nervios, mis sentidos, todo se tensó y me volví.
El señor Winston se reclinó en su silla, había dejado el periódico a un
lado y tenía mi lista en la mano.
Capítulo 3

–N
úmero dos, escaparme durante un día.
El corazón se me subió a la garganta. Esas eran mis palabras.
¿Cómo las tenía él?
Sus ojos continuaron leyendo aquel papel y yo intenté tragar, hablar,
entender cómo podía estar pasando esto. ¡Pero si llevaba la lista en la cinta
de la cintura!
—Número cinco —continuó en cierto tono burlón—, colgar mi pintura
en un lugar público. —El señor Winston se rio—. Liza, he visto tus obras y
no te recomiendo que las compartas.
Mi amiga parpadeó. Tenía las mejillas tan coloradas como yo sentía que
estaban las mías.
—Charlie, suelta ese papel ahora mismo —le rogó.
—Número ocho, cambiar la vida de alguien. —Tras esto, se echó hacia
atrás para luego inclinarse hacia delante en su asiento—. ¿Y si ellos no
quieren que su vida cambie? ¿Qué clase de lista es esta?
—¡Es de Rosalind! —soltó Liza de golpe.
La mirada del señor Winston se desvió hacia la mía y se volvió
pensativa durante un segundo, pero no soltó mi lista.
En vez de eso, la recorrió con los ojos, como si volviera a leerla de
nuevo.
La humillación se convirtió al instante en frustración y, en un par de
zancadas, crucé la sala y le arranqué el papel de las manos.
—¿Acaso no sabe usted qué son los modales?
Un mechón de cabello le cayó sobre el arañazo que tenía en la frente y
lo apartó.
—La encontré en el suelo del vestíbulo. No tenía ni idea de que fuera
suya.
—¿Y eso le dio el derecho de leer algo que no estaba dirigido a usted?
—Doblé mi lista hasta convertirla en un cuadradito y tragué saliva.
—No —fue todo lo que dijo antes de que me volviera hacia mi amiga.
—Debería irme —dije, pasando a toda prisa junto a ella. El rostro me
ardía tanto que casi lo sentía crepitar.
Liza me siguió.
—Pero ¿y qué hay de tu lista?
Me toqué las mejillas.
—¿No estabas escuchando? ¿Le has oído leerla? «Aprender a nadar» y
«Escaparme durante un día». ¿En qué demonios estaba pensando?
—No estabas pensando. Estabas soñando.
Lo dijo con tanta naturalidad, con tal simple convicción, que el corazón,
que tenía acelerado, se detuvo de repente.
Soñar.
¿No había sido eso la base de todo esto?
—¿Me ayudarás? —le rogué. Me sentía como si estuviera cayendo en
picado y no hubiera nada a lo que pudiera agarrarme—. Sé que todo esto
parece una locura, pero yo… —No lograba encontrar las palabras.
Me sostuvo los brazos, a la espera. Me miraba seria y muy preocupada.
—Lo necesito, Liza —dije, y lo sentía por dentro. El dolor. La
esperanza. La seguridad de que esta era la clave para todo lo que iba mal en
mi vida. Había estado tan concentrada en mis logros, que había olvidado
mis sueños. Debía reclamarlos antes de que fuera demasiado tarde. Antes de
que diera mi vida, mi tiempo, mi todo, a las personas que dependerían de mi
cuando fuera la duquesa de Marlow.
Liza se enderezó, decidida.
—Déjame verla. La lista —dijo.
—No puedo volver a escuchar lo que pone ahí otra vez.
—Rosalind —insistió.
A regañadientes, le di el trozo de papel, que desdobló rápidamente.
Contuve el aliento mientras recorría lentamente la página con los ojos.
—Bien, el número nueve es viable… escribir los recuerdos de tu
infancia. Es probable que el número siete ya lo hayas hecho, teniendo en
cuenta todo lo que pintas.
Dos de diez. Eso era algo.
—¿Y lo demás?
Mi amiga frunció los labios, mientras seguía leyendo.
—Eras bastante ambiciosa con doce años, Ros. ¿Aprender a nadar,
presenciar un escándalo, escaparte? Por Dios, ni siquiera Prinny[1] podría
hacer todo esto en solo tres semanas, y eso que se mantiene ocupado.
Emití un gemido.
—No digas eso.
Dobló la lista y me la devolvió. Luego soltó un suspiro y forzó una
sonrisa.
—Ros, es completamente normal que estés nerviosa antes de la boda.
Pero debes saber que cumplir lo que se relaciona en esta lista no afectará a
tu felicidad. Eres brillante y preciosa y ya tienes más experiencias vitales
que la mayoría de las mujeres de nuestra edad.
Nos enfrentamos la una a la otra en silencio.
—¿Me ayudarás? —volví a preguntar.
Ella parecía realmente apenada.
—Quiero hacerlo. Sabes que lo haría. Pero él… —Miró por encima de
su hombro—. Le prometí a mi tía que evitaría que Charlie se metiera en
líos. Lo estamos perdiendo, Ros. A todos nos aterroriza que, si vuelve a
huir, no regrese. Y si te sigo a ti, no podré salvarle a él.
Suspiré y hundí los hombros. ¿Cómo podría culparla por que fuera tan
leal hacia su familia? La compasión por la pesada carga que acarreaba mi
amiga se debatía contra el dolor que sentía por su rechazo. La necesitaba.
Miré hacia el señor Winston, ese hombre frustrante que se escondía tras su
periódico.
Hice girar la lista entre los dedos. ¿Podría hacerlo sola? ¿Podría luchar
contra mi instinto de ceder bajo el enorme peso de mi futuro y enfrentarme
a mis miedos? Esas colinas que parecían montañas demasiado altas para
escalarlas. ¿Por qué? ¿Por qué me había permitido soñar?
—La cuestión no es preguntar «por qué» —había dicho tía Alice—.
Pregunta «qué». ¿Qué te inspira? ¿Qué te atrae? ¿Qué, cuando mires
adelante, lamentarás no haber hecho? Esas son las cosas que debes poner en
tu lista. Esas son las cosas que harán que te sientas completa.
La tía Alice lo había comprendido. Había tenido esta misma sensación
punzante, pero ella había hecho algo al respecto. Y lo había hecho sola.
Con o sin Liza, tenía que intentarlo. Retrocedí un paso y me dirigí hacia
la puerta.
—Ojalá las cosas fueran diferentes, pero lo comprendo. Y vendré a
verte cuando pueda.
Encontré el pasillo vacío, así que abrí la puerta que daba a la escalera
del servicio para salir de la misma forma que había llegado.
—Ros —dijo Liza, yendo tras de mí—. No hagas ninguna tontería. Tal
vez, debería pedir que te trajeran unas sales aromáticas.
Cuando llegué al pie de las escaleras, levanté la mirada hacia ella. Me
había dado la confianza que necesitaba, aunque no de la forma que había
esperado. No me hacía falta que nadie aprobara lo que había escrito en la
lista o que me ayudara a llevarlo a cabo. La tía Alice ya lo había hecho por
mí. Ahora, sola o no, tenía trabajo que hacer.
—No estoy enferma, Liza. Dáselas a tu primo. En este momento, las
necesita más que yo.
Capítulo 4

E
l mejor lugar por el que empezar era el principio.
No había escrito la lista en un orden específico, aunque a juzgar
por lo que había enumerado primero (aprender a nadar), había
escogido el primer lugar para la actividad más embarazosa.
Tal vez, hacerlo sola fuera lo mejor. Nadie me vería chapotear.
Había repasado mi plan mil veces desde que había dejado a Liza.
Apenas había dormido. La única forma de la que podría escapar de la atenta
mirada de mamá y de la infinita lista de citas era escabulléndome por la
puerta antes de que ella (y el sol) se alzaran en el horizonte.
Me había decidido por el estanque situado casi exactamente entre la
finca de mi padre y Ivy Manor. Estaba a la sombra de una arboleda que me
ocultaría bastante bien.
Regresaría antes de que mamá se hubiera despertado siquiera y con una
cosa menos en mi lista.
—¿No cree que es demasiado temprano para ir a pasear? —preguntó
Molly por tercera vez, con una sospecha apenas velada. Pero, si le confiaba
lo que iba a hacer, ella tendría que advertir a mamá y eso pondría fin a los
propósitos de mi lista antes de que ni siquiera hubiera empezado a llevarlos
a cabo.
—La señora de la casa es la primera en levantarse. Como dice mamá,
debo practicar —Uní con fuerza las manos, que me temblaban.
«Puedo hacerlo. Nadar será divertido y seguro que no me asustará. Y, si
lo odio, no tendré que volver a hacerlo nunca más».
¿Qué diría tía Alice si leyera mi lista? No hemos vuelto a hablar del
asunto desde el día de su boda. Fue como si hubiera compartido un enorme
secreto conmigo y luego ambas hubiéramos fingido no saberlo. Su propia
lista había sido bastante osada y divertida. Entre algunos de sus puntos
estaba subirse a la copa de un árbol, bailar un vals y pescar un pez. Si ella
pudo hacer todo eso, seguro que yo podría con un rápido baño.
Tras ayudarme a ponerme una muselina marrón, Molly me dio unos
guantes (que tendría que quitarme en el estanque) y mi sombrero (que
dudaba si dejármelo puesto, pues tenía que cuidarme el cutis para la boda).
Ella entrecerró los ojos.
—¿Y está segura de que quiere su pelliza?
—Me he despertado con frío. —Además, iba a necesitar algo con lo que
cubrirme cuando volviera con la ropa mojada.
Molly frunció los labios mientras me observaba atarme el sombrero.
—Qué amable por parte de la señorita Ollerton unirse a usted.
—Así es. Es una buena amiga por acompañarme. —Traté de no
perturbarme ante las, cada vez mayores, mentiras que estaba diciendo. El
sacrificio de la integridad por la liberación.
Ya había paseado antes por el campo sola, pero traer a cualquiera que no
fuera Liza a observar cómo me revolvía en el agua me resultaba
inconcebible. Además, el estanque no era el océano. Uno podía ver el borde
mientras se internaba en las profundidades. Estaba segura de que podría
hacer pie mientras intentaba flotar en el agua.
—Tal vez, si no he vuelto en una hora, deberías enviar a alguien a la
arboleda.
—Por supuesto, señorita Newbury. —Hizo una inclinación y me dejó
allí de pie, con mis mentiras y engaños, con solo una lista bajo la almohada
y una toalla metida en una bolsa que esperaba bajo mi cama.
Conozco los movimientos básicos de la natación: mover los brazos y las
piernas para mantenerse a flote. Lo había imaginado, había leído sobre ello,
incluso había visto dibujos de mujeres en traje de baño bañándose en el
océano. Si ellas podían mantenerse a flote en aguas agitadas, seguro que yo
podría aprender a nadar en un pequeño estanque en el campo.
El sol asomaba por el horizonte mientras caminaba por la hierba alta y
húmeda hacia Ivy Manor, cargando con mi bolsa. Sobre un par de viejas
medias marrones, me había puesto las botas, aunque no evitaban que se me
mojara el dobladillo del vestido. Las puntas se me enganchaban en la
maleza y me arrastraban y, aunque me alegraba tener una prenda de abrigo
para después del baño, antes de que me diera cuenta, había empezado a
sudar.
El agua fresca me parecía un respiro bienvenido, hasta que el estanque
apareció. Un gran óvalo de agua tranquila y apacible.
Con manos torpes y temblorosas, solté la bolsa, después me desabotoné
la pelliza y la dejé con cuidado sobre la roca. Luego mi sombrero. Miré a
mi alrededor, a los aledaños del estanque y más allá, en busca de cualquier
señal de sirvientes o viajeros. Apenas sabía qué esperar, pero estaba casi
segura de que nadie más habría salido para tomar un baño matutino. Los
sirvientes estarían preparando las casas, los establos y los animales. Y yo
iba a darme prisa.
Dejé los guantes sobre mi pelliza y me agaché para desatarme las botas,
observando de reojo cualquier señal de movimiento. Nadie me encontraría
aquí.
Esta mañana disfrutaría de la brisa en mi piel, el olor a hierba mojada, a
rocas cubiertas de musgo y a los robles daimio de la arboleda. Y nadaría.
Me incorporé, me quité las botas y di un paso decidido hacia delante.
Los pies, que llevaba enfundados en medias, chapotearon en la tierra
húmeda, provocando que me recorriera la espalda una oleada de placer y
repulsión a la vez. Caminé de puntillas cerca del borde embarrado del agua
y observé cómo se ondulaba la superficie cristalina con la ligera brisa.
«Un paso más».
¿Pero no debería tener algo a lo que agarrarme? ¿Algo a lo que
sujetarme, como una rama o una cuerda? Al mirar hacia abajo, pude ver
tierra y lodo bajo el agua unos metros más adelante. Si me quedaba cerca de
la orilla, estaría a salvo. Solo tenía que mantener el equilibrio.
Extendí los brazos para estabilizarme y, lentamente, sumergí los dedos
de los pies en el agua fría y poco profunda, luego los hundí en la tierra
fresca y mullida que había debajo. Una sonrisa estúpida me estiró los labios
y me olvidé del miedo. Olvidé que la mayoría de las mujeres adultas no
nadaban, y menos por capricho al amanecer, y que mamá estaría
esperándome en la sala de estar dentro de unas horas.
Cuando di otro paso, escuché el canto de los pájaros y el ruido de los
insectos y, con cada paso, el nivel del agua ascendía. Me llegó a los tobillos,
luego me empapó el dobladillo y cada capa de ropa hasta que me llegó a las
rodillas. Entonces me detuve y pasé la punta de los dedos por la superficie
suave como la seda, creando nuevas ondulaciones en el agua. Las mías.
Se me puso la piel de gallina y me agaché para acomodarme como si
estuviera tomando un baño. Tomé aire y me obligué a acostumbrarse a la
fría temperatura. El agua me cosquilleó en el cuello y chapoteé, estiré los
dedos de los pies, pataleé y me reí, inclinándome hacia atrás para que el
agua me sostuviera. Pero, pronto, flotar no fue suficiente. Así que me puse
en pie y me interné más en el estanque, hasta que el agua me llegó a la
cintura.
Luego me volví hacia la orilla y, con los brazos extendidos frente a mí,
me agaché y me impulsé con los pies, colocándome bocabajo.
Agité las piernas y moví los brazos y, por un instante…
¡Floté! ¡Nadé!
Luego las manos se me fueron a la tierra fangosa y las rodillas les
siguieron, hasta que posé los pies para afianzarme en el suelo del estanque.
«¡Santo cielo, qué divertido!». Me reí para mis adentros y rápidamente
regresé al lugar donde el agua me llegaba a la cintura para volver a
intentarlo.
De nuevo, me impulsé y esta vez moví las piernas con más fuerza. No
pude seguir el ritmo con los brazos, así que volví a intentarlo. Una vez más
y luego otra, hasta que se movieron al unísono, al tiempo que las piernas,
durante todo el trayecto de vuelta a la orilla y me quedé sin aliento por el
esfuerzo.
¿Qué profundidad tenía el estanque? A pesar de mi creciente confianza,
no necesitaba nadar en aguas profundas para sentirme satisfecha. Cuando
regresé al lugar de antes, retrocedí lentamente unos pasos más, hasta que el
agua me llegó justo debajo el pecho. No pasaría de esta profundidad. La
seguridad era mi prioridad.
Agité los brazos en el agua, respirando profundamente para ganar
confianza, cuando algo largo y muy vivo me rozó la pierna.
Grité, me sacudí y pataleé, pero cuando el peligro desapareció y busqué
la tierra firme con la punta de los dedos, no había nada debajo.
Jadeé, tomando una bocanada de aire, y en los segundos antes de que
sumergiera la cabeza en el agua, creí ver el sol destellando.
El miedo se apoderó de mí. Empecé a mover piernas y brazos de
manera instintiva. Necesitaba aire, pues el aire era vida y sin él…
«Oh, ¿pero qué había hecho?».
Cegada por el agua turbia, no podía decir si me estaba moviendo hacia
la orilla o hacia las profundidades, pero sabía que apenas estaba avanzando.
Cada esfuerzo aumentaba mi necesidad de tomar aire. Pero no importaba lo
que hiciera, no importaba con cuánta fuerza me latía el corazón ni cuánto
lucharan mis pulmones; me estaba ahogando.
El rostro de mamá pasó por mi mente, luego una visión de Benjamín
riéndose mientras me tiraba del pelo, mis hermanos Jasper y Nicholas, y
papá.
«Continúa moviéndote», parecían decirme. «Hagas lo que hagas, sigue
intentándolo».
Pero no podía. No sin llenar los pulmones de aire antes.
De pronto, golpeé algo con los pies (¿el fondo del estanque?) y me
impulsé con toda la fuerza que me quedaba.
Unos instantes después, saqué la cabeza del agua. Tenía el pelo revuelto
y jadeaba, solo para volver a hundirme en las profundidades.
«¡No!». El temor me subió por la garganta y salió en forma de burbujas.
«Por favor, no».
Sacudí los brazos, intentando alcanzar la superficie, cuando una mano
firme salida de la nada me agarró el brazo. Sorprendida por su repentino
toque, me quedé quieta mientras tiraban de mí y me arrastraban hacia fuera.
La esperanza me proporcionó un último impulso y me aferré al cuello de la
persona como una lapa, vislumbrando apenas una corbata suelta y unos
hombros fuertes.
¿Ben?
El hombre me alzó hasta que volví a sacar la cabeza a la superficie. Me
ardían los ojos, también el pecho, y tomé una bocanada de aire mientras
tosía y me ahogaba y jadeaba para conseguir más. Luego cargó conmigo,
con respiraciones profundas y acompasadas, mientras me llevaba nadando
hasta que toqué de nuevo el suelo con los pies.
Aun así, no me quedaba suficiente aliento para moverme. Me empezó a
temblar la mandíbula, después todo el cuerpo. La cabeza me daba vueltas.
No podía concentrarme. No tenía ni idea de qué hacer, pero sabía que tenía
que salir de ese estanque.
A tientas, empecé a avanzar, pero las manos volvieron a agarrarme. El
agua nos llegaba hasta el pecho y el hombre se apartó el cabello, ondulado y
castaño, revelando un rostro que seguía tan magullado, amoratado y
descuidado como lo había estado el día anterior. Por un momento, solo
estuvo él.
El señor Winston.
—¿Está bien? —preguntó entre jadeos.
Parpadeé y clavé los ojos en los suyos, desorbitados y preocupados y
me recordaron a los de Liza. Ahogué un sollozo.
—M-me has salvado.
—Pasaba por aquí cuando oí un grito. —También le temblaban las
manos—. ¿Cómo ha nadado hasta lo hondo?
La mente se me quedó en blanco. Mis pensamientos eran un caos.
—Estaba… nadando.
Miraba frenético las orillas del estanque.
—¿Está sola?
—Sí —le aseguré al instante.
Pero lo que vi en sus ojos fue frustración en lugar de alivio.
—¿Nadaba sola? Ni siquiera los nadadores expertos nadan solos. Los
accidentes son muy comunes. Si no hubiera pasado por aquí… —dijo,
alzando la voz. El corazón me dolió ante la verdad que contenían aquellas
palabras.
Me cubrí la cara con las manos y el llanto inminente se abrió paso.
Merecía que me echara una reprimenda. Cada palabra. Era una necia.
Me tocó la espalda húmeda y me sobresalté. Despacio y con delicadeza,
me guio hacia la orilla.
El vestido se me pegó a la piel, pero a su favor diré que el señor
Winston desvió la mirada cuando llegué a la orilla y observé la escena ante
mí. Una casaca de hombre verde oscura yacía abandonada en la hierba,
junto a la roca donde yo había dejado la pelliza, las botas y los guantes.
Pero, un poco más lejos, había un gran saco de cuero lleno y una bolsa de
hombre.
Me temblaban las piernas y todo mi cuerpo se estremeció con el aire
fresco de la mañana. ¿Qué había hecho? Casi había muerto. Si el señor
Winston no hubiera pasado por allí cuando lo hizo…
Avanzó unos pasos y yo observé a mi salvador. Le caían gotas de agua
del rostro, del cuello y de la corbata suelta y la ropa empapada se le pegaba
por todas partes.
Por todas partes. Tenía los hombros anchos y firmes, los brazos fuertes
y musculados por llevar a cabo actividades que ni siquiera me atrevía a
considerar. Se peinó con una mano, lo que hizo que el pecho, el brazo y los
hombros se le vieran más seductores. Yo tenía el pulso acelerado, y me
palpitó con fuerza en los oídos. Nunca había estado a solas con un hombre.
Me alcanzó la pelliza y se colocó detrás de mí, luego me ayudó a meter
los brazos en las mangas.
—¿Está herida? —preguntó.
—No —dije con voz débil. Me ajusté bien la pelliza y me dirigí a la
roca donde me esperaban mi bolsa, mis guantes y mis botas. Necesitaba
llegar a casa.
Sentí su mirada en la espalda durante un buen rato, entonces se volvió y
recuperó su propio abrigo de la hierba.
Me apoyé en la roca, saqué la toalla de mi bolsa y rápidamente me
sequé el rostro y el cabello. Luego me escurrí la falda para evitar que se me
pegara a la piel y me enfundé las botas.
—De todas formas, deberíamos llamar a un médico —gritó el señor
Winston. Se había puesto su casaca, después se quitó la corbata y la estrujó
con las manos. El cuello le quedó a la vista hasta la clavícula.
Traté de terminar de atarme los cordones de las botas con dedos torpes.
Me aclaré la garganta.
—Por supuesto que no. Nadie más puede saber lo que ha ocurrido aquí.
—Mamá no volvería a perderme de vista nunca más, y con razón. Si algo le
pasara a mi reputación, mi matrimonio con Marlow se vería comprometido.
Todo lo que mi familia había planeado habría sido en vano.
Metió la corbata en su bolsa y se acercó.
—Señorita Newbury, casi se ahoga.
—Pero usted me ha salvado —dije, tratando de levantar la voz, para
llenarla de una confianza y un orgullo que ya no poseía. Me puse en pie—.
No sabe cuánto se lo agradezco.
El señor Winston frunció el ceño y avanzó otro paso vacilante,
analizándome. Luego se inclinó; todavía tenía gotas de agua adheridas al
pelo. Me miró a los ojos, como si algo le preocupara.
—¿Sabe qué día es?
Traté de sostenerle la mirada, sin mirarle al corte que tenía en la ceja o a
la piel desnuda de su clavícula, pero la voz todavía me temblaba cuando
dije:
—Ma-martes.
—¿Y cuál es su nombre?
—Rosalind Newbury.
Se pasó una mano por el rostro, como si en su cabeza aún continuara un
debate silencioso.
—Es mi deber velar por su bienestar.
En realidad, solo conocía al señor Winston desde hacía medio día, pero
hasta yo podía aventurar que no se enorgullecía de cumplir con su deber.
—Entonces, permítame liberarle de cualquier obligación que pueda
sentir.
Una lenta sonrisa le estiró los labios y contuvo una risa.
—Ojalá fuera tan fácil desestimar el honor de un hombre. Los Ollerton
nunca me perdonarían si usted sufriera algún daño a causa de mi silencio.
—Arrugó la frente al reflexionar—. ¿Tiene esto (señaló el estanque) algo
que ver con esa lista suya?
Si mi rostro no había alcanzado ya el color de una cereza, ahora lo hizo.
—Bueno…
—Número uno, aprender a nadar. —Su voz tenía un tono jocoso.
Me tragué lo que quedaba de mi orgullo y le miré directamente a la
cara.
—Por favor, se lo ruego. No les mencione esto a los Ollerton. —Y
entonces caí en la cuenta—. ¿Saben que está aquí fuera… solo? ¿Dónde
está Liza?
Su mirada se volvió prudente, a continuación, se agachó para recoger su
bolsa y se la colgó del pecho.
—Pensándolo bien, debería ponerme en marcha. Y usted también
debería. ¿Fingimos que no nos hemos visto?
—Espere un momento.
Inspiró hondo, luego se agachó y se colgó del hombro lo que,
evidentemente, era un pesado saco de cuero, y empezó a caminar hacia la
arboleda. ¿Qué demonios había en esa bolsa? ¿Harina? ¿Piedras? ¿Un
cuerpo humano?
Abrí los ojos como platos ante la idea y lo seguí. Tenía las medias
mojadas, chapoteando en las botas mientras corría tras él.
—Señor Winston, ¿en qué clase de líos está metido? Los Ollerton son
buenas personas y si está metido en algo, si sus intenciones no son buenas,
hará daño a una familia que solo merece lo mejor de usted.
Lentamente, se volvió hacia mí, dando la espalda a la arboleda. En sus
ojos apareció un dolor repentino que se desvaneció con la misma rapidez.
—Le he salvado la vida. ¿No se puede asegurar que mis intenciones son
honorables?
Negué con la cabeza, tratando de fingir que era una mañana normal y
estábamos en el salón, en lugar del estanque.
—¿Qué hay en esa bolsa?
Me dirigió una mirada que decía: «no es de su incumbencia» y luego la
soltó en el suelo y respondió:
—Arena.
No podía ser algo tan simple. Con las manos en jarras, continué con el
interrogatorio.
—¿Y qué hace exactamente uno con una bolsa llena de arena?
Sonrió satisfecho.
—¿Quiere que le haga una demostración?
Abrí los ojos de par en par.
—No, gracias. —Traté de divisar Ivy Manor a través de los árboles,
pero había demasiados, altos y frondosos—. Pero, tal vez, su prima sí.
Su sonrisa desapareció.
—Ella cree que me quedo durmiendo hasta tarde. Como todo el mundo
cree.
Me sobresalté sorprendida y le señalé con el dedo.
—Ha salido a hurtadillas.
—Al igual que usted.
—Ni hablar. Mi doncella sabe que he ido a dar un paseo. Si me pregunta
por qué estoy empapada, le diré que me he caído en el estanque.
Frunció los labios.
—Una excusa excelente. Tal vez, yo también debería inventarme una si
los Ollerton se percatan de mi ausencia.
Le miré con dureza.
—Es el invitado de una familia cariñosa y muy generosa, señor
Winston. ¿Por qué insiste en escaparse?
—Usted está comprometida… y con un duque, nada menos. ¿Por qué
insiste en cumplir lo que hay en esa lista? ¿No es su compromiso todo con
lo que siempre ha soñado? Debería estar dando saltos de alegría y lanzando
estrellas por los ojos.
Me reí y negué con la cabeza. ¡Saltos de alegría! No podía ser más
ridículo.
—De hecho, nuestra unión es todo lo que mi familia ha deseado durante
años. El título traerá fantásticas conexiones para mis hermanos menores. El
duque es inteligente, responsable, honorable y apuesto… —dije, aunque la
voz se me fue apagando, mientras trataba de pensar más cosas sobre las que
alardear, pero lo cierto era que apenas lo conocía—. Y huele de maravilla.
El señor Winston parpadeó y me di cuenta de que había hablado de más.
—Nada de eso importa —continué, agitando una mano en el aire—. La
cuestión es que, a diferencia de usted, yo tengo buenas razones para estar
aquí fuera. Hice mi lista de deseos cuando era una niña y tengo la intención
de cumplir con lo que escribí ahí antes de casarme. Antes de que mi vida se
vuelva tan ajetreada que olvide que tenía sueños.
Resopló y miró hacia la finca de mi padre, detrás de mí. Seguí su
mirada. La casa parecía tan grande como mi pulgar desde esta distancia. El
sol estaba más alto en el cielo y mamá se despertaría pronto, al igual que
papá y Benjamín.
—Su terquedad la matará. —La voz del señor Winston era profunda y
seria—. Cielos, mujer, casi muere hoy.
La verdad me golpeó como un ladrillo y palidecí. Tenía razón. El
tiempo se había ralentizado en esos momentos en los que había estado sin
aire y me había enseñado lo frágil y efímera que podía ser la vida.
Aprovecharía al máximo la vida que me quedaba.
—Debería contarle a su padre lo que ha ocurrido esta mañana. —Miró a
lo lejos, indeciso.
—No lo hará —le dije y, de alguna forma, sabía que las palabras eran lo
bastante ciertas como para descubrir su farol—. Si quisiera hacerlo, no se
estaría dirigiendo hacia la arboleda ahora mismo. Usted tampoco quiere que
lo descubran. Asumo que lo que lleva en esa bolsa es de suma importancia
para usted.
Bajó la mirada hacia la bolsa raída de cuero y la miró casi con
reverencia. Qué extraño.
—En cierta manera, así es.
Una idea se formó en mi mente, tan perfecta que no pude callármela.
—Guardaré su secreto, señor Winston. Puede escaparse cada mañana si
lo desea. Si accede a ayudarme.
—¿Ayudarle? —Alzó una ceja—. ¿Con esa lista?
—Bueno, no tendría que mover un dedo. Pero, con su presencia, Liza
vendría…
Soltó algo a medio camino entre una risa y una mofa.
—¿Ofrece su silencio a cambio de mi cooperación? No, gracias. Podría
soportar otro sermón si me descubren. —Sacudió la cabeza como si ya
anticipara uno—. Pero no la alentaré en una inútil cruzada para completar,
en tan poco tiempo, diez experiencias de vida irracionales y potencialmente
peligrosas que deseaba llevar a cabo cuando era niña.
—Nueve experiencias —dije furiosa—. Me quedan nueve. Y no era una
niña cuando hice la lista.
Se le crisparon los labios.
—¿Por qué no le pide ayuda a su prometido? Él, más que nadie, debería
desear complacerla.
¿Marlow? Lo único que le preocupaba era la tierra de papá, pero no
pensaba darle al señor Winston la satisfacción de que lo supiera. De hecho,
no pensaba darle nada en absoluto.
—Si no me ayuda, entonces… entonces le prometo que iré directa a los
Ollerton y les contaré su secreto. —Me crucé de brazos y lo miré, retándole
a que pusiera a prueba mi determinación.
Me dirigió una mirada compasiva que hizo que me sintiera como si
volviera a tener doce años.
—No lo hará. Porque yo también le prometo algo. Si vuelvo a
sorprenderla haciendo algo remotamente peligroso, iré directo a su padre.
Mañana, tarde, noche… Me da igual si también me echan la culpa a mí. —
Entrecerró los ojos, luego se agachó y volvió a colgarse la pesaba bolsa de
cuero del hombro—. Olvídese de esa lista. Tiene el mundo y toda una vida
por delante. Tal vez debería abrir los ojos y apreciarlo.
Luego me dio la espalda y se dirigió hacia la arboleda.
Capítulo 5

M
aldije al señor Winston durante todo el camino a casa. ¡Menudo
descaro, amenazar con contarle a papá lo de la lista! ¿Qué más le
daba lo que hacía con mi tiempo? Lo único que tenía que hacer era
aceptar mi oferta y quedarse quieto mientras Liza y yo nos encargábamos
de todo, pero, en lugar de eso, me había abandonado y dejado peor de lo
que estaba.
Bueno, tal vez eso no era del todo cierto. Me había salvado la vida y,
por ello, le estaría eternamente agradecida. Pero ¿por qué él? ¿Por qué
ahora? ¿Por qué mi amiga no podía haber traído a casa a un primo afable,
con gusto por la aventura? O por lo menos, un primo atolondrado. Con eso
me habría conformado.
Solo Dios sabía lo que estaba haciendo aquel hombre solo en la
arboleda. Esa era la peor parte: tramaba algo, pero no podía descubrirle sin
desvelar mis propios secretos. Apreté los dientes. Necesitaba un número
once en mi lista que incluyera el merecido destino del señor Winston. Hasta
entonces, evitaría la arboleda a toda costa.
Nadar había sido una experiencia única. Aunque había disfrutado de la
sensación del agua fresca, la tranquilidad de la mañana y la completa
soledad, nunca más volvería a nadar sola. Ni tampoco correría riesgos
innecesarios con nada más de mi lista. Había estado muy cerca de perderlo
todo. Pero, esa leve sensación de triunfo y éxito hacía que deseara más.
Necesitaba un nuevo plan para el futuro. Un plan más seguro, que
garantizara que el señor Winston no me encontraría jamás en una situación
peligrosa que le hiciera ir en busca de papá. Entonces, en cuanto acabara
con lo que tenía anotado en mi lista, podría revelar su secreto a los Ollerton.
Llegué a casa y Molly me observó con largas y profundas respiraciones.
Dejamos que se me secara el pelo lo máximo antes de peinarme.
Cuando bajé las escaleras, mamá levantó una ceja al verme, pero, al
parecer, pensó que era mejor no preguntar. No mencionó el asunto durante
el desayuno ni durante todo el tiempo que estuvimos recibiendo a las
visitas, que querían saberlo todo sobre mi compromiso.
«¡Qué hermosa pareja! ¡Qué unión más afortunada! ¿Cuándo llegará el
duque?». Para cuando se fueron las últimas visitas, yo me había
desplomado en mi asiento.
—La postura, Rosalind —dijo mamá por vigésima vez—. Elegancia.
Porte. Una duquesa nunca pierde la compostura.
Estiré los hombros y, de alguna forma, logré sentarme recta. Tras varias
conversaciones interminables y después de casi haberme ahogado en
secreto, sentía que podría dormir durante una década.
—Estoy agotada.
—Todos lo estamos. No debes dejar que se note. —Se le formó una
arruga entre los ojos.
«Si ella supiera…». Empecé a reírme.
—Sí, pero me he levantado muy temprano…
—Como es tu deber. —Mamá resopló por la nariz.
Parecía tener los ojos tan cansados como los míos.
—Rosalind, debes trabajar más duro para mejorar. Una duquesa nunca
está cansada. ¡Nunca pierde la compostura ni recibe visitas con el cabello
mojado! Serás observada cada segundo de tu vida. Te juzgarán, murmurarán
sobre ti. Se te verá como un ejemplo de cómo comportarse, de cómo actuar.
Incluso se fijarán en cómo el cuello te sostiene la cabeza.
Me froté las sienes.
—Sé que preferirías estar en Ivy Manor con los Ollerton, pero debes
practicar estas aptitudes. Al menos hasta que haya pasado la boda. Luego
descansarás con tu esposo durante un tiempo.
Suspiré.
—Temo que nunca volveré a descansar.
Mamá se rio.
—Esto… la boda, este cambio… es abrumador, cariño. Como lo son
todas las cosas maravillosas.
Logré asentir con la cabeza, aunque se me volvieron a hundir los
hombros.
La expresión de felicidad de mamá desapareció y me observó, con sus
delicados rasgos arrugados.
—¿Cómo te sientes con respecto a tu elección? —preguntó—. El duque.
Su pregunta me tomó por sorpresa y me senté tan erguida como lo haría
cualquier duquesa.
Marlow. Su nombre transmitía poder, distinción, elegancia, pero para mí
él también sería «esposo» y esa idea aún me resultaba demasiado extraña.
Quería casarme con él. Cualquier joven dama estaría loca si sintiera lo
contrario. Me gustara o no, el matrimonio se precipitaba sobre mí como un
coche de caballos desbocado y lo único que podía hacer era prepararme.
Hablé despacio, escogiendo cada palabra antes de decirla.
—Espero con ansias nuestra unión —empecé a decir—. No obstante,
espero tener el tiempo suficiente para hacer todo lo que deseo antes de que
llegue.
Mamá relajó el ceño fruncido, cualquier preocupación que albergara se
disipó.
—Estás emocionada. —Suspiró—. Benjamín insiste en que eres infeliz,
pero tu padre tiene razón. Solo son los nervios.
Me abrazó con fuerza, así que le di unas palmaditas en la espalda.
—Nervios —repetí, aclarándome la garganta—. Sí, he estado bastante
nerviosa.
Mamá se apartó.
—Pero también estás emocionada, ¿no? ¿Feliz con tu elección?
—Por supuesto —aseguré, aunque sentí vergüenza por decir aquella
mentira. ¿Era una mentira? ¿O simplemente era inexperta e ignorante en
asuntos del corazón?—. Aunque desearía poder pasar más tiempo con Liza.
Mamá me alisó el cabello.
—Deberías pasar tu tiempo libre con tu hermano. Puede que Benjamín
sea dos años menor que tú, pero se siente tan protector contigo y te quiere
tanto como tu padre y yo.
Le dirigí una mirada extrañada.
—¿Benjamín? Pasar tiempo con él suele acabar conmigo perdiendo un
mechón de cabello o con una serpiente metida en las zapatillas.
—¿He oído mi nombre? —Benjamín entró en el salón vestido con una
casaca color crema y bombachos, y un pañuelo azul y blanco con doble
nudo alrededor del cuello. Se detuvo para besar a mamá en la mejilla—. Sea
lo que sea que te esté contando sobre mí es mentira. Nunca le he metido una
serpiente en las zapatillas ni le he cortado el pelo con las tijeras del
jardinero.
—Qué magnífica coincidencia, entonces —Fruncí el ceño en su
dirección.
—Vamos, Ros. Debes olvidar y perdonar. Llamaste a esa serpiente
Santurrona, si no recuerdo mal, y la liberaste en el estanque. Y gracias a
que te corté un poco el pelo…
—¿Un poco? ¡Me cortaste dos centímetros y medio!
—… hiciste unos adornos preciosos para tus seres queridos. Así que, de
nada.
Apreté los labios para evitar sonreír. Ben, mi insufrible hermano
pequeño. Irritante, sí. Pero se le perdona con facilidad.
—¿No deberías estar leyendo? ¿O estudiando? ¿O haciendo algo más
responsable que deambular por el salón?
Mamá se interpuso entre los dos y nos puso una mano a ambos en el
brazo, como para conectarnos.
—Querido, Rosalind y yo solo estábamos hablando sobre sus
sentimientos respecto de su boda.
—Espléndido. —Benjamín se acercó más a mí—. ¿Y cómo te sientes
respecto a celebrar tu boda en nuestro jardín, Ros? —Entrecerró los ojos,
retándome a decir la verdad.
—No podría estar más emocionada. —Esbocé una sonrisa y miré hacia
los lejanos robles tras la ventana. Marlow y yo habíamos acordado una
pequeña celebración privada. Mencioné de pasada lo hermosas que eran
nuestras tierras y él prácticamente chasqueó los dedos y lo arregló todo. No
sabía si estar agradecida o aterrorizada de que tuviera esa clase de poder.
—Excelente. —Mamá juntó las palmas de las manos. El mayor
beneficio de celebrar la boda en nuestra finca era lo ocupada que la
mantenían los preparativos. Se volvió hacia mí—. Las invitaciones están
enviadas, el menú escogido… ¿Has elegido ya los lazos y las flores con
Liza?
—Flores, sí. —Asentí, desesperada por recordar cualquier flor que
existiera. ¿Peonías? ¿Blancas o rosas? ¿Estaban las hortensias en
temporada?
Pero mamá no esperó a que respondiera.
—¡El cuarteto! Casi olvido responder al hombre que me recomendó la
señora Ollerton. Los voy a contratar para entretener a nuestros invitados
mientras esperan. ¡Y las sillas! ¡Necesitamos una docena más de sillas! —
Tras eso, se fue en un remolino de faldas y yo dejé escapar un largo suspiro.
Benjamín soltó una risita.
—Va a acabar agotada por ti.
—¿Por mí? —Me reí—. Si le importaran algo mis deseos, la decoración
sería escasa y la música sencilla. Lo propio para una pequeña ceremonia.
—Ros, te vas a casar con el duque de Marlow. Nada en tu vida volverá a
ser pequeño. Debes adaptarte.
Le miré con dureza.
—Oh, cómo te voy a echar de menos, hermano —dije sin emoción.
Él me dirigió una rápida y amplia sonrisa antes de mirar por encima de
su hombro. Cuando estuvo seguro de que mamá se había ido de verdad,
corrió hacia la chimenea y rebuscó entre las estanterías que había a ambos
lados.
Yo lo seguí unos pasos.
—¿Qué estás haciendo?
—He perdido un libro. Tierras fértiles. Papá tiene la intención de hablar
sobre él tras la cena. —Se dirigió a la mesita del centro de la sala para
continuar su búsqueda. Sobre ella, debajo de ella y a su alrededor—. ¿Lo
has visto?
Suspiré. ¿Cuántas veces nos habíamos encontrado en esta misma
situación? Si no era un libro, era un documento o una carta o un par de
guantes.
—Benjamín, tienes dieciocho años. Eres el heredero. Y pronto no estaré
aquí para cubrir tus huellas cuando cometas un error. —Lo observé ponerse
de rodillas para mirar bajo el sofá—. Tienes que ser más responsable. Es tu
deber. ¿Has leído siquiera el libro?
—A medias —murmuró, mientras abría y cerraba todos los cajones que
encontraba—. Si no lo encuentro, tendré que huir a América. Vendrás a
visitarme, ¿no? Jasper puede administrar la finca.
Resoplé y negué con la cabeza.
—No vas a huir a América. Y Jasper se quedará en Harrow con
Nicholas. Solo piensa un poco, Ben. ¿Dónde lo leíste por última vez?
Después de haber puesto patas arriba todo el salón, soltó un gruñido y
se tumbó en el sofá con el aspecto más abatido que podría tener un
muchacho de dieciocho años de educación refinada.
—No lo sé, Ros. Si lo supiera, no estaría aquí. —Levantó un dedo—. Y
no tengo tiempo para sermones, así que, si estás pensando en seguir
hablando sobre responsabilidad, no, gracias. Tendré bastante con el sermón
de papá esta tarde.
—¿Por qué iba a sermonearte? —Me apoyé sobre el brazo del sofá—.
¿Por perder el libro de papá? ¿O por esperar hasta el último minuto para
terminarlo? O, quizá —dije, mientras observaba sus botas—, debería
sermonearte acerca de los buenos modales y de que uno no debería
tumbarse en el sofá con las botas llenas de barro.
Protestó y se incorporó, plantando los pies con firmeza en el suelo.
—Al menos, ayúdame a idear una excusa. ¿No es para eso para lo que
están las hermanas mayores? —Esbozó una sonrisa inocente que me hizo
retroceder diez años. Lo recordé cuando era pequeño, persiguiéndome,
riéndose con los dientes mellados y el pelo agitándose en todas direcciones
bajo el viento.
Suspiré y miré hacia el techo abovedado.
—Saca otros libros en la conversación. Dile a papá que disfrutaste tanto
la primera mitad del libro que te recomendó, que te distrajiste investigando
y que te gustaría que te diera un poco más de tiempo para continuar tu
estudio. Papá apreciará una mente estudiosa y tú tendrás más tiempo para
encontrar el libro y acabártelo.
En los labios se le formó una lenta sonrisa.
—Ros, eres una mujer brillante y astuta.
—Vamos —dije. Me levanté y lo animé con un gesto de la mano a hacer
lo mismo—. Debes prepararte si quieres que te crean.
Benjamín asintió, poniéndose en pie de un salto. Tomó dos libros de las
estanterías junto a la chimenea y luego se volvió hacia mí.
—¿Tienes planes para esta tarde? Tengo que visitar a algunos
arrendatarios por un problema de plagas. Creo que sería divertido que me
acompañaras.
Bostecé y me tapé con la mano.
—Por interesante que suene, estoy agotada. Tal vez otro día. Buena
suerte con la búsqueda de tu libro. —Me despedí con la mano y me dirigí
hacia la puerta.
—Se nos acaba el tiempo, Ros.
Sus palabras hicieron que me detuviera en seco. El único sonido que se
oía era el tic tac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea. Lo miré
de reojo.
Se encogió de hombros con una mirada avergonzada.
—Ven.
Parte de mí quería ir. Dejar que se burlara de mí y me aterrorizara, como
siempre hacía. Me reiría hasta que me doliera el estómago. Según mi lista,
le debía una aventura, pero si Ben lo supiera, no la desperdiciaría en un
problema de plagas. Podíamos hacer algo mejor.
Negué con la cabeza.
—Tal vez en otro momento.
Él asintió una vez con la mirada seria y aferró el libro que tenía en las
manos.
—Te tomo la palabra.
De vuelta en mi dormitorio, cerré la puerta detrás de mí y me dejé caer
sobre la cama. «Por fin». Cuando posé la cabeza sobre la almohada me
recorrió una oleada celestial y se oyó un leve crujido al acomodarme.
Mi lista.
La saqué de debajo de la almohada.
1. Aprender a nadar.
Menudo desastre de día. Me estremecí al pensar en que casi me había
ahogado. Había aprendido lo efímera y frágil que podía ser la vida y que
aún había mucho que quería vivir. No volvería a ponerme en peligro otra
vez. Solo necesitaba planearlo mejor. Elegiría lo menos peligroso para la
próxima, por mi bien y por el silencio del señor Winston.
Taché mentalmente el número uno, luego continué leyendo:
2. Escaparme durante un día.
Sin duda, no era la opción más segura. Volvería a esa más tarde.
3. Seguir a Ben en una gran aventura.
También potencialmente peligrosa. Pero no necesariamente. Ben había
madurado bastante desde que había asumido más responsabilidades en la
finca.
4. Comer todos los dulces que quiera de una sentada.
Eso sería divertido. Pero tendría que encargar bastantes dulces.
5. Colgar mi pintura en un lugar público.
Posiblemente, el punto más peligroso de mi lista. O, al menos, el que
supondría un mayor riesgo para mi reputación.
6. Esconder un tesoro en el prado.
7. Pintar un autorretrato.
8. Cambiar la vida de alguien.
9. Escribir sobre los recuerdos de mi infancia en mi diario.
Ahí estaba… esa era la menos peligrosa de todas.
10. Presenciar un escándalo.
Doblé la lista y la metí bajo la almohada, luego me tumbé de costado.
«Puedo terminarla», repetí en mi mente. Lo de hoy había sido un accidente.
El peor escenario posible. No volvería a correr esos riesgos.
Mañana empezaría con el punto más fácil de mi lista: escribir sobre los
recuerdos de mi infancia.
En el peor de los casos, me arriesgaba a clavarme la punta de la pluma o
a cortarme el dedo con el papel.
Capítulo 6

A
la mañana siguiente, Molly me ayudó a ponerme uno de mis viejos
vestidos favoritos, de un suave azul claro jaspeado, con mangas de
volantes, y me recogió rápidamente el pelo en un moño. Me puse las
botas, me até el sombrero y saqué mi diario y un lápiz del cajón de mi
escritorio. Mamá planeaba llevarme a devolver las visitas por la tarde, así
que, si quería completar el número nueve (escribir sobre los recuerdos de
mi infancia) tenía que volver a madrugar.
Convencida de que era la primera en levantarme, bajé las escaleras en
silencio y me sorprendió encontrar a Ben poniéndose la chistera en la
entrada.
—¿Ben? ¿Adónde vas tan temprano? —susurré. Llevaba la corbata mal
anudada y el sobretodo azul claro desabotonado, como si acabara de salir de
la cama.
—Podría preguntarte lo mismo. ¿Te encuentras mal? —Su rostro aún
estaba hinchado por el sueño y una juvenil capa de pecas le cruzaba la
nariz.
—Solo estoy aprovechando el tiempo. —Arqueé una ceja. ¿Qué excusa
tenía él?
Ben asintió y empezó a darse la vuelta.
—Muy bien. Yo voy a reunirme con un amigo.
Me acerqué unos pasos.
—¿Con qué propósito?
Vaciló, observando la sala, como para asegurarse de que estábamos
solos.
—Para hacer un poco de… ejercicio.
Su reticencia me resultó extraña. Fuera de lo normal.
—¿A qué te refieres? ¿Un paseo? ¿Y con quién?
Retrocedió unos pasos.
—¿Quieres venir y verlo? —dijo, provocándome.
Negué con la cabeza y contuve una risa.
—Tengo trabajo esta mañana.
—¿Trabajo? —preguntó, cruzándose de brazos—. Es muy temprano
para trabajar. Además, ayer me abandonaste. No puedes abandonarme dos
veces.
¿Ayer? Ah, sí. El problema de plagas.
—¿Una última aventura? Por los viejos tiempos. —Ben bajó la barbilla
y me miró con grandes ojos suplicantes. Luego arrugó el rostro con un
gemido.
Suspiré y me abracé a mi diario. En realidad, le había tenido
abandonado desde mi compromiso. Tampoco es que un joven de su edad
necesitara a su hermana, pero siempre había sido mi hermano más cercano,
tanto en edad como en confianza, y yo su hermana más querida. No me
había permitido pensar en lo diferente que sería mi vida sin él cerca. Tal
vez, mi compromiso había hecho que se hiciera preguntas sobre su propio
futuro. Quizás, eso explicara su persistencia ayer y ahora.
El número tres era seguir a Ben en una aventura. ¿Pero esto? Había
imaginado algo más planeado y con algún propósito. Aunque, seguirle por
impulso y dejarme sorprender parecía mejor opción que lidiar con
problemas de plagas de arrendatarios.
Podía dedicarle una hora para levantarle el ánimo y aún me quedaría
tiempo para escribir en mi diario. Dos puntos de la lista en un día. La
oportunidad era demasiado buena para dejarla pasar.
—Está bien. Pero solo tengo una hora.
Se le iluminaron los ojos y los labios se le curvaron en una sonrisa
felina.
—¡Excelente! No te arrepentirás de esto, Ros.
—Oh, estoy segura de que sí. —Avancé unos pasos y abrí la puerta. El
aire cálido de la mañana inundó la sala—. Siempre estás hablando de que
nunca te presto atención. —Ben me siguió por los escalones hacia el
camino de entrada. Pero no había ningún carruaje. Miré de reojo—. ¿No
tomamos el carruaje?
Ben sonrió y alzó las cejas, como si se hubiera demostrado que tenía
razón.
—Vamos caminando.
Oh, no.
—¿Caminando adónde?
Yo reduje el paso y Ben empezó a liderar el camino.
—Ya lo verás. Vamos.
Empecé a protestar, pero me agarró la muñeca y tiró de mí. Caminamos
hasta la parte trasera de la casa, hacia el campo, donde el sol matutino
acababa de alzarse sobre el horizonte, iluminando la niebla que se cernía
sobre el pasto. Ojalá tuviera un pincel entre los dedos.
—¿Vamos a casa de los Ollerton?
Me miró de reojo y respondió a mi confusión con una sonrisa pícara.
Aún no se había afeitado, lo que significaba que quienquiera con quien
fuéramos a encontrarnos era un amigo cercano o alguien a quien no
necesitaba impresionar.
—Esta será nuestra última aventura divertida juntos, Ros. Cuando no
estabas con Liza y te dignabas a pasar tiempo conmigo, ¿recuerdas a qué
jugábamos?
Caminé junto a él, cuyos pasos parecían tener una mayor ligereza a la
espera de mi respuesta. El pequeño Ben, corriendo por los campos,
lanzándome nueces y bellotas a la cabeza o luchando contra mí con palos.
—Te encantaba hacer de monstruo, persiguiéndome mientras yo
llamaba a gritos a mamá —dije con desaprobación.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Sí, eso también. Pero recuerdo que escondías un tesoro y creabas un
mapa para que yo lo buscara.
Me conmovió. Por supuesto. Me rogaba jugar a la caza del tesoro cada
día, después de sus lecciones. Probablemente, esa era la razón de que
hubiera incluido «enterrar un tesoro» en mi lista.
—Lo recuerdo. Eras tan adorable por aquel entonces…
Sonrió.
—Echaré de menos nuestros juegos. Pero, esto… acompañarme esta
mañana… será un recuerdo que tardaré mucho en olvidar. Prométeme que
vas a hacerlo.
Enfocó los ojos a la arboleda de más adelante. Pero, seguro que no tenía
la intención de llevarnos allí. Prácticamente, le había cedido al señor
Winston ese territorio después de que me hubiera salvado la vida en el
estanque. Solo Dios sabía qué secretos había ocultado entre sus sombras.
Arrugué la frente. ¿Qué tipo de aventura estaba buscando?
—¿De qué estamos hablando? ¿Subirnos a los árboles? —pregunté,
pero él frunció los labios.
Pronto, pasamos por la orilla derecha del estanque, cuyas aguas estaban
tranquilas y desiertas, y los recuerdos de júbilo y miedo del día anterior me
inundaron. ¿De verdad había sido ayer?
Aferré con más fuerza mi diario e inspeccioné el lugar. Nos acercamos
más a la arboleda, esa gran extensión de robles altos y frondosos. Parecía un
oasis oculto, que creaba una morada a la sombra al otro lado del estanque,
lejos de todo. La fauna, que habitaba escondida en la hierba, los árboles y el
cielo, creaban un murmullo de sonidos a medida que despertaba.
Se oyó un gruñido procedente del otro lado de la arboleda. Luego un
golpeteo.
—Benjamín, ¿qué es ese ruido? —Tensé los músculos, preparada para
echar a correr en cualquier momento.
Pero Ben solo sonrió y miró hacia delante. La misma sonrisa que
pondría justo antes de empujarme a un lodazal o lanzarme un bicho muerto
al pelo. Me estaba ocultando algo y esta no sería la primera vez que me
metía en líos. Había una razón por la que lo había incluido en mi lista.
No solía querer seguirle en sus aventuras.
Pero, ahora éramos adultos. ¿En qué clase de líos podría meterse él
solo?
Asintió para indicarme que entrara en la arboleda primero. Como la
hermana mayor, siempre era la que comprobaba primero la hierba por si
había serpientes. Al parecer, eso nunca cambiaría. Me enderecé, luego me
abrí paso a través de la maleza y me adentré en la arboleda. Seguí el sonido,
un «pa-pa-bum», serpenteando entre árboles y retoños.
Hacía tiempo que no entraba en la arboleda. La luz del sol brillaba a
través de las hojas, que bailaban con el viento que hacía revolotear mi
cabello, impulsándome hacia este nuevo mundo en el que acababa de entrar.
Me sorprendí mirando a la copa de los árboles y reduciendo el paso para
apreciar su belleza.
El sonido se hizo más fuerte y, aunque mi hermano parecía impasible,
yo no podía ubicar el sonido ni reconocerlo. Di vueltas a mi alrededor hasta
que capté un movimiento por el rabillo del ojo.
Me detuve en seco. Ben me agarró el brazo.
El señor Winston se encontraba allí, frente a un árbol. Tenía la espalda
completamente desnuda y brillante por el sudor. Tensaba los brazos, fuertes
y flexionados. Se le veía la musculatura de los hombros y de toda la
espalda, hasta donde los pantalones colgaban de la parte baja de sus
caderas. Relajó los anchos hombros y vi que en las manos llevaba unos
extraños guantes de cuero.
Había dejado de respirar por completo.
Me quedé mirando… En realidad, no podía apartar los ojos de la
escena, petrificada, y al mismo tiempo, acalorada.
Levantó una mano y empujó un largo saco de cuero con forma de
almohada que colgaba frente a él. Luego, en un abrir y cerrar de ojos,
retrocedió y le dio un fuerte puñetazo.
Yo me sobresalté, dejé caer mi diario y me cubrí la boca con una mano.
El señor Winston se volvió y su mirada se encontró con la mía.
—Señorita Newbury —dijo sorprendido.
Contemplé el arco de su clavícula y el subir y bajar de su pecho, que
estaba enrojecido por el calor y plagado de sombras y curvas por todas
partes. Se me tensó el estómago y me dio un vuelco. Luego me recorrió un
cosquilleo.
—Señor… Winston —dije, tras lo cual me apresuré a aclararme la
garganta. ¿Qué le pasaba a mi voz?
Él dejó escapar un suspiro; su sonrisa fue casi tímida, pero no podía ser.
Era un hombre atrevido e impetuoso y exudaba confianza.
—Deje que… —Señaló su camisa y casaca colgadas de una rama baja.
Parpadeando, me alejé y me llevé a Ben conmigo.
—Benjamín Nigel Newbury, ¿sabías que él estaría aquí, medio
desnudo? —solté furiosa, acercándome a él.
—Aquí, sí. ¿Medio desnudo? —Sonrió, con picardía en sus ojos.
—Creí que solo seríamos nosotros dos esta mañana, señor Newbury —
dijo el señor Winston.
Miré vacilante por encima del hombro. Se había quitado los guantes y
trataba torpemente de volver a ponerse la camisa. Se arremangó mientras
caminaba hacia mí.
Mi hermano se encogió de hombros con una sonrisa inocente.
—Ros insistió en acompañarnos.
Entreabrí los labios y el rostro me ardió tanto que me sentí mareada.
—No tenía ni idea…
Ben se rio.
—Has dejado a mi pobre hermana, cuando menos, sorprendida. Está
bastante desconcertada.
Al señor Winston se le pegaba la camisa al pecho y a las curvas de sus
músculos. Ya lo había visto en el estanque, pero ahogarme debía de
haberme embotado los sentidos como para verle así, verle de verdad…
Tragué saliva con dificultad.
—Yo no estoy… —Me aclaré la garganta—. No estoy ni mucho menos
desconcertada.
El señor Winston asintió. Aquello le divertía; se lo veía en los ojos
mientras me observaba con atención. Recogió mi diario y me lo entregó.
—Entonces, ¿se unirá a nosotros durante la lección de su hermano?
—¿Su qué? —Me atraganté, esforzándome al máximo para
concentrarme en las horribles magulladuras que tenía en la cara, en lugar
de… todo lo demás.
Ben se había quitado el abrigo y empezaba a arremangarse, como había
hecho el señor Winston.
Mi atención se desvió hacia la escena que había tras él.
—¿Qué es eso? —pregunté, señalando la larga bolsa que el señor
Winston había golpeado unos instantes antes.
El hombre miró por encima de su hombro.
—Los antiguos griegos llamaban a estas pesadas bolsas korykos. Las
utilizaban para entrenar a sus luchadores. Creo que ya la ha visto antes.
«La bolsa de ayer».
Luego recogió los guantes de cuero del suelo, detrás de él.
—Y estos son mufflers —dijo mientras regresaba—. ¿Alguna vez ha
visto una pelea?
Arrugué la frente y mi mente empezó a darle vueltas, tratando de
descifrar a qué diablos se refería. Los guantes no se parecían a nada que
hubiera visto antes. Miré a Ben, que parecía completamente fascinado.
—No, supongo que no —dijo mientras me analizaba. Golpeó entre sí
los guantes vacíos. Entonces, todo encajó.
—Se refiere a un combate de boxeo. Esto es boxeo —dije, como si
tuviera un limón en la boca—. Pero usted no puede ser boxeador.
Los boxeadores no eran hombres de buena reputación. Eran hombres
desesperados de clase trabajadora que arriesgaban sus vidas peleando por
dinero y un momento de fama. No eran caballeros con hoyuelos en la
barbilla y ojos que brillaban cuando sonreían.
—No lo soy… exactamente —respondió el señor Winston—. Valoro
mis dientes. Pero, según mi padre, tengo una «obsesión temeraria».
—Peleó contra lord Landgon. Le rompió el brazo en un combate de
boxeo, ¿no es así? —No pude evitar el juicio en mi voz—. ¿Por qué lo
hace?
Su sonrisa se desvaneció.
—¿Por qué no?
Se me revolvió el estómago y retrocedí un paso.
—El boxeo es ilegal.
Entrecerró un ojo e inclinó la cabeza.
—La legalidad es ambigua, pues depende del juez y de los cargos
específicos contra los involucrados. También es irrelevante, ya que solo
estamos practicando en el bosque. En realidad, los caballeros como yo, lord
Langdon y su hermano solo boxeamos por deporte, aunque muchos también
son mecenas de luchadores profesionales.
—¿Usted lo es? —pregunté sin rodeos.
—Rosalind —me advirtió Ben.
El señor Winston negó con la cabeza.
—Prefiero luchar contra mis iguales y aprender junto a ellos y poder
estar preparado para utilizar mis habilidades, por si algún día las necesito de
verdad. Eso no quiere decir que no haya apostado a favor de mi victoria una
o dos veces. —Le guiñó un ojo a Ben.
Resoplé. Empezaba a comprender mejor al primo de Liza. Este era el
motivo por el que su padre lo había repudiado. Esto era a lo que se negaba a
renunciar y lo que ocultaba cada mañana. Liza había dicho que se suponía
que estaba reformándose.
—Esto es lo que ha estado ocultando a los Ollerton. Esta salvajada.
Se encogió de hombros.
—No es más que ejercicio. Un arte de defensa personal.
—No es un arte. —¿Se estaba oyendo?
—Oh, ¿lo ha probado?
Ben soltó un resoplido mientras se alejaba para dejar su abrigo sobre la
rama del señor Winston.
—Por supuesto que no —dije, cruzándome de brazos—. Soy una dama.
—¿Y? Muchas mujeres han venido a Jackson’s para aprender —dijo—.
Una cuyo marido abusaba de ella. Otra, demasiado mayor para el
matrimonio, que quería sentirse a salvo caminando por la calle. Incluso una
mujer que simplemente disfrutaba del ejercicio. Sinceramente, señorita
Newbury, le vendría bien una lección o dos. Usted se lo guarda todo dentro,
¿no es así?
—¿Disculpe?
Él bajó la voz.
—Cada vez que la veo, tiene los hombros tensos como ladrillos. Pero, lo
que no logro determinar es por qué una mujer en sus circunstancias podría
ser tan infeliz.
—Soy feliz —rebatí—. ¿Por qué no iba a serlo? Tengo dinero, estatus,
la protección de mi padre y un excelente compromiso a la vista.
—Con el duque de Marlow, sí. La he oído proclamar su felicidad antes.
—Me analizó, como si continuara deliberando un poco más—. Y, sin
embargo, sigo sin creerla. Hay algo más. ¿Qué la perturba?
Solté una carcajada que era más una burla.
—Lo que actualmente me perturba es que el invitado de mi vecino
incursiona en un deporte ilegal.
Sonrió, inclinando la cabeza a un lado.
—«Incursiona» significaría que aún no soy diestro. Yo me calificaría
más como un profesional.
Fruncí el ceño ante tal provocación.
—Encaja bien en el papel, ¿no es así? Pobre y sin hogar —le devolví el
golpe—. Tal vez, debería guardarse sus aficiones para usted y dejar a mi
hermano en paz.
Hizo una mueca y se inclinó para que solo le escuchara yo.
—Después de su aventura en el estanque, creí que estaría más abierta a
probar cosas nuevas.
Por un momento, comprendí lo que era desear pegar a alguien.
Ben regresó dando saltos.
—¿Estamos listos?
Me volví hacia él.
—¿De qué conoces al señor Winston?
—Acudí al señor Ollerton ayer para pedirle consejo sobre el problema
de plagas. Él me preguntó si Winston podía acompañarme en la tarea. Y,
bueno, una cosa llevó a la otra y aquí estamos.
—Ben, esto no es una buena idea. Este hombre es problemático.
—¿Problemático? —se rio el señor Winston—. Posiblemente, la
descripción más precisa que han hecho de mí hasta ahora.
Mi hermano se unió a su risa, mientras me reprendía con la mirada.
—No es más problemático que yo.
Puse los ojos en blanco.
—Entonces, os dejaré solos.
Ben se quedó boquiabierto y me lanzó una mirada suplicante y
desesperada.
—Pero accediste.
El señor Winston me dirigió una mirada cómplice.
—Ya entiendo —dijo—. Seguro que desea «seguir a Ben en una gran
aventura». ¿No, señorita Newbury?
Abrí la boca de par en par. Había citado, palabra por palabra, el punto
número tres. ¿Había memorizado toda mi lista habiéndola leído una sola
vez? La conmoción se mezcló con la frustración causada por su
provocación. Me crucé de brazos y resoplé.
Él se tapó su creciente sonrisa con una mano.
—Vamos, Ros. Solo una clase —rogó Ben—. El señor Winston puede
enseñarnos a los dos, juntos.
Capítulo 7

E
l pulso me palpitaba en los oídos. ¿Yo? ¿Aprender a pelear? Tenía
unos puños delicados como la porcelana. Tenía que ser una broma.
Solo que nadie se estaba riendo. De hecho, el señor Winston esperaba
mi respuesta con gran curiosidad, como si hubiera una correcta y una
incorrecta y fuera a ser juzgada en consecuencia. Tampoco es que me
importara lo que él pensara de mí.
Pero sí me importaba lo que le podría contar a mi padre.
—¿Es esto algún tipo de prueba? —pregunté, mirando a ambos hombres
—. No voy a participar. No quiero que mi padre se entere de esto —dije, al
tiempo que lanzaba al señor Winston una mirada penetrante.
Retrocedió, como si aquella insinuación le hubiera herido.
—Le aseguro, señorita Newbury, que nuestra lección no la pondrá en
peligro. Sus secretos estarán a salvo conmigo. —Me guiñó un ojo y lanzó
sus mufflers a un lado.
De alguna manera, me sentí menos segura que nunca.
Ben se frotó las manos.
—Primero debe aprender un buen juego de pies. Empezaremos con los
conceptos básicos de la esgrima. —El señor Winston recogió un palo largo
del suelo y me lo tendió. No era muy diferente a los que Ben y yo solíamos
usar para luchar entre nosotros cuando éramos niños. Se encogió de
hombros y dijo:
—Más le vale aceptarlo.
Ben agarró un palo igual que el mío y, antes de que pudiera discutir, dio
unos pasos frente a mí. Se colocó con un pie delante de otro, con el palo en
alto y preparado.
La mirada seria en su rostro, la misma que ponía de niño cuando
realmente creía que empuñaba una espada de verdad, me recordó una época
en la que lo único que me preocupaba era si mamá me permitiría tomar un
segundo postre tras la cena.
Relajé los hombros. Una risa me cosquilleó en la garganta al ver lo serio
que estaba. No quería olvidar jamás esa cara.
—Estás ridículo, Benjamín.
Mi hermano enderezó su postura. Se sonrojó y apretó los labios en una
línea. De repente, saltó sobre mí, apuntándome con el palo al estómago,
pero la distancia que había entre nosotros solo le hizo quedar en ridículo.
—Entonces, veamos tu habilidad, Ros. Si tan por encima estás de la
esgrima, debería resultarte fácil vencerme.
Apreté los labios. No se trataba de que yo estuviera por encima de la
esgrima. Era una dama. Y había ciertas cosas que una dama no debía hacer.
Ben conocía las limitaciones de mi sexo, igual que yo, y su insistencia en
demostrar lo contrario hizo que deseara clavarle el palo en el estómago.
El señor Winston me ofreció el palo.
—Sujételo con fuerza por aquí —dijo, señalando el lugar en el que
habría estado la empuñadura de una espada. El palo era pesado y nudoso.
Palpé con el pulgar un bulto en el lateral.
«Solo una vez. Por Ben, por los recuerdos».
Los intensos ojos marrones del señor Winston se clavaron en los míos.
—Un pie delante y otro detrás. Deslícese hacia delante sobre las
almohadillas de los pies para asestar un golpe. Para retroceder, empiece con
el pie trasero. Mantenga siempre su espada en alto.
—Mi palo, querrá decir. —Me enderecé.
Pero él no se rio.
—Imagine que está acorralada. Que lo que sea que esté buscando, lo
que sea que más desee, se encuentra justo detrás de su oponente. Para
alcanzarlo, para encontrar esa felicidad que busca, debe pasar al otro lado
indemne.
—Esto es una estupidez —dije y clavé el palo en el suelo.
—¿Más estúpido que una lista de cosas que llevar a cabo antes de
casarse? —Lo dijo en voz baja, solo para mí, y al tiempo que me sostenía la
mirada.
—No. —La palabra brotó repentinamente de mis labios y lo fulminé
con la mirada.
—Entonces, demuéstrelo. —Sostuvo las manos en alto a cada lado, una
hacia Ben y otra hacia mí. Luego retrocedió y, con un rápido movimiento,
las bajó.
Mi hermano se deslizó hacia mí, utilizando un elegante juego de pies no
muy diferente al de un baile de salón. Lanzó una estocada con su espada y
el miedo me atravesó el corazón. Me tambaleé hacia atrás, sorprendida por
su intensidad. Solo era un juego, después de todo. Ben no me clavaría una
espada intencionadamente.
—Bien —me dijo el señor Winston. En los labios se le formó
lentamente una sonrisa—. Sus instintos son fuertes. Escuche a sus pies. Le
dirán adónde ir. —Señaló a Ben—. Otra vez.
Mi hermano, cuya atención había estado completamente centrada en el
señor Winston, se volvió hacia mí. Con un pie delante del otro, volvió a
levantar su palo; yo sostuve el mío en alto. Esta vez, no dejaría que se
acercara tanto.
El señor Winston me levantó más el codo y me sobresalté al notar su
tacto.
—Conoce a su hermano. —Me habló al oído para que Ben no pudiera
oírle y tensé la espalda—. ¿Puede anticipar sus movimientos? ¿Adónde
apuntará?
El hombre retrocedió y yo mantuve la mirada fija en Ben todo el
tiempo.
Este avanzó y me miró al cuello.
No se atrevería. ¿No?
Retrocedí, primero un pie y después el otro. Ben embistió con su palo y
sentí un irresistible impulso de moverme hacia un lado. Pero mi hermano
fue demasiado rápido. Se abalanzó sobre mí y yo me encogí en el sitio,
agachándome. Me golpeó el hombro con el palo con fuerza.
—¡Ben! —protesté, frotándome el hombro para aliviar un dolor agudo,
aunque fugaz.
El señor Winston me ofreció la mano y me ayudó a levantarme.
—Debería haberme movido hacia la izquierda —murmuré.
Él sonrió con amabilidad.
—El instinto de autoprotección es potente por una razón. Solo debemos
reeducar su mente para asociar protección con sus capacidades, en lugar de
sus miedos.
Luego se dirigió hacia donde se encontraba Ben. Murmuró una
aprobación y le quitó el palo, para regresar después junto a mí.
Me dio unos golpecitos en la pierna con el palo de Ben.
—Un pie delante del otro —dijo con seriedad—. No necesita aprender
guardias ni esgrima para defenderse a sí misma, pero en el boxeo, y en
cualquier pelea en general, su juego de pies es igual de importante.
—Es una experta bailarina —dijo Ben. Se había alejado más para
apoyarse contra un gran roble. Observaba al señor Winston con interés.
El hombre sonrió y volvió a mirarme.
—Muy bien. Utilicemos esa habilidad. Adelante y atrás, tal como ha
hecho. Debería mover los pies en un «uno-dos». Haga un «uno-dos»,
«uno-dos» en rápida sucesión.
—Estamos llevando el decoro al límite —dije. Había accedido a
entrenar con Ben, no con el señor Winston.
Él se encogió de hombros.
—Solo nos estamos divirtiendo un poco.
¿No era exactamente eso lo que había dicho sobre el hombre a quien le
había roto el brazo? Miré sorprendida a Ben, a los árboles, a cualquiera o
cualquier cosa que entrara en razón.
El señor Winston caminó media docena de pasos frente a mí, se detuvo
y se volvió hacia mí.
—¡En guardia! —gritó Ben, sonriendo estúpidamente para sí.
Coloqué el pie derecho frente al izquierdo.
—Solo levante los brazos con comodidad —dijo el señor Winston—.
Atacaré despacio. Lo hablaremos sobre la marcha.
Tragué saliva. Se me aceleró la respiración y empecé a ponerme tensa.
Miré con nerviosismo a mi hermano. ¿Cómo habían cambiado de lugar él y
el señor Winston tan repentinamente? ¿Y por qué demonios estaba
empuñando un palo el doble de largo que mi brazo?
El señor Winston dio unos lentos pasos hacia mí y, de pronto, me
encontré equilibrando el peso de mi cuerpo entre mis pies, como si tuviera
los músculos listos para actuar de la forma más impropia para una dama.
¿Qué iba a hacer? ¿Golpearle con el palo? ¿Y si le hacía daño? ¿Y si él me
lo hacía a mí?
Él tenía la mirada fija y los labios tensos en una fina línea.
—A la de tres, quiero que dé un paso adelante como hemos hablado y
me golpee —dijo, mientras seguía avanzando—. Uno…
Me quedé paralizada. El corazón me latía con fuerza en el pecho. Nunca
había usado un arma para herir a nadie. Pero, todavía me dolía el hombro
por el golpe que me había dado mi hermano y no permitiría que el señor
Winston se acercara lo suficiente como para que me diera otro.
—Dos… —El señor Winston alzó el palo y yo hice un mohín. Iba a
atacarme y a hacerme daño, y Ben estaba allí plantado, sin hacer nada para
salvarme.
«Golpéale», pensé. «Golpéale fuerte y todo habrá acabado. Los nervios,
el miedo, el desasosiego».
La mano con la que sujetaba el palo me empezó a sudar. Estaba justo
delante de mí.
—Tres.
Cerré los ojos con fuerza, avancé dos pasos y agité el brazo tan fuerte
como pude. La fuerza de mi arma al golpear la suya hizo que me ardiera el
brazo en oleadas y dejé caer el palo.
—Bien hecho —dijo el señor Winston. Su voz sonó firme, como si el
hecho de que le hubiera golpeado con toda la fuerza que poseía no le
hubiera sorprendido ni afectado lo más mínimo.
—He fallado —disentí, mientras me erguía.
—Porque la he bloqueado.
—No creo que deba continuar —dije más para Ben que para el señor
Winston.
—¿Espera ser una experta tras una lección? —se burló el hombre.
Ben vino hacia mí.
—¿Qué dices? Eres fantástica, Ros. No desesperes. El señor Winston
hará que pelees como una profesional en poco tiempo.
Me froté la mano dolorida e inspiré hondo para calmar la frustración
que crecía dentro de mí, a causa de este ridículo deporte. No le daría a ese
hombre algo más de lo que reírse.
—No quiero pelear, Ben.
Mi hermano negó con la cabeza, con los ojos brillantes y alegres.
—Estás aprendiendo la ciencia del boxeo. Tu juego de pies es perfecto.
¿Cómo podía discutir contra esa cara? Esa carita aniñada, inocente y
perfectamente feliz, que había adorado desde que tenía memoria. Una
última aventura. Un paso más cerca de mi objetivo.
—¿Qué es lo siguiente, pues? —pregunté entre dientes—. El sol se
encuentra a media altura y mamá estará esperándome.
El señor Winston volvió a llevarse los brazos detrás de la espalda, como
un verdadero maestro que se dirigía a su estudiante. Pero, en realidad, era
un hombre privado de su herencia y al que habían expulsado de su hogar.
Sin duda, el boxeo no contribuía demasiado al intelecto de un hombre.
El señor Winston se situó directamente frente a mí, a un brazo de
distancia.
—Tras el juego de pies viene pelear.
—Oh, no. —Me reí—. No, no. Simplemente, no puedo. Benjamín, sé
razonable. Soy tu hermana y hay ciertas cosas de las que deberías
protegerme. ¿Podemos dejarlo? Llévame al estanque a cazar ranas. Incluso
cavaré con mis propias manos en busca de gusanos…
—Estoy aquí, por si necesitas protección —dijo Ben con la mano en el
corazón. Tenía los ojos llenos de júbilo.
Este era el motivo. Este era el motivo por el que necesitaba a Liza a mi
lado. Porque siempre sabía cuándo abandonar el barco, incluso cuando su
hermano la miraba con tanta alegría y entusiasmo.
El señor Winston parecía tan complacido al percibir mi incomodidad
como Ben.
—Dígame, señorita Newbury. ¿Qué es lo que hace que se enfade?
Desvié los ojos hacia los suyos.
—Soy una dama, señor Winston. No me enfado.
Él bajó la barbilla.
—¿Es eso cierto?
Pensándolo bien, él era quien hacía que me enfadara. El señor Winston,
con toda su fuerza y orgullo, encarnaba toda la frustración que había
reprimido desde mi compromiso. Era un hombre que pensaba que mi vida
era tan fácil de arreglar como la suya, que, si soltaba unos puñetazos, de
pronto me sentiría plena, completa y satisfecha.
Pero para mí, la definición de satisfacción consistía en un buen
matrimonio. Creía que conocería a un apuesto barón o a un conde que
hubiera recibido el título recientemente y bailaríamos y cenaríamos durante
toda la temporada. Nos habríamos tomado nuestro tiempo y nos habríamos
enamorado. Sin embargo, en lugar de eso, me habían concertado un
matrimonio. Uno bueno, sí. Aunque no era algo que yo hubiera elegido.
Sabía que debería estar agradecida y lo estaba. Pero, cómo anhelaba gritar
de dolor por las experiencias que jamás viviría.
El señor Winston se llevó las manos a la altura de la mandíbula y me
pidió que le golpeara.
—Muéstreme lo que siente.
Cerré los puños por instinto. Nunca había visto un combate en persona,
pero había visto dibujos. Sabía que esos hombres levantaban los puños
frente a ellos, que se inclinaban hacia atrás, a la altura de la cintura, para
protegerse la cabeza.
Así que, levanté la barbilla. Pensé en todas las pequeñas cosas que
adoraba y que tendría que dejar atrás cuando me convirtiera en duquesa. Me
permití estar triste por todas las aventurillas tontas que había vivido con
Liza, mientras mi hermano me perseguía por el campo con algo viscoso en
las manos y mamá me llamaba desde el otro lado del jardín para que
practicara con el pianoforte. Mis hijos no tendrían tales recuerdos. Se
esperaría más de ellos.
En poco tiempo, todo cambiaría. Todo lo que haría sería sonreír de
manera forzada y mantener conversaciones con gente a la que nunca
conocería en realidad. Todo por el legado de mi familia. Por Ben y los
chicos. Para que mis hijos crecieran como miembros acomodados de la alta
sociedad.
Esa era la vida que había escogido.
Éxito. Ascenso. Comodidad.
Entonces, ¿por qué me seguía sintiendo tan intranquila?
¿Por qué no podía lanzar una moneda y eliminar toda preocupación,
toda ansiedad e inseguridad? Cuando una mujer aceptaba un compromiso se
suponía que vivía la mejor época de su vida. En cambio, me sentía como si
me hubieran robado y, de pronto, me daba mucha rabia; algo bastante
impropio de una dama.
Miré al señor Winston a la barbilla. Luego me encontré con su mirada.
Era osada, bajo unas cejas gruesas. Entreabrió los labios carnosos y volví a
fijarme en el corte en la comisura de su labio inferior. Él asintió, como para
alentarme. Me concentré en sus palmas abiertas, apreté los puños e imaginé
toda la frustración saliendo de mí.
Eché el brazo hacia atrás, tensando cada uno de los músculos.
En ese mismo momento, Benjamín resopló.
Mi contrincante bajó las manos mientras le dirigía una sonrisa tonta de
soslayo en el mismo momento en que yo lancé el puño.
Directo a su mandíbula.
Capítulo 8

P
or un momento, no sentí dolor, solo sorpresa, miedo y una punzada de
culpa. Luego llegó el ardor y el dolor en los nudillos.
El señor Winston se llevó la mano a un lado del rostro, que debía
de dolerle más que a mí los nudillos, y se aclaró la garganta.
—Señor Winston, discúlpeme —dije, precipitándome hacia él, sin
aliento. ¿Por qué se había vuelto? ¿Por qué yo no había esperado? ¿Por qué
había bajado las manos?—. Lo siento muchísimo. Le apuntaba a las manos.
Ben se interpuso entre nosotros, al parecer, inseguro de a quién ayudar
primero. Puso la boca en forma de O y miró con ojos tan sorprendidos
como los míos. ¿Qué había hecho?
El púgil estiró la mandíbula y se frotó la mejilla con el pulgar. En sus
ojos se reflejaban un millón de pensamientos.
—¿Cómo está esa mano?
Me quedé detrás de Ben y estiré la mano.
—Bastante bien. ¿Cómo está esa cara?
Volvió a estirar la mandíbula y se frotó el lado izquierdo.
—Tan atractiva como siempre.
Mi hermano contuvo una carcajada, con los ojos brillando como si
estuviera en presencia de alguna especie de héroe.
—Para alguien de su estatura, ha lanzado un buen golpe —dijo el
hombre mirándome de reojo.
Yo me miré la mano.
—¿De verdad? —Sonaba satisfecha, y eso estaba mal—. Quiero decir,
fantástico, entonces. Lo he dominado. Ya hemos terminado.
—Vamos —dijo el señor Winston con un pequeño mohín—. Debe
darme la oportunidad de responder.
Ben se frotó las manos.
—¡Sí! ¡Excelente! ¡Segundo asalto!
—¡Benjamín! —exclamé.
—El sol apenas ha salido. Tenemos mucho tiempo. —Asintió en
dirección al señor Winston, que me dio un par de guantes. Iguales que los
que había llevado él antes. Luego le dio otro par a Ben. No había agujeros
para los dedos, salvo uno para el pulgar. Estaban acolchados y desgastados.
—Mufflers —recordé.
El señor Winston sonrió.
—Ya es toda una boxeadora, señorita Newbury.
Tomé un poco de aire.
—Lo dudo mucho. —Aunque el sudor que me goteaba por la espalda
resultaba de todo menos femenino.
—Los luchadores a puño descubierto a veces utilizan mufflers para
entrenar. Mantendrán esas delicadas manos a salvo. Cierre el puño, por
favor.
Yo retrocedí. Le había dado a Ben aventura más que suficiente para
poder tachar el número tres.
—Benjamín, es tu turno. Ya le has oído. Cierra el puño.
—Ros. —Me insistió. Había empezado a atarse su propio guante—.
Una última vez, lo juro. Le debes mucho al pobre señor Winston después de
haberle dado un puñetazo en la cara.
—Ben —dije entre dientes. Pero no sirvió de nada. Él y el señor
Winston me tenían acorralada como a un zorro en su madriguera. Malditos
hombres. Gracias a Dios, pronto me casaría.
Vacilante, me metí los mufflers debajo del brazo. Le mostré al señor
Winston la mano abierta y luego la cerré con fuerza con el pulgar metido
entre los dedos.
—¿Me permite? —dijo, señalando mi mano.
Miré a Ben, que estaba a unos pasos de mí, luego asentí para darle mi
permiso.
El señor Winston tomó con gentileza mi puño en su mano; la tenía
áspera, suave y cálida al mismo tiempo. El estómago me dio un vuelco y
toda la ira y la frustración que hervían en mi interior se desvanecieron
cuando me rozó los nudillos y el dorso de la mano con los dedos. Me sacó
el pulgar del puño y lo colocó por fuera, rodeándome los demás dedos.
—Ahí. Ahora no se romperá ningún dedo ni se hará daño en el pulgar o
la muñeca. —Su voz sonó ronca y profunda—. Apriete el puño todo lo que
pueda dentro del guante.
Clavó los ojos en los míos y yo asentí, mientras tragaba saliva.
Sentí los mufflers densos y pesados al ponérmelos. También me ayudó a
atármelos bien. Cuando hubo terminado, apenas podía levantar las manos
por lo que pesaban. Luego se dirigió hacia mi hermano y terminó de atarse
los suyos.
Ben levantó las manos frente a él para enfrentarse a un enemigo
invisible.
—Cierre bien los puños —dijo el señor Winston, volviéndose hacia mí
—. Y ahora dele su mejor golpe al saco de cuero, señorita Newbury.
—Esto es ridículo —murmuré.
Ambos hombres me observaban expectantes. Si Liza me encontrara
aquí, se desmayaría al verme las manos metidas en cosas tan varoniles.
Pero, Ben (volví a mirarlo una vez más) parecía más feliz de lo que había
estado en semanas. Su radiante y despreocupada sonrisa era algo que
llevaría conmigo.
De todas formas, ¿tan difícil sería golpear un saco? Extendí el brazo,
empleando toda mi fuerza para alcanzarlo. Pero los mufflers eran demasiado
pesados y el saco más aún. Apenas se balanceó tras el golpe que le di.
—Mmm —hice un mohín, agitando la mano enguantada—. Eso bastará.
El señor Winston y Benjamín se sonrieron el uno al otro, como si
compartieran algún chiste entre ellos.
—Otra vez —dijo en voz alta el señor Winston.
—¿Qué? —Casi me reí—. Es el turno de Benjamín.
Antes de que pudiera pestañear, mi hermano golpeó el saco de cuero
con tal fuerza que osciló como un péndulo.
—Muy bien. Tú ganas —dije sin entusiasmo, dándome la vuelta y
alejándome. Levanté los mufflers, con los cordones hacia arriba. ¿Cómo
demonios iba a quitármelos sin utilizar los dedos?
—Vamos, señorita Newbury. —El señor Winston se puso a mi lado—.
¿No quiere pelear conmigo otra vez?
—¿Con usted? —Solté una risa amarga. Casi consideré quitarme los
cordones con los dientes, antes de estremecerme ante la idea. Sin embargo,
alcé las manos—. Desátemelos, por favor.
—Esto es incluso más divertido de lo que parece en los periódicos —
gritó Benjamín por encima del hombro. El mismo «pa-pa-bum» que había
oído antes reverberó en el saco de cuero mientras él continuaba sin mí.
—Es mucho mejor que sentarse tras un escritorio, ¿no? —El señor
Winston sonrió.
Ben soltó una risa como respuesta.
—Por favor, no le llene la cabeza de fantasías, señor Winston. Él está
agradecido por su herencia y ha trabajado duro para tener éxito.
—Bien —dijo con una sonrisa—. Espero que eso le satisfaga. Al igual
que espero que convertirse en duquesa la satisfaga a usted.
Entorné los ojos. Sus palabras eran amables, pero su tono decía algo
completamente distinto.
—No me cabe duda de que —continuó—, tras verla ayer en el estanque
y esta mañana con su hermano, puede hacer y ser cualquier cosa que desee.
Me invadió una imperante necesidad de defenderme, a mí y a las
decisiones que había tomado.
—Por supuesto.
—Bien. —Se encogió de hombros—. Merece ser feliz.
—Lo soy. —Tensé los hombros, mientras él bajaba los ojos en el
momento preciso para no verlo. Sonrió con suficiencia.
—¿Qué? —solté. Tenía que relajar los músculos—. ¿Por qué sonríe?
—Por nada. —Se encogió de hombros y volvió a mirar a Benjamín—.
Levanta los puños un poco más, Newbury. Eso es. Mantente sobre las bolas
de los pies y pon toda tu fuerza en el brazo derecho.
Esperé, sintiéndome tan frustrada como insegura. Era evidente que tenía
algo que decir. ¿Por qué no lo soltaba?
Me dirigió una mirada de soslayo.
—Parece que quisiera volver a golpearme.
—¿Por qué es siempre tan engreído? Le han echado de su casa. Sin
nada. Ha agraviado a su familia.
—Oh, no siempre soy tan engreído.
—¿No?
—Solo cuando estoy cerca de usted.
Resoplé y entorné los ojos, sin saber si pretendía halagarme o irritarme.
—No puedo imaginar por qué.
Me agarró la mano enguantada y empezó a desatarme los guantes.
—Me equivocaba con usted. No ve su prometedor enlace como un
premio. Está renunciando voluntariamente a sus sueños…
—No estoy… —dije, tratando de rebatir lo que me echaba en cara, pero
me hizo callar con una mirada.
—… aunque honorablemente. Por su familia. Renunciar a un año o dos
para cuidar de sus padres o abuelos enfermos sería una cosa, pero renunciar
al resto de su vida por un matrimonio que no desea, todo por el futuro de su
familia… Eso es abnegación o estupidez.
El aire fresco me envolvió la mano, que tenía sudada cuando me quitó
el guante. Luego me agarró la otra mano. Lo hacía con movimientos
naturales, que le resultaban familiares, pero gentiles. Él era gentil, algo que
resultaba bastante irónico considerando la cantidad de moratones que tenía
en la cara, las cicatrices y la nariz torcida.
De alguna forma, en el transcurso de una ridícula clase de boxeo, se
había preocupado lo suficiente como para descubrir qué era lo que me
inquietaba. Si tenía razón o no, era otra cuestión. No obstante, suavicé la
voz.
—Soy la única que puede traer un título a la familia. Soy la única hija.
—Pero ¿por qué debería sacrificar su felicidad para conseguirlo? —
Habló con pasión, como si hubiera alguna lección que tuviera que aprender.
—¿Quién dice que la sacrificaré? Viviré rodeada de lujo toda mi vida.
—Sí, pero qué es el lujo comparado con… —dijo, deteniéndose a media
frase—. ¿El amor?
Detuvo los dedos sobre el guante que yo llevaba puesto, al tiempo que
me clavaba los ojos en los míos, curiosos, como haciéndome preguntas. De
alguna manera, había confesado mi mayor preocupación y la más profunda
a este hombre sin ningún esfuerzo.
—No lo sé —dije con una sonrisa forzada. Nunca lo sabría.
El señor Winston me quitó el otro guante.
—Y, aun así, renuncia a la oportunidad.
—Nunca dije que tomar esta decisión fuera fácil. —Aunque lo había
hecho bastante rápido. En aquel momento, rodeada por el entusiasmo de
papá por el título y los románticos planes de boda de mamá, ni siquiera me
había parecido que fuera una decisión.
El señor Winston hizo un asentimiento.
—Bueno, es su vida.
—Gracias —¿Gracias? ¿Por qué demonios debía estarle agradecida?
Como si necesitara su aprobación.
—Por curiosidad. —Entrecerró los ojos al mirarme—. ¿Qué estaría
haciendo durante el verano si no hubiera escogido el camino del
matrimonio? Liza me ha contado historias sobre usted, pero, después de
conocerla en persona, me pregunto si son ciertas.
—Señor Winston —empecé a reprenderle. Esto estaba siendo
demasiado informal.
Él se cruzó de brazos.
—Complázcame. Le recuerdo que le salvé la vida. Y, de ahora en
adelante, guardaré sus secretos de verdad. Sin condiciones. Lo prometo.
Levanté una ceja. Esa era toda una promesa. Miré a Ben, que estaba lo
bastante lejos como para no oírnos, por no mencionar que estaba prestando
toda su atención al saco de cuero.
Sí que le debía mucho por salvarme la vida. Y por el puñetazo. Y no
tenía por qué contárselo todo.
—¿Qué haría? —reflexioné, echando la cabeza hacia atrás—. Bueno,
me quedaría aquí. Nunca me ha gustado ningún sitio más de lo que me
gusta nuestra finca. Y me prepararía para mi primera temporada.
—Entonces, desea casarse.
—Sí, por supuesto. Quiero tener mi propia familia.
—¿Aquí? ¿En Ashford? —Desvió la mirada hacia Ben, mostrando
indiferencia, pero tenía la sensación de que mi respuesta le importaba más
de lo que aparentaba.
Pero ¿por qué le importaba?
—Me encantó mi infancia, así que, sí, si pudiera elegir, me establecería
por aquí o en algún lugar similar. Con un esposo tan entregado como mi
padre, pero tan alegre como Ben. Alguien que me amase, que me hiciera
sentir tan cómoda como cuando estoy sola.
—Sin pretensiones —añadió.
—Exacto. —Asentí—. Podría ser dueña de mi tiempo. Hacer visitas con
la frecuencia que yo quisiera. Ayudar a nuestro pueblo o nuestra comunidad
a crecer y prosperar. Esa clase de cosas.
—También necesitará un estanque. —Asintió con la cabeza, casi con
seriedad.
Me llevé un dedo a la comisura de la boca.
—Y un vestidor de playa como los que tienen en Brighton.
Sonrió.
—Muy bien. ¿Alguna mascota?
Dibujé una sonrisa con los labios.
—Unos cuantos sabuesos para mi esposo. Gatos para los ratones de
campo. Y caballos, por supuesto.
—¿Un estudio para pintar?
Al toparme con su mirada, la sonrisa que antes había dibujado se fue
desvaneciendo. ¿Cómo sabía que me encantaba pintar?
—La lista —murmuró. ¿Se le estaban sonrojando las mejillas?—. Dos
de sus puntos eran sobre pintar. Supuse…
—Sí —le interrumpí—. Me encantaría tener un estudio para pintar.
Su mirada volvió a clavarse en la mía, casi tímida, y se pasó una mano
por el pelo.
—Bueno, son unos sueños fantásticos.
—Gracias —dije y, esta vez, de verdad—. Su turno. ¿Por qué está aquí
en realidad?
Se rascó el cuello y, por un momento, me pregunté si respondería.
—Me quedé sin fondos. «Sin nada» —citó mis propias palabras—. Y
mis opciones son buscar un trabajo para el que no estoy cualificado, o bien
irme a casa.
—¿Y por qué no opta por irse a casa?
Entre nosotros aún permanecía el fantasma de mis palabras «expulsado»
y «agravio para su familia». Él desvió la mirada hacia Ben.
—Newbury, extiende completamente el brazo y acompaña el golpe.
Ben se secó la frente con el brazo, jadeante.
—Pues ven y sé un buen profesor. Ros, gracias por esta mañana tan
emocionante. Sin duda, ha sido una última aventura perfecta.
El señor Winston asintió y volvió a mirarme. Se aclaró la garganta.
—Hablaba en serio cuando dije que tiene un talento natural. Si alguna
vez desea practicar…
—No, por supuesto que no. —Fruncí el ceño, a la vez que retrocedía
haciendo aspavientos. Me dedicó una media sonrisa… ¿Decepcionada? E
hizo una inclinación antes de ir corriendo hacia Ben.
—Espero que este recuerdo te dure toda la vida, Ben —grité mientras
recuperaba mi diario y mis guantes del suelo.
Él se rio y yo dejé el «pa-pa-bum» atrás. Justo antes de rodear los
árboles, lancé una última mirada por encima del hombro.
El señor Winston se había puesto mis mufflers (los suyos). Se colocó
frente a Ben y empezó a rodearle, utilizando el mismo juego de pies que nos
había enseñado antes. Todo un boxeador.
Regresé hacia la casa, mientras negaba con la cabeza. ¿Cómo podía un
hombre ser dos personas diferentes? Un caballero al que le importaban las
esperanzas, los sueños y el amor y un boxeador inquietante que solo
buscaba divertirse un poco.
Tal vez no era dos personas. Tal vez, un hombre era quien quería ser y
el otro quien realmente era.
Y, tal vez (miré hacia el cielo, al sol), yo no debería estar pensando en el
señor Winston.
Capítulo 9

D
urante toda la mañana y todas las visitas, me sentí llena de secretos.
¿Me habría visto alguien en el bosque? ¿Habrían pasado por el
sendero y habrían podido ver a través de los árboles?
No, estábamos demasiado lejos, demasiado ocultos.
Estiré la mano, la que había utilizado para golpear al señor Winston. Me
dolía el antebrazo, y los nudillos, aunque los había llevado protegidos por el
guante, me hormigueaban y me dolían.
—¿Por qué has dejado de tocar? —preguntó mamá, levantando la vista
de su escritorio, situado en la esquina del salón.
Volví a acomodarme con los dedos a las teclas del pianoforte para tocar
un acorde del final de Fantasía n.º 3 en Re menor de Mozart, deslizándolos
con una precisión natural.
Pero, antes de que pudiera terminar la canción, mamá se levantó,
agitando su hoja.
—Bien hecho. No he detectado ningún fallo, Rosalind. Creo que estás
lista.
«¿Lista?». Pero si había calculado mal y tocado un acorde desafinado
justo al final.
—Yo no diría eso, ni mucho menos.
Mamá soltó la hoja y se acercó al pianoforte, seguida por su vestido
abierto de flores rojas. Se hizo con las partituras y las organizó.
—Una pieza perfecta. Marlow quedará complacido. Al igual que su
madre, la duquesa, estoy segura.
Sus cumplidos se mezclaron con aquella misma extraña sensación de
inquietud que tenía en el estómago. Me senté en el taburete con las manos
en el regazo.
—Y, ahora —dijo mamá, analizándome como una profesora que
examinaba a su estudiante—, ¿has ensayado una interpretación vocal?
—No —dije con cara amarga. Podía cantar, pero hacerlo me gustaba
tanto como padecer dolor de cabeza. Prefería tocar. Y mamá lo sabía.
—¿Necesitas mi ayuda para escoger una canción? —Su tensa sonrisa no
daba mucha opción a discutir el asunto. Quería protestar y dejarme caer
sobre las teclas, pero había trabajado mucho en mi postura durante todo el
día. No decaería ahora.
Pero, sinceramente, ¿era necesario tanto perfeccionamiento? ¿No sería
la misma persona con Marlow que era ahora?
—En realidad, sé qué canción quiero. —Ladeé la cabeza y sonreí con
inocencia—. ¿Qué tal The Irishman?
Mamá prácticamente se estremeció y se agarró el cuello como para
protegerse.
—Estoy intentando ayudarte para que te prepares. En cuanto ellos te
oigan tocar, esperarán oírte cantar, y no puedes cantar The Irishman delante
de Su Excelencia y esperar que todos lo aprueben.
Apreté los labios para no reírme por el miedo que se reflejaba en su
rostro de manera evidente.
—¿Qué quieres que prepare, entonces?
Se relajó un poco.
—Un aria italiana. De una ópera.
Probablemente, ella ya habría escogido la pieza.
—Mamá, sabes que no soporto la ópera. Si Marlow desea oírme cantar,
podrá hacerlo en la privacidad de nuestra sala de estar cuando estemos
casados.
—Rosalind —dijo mi nombre completo a modo de advertencia—.
Fuiste bendecida con una hermosa voz para cantar. Ve a la biblioteca,
escoge un aria y practica.
—Ya he visto lo que tenemos.
—Entonces, la decisión debería ser más fácil.
Nos miramos la una a la otra. En cualquier otro momento, me
mantendría firme. Pero tenía mejores modales de los que claramente ella
pensaba y nuestro tiempo juntas corría como la arena de un reloj. Quería
complacerla. Sin embargo, no quería cantar.
—¿No puedo pintarle un aria? —pregunté al final.
Pobre mamá, parecía que los nervios le iban a estallar y a salirle por los
oídos.
—Rosalind.
Levanté las manos en señal de rendición.
—Muy bien. Escogeré un aria. Pero no por Marlow. Por ti, querida
mamá.
Pareció que entonces sí se relajó por completo.
—Gracias.
Me levanté del pianoforte, deseando poder escapar de casa, como
siempre solía hacer después de las visitas. Entonces, se me ocurrió una idea
fantástica.
—Pero, lo cierto es que conozco cada obra de nuestra biblioteca.
Mamá me miró fijamente.
—Seguro que Liza ha vuelto a casa con algo nuevo de Londres. Tal vez,
¿podría pedirle algo prestado y sorprenderte?
Mi acto inocente no le pasó desapercibido.
—Eso requeriría una visita a los Ollerton. Mira qué bien.
—El duque merece lo mejor —dije muy seria.
Mamá entrecerró los ojos, probablemente tratando de decidir si creerme
o no.
—Hoy has trabajado duro. Pero los estándares de la aristocracia son
difíciles de alcanzar. Debemos seguir trabajando así el poco tiempo que nos
queda. De modo que —dijo, y se aclaró la garganta—, vuelve a tiempo para
practicar antes de vestirte para la cena. Si no oigo tu voz desde las escaleras
a las cinco y media, Rosalind…
Sonreí.
—¡Gracias, mamá! —La cabeza me daba tantas vueltas que tuve que
orientarme antes de dirigirme a toda prisa hacia la puerta.
Ella continuó:
—No olvides el aria. Italiana. Apposito!
Salí por la puerta, medio corriendo hacia el jardín trasero, antes de que
mi madre pudiera detenerme.

Unas figuras se movían sobre la hierba, amplia y cuidada, que se extendía


frente a Ivy Manor. Una mujer, con un fino vestido amarillo flotando en el
viento, se encontraba frente a un caballero con un sombrero de paja.
Cuando me acerqué, ambos se volvieron hacia mí.
—¿Ros? —El viento trajo consigo el entusiasmo de Liza y apreté el
paso.
Volver a ver al señor Winston tan pronto hizo que sintiera un revoloteo
en el estómago. Iba vestido de un modo más formal esa misma mañana,
tenía el cabello arreglado y hacía girar un palo en la mano. Mi visión se
agudizo cuando di unos pasos más y divisé un cabezal alargado al final del
bastón. Sostenía un mazo de palamallo.
—Liza —grité, abriendo los brazos mientras me acercaba—. ¡Has
salido!
Ella me abrazó y luego asintió malhumorada hacia el señor Winston,
que tomó una pelota de madera y la lanzó.
—Charlie se ha estado quejando toda la tarde de lo terriblemente
aburrido que está en casa. Por eso estamos aquí fuera, a la luz del sol.
Desvié mi atención hacia él y me saludó con una pequeña inclinación.
Me resultó familiar, pero, de alguna manera, aún extraño.
Me crucé de brazos y negué con la cabeza.
—Si tan solo hubiera algo importante en lo que pudiera invertir su
tiempo… —Alcé las cejas. Aunque, sin darse cuenta, ya me había ayudado
con dos puntos de mi lista—. No me extraña que esté tan aburrido con un
programa tan deprimente.
A Liza le brillaron los ojos, aquello le divertía.
—No le provoques, Ros. Solo lleva despierto unas horas.
El señor Winston adoptó una actitud engreída.
—Me gusta dormir hasta tarde —dijo, luego analizó mi expresión para
ver mi reacción.
¡Oh, por si revelaba su secreto! Qué placentero sería. Qué divertido.
Pero me saldría demasiado caro y él lo sabía.
—Papá desenterró su viejo equipo de palamallo. Hemos pensado que
podríamos jugar. ¿Te unes? —preguntó Liza.
—En realidad, el palamallo solo es para dos jugadores. O equipos. —El
señor Winston puso cara de pena; una cara que en realidad no parecía nada
de pena, y luego se encogió de hombros—. Aunque puede seguirnos y
verme jugar.
Liza le dio una palmadita.
—Déjala en paz, Charlie.
—Me temo que tener audiencia le resultaría demasiado placentero —
repliqué, y él se rio, acercándose tanto que nuestros rostros quedaron tan
próximos como habían estado mientras boxeábamos. Pero sus cicatrices,
sus moratones y su barba descuidada ya casi no me intimidaban.
Él no retrocedió. En lugar de eso, se acercó un paso más.
—¿Y qué le trae por aquí, señorita Newbury? Pensaba que era una
persona más madrugadora.
Alcé la barbilla. No pensaba reaccionar a sus provocaciones.
—En realidad, he venido por un recado. Mamá desea que prepare un
aria de una ópera italiana para el duque y me preguntaba si Liza podría
tener algo nuevo que pudiera gustarme.
—¡Ros! —intervino Liza con los ojos abiertos como platos—. ¿Te has
enterado? Las sesiones de ópera empiezan mañana. ¡Nuestro palco está
pidiendo a gritos que lo utilicemos!
Fruncí el ceño. Ella sabía…
—Sé que odias la ópera, la detestas, pero si pudiéramos convencer a
Charlie… —susurró a voz en grito—. La música será preciosa. Podríamos
salir una noche, ¡y las cosas volverían a ser como antes!
El señor Winston parpadeó y desvió los ojos hacia los míos.
—No.
Liza se desinfló.
—Eres un desgraciado, Charles Winston. —Luego se volvió hacia mí
con un suspiro—. Tengo un aria nueva que es preciosa, Ros. Te la enviaré.
—Perfecto. ¿Palamallo? —El señor Winston irradiaba alegría mientras
lanzaba su bola. A varios pasos de distancia, se encontraba un alto arco de
metal.
—Sí, gracias —dije, extendí el brazo y le arrebaté el mazo y luego su
bola de madera. Caminé tranquilamente por la hierba, hacia el arco de
metal, y luego la solté.
Liza venía detrás de mí.
—Ven y observa, Charlie. Puedes jugar contra la ganadora.
—¿Qué vaya y observe a dos distinguidas damas dar cincuenta golpes
para llegar al arco? —No parecía que eso le interesara mucho.
—Puedo hacerlo en cuatro —dije, calibrando mi swing—. Fácilmente.
—No podía ser tan difícil.
—Yo optaré por seis golpes. —Liza entrecerró un ojo—. No… siete.
Su primo se rio.
—Lo juro, si alguna de vosotras cumple su objetivo, os daré a ambas lo
que queráis.
Liza se entusiasmó.
—¿La ópera?
¿Mi lista?
Miré por encima del hombro. El señor Winston se encontraba a unos
pasos de distancia. Se quitó el sombrero de paja y se ahuecó el pelo antes de
volver a ponérselo.
—Le tomo la palabra —dije con dulzura. Luego me volví y tracé una
línea imaginaria desde donde se encontraba la bola sobre la hierba hasta el
arco de metal. Necesitaría un primer golpe fuerte, con suficiente control
para enviarla directamente adonde quería. Cerré los dedos con fuerza en
torno al mazo. Como por instinto, me volví hacia un lado para darme
espacio suficiente para golpear.
—Con calma, Ros —susurró Liza—. Con calma.
Retrocedí lentamente. Era como si los músculos ya supieran qué tenían
que hacer, pues me tensé, concentrada en ese sendero invisible que había
dibujado en mi mente.
Un swing de prueba, para comprobar la trayectoria, y luego otro. El
señor Winston se rio y yo me volví para mirarle con disgusto.
Volví a concentrarme, eché el mazo hacia atrás y, con un zumbido, lo
balanceé y la bola salió volando por la hierba. Aterrizó y rebotó una y otra
vez, rodando un poco hacia la izquierda, pero, para mi sorpresa y sin que
pudiera creérmelo, se detuvo a medio camino del arco.
Liza abrió la boca de par en par. Entonces me di cuenta de que yo
también la había abierto.
—Dios santo —dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que jugaste?
—Sinceramente, no lo recuerdo —admití—. ¿Cuándo era niña? ¿Con
Ben?
—Bien hecho —dijo el señor Winston, observando aún en la distancia.
Mi amiga se colocó en mi sitio. Y, tras prepararse de un modo similar,
lanzó su bola casi a medio camino del arco. Saltó y gritó de alegría antes de
aclararse la garganta y alisarse la falda.
—Esto es bastante estimulante.
Nos dimos un apretón de manos cuando pasé junto a ella mientras me
dirigía hacia donde me esperaba mi bola. Mis acompañantes me siguieron
de cerca. Necesitaba un buen golpe para garantizar que dos más fueran
suficientes para que la bola atravesara el arco en cuatro golpes en total.
Entonces, el señor Winston no tendría más remedio que acompañarme en
las aventuras que figuraban en mi lista. ¡Y eso incluiría a Liza!
Me agaché, midiendo la misma línea invisible con un ojo. Este golpe
precisaría mucha menos fuerza.
—Cuidado, señorita Newbury. Debe moderar sus golpes.
—¿Domina el palamallo tanto como el boxeo, señor Winston? —
pregunté, al tiempo que hacía como si no me importara, levantándome con
tanta seguridad como pude. Tenía esta partida casi ganada.
La bola hizo un «pop» después de que la golpeara con el mazo.
Pero fue demasiado fuerte. Lo hice con demasiada energía. ¡Demasiado
rápido! Pasó volando por encima del arco y continuó rodando. Dejé caer el
mazo y me cubrí el rostro con las manos.
—Noooo —gemí mientras me acuclillaba—. No.
—Oh, Ros. Qué mala suerte. —Liza me frotó la espalda. Se había
acabado. Había perdido. No podría recuperarme de un golpe tan malo
cuando solo me quedaban dos más.
El señor Winston se colocó junto a mí.
—Intentaba decir…
Me levanté y le apunté con el dedo.
—Usted me distrajo a propósito.
El hombre retrocedió un poco y soltó una carcajada.
—¿Por qué iba yo a hacer tal cosa?
—Tal vez, aún puedas recuperarte y vencerme —dijo Liza mientras
hacía avanzar su bola unos pasos más hacia el arco. Pero vencer a mi amiga
no me serviría para ganar lo que quería.
—Usted sabía que, si ganaba, le pediría ayuda con mi lista —le dije al
señor Winston en un susurro.
Vi cómo un músculo le palpitó en la mandíbula.
—Esa lista…
Entonces llegó Liza.
—¿Empezamos una partida nueva? Creo que ya lo tengo dominado.
—Mi lista —le corregí. Me tragué la bola de emoción que tenía en la
garganta—. Sé que mi amiga me ayudaría, pero, por alguna razón que no
alcanzo a entender, no quiere dejarlo solo.
El hombre cambió el peso a un lado. Luego al otro.
—¿De verdad cree que hacer todas esas cosas de su lista le ayudará a
seguir adelante con su futuro? —dijo, clavando los ojos en los míos.
Pensé en la tía Alice, en su alegría al bajar los escalones de la iglesia del
brazo del tío Marvin. Yo quería esa felicidad.
—Lo creo.
Se pasó una mano por el rostro y miró al horizonte, con lo que imaginé
que sería arrepentimiento anticipado.
—Muy bien. Llevará la lista encima, supongo.
Me quedé paralizada.
—Sí, pero…
—Démela. Debo tener una copia si voy a participar en esto.
—¿La lista? —Liza nos miró y me pregunté si yo también lo había
entendido mal.
—No he ganado al palamallo —le recordé—. ¿Por qué iba usted a
ayudarme?
Posó los ojos en los míos. Luego me miró durante un rato, pensativo, lo
que hizo que conectáramos por un segundo.
—Porque no se debería forzar a nadie a apostar por una vida para la que
no está preparado.
Sus palabras penetraron en mí como el té caliente, arremolinándose e
instalándose en mi corazón.
—No —coincidí—. No se debería.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó y dio una palmada que agitó el
aire entre nosotros— ¿De qué nuevo peligro tendré que salvarla?
Solté un suspiro.
—A partir de ahora, tendrá que ser serio, señor Winston. En todo
momento.
El hombre asintió, moderando la sonrisa.
—Esta lista no es el remedio para su aburrimiento.
—No, de hecho, no lo es.
—Para que esto funcione, necesitamos reglas.
Bajó el mentón.
—¿Cómo cuáles?
—No puede reírse de mí.
—Palabra de honor.
—Ni tratar de cambiar mis deseos.
—¿Cuando ya están tan perfectamente enumerados?
Le lancé una mirada feroz y él sonrió con inocencia. Me reprimí para no
replicarle y saqué la lista de debajo de la cinta de la cinturilla.
—De acuerdo, entonces. —Se la di—. Cópiela.
Asintió una vez y empezó a desdoblar el papel.
—Si vamos a llevar a cabo ocho… Disculpe. —Se aclaró la garganta y
dirigió una mirada vacilante a Liza, que no tenía ni idea de que ya había
tachado dos números de mi lista—. Diez de los puntos, deberíamos trazar
un plan. —Recorrió la lista con los ojos y luego la dobló por la mitad—.
¿Tengo su permiso para meditar acerca de alguno de los puntos?
Parpadeé sorprendida. No había esperado que él meditara nada.
—Eso suena… práctico.
—No estoy muy segura de que esto sea una buena idea —dijo Liza en
voz baja entre nosotros.
Yo tampoco. Pero por fin tenía todo lo que quería, todo lo que
necesitaba para lograr mi objetivo.
Ya no había vuelta atrás.
Capítulo 10

J
usto antes de irme a la cama, Molly me trajo una nota de mi amiga
bastante voluminosa.

¡Ópera mañana! (Charlie ha accedido a venir. ¿Te lo


puedes creer?). Te recogeremos a las ocho de la tarde. Dime
si te gusta esta aria. Si no, te enviaré otra.

Me senté sobre la colcha blanca bordada con flores y adornos blancos, y


separé los papeles en tres montones: su carta, mi lista —el señor Winston ya
me la había devuelto— y el aria italiana. Guardé esta última para el día
siguiente. Doble sesión de ópera mañana. La verdad, no podía quejarme,
pues mi deseo se había cumplido y, con él, también el de Liza.
Oh, pero la ópera… Gruñí. Me gustaba la música y el canto, en general,
pero pasarse horas bajo un vibrato fuerte y constante pasaba factura a
cualquiera.
Por otra parte, el señor Winston estaría allí. Aunque, ¿qué señor
Winston? ¿El boxeador engreído o el amable caballero? A pesar de todo,
me había devuelto a Liza y había prometido ayudarme con mi lista. Ahora
mismo, aceptaría toda la ayuda que pudiera conseguir.
Continué leyendo el final de la carta de mi amiga.

Además, Charlie ha estado todo el día con la nariz metida


en tu lista. Está tan entregado y se lo ha tomado tan en serio,
que apenas lo reconozco. Para bien o para mal, se le están
ocurriendo ideas y le gustaría estar preparado. Ha pedido
que tengas la amabilidad de enviarle tu acuarela favorita a
primera hora de la mañana para que pueda decidir cuál es la
mejor forma de proceder.

Con cariño,
L.

¿Mi acuarela favorita? Estaba pensando en el número cuatro.


La cabeza me dio vueltas al pensar en la posibilidad de ver mi pintura
expuesta en algún lugar para que cualquiera pudiera verla. Había escrito el
número cuatro porque me encantaba pintar, no necesariamente porque
quisiera que se me reconociera por mi talento. Pero tener una obra expuesta
me parecía el culmen del éxito en ese campo. Y quería triunfar como artista.
Supe de inmediato qué pintura quería compartir. Bajé de un salto de la
cama y saqué una caja rectangular plana de debajo de ella. Abrí los dos
cierres y levanté la tapa, revelando páginas de mis bocetos y acuarelas
favoritas que había guardado de mis clases. Al hojear las primeras diez
imágenes, la encontré: mi acuarela favorita, la de la arboleda. Conocía ese
lugar mejor que nadie en la finca. Liza y yo habíamos recogido flores allí,
nos habíamos escondido tardes enteras y habíamos trepado a los árboles a
medida que crecían.
Los árboles enmarcaban la pintura, como si el espectador estuviera
caminando por la arboleda, con la luz del sol filtrándose a través de las
hojas. Verdes, marrones, amarillos y motas de azul y naranja llenaban el
papel, creando casi un efecto túnel. Era, en mi opinión, mi mejor trabajo.
Podía mirar esa acuarela, cerrar los ojos y sentir que estaba allí.
Volví a meter la caja bajo la cama y enrollé la acuarela. Luego la até con
tres cordeles, uno en cada extremo y otro en medio.
Encontré un papel en mi escritorio y saqué tinta y una pluma. Mojé la
pluma y empecé a escribir.

Liza:
Confío en que mantendrás esta acuarela a salvo. Me
pregunto qué estará tramando tu primo. ¿Alguna pista? Os
veré mañana a las ocho de la tarde.

Ros

Cuando la tinta se secó, le di la carta y la acuarela a Molly para que la


entregara por la mañana y apagué las velas.

Al día siguiente, me concentré en aprenderme la canción, recibir visitas y


elaborar el menú perfecto para cuando llegara Marlow. En un segundo se
había hecho la hora de vestirme para la cena. Escogí un vestido sari
esmeralda y dorado y le pedí a Molly que me arreglara el cabello con una
cinta a juego.
Solo había dos problemas: no había sabido nada de Liza y aún tenía que
informar a mamá de mis planes.
—Estás preciosa esta noche —dijo ella, con un suspiro feliz, mientras
bajaba para cenar—. La barbilla alta, Ros.
Papá y Benjamín estaban esperándome cuando entré en el salón, con
mamá a la zaga. Mi padre me hizo señas para que me acercara.
—He recibido una carta de Su Excelencia, Rosalind. Supongo que
querrás oír lo que dice tu prometido.
Abracé a mi padre por el cuello y le besé la mejilla.
—Si quiere más tierras, dile que no.
Papá se rio.
—Las negociaciones no son algo de lo que tú debas preocuparte —dijo,
y yo fruncí los labios—. El duque ha escrito para preguntar qué joya te
gusta más. Creo que pretende comprarte un regalo de boda antes de
regresar.
Abrí los ojos de par en par.
—¿Una joya? Parece extravagante. —En realidad, como el señor
Winston había señalado prudentemente, apenas conocía al duque.
Papá sonrió, analizando el color de mi vestido de noche.
—¿Le sugiero una esmeralda?
Casi no podía ni imaginarme recibiendo un regalo tan lujoso. Era
demasiado generoso. ¿Cómo podría agradecérselo?
—Una esmeralda estaría muy bien. ¿Ha dicho Marlow algo más?
—¿Sobre ti? No. —Benjamín entrecerró los ojos—. Sobre la tierra…
Yo resoplé y extendí el brazo para darle un capirotazo a mi hermano,
pero papá me agarró la mano y nos miró a ambos de un modo que hizo que
nos calláramos.
—Solo que espera llegar el tercer lunes del mes, es decir —inclinó la
cabeza—, dentro de once días, con la duquesa.
—Aun así, podría llegar un día o dos antes —dijo mamá—. Los
hombres siempre sobreestiman sus horarios.
Me hundí en la silla de color marfil frente a mi padre.
—Antes de que empecemos, he olvidado deciros algo, he prometido
acompañar a Liza a la ópera esta noche, después de cenar.
Mamá juntó las cejas.
—No nos has pedido permiso.
—Quiere ir a la ópera, Charlotte. Y con los Ollerton. —Papá me miró
—. ¿Confío en que llevaréis carabina?
—Sí, papá —respondí.
—Menos mal que no soy yo —dijo Benjamín. Me pregunté si lo decía
en serio. ¿Le habría gustado que Liza lo invitara? Ni a ella ni a mí nos había
parecido nunca que fuera necesario, pero mi hermanito se estaba haciendo
mayor.
—Necesita descansar, Frederick —dijo mamá, parecía inquieta.
Papá le dirigió una mirada exasperada.
—Deja que vaya a la ópera por última vez, ahora que todavía no tiene
las obligaciones sociales de una duquesa.
Se me revolvió el estómago. No lo había visto así. Como duquesa, todos
los ojos estarían centrados en mí. Me sentaría en un palco y recibiría visitas,
y una mirada equivocada podría tomarse como un desaire. Cada uno de mis
movimientos sería calculado y evaluado. Sería agotador.
Nuestro mayordomo, el señor Norris, se encontraba en la puerta.
—Señorita Newbury, la cena está lista.
Mamá levantó la barbilla, expectante. Habíamos estado jugando a este
juego durante semanas: yo, dirigiendo la casa como si fuera la dueña. Me
levanté de mi asiento y me arreglé el vestido. Luego me aclaré la garganta y
sonreí, como de costumbre.
—Mamá, papá, Benjamín… ¿empezamos?
Capítulo 11

L
os cascos de los caballos resonaron en el camino justo cuando el
sirviente cruzaba la entrada para abrir la puerta. El señor Norris me
pasó mi chal y mamá, a pesar de tener el ceño fruncido, me pellizcó
las mejillas y me acompañó fuera del salón.
—Sin duda, siendo tu compromiso todavía tan reciente, toda la sociedad
se va a fijar en ti. Mantén el mentón alto y la sonrisa puesta.
—Sí, mamá. —Miré en la oscuridad, con el corazón retumbando como
un tambor. Así era exactamente cómo había imaginado que pasaría el
verano: Liza y yo saliendo al mundo juntas. El carruaje se detuvo. Gracias a
la tenue luz proporcionada por los faroles y la luna, distinguí al señor
Winston cuando descendía, luego vi a un sirviente colocando la escalerilla
para que bajara Liza.
Me fijé en la casaca marrón elegantemente confeccionada del señor
Winston, en el precioso pañuelo azul de lunares que llevaba y en las
modernas y brillantes botas hessianas que calzaba. Pero no fue hasta que
bajé las escaleras y llegué al camino de gravilla, mientras observaba al
señor Winston dirigirse hacia mí, cuando le vi la cara realmente.
Se había cortado el pelo y se lo había peinado hacia atrás. Tenía la
mandíbula cuadrada, los labios carnosos e iba perfectamente afeitado. O
bien las sombras jugaban a su favor o los moratones que tenía habían
mejorado mucho. De hecho, por primera vez desde que nos conocimos, me
pareció todo un caballero.
—Buenas noches, señorita Newbury —dijo con voz gentil, con la
mirada clavada en la mía. Hizo una reverencia tan amplia que me sentí
como si ya hubiera reclamado mi título. Apenas pude doblar las piernas
para devolverle el saludo.
Dios santo. ¿Era este hombre el mismo tipo rudo de la arboleda?
Liza saludó a mamá con una reverencia.
—Señora Newbury, ¿me permite que le presente a mi primo, el señor
Charles Winston, de cuya compañía disfrutaremos durante unas semanas
más?
Si mamá cuestionó a nuestra carabina para la noche o desaprobó de
algún modo al señor Winston, no lo demostró.
—Es un honor conocerla, señora Newbury —dijo el señor Winston con
otra reverencia.
Mamá sonrió con tanta elegancia como siempre.
—Es un placer. —Lo miró, asintiendo—. Confío en que mantendrá a
estas dos damas bien acompañadas.
—Ellas son mi prioridad esta noche.
Ese hombre sabía cómo adular a una madre, de eso no me cabía duda.
—¿Vamos? —pregunté.
Él me ofreció el brazo y miró asintiendo a alguien detrás de mí. Miré
por encima del hombro, hacia donde se encontraba Benjamín. Mi hermano
asintió en respuesta.
—¿Cómo está esa mano? —preguntó el señor Winston mientras nos
dirigíamos al carruaje. Me resultaba extraño pensar que el caballero que me
acompañaba era el mismo que me había enseñado a pelear en la arboleda. A
veces había siquiera vislumbrado esta otra cara suya pero ¿esto? Este era el
hombre que había de verdad bajo todo aquello.
—Mejor —logré decir, mientras le lanzaba otra mirada furtiva—. Le
veo… limpio.
—Gracias —dijo con una carcajada—. Afeitarse no ha sido tan doloroso
como creí que sería. Tal vez me mire algún curioso pero, en general, creo
que la cara se me está curando bien.
—Quizá se integre, después de todo.
—Lo crea o no, soy capaz de hacerlo. —Me ofreció la mano y una
mirada divertida, tras lo cual me ayudó a entrar en el carruaje. Después le
tendió la mano a Liza y esta entró detrás de mí.
—Casi no me lo podía creer esta mañana cuando me desperté y me
econtré con Charlie completamente vestido y afeitado y listo para
arrepentirse de su mala conducta. ¿Qué has hecho para que se emocionara
tanto con tu lista? —preguntó, tras lo cual, entrecerró los ojos al ver que su
primo entraba en el carruaje.
—No tengo la menor idea —repuse.
—Ha estado cuidando de tu acuarela como una madre a sus cachorros.
Vi un largo cilindro en el carruaje. ¿Mi acuarela? ¿Qué hacía aquí?
Nadie había dicho nada de que la necesitáramos esta noche.
—¿Estás nerviosa? —preguntó mi amiga mientras se acercaba.
El señor Winston se sentó frente a nosotras y colocó una mano sobre la
carcasa cilíndrica.
Jugueteé con los dedos de los guantes. Me daba la sensación de que, al
igual que mi hermano aquella mañana en la arboleda, me estaban ocultando
los detalles más importantes de esta salida.
—¿Por qué debería estar nerviosa?
Un sirviente cerró la puerta del carruaje y el señor Winston dio dos
golpecitos en el techo, antes de acomodarse contra la pared acolchada de
color marrón topo.
—Ese es el espíritu. Entraremos y saldremos antes de que nadie se dé
cuenta y luego podremos hacer lo que nos plazca.
Levanté una ceja y Liza frunció el ceño. Fuera lo que fuese lo que su
primo había planeado, lo había hecho solo.
—No lo entiendo. ¿Por qué trae la acuarela a la ópera?
Apenas pude distinguir su media sonrisa bajo la tenue luz.
—Se la voy a prestar al teatro de ópera.
Me erguí, tanto que casi me dolía, mientras el aire del carruaje se volvía
tan viciado como el de un establo.
—No sabía que la ópera aceptara en préstamo obras de aficionados —
musitó Liza, inclinando la cabeza—. ¿Con quién has hablado?
—Nunca han querido obras de aficionados —dije. Si había algo que
apreciaba de la ópera eran sus obras de arte.
El señor Winston nos miró inquisitivamente a ambas, sin responder a la
pregunta de Liza ni aceptar la culpa por meternos en la proverbial boca del
lobo.
—Le hice una promesa —dijo, volviéndose hacia mí—. Y después de
revisar su lista, pensé que este punto era uno de los que más le costaría
llevar a cabo sola. No puede venderse a sí misma como una artista ni puede
regalar una obra de arte y esperar que el destinatario la exponga al público.
Mi plan es lo mejor que tiene.
Me crucé de brazos.
—¿Cuál es exactamente su plan?
—Si se lo digo ahora, ninguna de las dos seguirá con esto. Pero le
aseguro que pasaremos completamente inadvertidos entre el gentío. No os
ocurrirá nada a ninguna de las dos. Y al final de la noche, la señorita
Newbury habrá tachado el tercer punto de su lista.
Liza se echó hacia atrás.
—¿El tercero? ¿Qué me he perdido?
Miré al señor Winston, que gesticuló un «lo siento» con una mueca
fingida y se recostó, demasiado feliz para defenderse. Él sabía que no
podíamos contarle a Liza esos detalles.
Me aclaré la garganta, evitando su mirada, y dije con fingida
indiferencia:
—Los números uno y cinco de mi lista.
Ella esperó, observándome con creciente impaciencia.
—¿Cuáles son?
Quería quitarle al señor Winston esa mirada feliz de la cara de una
bofetada. Forcé una risa y agité una mano con despreocupación.
—Para el número cinco, seguí a Benjamín en una estúpida aventura, y
el otro apenas tiene importancia, en serio. Es una tontería. Me di un baño
rápido en el estanque.
—Donde casi se ahogó —añadió el primo de Liza—. Yo le salvé la
vida.
Le lancé una mirada furiosa. Cada intento por su parte de limpiar su
nombre me condenaba.
A Liza le subía y bajaba el pecho. Se quedó boquiabierta mirando a su
primo y luego se puso pálida.
—¿Que hiciste qué?

Me pasé la mayor parte del trayecto convenciendo a mi amiga de que no


volvería a intentar nadar, de que no volvería a arriesgar la vida haciendo
sola ninguna otra cosa de la lista. Ni siquiera escribir en mi diario.
También le prometí mantener al señor Winston a raya y asumir la culpa
que fuera necesaria si algo salía mal al final.
Cuando entramos en el camino semicircular donde esperaban los
carruajes y las diligencias, me había quedado sin aliento. Liza tenía los ojos
cerrados mientras inspiraba hondo por la nariz para calmarse, sin dejar de
murmurar sobre cómo su mejor amiga había estado a punto de ahogarse. De
alguna forma, su primo había salido completamente indemne, a pesar de ser
el cerebro que estaba tras esta desastrosa velada.
Cómo planeaba llevar a cabo una hazaña tal como colgar la obra de un
artista anónimo en la ópera, era algo que seguía siendo un misterio. Pero,
aquí estábamos. Y él tenía razón. ¿Qué otra oportunidad tendría?
Nuestros caballos redujeron el paso y el carruaje rodó con suavidad
hacia el grandioso edificio que tenía seis columnas alineadas en la fachada.
La ópera. El corazón se me aceleró. Casi habíamos llegado.
—¿Qué la inspiró? —preguntó el señor Winston. Sus palabras
atravesaron la inminente oscuridad y la audible respiración de Liza.
Sostenía el cilindro en el que se guardaba mi acuarela en las manos—.
Cuando pintó esto.
Me removí en mi sitio, tirando de mi falda con nerviosismo.
—La arboleda que separa la finca de mi padre de Ivy Manor… Pero,
por supuesto, usted la conoce bien. Allí crece cada año una franja de flores
silvestres. En verano se ven algunas aquí y allá, pero en primavera hay
cientos de ellas.
Mi amiga se removió en su asiento, pero no me atreví a mirarla y ver
cómo reaccionaba.
—Liza y yo solíamos hacer coronas con las flores. La arboleda era un
refugio para nosotras cuando éramos niñas. Podíamos escondernos allí
durante horas.
—De nuestras institutrices, para ser más exactos —dijo Liza, que seguía
mirando por la ventana—. La mía era una diabólica tirana destroza sueños.
¿Recuerdas las cejas que tenía, Ros?
—¿Querrás decir «la ceja»? —No pude evitar reírme. Mi propia
institutriz había sido igual de espantosa. Una vez se le ocurrió atarme una
tablilla al cuello para que se me clavara en la parte baja de la barbilla si
descuidaba la posición correcta mientras tomaba el té.
Sacudí la cabeza al recordarlo y luego volví a señalar el cilindro.
—Me encantan esas margaritas blancas y nomeolvides azules. Supongo
que quería inmortalizar ese sentimiento de libertad y la ingenua esperanza
de que uno puede olvidarse de las responsabilidades por un tiempo.
—Yo no creo que eso sea ninguna ingenuidad —dijo el señor Winston.
—Por supuesto que lo es. No se puede huir de la vida.
Hubo un momento de silencio y luego él se removió en su asiento.
—Me gusta cómo ha pintado el cielo —dijo.
—¿Azul? —Sonreí, sintiéndome inteligente.
—Soleado. —Entrecerró los ojos por un momento, luego se inclinó
hacia delante, llenando el aire entre ambos con su olor a jabón fresco y
bergamota—. Es un cielo claro y no hay ni una sola nube a la vista.
—Es una metáfora de nuestra amistad —dijo Liza—. O lo era. Cuando
éramos sinceras y transparentes entre nosotras.
Hice una mueca de dolor. Me merecía ese reproche.
—Liza, por favor, perdóname. Prometo que nunca volveré a ocultarte
nada. Pongo al señor Winston por testigo.
El señor Winston llevó una mano al corazón como para dar también su
palabra.
Ella le dio unos golpecitos en el brazo.
—¿Y tú te has estado escabullendo de la casa cada mañana? ¿Debería
dormir al pie de tu puerta a partir de ahora?
Él hizo una mueca de disgusto.
—Por favor, no.
Liza se echó hacia atrás y resopló.
Él le dio un empujoncito en la rodilla.
—¿Te habrías enterado alguna vez si no te lo hubiéramos dicho
nosotros?
—Prometí que te vigilaría y te mantendría alejado de los problemas.
—Entonces, confía en mí —dijo—. Se me da tan bien mantenerme
alejado de los problemas como meterme en ellos. Y te prometo que esta
noche no pasará nada.
Le di un apretón en el brazo y por fin mi amiga cedió y apoyó la espalda
en mi hombro.
El señor Winston miró por la ventanilla. La luz del farol que colgaba
fuera le iluminó el rostro y me sorprendí observándolo. Desde luego, era
apuesto, pero había algo más. Algo que empezaba a resultarme familiar.
Vi cómo curvaba los labios hacia abajo. Sus ojos se apagaron y hundió
los hombros. Ocultaba más de lo que parecía, pero rara vez lo dejaba ver.
Aprobara o no sus aficiones o cómo vivía su vida, había acudido en mi
ayuda más de una vez y sin pedir nada a cambio. De alguna forma, algún
día, se lo pagaría. Incluso aunque nunca regresara a casa.
El carruaje se detuvo justo a la entrada de la ópera. Los rezagados como
nosotros se apresuraban a subir la amplia escalera para llegar antes de que
empezara la función.
El señor Winston ayudó a Liza a bajar, luego a mí.
Después metió la mano en el carruaje, sacó la acuarela y se la metió
bajo el brazo, oculta bajo la casaca.
Capítulo 12

E
l señor Winston nos instó a entrar en la ópera, con un aspecto tan
relajado y sereno como cualquier otro invitado. Pero, literalmente,
ocultaba su plan bajo la manga.
—¿Les ayudo a llegar a sus asientos? —preguntó un asistente cuando el
señor Winston le entregó nuestras entradas.
—No, gracias —respondió con una inclinación. Liza y yo lo seguimos
de cerca, íbamos del brazo.
—Señor Winston —dije entre dientes. Desvié la mirada
intencionadamente hacia donde llevaba escondida mi acuarela.
Él hizo una mueca, luego dobló una esquina con sigilo y se detuvo.
—Ahora que confiamos los unos en los otros; este es el plan. —Pasó la
mirada de una a otra—. Vamos a intercambiar tu acuarela por una obra que
ya esté colgada en las paredes de la ópera.
—¿Qué vamos a qué? —Elevé la voz una octava y él alzó una mano
enguantada para indicar que no hiciera ruido.
A Liza se le desencajó la mandíbula por completo.
—¿Has perdido la cabeza?
Su primo continuó como si tal pregunta fuera irrelevante.
—Primero debemos encontrar una acuarela de tamaño similar. He traído
algunas herramientas que nos ayudarán a aflojar los clavos de la parte
posterior del marco. Nadie será capaz de decir que el suyo no es el original
en lo que a ello respecta.
Liza se quedó mirando a su primo.
—El tío tiene razón. Quizá tengas algo en la cabeza que no anda bien.
Una mujer mayor y su acompañante doblaron la esquina. Ella llevaba
una pluma de avestruz tan larga como mi brazo.
—Disculpen —dijo la mujer mientras nos analizaba a los tres con la
mirada.
—Buenas noches —dijo el señor Winston con una inclinación de
cabeza.
—No es que esto sea solo una locura —le susurré a Liza—. No está
bien. Es inmoral. Inmoral y reprobable.
El señor Winston se ajustó la casaca con demasiada despreocupación.
—Señorita Newbury, respire hondo o acabará convirtiéndose en una
complicación.
Empezó a caminar por el pasillo, dejándonos a Liza y a mí sin más
opción que correr tras él.
—Por suerte, su acuarela es de tamaño medio. —Movía la cabeza a la
vez que iban pasando obras de arte. Algunas eran lienzos a los que habían
ajustado a los marcos. Otras eran de tamaños diversos y distintas técnicas,
con marcos también diferentes.
Me aferré con fuerza al brazo de Liza, mientras miraba por encima del
hombro para ver si alguien nos seguía.
Cuando me volví, el señor Winston había desenrollado la acuarela y la
sostenía frente a un cuadro de tamaño similar colgado en la pared.
—Un pelín más grande. Pero nos servirá si no encontramos otro que
encaje mejor.
—Rosalind —me rogó Liza.
—¿Yo? ¡Es tu primo!
Ella retrocedió, agitando las manos en el aire.
—Prometiste que lo controlarías, pero resulta que está hablando en
serio. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo es que alguien pudo creerse que me
ocuparía de que ambos os comportarais?
Desvié la mirada hacia su primo, que estaba comparando el tamaño de
mi acuarela con otro cuadro unos pasos más adelante.
—Señor Winston, ¡guarde eso de una vez! —Trataba de pensar tan
rápido como movía los pies.
El hombre frunció el ceño.
—¿De qué otra forma cree que vamos a encontrar dónde colgarla?
Pasaba los ojos con rapidez de un cuadro a otro cada pocos pasos,
dividiendo su atención en dos direcciones.
Una pareja dobló la esquina, dirigiéndose hacia nosotros.
—Ya —dije furiosa—. Guárdelo ya.
Posó los ojos en los míos, confundido. Luego oyó las voces de la pareja
que se acercaba.
Se puso de espaldas a ellos y enrolló la acuarela con cuidado.
—Está molesta.
—Esto es una temeridad —dije, extendiendo la mano—. Le descubrirán
y su prima no se recuperará jamás de semejante humillación. Devuélvame
la acuarela. Encontraré otra forma de exponerla.
El señor Winston la colocó en mi mano cuando la pareja pasó junto a
nosotros, susurrando y riéndose juntos. Los ojos del caballero se desviaron
hacia los míos y parecieron brillar, aunque el afecto que desprendían no
estaba dirigido a mí, sino a la hermosa mujer que llevaba del brazo.
Bajé la voz:
—No podemos ocultar el trabajo de otro para exponer el mío. No es
ético.
—Estoy de acuerdo —dijo el señor Winston. Se cruzó de brazos—. Pero
lo he estado pensando toda la noche. Una acuarela hecha por un artista
anónimo no se venderá lo suficientemente rápido, si es que lo hace, con el
poco tiempo que tiene usted. Y eso que tiene talento. Pero no se venderá a
un sitio en que el público pueda prestarle atención. No se me ocurre otra
cosa, señorita Newbury. Tenemos que hacerlo a nuestra manera.
Liza se interpuso entre nosotros.
—¿Y si alguien te descubre? ¿Entonces, qué?
—No lo harán.
Solté un suspiro. El espacio entre nosotros parecía iluminado con fuego
y cualquier camino que tomara me quemaría. ¿Por qué todo iba siempre tan
rápido con el señor Winston?
—Discúlpenme —dijo un asistente, dirigiéndose hacia nosotros—. La
ópera está a punto de empezar. ¿Les ayudo a llegar a sus asientos?
—Sí, gracias —dijo Liza con voz queda. Me agarró del brazo.
—Solo un momento —insistió su primo mirándome fijamente. Parecía
rogarme con los ojos que lo considerara. ¿Pero cómo podía confiar en él?
Mi amiga quería que dejáramos el plan de lado. No podíamos hacerlo y no
hacerlo.
Negué con la cabeza y le di la acuarela, que él guardó rápidamente en el
cilindro que escondía bajo la casaca.
Liza me arrastró tras el asistente y el señor Winston nos siguió a
regañadientes.
Adornadas con elegantes tallas florales, las paredes de la ópera parecían
bailar con la luz parpadeante de los candelabros de bronce que había en
cada esquina. La orquestra había empezado a calentar y nuestro asistente
apretó el paso. Subimos por la amplia escalera, pasamos junto a grupos de
damas con preciosos vestidos y caballeros elegantemente trajeados, hasta
que llegamos a nuestros asientos.
El palco alquilado de los Ollerton estaba empapelado de rayas de color
verde claro, con cortinas rojizas y una alfombra a juego, pero, por lo demás,
se encontraba sorprendentemente vacío comparado con los que había al otro
lado, ocupados por una docena o más de invitados y sirvientes. Era un palco
muy alto, mucho, así que tuve que luchar contra el impulso de quedarme
paralizada. Odiaba las alturas. Casi tanto como odiaba las profundidades. A
mí me gustaba un término medio. Era lo que yo consideraba como… el
suelo.
Liza recorrió el lugar, admirando las tallas y los colores vivos.
—Tal como lo dejamos la última vez.
El señor Winston observó los asientos que había más abajo.
—Tenga cuidado —exhalé cuando se apoyó contra la barandilla—. Está
bastante alto.
Me miró de reojo, impasible.
—No me diga que tiene miedo a las alturas. —Se dio la vuelta y se
reclinó hacia atrás—. ¿Cómo es que no hay nada en su lista al respecto?
—Porque no tengo ningún interés en el asunto ni me voy a arrepentir de
mantener los pies bien plantados en el suelo. Y no me da tanto miedo.
Antes me subía a los árboles. —Aunque en los árboles siempre había algo a
lo que agarrarse. Algo firme. Y la promesa de algo más a lo que sujetarme
si me resbalaba.
El señor Winston alzó una ceja. Aquello le divertía.
—¿Está segura de que no deberíamos añadir un undécimo punto a su
lista? ¿Asomarse a un precipicio, tal vez? Esa es una experiencia vital que
no debería perderse.
¿Un precipicio? ¿Había perdido la cabeza? ¿Quién, en su sano juicio, se
acercaría voluntariamente al borde de un precipicio para asomarse?
Se rio y se incorporó.
—¿Se encuentra bien, señorita Newbury? Se ha puesto bastante pálida.
—¡Va a empezar! —intervino Liza, llamándonos con aspavientos,
frenética. Tomamos asiento.
Dondequiera que miraba, encontraba ojos escrutadores. «Duquesa»,
parecían decir todos. Las damas me miraban como si esperaran que hiciera
algo, que dijera algo, que fuera algo. Pero yo no me sentía diferente. Si
acaso, estaba nerviosa y me sentía expuesta. ¿Cómo lidiaba Marlow con la
atención constante? Las mismas damas que me estaban observando se
apresuraron a sonreír y yo me acordé de devolverles la sonrisa.
—Tengo una idea —susurró el señor Winston.
Le miré de reojo. ¿Más precipicios?
—Por favor, guárdesela —le dije, mientras volvía a sonreír al mar de
rostros.
Puso cara de disgusto.
—Hablo en serio. Creo que he solucionado nuestro problema.
Liza sacó su abanico.
—¿Sabes qué deberías haber escrito en tu lista, Ros? —Señaló a las
cortinas de abajo—. Hacer un recorrido entre bastidores. Siempre me he
preguntado cómo son las cosas allí detrás.
—Dejemos su acuarela colgada en público durante dos semanas —me
dijo el señor Winston al otro oído—. Volveré y la recuperaré. Nadie se dará
cuenta. Y usted podrá terminar con lo que tiene en la lista.
—Algún asistente le descubrirá. Nos expulsarán. Quitarán la acuarela.
—Negué con la cabeza, tratando de no fruncir el ceño mientras tantos ojos
me observaban desde abajo.
—Si deposita su fe en cualquier otro hombre, tal vez —susurró—. Debe
confiar en mí.
La cortina del escenario se abrió y las luces brillaron con intensidad
sobre dos artistas. Una soprano rompió el silencio y la canción italiana
resonó en las paredes. Al principio, dejé que la mente me tradujera el
diálogo. Era algo sobre una mujer perdida en un bosque que esperaba que
su amante la encontrara. Pero, pronto, sentí un leve dolor en la parte de
atrás de la cabeza y perdí el interés.
Reflexioné sobre las palabras del primo de Liza y acerca de la confianza
que tenía en que podría llevar a cabo este cometido tan importante para mí.
Si lo hacía, al final de la noche ya habría tachado tres puntos de la lista.
Tres de las tareas más difíciles.
¿Qué se sentiría al tener mi obra colgada en un espacio público para que
todo el mundo la viera?
El señor Winston me miró de forma inquisitiva.
—No me siento bien —dije, antes de que la cabeza tuviera la
oportunidad de acallar las palabras que me salían de la boca—. Necesito dar
un paseo.
Mi amiga, que estaba profundamente concentrada en el escenario, dejó
de estarlo por un segundo.
—¿Es el vibrato? —Sabía cómo me sentaban las óperas—. ¿No puedes
taparte los oídos?
—¿Dar un paseo o «dar un paseo»? —El señor Winston me clavó los
ojos en los míos, serios y esperanzados.
Le dirigí una sonrisa cómplice.
—«Dar un paseo».
Asintió y curvó los labios ligeramente.
Liza inspiró hondo y me agarró del brazo cuando vio que nos
levantábamos.
—Muy bien. No me gustaría que te diera jaqueca. —Seguimos a su
primo fuera del palco, hacia el pequeño pasillo—. Se pasó un día entero en
la cama después de nuestra última ópera.
—De todos modos, así es mejor. —El señor Winston se acercó a mí y
susurró, con la voz llena de entusiasmo—: Todo el mundo estará distraído
con la ópera. Pasaremos inadvertidos.
Liza echó la vista atrás, ansiosa.
—Solo un pequeño paseo, ¿no, Ros?
—Lo más rápido que podamos —dije más para su primo que para ella.
—Estuve atento antes, cuando el asistente nos guio hasta aquí —dijo—.
Hay un marco perfecto a medio camino del baño. Y se trata de una acuarela
similar a la suya.
—No quiero ver mi acuarela colgada junto al baño —protesté—. ¿No
podemos encontrar un lugar mejor?
—No junto al baño. En el camino. Lo cual, francamente, le garantizará
una mayor visibilidad durante estas dos semanas.
Eso no podía discutírselo.
—¿Quién necesita ir al baño? —preguntó Liza mientras se apresuraba a
seguirnos el paso.
—¡Allí! —señaló más adelante en el pasillo—. El marco de palisandro,
creo, con un brillo muy bonito.
Seguí la dirección que señaló y vi el marco momentos antes de que lo
alcanzáramos. Era un cuadro de un estanque tranquilo, rodeado de árboles.
Junto al agua había una vaca enorme bebiendo. El agua cristalina reflejaba
los árboles, otorgándole un aspecto similar al mío, lo que haría que el
cambio fuera menos perceptible. Era, como había dicho el señor Winston,
perfecto en todos los sentidos. Pero ¿no sería demasiado perfecto?
—Mi talento no está a la altura. Alguien se dará cuenta de que mi
acuarela no es la que había y, ¿qué pasará entonces?
El señor Winston parpadeó.
—Me siguen asombrando las escasas expectativas que tiene respecto de
sí misma. Le aseguro que nadie cuestionará su obra.
Fruncí los labios, así que continuó.
—En el peor de los casos, si alguien lo nota, la ópera lo retirará. No
creo que vayan a investigar qué ha pasado y, como su acuarela no está
firmada, si lo hicieran no tendrían nada.
—¿Está seguro?
Él se encogió de hombros, luego sonrió.
—Tan seguro como se puede estar cuando cometes un delito menor.
—Oh, no. No, no. ¿Qué hago? —preguntó Liza con voz aguda, mientras
se presionaba las sienes con la punta de los dedos—. ¿Cómo puedo detener
esto? ¿Por qué, Señor, me has puesto aquí, entre dos de tus hijos más
temerarios y cabezotas?
No me importaba sacrificar mi acuarela si llegaba a ocurrir lo peor; pero
si no la colgaba, nunca completaría lo que había anotado en mi lista. Y
quería hacerlo. Era ahora o nunca.
Me tomé un último momento para apreciar el trabajo del artista y la
vaca bebiendo del estanque. Luego junté las manos y dije, más para el
pintor que para la vaca:
—Gracias por dejarme tu espacio. Siento mucho hacer esto, pero
prometo que tu sacrificio valdrá la pena y no lo olvidaré nunca. Te doy mi
palabra de que regresaré dentro dos semanas para destaparte.
—Rosalind, te ruego que pienses lo que estás a punto de hacer —me
dijo Liza al oído, desesperada—. Lo que estás arriesgando. Lo que Charlie
está arriesgando. Lo que todos podríamos perder.
Miré al señor Winston, que descolgó el marco con cuidado de la pared.
Él sabía lo que estaba arriesgando. Tenía las mejillas arreboladas y en sus
ojos se veía que estaba alerta y entusiasmado.
—¿Aún está conmigo?
Sin aliento, asentí.
—¿Solo durante dos semanas?
—Yo mismo lo recuperaré. —Se agachó y empezó a trabajar.
Mi amiga inspiró hondo y se presionó el puente de la nariz. Sabía que
siempre quería proteger a los suyos, pero no podía tomar sus decisiones por
ellos.
—Sabe lo que está haciendo —le dije—. No nos descubrirán.
Sus ojos se encontraron con los míos, tan temerosos y vulnerables que
no quiso hablar. Se rodeó la cintura con los brazos.
—Rápido. Acabad con esta locura antes de que alguien nos vea. —Ella
no cedería por completo. Pero yo solo necesitaba unos minutos más.
—Extended vuestros chales delante de mí para ocultarme. —El señor
Winston sacó una herramienta de su casaca y se puso a trabajar en la parte
posterior del marco. Junto a él estaba mi acuarela, desenrollada.
—Los chales. Un plan excelente —murmuró Liza, sarcástica, aunque
extendió el suyo.
—Qué amarillo tan alegre —dije, fingiendo admirarlo.
Parpadeó al oírme hablar.
—¿Acaso no te preocupa siquiera un poco lo que podría pensar el duque
de que cuelgues una acuarela en la ópera?
No había pensado en el duque en todo el día.
—Aún no estamos casados. Lo que piense no importa.
El señor Winston se aclaró la garganta (¿se estaba riendo?) y continuó
trabajando. Quitó la parte trasera del marco y extrajo con cuidado la obra
original.
—Disculpad —sonó una voz áspera al final del pasillo.
Liza y yo abrimos la boca a la vez. Ambas nos volvimos. El corazón se
me subió a la garganta y, de pronto, nos sentimos tan al descubierto como
un rebaño de ovejas tras la esquila.
—No os mováis —dijo el señor Winston en voz baja.
Un asistente vestido de rojo y blanco corría hacia nosotros.
—Vosotros tres. ¿Es eso una de las obras de la pared, señor?
El ambiente se tensó mientras el señor Winston se levantaba, detrás de
nosotras. ¿Qué iba a hacer? Estábamos acorralados. Atrapados. Arruinados.
«Corre», me dijo una voz en la cabeza. Pero tenía las extremidades
paralizadas.
—Señor —gritó el asistente mientras corría hacia nosotros—. Señor, no
puede mover las obras de la pared. La ópera paga un elevado precio por
piezas de tal calidad y debo pedirle que tenga la amabilidad de abstenerse
de…
—Discúlpeme. —El señor Winston se colocó junto a mí con una sonrisa
tranquila pegada en su rostro—. Qué torpeza por mi parte. He tropezado y
he chocado contra la pared. —Extendió una mano hacia atrás y enderezó el
marco con un pequeño toque.
Entonces me fijé en la acuarela que había en el marco. Mi acuarela.
Colgada en el teatro de ópera. Estaba preciosa y tersa y, de alguna forma,
encajaba perfectamente dentro de su nuevo marco.
El señor Winston me observaba cuando dijo:
—Gracias a Dios que no he dañado esta extraordinaria obra de arte.
No podía apartar la mirada de mi obra; era una parte de mí y estaba ahí,
expuesta. Me estremecí por dentro de la emoción y no pude contener una
sonrisa, a pesar de la culpa que me remordía la conciencia. Sabía que mi
acuarela no debería estar aquí. La que había debajo era la merecedora de
este espacio, pero, cielos, «mírala ahí, en la pared».
El asistente frunció el ceño y cuadró los hombros. ¿Se habría percatado
de que la acuarela no era la original?
—¿Llamo a un médico para usted, señor? —preguntó, aunque su voz en
realidad no transmitía preocupación.
En los labios del primo de Liza se dibujó una sonrisa.
—No es necesario, pero se lo agradezco. Señoritas, ¿regresamos a
nuestro palco para el segundo acto?
Liza estaba paralizada y yo apenas podía hablar. Me aclaré la garganta y
agité la cabeza para volver a centrarme.
—¡El segundo acto! No podemos perdernos ni un segundo más, ¿no es
así, señorita Ollerton?
Todavía mirando al asistente, ella masculló algo incoherente.
El asistente desvió la mirada hacia mi acuarela y, para mi sorpresa,
pareció satisfecho, asintió y nos dejó pasar.
Capítulo 13

U
n torbellino de bailarines se movía por el escenario. Los observaba
con los ojos, peto tenía la cabeza en otra cosa: mi acuarela estaba
colgada en una pared de la ópera.
Liza, el señor Winston y yo permanecimos sentados en nuestro palco
durante un rato después de que la actuación terminara, sin hablar, solo
observando a la multitud saliendo. ¿Verían mi acuarela? ¿Les importaría?
Quizá sus ojos pasearían por ella inconscientemente. Tal vez, alguien (la
dama con el sombrero de plumas de avestruz, por ejemplo) se detuviera y la
señalara. Uno, dos o tres pares de ojos apreciarían los colores. O quizá
nadie lo haría. Tal vez, al igual que la pareja que había pasado junto a
nosotros en el pasillo, todas las miradas estarían centradas en otras cosas.
De cualquier manera, una parte de mí colgaba de aquella pared para que
todo el mundo la viera.
Y eso me hacía muy feliz.
De vuelta a casa, me recibieron los faroles a cada lado de la puerta de
entrada mientras el carruaje se detenía. Un sirviente abrió la puerta y el
señor Winston descendió primero.
—Brillante —dijo al ofrecerme su mano—. Ha estado absolutamente
brillante esta noche.
—¿Yo? —Tomé su mano y bajé—. El señor «me he tropezado contra la
pared y movido esta extraordinaria obra de arte».
Hizo una reverencia teatral.
—No hay de qué.
—En serio —dije, obligándole a oír mis sinceras palabras—. Gracias.
Por segunda vez ya, ha acudido en mi ayuda.
Empezó a sonreír. Tenía los ojos puestos en los míos.
Liza asomó la cabeza por la ventanilla. Parecía que apenas pudiera
mantenerse erguida.
—Vamos, Charlie. Me duele la cabeza —protestó—. Ros, espero que
estés contenta. Ojalá no vuelva a verte nunca más. Buenas noches.
El señor Winston sonrió y dejó escapar una sincera carcajada.
—Oh, vamos, Liza. Solo nos hemos divertido un poco y ya se ha
acabado. ¿No estás contenta por tu amiga? Tres puntos tachados de su lista
y solo quedan siete. Cuando madre se entere del tiempo que he pasado con
la futura duquesa, hará que padre cambie de opinión y me restaurará los
fondos y, juntos, te encontraremos un marido en Londres en poco tiempo.
—Esa sí sería una buena noticia —dijo ella.
Caminé hacia mi amiga, subí a la escalerilla y le di un beso en la
mejilla.
—Gracias por estar conmigo. No lamentarás esta noche.
Hizo una mueca, pero no pudo evitar una sonrisa.
—Eres una amiga pésima. Pero «le tomaré la palabra, Su Excelencia».
—Frunció los labios y acerqué la mejilla para que pudiera devolverme el
beso.
El señor Winston me tendió el brazo y yo me sujeté a él para bajar del
carruaje.
—Háganos una visita mañana —dijo con voz profunda y seria,
atrayéndome como una confortable almohada. Había algo nuevo en su
mirada. Una especie de esperanza muy frágil, como si realmente le
importara que lo rechazara.
—Tengo una prueba de vestuario —dije. Me encantaba mi vestido
nuevo, pero, por alguna razón, ir a probármelo mañana era lo que menos me
apetecía.
—¿Para «el vestido»? —preguntó Liza a viva voz, asomándose por el
carruaje.
—Sí. «El vestido». Y todo lo que mamá necesite de la ciudad.
El señor Winston miró a su prima.
—Me vendrían bien unas cuantas cosas. Podríamos ir.
—¿Me llevarías a la ciudad? No te gusta ir a la ciudad.
—Tal vez, podríamos cruzarnos con la señorita Newbury y secuestrarla
el resto de la tarde.
Me llevé una mano al pecho y fingí un desvanecimiento.
—Señor Winston, ¿está planeando rescatarme de un horrible día de
planes de boda?
El hombre frunció los labios, aunque me pareció que los curvaba.
—Podemos tachar otro punto de su lista entretanto.
—Qué caballeroso por su parte.
—Lo sé.
—Creía que habíamos dejado claro que Charlie y yo no volveríamos a
tener nada que ver con esa lista —dijo Liza, mirándonos a ambos—. Tal
vez, podríamos jugar a las cartas o hacer un pícnic.
El señor Winston y yo protestamos al mismo tiempo e inmediatamente
nos miramos el uno al otro y nos reímos.
—¿Qué queda en la lista? —susurró él en plan conspiratorio, aunque
probablemente lo sabía tan bien como yo.
Hasta ahora, había aprendido a nadar (o algo así) y había seguido a Ben
en una aventura y, con la ayuda del señor Winston, había colgado una obra
mía en un lugar público. De los siete puntos restantes, varios eran lo
suficientemente fáciles como para que pudiera llevarlos a cabo yo sola. Sin
embargo, para cumplir con los demás sería mejor que contara con amigos.
Bajé la voz:
—Hay algunas opciones. Escribir recuerdos en mi diario, pintar, comer
todos los dulces que quiera de una sentada. Podríamos escaparnos durante
un día. O cambiar la vida de alguien. Aunque los dos últimos puntos
podrían requerir algo de planificación.
Liza, si es que era posible, se asomó aún más por la ventanilla del
carruaje.
—No nos vamos a… Permitidme que repita… No nos vamos, ni mucho
menos, a escapar mañana ni nunca.
Esa sería complicada, porque ¿adónde iría? ¿A la arboleda durante un
día? No, alguien me encontraría. Tal vez, podría huir a casa de Liza y
esconderme en su dormitorio. Pero qué poco emocionante. Dondequiera
que fuera, ¿iría sola? Necesitaba tiempo para meditar eso también.
—Quizá las cartas no sean tan mala idea. —Suspiré.
El señor Winston me ayudó a subir las escaleras, donde me esperaba el
señor Norris con la puerta abierta. Este lo miró con la atención y la
prudencia de un padre.
Solté al primo de Liza del brazo e hice una reverencia.
—Gracias de nuevo por acompañarme esta noche.
Él hizo una profunda inclinación.
—Gracias a usted por concederme el honor. Hacía tiempo que no me lo
pasaba tan bien.
—Exagera. —Su boxeo era lo más emocionante de mi lista.
—Hablo en serio. —Juntó las manos detrás de la espalda—. Sé que
hablé mal de su lista al principio, pero lo que está haciendo es
increíblemente valiente. Está enfrentándose a su futuro con fuerza y coraje.
Envidio el equilibrio que ha encontrado, sin limitarse a sí misma a pesar del
gran cambio en sus circunstancias.
¿Era valiente? A mí no me lo parecía.
—Debería recordarle que no tengo control sobre la restitución de sus
fondos por parte de su padre, señor Winston.
—Charlie —le pidió—. Por favor.
Suavicé la sonrisa y de repente, cualquier rastro divertido de su mirada
desapareció y me miró serio.
—Charlie —me corregí. Pero ya no podía recordar lo que estaba
diciendo.
—Quizá, Rosalind —dijo mi nombre con suavidad, con esa mirada
amable que tan bien le sentaba—, tienes más efecto sobre los demás del que
crees.
Lo miré a los ojos bajo la luz tenue de los faroles que los alumbraban
desde arriba. Su nariz torcida. El hoyuelo que tenía en la barbilla. ¿Qué
querría decir?
—¡Charles Winston! —gritó Liza y la magia del momento desapareció.
Con una última sonrisa y otra inclinación, se fue.
Capítulo 14

M
e desperté de un sueño tan vívido, tan envolvente, que aún podía
saborearlo, todavía lo sentía hormiguear en las yemas de los dedos.
No solo había sido un sueño que había parecido real. Por primera
vez en mi vida, me sentía viva. Renovada. Como si pudiera hacer cualquier
cosa y tener éxito.
—¿Te has hecho rica? —preguntó Benjamín en el desayuno.
—Está enamorada —dijo mamá con una mirada feliz.
¿Lo estaba? Traté de imaginarme al duque, pero lo único que podía ver
era a Charlie y la forma en que me había mirado la noche anterior. ¿Habría
estado ya esta mañana en la arboleda?
—Y a punto de hacerse rica —dijo papá mientras se llevaba la taza de té
a los labios.
Me serví unas cuantas fresas en el plato y le di un mordisco al huevo
que ya estaba allí. Me reí.
—Estoy más feliz que nunca. —El mundo era mío.
Todo gracias a la tía Alice y mi lista.
En la ciudad, mamá y yo nos detuvimos primero en la sombrerería. El
nuevo tocado de mamá, al igual que mi capota de seda, debía combinar con
mi vestido de novia.
La señora Prim, la propietaria, abrió las tapas de las cajas de ambos
sombreros y los colocó en el mostrador frente a nosotras.
—Un sombrero de paja con ribete de color melocotón, rosas blancas y
hojas verdes para la señora Newbury y una capota de seda melocotón con
ribete de encaje blanco para nuestra futura duquesa.
Mamá juntó las manos, emocionada. Sus ojos prácticamente rezumaban
felicidad.
—Señora Prim, se ha superado. El sombrero es bonito, pero la capota…
—Posó los ojos en los míos, expectantes.
—Una obra de arte —añadí.
Mamá sonrió ampliamente y suspiró, mientras tocaba la tela con un
dedo enguantado. Parecía que el pecho se le hinchaba.
La imité, con cuidado de no alterar la perfecta colocación del encaje.
Inspiré hondo, pero no logré sentir la misma emoción. No sentía esa
emoción profunda que me llegara hasta los huesos. Pero aún tenía tiempo.
Mamá le hizo señas a un sirviente, que sacó nuestras cajas fuera y las
llevó, supuse, a nuestro carruaje. Después de pagar, me agarró del brazo y
me guio calle abajo hasta la tienda de vestidos.
La señora Lane, la modista, nos dio la bienvenida al entrar. Era una
mujer en la cuarentena, que llevaba un montón de lazos colgados alrededor
del cuello y alfileres prendidos en una cinta alrededor de la cintura.
—Su vestido está listo —dijo con una sonrisa amable.
Su tiendecita no podía haber estado más llena. Todo parecía tener su
lugar; piezas de telas y estampados, que eran lo último, carretes con cintas
de todos los colores del arcoíris y tarros llenos de botones, agujas e hilos.
Podría pasarme un día entero hurgando entre todo lo que allí había.
—Aquí está —dijo la señora Lane, levantando una caja larga y
colocándola sobre el mostrador—. Le he metido a las mangas medio
centímetro y le he añadido tres capas de encaje blanco al dobladillo, las
mangas y el escote.
Mamá levantó la tapa y el papel, luego se sobresaltó.
Salvo que, esta vez, frunció el ceño. Desvió los ojos hacia los míos.
Estaba preocupada.
—Pero este encaje es marfil.
La señora Lane sacó el vestido de la caja y la tela cayó en cascada sobre
la mesa como si fueran olas. Me miró.
—Discúlpeme, señora Newbury, este es el blanco que trabajo en mi
tienda. El mismo del que hablamos.
Extendí la mano y acaricié la sedosa tela. Mi vestido de novia. Era
increíblemente hermoso. Perfecto para una reina. Para mí.
Mamá tenía los labios tan apretados que se habían convertido en una
línea recta.
—Mi hija, la futura duquesa de Marlow, quería un vestido de color
melocotón con encaje blanco. Tiene que resolver este asunto. —Mamá dio
unos golpecitos en la caja con un dedo—. Queremos encaje blanco. Blan-
co.
La señora Lane y yo intercambiamos una mirada confusa. Mamá no
solía hablar con semejante tono. Y, en realidad, el marfil (¿o blanco?) le
quedaba al vestido mejor de lo que podría haber esperado.
Le tiré del brazo y la alejé unos pasos.
—Mamá, no nos queda mucho tiempo para hacer cambios. De hecho, la
diferencia en el color del encaje es minúscula y estoy contenta con el
vestido tal y como está.
—No deberías tener que conformarte con estar satisfecha, Rosalind.
Deberías estar sonriendo. Deberías estar volando. Veo la verdad escrita en
tu rostro. Quieres blanco.
Retrocedí. ¿Qué rayos estaba viendo? Y eso por no mencionar que yo
no estaba pensando en ser una novia resplandeciente. No era más que un
simple encaje, aquello no tenía absolutamente nada que ver con el día de mi
boda. Mamá se había vuelto loca.
—¿Podría animarla a que se probase el vestido? —gritó la señora Lane
—. Puede que al verlo puesto el color le resulte más de su gusto.
—El color será más de nuestro gusto cuando sea el que le pido. —
Mamá frunció los labios una vez más y regresó a la mesa—. Y esperamos
que esto sea su prioridad.
La señora Lane tragó saliva y asintió.
—Por supuesto, señora Newbury.
—El tafetán melocotón es perfecto —añadí para tranquilizarlas a
ambas. ¿Qué más podía decir? Si el encaje era tan importante para mamá,
después de todo su arduo trabajo preparando la finca y encargándose de los
detalles de la boda, se merecía que fuera como deseaba. A mí no podía
importarme menos.
La modista asintió con elegancia y cerró la tapa de la caja con cuidado.
—Transmitiré el mensaje lo antes posible.
—Muy bien —murmuró mamá, luego se dio la vuelta y salió con aire
afectado de la tienda. Una vez fuera, me acercó a ella y dijo:
—No te inquietes, Rosalind. Cada detalle será perfecto. Serás la novia
más feliz y resplandeciente.
Cerré la puerta y empecé a caminar con pasos más largos para seguirle
el ritmo.
—Te estoy muy agradecida, mamá. No solo por el encaje. Por todo lo
que has hecho.
Ella soltó un suspiro y me acurrucó contra su costado.
—Recordarás el día de tu boda el resto de tu vida, Rosalind.
Rememorarás cada momento; los olores, la música, cómo te sentías con tu
vestido y cómo te adulaba tu esposo. Esos pequeños detalles pueden parecer
insignificantes, pero todos se unirán para formar los recuerdos que
transmitirás a tus hijos. No renunciaré ni transigiré en ni uno solo de ellos.
Todo por tu felicidad.
—¡Señora Newbury!
Agucé el oído. ¿Liza?
—¡Querida niña! Qué maravilla encontrarte aquí —dijo mamá. Mi
amiga vino corriendo hacia nosotras. Su primo, vestido con una casaca
verde oliva, caminó con calma tras ella—. Y el señor Winston. —Su voz se
apagó por completo.
—Buenos días, señora Newbury. —Se quitó el sombrero e hizo una
reverencia. Ahora los moratones se le veían más que la pasada noche,
aunque menos que la primera vez que lo vi, cuando nos conocimos. Esbozó
una sonrisa solo para mí.
—Y señorita Newbury. ¿Cómo está?
Mamá resopló y negó con la cabeza, mientras hablaba con Liza.
—Ha ocurrido lo peor. La señora Lane ha arruinado por completo el
vestido de Rosalind.
Bueno, eso era un poco exagerado.
—No —respondió Liza en tono grave—. ¿No le está bien?
—No podíamos tolerar que se lo probara —continuó mamá,
acercándose más. Bajó la voz y empezó a cuchichear.
Pero yo estaba concentrada en otra cosa (persona).
—Qué casualidad encontrarnos aquí —dije, colocándome al lado de
Charlie.
Se le iluminaron los ojos.
—Qué magnífica coincidencia. Lástima que esté tan ocupada con los
planes de boda. Liza y yo estábamos pensando en hacer un pícnic esta tarde.
Levanté una ceja y traté de reprimir una sonrisa.
—¿De verdad?
Él sonrió.
—La invitaría, pero no quisiera que lo viera como una misión de
rescate.
—¡Marfil! ¿Te lo puedes creer? —dijo mamá con voz estridente, con lo
que me erguí.
Me incliné hacia Charlie.
—No eres tan astuto como crees. Pero, por fortuna, la suerte me sonríe.
De hecho, agradecería que me rescataran hoy.
—… la pobre Rosalind estaba pálida de preocupación…
La atención de Charlie pasó de mamá a mí y de vuelta a ella. Se aclaró
la garganta.
—Señorita Newbury, debe de estar agotada con semejante
preocupación.
Siguiéndole el juego, dije:
—Sí, la verdad es que me siento un poco cansada.
Liza me dio un apretón en el brazo. Si sabía de nuestro juego, estaba
interpretando su papel a la perfección.
—Tengo lo que necesitas —dijo ella, rebuscando en su ridículo. Sacó un
vial de sales aromáticas y abrió la tapa—. Toma varias inspiraciones
profundas.
Hice lo que me dijo y mamá me frotó la espalda.
—Todo saldrá bien, cariño. Yo me aseguraré de que así sea. Tal vez
deberíamos ir a casa para que descanses.
—¿Con un tiempo tan agradable? —El señor Winston le tocó el brazo a
Liza—. Hemos planeado un pícnic esta tarde. ¿Quizá les gustaría unirse a
nosotros? ¿Señora Newbury?
—Gracias por la oferta, pero tengo mucho que hacer —dijo mamá.
—¿Señorita Newbury? —Posó los ojos en mí—. El aire fresco es un
bálsamo para la mente y el espíritu. Es más que bienvenida a unirse a
nosotros.
—Más que bienvenida, por supuesto —añadió Liza.
—Quizá, un pícnic me calmaría los nervios. —Miré a mamá, que me
observó preocupada.
Charlie sonrió con amabilidad.
—Con su permiso, señora Newbury, la señorita Newbury puede unirse
ya a nosotros. Nos dirigíamos a casa.
Mamá entreabrió los labios mientras reflexionaba. Luego los cerró.
—¿Cómo puedo decir que no, cuando vais a estar tan cerca de adonde
yo voy?
—Volveré a casa antes de la cena. —Me incliné para besarla en la
mejilla—. Gracias, mamá.
Frunció el ceño y se volvió hacia Liza.
—No se la confiaría a nadie más, señorita Ollerton. Procure que
descanse.
Mi amiga continuó, asegurándole a mamá esto y lo otro, mientras
Charlie se deleitaba en silencio con su victoria. Caminamos tan despacio
como lo haría una joven dama indispuesta, hasta que mamá se perdió de
vista.
—Santo cielo, estoy curada —dije, recuperándome en el acto.
Liza me dirigió una mirada extraña.
—No estoy tan segura…
—Está bien, Liza. —Charlie se rio—. Rescatarla ha resultado más fácil
de lo que pensaba.
—¿No estás alterada?
Me reí.
—De ninguna manera. Aunque admito que estoy confusa respecto a la
diferencia entre el encaje marfil y el blanco. En mi opinión, son demasiado
parecidos como para distinguirlos.
Charlie carraspeó queriendo decir que estaba de acuerdo.
—El marfil es más oscuro —empezó a decir Liza, negando con la
cabeza—. El blanco puro es brillante y casi iridiscente.
Me encogí de hombros.
—Si le importa a mamá, me da igual el cambio. Aunque no me gusta
nada que esté disgustada.
—¡A por nuestro pícnic! ¿Qué deberíamos llevar? ¿Fruta, quesos,
jamón? —Parecía que Charlie daba pasos más enérgicos que de costumbre
y sentí una repentina necesidad de seguirle el ritmo, en lugar de seguir el de
mi amiga.
Ella le dirigió una mirada malhumorada.
—El cocinero preparó una cesta.
Salimos de la calle hacia el sendero, bajo el letrero colgante de la
panadería de la señora Brandon. La idea se me ocurrió tan de repente y con
tal vehemencia que me detuve como si estuviera a punto de chocar contra la
pared de la tienda. Justo bajo el letrero se encontraba el escaparate de la
panadería, en el que había expuestas hogazas de pan recién hecho y tartas
de queso. «¡Tartas de queso!».
—Acabo de tener una idea fabulosa.
Liza no preguntó, lo más probable era que no quisiera saber más.
Charlie, sin embargo, me complació.
Siguió mi dedo hasta el letrero y luego de vuelta a mí. Los ojos parecían
brillarle bajo el sol.
—¿El número cuatro?
Miré a Liza.
—Podemos llevárnoslas al pícnic y comer tantas como queramos. —
Retrocedí hacia la puerta de la panadería.
Mi amiga vaciló, como si quisiera discutir, pero no se le ocurriera
ninguna razón. Miró hacia arriba, al letrero, luego al escaparate de la
panadería y tragó saliva.
—Me encantan las tartas de queso.
Me balanceé sobre las plantas de los pies. ¡Victoria, al fin!
—¡Sí! Te encantan. Y me quieres con locura.
Me dirigió una sonrisa de reprobación.
—Pero pienso relajarme en este pícnic —dijo, apuntando a Charlie al
pecho con un dedo—. Nada de trastadas, de ninguna clase.
Curvó los labios.
—De acuerdo.
La campanilla de la puerta resonó cuando entramos en la tiendecita de
la señora Brandon. Había una mesa de madera debajo de una pequeña
ventana. El mostrador principal se encontraba al fondo de la tienda, con una
enorme balanza junto a canastas de pan y pasteles que olían a levadura.
La mujer apareció por una estrecha puerta tras el mostrador.
—Buenos días. Señorita Newbury, señorita Ollerton. ¿En qué puedo
ayudarlas?
En los labios se me fue formando una sonrisa, lentamente, y luego miré
de reojo a Charlie. La emoción atravesó el aire como si fuera una ráfaga de
viento. No tuvo que decir nada para que supiera que aprobaba mi elección.
—Me gustaría comprar todas sus tartas de queso —dije. Alcé la barbilla
y coloqué el ridículo sobre el mostrador.
La señora Brandon alzó las cejas, sorprendida.
—¿Todas?
—Todas.
Se frotó las manos en el delantal y parpadeó.
—Debe de haber tres docenas. Son las más demandadas.
—Fantástico. Empaquételas bien, por favor. —El pan olía delicioso—.
Y esas cinco hogazas de pan, esa cesta de panecillos, ¿y huelo también
mazapán?
A la mujer se le desencajó la mandíbula. Era más joven de lo que
parecía, pero la sorpresa en sus ojos le quitó unos años.
—S-sí. Recién hecho para el ajetreo de la tarde, señorita Newbury.
—Me los llevaré todos también.
Charlie tosió tras una mano para ocultar la risa. Liza negó con la cabeza
y frunció los labios.
—De hecho —continué—, necesitaremos un poco de mantequilla para
el pan. Y algo con glaseado. ¿Tiene pastelitos?
La señora Brandon asintió.
Levanté el dedo índice.
—Tengo una idea. Le compraré el lote entero, todo lo que ha hecho hoy,
por dos libras.
—Dos… —soltó Liza, y se tapó la boca con una mano.
Por un momento, creí que la señora Brandon iba a desmayarse. Dos
libras era, probablemente, más de lo que ganaba en una semana. Charlie se
acercó más a la señora Brandon, como si hubiera pensado lo mismo.
Ella tragó saliva.
—Eso es demasiado generoso.
—Considere el excedente una propina por empaquetarlo rápido. Vamos
a asistir a un pícnic. —Le dirigí una sonrisa, que ella me devolvió
lentamente. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció y, un cuarto de hora
después, había pagado cinco grandes cajas de cada delicia que había
horneado la señora Brandon ese día.
Y yo estaba salivando.
Un sirviente colocó las cajas con cuidado en el suelo del carruaje de los
Ollerton y Charlie, Liza y yo nos apretujamos junto a la puerta.
—Pobre mujer. Parecía que hubiera visto un fantasma cuando nos
fuimos con todo lo que tenía en la panadería —dijo Liza mientras el
carruaje dejaba la ciudad.
—¿Pobre? —dijo Charlie entre risas—. Hoy ha dejado de serlo. Acaba
de hacer un uso noble de su lista, señorita Newbury. Me atrevería a decir
que también ha cambiado la vida de esa mujer. —Entrecerró los ojos.
—Hacer que un día cambie en la vida de alguien no es lo mismo que
cambiarle la vida. Esa tendré que meditarla. —Miré por la ventanilla y
observé la ciudad perderse de vista. Cambiar la vida de alguien no sería
algo emocionante y divertido como lo que había hecho hasta ahora.
Requeriría meditación, planificación y esmero. Pero, por ahora, me
concentraría en el pan y las tartas de queso.
Liza se quitó el guante.
—La gente hablará de esto durante semanas.
—Sospecho que eso le vendrá bien al negocio de la señora Brandon —
añadió Charlie.
Entrechoqué las rodillas.
—¿Apostamos cuánto podrá comerse cada uno?
—Relajaos —dijo Liza con una mano levantada.
—Yo podría con una hogaza de pan. —Charlie se dio unas palmadas en
el estómago—. Pero no como dulces.
—¿Qué? —grité, o casi.
—Te hacen menos ágil. En el boxeo, si no eres ágil, acabas en el suelo.
—Dios santo, hablemos de cosas más refinadas, por favor. —Liza echó
la cabeza hacia atrás y se abanicó con la mano.
Yo le lancé a su primo una mirada severa.
—Acabo de comprar todo lo que había en una panadería. Al menos,
probarás la tarta de queso.
—Me temo que no puedo. Demasiado azúcar, hará que me ponga malo.
—Pues ponte malo. Por la lista.
Inclinó la cabeza y negó.
La frustración hizo que no pudiera pensar y puse cara de disgusto.
—Entonces, tal vez les aconseje a los Ollerton que madruguen más por
las mañanas.
—Eso es cruel.
—¿De qué diablos estáis hablando? —preguntó Liza mientras
bostezaba.
—De nada —respondimos ambos, sin inmutarnos ni pestañear, mientras
nos mirábamos fijamente el uno al otro. Bajé la barbilla.
Charlie se acercó.
—Está bien. Me comeré una tarta de queso.
—Cinco.
Su voz se volvió estridente:
—¿Cinco tartas de queso? ¿Quieres matarme?
—Oh, seguirás estando ágil. Y manteniendo cualquier otra cosa que
creas que te diferencia del resto de caballeros.
—Debes de referirte a la belleza natural de mi rostro y a mi buen
carácter. —Me guiñó un ojo.
Le respondí con algo a medio camino entre una risa y una burla.
—Piensa lo que quieras.
—¿Qué te parece si hacemos un trato? —Charlie me miró de arriba
abajo—. Comeré tanto como tú.
¿Me veía como un pajarillo que picotea semillas en la hierba? Me
recosté en mi asiento y me crucé de brazos. Caramba, esto iba a ser
divertido.
—Si insistes.
—Ojalá toda tu lista fuera así de relajante, Ros —dijo Liza—. Aunque,
¿qué diablos haremos con todo lo que nos sobre?
—No temas, Liza. Tu primo no tiene ni idea de lo que acaba de aceptar.
Capítulo 15

E
star a punto de ahogarme había sido doloroso, pero no como esto.
Me dolía el estómago de comer, aunque el pobre ya hacía rato que
había dejado de intentar disuadirme de mi apetito. Tenía una extraña
sensación en la garganta, una bola que no podía tragar. Pero, de alguna
manera, me las arreglé para saborear una última tarta de queso, lo que
significaba que Charlie también lo haría. Le hice un gesto para llamar su
atención a través de Liza, que estaba sentada entre nosotros sobre la manta,
amortiguada por la suave hierba.
—Tu turno —dije.
Charlie protestó, pero metió la mano en la caja para tomar su próximo
bocado. Llevaba un anillo dorado con un rubí y pequeños diamantes
incrustados. Una reliquia familiar, imaginé.
—Se supone que las damas refinadas deben comer porciones moderadas
delante de un caballero. —Inspiró hondo antes de llevarse la tarta de queso
a la boca.
Miré hacia el despejado cielo azul, donde las mullidas almohadas
blancas me llamaban, y me recliné para estirar mi estómago dolorido. Podía
oler el estanque bañado por el sol a unos pasos de distancia y el viento que
soplaba a través de la arboleda y la hierba.
Nos habíamos pasado de la raya comiendo dulces y me sentía fatal.
—Si una mujer no puede comer delante de ti, no merece la pena. Pues si
esconde su apetito, ¿qué más te ocultará?
Él carraspeó mientras tomaba un bocado, tragándose la tarta de queso
como haría un niño con una verdura que no le gusta.
—¿Cuántos llevamos?
—¿Cada uno? Siete tartas de queso. Cinco pastelitos. Dos panecillos. Y
dos rebanadas de pan con mantequilla.
—Y los tres mazapanes —añadió Liza mientras pasaba una página de su
libro. Ella se había tomado dos tartas de queso y fruta del pícnic.
Inteligente. Pero podría haber comido un poco más, por mi bien.
Charlie gimió.
—¿Cómo, si puede saberse, vamos a volver a casa después de esto? —
El carruaje se había marchado hacía tiempo, aún cargado con cajas repletas
de dulces, a pesar de que nos habíamos quedado una buena parte.
Liza se rio.
—Ninguno de los dos puede caminar. Ambos pasareis encamados al
menos un día.
—¿Y qué opciones tenemos? —preguntó Charlie, apoyándose sobre un
codo para tragarse el último trozo de su tarta de queso. Ese movimiento
hizo que algo se revolviera en su interior. Gimió y volvió a recostarse.
Liza se sentó con elegancia sobre su cojín, con las manos en el regazo.
—Descansa. Creo que ella por fin ha terminado de comer. —Me dirigió
una sonrisa cómplice, que le habría devuelto si me quedaran fuerzas.
En silencio, observamos un par de patos aterrizar en el estanque para
darse un baño. Me moví de un lado a otro, tratando de encontrar una
postura cómoda, pero el dolor de estómago no hizo sino empeorar.
Entonces, en la garganta volví a tener esa sensación de saturación, como
si cada vez me resultara más difícil tragar. La saliva se me acumuló en la
parte de atrás y no tuve más remedio que tragar. Solo en ese momento fui
consciente de que mi cuerpo había planeado ese movimiento.
Se me revolvió el estómago, me puse en pie y fui corriendo hacia el
estanque, lejos de Liza y Charlie, y aterricé tras una mata de hierba alta
cerca de la orilla. Lo que quedaba de todo lo que una vez había sido
delicioso me salió del cuerpo en oleadas repugnantes.
—¿Qué ocurre? —gritó Charlie detrás de mí. Apenas tuve tiempo de
avergonzarme, y mucho menos de advertirle, antes de que llegara hasta mí
preguntándome:
—¿Estás…?
Entonces, le dieron arcadas y al momento siguiente, en algún lugar
detrás de mí, el que había sido mi cruel destino se convirtió también en el
suyo.
—¡Oh! —exclamó Liza—. Oh, dios mío. —En ese momento llegó junto
a mí con un pañuelo y se puso a darme palmaditas en la espalda.
Vomité, una y otra vez, hasta que dejé de sentir dolor de estómago.
Parecía que cada vez que yo tomaba aliento, Charlie vomitaba y, mientras
tanto, Liza se afanaba entre nosotros con pañuelos y limonada para lavarnos
la boca. Me sentía como si hubiera corrido diez kilómetros, por lo débiles y
temblorosos que tenía tanto las piernas como los brazos.
—Maldita sea esa lista tuya, Ros —protestó mi amiga. Incluso su rostro
había perdido el color—. ¿Cómo voy a llevaros a los dos a casa ahora?
Me tiró del brazo y me ayudó a que me pusiera en pie. El suelo oscilaba
como el mar y me apoyé en el costado de Liza. Regresamos a la manta de
pícnic, donde me ayudó para que me sentara. Me había colocado un cojín
para la cabeza.
—Túmbate —me dijo.
Charlie se tumbó en el lado opuesto de la manta, a un brazo de
distancia.
—Me has envenenado —logró decir débilmente y con el rostro pálido.
Rodé sobre la espalda.
—No volveré a comer tarta de queso en lo que me queda de vida.
—No menciones esa palabra.
Mi amiga se paseaba junto a nosotros.
—Podría ir a casa caminando y pedirles que vuelvan a traer el carruaje,
pero no puedo dejaros a los dos aquí solos.
Charlie gimió.
—Solo necesito unos minutos. Después podré caminar.
—¿Caminar? —Liza abrió los ojos como platos—. Acabas de vomitar.
Los músculos se me habían convertido en gelatina. Con la poca fuerza
que me quedaba, me puse de costado hacia Charlie.
—Deja que se vaya. El camino de vuelta es largo y quiero descansar en
mi cama.
—¿Crees que podremos sobrevivir a un viaje en carruaje hasta casa
desde aquí? ¿Viste cómo se tambaleaba de un lado a otro?
—No me queda nada dentro para oponerme a la propuesta.
Suspiró derrotado, le hizo un gesto con la mano a su prima para que se
fuera y se cruzó de brazos.
—Siempre que todo el mundo coincida en que soy una víctima
inocente, se me pasará durmiendo y disfrutando del sol.
—¿Cómo crees que vas a disfrutar nada después de lo que acabamos de
hacer?
Él abrió un ojo.
—Olvidas que estoy acostumbrado al dolor.
Su boxeo.
—Bien, si esto es lo que se siente al perder una pelea, no comprendo
por qué sigue boxeando.
El hombre sonrió y se llevó las manos bajo la cabeza.
—Yo no pierdo.
Antes de que pudiera siquiera burlarme de lo presuntuoso que era, Liza
volvía a estar sobre nosotros, atándose el sombrero. De alguna forma,
parecía tan exhausta como nosotros.
—Volveré lo antes posible. Ros, ¿estás segura de esto? Por mucho que
bromeemos, confío en Charlie. Y dudo mucho que alguien pueda
encontraros aquí, pero siempre hay un riesgo.
—Estoy segura de que Marlow lo entendería. Ve. Rápido. Antes de que
el orgullo de tu primo me engulla por completo.
Se fue a toda prisa.
Y, de pronto, Charlie y yo nos quedamos solos. Fue como si la manta
sobre la que estábamos se encogiera; el calor del día se hizo más patente.
Durante un buen rato, ambos permanecimos completamente inmóviles,
salvo por nuestra respiración.
Capté la mirada de Charlie y al hacerlo, la desvió. Entonces, levantó una
mano y arrancó la hierba que había sobre su cabeza.
—Tengo confianza cuando peleo. ¿Por qué debo fingir ser menos de lo
que soy en lo único que se me da bien?
¿Lo único? Seguro que no pensaba eso. Me puse de costado y doblé las
rodillas, luego me acomodé la falda sobre las piernas.
—Podrías admitir tus victorias siendo un poco menos pomposo.
—Eso es justo, supongo. Permíteme que lo intente de nuevo. —Se
aclaró la garganta y miró hacia las nubes—. No podría comparar el malestar
de hoy con perder una pelea, porque de las muchas e incontables peleas en
las que he participado durante el pasado año, aún no he perdido ninguna.
Al tratar de contener la risa, acabé resoplando, algo bastante poco
femenino.
—Eso ha sido mucho peor. Ya entiendo por qué prefieres una respuesta
directa.
Él sonrió y volvió a cerrar los ojos.
—Muy bien. ¿Por qué perder el tiempo con palabras bonitas, cuando
puedes ir al grano y ya está? Como el boxeo. No hacen falta palabras. Solo
necesitas los puños, hacer un buen juego de pies y perseverar.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué has escogido un deporte así, cuando hay
tantos pasatiempos respetables para caballeros?
—¿Como las cartas o las carreras de caballos?
—Como la equitación. La caza del zorro. La esgrima. —Me froté el
estómago dolorido.
Carraspeó, con los ojos aún cerrados.
—Te entiendo. Pero esos pasatiempos son para hombres que están
satisfechos con sus vidas. Algunos debemos convencernos a nosotros
mismos de que hay luz más adelante. El boxeo es un medio perfecto para
expresar frustraciones cuando la vida no te resulta como esperabas.
—¿Hablas de ti mismo? —Arrugué la nariz. Apuesto, con dinero,
inteligente… ¿Qué más necesitaba un hombre para estar satisfecho? Al ver
que se mantenía en silencio, me di cuenta de que le había planteado una
pregunta demasiado personal.
Después de un momento, dijo:
—¿Te ha hablado Liza de mi hermano?
La pregunta me tomó por sorpresa. Traté de recordar lo que Liza me
había contado sobre Charlie. Había tomado malas decisiones. Muchas de
ellas recientemente. Y…
—Tu padre perdió un hijo. —Los artículos de los periódicos que había
leído adquirieron un nuevo significado. Era la familia de Charlie. El duelo
de su padre. Su hermano.
Charlie me sostuvo la mirada durante un rato y luego volvió a mirar
hacia el cielo.
—Henry. Era tres años mayor que yo. El heredero de mi padre y el
favorito de mi madre.
No pude evitar pensar en Ben. El heredero de papá. Mi hermano, que
iluminaba una habitación solo con su presencia. Pensar en no volver a verle
nunca más resultaba inimaginable. Perder a cualquiera de los miembros de
mi familia resultaba inimaginable.
—Parece el hijo perfecto —dije.
—Era el hermano perfecto. —Insinuó una sonrisa—. Henry era fácil de
querer. Llenaba toda habitación con risas y bondad, inteligencia y
compasión. Pero más que eso, era un buen hombre, alguien a quien movía
su deber. Se preocupaba por la finca, cuidaba de la tierra y de su gente y
siempre sabía exactamente lo que había que hacer.
No podía rebatir lo que afirmaba, aunque no dejaba de preguntarme que,
si tenía tan buen concepto de su hermano porque lo tenía tan malo de sí
mismo.
—Debes de echarle mucho de menos.
Frunció el ceño y se volvió para mirarme. Bajó la voz como si sus
palabras fueran un secreto.
—No es justo que muriera. Lo necesitábamos. Era imprescindible. No
solo para la finca, sino para toda nuestra comunidad. Hizo más con sus dos
manos, ayudó a más personas y mejoró más vidas de lo que yo haré en toda
mi vida. —Tragó saliva y apretó los labios, como si estuviera cerrando una
puerta.
Yo quería poner mi pie allí con firmeza y mantenerla abierta, que sus
secretos salieran a la luz. Pero sus secretos eran suyos.
Cuando sus ojos se encontraron con los míos, vi la emoción contenida
que albergaban.
—Soy el segundo hijo de mi padre. Cuando Henry perdió la vida, todo
mi mundo se vino abajo. Le echo de menos… Más que nada, le echo de
menos… Nunca podría ocupar su lugar.
Intenté imaginar aquel dolor… Verme rodeada por los recuerdos de mi
hermano, echándole tanto de menos que dolía, pero forzada a seguir sus
pasos y seguir viviendo. No podría hacerlo.
—Lo siento mucho, Charlie.
Inspiró hondo y luego sonrió, a pesar de lo triste que estaba.
—Liza dice que apenas conoces al duque de Marlow.
Un rápido cambio de tema. ¿Por qué siempre hacía eso?
Acomodé mi cojín. El agotamiento llegó y con razón. Dejé caer el peso
de las extremidades sobre la manta.
—¿Hablas de mi en tu tiempo libre?
Me miró a los ojos y se rio.
—¿De una mujer comprometida? Claro que no. Solo tenía curiosidad
sobre ese arreglo. ¿Cuántas veces has visto a ese duque?
—Dos. —Le devolví la mirada con determinación. De lo contrario,
demostraría que llevaba razón y eso jamás lo permitiría.
—¿Lo encuentras divertido?
—Tiene un carácter discreto. Nada demasiado escandaloso o
estimulante.
Entrecerró los ojos y bostezó.
—Tú no pareces del tipo de chica discreta.
—Encajaremos bien como opuestos.
—¿Y sus hábitos? ¿Se levanta temprano y se acuesta tarde? —Parecía
que le pesaran los párpados, parpadeaba lentamente.
—Esos hábitos no me afectarán. Estaremos en habitaciones separadas.
—¿Estás segura? A mí, por ejemplo, me gustaría dormir junto a mi
esposa.
El calor subió por el cuello y bajé la mirada hacia donde tenía la mano,
cerca del pecho; le subía y bajaba de forma constante. ¿Cómo sería dormir
junto a tu esposo? Sentir tanto cariño, sentirnos tan cómodos que
acompasáramos la respiración y esta nos arrullara para dormir.
Estar tan cerca.
Dejó caer la mano en el espacio que había entre nosotros. Podía verle
las arrugas de los nudillos, contar las puntadas de la manga de la camisa que
llevaba. La piel me hormigueaba, me ardía. Tenía miedo de que, si me
movía lo más mínimo, nos tocaríamos, ¿y entonces qué pasaría?
Charlie se rio.
—Disculpa mi impertinencia. No deberíamos hablar con tanta
confianza, pero contigo me siento como con Liza… Me siento muy
cómodo. Me temo que estoy divagando.
Me aclaré la garganta.
—Vomitar resulta terriblemente agotador.
—Todo por la lista.
—¡Por vivir! —grité con una risa, alzando una copa imaginaria en el
aire.
—¡Salud! —Charlie levantó la suya y ambos fingimos entrechocar las
copas antes de bajarlas—. Lo creas o no, me he encariñado con tu lista —
dijo—. Pero aún me pregunto…
Esperé.
—¿Qué?
—¿Qué esperas que pase cuando la hayas completado?
¿Qué esperaba? Lógicamente, sabía que la lista no me cambiaría la vida,
aunque una pequeña parte de mí lo deseaba. Pensé en el rostro sonriente de
la tía Alice mientras bajaba los escalones de la iglesia del brazo del tío
Marvin, como su esposa por primera vez.
—Quiero sentirme completa. Como un cuadro perfecto, listo para que lo
cuelguen.
Él hizo una mueca.
—No creo que eso sea lo que quieres.
—¿Por qué no?
—La perfección significa tener un resultado esperado. Líneas perfectas,
colores perfectos, pinceladas perfectas. Pero la perfección es inalcanzable.
De hecho, son los intentos, las pinceladas que no pretendíamos dar, lo que
nos proporciona una belleza inesperada.
Sus palabras calaron en mí y, mientras yacía allí tumbada, frente a él,
examiné el moratón que todavía le enmarcaba el ojo ligeramente, y también
la mejilla, y el corte que tenía en el labio, que ya casi se le había curado del
todo. Él, Charles Winston resultaba totalmente imprevisible. ¿Cómo podía
ver dentro de mí y entender la manera exacta en que veía la vida? Cómo
quería verla. No, simplemente, la estaba viendo como la sociedad me decía
que lo hiciera.
Quería decirle que comprendía a qué se refería. Que sí, quería desorden,
una vida imperfecta, libre de pretensiones y fiestas y sonrisas forzadas.
Pero, en lugar de eso, dije:
—«La perfección es inalcanzable», dice el hombre que se niega a volver
a casa por miedo al fracaso. —Me puse de costado y murmuré—: Hipócrita.
Él se rio.
—¿Así es cómo hablas al hombre que te salvó la vida? Si Henry
estuviera aquí, verías por qué es tan difícil ocupar su puesto.
—Si Henry estuviera aquí, no estaríamos teniendo esta conversación.
—¿Por qué no?
—Porque estaría hablando con él.
Se rio de buena gana y aquella risa retumbó a través de la arboleda.
Sonreí.
—Nunca se han dicho palabras más ciertas —dijo con reverencia y
volvió a cerrar los ojos.
Yo hice lo mismo, dejando que la luz del sol me calentara el rostro
mientras la respiración volvía a ser la de antes. Dejé caer las extremidades
como piedras sobre la manta y me quedé pegada al suelo.
—No sé por qué te he dicho todo eso. —La voz de Charlie rompió
nuestro silencio—. Mi familia… Apenas hablamos de Henry. Resulta… No
sé, resulta extraño. Hablar de que se ha ido. Y ya ha pasado más de un año.
—Tenía los ojos cerrados, pero en la cara se le veía que no se había relajado
nada—. Hablar de él hace que le eche más de menos todavía.
Si yo tuviera que vivir sin Benjamín y me pidieran ocupar su lugar,
también querría pegarle a algo todos los días. Tal vez, el boxeo no era tan
diferente para él de lo que mi lista era para mí.
—No puedo imaginármelo. Pero me alegro de que me lo hayas contado.
—¿Por qué?
—Porque ahora sé por qué ha sido tan mala tu conducta. Y la próxima
vez que pienses en deshonrar el apellido de tu familia, te recordaré que,
aunque Henry se haya ido, tu legado también refleja su nombre. Estoy
segura de que, si él estuviera aquí, te daría una buena colleja.
—Me habría dado un buen puñetazo, parecido al que me diste tú. —Me
miró e imitó un movimiento de boxeo—. Le encantaba el deporte.
—Eso me gustaría verlo. —Sonreí, mientras volvía la cara hacia el sol.
Soltó una risita.
—La luz del sol también te está soltando la lengua.
Cierto. Pero me sentía maravillosamente bien. Lo que me dolía parecía
curárseme bajo el sol.
Charlie volvió a ponerse de costado una vez más.
—¿Puedo preguntarte algo? Mientras estemos hablando así, a lengua
suelta.
Me estremecí al notar lo cerca que estábamos. Podía ver cada detalle del
contorno de su mandíbula, cada peca, cada cicatriz. Quería tocarle. Quería
extender el brazo y tocarle la mano, sentir el calor de sus dedos
entrelazados con los míos.
Tragué saliva y deseché ese pensamiento.
—Deberíamos descansar. —Hablar con él hacía que me sintiera
demasiado libre. Hablaba como si pudiera ver dentro de mí, como si
conociera los pensamientos que yo jamás había pretendido compartir. Por
muy tentadora que fuera su conversación, yo no era libre. Mi futuro se
acercaba rápidamente y prefería que esos pensamientos permanecieran bajo
la superficie.
Pero insistió.
—¿Qué harás si, después de todo tu esfuerzo, sigues sintiéndote como
ahora?
Nuestras miradas se encontraron y me observó con atención. Como si
esperara que admitiera algún gran secreto. Pero no tenía nada. No tenía otro
plan. No lo necesitaba.
¿O sí?
Charlie frunció los labios y luego se tumbó de espaldas.
—Tú también eres una hipócrita, pues.
—¿Disculpa?
—Si nada cambia, si sigues sintiéndote insegura sobre tu matrimonio
con el duque, pero te casas con él de todas formas, entonces, ¿qué sentido
tiene? Me reprendes por no hacer cambios en mi vida, mientras que tú te
muestras igual de reacia.
—Tengo un deber.
Clavó los ojos en los míos, como si necesitara que lo escuchara.
—No. Yo tengo un deber. Tú tienes una elección. Y si estás tan
insegura, tal vez deberías reconsiderar lo que quieres para tu vida.
Empecé a decirle que quizá debería considerar convertirse en clérigo si
lo que quería era dar sermones, pero cerró los ojos y volvió a cruzarse de
brazos. Así que, en lugar de eso, resoplé.
¿Dónde estaba Liza con nuestro carruaje?
Debía de haber una piedra bajo mi lado de la manta, ya que de repente
no me sentía cómoda en ninguna postura. Me giré hacia un lado, luego
hacia el otro. Si no hubiera estado a punto de perecer en presencia de
Charlie por segunda vez, me habría preocupado por mi reputación. Pero,
cualquiera con ojos en la cara podría ver que ambos estábamos
desfallecidos.
Me puse bocarriba y desvié la mirada hacia las copas de los árboles, a lo
lejos. Las hojas se mecían y bailaban con la suave brisa, casi anhelando
liberarse y salir volando. Lo que ellas no podían saber es que todo lo bueno
llega a su fin. Su vuelo resultaría en un indudable descenso, pero, dónde
aterrizarían, nadie podía saberlo.
Quizá Charlie comprendía esa parte de mí. Quizá veía a la joven
soñadora que quería salir volando hacia una aventura. Quería que tuviera
una vida interesante, pero eso no significaba que quisiera estar libre de
responsabilidades como él. Un ducado le daría a mi familia oportunidades
inimaginables. Tendría una vida llena de ellas.
Pero también quería mi propia familia; un esposo que me amara y a
quien yo amase e hijos a los que ambos adoráramos. ¿Podría tener eso con
el duque?
Charlie volvió a respirar de manera acompasada y dejó escapar un leve
ronquido. Y su autoridad. Por mucho que quisiera enfadarme con él por ser
hipócrita y por lo que había dicho sobre mí, me parecía tranquilo y en calma
mientras dormía. Como si no tuviera cargas ni pesares. Con los labios
ligeramente entreabiertos y la brisa sacudiéndole el cabello. Tenía que
admitir que, a pesar de las cicatrices, se le veía muy apuesto. Y pensar que
me había intimidado al principio.
Sentí que los párpados me pesaban. Estaba tan calentita y cómoda. Pero
no debía sucumbir a todo aquello. Uno de los dos tenía que mantener cierta
apariencia de decoro.
A Charlie no podría importarle menos, eso estaba claro.
Parpadeé, pero, esta vez, seguí con los ojos cerrados.
Capítulo 16

–R
osalind.
Intenté tragar saliva, pero sentía como si tuviera la garganta
llena de arena. Parpadeé una vez contra la luz del sol y estiré un
brazo. Luego me giré hacia un lado y enterré el rostro en la almohada.
Solo que no era mi almohada.
—¡Rosalind! ¡Rápido!
«Charlie».
Me impulsé con una mano y me senté, para descubrir que ya tenía la
mirada puesta en la mía. Me observaba con ojos frenéticos. Tenía el cabello
despeinado y una mancha rosada en la mejilla, sobre la que había dormido.
¿Por qué estaba agazapado en la hierba? El corazón se me empezó a
acelerar.
—¿Qué diablos está pasando?
¿Benjamín? Me volví sobre las rodillas y me quedé paralizada. No, no,
no. Charlie y yo estábamos sobre una manta de pícnic, con almohadas,
solos en medio del campo. Ben caminó con determinación hacia nosotros,
con los hombros cuadrados y un fuego ardiendo en sus ojos.
Me levanté demasiado rápido y la cabeza me dio vueltas. Tenía la
respiración acelerada y no podía hablar; la garganta se me había cerrado por
el pánico y sentía el cuerpo entumecido por el sueño. ¿Qué podría decir
para salir de esta? ¿Qué excusa podríamos inventarnos que explicara
semejante escena?
Charlie se apartó de un salto y puso distancia entre nosotros.
—Newbury —dijo él con calma, pero la voz no le acompañaba. Sonaba
comprimida. Culpable—. Un placer verte.
Mi hermano ya estaba sobre nosotros, cargando directamente hacia
Charlie con los puños en alto.
—Tú, desgraciado. Asqueroso y sucio canalla.
—¡Benjamín! —grité mientras extendía la mano para detenerlo.
Pero él apartó la mano y le dio un empujón tan fuerte a Charlie en el
pecho que este se tambaleó hacia atrás.
—¡Es mi hermana! —gruñó Ben.
—Newbury, lo has malinterpretado —se apresuró a decir el primo de
Liza. Levantó las manos en señal de rendición—. Sé lo que debe de
parecerte, encontrarnos así, pero nos encontrábamos mal…
Mi hermano se acercó a mí y me agarró por los hombros.
—¿Te ha tocado? —De sus ojos se desprendía una tormenta feroz.
Respiraba de manera acelerada—. ¿Te ha hecho daño de alguna forma? Me
dijiste que no confiara en él, pero no tenía ni idea…
—No ha ocurrido nada entre nosotros, Ben. —Mi voz sonó ronca y me
ardía el rostro, pero le sostuve la mirada, pronunciando las palabras con
seriedad—. Debes creerme.
Charlie agachó la mirada. Parecía afligido, como si hubiera traicionado
a un amigo de verdad.
—Te doy mi palabra, jamás haría daño a tu hermana. Lo que has visto
parece peor de lo que en realidad es. Me quedé dormido…
—¡Has traspasado los límites del decoro!
—¡Pero yo también! —intervine, interponiéndome entre ellos.
Ben levantó una mano.
—Es su deber protegerte a toda costa. Y mi responsabilidad defenderte,
en caso contrario.
—Nos encontrábamos mal —dije, rogando que lo entendiera.
Necesitaba respirar y ver las cosas con claridad—. Nos hemos comido un
montón de dulces y lo hemos vomitado todo. No podíamos caminar,
ninguno de los dos. Pedí a Liza que fuera en busca de nuestro carruaje para
que nos llevara a casa.
—¿Y? ¿Dónde está?
Miré hacia delante, rogando, suplicando que mi amiga y el carruaje
aparecieran. Pero no se veía nada. Hundí los hombros, y también me hundí
yo. Todo lo que me quedaba en este momento para defender la verdad eran
mis palabras.
—Debería haber regresado ya —empecé a explicarle—. Ella estaba
aquí.
—Bueno, pues ahora no está, ¿no? —Lanzó las manos al aire, luego se
paseó entre nosotros, agarrándose unos mechones del cabello—. Me tomáis
por un necio.
Charlie se pasó las manos por el rostro. Él sería el que cargaría con la
culpa.
—No eres un necio —insistí—. Pero te equivocas con el culpable.
—Me dices que sea más responsable —Ben alzó las manos en el aire y
me miró con dureza—. Aquí me tienes. —Desvió su mirada hacia Charlie
—. Y tú no me has dejado elección.
—¿Elección para qué? —dije con dificultad. No podía contárselo a
papá. Nunca me perdonaría un descuido semejante. Me encerraría en casa
hasta la boda y adiós a acabar de cumplir lo que había en mi lista. Jamás
sabría si al final había hecho la elección correcta. Sentí debilidad en las
piernas—. Benjamín, ¿qué estás diciendo?
—Haces lo que debes por tu hermana. Yo haría lo mismo —Charlie bajó
la mirada; las manos le colgaban a los costados—. No protestaré.
Benjamín abrió los ojos como platos. ¿Había esperado otra cosa? Luego
tragó saliva con dificultad y pareció reforzar su determinación.
—Es mi hermana —volvió a decir, furioso— Está comprometida con el
duque de Marlow. ¿Y si alguien os hubiera visto? ¿Te imaginas qué
humillación para nuestra familia si alguien lo descubriera? Sobre todo, si
dejo que te marches.
¿Estaban hablando de un duelo? Mis sentidos se reactivaron al instante.
—Benjamín, nos vamos. Ya —dije con voz ronca, aunque no me
importó. Agarré a mi hermano por el brazo y tiré de él—. Esto no es más
que un terrible malentendido. Ya lo verás. Vayamos directamente a Ivy
Manor y hablemos con Liza. Ella te contará lo mal que nos encontrábamos.
Pero mi hermano estaba mirando a Charlie, que dijo:
—Independientemente de que en el pasado me haya faltado el juicio,
nunca deshonraría a tu hermana ni traicionaría tu amistad. Respeto
demasiado ambas cosas como para arriesgar la opinión que tienes sobre mí.
—Charlie vaciló, miró hacia abajo y luego se topó con la mirada de mi
hermano—. Comprendo que te veas obligado por tu deber. Si quieres
retarme en duelo, no me opondré.
—¡Por supuesto que te opondrás! —Grité— ¡Ambos lo haréis! Iremos a
casa y actuaremos como si nada de esto hubiera ocurrido.
Solo nos habíamos quedado dormidos. Ni siquiera nos habíamos tocado.
¿Podía un hombre hablar de matar a otro por tan poca cosa? Me estrujé las
manos, mientras trataba de respirar con calma por la nariz. ¿Qué podía
hacer?
—No veo otra opción —dijo Benjamín sin emoción. Tenía los ojos
desorbitados por el miedo.
Miré a Charlie, suplicándole que viera lo absurda que era la decisión de
mi hermano. Toda esta conversación se nos había ido de las manos.
—Haz algo.
Charlie levantó una mano.
—Antes de que exijas satisfacción —le dijo a Ben—, piensa en lo que
significará para tu hermana. Si usamos pistolas y uno de nosotros muere,
todo el mundo sabrá lo que ocurrió hoy aquí.
A mi hermano le brillaban los ojos.
—Cobarde.
—Solo pienso en tu hermana. Como sé que estás haciendo tú.
Mi hermano negó con la cabeza. Tenía las manos cerradas en puños a
los costados.
—Tú solo piensas en ti mismo —rugió.
En un instante, agarró a Charlie por el hombro y luego le asestó un
fuerte puñetazo en el estómago.
El primo de mi amiga gruñó y cayó de rodillas.
—¡Benjamín! —Grité, mientras corría para colocarme entre ellos.
—Vete a casa —decía Charlie. Sus ojos afligidos parecían suplicar mi
conformidad—. Por favor.
—No puedes hacer esto —le rogué a mi hermano—. Demos un paseo,
Benjamín. Hablemos sobre esto antes de…
—Vete a casa —dijo Ben con frialdad—. O le contaré a papá todo lo
que he visto y dejaremos que sea él quien juzgue.
Retrocedí un paso. ¿Cómo había ocurrido esto? Solo un momento antes
estábamos felices y satisfechos y ahora…
—Levántate, Winston —rugió Ben—. En pie.
Charlie se puso en pie y, ante la insistencia de mi hermano, levantó los
puños. Pero fue un vago esfuerzo. Sin entusiasmo. El primo de Liza nunca
le haría daño, pero asumiría la culpa en forma de moratones.
—Vete ya, Rosalind —Ben señaló en dirección a casa. Levantó los
puños y empezó a rodear a Charlie, que bloqueó todos sus avances. Un
golpe y luego otro, hasta que Ben gritó de frustración.
—¡Pelea, canalla!
El señor Winston se desplazó, pero incluso yo podía ver que le había
regalado a Ben la oportunidad.
Mi hermano gritó y le soltó un directo. Le asestaba puñetazos
implacables; en el pecho, en el estómago.
Me di la vuelta, con la visión borrosa, y empecé a correr.

Rechacé la cena. Me dolía tanto el estómago que apenas podía soportar


sentarme recta o moverme. Había temblado tanto por las náuseas y luego el
miedo, que tenía todos los músculos del cuerpo extenuados.
Ben había pasado por casa solo el tiempo suficiente para cambiarse de
ropa. Según Molly, solo la tenía ligeramente manchada de sangre. La visión
de sus puños en alto me consumía. La preocupación por Charlie, también.
Justo después de haberme puesto el camisón, Molly llegó con una carta
de Liza.

Ros:

Perdóname por abandonarte. Charlie me asegura que


llegaste bien a casa poco después, aunque me siento fatal por
no haber vuelto.

Charlie. Estaba en casa. Recorrí la carta con los ojos.

Antes de que entres en pánico, que sepas que no le conté a


nadie que Charlie y tú os quedasteis a solas. Pero, al llegar a
casa, me encontré tan mal yo también que mamá me envió
directamente a la cama. No podía dejar de pensar en ti,
encorvada de esa manera, y en Charlie y, entonces, mientras
subía las escaleras de casa…
Perdóname. Incluso escribir sobre ello me revuelve el
estómago. Debo retirarme temprano, pero no podía dormir
sin antes enviarte estas líneas para pedirte que me disculpes.
Me preocupaba que, si le pedía a mamá que enviara el
carruaje, ella también fuera y no podía arriesgarme.
El doctor está seguro de que solo ha sido una
indisposición. Después de descansar, he mejorado mucho,
pero no puedo decir lo mismo de Charlie. No llegó a casa
hasta bien entrada la tarde y tiene un ojo hinchado y un corte
reciente en el labio. Afirma que tropezó, cayó y se dio contra
una roca. Un pedrusco, en mi opinión, y al parecer
directamente en el rostro. No me convence. A mamá y papá
les preocupa que haya vuelto a sus viejos hábitos, aunque no
entiendo cómo lo ha logrado. Solo me alegro de que no haya
pruebas que desmientan su afirmación.
Me preocupa, Ros. Tiene mucho potencial, pero temo que
desperdicie sus oportunidades y viva una vida llena de
arrepentimiento. Ayúdame a salvarle, ¿quieres? Ojalá
pudiera mostrarle cómo podría ser su futuro, si tan solo le
diera una oportunidad.
Espero que te sientas mejor.
Respóndeme mañana.

Con cariño, etc.


Liza

Por muy mal que me sintiera por su enfermedad, estaba aliviada de saber
que Liza no sabía la verdad y que Charlie no tenía heridas graves. Pero,
ahora los Ollerton creían que Charlie había vuelto a sus viejos hábitos.
¿Existían siquiera esos hábitos? Hasta donde yo sabía, Charlie solo parecía
encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. Se había
preocupado por mí y me había ayudado desde la primera vez que lo vi.
Pero ¿qué había hecho yo para ayudarle a él? Solo lo había metido en
un lío tras otro. Era yo la que casi se había ahogado, la que había seguido a
Ben a la arboleda. Era yo la que había hecho que Charlie se comiera todos
esos dulces, así que, en todo caso, era a mí a quien había que culpar por este
malentendido.
Me metí en la cama con un sentimiento de culpa que jamás había
sentido. Después de todo por lo que había pasado, el señor Winston se
merecía algo mejor. Se merecía felicidad.
Y yo le ayudaría a encontrarla.
Capítulo 17

B
en no estaba en el desayuno. Ni en su estudio. Papá había ido a una
reunión en la ciudad con nuestro procurador y mamá había ido a
supervisar cómo iba la confección de mi vestido de novia.
Yo había dicho que tenía dolor de cabeza para librarme de esa tarea.
Sentarme erguida continuaba resultando un reto, así que me pasé la
mañana en mi dormitorio, pensando en mi hermano. La pelea con el señor
Winston seguía viva en mi mente. No podría perdonar a Ben por lo que
había hecho, aunque tampoco podía reprenderle por defender mi honor.
En lugar de eso, en cuanto mi estómago fue capaz de recuperarse lo
suficiente como para retener un pequeño refrigerio, me hice con el cuaderno
que había dejado, que seguía en blanco desde el día en que el primo de Liza
me enseñó a boxear, una pluma y tinta y me senté a mi escritorio, que se
encontraba frente a las ventanas dobles de mi dormitorio. La brillante luz
del sol bañó el cuaderno, lo que me trajo a la memoria mis recuerdos
favoritos de la infancia. Y me permití perderme en ellos.
Aquellos tiempos en los que las risas eran tan abundantes como las
gotas de lluvia en primavera. Cuando aún me quedaban años por delante
antes de preocuparme por que alguien me proporcionara protección y un
bienestar económico, o por dejar el hogar y formar una nueva familia con
otra persona. Toda mi vida podía reducirse a fragmentos de recuerdos y,
aunque no podía rememorar cada detalle, en todos ellos me sentía igual.
Segura.
Feliz.
Tal vez, por eso me gustaba tanto pintar. Quería recordar momentos,
escenas, personas… para siempre.
En la habitación no se oía otra cosa que mi pluma deslizándose por el
papel. Recordaba cómo Ben y yo hacíamos flotar barcos río abajo, cómo
jugábamos a los palillos hasta que nos dolían los dedos. El tiempo nos había
cambiado, pero, en el fondo, yo seguía siendo esa niña con largos rizos
castaños y Ben era mi hermanito de pelo suave y mullido y dentón. Y,
ahora, gracias a la tía Alice y mi lista, podría compartir estos recuerdos para
siempre.
Acababa de cerrar mi diario cuando la puerta se abrió y mamá entró con
Molly a la zaga.
—Vístete rápido —dijo—. Cenaremos en casa de los Ollerton esta
noche.
—¿Los Ollerton? —Me levanté de la silla.
—Benjamín ha entablado amistad con su sobrino y la señora Ollerton
desea alentar ese vínculo. No habría aceptado con tan poca antelación, pero
es que al oírla decir que nuestro Ben es una buena influencia…
—¿Para el señor Winston? —Después de haberse peleado con mi
hermano, ambos no podían estar en la misma habitación. Pero mamá no
sabía nada sobre su duelo secreto y, desde luego, la señora Ollerton
tampoco. ¿Iban a comportarse de manera civilizada? Después de lo de ayer,
apenas quedarían unos jirones de lo que había sido su amistad.
—Sí. Al parecer, poco después de que su hermano falleciera, el señor
Winston dejó la universidad, discutió con su padre y montó una escena
tremenda. Dijo que no tenía intención de hacerse cargo de la propiedad en
lugar de su hermano e incluso amenazó con arruinarla después de que sus
dos hermanas menores se casaran. ¿Te imaginas qué humillación?
Charlie no me había hablado de sus hermanas. Tampoco de que tuviera
semejantes intenciones respecto del patrimonio familiar. Casi no podía creer
a mamá; aquello no sonaba precisamente a lo que diría el señor Winston.
—Pero ¿adónde fue?
Molly sacó un vestido de noche y me rodeó para desatar el que llevaba
puesto.
Mamá continuó:
—Por lo que me dijo la señora Ollerton, se fue de allí, alquiló un
apartamento en Londres y ha pasado la mayor parte del tiempo haciendo
Dios sabe qué. Le dieron un año para que entrara en razón y, al ver que no
lo hacía y tras meterse en una pelea tremenda con un conde, cortaron la
relación con él por completo. En mi opinión, esperaron demasiado. Al
parecer, su madre cree que al verse sin nada aprenderá lo que es la gratitud.
Las piezas que no habían encajado del todo, lo hacían ahora. Según
parecía, el dolor por la pérdida de su hermano casi lo había vuelto loco.
Todos esos feos moratones, cortes y marcas de cicatrices que tenía cuando
nos conocimos… ¿Había sentido ese mismo dolor en su interior?
—Me cuesta creer que el señor Winston sea un hombre tan egoísta. La
verdad es que parece agradable cuando tratas con él —dije, mientras Molly
me ayudaba a ponerme el otro vestido.
—Nunca se llega a conocer bien a una persona —dijo mamá—. Date
prisa. Te esperamos abajo.
Mamá se fue y Molly me guio hasta la silla para que pudiera arreglarme
el cabello. Sin embargo, yo seguía pensando en lo que mi madre acababa de
decir sobre el señor Winston. Al recordar nuestras conversaciones, supe que
no me había mentido ni una sola vez sobre su pasado ni tampoco había
ocultado que había cometido errores. Había compartido sus preocupaciones,
su dolor, incluso sus miedos. Puede que no conociera muy bien a su familia,
pero conocía a Charles Winston.
Había cometido errores, pero era un buen hombre.
Bajé las escaleras hacia donde se encontraban mamá y papá, en la
entrada. Apenas me había dado la vuelta, cuando Benjamín apareció, bien
vestido y elegante, con cara de como si tal cosa, una cara más acorde con
una mesa de juego que para asistir a una cena. No tenía magulladuras.
Casi resultaba ridículo, ya que, si el primo de Liza se hubiera defendido,
mi hermano habría acabado deshecho. Evitó mirarme, pero yo me enganché
a su brazo mientras seguíamos a nuestros padres hacia el carruaje.
—¿Dónde has estado? —susurré, dándole un apretón en el brazo.
—Fuera —murmuró con tono sombrío.
Le tiré del brazo para que ralentizara el paso, iba muy deprisa. Antes de
que nos encontráramos con los Ollerton, quería saber lo que había ocurrido
después de que me fuera de la arboleda. Necesitaba saber qué debía esperar.
—¿Habéis arreglado las cosas?
—¿Arreglado? —resopló—. No hasta que ese hombre haya dejado la
ciudad.
—Benjamín, has perdido el juicio.
Me miró con el ceño fruncido.
—Tuvo lo que se merecía. Y no permitiré que vuelvas a hablar con él a
solas nunca más.
—Entonces, supongo que es una suerte que no vayamos a estar solos.
El señor Derricks nos recibió en Ivy Manor. Esta vez, me permitió la
entrada, aunque lo hizo todavía de un modo vacilante que solo yo pude
percibir.
La señora Ollerton llegó a toda prisa al vernos entrar. Iba vestida de
rojo, con los labios pintados a juego, y abrazó a mamá de inmediato.
Empezaron a conversar en susurros sobre una mujer que se había caído en
las calles de la ciudad.
Saludé con una reverencia a la señora Ollerton y seguí a mamá, papá y
Ben hacia el salón. Liza estaba sentada al pianoforte. Solo levantó la mirada
un instante para sonreír mientras continuaba tocando. Papá se dirigió al
fondo de la habitación para conversar con el señor Ollerton.
Ben se detuvo en el centro de la estancia. Miré hacia mi izquierda y
encontré a Charlie sentado junto a la ventana con un libro.
El primo de Liza alzó la mirada, se levantó e hizo una reverencia hacia
nosotros. No pude captar su atención, así que me acerqué a Ben, cuya
mirada era tan severa y acerada que podría haber acobardado a un león.
—Somos sus invitados —le recordé a mi hermano en un susurro—.
Compórtate como es debido.
Resopló e hinchó el pecho. Estaba decidido a intimidar a Charlie, desde
luego.
—Creo que me quedaré aquí y le recordaré cuál es su lugar.
El señor Winston había vuelto a sentarse junto a la ventana, con los
hombros hundidos. Pero, en vez de leer su libro, se quedó mirando con
pesar por la ventana, hacia los últimos rayos de luz del cielo vespertino. No
podía soportar velo solo, así, y tan lleno de pesar.
—Es mi amigo y una vez fue el tuyo —dije, mirando a Ben de reojo—.
No podemos comportarnos como si no estuviera aquí, a menos que desees
disgustar a nuestros padres y a los Ollerton por tal desaire.
Ben apretó los labios.
—Con tu permiso, hermano.
Él desvió la mirada mientras la canción de Liza se ralentizaba. Tenía
que tomar una decisión. Unirme a ella en el pianoforte y asegurarme de que
se había recuperado de la indisposición por exceso de dulce o unirme a
Charlie en la ventana.
Sabía dónde quería estar, pero dónde quería no era lo mismo que dónde
debería estar. En cualquier caso, los pies me llevaron adonde estaba él. Tras
un vistazo desde más cerca, vi que tenía el ojo derecho amoratado, aunque
no tanto como cuando lo conocí. Y, tal como me había dicho Liza, tenía un
corte reciente en el labio inferior.
—Estás vivo —dije con sorna a medida que me acercaba.
Desvió los ojos hacia mí, sorprendido. Miró detrás de mí, así que me
hice a un lado para bloquearle la visión y que no viera a mi hermano. Curvó
los labios, cerró el libro y se hizo a un lado en el asiento de la ventana.
—¿Estás segura de que quieres tentar a la suerte esta noche, teniendo
como tengo las heridas tan recientes? —dijo en voz baja cuando me senté a
su lado—. Tengo órdenes estrictas de mantenerme alejado de ti.
Bajé la voz hasta convertirla en un susurro.
—¿Qué ocurrió después de que me fuera?
Charlie hizo una mueca.
—Si tu hermano no te lo ha contado, entonces yo no debería hacerlo.
Miré por encima del hombro. Ben permanecía inmóvil. Mamá y el resto
de la gente que nos acompañaba reían alegremente de algo que el señor
Ollerton se había sacado del bolsillo.
—¿Qué te dijo? —pregunté.
Charlie alzó las cejas con aire pensativo y dejó escapar un suspiro
profundo.
—Más de lo mismo. Que no debo mirarte nunca más, ni siquiera
parpadear en tu dirección.
Entorné los ojos e inspiré profundamente por la nariz.
—Eres prácticamente un Ollerton. Y nos encontrábamos faltal, por el
amor de dios. Y estábamos muy separados el uno del otro.
—Bueno… —empezó a decir el hombre, con mirada de
arrepentimiento, mientras se frotaba la nuca.
—¿Qué? —Entrecerré los ojos.
Tenía una sonrisa cariñosa, pero vacilante. Una de esas sonrisas que una
madre dedica a su hijo favorito, aunque sea un cabezota.
—Te gusta moverte de un lado a otro mientras duermes. —Se mordió el
labio—. Me robaste la almohada.
¿La qué?
—No es verdad.
Oh, pero sí que lo era. En esa fracción de segundo, antes de oír la voz de
mi hermano retumbando en el aire, acababa de despertarme sobre una
almohada que no era la mía. Me cubrí la boca con una mano. El cuello, el
rostro, las orejas; todo me ardía.
Charlie se rio con esa misma vacilación y me miró de forma extraña, de
una forma familiar. Una forma que hizo que el corazón se me acelerara.
Las mejillas se le sonrojaron y contuvo una sonrisa, bajando la mirada
hacia sus manos.
—Eso fue después de que te convenciera de que mi almohada era más
cómoda que mi brazo.
La mandíbula se me desencajó y negué lentamente con la cabeza, de
forma irreflexiva. ¿Yo, dormida sobre el brazo de ese hombre?
Esta vez enterré el rostro en ambas manos. Jamás me movería de ahí. Y
nadie volvería a verme la cara jamás.
—No creo que tu hermano hubiera llegado todavía. Estoy bastante
seguro de que estaría muerto si así fuera —dijo con voz seria, aunque no
podía estar segura. Nunca lo sabría, porque jamás volvería a mirarle.
Inspiré y espiré por la nariz, colorada del todo, absolutamente, por la
vergüenza. ¿Qué debía de pensar de mí? Una mujer que se había
comportado sin el más mínimo decoro, que prácticamente lo había acosado.
Dos manos cariñosas tiraron de las mías con gentileza y las apartaron de
mi rostro. Bajé la mirada hacia la alfombra azul y avellana que yacía bajo
nuestros pies.
Entonces, me levantó la barbilla con el dedo.
—No tienes nada por lo que avergonzarte. Fuiste toda una dama.
Únicamente te quejaste un poco cuando me aparté.
Abrí los ojos como platos y los posé en los suyos.
—Yo nunca habría…
Los ojos le brillaban, mientras hacía esfuerzos por no echarse a reír.
—Y también tuve que apartar esas manos inquietas que tienes un par de
veces.
—Basta —le rogué, volviendo a enterrar el rostro entre las manos y
acurrucándome en el regazo. No podía soportarlo más. Ese hombre podría
decir lo que quisiera para avergonzarme y nunca sabría si decía la verdad,
porque permití que todo eso sucediera y lo hice de manera voluntaria. ¡Y
Benjamín casi lo había visto!
Charlie soltó una risita, luego se aclaró la garganta.
—Tu hermano nos está mirando.
Me erguí de golpe, mientras me tocaba el cabello y las mejillas, que sin
duda tenía más que coloradas. Forcé una sonrisa para que Ben no pensara
que me había alterado. Mi hermano desvió la mirada hacia Liza y el
pianoforte.
—Eres un maldito mentiroso, Charles Winston —susurré a través de mi
falsa compostura, en parte esperando que admitiera que había exagerado y
en parte pensando en lo que había dicho.
¿De verdad me había acercado a él mientras dormía? Miré de soslayo a
través de las pestañas. ¿Dónde le había tocado? ¿En el hombro? ¿En el
pecho? ¿En el cuello?
—En cualquier caso, he pagado el precio, ¿no?
Sus palabras me despertaron.
—Nunca debería haber dejado que Liza se fuera. No hay disculpa
suficiente por mi parte respecto de ese punto. Lo siento por el dolor que te
he causado.
Él se encogió de hombros.
—Mentiría si dijera que no valió la pena.
Nuestras rodillas se rozaron y el corazón me latió con fuerza en el
pecho.
—No lo dices en serio. —No de la forma que sonaba.
Pero, en lugar de afirmarlo o negarlo, sonrió para sí, sumido en sus
propias reflexiones.
—Respecto a nuestra conversación —musitó—, antes de que nos
quedáramos dormidos…
—Lo olvidaré todo —me apresuré a decir. Las historias que me confió
sobre su hermano, Henry, eran suyas y yo jamás las compartiría. Aunque
cuanto más me daba, más quería. Quería más de su pasado. Lo quería todo.
Pero debía olvidar que aquel hombre tenía un corazón. Que podía ser
más el apuesto caballero y menos el rudo boxeador. Que era amable y
perspicaz. Que, de alguna manera, sin siquiera intentarlo, veía más de mí de
lo que yo le permitía ver a nadie.
La única persona que tenía ese derecho era Marlow. Solo necesitaba la
oportunidad.
Se frotó la mandíbula y el nuevo moratón que Ben le había hecho.
—Hablar de una manera tan íntima no es apropiado, lo sé, pero…
—Ambos estábamos bastante mal.
Me observó con el ceño fruncido.
—Así es.
¿Trataba de decir algo más? ¿Deseaba una reacción diferente?
—Pero, por supuesto, mi compromiso no significa que no podamos ser
amigos.
Se cruzó de brazos y se recostó en su asiento.
—Amigos, sí. Por supuesto.
¿Amigos? ¿Por qué decía algo tan ridículo? E infantil. ¿Qué adulto
maduro ofrecía amistad? Sentí cómo me observaba y me encogí en el sitio.
Aquí estaba, gimoteando como una tonta.
—Si lo deseas.
Tenía los ojos fijos en los míos.
—Claro.
¿Podría ser tan fácil seguir adelante, fingiendo que no nos habíamos
sincerado tan abiertamente el uno con el otro como lo habíamos hecho el
día anterior? ¿Debería? Estaba comprometida para casarme dentro de dos
semanas, menos. Dejé que el corazón hablara antes que la cabeza.
—Yo también. —Como si nada ni nadie pudiera interponerse en nuestra
nueva y abnegada amistad.
Charlie asintió y desvió la mirada hacia la ventana. Tenía los ojos
apesadumbrados, insatisfechos. Pero ¿por qué?
—Y gracias —dije—. Por encajar los golpes de Ben y no devolvérselos.
—Los he recibido mucho peores, así que ni lo pienses. Tu hermano hizo
lo que creía que era su deber para defender tu honor. No le culparé por eso.
—Me dedicó una sonrisilla, como para demostrar su amabilidad y
demostrar que había salido indemne—. De hecho, todo este viaje ha sido
mucho más ajetreado de lo que había previsto. Realmente creía que estaría
encerrado en casa todo este tiempo. Liza y yo nos llevamos bien, pero ella
se enfadó bastante conmigo cuando todo salió a la luz.
Escuché la dulce música de Mozart que tocaba mi amiga, una melodía
diferente a la anterior, y pregunté:
—¿Lo de que le rompiste el brazo a lord Langdon?
—No pretendía romperle el brazo. Solo quería noquearlo, pero ese
hombre tiene los huesos de porcelana.
—¿Fue un accidente?
—No lo comentes por ahí. Tengo una reputación en el club. —Me lanzó
una mirada de reojo, pero a mí no me pareció muy divertido. ¿Por qué
demonios dejaba que la gente siguiera pensando que le había roto el brazo a
otro hombre? Había demasiados vacíos en su historia. Y yo necesitaba
llenarlos.
—Entonces, ¿por qué te repudió tu padre? —Hice una mueca.
«Demasiado atrevida, Rosalind».
Sin embargo, no parecía que mi insistencia le afectara.
—Bueno, para empezar, no le dije que fue un accidente.
—Charlie —le reprendí, removiéndome en mi asiento—, ¿qué le
dijiste?
—Que me gustaba pelear. Hace que me sienta realizado, triunfador.
—¿Y qué dijo?
—Que si le prestara a nuestra finca tanta atención como al club, me
sentiría igualmente realizado y triunfador.
Le observé con detenimiento. ¿No veía la sabiduría en las palabras de su
padre?
—Es un consejo interesante.
Frunció los labios.
—Él no lo entiende.
—¿Entender qué?
Sacudió la cabeza. Nos quedamos en silencio durante un rato, salvo por
el suave murmullo de las voces de nuestra familia y las melodías que Liza
seguía tocando. Esperé. Esperé a que se decidiera a contarme lo que fuera
que estaba guardándose dentro. Quería que compartiera sus miedos y
secretos tan abiertamente como había hecho yo.
Se aclaró la garganta y forzó una sonrisa.
—¿Qué es lo siguiente en tu lista?
Me volví hacia él, decepcionada.
—Creía que se suponía que éramos amigos. —Le puse una cara que
decía: «si crees que puedes ocultarme algo, te equivocas».
Inspiró hondo.
—Tengo una vida complicada.
—¿Y yo no? —casi lo escupí.
Tragó saliva y bajó la mirada, e inmediatamente me sentí arrepentida
por presionarle para que confiara en mí.
—Perdóname.
Encontró mis ojos con los suyos y me sostuvo la mirada, instándome a
que escuchara sus palabras.
—No soy un hombre perfecto.
—Lo sé.
Asintió y luego se puso a juguetear con la manga de su camisa.
—Todos esperan que fracase. Y no se equivocan. Nunca seré tan bueno
para la finca como lo habría sido Henry. Lo haré todo mal.
—Pero con la práctica mejorarás.
Me miró durante un buen rato y luego frunció el ceño.
—Ya les he decepcionado. El dolor que les he causado al abandonarlos,
y con la muerte de Henry tan reciente, es imperdonable. Desatendí a mi
familia y desperdicié demasiado tiempo. Mi madre, mis hermanas e incluso
mi padre, merecen algo mejor.
—Entonces sé mejor.
Entornó la mirada, casi no se lo podía creer y, a la vez, le había irritado.
—No es tan sencillo.
—Es así de sencillo.
—Quizá para alguien como tú. —Miró por la ventana. La frustración
parecía dominarlo, pero aún permanecía el miedo en sus ojos. Temía
fracasar. El hombre fuerte de la arboleda que nunca perdía una pelea, temía,
por encima de todo, decepcionar a su familia.
—Lo único que tú debes hacer para agradar a tu familia es casarte con
el hombre que ellos te presenten.
Retrocedí ante la mordacidad de su tono.
—¿Crees que eso es una tarea sencilla?
—¿Por qué no iba a creerlo? Tu familia está encantada con el enlace. Tú
no dejas de hablar de lo maravilloso que es el duque, como si el hombre no
tuviera defectos. Me atrevería a decir que toda la ciudad envidia lo perfecto
y fácil que esto debe de ser para ti, pero si alguien se detuviera y mirara con
suficiente atención, vería la verdad.
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Qué verdad?
Su actitud cambió; paso de estar triste a enfadarse.
—Que eres infeliz. No quieres casarte con el duque. Tal vez estés
ayudando a tu familia, pero te estás fallando a ti misma. Y eres una necia al
no pensar en lo que eso podría significar para ti en los años venideros.
Aquellas palabras fueron como una bofetada. El dolor que me causó lo
de cierto que había en ellas me dejó sin palabras. Sin embargo, no iba a
dejar que viera que me había herido al decir lo que yo tanto temía, expresar
unos miedos que jamás revelaría en voz alta.
Parpadeó y tragó saliva, mientras se iba poniendo más y más colorado
con cada momento de silencio que pasaba entre nosotros.
—Yo no… lo que pretendía decir es que…
Me levanté de repente.
—Puede que nuestras vidas no hayan resultado como ninguno de los
dos esperábamos, pero al menos yo estoy intentando aprovechar la mía al
máximo. Eso es más de lo que se puede decir de ti.
Sin más, me dirigí hacia Liza en el pianoforte y coloqué una silla junto a
ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó mi amiga, mientras pasaba los dedos de las
teclas al regazo—. ¿Por qué parece Charlie tan disgustado?
—No lo sé —dije tan despreocupadamente como pude. Recoloqué las
partituras en el pianoforte y empecé a tocar desde donde ella lo había
dejado. Dejé que mis dedos se deslizaran por las teclas, llenando el aire con
música para ahogar las palabras de Charlie en mi cabeza.
Mozart. El suave y acompasado Mozart.
Llamaron para la cena poco después. La etiqueta requería que Ben
acompañara a Liza, pero no le di a Charlie la satisfacción de mirarle cuando
se acercó a mí para ofrecerme su brazo. Apenas le toqué mientras me
acompañaba hasta mi asiento, el cual, por desgracia, se encontraba justo al
lado del suyo. Después de que me ayudara a sentarme, mi hermano se puso
en pie para acomodar un poco más mi silla, como para mostrarle a Charlie
cómo debía hacerlo. Yo le sonreí. Puede que no siempre tomara las
decisiones más sensatas, pero, sin duda y afortunadamente, priorizaba la
lealtad hacia su familia.
Liza se sentó justo enfrente de mí y me proporcionó conversación más
que suficiente. Y, cada vez que Charlie hablaba, me llenaba la boca de algo
para que no dirigiera la conversación hacia mí.
Después de cenar, la señora Ollerton salió fuera con mamá, seguidas de
cerca por Liza y por mí. Pero, a medio camino del pasillo, una mano me
agarró el brazo.
—Señorita Newbury, se le ha caído esto —dijo Charlie.
Me toqué el cuello, pero no llevaba joyas que perder.
Liza continuó, para seguir a su madre, pero yo me volví para dirigirle a
Charlie una mirada de reproche.
Su mirada cayó al suelo y tragó saliva. Sostenía algo en la mano.
—¿Qué es eso? —pregunté con voz acerada. ¿Sabía Ben que me había
seguido?
Charlie se mordió el labio inferior y me ofreció un pañuelo. Su pañuelo.
Con las iniciales C. W. bordadas.
Lo tomé, examinándolo para asegurarme.
—Pero esto es tuyo.
Colocó las manos detrás de la espalda y me dirigió una sonrisa afligida.
—No se me dan bien las disculpas, pero quería hablar contigo.
Fruncí el ceño. ¿Por eso había fingido que el pañuelo era mío?
Charlie me sostuvo la mirada, como si deseara que le salvara de su
agonía. Pero no pensaba hacerlo. Le haría pronunciar cada palabra.
Se mordió el labio inferior.
—Estás enfadada conmigo. Y creo que eso no me gusta nada.
Se me hizo un nudo en la garganta.
Él dio un pasito.
—No debería haberte hablado antes con tanta dureza. Dejé que el miedo
me dominara y te hice daño. ¿Puedes perdonarme? —Me miró con ojos
suplicantes—. Por favor.
Nunca había oído a un caballero decir unas palabras tan sinceras. Y tan
pronto tras una disputa.
—No debería haberte presionado —añadí. Él no era el único culpable.
—¿Por qué no deberías presionar a tu amigo cuando precisa escuchar lo
que estás diciendo? ¿No están los amigos para eso?
Observé su pañuelo almidonado, concentrándome en el estampado de
lunares rojos y dorados que, claramente, era su preferido.
—Tu vida es tuya, no mía. Eres libre de escoger tu propia felicidad al
margen de mis opiniones. Si deseas vivir alejado de tu familia, ¿quién soy
yo para disuadirte?
Me dedicó una media sonrisa.
—Creía que eso era lo que quería. Creía que podría continuar con mi
vida tal como me la había planeado. Fingiendo que nada había cambiado.
Pero el problema es que no deseo librarme de mi familia. Solo quisiera
poder huir de lo doloroso que es quererlos tanto. Tal vez, entonces, no me
preocuparía lo poco apto que soy para ocupar un puesto tan importante en
sus vidas… en la de Henry. Decepcionarlos, cuando ya están tan abatidos,
es un dolor que no podría soportar.
Vacilé, sin saber qué podría decir para ayudar.
—Me pregunto qué diría tu madre de eso. Imagino que yo le diría a mi
hijo que no hay nada peor que pudiera hacer que darse por vencido antes
siquiera de haber empezado.
Se frotó la barbilla con la mano, como si meditara mis palabras mientras
observaba el suelo.
—No debería haberte reprendido por ofrecerme consejo, cuando este
contiene tal sabiduría. Debo disculparme de nuevo.
Empecé a reírme; yo era cualquier cosa menos sabia.
—Estás perdonado. —Le devolví su pañuelo—. Somos un caso, ¿no te
parece?
Vacilé. Quería decir más, pero una vez lo hiciera, no habría vuelta atrás.
No obstante, Charlie había sido muy sincero conmigo respecto a la muerte
de su hermano. Había sido fiel a sus sentimientos, incluso los
desagradables, y me había inspirado. Quería ser igual de honesta con él.
—No deseo casarme con el duque —dije despacio. Aquellas palabras
me salieron de los labios y alzaron el vuelo. Me sentí tan angustiada como
complacida por la cara de asombro que puso. Pero, ni siquiera la verdad
impediría que él o yo aceptáramos nuestro destino—. Y tú no deseas
aceptar la finca de tu familia.
Charlie permaneció increíblemente quieto.
—Qué ingrato por nuestra parte —se burló, pero tenía la mirada seria y
penetrante.
—Qué egoísta —coincidí—. Qué irracional por nuestra parte querer
construir nuestro propio futuro.
Charlie asintió.
—Podríamos escaparnos. —Alzó las cejas, medio en serio y medio en
broma, y yo me reí.
—¿Juntos? Hoy por hoy me han prohibido hablar contigo sin tener una
carabina delante.
Charlie fingió que miraba a su alrededor, sabiendo tan bien como yo que
en ese momento no había ninguna y, aun así, aquí estábamos. Le di unas
palmaditas juguetonas en el brazo.
—Vuelve a parecer arrepentido. Te sienta mejor.
Sonrió, se llevó las manos detrás de la espalda y bajó la barbilla.
—Es cierto. Gracias. Por incluirme en tu cruzada y…
—Me parece recordar haberte suplicado…
—… por aceptar mis ridículas ideas…
—Me salvaste la vida.
—… y por ser mejor amiga de lo que me merezco.
La emoción me embargó, pero la contuve y, para que no se notara, alcé
la barbilla y dije con sorna:
—Tienes razón. No me mereces.
Inclinó la cabeza hacia un lado y pareció estudiar mi rostro en el pasillo
iluminado con velas.
—No creo que haya jamás hombre alguno que llegue a merecerte.
Mantuve la cabeza alta y dejé que me examinara, sonrojándome por la
atención que me prestaba.
¿Qué veía cuando me miraba de esa forma? Tan tierna y
descaradamente. Quería saber qué pensaba, todo lo que pensaba, pero,
sobre todo, quería conocer los pensamientos que guardaba justo bajo la
superficie. Tan cerca, pero que no expresaba.
Sus ojos se encontraron con los míos y sonrió, luego bajó la mirada.
—Debería…
—Por supuesto —me apresuré a decir—. Ve, recompón tu amistad con
mi hermano. Te admira, lo admita o no, y no quiere odiarte, desea no
hacerlo.
—No tengo la menor idea de cómo acercarme a él —dijo Charlie con
las palmas hacia arriba.
Cerré un puño y le golpeé con delicadeza en la mano que tenía abierta.
—Imagino que el pugilismo es algo más que dar golpes a un saco de
arena. Hazle una crítica. Dile cómo podría haberte hecho realmente daño
ayer. Enséñale todos tus trucos de boxeo, cómo proteger de verdad a su
hermana y a su futura esposa, y lo tendrás de vuelta en la arboleda en poco
tiempo.
Asintió y se frotó la barbilla.
—Y, ¿Charlie? —titubeé.
Él levantó la mirada.
—Vuelve a decirle que tenía razón al protegerme, aunque tal vez la
próxima vez debería controlar su ira. Y alaba su lealtad hacia su familia.
Dile que es la cualidad más admirable y honorable que podría tener.
Me observó detenidamente y me di cuenta demasiado tarde de lo que
había dicho.
—Se lo diré —respondió Charlie. Luego hizo una reverencia,
demasiado respetuosa para una mujer que aún no poseía un título, y se fue.
Capítulo 18

D
urante los siguientes días comí, bebí y repasé mi lista. En poco más
de una semana llegaría el duque y, estuviera preparada o no, mi vida
cambiaría. El deber prevalecería sobre el deseo.
Ni siquiera protesté cuando mamá me llevó de un lado para otro por la
ciudad, mientras atendíamos un sinfín de preparativos para la boda y,
finalmente, llevamos a casa mi vestido de color melocotón con, desde
luego, encaje blanco.
Pero, en todo momento, pensaba en recuerdos que quería dejar escritos
en mi diario. Los anotaba entre las citas de mamá y cada noche a la luz de
las velas. Escribí todos los días hasta que me dolieron los dedos y todos mis
recuerdos quedaron registrados sobre el papel.
Una tarde, mientras tomábamos el té, Liza me examinaba los dedos
mientras su primo fruncía los labios. Él me había enviado un ungüento
especial que utilizaba para los nudillos y me dijo que lo probara. Había
obrado milagros; ya no tenía los dedos irritados.
Al día siguiente, después de mirar mi reflejo en un espejo durante un
buen rato, obtuve una clara visión para mi autorretrato. Pasé dos
madrugadas de un trabajo interminable frente al caballete, en el jardín, bajo
la suave luz de la mañana. Al principio, Charlie y Liza se contentaban con
andar holgazaneando cerca de mí. Sin embargo, el primo de mi amiga
empezó a impacientarse. No podía quedarse sentado con un libro como
hacía ella, así que, en lugar de eso, siguió al jardinero y regresó más tarde
con un gato extraviado y una gran cantidad de información sobre qué
plantas de la arboleda eran comestibles. Al final, mis dos amigos
coincidieron en que mi último autorretrato se parecía razonablemente a mí,
así que dejamos que se secara y luego enviamos a Molly para que lo llevara
a enmarcar. Quería regalárselo a mi madre antes de casarme.
Liza estaba entusiasmada con la idea de ayudarme a que completara mi
lista. O quizá se preocupaba menos por Charlie y las cosas que no podía
controlar y más por vivir, sin más. Así que, al día siguiente, cuando vino de
visita a casa, ya se me había ocurrido la idea perfecta.
—He estado pensando —dije, tirando de ella hacia el salón. Esperé un
momento, pero nadie más entró—. ¿Dónde está tu primo?
—Tu hermano se ha ido con él. Ha dicho algo sobre no dejar su rutina
matutina. Ha visitado a Charlie mucho más a menudo esta semana,
hablando sobre el honor y el deber y… —Se estremeció—. Cosas de
hombres.
—¿No dejar su rutina matutina? —Entonces, lo comprendí. Charlie
estaba boxeando de nuevo. ¡Con Ben!—. Sé dónde están. Deja que me lleve
el sombrero.
—¿Qué? ¡No! —Liza lanzó las manos al aire—. ¡Por fin nos hemos
librado de él! Vivamos como siempre lo hemos hecho. Solo nosotras dos.
¡Incluso podríamos hacer alguna cosa inofensiva que haya en tu lista, algo
normal!
Recuperé mi sombrero del sofá, donde lo había dejado.
—Le necesito —dije, mientras me ataba los lazos bajo la barbilla—. Y
prometió ayudarme a completar mi lista.
Me dirigí hacia la puerta, pero mi amiga me agarró el brazo y me dio la
vuelta.
—Ros, perdóname que te lo pregunte, pero debo hacerlo. Y tú debes
responderme con sinceridad.
Tenía los ojos serios y crispados y me agarraba con firmeza.
—Por supuesto. Lo que quieras. ¿Qué ocurre?
Frunció los labios, luego resopló y se cuadró de hombros.
—¿Te has enamorado de mi primo?
Retrocedí.
—Claro que no —solté de sopetón. Me parecía lo correcto, pero empecé
a darle vueltas en la cabeza. ¿Enamorada de Charlie?
Amor. Charlie.
Me observó como si pudiera cambiar de opinión.
—Espero que no. —Hizo una pausa y luego tomó aire—. Pero, a veces,
parece como si te interesara más su compañía que la mía.
¿Así era? Charlie se había convertido en un buen amigo. Pero ¿había
descuidado a Liza?
—Si eso es cierto, entonces debo pedirte perdón. Tu primo es un buen
amigo, pero tú eres para mí como una hermana, la única que tengo. Nadie
podrá ocupar tu lugar, nunca, Liza. —Tiré de ella para abrazarla—. Pero,
cielos, a menos que estés dispuesta a cavar un agujero, necesitaré a tu primo
durante una hora o así.
Mi amiga se apartó y me miró asustada.
—Lo que me recuerda… —dije, soltándola—. ¿De todo lo que tienes,
qué es lo que más valoras?

—¡Liza y yo estamos aquí! —grité hacia el «pa-pa-bum» de la arboleda—.


Poneos presentables y salid. Necesitamos vuestra ayuda.
Los ruidos de los golpes de boxeo se intercalaron con suaves murmullos
y, poco después, Charlie y Ben emergieron de entre los árboles.
—¿Qué estáis haciendo ahí? —preguntó Liza, confundida, desde luego
al ver que ambos estaban empapados en sudor y que su primo se estaba
abrochando el chaleco.
—Nada —dijo mi hermano rápidamente, mirándome como un conejo
atrapado en una trampa.
Charlie se pasó una mano por el cabello para ahuecárselo.
—¿Qué necesitas? —preguntó, mirándome.
Alcé una pala.
—Necesito un agujero. Lo bastante profundo como para enterrar una
caja durante mucho tiempo.
—Rosalind, ¿no puede esperar? Winston y yo estamos ocupados —dijo
Ben, pronunciando las palabras con una mirada cómplice.
Pero Charlie estiró la comisura de la boca con una media sonrisa.
—¿Cavar dónde?
—¿Bajo las flores? —Señalé una mata de margaritas silvestres a mi
derecha.
Él se acercó y me quitó la pala de la mano, luego dijo en voz baja:
—Después de este, solo quedan dos.
—¿Un agujero para qué? —Ben me miró con los ojos entrecerrados.
—Voy a enterrar un tesoro. Como en los viejos tiempos. —Le di un
empujoncito en el costado con el hombro—. Acompáñanos.
—¿Al fin recibo una invitación para jugar con Ros y Liza? —le
preguntó a mi amiga, que lo tomó del brazo y se rio.
—Jamás —bromeó ella—. Ahora sé buen chico y vete a casa a atender
tus lecciones.
—Creo que prefiero ser el maestro. Y la lección de hoy… —reflexionó,
más que dispuesto a participar en las chanzas de Liza—. Es sobre reptiles y
anfibios. ¿Vamos? —Señaló el estanque, luego bajó la voz y le susurró al
oído. Después él retrocedió—. Ros —dijo, observando al señor Winston a
mi lado. Había regresado a su yo adulto—. Estaré cerca, junto al estanque,
por si me necesitas.
Quise poner los ojos en blanco y burlarme. ¡Por si lo necesito! Pero mi
hermano pequeño estaba decidido a ser responsable y, necesitara o no su
protección, me sentía orgullosa.
—Gracias, Ben.
Charlie se arrodilló junto a las flores y pareció meditar por dónde
empezar a cavar.
—Por experiencia, lo mejor es cavar un agujero ancho y profundo, si
queremos salvar las flores. Lo creas o no, aprendí un par de cosas del
jardinero el otro día. —Retrocedió un poco arrastrando la punta de la pala,
luego la hundió con fuerza en la tierra—. ¿Dónde está tu tesoro?
—Aquí —dije con orgullo, a la vez que le daba unas palmaditas a mi
bolsa.
—¿Puedo añadir algo? —preguntó. No levantó la mirada, así que no
pude ver si estaba muy o poco serio.
—Si lo deseas. Pero no podrás recuperarlo pronto.
—¿O nunca? —Levantó la mirada y sonrió. Sacó un gran montón de
tierra y flores y lo echó a un lado.
—Tal vez.
Continuó paleando tierra, mientras Liza y Ben se dirigían hacia el
estanque. Hice una nota mental para vigilar lo que fuera que estuvieran
tramando.
—¿Cómo de profundo? —preguntó Charlie, limpiándose la frente.
Me agaché a su lado, me quité los guantes de encaje y metí la mano en
el agujero, que apenas me llegaba hasta el hombro.
—Un poco más.
Él se inclinó hacia el agujero, raspando tierra de los cuatro lados del
agujero cuadrado que había creado, luego continuó cavando y añadiendo
tierra al montón que había junto a las flores. Tensaba la espalda y los
hombros firmes bajo la camisa, mientras trabajaba, completamente
concentrado y decidido. Todo por mí. Hundió más la pala en la tierra y
debió de sentir que lo estaba mirando, pues desvió los ojos hacia los míos.
Me dirigió una dulce sonrisa, una sonrisa cómplice, que decía que
comprendía lo que esto significaba para mí. Que le importaba. Luego volvió
al trabajo.
Miré por encima del hombro para asegurarme de que Ben no se estaba
acercando sigilosamente por detrás, pero, cuando me volví hacia el agujero,
la tierra me cayó en la cara.
Escupí y me limpié el rostro y los labios con las manos.
—Cielos. —Charlie se rio, poniéndose de rodillas. Empezó a acercarse
a mí, pero pareció pensárselo mejor—. Discúlpame, Rosalind, he golpeado
una rama.
Entrecerré los ojos y me lamí los dientes, estremeciéndome al notar el
ligero sabor a tierra que me había llegado.
Él contuvo la sonrisa y clavó la pala en el agujero.
Liza soltó una carcajada detrás de nosotros y yo me volví para ver a mi
hermano cazando algo que daba saltos por el suelo. Había cosas que nunca
cambiaban.
—Terminado —Charlie se sentó sobre sus talones y soltó un profundo
suspiro—. ¿Te parece bien así de hondo?
Eché un vistazo. Luego saqué la caja de mi bolsa y la metí en el agujero.
—Perfecta. Gracias.
Me miró, aquello le divertía. Le devolví la mirada.
—Sigues teniendo tierra en la cara —dijo, señalando a mi mejilla.
O, al menos, ahí es donde creí que indicaba. Me froté la cara.
—¿Qué?
—No. —Empezó a reírse. Permanecí quieta cuando él extendió la mano
—. Justo… aquí. —Me rozó la barbilla con el dedo pulgar, justo bajo el
labio, lo que envió a mi pecho una oleada de calor y chispas.
Sus ojos se encontraron con los míos y me olvidé de respirar. Me olvidé
de que estábamos en medio de un campo, que no estábamos solos y que
habían pasado pocos días desde que habíamos yacido en aquella manta,
prácticamente un lecho de convalecientes, compartiendo nuestros secretos
al otro lado del estanque donde me había salvado la vida. Seguía teniendo el
dedo pulgar sobre mi barbilla, trazando la línea de mi labio inferior y su
mirada se volvió seria y meditativa. Las rodillas me cedieron y empecé a
inclinarme hacia él.
Charlie.
¿Cómo podía algo tan sencillo como el roce de unos dedos hacer que
una persona se sintiera tan diferente? Tal vez, no diferente, sino completa.
Una persona de verdad, valiente. ¿Qué era este sentimiento? ¿Y cómo
podría conservarlo para siempre?
—Aléjate. De. ¡Mí! —gritó Liza y Charlie se apartó, enderezándose—.
¡Rosalind!
Me puse en pie de un salto, con la barbilla aún hormigueándome
después de sentir su tacto.
Ben perseguía a mi amiga con algo en las manos, mientras ella corría
hacia nosotros sujetándose la falda. Él se detuvo en seco, se dobló por la
mitad, riéndose, mientras Liza corría a nuestro alrededor.
—¡Odio las serpientes!
—Ben, déjala en paz —grité, aunque esbocé una sonrisa.
Mi hermano soltó la cosa cerca del estanque y se sacudió las manos en
los pantalones.
—¿Has terminado ya ese maldito agujero, Winston?
Charlie se aclaró la garganta y se quitó el guante.
—Ahora mismo.
—Señoritas, si no necesitáis nada más de nosotros… —dijo Ben con
una reverencia.
Levanté una mano.
—Esperad un momento. ¿No vais a ayudarme a enterrar mi tesoro? Ben,
a ti solía encantarte esto.
—Seguro que puedes enterrar la caja tu sola, Ros. Quítate los guantes y
utiliza la pala para echar la tierra. Es como trabajar en el jardín. —Mi
hermano le lanzó una mirada de fastidio a Charlie, que se rio. Parecía que
ambos habían decidido olvidarse de todo eso de defender mi honor y mis
sentimientos.
Charlie se volvió hacia mí.
—Quiero ver tu tesoro.
Volví a arrodillarme, con Liza a mi lado, y saqué la caja. La acerqué y
abrí la tapa hacia mí, para que solo yo pudiera ver lo que había dentro.
—He reunido cinco tesoros —dije, mientras levantaba la mirada hacia
mis tres amigos.
Ben parecía más o menos interesado, lo suficiente como para no
discutir; Liza, más comprensiva que interesada; y Charlie, realmente
intrigado.
—El primero es un viejo pincel que me dio la abuela cuando era
pequeña. Fue el primero que utilicé cuando me di cuenta de lo mucho que
me gustaba la acuarela.
La empuñadura marrón de madera estaba desgastada y astillada y casi
todas las cerdas se habían caído. Aun así, lo dejé con cuidado sobre la
hierba.
—El segundo es un par de guantes de encaje que llevé en la boda de la
tía Alice.
Liza se entusiasmó con ellos.
—¡Mira qué encaje más bonito!
—El tercero —continué—, un retrato familiar que dibujé. El cuarto, una
página de diario que escribí sobre las últimas semanas, que permanecerá en
privado hasta que este tesoro se desentierre algún día, en un futuro muy
lejano. —Levanté una ceja hasta que todos ellos asintieron y lo aprobaron
—. Y, quinto, un montón de monedas de medio penique, que solía ser
riqueza suficiente para incitar a mis testarudos hermanos pequeños a
emprender su propia búsqueda del tesoro.
Todos murmuraron su aprobación y sentí los ojos de Charlie sobre mí
mientras volvía a meter cada cosa en la caja.
—¿Liza? —la llamé. Su misión, antes de que fuéramos a la arboleda
juntas, era encontrar y traer un tesoro propio.
—¡Oh! —exclamó, sobresaltada. Luego se llevó una mano detrás de la
cabeza y se desabrochó la cadena que llevaba al cuello. Sacó un pequeño
corazón de marfil de la cadena.
—Papá me trajo este abalorio de la India. Lo añado porque aprecio
todos los lugares en los que he estado y toda la gente que he conocido por el
camino.
Le di un apretón en el brazo.
—Eso sí que es un tesoro. —Coloqué el pequeño y delicado corazón
sobre mi retrato familiar.
Ben se irguió, hinchando el pecho.
—Yo también tengo algo.
—No. —Liza negó con la cabeza—. Nada de pieles de serpientes ni
bichos.
Pero Ben metió la mano en su casaca y sacó una bonita flor púrpura.
—Yo aprecio la naturaleza. Y todas nuestras aventuras, Ros.
—¡Oh, Ben! —Me puse en pie y le rodeé el cuello con los brazos—. Sí
que me quieres.
—Bueno, bueno. —Se rio y me apartó—. Tú solo añade esa cosa antes
de que me arrepienta.
Riéndome, me arrodillé y aplasté la flor dentro de la página del diario
que había escrito.
—¿Charlie? —preguntó Liza—. ¿Tienes algo que añadir? Algo para que
Ros te recuerde dentro de unos diez años, cuando sus hijos desentierren su
tesoro.
Charlie se quedó mirando la cajita. Algo había cambiado en su
semblante. ¿Frustración? ¿Ira?
—No tienes que hacerlo —murmuré. Enterrar un tesoro era una
estupidez, sí, pero estaba en la lista—. Después de todo, has cavado el
agujero por mí.
—Ben añadió una flor —apuntó Liza.
Le lancé una mirada de advertencia. Algo me decía que no presionara a
su primo.
Sin decir palabra, se desató el pañuelo de lunares rojos y dorados que
llevaba al cuello.
—Añadiré esto.
—Pero siempre lo llevas —protesté. Lo perdería—. Puedes añadir
cualquier cosa. Una rama de la arboleda. Una piedra del estanque. —
Cualquier cosa que pudiera recordarle el tiempo que habían pasado juntos.
—Es mi pañuelo favorito —me dijo mientras lo doblaba—. Es un
Belcher, inspirado por James Belcher, un famoso pugilista que lo dio todo
por mejorar su oficio y ayudar a otros a tener éxito. Le respeto y admiro.
Tanto como te respeto y admiro a ti.
Me tendió el pañuelo, una parte de él que quería que yo tuviera,
mientras se negaba deliberadamente a mirarme a los ojos. Nuestros dedos
se rozaron cuando alcancé el pañuelo doblado de su mano y sentí la mirada
de mi amiga evaluando cómo reaccionaba. Con cuidado, lo dejé sobre el
resto de tesoros. Mi cajita se había vuelto infinitamente más valiosa.
—Gracias —dije. Pero no era suficiente. Deseaba poder abrazarle y
decirle exactamente lo que él significaba para mí. Deseaba poder colocar de
nuevo su mano en mi rostro y dejarla allí, junto con su mirada y los
pensamientos que no había expresado en palabras.
Mis propios pensamientos se estaban volviendo, definitivamente, menos
«amistosos» y más «algo más». Lo que Liza me había preguntado acerca de
lo que sentía por su primo se me metió en la cabeza, aunque expulsé esa
idea tan rápido como había entrado.
—Se está haciendo tarde —le dijo Charlie a Ben—. ¿Seguimos mañana
por la mañana?
—Muy bien —repuso mi hermano, casi gimoteando.
—Seguro que podemos encontrar alguna aventura que nos sirva para
ocupar la tarde —propuse.
—Esta tarde no —dijo Charlie—. Iré a por los sacos.
—Yo puedo ir a por el mío —añadió Ben y le siguió hacia la arboleda.
—No te lo tomes como algo personal, Ros. Mi primo sigue enfadado
por lo de esta mañana —dijo Liza, arrodillándose junto a mí mientras los
hombres desaparecían tras los árboles.
—¿Qué ha pasado esta mañana? —Algo debía de haber hecho que se
perdiera su habitual clase matutina con Ben, lo que explicaba por qué
estaban fuera tan tarde. Con la mano desnuda, coloqué con cuidado mi caja
cerrada en el agujero que había cavado el señor Winston.
—Ha recibido una carta de su madre. —Me pasó la pala—. Van a
restaurar sus fondos y a dejarle vivir en una casa independiente que les
queda cerca. También le han prometido no interferir en sus aficiones, pero
solo si vuelve y trabaja a jornada parcial en la finca.
El corazón dejó de latirme y se me cayó a los pies. Charlie se iba.
—¿Ya?
—Podría irse al alba. Pero se niega.
Un repentino alivio me invadió. No debería sentir algo así. Debería estar
disgustada. Tenía que estar en su casa. Debería estar allí.
Reuní tierra con la pala y cubrí la caja.
—¿Por qué se niega?
Ella se encogió de hombros.
—No quería hablar más sobre el asunto. Papá le soltó un sermón sobre
el honor y el deber y le dijo que, independientemente de lo que sintiera,
tenía que ocupar su puesto por el bien de su familia.
Solté la pala y empujé la fría tierra hacia el agujero con las manos.
—¿Qué respondió Charlie a eso?
—No debería repetirlo.
No me costó imaginarme sus labios apretados en una línea recta y
aquella arruga de preocupación en la frente. Traté de no pensar en su
respuesta.
Llenamos el agujero y replantamos las flores y, cuando terminamos,
nadie habría adivinado que había un tesoro enterrado debajo.
Liza soltó un profundo suspiro.
—Él sabe lo que debe hacer. E imagino que es duro. Quería mucho a
Henry.
—Quizá necesite unos días para meditarlo. —Volví a colocarme el
guante en la mano.
—Ros, ha tenido mucho tiempo para meditar las cosas —dijo,
inclinando la cabeza cuando nos pusimos en pie y nos sacudimos la tierra
de la falda.
—Entrará en razón —dije—. Sé que lo hará.
Un poco más tarde, Ben y Charlie emergieron de la arboleda con los
sacos de boxeo colgados del hombro. Liza, Ben y yo nos dirigimos hacia la
curva donde nuestros caminos se separarían para ir a casa. Noté que su
primo se quedaba rezagado, rebuscando en su saco, así que me detuve.
—Estás perdido en tus pensamientos —dije, mientras él se colgaba la
bolsa y se dirigía hacia mí—. No sabía si hablarte.
Frunció los labios.
—He tenido un día difícil.
—Imposible. Estoy aquí —bromeé—. Y hemos tachado otro punto de
nuestra lista.
—¿Nuestra lista? —Volvió a dirigirme esa mirada divertida.
Las mejillas se me pusieron coloradas y caminé junto a él, con la vista
perdida en la distancia.
—Ya sabes a qué me refiero. —Caminamos en silencio durante un rato.
Luego, no pude contenerme y dije—: Puedes confiar en mí, Charlie.
Suspiró y tragó saliva con dificultad.
—Mis padres se están volviendo a comportar de manera irracional otra
vez.
—Liza me lo ha contado —admití—. Querría sentirme mal por ti, pero
confío plenamente en tu futuro.
Por fin, apareció aquella sonrisa.
—Hablando de eso, todavía no me has contado qué planes tenías antes.
¿Qué estudiaste en la universidad?
Parece que esa pregunta lo tomó por sorpresa. Parpadeó y miró por
encima de su hombro, como si lo que tenía que decir fuera un secreto muy
bien guardado. Luego volvió a mirarme.
—Quería ser arquitecto.
—¿Tú?
—Quería diseñar y construir cosas.
—Sé lo que es un arquitecto, Charlie.
Sonrió al percibir el tono mordaz con que le hablaba y enlazó el brazo
con el mío. Se me hizo un nudo en la garganta y el corazón se me aceleró.
De repente, solo estábamos nosotros. Charlie y Rosalind.
—Mi profesor consideraba que valía —admitió con orgullo.
Le di un apretón en el brazo. No me cabía duda.
—¿Tuviste algún encargo?
—Nunca llegué tan lejos, pero me habría gustado.
—Me gustaría ver tu trabajo. ¿Tienes algún boceto?
Pareció sorprendido y complacido.
—Claro. Mi madre me envió a la finca de sus padres un verano y ayudé
a mi abuelo a diseñar la ampliación de sus establos.
—Conocí a tus abuelos. Vinieron de visita a Ivy Manor hace tiempo. Su
finca está en Dover, ¿no?
—Sí, no está muy lejos de aquí. —Me miró y juraría que posó los ojos
en mis labios.
—Debe de estar a medio día de viaje. —Lo miré a los labios, fascinada
por una sensación nueva y desconocida. Era mi amigo. Pero también era un
hombre. Un hombre muy atractivo y cautivador.
Volvió la cabeza y miró hacia delante.
—Un poco menos.
Sacudí la cabeza para que se me aclararan las ideas. Dover. Estábamos
hablando de Dover.
Sería un lugar perfecto para ir de visita, tan cerca del mar como está.
Tomé una pequeña bocanada de aire.
Oh, pero no podía. Mamá me necesitaba aquí para seguir con los
preparativos de la boda. Mi boda. Por no mencionar la cuestión del decoro y
el riesgo de irse de casa con un hombre apuesto y soltero, incluso aunque
viniera con una prima mandona.
Por otra parte, casi era mayor de edad. Faltaban unos meses, en
realidad. Y Charlie solo era un amigo. Solo un amigo, porque yo estaba
comprometida con el duque. Y los amigos podían viajar juntos, ¿no?
—Acabo de tener una idea fantástica —dije.
Frunció el ceño.
—Me da miedo preguntar.
Comprobé mi agenda mentalmente para asegurarme. El duque no
llegaría hasta dentro de cinco días. Esta vez sería algo arriesgado, pero ya lo
sabía cuando lo anoté en la lista.
—Charles Winston, ¿te gustaría escaparte conmigo mañana?
Capítulo 19

E
l pobre hombre parecía estar mirando hacia el cañón de un arma
cargada.
—¿Nosotros? Te refieres a tú y yo. ¿Juntos?
—Y con Liza, por supuesto.
Soltó un suspiro profundo y se llevó las manos a las caderas.
—Por supuesto. —Se aclaró la garganta y sacudió la cabeza. Apreté los
labios para contener la risa—. Pero ¿adónde iremos?
—A casa de tus abuelos. Allí estaremos más que seguros.
Puso cara seria.
—Ros, no creo que a ellos les apetezca verme en este momento.
Le puse mala cara.
—¿Por qué no?
—Apenas hemos hablado desde que enterramos a Henry. Por su última
carta, a la cual no respondí, están tan decepcionados conmigo como mi
padre, por haber desatendido la finca familiar.
—Entonces, es una oportunidad perfecta para que hagas las paces.
Tendrás que preparar el carruaje aquí, o mamá se enterará y nos detendrá
antes de que hayamos empezado. —Distraída por mis pensamientos, apreté
el paso.
—Rosalind —dijo Charlie—. Por mucho que te apoye en lo de tu lista,
esta idea no me convence.
—¿Tienes miedo? —pregunté, tratando de provocarle.
Retrocedió y tragó saliva.
—Por supuesto que no. Después de todo lo que ocurrió en el pícnic, me
cuestiono si soy una compañía apropiada para ti… y Liza. Por no
mencionar el hecho de que tu hermano dijo…
Agité una mano en el aire.
—Yo me encargo de Benjamín.
—Acabo de recuperar su confianza —argumentó—. Tal vez,
deberíamos contarle lo de la lista. Podría venir con nosotros.
—Quiero a Ben, pero es mi hermano pequeño. Si le cuento lo de mi
lista, se mofará de ella. Además, tiene demasiadas responsabilidades en la
finca como para escaparse. —Y, simplemente, no le quería allí.
—Pero, le prometí…
—Él no quiere que estemos a solas y no lo estaremos —dije—. Liza es
mayor de edad y a mí me falta poco. Es perfectamente razonable. Lleva lo
necesario para una noche. Yo le dejaré una carta a Ben y él se lo dirá a mis
padres.
—… con tan poca antelación… —murmuró Charlie.
—Escaparse es emocionante, ¿no? —Sonreí.
Pero Charlie frunció el ceño y me detuvo en seco.
—¿Esperas que Liza venga por voluntad propia? ¿Y que tu hermano no
quiera cortarme la cabeza cuando regresemos?
—¿Por qué no iba a querer Liza visitar a tus abuelos? Además, vosotros
dos no tenéis por qué escabulliros para ir allí. Haced los preparativos y yo
simplemente me colaré dentro de vuestro carruaje cuando emprendáis el
camino. No ocurrirá nada malo. Lo prometo, Charlie.
Él se humedeció los labios.
—Podrías ir a cualquier parte. Escoger cualquier sitio. ¿Por qué a casa
de mis abuelos?
Bueno, quería ver al señor Winston entre los suyos, por una vez. Quería
ayudarle a recomponer sus relaciones familiares. Quería darle algo después
de todo lo que él me había dado. Podría estar a su lado mientras se
enfrentaba a sus miedos. Sería un pequeño paso adelante, increíblemente
pequeño, pero era algo.
—Solo deseo pasar tiempo con mis amigos.
Entornó los ojos y luego volvió a mirarme.
—¿Cómo puedo decir que no a eso?
—No puedes —dije con total naturalidad.
—Está bien. Vayamos a convencer a mi prima.

Sostuve la vela junto al cristal para ver el reloj; eran cerca de las cuatro de
la mañana. El carruaje de los Ollerton estaría esperándome al final del
camino.
Dejé una nota dirigida a Ben sobre mi cama para que Molly se la
entregara cuando descubriera mi ausencia. No había dado demasiados
detalles; decía que me había ido con Liza y Charlie a pasar una noche en un
lugar seguro y anónimo, con familia, y que, puesto que habíamos superado
lo sucedido durante el pícnic vespertino, esperaba que pudiera concederme
la suficiente confianza como para dejar que cumpliera este último deseo.
Estaría de vuelta antes de que le diera tiempo a preocuparse. Luego
alcancé mi pesada bolsa, que solo llevaba lo necesario para un día, y mi
retículo, con el resto de cosas que creí que podría necesitar, y apagué la
vela.
Recorrí de puntillas el oscuro pasillo, prestando atención a cualquier
indicio de movimiento a mi alrededor. Era demasiado temprano para que
nadie estuviera despierto, pero Ben ya me había sorprendido una vez.
Acababa de llegar a las escaleras cuando oí el eco de una tos en algún
lugar detrás de mí. Paralizada, con una mano en el pasamanos, miré hacia
atrás. Fue un momento que pareció una eternidad, con mil respiraciones
silenciosas, pero nada más.
Estaba a medio camino, escabulléndome como un ladrón tras cometer
una fechoría, pero solo me llevaba conmigo mi lista y mis sueños.
Bajé lentamente el primer escalón. Luego otro y otro más, hasta que
estuve segura de que podría continuar sin llamar la atención. De alguna
forma, me las arreglé para llegar a la entrada. Deslicé los pies en silencio
por el amplio espacio abierto, a toda prisa, pues temía que alguien pudiera
aparecer y descubrirme.
Pero estaba sola, del todo. Me detuve, con una mano en el pomo de la
puerta.
¿Estaba arriesgándome demasiado? ¿Cómo se lo tomarían mis padres
cuando descubrieran que me había ido? ¿Se apresurarían a traerme de
vuelta? Entonces, todo habría acabado; la sensación de independencia que
mi lista me había proporcionado desaparecería. Y con ella esa sensación de
buscar algo más en la vida, de buscar la felicidad y la plenitud que, como
mujer, necesitaba antes de dar un paso hacia lo que sería mi vida en el
futuro.
Solo me quedaba este momento, esta última oportunidad, para crear ese
sentimiento por mí misma.
Abrí la puerta y salí a la oscuridad de una nueva mañana. Me detuve en
el escalón e inspiré aire fresco mientras cerraba la puerta detrás de mí.
Mañana estaría de vuelta. De hecho, apenas echaría de menos mi cama
y, además, cuando le eché un último vistazo a la casa, sentí una inesperada
sensación de libertad.
Bajé unos pocos escalones, luego la grava crujió bajo mis pasos y el frío
de la mañana me azotó en las mejillas mientras corría por el camino de
entrada. Apenas podía distinguir los faroles del carruaje de los Ollerton y la
figura que descendía de él mientras me aproximaba.
Charlie.
Bostezó y se tapó la boca, haciéndose a un lado para que el cochero me
colocara una escalerilla. Le di las gracias por el trabajo extra que estaba
llevando a cabo, al ser el único sirviente del viaje.
—Buenos días —dijo el señor Winston mientras se tapaba la cara con la
mano. Tenía los ojos cansados y todavía hinchados por el sueño. Todo él era
absolutamente encantador.
—Buenos días —respondí con una sonrisa. Mi propio cansancio me
rogaba que me acercara más a él. Me imaginé acurrucándome junto a él,
enterrando el rostro en el suave espacio que había entre su cuello y el
hombro, y quedándome dormida oliendo a cuero, a madera y a Charlie.
Sería el cielo.
—¿Qué? —dijo, mirándome de cerca.
—Nada —dije, volviendo la cabeza y quitándome de la cabeza lo que
estaba pensando. No era algo que pudiera decir en voz alta.
El cochero se hizo con mi bolsa y la llevó a la parte trasera del carruaje
para asegurarla con las demás. Mi amiga seguro que había preparado
equipaje para una semana. Cuando le preguntamos si quería ir a visitar a sus
abuelos, accedió con entusiasmo. Pero cuando mencioné la lista y la
discreción que requería, antes de que aceptara venir, también tuve que
prometerle que sería su sierva eternamente, que le ayudaría a encontrar un
marido riquísimo y que no volvería a pedirle ningún otro favor en esta vida.
Incluso así, me preocupaba que cambiara de opinión.
Su primo me ofreció una mano para subir al carruaje.
Liza estaba recostada en su esquina, haciéndome señas para que me
sentara junto a ella.
—Recuérdame otra vez por qué tenemos que salir tan pronto.
—Estamos aprovechando el tiempo —dijo el señor Winston cuando
entró y se sentó en el banco de enfrente. A juzgar el tono de su voz, estaba
más de parte de Liza que mía.
—Animaos —les reprendí—. Esto es emocionante. Nunca he hecho
nada tan atrevido. Llegaremos a casa de tu abuela dentro de seis horas. Nos
bañaremos en el mar, visitaremos el lugar y haremos un pícnic.
—Nada de nadar ni de pícnics —murmuró mi amiga mientras apoyaba
la cabeza contra la pared del carruaje—. Hasta ahora he conseguido que
ninguno de los dos se metiera en líos. —Nos lanzó una mirada de
advertencia a ambos—. Al menos, no os habéis metido en líos sociales. Y
tengo la intención de que volváis a casa sanos y salvos.
Yo asentí obedientemente y cubrí un bostezo con la mano.
Charlie se removió en su asiento.
—Si permiten que me quede, hay un sendero que quiero mostrarte, Ros.
Liza resopló.
—¿Deben concederte permiso para que entres en la casa de tus abuelos,
Charlie? Si eso no te impulsa a cambiar, no sé qué podría hacerlo.
Frunció el ceño, así que le ofrecí una sonrisa alentadora y dije:
—Lo estoy deseando.
Con la luz matutina aún a punto de romper en el horizonte y el balanceo
del carruaje, los tres nos turnamos para dormir durante la primera hora,
antes de detenernos para que los caballos descansaran. Para entonces, el sol
había salido y el aire parecía más puro cuanto más nos acercábamos al mar.
Al otro lado de mi ventana, la alta hierba se balanceaba en los campos
lejanos, contra un cielo azul infinito. Verdes mezclados con amarillos
convergían con azules salpicados de blanco. Tenía los dedos deseosos de
tomar un pincel. Podía sentir cómo cambiaba el aire. El corazón se me
aceleró y una tremenda emoción me formó un nudo en el estómago.
Charlie leía su periódico, distraído ocasionalmente al ver cómo me
rebotaban las rodillas. Liza, mientras tanto, se mantenía ocupada bordando
una rosa roja en una almohada que había traído con ella. A mitad del
camino, nos volvimos a detener para cambiar los caballos y Charlie dio un
pequeño paseo por el bosque para estirar las piernas. Cuando regresó, traía
seis margaritas para cada una.
—Guárdalas para la abuela —había dicho Liza—. Es a ella a quien
tienes que impresionar.
Y así, cuando por fin llegamos a Teague House, una casa de ladrillo
cuadrada, con tres hileras de ventanas en la fachada y cuatro columnas en la
entrada, eran las diez y media.
Charlie miró por la ventanilla a los arbustos redondos perfectamente
podados que bordeaban el camino de entrada. Reunió las flores que había
recogido y yo le di un lazo de mi retículo para que las atara.
—Pareces nervioso —dije cuando salió y me ofreció la mano.
—Está temblando —añadió Liza, aunque parecía disfrutar con la idea.
Charlie relajó los hombros.
—No lo estoy.
—¿Qué? ¿Crees que te va a pegar con el bastón? —Liza curvó los
labios—. ¿O a arrancarte la lengua?
Traté de no reírme, pero me hizo gracia la cara de miedo que ponía.
—¿Rosalind? —Alzó aún más la mano, sin duda deseando que bajara
para no tener que enfrentarse solo a sus abuelos.
—¡Ya era hora! —Una voz anciana y aguda se oyó más adelante.
Levanté la mirada y vi a la señora Harrelson esperando en la puerta. Iba
tan elegantemente vestida y con tanta exuberancia como se podía tener a su
edad.
—Tu carta llegó hace una hora y toda la casa ha sido un caos mientras
se hacían los preparativos. No es de buena educación avisar con tan poca
antelación, Eliza.
—Discúlpanos, abuela —dijo mi amiga mientras se lanzaba hacia
delante para saludarla—. Queríamos escapar de Ivy Manor y no se nos
ocurría un lugar mejor al que ir.
Miré por encima del hombro hacia donde se dirigía el señor Winston,
que iba unos pasos por detrás. Tenía las manos detrás de la espalda y la cara
seria y apesadumbrada.
Liza abrazó a su abuela y yo reduje el paso para caminar junto a
Charlie. Parecía que estuviera caminando hacia la horca.
—¡Alegra esa cara! —dije—. Ve y abraza a tu abuela.
Me miró de reojo, vacilante pero esperanzado.
—¿Y a quién has traído? —le preguntó la señora Harrelson a Liza,
aunque mantuvo la mirada fija en el señor Winston.
El hombre inspiró hondo y luego se quitó el sombrero.
—Abuela. Te he echado de menos.
—¿Charles? —La mujer abrió los ojos de par en par y Liza retrocedió
para hacer sitio en el porche cuadrado. Su primo subió los escasos escalones
y vaciló al acercarse a su abuela. Todos contuvimos la respiración, mientras
yo rezaba con todo mi ser para que lo recibiera con cariño.
—Estás vivo —dijo la anciana, aunque sonó más a pregunta que a otra
cosa—. Y tienes buen aspecto.
—Gracias, abuela —respondió Charlie—. Tú también.
Ella lo miró durante un momento y yo tragué saliva. ¿Lo invitaría a
pasar? Me acerqué a Liza, que me envolvió el brazo con la mano.
Esperamos y observamos con la respiración contenida.
—Bien, pues —dijo su abuela, alzando la barbilla—, no veo a qué viene
todo ese alboroto en casa.
Su nieto tragó saliva.
—He tomado algunas malas decisiones, abuela.
Curvó los labios por alguna especie de milagro.
—Sí, así es.
—Y siento el dolor y la decepción que os he causado a ti y al abuelo.
—Muy bien. —Abrió los brazos y lo acercó hacia sí, hasta que lo
abrazó por completo—. Entonces, no perdamos más tiempo discutiendo
sobre el asunto.
Charlie relajó los hombros y se hundió en su abrazo, dejando caer la
barbilla sobre su hombro. Casi parecía un niño pequeño al que acababan de
reprender, pero eso era imposible. La señora Harrelson no había tardado en
perdonarle por sus errores pasados. De hecho, el amor que acababa de
presenciar, tal vez fuera el más puro que una persona podría ofrecer.
Charlie tomó aire y una pequeña sonrisa iluminó su rostro.
No, no era tristeza lo que mostraba.
Era humildad. Nunca había visto a un hombre hecho y derecho recibir
una lección de humildad de una mujer tan frágil como aquella.
La señora Harrelson se volvió hacia mí.
—Señorita Newbury, bienvenida a Teague House. Y debería felicitarla
por su fantástico compromiso.
Sorprendida de que se dirigiera a mí tan de repente, me tambaleé hacia
delante en una especie de reverencia.
—Gracias, señora Harrelson.
—Eliza, tienes la misma habitación de siempre. Confío en que tú y la
señorita Newbury encontraréis el camino para ir a refrescaros. Yo pediré
que traigan el té.
Liza asintió y tiró de mi hacia la casa. Lo habíamos logrado. Estábamos
aquí. Me había escapado de casa y nadie me había detenido aún.
¿Había descubierto mi carta Benjamín? ¿Se lo había dicho a mamá?
Seguro que ella hablaría con la señora Ollerton, confirmaría mi partida,
pero no le quedaría más remedio que esperar a que regresara.
Antes de que entráramos en la casa, retuve a Liza el tiempo suficiente
para oír a la señora Harrelson decirle a Charlie:
—No quiero volver a oír jamás que vives en un apartamento de
cualquier manera. No importa lo que hagas, siempre serás bienvenido aquí.
Capítulo 20

N
uestras tazas de té vacías tintinearon cuando las volvimos a dejar
sobre la bandeja. El señor Harrelson llegó a casa de un paseo
matutino poco después de nuestra llegada y, tras una breve
conversación con Charlie en su estudio, pareció tan complacido como la
señora Harrelson de tenernos de visita.
Aunque no tenían ni idea de que había venido sin permiso de mis
padres. Sinceramente, había creído que me sentiría más culpable por ello,
pero me estaba divirtiendo mucho con Liza y Charlie y los Harrelson, no
podía malgastar el tiempo preocupándome. La ira momentánea de mamá
sería un precio fácil de pagar por dos días de diversión. Y con la señora
Harrelson ya teníamos oportunidades más que suficientes para ocupar el
tiempo.
—La mascarada es esta noche. Cuando recibí tu carta, envié a un
sirviente a comprar vuestras entradas y conseguir unas máscaras adecuadas.
—¡Abuela! —Liza sonó sorprendida, pero sus ojos brillaban con
interés. Un baile, del tipo que fuera, significaba socializar—. ¿Una
mascarada?
Charlie me dirigió una mirada.
—Qué escandaloso. —Estaba pensando lo mismo que yo. El número
diez.
—Aquí las mascaradas no son como las de Londres, querida. Aunque
sea pública, siempre son un acontecimiento más reducido. Vuestra ropa de
noche bastará.
Liza juntó las manos y sonrió.
—En realidad, he venido preparada para una ocasión así. ¡He traído dos
vestidos, Ros! Tú puedes llevar el rojo.
—El joven conde de Langdon también asistirá, Charles, pues su casa
solariega se encuentra al norte de la ciudad. —La señora Harrelson miró por
encima de su nariz—. Tendrás la oportunidad perfecta para disculparte por
romperle el brazo, si te topas con él entre la multitud.
El señor Winston asintió solemnemente y yo le dirigí una sonrisa
alentadora.
—Pero, por ahora, estoy segura de que te apetecerá más ver la finca. —
Parecía que los ojos le brillaban al mirarnos a Liza y a mí.
—No hay un lugar mejor —dijo Liza.
La señora Harrelson sonrió.
—Parece que fue ayer cuando tuve que bajaros a vosotras dos de los
árboles de Ivy Manor. —Tenía la mirada perdida—. Estabais buscando
nidos de pájaros para ver si alguno de los huevos había eclosionado.
Liza y yo intercambiamos una mirada y luego nos cubrimos con la
mano para ocultar nuestras risas.
—Me gustaría ver tus jardines, abuela —dijo Liza—. Mamá y yo no
conseguimos que nuestras rosas florezcan tan bien como las tuyas.
—Tal vez hayáis sembrado demasiadas en poco espacio, querida.
Ninguna de mis hijas, ni tu madre ni Charlie, tienen sentido de la botánica.
—Empezó a levantarse y su nieto se puso en pie para ayudarla—. Ven, deja
que te muestre lo que puedes hacer.
—Creo que llevaré a la señorita Newbury a dar un paseo, abuela —dijo
él. Desvié los ojos hacia los suyos. ¿Pretendía sonar tan atrevido?—. Con tu
permiso, por supuesto.
—¿Mi permiso? —La señora Harrelson levantó una ceja—. Creo que es
ella quien tiene que darte permiso.
—¿Solos? —Liza arrugó la frente y no sabría decir si estaba más infeliz
o confundida.
—¿Qué dice, señorita Newbury? Creo que disfrutará de las vistas. —
Charlie parecía tan despreocupado como siempre y no vi nada malo en ello.
Me encogí de hombros.
—Dar un paseo suena maravilloso.
—Perfecto. —Sonrió. Dejó a Liza con su abuela y se colocó a mi lado.
—No os alejéis, Charles —dijo la señora Harrelson mientras se dirigía
despacio hacia la puerta con su nieta—. Quédate a la vista o llévate una
carabina.
—Nos quedaremos cerca, para que podáis vernos —dijo, colocándose el
sombrero. Con tierras tan llanas era bastante difícil que no te vieran.
Seguimos a Liza y a la señora Harrelson fuera, paseando por la parte
exterior de la casa, y nos separamos en el jardín, que lucía todos los tonos
de verde posibles y las flores más asombrosas. Mientras mi amiga inspiraba
hondo y se inclinaba sobre cada arbusto para examinarlo, su primo asintió
en mi dirección y giramos hacia un espacio abierto en la distancia.
Todo era verde, hasta que Charlie me llevó por un camino de tierra,
donde la misma hierba alta y amarillenta que había visto desde el carruaje
se mecía a cada lado del camino. Una brisa fresca y salada nos animó los
pulmones, al tiempo que nos impulsaba hacia delante.
Aquí fuera, lejos de la atenta mirada de la sociedad y de los
interminables preparativos para mi boda, además de lejos del
perfeccionismo de mamá, me sentía libre.
—No podríamos haber pedido un día mejor —dije, inclinando el
sombrero hacia atrás para que el sol me diera en la cara y sentir su calor.
Mi acompañante caminaba junto a mí con pasos más vigorosos.
—Es cierto.
—Ni una bienvenida mejor.
Charlie sonrió.
—Ni una compañía mejor.
Me reí.
—Estás de muy buen humor.
—El perdón cambia a una persona, Rosalind —dijo como un párroco a
su congregación—. Soy un hombre nuevo.
Me adelanté y le corté el paso.
—¿No volverás a tomar malas decisiones?
—Nunca —declaró mientras daba un paso hacia mí. Tenía los ojos
brillantes y alegres.
—¿Debo probarte? —Apreté los labios para evitar reírme—. Solo para
asegurarme de que el antiguo Charlie no está escondido en algún lugar ahí
dentro.
Bajé la mirada hacia su pecho. Craso error; de repente, un ardor me
atravesó por completo.
—Adelante —dijo, mientras me recorría el rostro con los ojos,
divertido. ¿Sabía lo apuesto que era?
—De acuerdo. Quizá deberíamos ir un poco más lejos de la casa de lo
que habíamos planeado. ¿Y desaparecer de la vista de los demás? —
bromeé. Luego me sonrojé. No pretendía sonar tan descarada. ¡Estaba
comprometida, por el amor de Dios! Dirigí la mirada hacia la de Charlie, en
cuyos labios se iba formando poco a poco una sonrisa. Se rio y se pasó una
mano por la boca.
—Rosalind Newbury, ¿es que quieres que me escandalice? Para eso
tenemos la mascarada.
Sentí un calor tremendo en las mejillas.
—¿Qué? No, eso no es lo que…
—Quiero decir, que me siento halagado —continuó, mientras se
arreglaba la casaca—. Y, ciertamente, eres una joya. Pero, querida, estás
comprometida. Y no eres de las que juegan con el corazón de un hombre y
lo dejan solo y anonadado.
—No —dije con voz monótona y sarcástica, como si de verdad
estuviéramos discutiendo el asunto—. No lo soy.
—Entonces, en estas circunstancias… —Intentó parecer ofendido—. Mi
respuesta es no. Porque ahora soy un hombre nuevo.
—Ya veo. —Por mucho que intentara no sonreír, esa actitud arrogante
le iba como anillo al dedo y, o cedía, o lo abofeteaba.
—Ahora bien, si me hubieras preguntado hace unos días…
—¡Charles Winston! —Le di un empujón y él se rio.
—¿Qué? Solo soy un hombre.
—Un hombre irritante y ridículo. Estaba bromeando.
Recuperó el equilibrio y se colocó a mi lado.
—No, no es verdad —murmuró.
Vi sus ojos burlones y resoplé. Por supuesto que estaba bromeando. Él y
yo jamás encajaríamos.
—¿Notas el sabor del mar? —preguntó. El terreno se había vuelto
rocoso e irregular—. Ya casi estamos.
—¿El sendero desciende durante todo el camino? —No deberíamos
bajar. La casa ya estaba demasiado lejos.
Pareció compungido al instante.
—No, pero las vistas son increíbles.
Fruncí el ceño.
—Charlie, ¿adónde me llevas exactamente?
Me igualó el paso y me lanzó una mirada de soslayo.
—Hay un acantilado…
—¿Un acantilado? —El corazón me dio un vuelco y me detuve en seco
—. Las alturas no están en la lista, Charlie. Como bien sabes.
—¿Por favor? —Bajó la barbilla—. Quiero que experimentes esto y te
prometo que te mantendré a salvo. Permite que esta vista sea mi regalo para
ti.
—¿Un regalo por qué? —Entrecerré los ojos.
Se encogió de hombros.
—Por ser tú.
Lo dijo con palabras sencillas, francas, aunque en sus ojos se abrió paso
la seriedad y, de alguna manera, lo hizo a través de mis miedos, lo que me
calmó.
Quería complacerle, hacerle feliz. Quería, a pesar de mis miedos,
compartir un recuerdo, una vista, que solo fuera nuestra. Di unos pasos
hacia delante.
—Bien, pues más vale que sea bueno —grité por encima del hombro.
Se rio y me siguió de cerca.
Cuanto más caminábamos, más cielo quedaba a la vista. Tenía los
nervios, ya de por sí alterados, casi hechos trizas. Charlie ya me había visto
en mi peor momento, pero aún quería mantener la dignidad. Tal vez, el
desnivel no fuera tan grande como temía. Pero si lo era, no permitiría que se
diera cuenta de que me daba miedo. Apreté el paso para adelantarme.
—Ten cuidado —gritó desde atrás—. Los acantilados son muy
escarpados. Mantente alejada, Rosalind. En serio.
Le creí, pero no tenía ni idea de lo ciertas que eran sus palabras hasta
que, al fin, el mar estuvo a la vista. Extendiéndose tan infinitamente como
el cielo, apareció muy por debajo de donde me encontraba. Sentí el borde
antes de darme cuenta de lo cerca que estaba y la percepción del peligro me
hormigueó la piel. El viento marino me empujó hacia atrás mientras el
miedo se extendía por cada músculo, cada extremidad. Empecé a temblar,
paralizada con la idea de que una sola ráfaga de aire podría hacerme caer.
—¿No es precioso? —dijo Charlie cuando llegó a mi lado, observando
el borde todo el rato. Entonces, me vio la cara y pasó de la emoción a la
preocupación.
—¿Rosalind? ¿Respiras?
—No puedo moverme —logré decir. Temblaba entera—. No puedo
moverme, Charlie.
Clavó los ojos en los míos y me sostuvo de los brazos con las manos.
—Puedes hacerlo, Ros. Estoy aquí.
Asentí, pero la mandíbula me temblaba de tal manera que apenas podía
responder.
—¿Te has asomado al borde?
Negué con la cabeza. No podría, aunque quisiera.
—¿Lo harás? ¿Si te ayudo?
—M-me caeré —dije—. Por favor, Charlie, llévame a casa. Esto no es
seguro.
—No te caerás. —Casi se rio, pero pareció pensárselo mejor—. Te
llevaré de vuelta a casa si lo deseas, pero no quiero que te pierdas esto.
¿Confías en mí?
Con los ojos atravesó los míos. Cuando nos conocimos, pensé que él
podría hacer cualquier cosa menos ofrecer seguridad. Pero ¿ahora? Había
sido la persona en quien más había confiado en las últimas semanas.
—Por supuesto que confío en ti.
—Entonces, toma mi mano. Prometo mantenerte a salvo.
Deslizó la mano por mi brazo y me envolvió los dedos. Me agarré a él y
me apoyé contra su costado. Su calor fue una distracción bienvenida. Me
concentré en respirar, aferrándome con fuerza a su mano y su brazo. Con
cada pasito que dábamos, el mar se aproximaba más, pero yo me concentré
en mirar la hierba que crecía a mis pies. Tenía las piernas que parecían
gelatina.
—A-aterrador. Justo como pensaba —dije, a pesar de que la mandíbula
me temblaba, antes de presionar el rostro contra su hombro.
—Ahora, mira directamente hacia abajo —dijo con voz firme—. Te
tengo.
Lo miré a la cara y me encontré con una sonrisa alentadora. Olía a
cuero, madera y al frescor de su afeitado, luego retrocedí y me incliné
ligeramente hacia delante.
La vista me quitó el aliento.
La espuma blanca de las olas del mar coronaba la orilla arenosa.
Estábamos más alto que los árboles. Más alto que las olas rompientes y los
pájaros en vuelo.
No teníamos límite. Éramos infinitos. Parte de algo tan grande, tan
vasto, tan absoluto, que teníamos la misma importancia que una simple
briza de hierba. Un pedazo del paisaje más hermoso del mundo se ofrecía
lleno de vida ante nosotros.
—Charlie. —Me cubrí la boca con una mano. Fue como si el miedo se
desvaneciera con las ondulantes olas que rompían bajo donde estábamos—.
Dios mío, Charlie. Mira eso.
Se rio.
—¿Lo ves?
—Nunca había visto algo tan hermoso en mi vida —dije mientras daba
un paso adelante. Charlie me agarró con firmeza la mano.
—Mira el mar golpeando esas rocas, cómo se eleva y salpica el agua —
dijo, señalando a lo lejos.
Observé el mar subir y descender con cada ola, oí el rugido del agua.
Los pájaros lo sobrevolaban, en busca de peces y para beber. La vida
avanzaba, se desarrollaba y cambiaba.
Charlie y yo permanecimos en el borde del acantilado disfrutando en
silencio, conectados por nuestras manos y nuestros pensamientos. El tiempo
pareció detenerse y me olvidé de tener miedo.
Caminamos unos pasos en busca de una perspectiva diferente. Señalé
algo que nadaba en la distancia y Charlie vio un par de pájaros peleándose
en la orilla.
—¿Cómo te sientes? —preguntó él.
—No quiero que me sueltes la mano —dije, agarrándolo más fuerte.
Sonrió.
—Pero ¿eres feliz?
Asentí.
—Soy muy feliz.
Empezó a moverse detrás de mí.
—¿Y si…?
—Charlie. —Me agarré con más fuerza—. Charles Winston, no te
atrevas a dejarme sola.
—¿Y si solo me colocara detrás de ti?
Me volví hacia él, pero entonces me di cuenta de que tenía la espalda
contra el acantilado y de que podría dar un paso y caerme en cualquier
momento. Extendí los brazos hacia él, que me agarró de las manos, pero me
mantuvo a distancia.
—Estaré justo detrás de ti.
—No —le rogué. ¿Qué pasaría si me resbalaba? No llegaría a tiempo
para alcanzarme—. No, no. No puedo hacerlo. Tengo demasiado miedo.
Me sostenía las manos entre ambos.
—No estoy de acuerdo. Eres, sin ninguna duda, la mujer más valiente
que jamás he conocido. No necesitas que te agarre, ni que lo haga nadie,
para mantener la cabeza alta y enfrentarte a tus miedos. Lo has demostrado
desde el día en que te conocí.
La emoción me cerró la garganta y alcé la barbilla. No le creía, pero
quería hacerlo. Quería demostrar que era tan valiente como él pensaba que
era. Quería ser la mujer que aquel hombre veía cuando me miraba.
Me puso la mano en el hombro y, suave y lentamente, me dio la vuelta
hacia el acantilado. Las olas se estrellaban con un gran estruendo contra las
rocas y la arena, elevándose cada vez más en la orilla. Me soltó de los
brazos y yo di un paso adelante para mantener el equilibrio frente a un
repentino e impetuoso viento que me dejó sin aliento. Me quedé paralizada,
insegura y llena de ansiedad, pero inspiré por la nariz, tratando de
concentrarme en la belleza e infinitud del paisaje que se abría frente a mí.
No me había dado cuenta de lo fuerte que me sujetaba de la cintura
hasta que su voz sonó cerca de mi oído.
—¿Lo ves? —Tenía la voz llena de orgullo—. Ahora relaja los
hombros. Déjate llevar, por completo.
Me rodeó con los brazos y contraje el estómago al notar cómo el calor y
la emoción se arremolinaban en mi interior al sentir su tacto. Me abrió los
brazos y me los puso con cuidado a los costados.
Resistí el impulso de retirarlos y abrazarme a mí misma con fuerza. Sin
embargo, lo que hice fue cerrar las manos en puños y afianzar los pies en el
suelo para evitar sentir como si estuviera cayendo (o flotando).
—Cierra los ojos y siente el viento.
La mente me decía que no. Mi propia naturaleza me suplicaba que
retrocediera un paso, que no tentara a la suerte ni sobrepasara los límites de
la seguridad. Por otra parte, no me había acercado más al borde del
acantilado. Desenrosqué los dedos y estiré los brazos y, después de inspirar
unas cuantas veces, cuando estuve segura de que tenía los pies en tierra
firme, cerré los ojos y alcé el rostro hacia el cielo.
El viento me acariciaba, por encima, por debajo y alrededor, indómito y
libre. El cabello se me enredaba y me revoloteaba frente a los ojos. La falda
que llevaba se agitaba en todas direcciones y, para mi sorpresa, solté una
carcajada. Me sentía como si pudiera tumbarme y flotar, tal como había
hecho en el estanque.
Abrí los ojos y vi a Charlie, que se encontraba a mi lado, observándome
con los brazos cruzados sobre el pecho. Sonrió y yo le agarré y tiré de él
para acercarlo más. Ambos nos quedamos allí con los brazos extendidos, a
la vista del mundo, sintiéndonos tan cerca del cielo como era posible para
alguien que vive en tierra.
Al rato, se me cansaron los brazos y los dejé caer, pero no me encogí de
miedo. Esta vista era especial, incluso sagrada, suficiente para cambiar
cómo veía la vida una persona para siempre.
—Gracias —dije, intentando que en mis palabras se plasmara todo lo
que sentía—, por traerme aquí.
Ambos miramos una vez más al mar antes de volvernos hacia el camino
que llevaba a casa.
—Gracias a ti —respondió. Dejó de sonreír y se quedó serio—. Tú y esa
lista tuya sois la razón de que estemos aquí. No es que crea en el destino,
pero conocerte ha resultado tan inspirador que casi me pregunto si tal cosa
existe.
Me mantuve agarrada a su brazo y no pareció importarle.
—No podría haber hecho nada de esto sin ti. Seguramente, me habría
ahogado en el estanque o me habrían pillado intentando colgar mi pintura.
—O habrías muerto por comer demasiados dulces. —Charlie se rio.
—Sí, o eso —coincidí con una risa—. Estoy en deuda contigo.
Su buen humor se desvaneció poco a poco.
—Entonces, supongo que tienes suerte de que sea un hombre nuevo, de
lo contrario podría exigirte el pago.
Dios sabía cuánto le debía.
—Oh. ¿Y con qué sueña el gran Charles Winston?
Me miró de reojo.
—Con muchas cosas.
Observé su perfil y el corte de su frente, que casi se le había curado por
completo. Los antiguos moratones que tenía ya casi se le habían curado.
Con el tiempo, las señales que le había dejado Ben se volverían menos
visibles de lo que eran ahora. Recuerdos lejanos. Mi mirada se posó en sus
labios entreabiertos y tragué con dificultad.
—¿Cómo cuáles?
—Una esposa —dijo Charlie, mirándome directamente a los ojos—.
Quiero una esposa. Y formar una familia.
Ahora me había llegado el turno de mirar hacia delante.
—Lo dudo. Te gusta vivir solo. Es el principal motivo por el que te
fuiste de casa.
—Me fui de casa porque no sabía qué otra cosa hacer. Creí que, si vivía
solo, podría decidir mi futuro y abandonar a los que me rodeaban. Pero tú
me has recordado que la vida no funciona de esa forma.
—Entonces, ¿irás a casa? —pregunté.
¿Por qué esa idea hacía que me estremeciera? Debería estar emocionada
por él, eufórica por que reclamara la felicidad que se merecía. Pero el
germen de mi entusiasmo parecía una pequeña llama en lugar de un fuego
ardiente.
—Construiré un hogar con el futuro que se me ha ofrecido. Y daré
gracias por tener esa oportunidad.
Quería decirle lo acertada que era su decisión y lo feliz que estaba por
él, pero saber que estaba preparado para volver a casa significaba que
estaba preparado para dejarme. Las palabras se me atascaron en la garganta.
—Has cambiado —dije, en cambio.
—No seas tan engreída. No puedes utilizarme con el objetivo de
cumplir con tu lista.
Me reí.
—De todos modos, no encajarías. En realidad, no has cambiado. Solo te
has vuelto a encontrar a ti mismo.
Charlie asintió y sonrió.
—Podría permitirme una última noche sin responsabilidades.
—Ah, sí. La mascarada. Donde cualquiera puede ser quienquiera y
nadie sabe quién es quién.
—¿Quién escogerás ser?
Habíamos reducido el paso y levanté la vista hacia su mirada atenta. Por
fin sabía quién quería ser. Pero la persona que quería ser no podía casarse
con el duque. Sería alguien que iba a romper varias promesas, que no
cumpliría con su deber y que decepcionaría y entristecería a su familia.
Así que, dije lo único que podía decir:
—No lo sé.
Capítulo 21

E
l vestido rojo de Liza era un poco ajustado, pero no incómodo.
Después de ayudar a mi amiga, la doncella de la señora Harrelson me
recogió el pelo y me dejó unos rizos colgando por la frente. Cuando
terminó, sostuve una máscara dorada sobre mi rostro. Me cubría los ojos y
me ocultaba la mitad superior de la cara. Liza me ayudó a que me la atara.
Luego ahuecó las plumas doradas y brillantes que tenía a un lado.
Bañada en oro, apenas podía reconocerme.
La máscara de Liza era similar, pero plateada. Y ella estaba muy
concentrada. Llevaba un vestido rosa pálido y se miraba en el espejo para
ponerse pintalabios en los labios.
—Permaneceremos juntas —dijo por décima vez—. En la mascarada a
la que asistí en Londres, había demasiadas personas como para contarlas.
Incluso los jardines estaban llenos de desconocidos.
Asentí.
—Olvidé que sobreviviste a toda una temporada en Londres.
—Sin embargo, tú eres la del compromiso perfecto. —Frunció los
labios y puso cara de desesperanza frente al espejo.
Me acerqué a ella y le hablé a su reflejo.
—Ponto llegará tu momento. Entonces, tu primo y yo tendremos que
mantenerte alejada de los líos.
Ella sonrió, se levantó de su asiento y se volvió hacia mí.
—Te daré el mayor dolor de cabeza de tu vida después de todo lo que
me has hecho pasar.
—Prometo compensártelo. Esta noche te encontraremos a algún hijo
segundo con el que puedas bailar —dije de broma—. O, tal vez, incluso un
primogénito.
Ella resopló, como si tal cosa fuera una ardua tarea.
—Esta noche, deja que disfrutemos sin preocuparnos por el amor o
nuestro futuro —dijo. Entonces, bajó la voz, a pesar de que estábamos
completamente solas—. Pero no permitas que nadie te lleve a un rincón
apartado. En Londres aprendí que los hombres que se esconden en los
rincones solo quieren una cosa, Ros.
—Por supuesto que no. Estoy comprometida —dije. Pero
«comprometida» se había convertido en una palabra que no significaba gran
cosa. Era más un adjetivo, una palabra que uno podía utilizar o no, cuando
iba unida a un nombre, y definitivamente estaba menos unida a otra persona
de lo que lo había estado antes.
Traté de dirimir lo que eso significaba, por qué, a pesar de que ya había
hecho casi todo lo que tenía en mi lista, y de que cada vez estaba más
contenta, mi prometido me importaba cada vez menos.
En cambio, había otra persona que me importaba cada vez más.
Pero, ahora, solo pensaba en una cosa: ¿qué querían hacer los hombres
en los rincones?
—No te preocupes —le aseguré—. Charlie estará con nosotras.
Ella frunció el ceño.
—Es él quien más me preocupa. Me preocupa que esté ahí, entre
mujeres de vida alegre y gente vulgar.
—¡Liza! —Me reí—. No deberías hablar de esa forma. Tu primo está
influyendo sobre ti.
Tuvo la decencia de sonrojarse.
—Lo sabes tan bien como yo.
—Él es el primero en admitir sus defectos. Esa es la diferencia entre él y
la gente vulgar de la que hablas. Nos mantendrá a salvo.
Apretó los labios y se echó un último vistazo en el espejo, arreglándose
el pelo con la mano.
—Esperemos que nadie se busque la ruina esta noche.
Oh, pero yo quería presenciar un escándalo así. ¡Qué emoción! ¡Qué
intriga! ¿Bastaría solo la mascarada para que ese deseo se hiciera realidad?
La seguí mientras salía por la puerta hacia la escalera, donde se detuvo
en seco.
—¡Oh, Charlie! ¡Estás muy apuesto! —dijo y bajó corriendo las
escaleras.
Yo me detuve al principio y, entonces, lo vi. Su primo llevaba el cabello
peinado hacia atrás. Vestía con elegancia y cuidado y llevaba una simple
máscara de tela negra sobre los ojos. Él sonrió al recibirla, mientras hablaba
en voz baja y fuera del alcance del oído. El señor y la señora Harrelson
entraron en el pequeño vestíbulo, deshaciéndose en halagos hacia su nieta.
Empecé a bajar las escaleras, feliz porque, para variar, Liza me
eclipsara. Pero, cuando volví a levantar la mirada, vi que Charlie me estaba
prestando toda su atención. Tenía los labios entreabiertos mientras me
recorría con la mirada; me miraba el rostro, el cabello, descendía por mi
cuello y me miraba el vestido, que se balanceaba a medida que bajaba
lentamente los escalones. Dejó escapar una bocanada de aire y, a
continuación, sus ojos se encontraron con los míos y se mordió el labio
inferior.
—Está preciosa, señorita Newbury —dijo con voz ronca mientras me
ofrecía la mano.
—¿Verdad que sí? —dijo Liza, que se interpuso entre nosotros,
obligando a su primo a soltarme. Ella entrelazó un brazo con el suyo y el
otro con el mío—. ¿Seguro que no puedes venir con nosotros, abuela?
La señora Harrelson miró a su nieta con cariño.
—Estoy mayor, querida. Cansada. Me alegrará más escuchar por la
mañana lo bien que os lo pasasteis.
—Charles —dijo el señor Harrelson con voz grave.
El aludido se irguió un poco.
—Las vigilaré toda la noche, abuelo.
Este frunció los labios, pero le dirigió una sonrisa y un asentimiento.
—Eso espero.
—¿Nos vamos? —Liza nos miró a ambos.
En lugar de sentarse a mi lado en el carruaje como de costumbre, se
sentó junto a Charlie. Después de que llegáramos a la mascarada, se agarró
de mi brazo y del de su primo de la misma forma, volviendo a separarnos.
A Charlie parecía divertirle, pero yo me sentía frustrada, pues era evidente
que intentaba separarnos.
¿Qué veía de malo en nuestra amistad? Tal vez me estaba imaginando
cosas. Quizá Liza solo se sentía excluida.
Reflexioné sobre el asunto, que ocupó tanto mi mente que no levanté la
vista hasta que llegamos al edificio.
Las mujeres paseaban por la terraza vestidas con disfraces griegos y
egipcios y los hombres llevaban capas con capucha, o barbas postizas y
máscaras de animales, mientras bebían y se reían a carcajadas con sus
acompañantes.
—Esa es guapa —dijo sin rodeos un hombre cuando pasamos.
Por un momento, pensé que Charlie iba a perder la cabeza y a lanzarse
sobre el hombre, pero Liza nos hizo avanzar hasta que encontramos el salón
de baile. Una pequeña orquesta tocaba un vals y las parejas bailaban en el
centro de la sala.
—Gracias a dios, nos hemos perdido el vals —dijo Liza.
Charlie me dirigió una mirada de disculpa.
—Escandaloso, sin duda.
Entonces, un hombre con un antifaz y una capa se aproximó a nosotros
e hizo una reverencia.
—Buenas noches, señores. Esta canción casi ha terminado. ¿Me
concedería el privilegio de bailar la siguiente con…? —Posó la mirada en
mi amiga— ¿…usted, querida?
Liza me miró preocupada. Sin embargo, no podía rechazarlo pues, de
hacerlo, no podría bailar durante el resto de la noche, así que aceptó con un
asentimiento.
—No salgáis de esta sala —dijo en un susurro mientras el del antifaz la
guiaba hacia la pista de baile.
Charlie y yo estábamos a un brazo de distancia y ninguno de los dos
supo muy bien qué decir cuando mi amiga se fue. Se había esforzado en
mantenernos separados desde que dejamos Teague House y lo único que
sabía es que no me había gustado lo más mínimo.
—Está demasiado tensa esta noche —bromeé—. Debemos encontrar
una forma de ayudarla para que se relaje.
Charlie se rio.
—Creo que tengo una idea mucho más infame en mente. Pero, por
ahora, ¿puedo invitarte a bailar conmigo?
Tomé su mano como respuesta y dejé que me guiara hacia la pista de
baile. Formábamos parte de la minoría que se había abstenido de disfrazarse
por completo y solo llevábamos nuestros trajes de noche y unas simples
máscaras. Los demás se habían vestido de forma elegante e iban, supuse,
completamente irreconocibles.
La música llenó la sala una vez más y Charlie y yo bailamos
tontamente. Me dolía el estómago de reírme mientras nos deslizábamos por
la sala, encontrándonos de pasada e intercambiando bromas. No tuve que
decirle que el caballero a mi lado se parecía más a una rata que a un caballo
para que adivinara lo que estaba pensando y se riera conmigo.
Charlie, sin aliento, me pidió otro baile y yo accedí con gusto.
Nuestra conversación fluía, a pesar de las numerosas interrupciones, y
cuando la segunda canción terminó, descubrí que no deseaba dejar la sala
de baile.
Mi deseo se hizo realidad cuando vi a Liza tomar la mano de un apuesto
caballero, vestido con un costoso traje de lana en lugar de un disfraz. Ella
nos saludó con la mano, con una sonrisa más feliz que la que había tenido
bailando con el del antifaz.
Charlie me dejó junto a la pared para ir a buscar unas bebidas.
—Eres un santo —dije cuando regresó. Tomé un buen trago, algo
impropio de una dama.
Sonrió, bebiéndose el suyo de una vez.
—Te pediría otro baile, pero los demás podrían cuestionar mis
intenciones y no creo que desees formar parte de ese tipo de escándalo.
Me mordí el labio.
—Tres bailes con la misma pareja no es algo tan escandaloso como
cuatro.
—Aun así, a Liza no le gustaría.
—Liza parece bastante distraída, Charlie.
Él estaba tratando claramente de contener la risa, como si no quisiera
que viera lo feliz que le hacía la idea. Extendió la mano.
Tras otra ronda de baile, los pies me estaban matando. Los asientos
vacíos de la esquina me ofrecieron un descanso bienvenido y Charlie me
dio su pañuelo para que me secara la cara. Luego se puso en pie y examinó
la sala en busca de su prima. La encontramos con una limonada en la mano,
riéndose felizmente con el mismo caballero bien vestido con el que había
estado bailando a la vista de todos.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —pregunté, negando con la cabeza
como una anciana madre.
—Desposarla —dijo Charlie. Cruzó las piernas e inclinó la cabeza hacia
la mía—. Pero ¿qué vamos a hacer con nosotros? ¿Debería pedirle el
próximo baile a una de esas hermosas mujeres?
Nos miramos el uno al otro y compartimos un pensamiento privado. No
quería que bailara con nadie más, a pesar de que era lo más apropiado. En
realidad, este sería mi último baile sin ser duquesa. Quería tener a Charlie
solo para mí, tachando cosas de mi lista como siempre hacíamos. Después
de todo, aún no había acabado.
—Creo que tu abuela tenía razón. Esta fiesta no es tan indecorosa como
esperaba. ¿Dónde están las parejas que se escapan a los jardines?
—Escondidas. —Charlie se rio—. Sea Dover o no, una identidad
enmascarada es la oportunidad perfecta para tomar decisiones que deseas
mantener en secreto.
Me mordí los labios, mientras recorría la sala con la mirada. Si el
escándalo no se presentaba solo, entonces tendría que encontrarlo.
—Vamos, pues. Descubrámoslas a todas.
Charlie accedió con demasiada facilidad y, echando un último vistazo a
su prima, nos escabullimos de la sala de baile. No estábamos solos, ya que
todos los espacios estaban llenos de gente corriente que mantenía
conversaciones corrientes. Pero no era a ellos a quien buscábamos.
Me condujo a través de las demás salas del edificio, como si ya hubiera
estado allí antes. Con aire despreocupado, señaló qué puertas llevarían
probablemente a los jardines, a la parte posterior de la casa o a balcones
ocultos. Pero no encontramos ni un alma fuera de lugar.
—¿Dónde están todos los escándalos? —protesté, con las manos en las
caderas—. No está ocurriendo nada indecoroso.
Las parejas deambulaban por aquí y por allá, pero caminaban agarrados
del brazo con carabinas y espectadores atentos.
—La noche aún es joven —dijo Charlie.
Sacudí la cabeza, contrariada.
—Incluso me conformaría con medio escándalo. Un mero intento de
escándalo. Cualquier cosa.
Resoplé como una niña, luego vi a Charlie mirándome fijamente. Movió
la garganta hacia arriba y hacia abajo y luego pestañeó.
—Un mero intento, ¿eh? ¿Estás segura?
—Sí —dije con exasperación—. Cualquier cosa.
Entonces, lo único que tendría que hacer para acabar con lo que
quedaba en mi lista sería cambiar la vida de alguien. La lista estaba
funcionando. Nunca me había sentido tan viva y feliz en toda mi vida.
Charlie miró a un lado y a otro del pasillo mientras la gente entraba y
salía de la sala de baile, de la sala de juego y otras. Luego me tomó de la
mano y dijo:
—Ven conmigo.
De repente, empezó a tirar de mí y yo me esforcé por seguirle el ritmo.
—¿Adónde vamos? —susurré, confundida por sus rápidos giros.
Bajamos por un pasillo vacío y poco iluminado que conducía a más
habitaciones, cuando, de pronto, me empujó hacia un espacio apartado.
Golpeé la pared con la espalda y me reí por la emoción.
—¿Qué haces? —susurré, aunque estábamos lejos de cualquiera que
pudiera oírnos.
Entró en el espacio, que se llenó con el calor que desprendía su cuerpo,
y el corazón me empezó a latir de manera irregular. Tenía que saber que no
había suficiente espacio para ambos. Entonces, nuestras miradas se
encontraron y me di cuenta de que sí lo sabía.
Se acercó medio paso más, sin decir nada, y me rozó el cabello con los
dedos, mientras me desataba la máscara y luego hacía lo propio con la suya.
Se las guardó detrás.
—¿Qué estás haciendo? —dije con voz entrecortada y él sonrió. Sin las
máscaras, nos habíamos quedado al descubierto, expuestos—. ¿Dónde
estamos?
—Estamos en un rincón —dijo con voz baja y ronca—. Y esto es a lo
que se parece un casi escándalo.
Desvié los ojos hacia sus labios entreabiertos. Un rincón. Donde las
parejas se escondían. Charlie y yo no éramos una pareja y, sin embargo, me
sentía atraída por él con todo mi cuerpo. No protesté cuando colocó la mano
en la pared junto a mí ni cuando me acarició el brazo suavemente con la
otra mano.
—Ros —susurró—, nunca dejes que un hombre haga que te sientas
incómoda.
—No estoy incómoda —dije. O jadeé, más bien. ¿Qué le pasaba a mi
voz? ¿Y qué acababa de decir? ¡Por supuesto que debería estar incómoda!
Le brillaron los ojos con una profunda emoción, pero solo durante un
segundo. Me rozó la mejilla con el pulgar, lo que envió chispas a mi pecho
e hizo que se me formara un nudo en el estómago.
—Esta es la parte en la que un caballero se acercaría más.
—¿Más?
Me puso una mano en la cintura y dijo:
—Más.
Tragué con dificultad. Podía sentir cómo se me aceleraba el pulso y
oírlo incluso. ¿Él también?
—¿Y luego?
Sonrió como respuesta. Se estaba burlando de mí, pero no me
importaba. Esto era exactamente lo que quería.
—Luego te susurraría algo al oído sobre lo extraordinariamente
hermosa que eres, aunque, si fuera de los buenos, te conocería lo
suficientemente bien como para hacerte reír primero. —Me guiñó un ojo y
una estúpida risita me brotó de la garganta.
—Luego —continuó, con la voz aún ronca y profunda—, tantearía el
terreno acercándose aún más.
Otro medio paso y di con la espalda en la pared. Sus rodillas rozaban las
mías.
Creí que me iba a desmayar y él debió de notarlo, pues me sujetó más
fuerte de la cintura. Levanté la mirada, intentando respirar con normalidad y
él se inclinó hacia delante. Pude sentir la calidez de su aliento y una tensión
palpable que ansiaba con todo mi ser romper. Deseaba sus labios, su tacto,
todo más cerca.
Esto ya no parecía un casi escándalo ni una simple amistad. Me sentía
cómoda. Demasiado cómoda. Y quería que fuera real.
Lentamente, levanté las manos y las coloqué en los botones de su
chaleco. Los sentí fríos, suaves y pesados mientras los recorría, subiendo y
pasando uno tras otro.
Tenía los ojos sombríos y serios. El pecho le subía y le bajaba cada vez
más rápido, pero no decía nada. ¿Deseaba esto tanto como yo?
Deslicé los dedos bajo las solapas hasta sus hombros. ¿Por qué no
hablaba? No me atrevía a analizar su expresión. Pero no pude evitar
recorrer aquellos hombros fuertes con las manos.
—¿Y luego? —pregunté. Sabía que me observaba, pero no podía
mirarle a los ojos.
—Ros —susurró con voz áspera y pastosa.
Alcé el rostro y le rocé la nariz con la mía. Cerró los ojos, subiendo la
mano con la que me rodeaba la cintura hasta mi cuello y paseándola hasta
mi mejilla.
—Yo no soy esta clase de hombre —susurró tan cerca de mis labios que
casi pude saborear su aliento. Pero se estaba inclinando más y pasó la otra
mano de la pared a mi cintura, jugueteando con mi costado. Hacía calor en
el rincón, un calor exquisito, y me sentía como un río de lava bajo su tacto.
—¿Qué clase de hombre? —jadeé. Me aferré con los dedos a su cuello.
—De los que besan a una mujer comprometida.
Poco a poco, con suavidad, retrocedió y nuestras miradas se
encontraron. Cerró los labios y tragó con dificultad. Me soltó y dejó caer las
manos sin fuerza a los lados.
Se me cerró el estómago. De pronto me sentía enferma. Todo había sido
una treta. Un casi escándalo que solo pretendía tachar un punto de mi lista.
Charlie había prometido ayudarme a completarla y yo, como una tonta,
había perdido la cabeza.
Le seguía rodeando los hombros con las manos. ¿Qué demonios estaba
haciendo? De repente, la música a lo lejos y las risas me trajeron de vuelta
al presente. Retiré las manos de inmediato y tropecé contra la pared.
—Bien hecho, Charlie. —Tenía un nudo en la gargante que me dolía—.
Desde luego, ha sido más que convincente.
—Ros…
Todo parecía dar vueltas a mi alrededor. No podía hacer nada para que
desapareciera el hormigueo que sentía en las yemas de los dedos, ni la
presión del pecho, ni el ardor en los ojos. Unas palabras se me escaparon
sin control.
—Se te dan demasiado bien los escándalos. Solo puedo suponer que ya
has estado antes en muchos rincones apartados.
—No. —Retrocedió, frunciendo el ceño—. Ni mucho menos. Ros,
perdóname. No esperaba… es decir, sí que deseaba… —Desvió la vista,
evitando mirarme a la cara. Tenía las mejillas coloradas por la vergüenza.
¿Qué esperaba que pasara? ¿Que Charlie me besara, que nos
enamorásemos y, de repente, él consiguiera un título tan bueno como el del
duque para que pudiéramos escapar juntos?
Menuda tontería. No. Charlie se iría a casa. Y yo me casaría con
Marlow. Cualquier otra cosa acabaría con mi familia. Les rompería el
corazón; destrozaría sus expectativas, sus sueños.
No podía seguir en ese pequeño espacio con el silencio de Charlie por
más tiempo. Me agaché y lo rodeé y, sin perder un segundo, corrí hacia el
pasillo vacío. El aire fresco me acarició las mejillas, que me ardían,
mientras doblaba a toda prisa las esquinas, sin molestarme en pedir
disculpas cuando me tropecé con dos hombres vestidos de escoceses.
Cuando encontré la sala de baile, reduje la carrera a una rápida
caminata, en busca de Liza. La encontré justo donde la había dejado.
Levantó la mirada al ver que me aproximaba y se irguió de repente.
—Aquí estás —dije, recuperando el aliento con las manos en las
caderas.
—Oh, no te preocupes por mí. —Ella se rio, a la vez que deslizaba una
mano juguetona hacia su acompañante—. El señor Cox me tiene bastante
entretenida.
El hombre me dirigió una sonrisa con unos dientes tan blancos como las
nubes.
—¿Es ese el señor Charles Winston? —preguntó de repente, mirando
por encima de mi hombro.
Me puse rígida y levanté la barbilla. No estaba preparada para
enfrentarme a él… a nosotros.
—Rosalind, ¿dónde está tu máscara? —dijo mi amiga, frunciendo el
ceño.
Maldita sea. La había olvidado por completo.
—Liza, tengo que hablar contigo.
—Aquí estás —dijo Charlie detrás de mí, aunque no podía saber si
hablaba con Liza o conmigo.
—Discúlpenme —dijo el señor Cox, enderezándose—, debo atender a
un amigo. —Y se fue antes de que ninguno pudiera presentarse.
—¿Al conde? —gritó Liza tras él. Pero ya había desaparecido entre la
multitud.
—¿Quién era ese? —le preguntó Charlie a Liza—. Parecía un poco…
inquieto.
—Habéis entrado como elefantes en una cacharrería —les reprendió—.
Por Dios santo, poneos las máscaras. La gente está empezando a mirarnos.
—Liza se enderezó y se acomodó el vestido. Luego le quitó mi máscara a
Charlie y me la colocó. Su primo hizo lo mismo con la suya.
Mi amiga recuperó su lugar entre nosotros y yo se lo agradecí. No podía
enfrentarme a él. Habría preferido enfrentarme a cien acantilados sola, antes
que mirarlo después de haber salido corriendo como si fuera una ladrona.
Prácticamente le había rogado que me besara, pero, como era de esperar, él
había vuelto a ser un acompañante honorable.
Pero, la forma en que me había agarrado, la manera en que me había
recorrido los costados con las manos, en que me había rodeado el rostro,
cómo había paseado los dedos a largo de mi cuello… ¿Cómo podía hacer
todas esas cosas si no las sentía como yo?
Y yo las sentía de verdad. Con Charlie me sentía yo misma y al mismo
tiempo, me sentía del todo incompleta. Este inesperado sentimiento que
había estado creciendo desde que nos conocimos, ahora exigía
reconocimiento. Exigía un nombre.
Cariño. Afecto. Fervor.
Amor.
Amaba a Charles Winston.
¿Él también lo sentía? ¿Importaba si así era? Estaba comprometida y me
casaría dentro de seis días con un hombre al que apenas conocía.
—Creo que estoy lista para retirarme —le dije a Liza.
—¿Ya? La noche es joven, Ros. Bailemos algunas piezas más, ¿de
acuerdo?
—Yo también estoy bastante cansado —dijo Charlie y pude sentir que
su mirada ardiente me traspasaba un lado del rostro.
—¿En serio? ¿Los dos? ¿Las dos personas en el mundo que disfrutan
metiéndose en líos no pueden con una mascarada? —Resopló—. Está bien.
De todas formas, mañana partiremos temprano.
Atravesamos la multitud en dirección a la entrada.
Estábamos a unos pasos de la puerta, cuando un desconocido vestido de
negro y muy elegante, y que sostenía bastón largo y brillante, dobló la
esquina y se detuvo frente a nuestra salida. Llevaba el brazo derecho en
cabestrillo. Tenía el cabello oscuro como la noche. Entonces, se quitó la
máscara. Una capa de sudor le cubría la frente. Tenía los ojos de color
avellana, entrecerrados, la nariz redonda y los labios finos y tensos.
Era el conde de Langdon.
Nos miró.
—El señor Charles Winston.
—Lord Langdon. —Charlie hizo una inclinación. Me fijé en que le
miraba al brazo—. Había oído que vendría. Tenía la intención de buscarle
para disculparme…
—Dejémonos de juegos. Usted me hirió y luego huyó de la ciudad, y
tengo la firme intención de devolverle el favor.
Liza hinchó el pecho y se interpuso entre ambos.
—El señor Winston ha estado visitando a la familia. Le aseguro que no
huyó de Londres. Nosotros ya nos íbamos. Si nos disculpa, milord.
Pero el hombre no se movió.
Endureció la mirada; feroz. Entonces entendí que se había quitado la
máscara para que lo reconociera. Quería que Charlie viera lo iracundo que
estaba, que le oyera hablar mientras le decía:
—Pronto, Winston, pasarás por tu peor momento.
Charlie puso a Liza detrás de él y se mantuvo erguido, pero en silencio.
—Acuérdate de mí entonces —dijo lord Langdon.
Antes de que Charlie tuviera oportunidad de hablar, pasó por su lado
hacia la sala de baile.
—Menudo hombre diabólico —murmuró mi amiga mientras enlazaba
su brazo con el de su primo—. No te preocupes. Solo pretende asustarte.
El señor Winston puso mala cara. La mandíbula le palpitó. Miró al
frente. Fuera lo que fuese que pensara, sintiera o temiera, no dijo nada.
—Deberíamos irnos.
Liza me miró de forma inquisitiva y yo fruncí el ceño. ¿Qué podíamos
decir para consolarle? Para asegurarle que la mala opinión de un hombre no
marcaba su carácter.
Era evidente lo que había ocurrido. Él había intentado disculparse, pero
lord Langdon le había amenazado. Una cosa era sentir ira y otra
completamente diferente amenazar a alguien. Ya no había nada que decir ni
nada que hacer al respecto.
Viajamos en el carruaje durante un cuarto de hora, antes de que mi
amiga desfalleciera y se quedara dormida. Tenía la cabeza apoyada sobre el
hombro de su primo. Todavía faltaban horas para que saliera sol, pero
nuestros faroles y la luz de la luna brillaban lo suficiente como para
proyectar nuestra silueta en el carruaje.
Charlie se sentaba erguido mientras miraba por la ventanilla. Mi instinto
era consolarle, aunque no estaba segura de que quisiera que lo hiciera. Si yo
le importaba (el estómago me dio un vuelco; ¿y si no era así?), era
demasiado bueno como para decirlo. Demasiado bueno para tentarme a que
abandonara mi compromiso con el duque y mi familia.
Me encontraba sentada frente a él, impotente, sin saber qué hacer.
Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra la ventanilla. Tenía la cabeza
hecha un lío, aunque mi piel recordaba la forma en que el tacto de las
manos de aquel hombre casi me había hecho perder la cabeza. Nos
encontrábamos a medio camino de casa de los Harrelson, pero estaba
exhausta. Solo quería despejarme un poco, así que inspiré hondo varias
veces.
Por un momento, me olvidé de todo.
Capítulo 22

M
e desperté cubierta por una casaca.
Era la de Charlie. Me estaba dando palmaditas en el brazo y me
llamaba con suavidad.
—Estamos en casa, Ros.
De alguna forma, entré a trompicones en casa y llegué a mi cama en la
oscuridad. Pero tuve la impresión de que, tan pronto como caí sobre mi
almohada, una sirvienta me apretó el hombro. Teníamos que partir
temprano para regresar a Ivy Manor y a casa, pero la hora había llegado
demasiado pronto. No dejaba de navegar con la mente por los neblinosos
acontecimientos de la noche anterior. No tenía unos recuerdos muy nítidos,
pero no obstante, resultaban dolorosos.
Nos apresuramos en vestirnos y, para cuando bajamos, nuestras cosas ya
estaban dentro del carruaje.
—Debemos marcharnos —dijo Liza a sus abuelos—. Por desgracia,
tenemos un horario estricto. Pero ha sido maravilloso veros a los dos.
La mirada de Charlie se cruzó con la mía por vigésima vez desde que
nos habíamos levantado, aunque ninguno le había dicho ni una palabra al
otro.
—Oh, volved pronto —dijo su abuela, dándonos palmaditas en el brazo
a cada uno de nosotros—. Echo de menos vuestras visitas.
—Gracias por su amabilidad y por aceptarnos en su casa avisando con
tan poca antelación —dije mientras la abrazaba. Me sentía como si
acabáramos de llegar.
—Buena suerte, querida. Y felicidades de nuevo por un enlace tan
afortunado. Espero que la boda sea tan bonita como mereces.
Me estremecí y ella me miró con extrañeza. Mi boda. Parecía algo tan
lejano, pero era real y estaba cada día más cerca.
Charlie abrazó a su abuela. Ella le susurró algo al oído y lo estrechó con
más fuerza que a Liza y a mí. Nos acompañó hasta el carruaje y luego
partimos. A casa, por fin.
—Vosotros dos estáis muy callados —dijo Liza. Sacó su funda de
almohada y empezó a bordar otra rosa. Nos miraba alternativamente, a
Charlie y a mí—. Apenas os habéis hablado desde que nos despertamos.
Charlie pasó una página de su periódico sin levantar la vista.
—¿Cómo te encuentras esta mañana, Rosalind?
—Muy bien, gracias, Charles —respondí, intentando parecer lo más
indiferente posible.
—¿Confío en que has dormido bien?
—Así es. ¿Y tú?
—He pasado la noche dando vueltas —dijo—, pero he estado
pensando…
El corazón se me subió a la garganta cuando dobló el periódico.
Liza levantó una ceja y nos miró a ambos, mientras continuaba
bordando.
Charlie continuó:
—Solo te queda un punto en la lista. ¿Cómo te sientes en lo que
respecta a casarte con el duque?
Me atraganté y tosí, a la vez que me llevaba una mano al cuello. De
todo lo que podría haber dicho… Por una vez, sabía exactamente en qué
estaba pensando. En mí, comprometida. El problema era que no sabía cómo
responderle. Y no podía hacerle la importante pregunta en la que no había
dejado de pensar; ¿qué sentía él hacia mí?
—Yo… bueno… —Rebusqué en mi retículo cualquier cosa que pudiera
ayudarme a superar el balbuceo.
—Esa lista… —murmuró Liza—. Como si algo tan pequeño pudiera
hacerte cambiar de parecer. La boda tendrá lugar dentro de cinco días.
Preparada o no, Ros, te vas a casar con Marlow.
Charlie puso mala cara y miró por la ventanilla con la misma expresión
torturada que le había visto cuando lo conocí.
—En realidad, no estoy segura —dije.
El carruaje pasó por un bache en el camino y el bordado de Liza salió
volando. Se quedó con las manos vacías, colgando en el aire, con ojos de
susto y boquiabierta.
—¿Qué? —Su tono subió una octava—. No estarás considerando en
serio suspenderla, ¿no?
—Apenas lo conozco, Liza. No sería descabellado.
Charlie se enderezó en su asiento.
Mi amiga se había quedado pálida.
—Avergonzarías a tu familia. Suspenderla sería humillante. Peor aún,
dañaría tus perspectivas de futuro. —Negó con la cabeza como si no
pudiera comprenderlo—. Estás comprometida con un duque que quiere
casarse contigo y conectar su título a tu familia. Tendrías que estar loca para
rechazarlo.
—No estoy de acuerdo —dijo Charlie.
Desvié la mirada hacia su rostro para ver si era sincero.
Charlie me miró, me miró de verdad por primera vez en todo el día, y
dijo:
—Hay más cosas en la vida que el estatus.
Sentí cómo el corazón me decía que estaba de acuerdo y se ponía a
latirme a toda prisa en el pecho. Pero el estatus lo era todo para mi familia.
Y todo lo que había dicho mi amiga era cierto. Estar de acuerdo con Charlie
sería el mayor riesgo que jamás habría corrido.
Un riesgo que no había previsto.
Asentí.
—Yo también estoy empezarlo a verlo así.
De repente, pasó de poner la cara seria a petulante. Solo que esta vez no
parecía tan frívola. Me miraba con prudencia, con cautela, como si no
quisiera delatarse. Pero ¿por qué? ¿Qué estaba pensando? Necesitábamos
un momento a solas para hablar antes de que tomara una decisión
precipitada. Junté las manos y me froté los dedos.
¿Y si hablábamos y él sentía lo mismo? Levanté la mirada hacia él.
—Buenos días —articuló a través de una sonrisa.
Me mordí el labio.
—Buenos días —articulé yo en respuesta.
Liza, inconsciente, recuperó su bordado y pasó la aguja a través de la
tela.
—Sin duda, no hay nada más en la vida cuando tienes a un duque.
Charlie levantó una ceja y puso los ojos en blanco y yo me reí. Agitó el
periódico y se recostó.
Unas horas más y estaríamos en casa. Hablaríamos pronto.
Atravesamos Dover, luego nos detuvimos para dejar descansar a los
caballos. Mientras llegábamos a casa, me entretuve dibujando la Teague
House en un cuaderno. Las piernas me rebotaban mientras Charlie cruzaba
y descruzaba las suyas y, mientras tanto, intercambiábamos miradas furtivas
sin que Liza se percatara.
Nos detuvimos una última vez para que los caballos descansaran. Yo
estaba desesperada por moverme. Acabábamos de descubrir un sendero de
tierra cuando nuestro conductor llamó a Charlie.
—Tengo las piernas entumecidas —protestó Liza, tirando de mí para
dar un paseo antes de hacer el último trayecto a casa.
Miré por encima del hombro y vi a Charlie frente al conductor, que
hablaba exaltado, agitando las manos. Me pregunté si se habría roto algo en
el carruaje, pero cuando regresamos, ambos estaban preparados para
recibirnos.
Viajamos durante otra media hora o más, cuando de repente el
conductor gritó y nuestro carruaje se detuvo de golpe.
Charlie miró por la ventanilla con la cara tensa.
—¿Qué ocurre? —pregunté, intercambiando una mirada de
preocupación con Liza.
Unas voces furiosas sonaron detrás del carruaje y un escalofrío me
recorrió la espalda. Algo iba mal.
El señor Winston cerró las cortinas de la ventanilla.
—Quedaos dentro. No salgáis de este carruaje bajo ninguna
circunstancia. ¿Está claro?
—¿Asaltantes? —La voz de mi amiga flaqueó a pesar de que era
evidente que estaba intentando mantener la calma.
—No. Pero yo me encargaré de ellos.
Charlie salió a toda prisa por la puerta y la cerró de golpe, y su voz
resonó en el aire en calma.
—Largaos —bramó—. Solo os lo advertiré una vez.
Me asusté al verlo tan furioso. Si no eran asaltantes, ¿quiénes eran esos
hombres? ¿Querían hacernos daño? Abrí la cortinilla y miré. Tres hombres
con pañuelos negros que les cubrían el rostro se encontraban a un lado del
camino. Habían dejado sus caballos deambulando. Fueran quienes fuesen,
tenían un plan.
Algo golpeó con fuerza el carruaje, sacudiéndolo de un lado a otro, y
me aferré a las paredes para mantener el equilibrio.
—Suéltame —gritó una voz de hombre.
Otro golpe y otro grito. La puerta se abrió y un rostro oculto con
maliciosos ojos negros se burló de nosotras.
—Dos mujeres dentro, como esperábamos —rugió por encima del
hombro—. ¿También quieres que se lo hagamos pagar?
—No tenemos dinero. —Me tembló la voz—. Ni viajamos con joyas.
—No queremos vuestro dinero —escupió—. Langdon solo quiere
hacerle sufrir.
Charlie.
Eran los hombres de Langdon. El hombre me agarró del brazo y me
sacó de un tirón. Los pies se me engancharon en el suelo del carruaje y,
aunque él me sujetaba, caí de rodillas de golpe en el sendero.
Grité cuando el dolor me recorrió las piernas.
—Levanta —dijo con desprecio, arrojándome a un lado. Luego entró a
por Liza. Ella gritó y yo me puse en pie, haciendo caso omiso del dolor
punzante y de mi instinto, que me decía que corriera.
Por impulso, le di una patada al hombre detrás de las rodillas, de la
misma forma que había visto que hacía Ben cuando se peleaba con Jasper y
Nicholas. Luego cerré bien el puño y golpeé al hombre en el hombro y el
costado con toda la fuerza que pude.
Liza debía de haberme visto, pues aprovechó para darle un empujón con
los pies y el hombre se tambaleó hacia atrás. Yo me deslicé hacia un lado y
nuestro conductor apareció por detrás del carruaje.
Él agarró al hombre por la camisa y lo empujó hacia atrás, lejos de Liza
y de mí, y ambos lucharon por tomar el control.
Mi amiga empezó a sollozar de manera incontrolable.
—Quédate aquí —le rogué—. Encontraré a Charlie. —Cerré la puerta y
me di la vuelta.
Los pies tomaron el control. Rodeé el carruaje a toda prisa. Mientras
buscaba con los ojos desorbitados a nuestro acompañante, me detuve en
seco.
Lo vi a poca distancia, con los puños en alto contra un hombre que le
doblaba en estatura. Se rodeaban el uno al otro con pasos rápidos, inmersos
en un baile. Uno atacaría y el otro esquivaría o bloquearía, como si jugaran
el uno con el otro. Charlie movió el brazo izquierdo, pero, en un abrir y
cerrar de ojos, lanzó un puñetazo a la derecha y golpeó al hombre en la
cabeza.
Yo me sobresalté y me cubrí la boca. Pero no podía apartar la mirada.
El golpe no había impedido que el hombre siguiera moviéndose y
rodeaba a Charlie aún más rápido, preparado para responder. Él atacó, pero
Charlie se agachó para esquivarlo, evitando el golpe por los pelos.
Reconocí los movimientos, eran los mismos que Charlie me había
enseñado en la arboleda. Podía oír su voz en mi cabeza:
«¿Puedes anticipar sus movimientos? ¿Adónde apuntará?».
Charlie fintó hacia la derecha, luego se lanzó hacia la izquierda y asestó
un puñetazo a su contrincante en la mandíbula.
Pero la bestia solo sacudió la cabeza, salpicando sangre, y volvió a
levantar los puños. Se volvió prudente y bloqueó cada golpe que lanzaba
Charlie.
No veía el final. Solo eran dos hombres y alguno se cansaría pronto,
seguro.
«Él nunca pierde». Apenas podía respirar. «Charlie nunca pierde».
Bailaron, bloquearon y se engañaron el uno al otro hasta que el hombre,
con evidente frustración, le embistió con todo su peso y le lanzó un potente
puñetazo que le dio en el costado izquierdo, tan fuerte que Charlie se
tambaleó hacia atrás.
Tenía el estómago que había tocado fondo. Me di la vuelta. Estaba
indefensa, sola. No tenía ningún arma ni ayuda a la que recurrir.
El hombre se acercó y forzó a Charlie a que retrocediera unos pasos
más, pues aún no se había recuperado. Ambos mantenían los puños en alto.
Un movimiento en mi visión periférica captó mi atención. Otro hombre
se había acercado sigilosamente por detrás a Charlie, pero no levantó los
puños. Lo que hizo fue agacharse y meterse la mano en la bota. Sacó un
cuchillo largo y afilado que resplandeció bajo la luz del sol.
Era como si el primo de Liza lo presintiera; se hizo a un lado y acabó
girando con los dos hombres que se enfrentaban a él. Supe el instante en
que vio el cuchillo, porque vaciló.
No podía pelear contra los dos.
Tomé la decisión en un instante, de la misma forma que una persona
escoge respirar. Empecé a correr para interponerme entre ellos y hacer algo,
lo que fuera, pero alguien me retuvo. Empecé a dar patadas y agitar los
brazos.
—No, señorita Newbury —dijo el cochero, que me agarró con más
fuerza mientras yo forcejeaba. Tenía el rostro ensangrentado y magullado y
los ojos desorbitados y aterrorizados—. La matarán.
Volví la cabeza hacia Charlie.
El primer hombre le atacó en la cabeza y él se echó hacia atrás.
Luego, el que había sacado el cuchillo aprovechó la oportunidad y se lo
clavó en un costado.
—¡No! —grité.
Charlie hizo una mueca de dolor y dejó escapar un sonido gutural.
En lugar de caer, vaciló un momento, para luego asestarle un puñetazo
en la mandíbula.
El cochero aflojó las manos un poco; estaba conmovido.
—Ayúdele —grité en un sollozo entrecortado.
Miró frenético a los dos hombres que aún rodeaban al señor Winston y
luego me miró a mí. Se precipitó hacia delante.
Charlie gritó de angustia cuando el que le había asestado la puñalada
volvió a atacarle y lo apuñaló esta vez en el estómago.
Me tembló el corazón, se me desgarró la garganta y las rodillas se me
aflojaron. Todo mi mundo, mis esperanzas, mis sueños, todo lo que había
dentro de mí estaba siendo desgarrado, como un antílope bajo un león, y no
podía hacer nada. No podía salvar al hombre al que amaba.
Entonces, se oyó un disparo. Me encogí y choqué contra la ventanilla
del carruaje.
Olí a humo y, de pronto, aparecieron cuatro hombres a caballo, gritando
y agitando sus pistolas. Entre ellos había uno al que reconocí.
Se erguía sobre su silla de montar al tiempo que alzaba un brazo por
encima de la cabeza e iba pistola en mano. Su cabello rubio revoloteaba
bajo un sombrero de copa negro y el abrigo largo de color gris que llevaba
flotaba en el viento tras él. Tenía los ojos, de color azul claro, clavados en
los míos, y cara de furia.
Era el duque de Marlow.
Capítulo 23

¿C ómoNuestros
nos había encontrado? ¿Cómo lo había sabido?
enemigos se dispersaron como ratas, saltando sobre sus
caballos y huyendo hacia la arboleda.
—¡Id tras ellos! —gritó Marlow y dos de sus hombres salieron
disparados como un rayo. Cuando el duque apaciguó a su caballo y
desmontó, nuestro cochero corrió para encontrarse con él.
Desvié los ojos hacia Charlie, cuyo pecho se agitaba mientras se
encontraba allí de pie, solo en la distancia. Se le hundieron los hombros y le
vi caer.
Sin pensármelo dos veces, me precipité hacia él, sabiendo que no
llegaría a tiempo. Corrí tan rápido como me lo permitieron mis piernas.
Caí de rodillas junto a él. Me temblaba todo el cuerpo mientras trataba
de darle sentido a lo que estaba viendo.
El señor Winston tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos y
pálidos.
Había sangre por todas partes. Todo esto era culpa mía. Si no hubiera
insistido en que nos escapáramos, habríamos estado a salvo en casa. Él
estaría a salvo.
—Charlie, ¿qué he hecho? —grité, tragándome el doloroso nudo que
tenía en la garganta—. Charlie, mírame. —Tenía las manos cubiertas de
rojo, pero se las tomé sin que eso me importara. Tenía la ropa empapada de
sangre.
Una sombra cayó sobre nosotros. Era Marlow y otro de sus hombres.
—Está sangrando mucho. Trae al médico de inmediato. —Su
compañero no tardó en ponerse en marcha para obedecer las órdenes del
duque—. Señorita Newbury —dijo Marlow, suavizando la voz—. Debe
venir conmigo.
—¿Es que no lo ve? —Apenas podía hablar—. Necesita atención.
Al hombre le palpitó un músculo en la mandíbula. Entonces me di
cuenta de que, en realidad, no lo conocía, nada. ¿Estaba enfadado?
¿Ofendido?
—Su cochero lo llevará a casa.
—¿Solo? —puse la mano en el brazo de Charlie y Marlow la siguió con
los ojos.
—Mi carruaje está aquí —dijo cortante—. La señorita Ollerton ya está a
salvo dentro. Yo debo adelantarme a caballo y alertar a su familia. Por
favor, haga lo que le digo y vaya con ella.
Marlow no estaba pensando. Estaba enfadado conmigo, pero no podía
permitir que castigara a Charlie por mis errores.
—Debo insistir…
—He dicho…
—¡Él me necesita! —grité.
El duque de Marlow maldijo por lo bajo, sin duda más por mí que por
nuestra situación. Pero ¿cómo podría siquiera escucharle cuando hacer lo
que él decía podía costarle la vida a Charlie? ¿Cómo podía pedirme que me
marchara justo ahora?
El herido se movió, gimiendo y retorciéndose de dolor. Se había
desmayado, pero estaba volviendo en sí.
—Charlie —dije—. Estás herido. No te muevas.
Pero, por supuesto, no me escuchó.
—No es tan grave —masculló, con voz débil y afligida.
—Sí es grave. Debes venir conmigo. ¿Puedes ponerte en pie?
Gimió y yo lo tomé como una respuesta. Pero ¿qué podía hacer? No
tenía la fuerza para levantar a un hombre sola.
El carruaje de los Ollerton se detuvo junto a nosotros y el cochero bajó
de un salto.
—Está desvariando. No razona —le dijo Marlow—. No puedo apartarla
de este hombre. Métalo en su carruaje ya y váyanse.
Me puse en pie, hirviendo de rabia, dolor y frustración, y me enfrenté al
duque. Se nos estaba acabando el tiempo.
—Su Excelencia, no le estoy pidiendo permiso. El señor Winston me
acaba de salvar la vida y tengo la intención de salvar la suya. Iré en su
carruaje.
Marlow examinó a Charlie, luego a mí. A primera vista, parecía frío y
hosco y estaba comprensiblemente frustrado, pero había algo más. Esperaba
que fuera compasión.
—Por favor —le rogué—. Juro que haré lo que me pida cuando
regresemos a casa.
Con la mandíbula apretada, hizo una señal para pedir ayuda. Él y el
cochero levantaron a Charlie y lo trasladaron. Tenía la cintura empapada de
sangre cuando lo tumbaron en el asiento del carruaje.
—Se caerá en cuanto empecemos a movernos, señorita, pero tampoco
creo que pueda sentarse derecho —dijo el cochero.
—Entonces, me sentaré en el suelo y lo sujetaré.
El cochero asintió serio, apartándose de mi camino.
Subí al carruaje y me arrodillé junto a Charlie. Tenía la cara blanca
como la cera y respiraba débilmente.
Marlow se acercó por detrás y me dio su pañuelo.
—Presiónale la herida si puedes. Y sujétalo con firmeza. Me adelantaré
para preparar Ivy Manor, y mi carruaje, con la señorita Ollerton, os guiará a
casa.
Asentí, parpadeando para contener las lágrimas, y cerró la puerta tras él.
—Rosalind —susurró Charlie, mientras tragaba con dificultad—. Esto
no está bien. —Pronunció cada palabra lentamente.
No pude evitar sonreír y me sequé las lágrimas de los ojos. Reuní todo
el valor que pude.
—Ahora sé que no estás en tus cabales. No recuerdo cuántas veces
habremos mandado al cuerno lo que no está bien tú y yo.
El carruaje dio una sacudida hacia delante y el herido rodó en mi
dirección. El asiento y las paredes ya estaban manchados con su sangre.
Presioné con las manos y eché todo el peso sobre él. Gimió.
—Estoy aquí, Charlie —susurré mientras él se acomodaba. Doblé el
pañuelo de Marlow y presioné la tela ya empapada contra su estómago,
tratando de no concentrarme en el intenso olor metálico de su sangre.
—Gracias, Ros —masculló, mirándome a los ojos.
Presioné con más fuerza en el estómago.
—Creía que habías dicho que eras bueno peleando —me burlé—. Estás
en baja forma.
Hizo una mueca y miró hacia el techo, al empapelado marrón y blanco,
las cortinas azules y los bancos acolchados marrones que nos habían
transportado a la ópera, a nuestro pícnic, a Dover… al parecer, hacia
cualquier parte salvo hacia mí. Inspiró hondo.
—Te he puesto en peligro. Nunca me lo perdonaré.
—Me salvaste la vida —repliqué mientras lo sujetaba. Le había caído
un mechón de pelo cerca del ojo, así que se lo aparté con cuidado.
—¿Te duele mucho?
Cerró los ojos y reguló la respiración.
—Un poco.
—En cuanto te vea el médico te pondrás bien. —Levanté la barbilla—.
Y mientras podremos dedicarnos a comer muchas tartas de queso y dulces,
hasta que te recuperes.
Abrió los ojos solo para entrecerrarlos.
—Por favor, déjame morir.
Me sobresalté, asustada.
—Oh, no, no cuando te he convertido en el perfecto caballero.
Acomodó la cabeza en el asiento y, no sé si de manera intencionada o
no, se acercó más hacia mí.
—¿Un perfecto caballero?
Me sonrojé. No pretendía hablar con tanta sinceridad.
—Olvidarás que he dicho eso.
En sus labios se dibujó una sonrisa leve y el corazón me dio un vuelco.
Ojalá no olvidara nunca mis palabras. De hecho, me hubiera gustado poder
hablar con más franqueza.
Entonces, se estremeció y me di cuenta de que le habían apuñalado más
de una vez. Empecé a desabotonarle la casaca.
—¿Qué estás haciendo? —Trató de sentarse, pero se cayó. Me agarró de
la mano para detenerme, lo que me provocó una sensación de hormigueo en
el pecho.
—Te estoy examinando. —Le apreté la mano—. Aparte de en el
estómago, te han apuñalado en el costado.
—Deja que el médico…
—Charlie, esto es serio. Estás sangrando mucho. —Iba perdiendo el
color del semblante según pasaba el tiempo.
—Ros —dijo. Tragó saliva, como si decir mi nombre le causara otra
clase de dolor, y me puso la mano en la mejilla—. Gracias por ayudarme.
Pero la imagen se te quedará grabada.
Dejé que la dejara ahí. Tenía la piel ardiendo bajo su tacto, mientras
terminaba de desabrocharle la casaca y dejaba al descubierto el chaleco
empapado de sangre. Tenía un desgarro evidente en el estómago y otro más
arriba, en el costado. Cuando le toqué ahí, la sangre le salió a borbotones.
—¿Qué pasa? —preguntó, mientras me sujetaba la barbilla para llamar
mi atención.
—Nada —dije, fingiendo una sonrisa.
Dejé el pañuelo doblado en su estómago y me quité la pelliza. Después
de hacerla una bola, vacilé, tratando de decidir qué herida necesitaba más
atención. El pañuelo de Marlow no estaba ayudando mucho a detener la
hemorragia del estómago, así que lo intercambié por la pelliza. La sujeté
con fuerza sobre la herida. Luego encajé el pañuelo de Marlow entre el
costado y el banco. Había demasiada sangre y poca tela, pero, al menos, la
presión ayudaría a reducir la hemorragia. Tragué saliva y lo acomodé una
vez más.
La mano se le había caído hasta mi cintura. Se la tomé, sosteniéndola
contra mi mejilla con la mano libre.
—Eso es. Así está mejor —dije con la voz más tranquilizadora que
pude.
Sus ojos se clavaron en los míos y nos miramos el uno al otro por un
momento.
—Ya casi hemos llegado —dije, pero no tenía ni la menor idea de dónde
estábamos. Cerca de casa, pero no lo suficiente.
—Cuéntame algo —dijo, acariciándome la mejilla con el dedo gordo—.
Cualquier cosa.
Cambié de posición y me apoyé sobre las rodillas.
—¿Cualquier cosa? —Pensé durante un momento. Él ya conocía a mi
familia, mi casa y mis aficiones. Ya sabía mucho sobre mí—. Sabes que me
gustan los pasteles —dije.
—Que te encantan los pasteles —coincidió. Le habría pegado si no
estuviera tan malherido.
—Solía cazar mariposas cuando era niña —musité.
—¿Por qué? —Deslizó la otra mano hacia delante y agarró la mía, que
tenía presionando la herida. ¿Estaba asustado? ¿Moriría a causa de sus
heridas?
Me quité esa idea de la cabeza.
—Porque son preciosas y las quería todas para mí.
Cerró los ojos.
—Comprendo ese sentimiento.
—¿Sí?
El carruaje pasó por un bache y gimió, mientras trataba de sentarse de
nuevo.
—Charlie, quédate tumbado.
—Duele —susurró e hizo una mueca de dolor.
—Eres boxeador. Casi un profesional. —Enfaticé las palabras con su
misma petulancia—. Conoces el dolor.
Le solté la mano y le pasé la mía por el cabello ondulado. Cerró los
ojos.
—Pronto te tomarás un buen trago —susurré.
—No me lo merezco —dijo, con esa mirada solemne emergiendo de
nuevo—. Todo esto es culpa mía.
—¿De qué estás hablando?
—Esos hombres. Los envió el conde. —Levantó una mano, roja y
húmeda, y dejó escapar un suspiro de pánico. Cerró los ojos con fuerza
como si él también estuviera luchando contra el miedo.
—No permitiré que te sientas culpable por los errores de otra persona
—dije, enfatizando cada palabra. Se concentró en mí, así que le agarré la
mano y le obligué a bajarla—. No importa lo que hayas hecho, lord
Langdon es el único culpable de lo que ha ocurrido hoy. ¿Entendido?
—Ros, eres demasiado… —dijo en un suspiro.
—¿Buena amiga? —terminé, con una sonrisa que ojalá sirviera para
enmascarar el miedo creciente que se apoderaba de mí.
—Eso, sí. —Volvió a tragar con dificultad—. E inteligente. Y generosa.
Con talento. —Echó la cabeza hacia atrás—. Y absolutamente preciosa.
Tenía el corazón en la garganta y las lágrimas me anegaban los ojos.
Debería pensar en Marlow. Él también nos había salvado. Y le había hecho
una promesa. De hecho, le debía la vida… y la de Charlie y Liza. Pero nada
de eso importaba ahora. No con Charlie yaciendo así y mirándome por
primera vez con la verdad en sus labios.
Yo no quería a Marlow. Quería a Charlie.
—Vamos, no te detengas —susurré con voz ronca y entrecortada.
Me miró y parpadeé para contener las lágrimas.
—Debería haberte besado cuando tuve la oportunidad —respondió en
un susurro.
Le toqué la comisura de la boca con el pulgar.
—Entonces, ¿a qué estás esperando?
Me observó durante un rato, mientras le acariciaba con los dedos las
mejillas, la frente y el cuello. Cada cicatriz, cada arruga, cada hoyuelo… lo
adoraba todo.
Negó con la cabeza.
—Te decepcionaré.
—Lo dudo mucho. Nunca me han besado y tú eres bastante atractivo,
Charlie.
Puso una media sonrisa.
—Sabes a qué me refiero.
Y así era. Besar a Charlie sería tanto un principio como un final.
Tendría que dejar plantado al duque y decepcionar a los míos, pero también
se abriría ante mí un nuevo futuro. La cuestión no era si quería hacerlo, sino
si tenía el valor suficiente para hacerlo. Si él lo tenía. Y estaba aterrorizada.
—Soy un desastre —continuó—. Te mereces algo mejor. Mereces a
alguien que tenga una vida encauzada. El duque. Un rey. Mereces el mundo,
Ros, y yo no te lo impediré.
¿Podría decir las palabras? ¿Podría decirle la verdad?
Lo cambiaría todo.
Pero era Charlie.
Me incliné, aplicando presión mientras me acercaba al hombre que
había conquistado por completo mi corazón. Por fin había encontrado mi
lugar. Y sabía exactamente lo que tenía que hacer para reclamarlo.
—Por desgracia, Charlie, tú te has convertido en mi mundo.
Me observó, mientras parecía medir la verdad en mis ojos, luego soltó
un largo suspiro.
—Crees que me estoy muriendo, por eso intentas complacerme.
—¿Estás complacido?
«Dime que sientes lo mismo que yo».
—Temo estar soñando. —Cerró los ojos e hizo una mueca de dolor
cuando pasamos por otro bache. Se puso todavía más pálido y los brazos le
colgaban cada vez más flácidos a los costados.
Me permití un momento de desasosiego y me tapé la boca para contener
un sollozo. Aquí estábamos, casi entre el cielo y la tierra, literalmente, y el
destino me estaba forzando a responder a la pregunta que más temía:
¿podría vivir en un mundo sin Charlie? Si vivía, ¿sería eso siquiera
suficiente, si no podía tenerle a mi lado?
Le curarían y luego le convencería. Se lo explicaría todo a Marlow en
cuanto Charlie estuviera a salvo. El duque se sentiría frustrado, pero lo
comprendería. Y mi familia… me limpié el rostro con el antebrazo y volví a
ponerle el pañuelo en el costado. Toda la tela estaba empapada de sangre. El
pánico me invadió. Teníamos que apresurarnos. Necesitaba un médico.
Retiré la cortina de la ventanilla que había sobre mi cabeza. Estábamos
pasando tierras de cultivo. Su mano yacía inerte en la mía, así que se la
apreté con más fuerza.
—Ya casi estamos, Charlie. Ya veo Ivy Manor.
Miré por la ventanilla y así era. Estábamos cruzando por el camino
largo y serpenteante que pasaba por la arboleda y me pareció ver un aluvión
de sirvientes fuera.
El carruaje se detuvo y la puerta se abrió de inmediato. Le solté la mano
y el señor Ollerton entró.
—Necesito ayuda —gritó—. Rosalind, sal por ese lado.
—Puedo ayudar —dije, aunque no sabía cómo. La puerta que había
junto a mí se abrió.
—Rosalind —dijo el señor Ollerton con voz severa y firme, más la voz
de un padre que la de un vecino.
Solté la pelliza. Me crujieron las rodillas y protestaron al levantarme.
Había estado apoyada sobre ellas durante mucho tiempo. Otro hombre entró
precipitadamente mientras yo salía del carruaje.
Derricks me condujo adentro, donde mi amiga Liza me esperaba en la
entrada. Por la cara de horror que ponía supe perfectamente qué aspecto
tenía. Bajé la mirada para verme el vestido. Lo tenía manchado de sangre,
al igual que las manos.
—¿Vivirá? —preguntó ella con las lágrimas corriéndole por la cara.
—Tiene que hacerlo —dije. Al fin había encontrado mi lugar, donde me
sentía completa y yo misma. Mi lista había funcionado, solo que no
exactamente como había planeado.
—Debes irte a casa —dijo Liza, secándose las lágrimas—. Mamá
dijo…
—El médico está listo —gritó Marlow desde lo alto de la escalera. Me
vio mientras descendía y vi cómo recorría con la mirada mi vestido
manchado de sangre.
Bajé la cabeza e hice una reverencia.
—Debo pedirle disculpas —dije cuando llegó hasta nosotras.
Él levantó una mano.
—Vaya a lavarse. La esperaré fuera.
Asentí.
—Gracias por…
—No me lo agradezca —dijo con dureza—. Aún no.
Capítulo 24

«L a hierba. Concéntrate en la hierba».


Me dolían las rodillas, me temblaba todo el cuerpo, pero, de
alguna manera, fui capaz de poner un pie delante de otro.
Molly había traído ropa nueva y me había frotado todo el cuerpo,
centímetro a centímetro, con jabón y una toalla. Sin embargo, todavía podía
oler la sangre de Charlie.
Necesitaba aire, así que Molly me condujo a través de la puerta más
cercana (una entrada lateral) hacia el camino de entrada, donde había
alguien frente al jardín.
Marlow.
Estaba conversando con dos sirvientes, de espaldas a la casa. Estábamos
tan lejos que no podía oír lo que decía.
Molly debió de notar lo turbada que estaba, pues me dio un apretón en
el brazo y dijo:
—Todo saldrá bien. No tema. He oído que el duque es un hombre
amable e indulgente.
Me froté el rostro con las manos. Si eso era cierto, yo había sacado lo
peor de él. ¿Estaba mal que no quisiera que me perdonara? Una parte de mí
deseaba que se fuera y que no volviera jamás, para que así reclamar lo que
quería fuera fácil. Pero sabía lo que le haría a mi familia.
Tenía que enfrentarme a él. Pero, incluso mientras iba pensando qué
palabras iba a emplear, las piernas me flaquearon.
Molly me agarró rápidamente por el brazo y me sostuvo.
—¿Está cansada? ¿Quiere descansar?
Estaba aturdida. Cansada, sí. Del todo. Pero el dolor que sentía en el
pecho era abrumador. Quería estar con Charlie. Quería verle, cuidar de él.
Asegurarme de que viviría.
—Había tanta sangre —dije entre lágrimas—. Y Charlie sentía mucho
dolor. No pude ayudarle. No pude detener la hemorragia.
—El médico se ocupará de eso. —Molly me tomó la cara entre las
manos y me secó las lágrimas—. El señor Winston no es su responsabilidad
ni su prioridad. El duque sí.
El duque. No, eso jamás estaría bien. Marlow era un extraño para mí.
No sabía nada de su familia, no sabía qué le apasionaba o qué le daba
miedo. A Charlie sí lo conocía. No quería ir hacia Marlow porque mi lugar
estaba con Charlie.
Pero, antes de que pudiera dar otro paso, la puerta de Ivy Manor se
abrió y Benjamín salió, cabizbajo. Miró hacia donde se encontraba Marlow,
al otro lado del camino de entrada, pero avanzó hacia mí.
Ben habló en voz baja:
—Rosalind, ¿en qué estabas pensando? ¿Escaparte a Dover?
—¿Está bien Charlie? ¿Vivirá? —susurré—. Por favor, debo saberlo.
—Mientras no haya infección, se recuperará —dijo Ben. Hundió los
hombros. Era como si hubiera envejecido diez años. Sin embargo, en ese
momento me sentí más aliviada que en toda mi vida.
Intenté no llorar. Viviría. Charlie iba a vivir.
Molly se despidió y volvió sobre nuestros pasos hacia la casa.
Ben me tomó de la mano y me alejó de Marlow.
—Charlie está dormido ahora, pero antes de dormirse preguntó por ti.
—¿Qué dijo? ¿Qué puedo hacer? —pregunté, secándome las lágrimas y
tambaleándome mientras le seguía. Estaba demasiado nerviosa. Aquello era
demasiado evidente.
Ben se aclaró la garganta y me arrepentí al instante de la emoción que se
notó en mi voz. Pero no podía ocultar el hecho de que quería a Charlie. Ya
no.
—Le dije que te ibas a casa. Adonde perteneces. El médico ha dicho
que tiene que guardar cama al menos los próximos días. Luego podrás
visitarle para despedirte de él antes de la boda.
Retrocedí un paso, maldiciendo el nudo que se me había hecho en la
garganta y las lágrimas que se me acumulaban en los ojos. Mi hermano se
hundiría cuando supiera la verdad. Todos. Pero debía decírselo.
—No puedo hacerlo —dije con voz estrangulada y parpadeando para
contener las lágrimas—. No quiero casarme con Marlow.
Mi hermano me miró durante un buen rato, mientras fruncía el ceño
cada vez más, y luego forzó una sonrisa.
—Por supuesto que sí.
—No espero que lo entiendas, pero tengo la esperanza de que me
perdones con el tiempo. No puedo casarme con el duque, porque deseo
casarme con Charlie.
Por un momento, creí que no me había oído. Relajó el rostro y
entreabrió los labios poco a poco.
—¿Charlie?
Asentí, seria.
—Charles Winston. —Se enjugó los labios. Vi cómo un músculo le
palpitaba en la mandíbula y cómo me clavaba los ojos furioso—. Ese
pícnic.
Me apresuré a aclararlo.
—Entonces, no sabía…
—Me lo juró. —Le temblaban las manos. Su voz resonó en el aire, fiera
y descontrolada, pero rápidamente la bajó—. ¡Me dio su palabra!
Retrocedí un paso, mirando de reojo hacia donde todavía se encontraba
Marlow hablando con los sirvientes. Me volví hacia Ben.
—¿Qué quieres decir?
Me miraba con ojos cortantes.
—Me juró que no había ocurrido nada entre vosotros aquella tarde.
—¡Y no ocurrió nada! —Me acerqué, pero mi hermano se apartó y negó
con la cabeza.
Apretó los puños.
—Admitió que le atraías, cariño, pero me aseguró que nunca actuaría en
consecuencia. Y, necio de mí, le creí.
—¿Eso hizo? —Me dio un vuelco el corazón. Charlie me quería—.
¿Qué más dijo?
—Me contó lo de tu lista y todo lo que habíais hecho juntos, los tres, y
lo desesperada que estabas por completarla antes de casarte con el duque.
Prometió informarme de dónde estabas y mantenerte a salvo. Incluso me
contó lo de tu plan de «escapar» a Dover.
Ben soltó una risa amarga.
—Les dije a nuestros padres que fuiste a Londres para que mamá no se
preocupara o intentara traerte de vuelta antes de que hubieras terminado con
esa ridícula lista. Pero, entonces, llegó el duque. Se disculpó por llegar
pronto y pidió verte. —Ben negó con la cabeza—. Imagínate cómo me sentí
cuando dijo que partiría hacia Londres para alcanzar tu carruaje. Tuve que
decirle la verdad, disculparme por haber engañado a nuestros padres y
luego lo envié a Dover.
Me cubrí la boca con las manos. Charlie se lo había contado todo a mi
hermano. Debería estar enfadada porque había decidido hablar con él sin
que yo lo supiera pero ¿cómo podría estarlo? Se había asegurado de que no
me impidieran marcharme porque quería que estuviera a salvo. Porque me
quería.
—Lo siento mucho, Benjamín.
Mi hermano se cruzó de brazos.
—Te dejé ir. Mentí a mamá y a papá, confié en Winston, así que no
puedo culparle, pero tampoco puedo negar que, si hubiera sido un hombre
de honor y responsable, no se habría encontrado en esta situación. Y
viajando contigo y Liza.
—¿Cómo iba él a saberlo? Lo que lord Langdon hizo no es culpa de
Charlie.
—Pero sí lo es. Lo es, Ros. Abandonar a su familia, las decisiones que
ha tomado hasta ahora… todo ha resultado en esto. Y no puedo soportar
que mi única hermana trate de unirse a un hombre así, cuando puede tener a
un duque. Lo siento. —Tomó aire con dificultad.
Mi hermano pequeño se encontraba frente a mí, desmoronándose y
luego recomponiéndose por mi bien.
Tragué saliva con dificultad, mientras me secaba las lágrimas. Había
algo que Ben aún no entendía a sus dieciocho años. Algo que todavía tenía
que experimentar y que era fundamental en este asunto.
—Le quiero. —Me tembló la voz—. Ben, quiero a Charlie.
Me miró a los ojos, analizándolos.
—Apenas le conoces. Ni su pasado.
—Te equivocas. —Di un paso adelante y le agarré del brazo. Quería que
me escuchara y comprendiera de verdad que la decisión que estaba tomando
estaba fundamentada y más que meditada, que no era solo un capricho tonto
de una estúpida lista. Quería que entendiera que no privaría a nuestra
familia de un título por nada ni nadie que no lo valiera.
—Amo quien era Charlie antes de que su hermano muriera y quien es
ahora a causa de ello. Amo lo que ha aprendido de sí mismo en ese tiempo.
Es cierto que tomó malas decisiones, pero lo reconoce. Desea empezar de
nuevo. Es un buen hombre. Y, por mucho que sepas, quizá no seas capaz
todavía de entender que el amor puede cambiarlo todo.
Ben volvió a negar con la cabeza.
No lo entendía. ¿Podría hacerlo alguien, en realidad, sin vivirlo en
primera persona?
Me agarró de los brazos y me dio un suave apretón.
—No has vivido una temporada. Nunca te han dedicado antes ese tipo
de atención. Lamento que Winston llegara antes que el duque, pero la
verdad es que creo que si le das a Marlow la misma oportunidad…
—Ya he estado con él. Varias veces. Y ni una sola vez me ha hecho
sentir como me hace sentir el señor Winston, una y otra vez. Charlie y yo…
nos llevamos muy bien. Cuando conversamos, siento que no quiero que se
aleje de mí, nunca. Me comprende, a mí, comprende cuáles son mis sueños,
qué ideas tengo, como si formaran parte de él al igual que forman parte de
mí. Y por fin me siento preparada para empezar una vida con alguien.
Somos diferentes y tenemos nuestros propios problemas, pero le escojo a él.
Ben apretó la mandíbula. Se sentía frustrado.
—¿Te ha cortejado? ¿Ha hecho o dicho algo?
—No —admití—. Pero, él no lo haría. No mientras esté comprometida
con otro. Lamento mucho más de lo que crees rechazar un título para
nuestra familia. Comprendo lo que significa para nosotros. Para ti. Lo
siento muchísimo. Hablaré con el duque en persona.
Mi hermano miró detrás de nosotros, como si le preocupara que el
duque me hubiera oído. Pero estaba demasiado lejos.
—Rosalind, ¿has oído algo de lo que te he dicho? Esto es una completa
locura.
—Lo sé y lo siento.
—No me preocupo por mí. Viviré bien con o sin tu título, aunque
mentiría si no dijera que no estoy decepcionado.
No importaba lo que dijera, sabía que mi hermano deseaba este enlace.
Dependía de él. ¿Y quién podía culparle?
Yo también lo había querido. Cuando firmé el contrato, me imaginé a
mí misma como duquesa, casada con Marlow y dirigiendo su casa,
gestionando sus compromisos sociales, dando a luz a sus herederos. Y, sin
embargo, ya no podía imaginármelo. La idea de estar junto a un hombre que
no fuera Charlie me ponía enferma.
—Estoy pensando en ti —dijo Ben—. Tal vez, en las cosas que tú aún
no has considerado. A Winston casi lo han echado de su familia. ¿Cómo
puedes saber que le aceptarán? ¿Y a ti?
Pensé en la abuela de Charlie. En lo cariñosa, amable e indulgente que
era. Ella lo había entendido y lo había aceptado tan fácilmente porque
existía amor entre ellos. Dolor, sí. Pero amor y comprensión.
—Lo harán.
Desvió la mirada por encima de mi hombro.
—El duque viene hacia aquí. Por favor, Ros, piénsalo bien. No tomes
ninguna decisión precipitada esta noche. Como tu hermano, te lo ruego.
—Te quiero, Ben —dije, pues no podía hacer una promesa que no
podría mantener—. Consideraré tus palabras.
Sacó su pañuelo y me secó las mejillas.
—Si te preocupa algo nuestra familia, por favor, por una noche… —
Ben me miraba como si fuera a salir volando.
Bajé la mirada hacia la hierba. ¿Adónde iba a ir? ¿Adónde podría ir?
Había prometido mi mano a un hombre, pero le había dado mi corazón a
otro. Y debía hacer algo al respecto.
Capítulo 25

L
a gravilla crujió, luego unas suaves pisadas me dijeron que el duque
estaba cerca. Vi un par de brillantes botas hessianas de color marrón
rodeándome y deteniéndose junto a Ben.
Hice una reverencia.
—Su Excelencia.
La mirada de Marlow cayó pesadamente sobre mí, pero yo estaba
demasiado asustada para levantar la vista.
—Señorita Newbury —dijo con brusquedad—. Confío en que ahora
esté más cómoda.
Mi hermano se hizo a un lado y yo inspiré lenta y firmemente mientras
levantaba la mirada. Marlow llevaba una clásica levita de terciopelo sobre
una camisa blanca y un chaleco gris. Alguien le había traído también ropa
nueva. Llevaba una corbata de doble nudo prendida con un broche de
diamante, igual que otras veces.
Nuestras miradas se encontraron y, por un momento, recordé cómo me
había sentido la primera vez que nos conocimos. Embelesada. Emocionada.
Como una niña pequeña que deseaba convertirse en princesa.
Esta vez, cualquier encanto que hubiera tenido se desvaneció. Tenía ante
mí a un hombre apuesto, pero solo era un hombre. Todo en él era elegante,
impecable y perfecto. Incluso esa sutil sonrisa y la forma en que se llevaba
las manos detrás de la espalda.
—Estoy bien, gracias —dije—. Discúlpeme por hacerle esperar.
Ben nos miró a ambos y luego dijo:
—Su Excelencia, ¿hay algo que pueda hacer para…?
—Déjenos —dijo Marlow sin parpadear—. Iremos caminando a casa.
Ben frunció el ceño, pero asintió. Hizo una inclinación y nuestros ojos
se encontraron por un segundo. Lo suficiente para que me diera cuenta de lo
preocupado que estaba.
¿Qué haría Marlow? ¿Qué diría, ahora que me tenía a solas?
Un sirviente se acercó con el caballo de mi hermano, así que este se
dirigió hacia él y montó.
Marlow, de forma silenciosa y solemne, hizo un gesto con la mano y sus
dos sirvientes se unieron a nosotros. Luego me ofreció el brazo y dijo:
—Vamos.
Poco a poco, enlacé el brazo con el suyo. Miré hacia arriba, hacia Ivy
Manor, a las altas ventanas de la casa, e imaginé a Charlie tumbado en su
cama con Liza a su lado. El estómago me dio un vuelco. Me sentí más
enferma que si hubiera comido cien tartas de queso, más atrapada de lo que
me había sentido nunca a solas en mi dormitorio y más desalentada que una
joven sin ninguna perspectiva de futuro.
El duque debió de percibir mis sentimientos mientras caminábamos por
el sendero, pues dijo:
—Su médico es bueno. Y su amiga, la señorita Ollerton, se calmará y se
sentirá mucho mejor por la mañana.
—Gracias, Su Excelencia —respondí. Y lo dije de verdad. No se
merecía que lo abandonaran. Pero ¿qué podía hacer?
—De nada.
A pesar de sus palabras, no me sentía cómoda. Esto estaba mal. Yo no
encajaba aquí. La gravilla crujía bajo nuestros pies.
—Señorita Newbury, he sido severo antes, pero espero que no tome mis
intenciones como falta de afecto. Se puso en una situación muy precaria y,
como mi prometida, como la futura duquesa, no puede dejarlo todo y
escaparse así, sin más.
Escogí mis palabras con cuidado, meditándolas.
—Sí, Su Excelencia. Una futura duquesa nuca haría tal cosa.
—Tiene suerte de que llegara a tiempo. Admito que no tenía intención
de sorprenderla llegando antes. Pero mi madre insistió en que la boda
parecería más natural si nos íbamos acostumbrando el uno a otro. —Parecía
más alto, como los árboles que flanqueaban ambos lados del sendero por el
que caminábamos.
Tragué saliva con dificultad. Se hizo el silencio durante varios pasos.
—¿Y qué pasa si no nos acostumbramos el uno al otro?
Mi pregunta pareció hacerle gracia.
—Entonces, haremos lo que hace todo el mundo en sociedad.
Fingiremos.
Asentí despacio. Fingir. Quería que fingiera amarle durante el resto de
mi vida. Tal vez, antes de Charlie habría podido. Quizá, todavía podía. Pero
ahora que conocía la diferencia, quedarme con él sería someterme a una
vida de miseria.
Me sonreía con los ojos mientras tomábamos la curva. Estaba
esperanzado y, de alguna forma, se comportaba de manera amable y a la vez
autoritaria. Después de todo lo que había ocurrido, todo lo que había hecho,
estaba tratando de hacer que este acuerdo funcionara. Eso era más de lo que
muchas esposas podían decir de sus esposos. Para otra mujer, sería un buen
compañero.
Pero no para mí. Cada momento que pasaba con él era un momento que
me estaba perdiendo con Charlie. Y, ahora mismo, Charlie me necesitaba.
Seguir conversando solo empeoraría lo inevitable.
El duque me guio en silencio durante un tiempo, mientras parecía
apreciar las vistas; la brillante luz del sol a través de cientos de hojas, el
canto de los pájaros y el murmullo de vida a nuestro alrededor. Podría
pintar esta escena cientos de veces y jamás quedaría bien.
—¿Está seguro de que esto es lo que quiere, Su Excelencia? Puede que
nunca encajemos.
Frunció los labios y me miró de reojo.
—Encajaremos. De una forma u otra.
—¿Cómo puede estar seguro?
—Porque lo he visto una y otra vez. El matrimonio es un juego de
estrategia. Cuando lo calculas bien, dos personas obtienen todo lo que
desean y pueden ser felices. Por supuesto, habrá baches en el camino, pero
me aventuraría a suponer que su recién adquirido estatus será suficiente
para compensarlo.
Ya no.
—¿Y si no lo es?
Redujo el paso y frunció los labios. Le estaba presionando demasiado.
Debía de presentir mis intenciones. Agitó una mano en el aire y sus
sirvientes se adelantaron, donde no podrían oírnos.
—Señorita Newbury…
—No puedo hacerlo —le interrumpí—. Lo siento, Su Excelencia, pero
no quiero casarme con usted.
Decir esas palabras fue como quitarme un montón de ladrillos de
encima, cada una de ellas me quitó un peso de encima de los hombros, que
por lo general tenía tensos. Era libre.
Esperaba que él explotara o, al menos, que se enfadara. Pero no, en
lugar de eso, inspiró por la nariz y me analizó.
—Usted y yo firmamos el mismo contrato. Comprendo que tenga sus
reservas. Pero, le aseguro que haré todo lo que esté en mi poder para
hacerla feliz.
Se acercó un paso, mientras me sujetaba por los brazos. El mismo olor
cítrico que recordaba flotó entre nosotros.
—Estará ocupada con su nueva labor. Hará nuevos amigos, dará
órdenes a sus sirvientes. Y puede redecorar y volver a empapelar toda el ala
este si lo desea. Sé que no nos conocemos bien, pero, con el tiempo, verá
que soy leal a mi familia. Me preocupo mucho por su bienestar y no pienso
traerla a mi vida y a la de los míos solo para dejarla de lado y hacer que
lleve una vida miserable.
Bajé la mirada hacia su pecho, al broche de diamante de su pañuelo.
Podría ofrecerme el mundo y no sería suficiente.
—No, Su Excelencia. Hablo muy en serio.
Soltó una risa forzada, como si le estuviera gastando una broma de las
gordas.
—Rosalind, vamos a casarnos dentro de cinco días.
Mi nombre sonaba tan insignificante cuando él lo pronunciaba. No
había ternura, ni una pizca de emoción. Sin embargo, cuando Charlie decía
mi nombre, era como si me abrazara.
—No. No vamos a hacerlo. —Le sostuve la mirada, seria y
determinada, hasta que un leve indicio de frustración hizo que se le hicieran
más grandes las fosas nasales.
Retrocedió y negó con la cabeza, mientras escrutaba la hierba, el cielo y
los jardines. Le temblaba la mandíbula, le palpitaban los músculos mientras
rechinaba los dientes y recuperaba la compostura. Incluso su silencio
resultaba imponente.
—Soy el duque de Marlow —dijo en voz baja y carente de emoción,
pero, aun así, me estremecí de miedo.
—Por favor, perdóneme —dije—. Sé que todo esto será una
humillación, cancelar la boda…
—¿La boda? —Marlow arrugó la nariz al oír la palabra—. ¿Cree que
me importa la boda?
Abrí la boca para hablar, pero no salió nada. Esperaba que se sintiera
decepcionado, incluso furioso, pero ¿frustrado?
—No, por supuesto que no —dijo—. No tiene ni idea de lo que está
rechazando. —Inspiró tan hondo que pareció que su tamaño aumentaba tres
veces—. Su padre cree que es dueño de esa parcela de tierra, pero pertenece
a mi ducado.
Me puse a la defensiva.
—¿Está insinuando que mi padre le robó su tierra?
—Hace décadas fue trocada, intercambiada o vendida a un precio
vergonzosamente bajo por el único eslabón débil del linaje Marlow. El
único memo ignorante que nos costó la mitad de nuestras posesiones. Esa
tierra es la última pieza de lo que perdimos. Usted obtendrá su título y yo
tendré mi tierra.
Desvió la mirada y se negó a mirarme a los ojos. Ahora era diferente y
ambos los sabíamos. Ya no estaba el hombre que ofrecía indulgencia, que
utilizaba su poder para ayudar en lugar de dañar, que solo deseaba mi
bienestar. Había sido amable, compasivo y cordial.
Pero este era el verdadero duque de Marlow. Y no se podía jugar con él.
Cerré las manos en puños y parpadeé para contener las lágrimas.
—Nunca le querré. No podría.
—Su corazón me hará un hueco. —Sus palabras eran rotundas y
definitivas, su mirada dura. Qué rápido construía fuertes muros alrededor de
su corazón. Si no me lo hubiera ofrecido de tan buena gana hacía solo un
momento, podría haber creído que carecía de corazón.
Pero yo sí lo tenía.
—Su Excelencia. Mi corazón ya está ocupado.
Abrió los ojos de par en par, llenos de comprensión, y su compostura
flaqueó por un instante.
—Hay alguien más. —Se rio, como si ahora todo tuviera sentido—
¿Siempre lo ha habido?
—No —me apresuré a decir—. Es decir, sí, pero no siempre.
—Si ha conocido a alguien en el último mes, dudo que dure. ¿Quién es?
¿Quién se atreve a tocar a mi prometida?
No pensaba nombrarlo. No podía.
—El señor Winston —dijo con una voz carente de emoción que me
provocó un escalofrío en la espalda.
—Por favor, Su Excelencia. Él ha respetado nuestro compromiso, soy
yo quien no está satisfecha. Sé quién es y lo que me ofrece y sé que es una
locura rechazarle, pero me he enamorado. Por favor, compréndalo, nada
menos que eso me haría rehusar su oferta.
Marlow permaneció quieto frente a mí, pero sin mirarme a los ojos. En
la sien le sobresalía una vena, pero, esta vez, fue incapaz de controlar sus
emociones.
—Nada, de hecho, hará que rehúse mi oferta. Ni siquiera ese capricho
pasajero. Firmó un acuerdo. Se encontrará conmigo ante el cura y le juro
que, si me deja allí solo, su familia se pasará el resto de su vida lamentando
el día en que negociaron conmigo. ¿He sido lo suficientemente claro?
Su voz resonó a nuestro alrededor con tal potencia que me quedé
encogida en el sitio. Con autoridad. Una promesa. Como si pudiera crear
mundos. Y, sin embargo, el modo en que me miraba no se correspondía con
el tono con el que hablaba. Casi lo hacía como si tuviera… miedo. Como si
yo pudiera herirle de encontrar cómo hacerlo.
En alguna parte, oculto bajo todas sus amenazas y su evidente
frustración, no era más que un hombre. Un hombre desesperado por
salvarse a cualquier precio.
Mi familia pagaría el precio.
Me limpié una lágrima de la mejilla.
—Debe de haber otra forma. —Odiaba lo débil y frágil que sonó mi voz
—. Tal vez, mi padre venda la tierra.
—Le ofrecí una suma escandalosa. No la venderá. —Los dientes le
rechinaban mientras hablaba—. Y, a estas alturas, prefiero hacer que sus
hijos paguen por ese error, antes que volver a hacerle otra oferta.
—Hablaré con él. Podríamos llegar a un acuerdo razonable y acabar en
buenos términos. —Me estrujé las manos—. Nadie tiene que conocer los
detalles. Estaremos en deuda con usted…
—¡Basta! —dijo con voz severa y profunda. Después, en un aparente
esfuerzo por controlarse, susurró—: Basta.
—Me está chantajeando. —Mi voz flaqueó.
—¿Qué otra opción tengo? Para ser justos, Rosalind, su padre me forzó
a pedirle matrimonio como único medio para conseguir la tierra.
—Mi padre jamás le forzaría de esa forma.
—Las ambiciones de su padre no son más venerables que las mías. Me
dio una opción, al igual que se la doy yo a usted ahora. —Se acercó unos
pasos, imponiéndose sobre mí, y habló en voz baja—: Créame, he visto las
peores facetas del mundo y pueden ser mucho más despreciables que esto.
Retrocedí. ¿Cómo podía estar pasando algo así? ¿Cómo podía por fin
alcanzar la orilla, solo para que volvieran a empujarme de vuelta?
—Entonces, ¿habla en serio? Si no me caso con usted, hará…
—Lo que haga falta para que lo lamente. —Agachó la barbilla. Tenía la
mirada fija.
Bajé la vista hacia mis manos, hacia la tela arrugada de la falda que me
había agarrado al cerrar las manos en puños. La elección estaba clara:
¿Charlie o mi familia? Si escogía a Charlie, el duque arruinaría a mi
familia. Pero, si escogía a mi familia, no volvería a ver nunca a Charlie.
Charlie, la única persona que podía ver dentro de mí, cada uno de mis
miedos, esperanzas y sueños, y me aceptaba fuera como fuese. Él, a quien
amaba más completa y plenamente que a nadie en este mundo.
Un recuerdo me vino a la mente, me encontraba al borde de un
precipicio, el mismo que él y yo habíamos visitado en Dover. Qué libre me
había sentido. Qué feliz y valiente, infinita y viva.
Y, sin embargo, tenía miedo a las alturas por una buena razón. Al otro
lado del precipicio se abría una larga y peligrosa caída. Y, esta vez, no me
encontraba en el borde con Charlie, sino con Benjamín, mamá, papá, Jasper
y Nicholas. ¿Cómo podría pedirles que se enfrentaran a la caída conmigo?
¿Cómo podría conducirles hacia una marginación indudable, hacia la
humillación, el fracaso y la desesperación, y todo por seguir los designios
de mi corazón?
No podía tener a mi familia y a Charlie. Uno de los dos sufriría.
O quizá no.
Tal vez, solo yo tenía que sufrir.
Mi familia mejoraría si me casaba con Marlow. Charlie se recuperaría
con el tiempo. Ya había decidido irse a casa, vivir una vida de la que Henry
estaría orgulloso. Que él y yo creáramos una vida juntos no cambiaría eso.
Me había dicho que me amaba de muchas formas, pero no me había
hecho proposición alguna. Podría seguir con su vida sin saber jamás que yo
habría dicho que sí. Él ya había llorado una pérdida y vuelto a vivir una vez.
Con un título, podría ayudar a mi familia, incluso más que eso, podría
combatir cualquier rumor que lord Langdon lanzara sobre Charlie. Podría
asegurarme de que viviera una vida feliz.
Lejos del borde del precipicio.
Miré a Marlow. Luego levanté la barbilla.
—Me dará tiempo para adaptarme.
—Para llorar su pérdida —se mofó.
—Y no buscará al señor Winston ni le dañará de ningún modo.
Dibujó con los labios una línea y tragó saliva.
—Mientras usted no vuelva a verlo nunca. Será leal a mí. A mi familia.
El dolor que sentía en el pecho me abrumó. Levanté la mirada hacia la
suya, forzándome a decir las palabras que sellarían mi destino para siempre.
—Sí, Su Excelencia.
—Muy bien —sentenció—. Un feliz comienzo. Qué suerte que ambos
estemos tan versados en fingir.
Agitó una mano y sus sirvientes se acercaron. Caminamos en silencio
por el camino hasta que la casa estuvo a la vista.
—Lleve a la señorita Newbury dentro —les dijo Marlow a sus sirvientes
—. Tengo que dar una pequeña caminata a solas antes de regresar para la
cena.
Capítulo 26

N
o podía respirar. Apenas podía parar de llorar el tiempo suficiente
para enjuagarme la cara en la jofaina que Molly había traído a mi
dormitorio. No me había hecho preguntas, simplemente me había
secado el rostro con una toalla y me había arreglado el cabello. Me había
consolado, hasta que me recompuse lo suficiente como para bajar al salón.
Mamá me ofreció el brazo cuando entré. Tenía la sonrisa en los labios,
aunque el resto del cuerpo lo tenía rígido e inmóvil, como si temiera salirse
de su lugar.
La duquesa era más delgada y joven de lo que me había imaginado y me
miraba como si fuera un vestido que necesitara arreglos. Me detuve para
hacer una reverencia y ella asintió, dando su aparente aprobación.
El duque llegó poco después y, con rigidez, me acompañó hasta mi
asiento en el comedor.
—¿Está cómoda? —preguntó con voz monótona mientras me retiraba la
silla.
—Sí, gracias —logré decir, sabiendo que todo el mundo nos observaba
de cerca. Así sería el resto de mi vida. La pasaría manteniendo
conversaciones educadas con este hombre. Eludiendo el hecho de que, antes
de que nos casáramos, declaré mi amor, no por él, sino por otra persona.
Picoteé un poco de cada plato, incluyendo las chuletas de cordero al
romero que yo misma había elegido para el menú, pues sabía que eran las
favoritas del duque.
Después de cenar, toqué el pianoforte para la duquesa y mamá mientras
los hombres tomaban oporto y fumaban cigarrillos. Cuando el reloj al fin
dio las once, los hombres salieron a darnos las buenas noches.
—No creo que regresemos hasta la cena de mañana —dijo papá—.
Tenemos asuntos que atender por la mañana.
—¿Tenemos? —pregunté.
Papá posó los ojos en los míos, pero no pude sostenerle la mirada. ¿Se
daba cuenta de que era infeliz? ¿De que todo era una mentira y un engaño?
—Su padre me va a presentar a algunos de sus socios comerciales —
respondió Marlow—. Después ultimaremos los papeles con respecto a la
tierra.
—Me imagino lo emocionado que estará —respondí.
—Será el culmen de mi viaje.
—Pero, seguro que el culmen es ver a su esposa —susurró su madre,
tocándole el brazo.
—Por supuesto. —Me miró—. Afortunadamente, es una delicia para la
vista.
Ben se aclaró la garganta y dio un paso adelante con el ceño fruncido.
Abrió los labios para decir algo, pero mamá le agarró por el hombro.
—Si necesitan cualquier cosa… —dijo mamá al duque y la duquesa—.
Por favor, no duden en pedirlo.
Entonces, Marlow me tomó de la mano, con una expresión insondable,
y se inclinó sobre ella.
—La veré a mi regreso.
Tragué con dificultad e hice una reverencia. No era una pregunta, pues
sabía que nunca podría dejarle. No con una amenaza tan seria como la que
había emitido hacia mi familia.
Benjamín se acercó y me hizo a un lado.
—Buenas noches, Ros —dijo con una extraña mirada en sus ojos.
Cuando me tomó de la mano, deslizó un trozo de papel doblado dentro de
ella.
Le dirigí una mirada confusa, pero no hice preguntas.
En lugar de eso, rodeé al grupo lentamente, tomé una vela de la mesa y
caminé hasta que la oscuridad de la escalera me ocultó lo suficiente de las
atentas miradas de los demás.
Abrí el papel que Ben me había dado. Utilizando la luz de la vela,
distinguí la delicada letra de Liza.

¿Cómo estás, Ros?

Yo todavía sigo bastante alterada por lo de esta tarde. No


consigo pasar ni media hora sin preguntarme lo que nos
podría haber ocurrido. Lo que podría haber pasado si
Charlie no hubiera luchado contra esos hombres y el duque
no hubiera llegado para dispararles.
Mi primo está bien. Está durmiendo. El médico ha sido
muy cuidadoso y estamos convencidos de que se recuperará.
Tengo noticias. Los sirvientes de Su Excelencia vinieron
justo después de la cena para informarnos de que dos de los
hombres que nos atacaron han sido arrestados. No recuerdo
sus nombres, pero papá dice que fueron contratados por lord
Langdon para vengarse de Charlie. Les encargaron que le
dieran una paliza y papá cree que, como Charlie es tan
diestro, se enfurecieron y… ¿Puedes creerlo? Y todo esto
porque mi querido primo sobrestimó su fuerza y le rompió el
brazo a un hombre. ¡Alguien que quiso herirle a él primero!
Quisiera enfadarme con mi primo por meterse en un lío
así, pero en lo único que puedo pensar es en la suerte que
tienen algunos mientras que otros no tienen ninguna. Algunos
tienen poder, riqueza e influencia, mientras que otros se
quedan con jirones de lo que deseaban para su futuro.
¿Por qué es la vida tan injusta a veces?
Espero que estés bien. Fuiste muy valiente y no puedo
agradecerte lo suficiente que ayudaras a Charlie. Nadie
sabrá nunca lo que hiciste, pero no puedo evitar desear que
así fuera. Al menos, podrían verte como la joven valiente que
eres.
No habría escrito tan tarde, pero estoy segura de que, si
yo no puedo dormir, tú tampoco y le prometí a Charlie antes
de que se quedara dormido que te enviaría esta carta. Cada
vez que se despierta, pregunta por ti. No tengo corazón para
recordarle que estás con el duque.
No diré otra palabra sobre el asunto después de esto,
porque no serviría de nada. Te perdono por mentirme sobre
todo esto, porque no creo que fueras consciente de tus
sentimientos hasta ahora. Espero, a cambio, que me perdones
por estar tan cegada por mis propias carencias, que no pude
ver las tuyas.
Espero que encuentres la felicidad. Debes saber que no
importa lo que te depare el futuro, me siento muy orgullosa de
ser tu amiga.

Te quiero, Ros.
Liza

Molly estaba esperándome en mi dormitorio. Me quitó la vela de la mano y


yo doblé el papel. No serviría de nada volver a leer las palabras de mi
amiga ni pensar en la esperanza y el deseo que me invadía al saber que su
primo había preguntado por mí.
Que me quería allí.
Molly se puso detrás de mí y empezó a desatarme el vestido, pero la
detuve. No podía cumplir con las formalidades, esta noche no. Tiré de ella
para hacer que se pusiera frente a mí.
Me miró seria.
—¿Qué ocurre, señorita Newbury? ¿Se encuentra indispuesta?
La ternura en su voz quebró mis defensas y los ojos se me llenaron de
lágrimas. Enterré el rostro entre las manos y ella me abrazó con sus esbeltos
brazos.
—Oh, señorita Newbury. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es el duque?
—Molly, no le quiero —logré decir mientras me secaba las mejillas.
Contuve un sollozo.
—Pero eso no la incomodaba antes. —Me peinó el cabello con los
dedos, mientras le daba vueltas al asunto en la cabeza—. ¿Qué ha
cambiado?
No podía decirlo en voz alta. Confiaba en ella, de verdad, pero ¿qué
dirían mis padres si se enteraban? ¿Qué podría hacerle Marlow a nuestra
familia?
—Le ama, ¿no es así? —preguntó Molly en voz baja—. Al señor
Winston.
Nuestras miradas se encontraron y la mía se llenó de más lágrimas.
Asentí y me desplomé sobre su hombro. El mío era un caso perdido. Si
seguía a mi corazón arriesgaría el medio de vida de aquellos a quienes más
quería. Papá podría renegar de mí, pero ni siquiera eso bastaría para salvar a
nuestra familia del duque.
Lloré hasta que el hombro de Molly estuvo empapado con mis lágrimas.
Luego, me puso el camisón, me llevó a la cama con una taza caliente de té
de lavanda y me hizo promesas que no podría cumplir.
En algún momento, después de que la luna se hubiera instalado en lo
alto del cielo durante un buen rato, me sumí en un sueño profundo.
Capítulo 27

M
olly me despertó temprano. No dijo nada sobre nuestra conversación
de la noche anterior, pero me dio una crema especial para que los
párpados, que tenía hinchados, mejoraran, y me puso el vestido
verde guisante, digno de una duquesa.
—¿Se han ido los hombres? —pregunté mientras me recogía el cabello
en una intrincada trenza.
Sonrió con dulzura en el espejo.
—Sí. Aunque la señora Newbury lleva levantada desde el amanecer.
Insiste en que deben verla por la casa o la duquesa asumirá que es usted una
perezosa. Y no podemos permitir que sepa la verdad. —Curvó los labios.
—No me apetece intercambiar cumplidos con la duquesa. —Bajé la
mirada y Molly me dio un apretón en los hombros.
Por tanto, en lugar de atender mis deberes, me escondí en los jardines
para llenar mis embotados sentidos con algo agradable. Pero seguía vacía.
Mi corazón lloraba y rechinaba los dientes, así que crucé el campo hasta la
arboleda, a pesar de que sabía que Charlie no estaba lo bastante recuperado
como para haber salido. Pero mi corazón me había engañado, pues, en lugar
de consuelo, los árboles, la tierra y la orilla del estanque me trajeron
muchísimo más dolor.
Molly trajo noticias sobre la continua recuperación de Charlie, que
debería haberme alegrado más de lo que lo hizo. Daría cualquier cosa por ir
a visitarle a él o incluso a Liza. Pero eso pondría en riesgo el trato que había
hecho con Marlow. Ahora me tocaba a mí mantener a salvo a Charlie. Y
para eso, tenía que mantenerme a distancia.
Por la noche, los hombres regresaron de sus asuntos en la ciudad y vi a
Marlow bastante animado por la idea de la boda, o al menos con la idea de
conseguir su tierra de una vez por todas, como para que volviera a mirar en
mi dirección.
Dormí unas horas esa noche y después por la mañana, y solo hice acto
de presencia en el piso de abajo el tiempo suficiente para apaciguar a mamá
y saber más cosas sobre el castillo Piedmont gracias al relato de la duquesa.
En nuestro tercer día juntas, mientras esperábamos la cena en el salón,
la duquesa se volvió hacia mí en el sofá y dijo:
—Precisarás más arrojo, querida. Eres demasiado tranquila. Demasiado
maleable. Es algo de lo que la gente puede darse cuenta.
—¿Tranquila? ¿Ros? —Papá soltó una carcajada desde donde se
encontraba, sentado frente a Marlow, junto a la chimenea—. Se equivoca,
Su Excelencia. Nuestra Rosalind es una líder. Cuando se propone algo,
nadie puede detenerla.
—¿Es eso cierto? —El duque me miró a los ojos. No era una muestra de
interés o curiosidad. Lo más probable es que estuviera preocupado porque
me propusiera ponerme en su contra y perdiera así su preciada tierra.
Ojalá pudiera correr el riesgo. Ojalá pudiera dejarlo en evidencia y
correr el riesgo de que privara a mi familia del favor de la sociedad. Pero,
de la misma forma que él amaba su ducado y su tierra, yo amaba a mi
familia. Ellos (y Charlie) lo eran todo para mí. Y los protegería.
—Normalmente, estaría de acuerdo, papá. Pero recientemente he
aprendido que, incluso en las peores circunstancias, el amor y la familia
pueden disuadirte. Tal vez sea esa la debilidad que percibe Su Excelencia.
Marlow me miró con el ceño fruncido. No, me miró con inquina.
—Qué adorable —dijo la duquesa con aprobación.
Ben se alejó de papá y Marlow, junto a la chimenea, y se acercó a mí.
Tenía la cara tensa, estaba irritado.
—¿Sí?
—¿Puedo hablar contigo?
Miré a mamá, que arqueó una ceja, luego negó con la cabeza levemente.
Después miró a papá, que alzó la barbilla.
—Pensándolo bien —continuó Ben—, ¿puedo hablar con mi familia en
privado? En el estudio.
Mamá se llevó una mano al pecho.
—Benjamín, querido, ahora tenemos visita. No puedes pedirnos que nos
retiremos así.
—Una reunión familiar —insistió Benjamín—. En el estudio.
—¿Ahora? —preguntó papá. La pregunta tenía un significado más
amplio, como si quisiera confiar en su hijo, pero necesitara saber si el
asunto era urgente o no.
—Ahora —respondió Ben con un único asentimiento de cabeza.
—Discúlpenos Su Excelencia —dijo papá, poniéndose en pie—. Solo
será un momento, estoy seguro.
—Pero, señor Newbury… —balbuceó mamá, mientras lo seguía—.
¡Frederick!
—¿Rosalind? —me instó Ben.
¿Había ocurrido algo? ¿Se encontraba bien Charlie?
El estómago me dio un vuelco mientras seguía a mi familia por el
pasillo.
Mamá le habló a Ben al oído con severidad:
—¿Tienes idea de lo embarazoso que ha sido eso? ¡El duque y la
duquesa de Marlow! ¡El prometido de Rosalind!
Papá cerró la puerta del estudio detrás de nosotros, mientras los cuatro
nos apiñábamos alrededor de su escritorio. Se apretujó para llegar a su
asiento y Benjamín se quedó de pie, a su derecha, apoyado en el lateral del
escritorio de caoba.
Mamá permaneció junto a la puerta, estaba impaciente por irse, y yo me
dirigí hacia la ventana que había al otro lado de la pequeña habitación,
conteniendo la respiración.
—He perjudicado a esta familia —empezó Ben—. Me he guardado para
mí secretos que debería haber contado. Estaba ciego. He dejado que mi
propia ambición y egoísmo se interpusieran en lo que ha sido evidente
desde el principio.
Oh, no. Sí que era serio. Sumida en mi autocompasión y depresión,
¿qué me había perdido?
—Ben, ¿qué ha ocurrido?
Mi hermano miró directamente a papá.
—Una vez me dijiste que lo más importante que hace un hombre en la
vida tiene que ver con su casa, con su familia. En aquel momento no
comprendí exactamente a qué te referías, pero desde que el duque ha
llegado, estoy empezando a hacerlo.
Papá le miró muy serio. Colocó las manos sobre su escritorio.
—No tengo razón para creer que nadie de esta familia sea infeliz. ¿Hay
algo que quieras decirnos, Benjamín? ¿Y de verdad tienes que decirlo
precisamente ahora, cuando tenemos visitas sentadas en el salón?
Ben me miró. No podía estar hablando de… ¿mí?
—Rosalind es infeliz —declaró—. No desea casarse con el duque.
Me puse de los nervios y se me revolvió el estómago. «No». Mi
hermano no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Tratar de librarme de la
boda con el duque no serviría más que para perjudicarle, a él y a nuestra
familia, más de lo que podía imaginar.
—Ella no me ha dicho nada —dijo papá inexpresivo. Luego alzó la
mirada y abrió los ojos sorprendidos cuando se encontraron con los míos—.
¿Rosalind?
Estaba conteniendo las lágrimas y parpadeé, sin decir palabra, para
evitar echarme a llorar. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? Le había
ocultado la verdad a mi familia durante mucho tiempo, pero ahora que se
había dicho en voz alta, que me quedara aquello dentro me dolería más que
que me dieran un puñetazo en el pecho.
—¿Ros? —me instó Ben—. Me has pedido una y otra vez que fuera un
hombre responsable. Que mantuviera mi deber hacia nuestra familia como
has hecho tú. —Tragó saliva y me miró con dureza—. A veces, lo más
responsable que uno puede hacer es decir la verdad.
Mamá permaneció recta como una tabla junto a la puerta.
—Solo deseo complacer a nuestra familia —dije, invirtiendo cada ápice
de mi energía en mantener la voz estable—. Me casaré con el duque. Será
mi contribución a nuestro legado.
—Sí, ¿pero quieres hacerlo? —Ben habló en voz baja y con firmeza—.
¿De verdad quieres casarte con el duque?
—¿Ros? —mamá dio un paso adelante.
Tenía tres pares de ojos observándome y me encogí. ¿Qué querían que
dijera? Si les contaba la verdad, si les pedía que se rompiera el contrato
matrimonial, el duque no se detendría ante nada para arruinarlos. Podía
hacerlo. Y lo haría.
Mi silenció llenó la habitación.
—Ya veo —susurró mamá. Se le enrojecieron las mejillas y los ojos se
le llenaron de lágrimas—. Frederick, ¿qué se puede hacer?
—No. —Me abalancé, sujetándome al lateral del escritorio, junto a Ben
—. No hagáis nada. El duque es un hombre poderoso. Ahora lo veo y debo
proteger a las personas a las que quiero a cualquier precio.
—No —dijo Ben a la vez que negaba con la cabeza. Me agarró el brazo
—. No, Ros. Podemos protegernos.
Mamá, Ben y yo nos agrupamos alrededor de papá. Mamá se volvió
hacia mí.
—Rosalind, ser un miembro de la familia significa que nuestras
ambiciones son las mismas.
—Sí, mamá, lo entiendo, por eso…
—Siempre hemos querido traer un título a esta familia.
—… ocuparé mi lugar en el legado de nuestra familia.
—Pero tú, cariño, quieres amar y ser amada. ¿Y quién puede culparte
por eso? —Mamá tomó mi mano libre entre las suyas. Tenía los ojos llenos
de lágrimas—. Si quieres cambiar de rumbo, cielo, solo tienes que decirlo
con claridad. Podemos soportar la decepción. La humillación pasará. Pero
tú siempre serás nuestra hija y nuestra prioridad. Nuestra mayor ambición
en la vida es verte feliz.
Me mordí con fuerza el labio y ahogué un sollozo. ¿Sería verdad?
¿Podrían las personas a las que más quería, realmente quererme a pesar de
mis debilidades y mis numerosos errores?
Les había hecho daño de muchas maneras. Había sido deshonesta.
Había contado mentiras. Había fingido ser alguien que no era. Pero, aun así,
me ofrecían compasión y una clase de amor que jamás habría imaginado.
Un amor que era incondicional. Un amor que solo la familia podía ofrecer.
Pero, les quería (y a Charlie) demasiado para herirles.
—Pero, mamá, no lo entiendes. El duque está furioso, forzará el
matrimonio o destruirá a Ben, Jasper y Nicholas.
—¿Qué hará qué? —Papá se puso en pie, con la espalda erguida y la
mandíbula tensa.
—Pelearé con él —dijo Ben, mientras se acercaba más, hasta que estuve
rodeada por mi familia.
Ahogué algo que estaba entre una risa y un llanto.
—Me disculpé y traté de arreglar las cosas después de contarle la
verdad, pero él desea nuestra tierra más que nada.
—Ese necio… —empezó a decir Ben.
—Paliducho… —espetó papá.
—… desvergonzado… —dijo mamá, luego se cubrió la boca con ambas
manos.
Yo me sobresalté de forma exagerada y Ben soltó una carcajada.
Mi padre alzó las cejas sorprendido.
—¿Querida?
—Disculpadme. —Las mejillas se le pusieron coloradas—. Yo también
debo confesar algo. Rosalind, te has esmerado y soportado mis lecciones
durante semanas. Quería prepararte para que tuvieras el favor de Su
Excelencia, pero la verdad es que la duquesa me ha parecido una mujer
miserable, vanidosa…
—¡Mamá! —espeté.
—… horrible y estúpida que ve defectos en todo y en todos. —
Entonces, sonrió tímidamente—. En realidad, me alivia saber que no vas a
continuar con la boda. Eres perfecta en todos los sentidos y ninguna lección
cambiará eso. Creí que eras feliz y que solo estabas un poco nerviosa.
Estaba tan concentrada en hacer que todo fuera perfecto, que no me detuve
a mirar de verdad. Pero soy tu madre. Debería haberlo sabido y lo siento.
Tiré de mamá para que se acercara a mí.
—¿Cómo podrías haberlo sabido? Cuando ni siquiera yo me di cuenta
hasta que fue demasiado tarde.
—Hablaré con Su Excelencia —dijo papá de repente.
—Papá, me ha amenazado en serio —dije, apartándome de mamá. Pero
ella no me soltó el brazo.
—Pues ha sido en vano. Que te haya amenazado es muestra de lo
desesperado que está. Su padre estaría avergonzado. —Papá bajó la mirada
hacia su escritorio y negó con la cabeza—. Yo lo estoy. Creí que él veía
mayor beneficio en vuestra unión que la simple adquisición de una tierra. Si
hubiera sabido que su objetivo no era más que ese, jamás habría negociado
con él. Un hombre sin honor no es digno de mi hija, con título o sin él.
—Lo siento, papá. Deseaba tanto traer un título a la familia.
Él levantó una mano.
—¿Por qué crees que le ha costado generaciones a nuestra familia
negociar para conseguirlo?
—Mamá dijo que no había habido otra oportunidad antes de mí.
—Mi hermana menor, Alice, tenía hombres haciendo cola en la puerta
de casa —musitó papá—. Recuerdo a nuestro padre suplicándole que se
casara con un barón. Pero ella había conocido a Marvin Allen en algún
banquete y, antes de que nos diéramos cuenta, él estaba en el estudio de
padre, ofreciéndole todo lo que tenía por una oportunidad para hacerla feliz.
—¿Tía Alice? —pregunté.
—Tía Alice. —Papá asintió—. Ahora entiendo por qué padre volcó una
mesa cuando se enteró de que mi hermana había escogido a un banquero en
vez de a un barón. Pero también entiendo por qué sonreía mientras la
acompañaba hasta el altar. Porque, por muy enfadado que quiera estar, sé
que no seguirás siendo mi pequeña por mucho tiempo.
—Oh, Frederick —gimió mamá.
—Bien dicho —Ben dio unas suaves palmadas antes de juntar las
manos frente a él—. Ahora, ¿quién quiere ir a dar a nuestros invitados las
buenas noticias?
Capítulo 28

Y
o paseaba por el salón mientras Ben y mamá estaban sentados cerca.
Tras nuestra reunión familiar, papá nos había acompañado fuera y
había invitado a Marlow a que entrara en su estudio. El reloj que
había sobre la repisa de la chimenea me dijo que los dos hombres habían
estado hablando (y gritando) durante más de una hora.
Solo llegaban fragmentos de conversación a través de las rendijas de la
puerta. Algo sobre «si tu padre siguiera vivo», seguido por «estarás en
deuda conmigo durante el resto de tu vida».
La duquesa había desaparecido en el recibidor. Su carruaje vacío se
detuvo y esperaba en el camino de entrada. Observé a los sirvientes
cargando bolsas y maletas y metiéndolas en el carruaje. Se marchaban, pero
¿en qué términos?
Entonces, la puerta del estudio se abrió y sonaron unos pasos en el
pasillo. Se oyeron unos murmullos, luego la puerta de entrada se abrió y se
cerró. Ben y mamá se levantaron y se unieron a mí en el centro de la
habitación. Papá entró. Parecía agotado.
—No habrá boda. Y ha accedido a partir en buenos términos. Aunque
nos están robando, pues he accedido a vender la tierra por el mismo precio
por el que la compró vuestro bisabuelo.
Ben soltó un resoplido.
—Un robo, sin duda. Ahí van tus ahorros y toda tu dote, Ros.
—¿Se ha ido? —Apenas podía creérmelo. Había ocurrido todo tan
rápido.
Papá asintió.
—Se ha ido.
Mamá abrió la boca con incredulidad.
—Antes que nada, debemos escribir cartas a los invitados de la boda.
—Sí, mamá. —Haría todo lo que me pidiera. Llevaría a cabo cualquier
tarea. Asistiría a cualquier cita. Cantaría un aria.
—Y debemos prepararnos para un verano muy largo —dijo—. Muchos
hablarán sobre esto. Los chismorreos serán incesantes. Nuestros nombres
saldrán en todos los periódicos.
—Será una experiencia emocionante, ¿eh, Ros? —Ben me dio un
empujoncito con el hombro—. ¿Cómo te sientes?
Pensé en aquel día, no tan lejano, en el que había encontrado mi lista en
el fondo de mi baúl. Cuando había soñado con la boda de tía Alice y había
anhelado una propia. En mi primer encuentro con Charlie, cuando me había
asustado y ofendido, solo para salvarme la vida en más de una forma.
Le tomé del brazo y dije:
—Me siento libre.
Mamá se limpió una lágrima de la mejilla.
—Imagino que querrás ir y contarle a Liza las buenas nuevas.
La mirada en sus ojos me dijo que no se refería en absoluto a mi amiga.
Pero no esperé. Después de abrazar a mi familia, salí corriendo del salón
hacia la puerta de entrada, bajé las escaleras y corrí por los interminables
pastos verdes en dirección a Ivy Manor.
—Derricks. —Sin aliento, hice un asentimiento en dirección al sirviente
cuando este me recibió—. Buenos días.
—Hoy no, señorita Newbury. La casa vuelve a estar cerrada a las
visitas. Y con la cena casi servida…
—Ya hemos pasado por esto. —Me desplomé, tratando de llenar los
pulmones de aire.
—La familia ha pasado por mucho estos días, como bien sabe, y
necesita tiempo para recuperarse.
Me enderecé y busqué desesperadamente cualquier fuente de
inspiración. Miré hacia un lado, a los establos.
—¿Deberían estar sus caballos deambulando libremente?
—¿Qué?
Derricks salió fuera, examinó los terrenos con la mirada en busca de los
caballos que nunca encontraría y yo aproveché mi oportunidad. Salté dentro
de la casa y corrí directa hacia el salón.
—Señorita Newbury —vociferó Derricks.
—¡Liza! —grité. El salón estaba vacío.
—¿Qué es todo este escándalo? —Su mayordomo, el señor Hudson,
salió del comedor—. Señorita Newbury, ¿qué ocurre?
—¿Rosalind? —La señora Ollerton se llevó una mano al pecho mientras
bajaba las escaleras, con Liza a la zaga—. ¿Qué significa todo esto?
—La casa… —El rostro de Derricks se tornó de un rojo intenso hasta
las orejas—… está cerrada.
—Muy cierto —coincidió la señora Ollerton cuando se unieron a mí en
el recibidor—. Y vi partir al duque y a la duquesa. Supusimos que te
habrías ido con ellos.
—Hoy no —dije tímidamente—. Nunca, en realidad.
Ambas mujeres se quedaron paradas.
—La has cancelado —dijo Liza con asombro—. De verdad lo has
hecho.
La señora Ollerton pareció digerir aquellas palabras mucho más
despacio. De pronto, se le hinchó el pecho y, con un revoloteo de faldas y
un gesto de la mano, dijo:
—¿Dónde está tu madre? Debo verla de inmediato.
—En casa —dije para alentarla.
La puerta de enfrente se abrió y cerró y la señora Ollerton salió.
Me volví hacia mi amiga.
—¿Puedo, por favor…? —empecé a decir, pero casi perdí el aliento—.
¿Puedo, por favor, hablar con Charlie?
—¿Charlie? —Mi amiga dejó caer los hombros—. Su madre vino ayer.
Partieron esta mañana temprano.
Quería llorar de desesperación, pero, entonces, me di cuenta de a qué se
refería Liza.
—¿Se ha ido a casa?
—Sí. —Me dirigió una sonrisa triste—. Tomó la decisión por su cuenta.
Te ha dejado algo. —Me tomó de la mano y tiró de mí hacia las escaleras.
Con el corazón en la garganta, la seguí hasta su dormitorio con un solo
pensamiento en mente: Charlie estaba en casa. Después de todo este tiempo
fuera, después de todo el sufrimiento, tanto físico como mental, al final
había decidido enfrentarse al camino más doloroso. Y yo estaba muy
orgullosa de él.
Me soltó la mano y caminó hacia su escritorio para tomar algo. Me lo
acercó y lo reconocí al instante. Mi pintura.
—Lo había olvidado por completo.
—Él no. Guardé su secreto. Construyó este marco, lo ensambló a la
perfección. Luego regresó a la ópera hace unas noches y, de alguna forma,
logró retirar tu acuarela y traerla de vuelta a casa. Quería dártela él mismo.
—Liza negó con la cabeza—. Bueno, honestamente, quería llevársela a casa
con él. Pero, como nunca viniste… creo que pensó que sería mejor que te la
diera.
Me tendió la acuarela enmarcada y una carta doblada.
—Iré a buscar un poco de té —dijo, mientras me daba unas palmaditas
en el brazo.
Cerró la puerta tras de sí y me desplomé en su cama con dosel.
Pasé el pulgar por la talla sencilla de aquel marco que Charlie había
creado. La hiedra, la misma que crecía en la casa y en los árboles del
bosque, trepaba por los laterales y culminaba en unas diminutas flores.
Debía de haber trabajado en él cada día. Y encajaba a la perfección con la
acuarela.
La dejé a un lado y tomé su carta.
No tenía ni idea de qué esperar. Era la primera vez que me escribía una
carta. La primera vez que me escribía un hombre. No me debía nada. Mis
dedos se detuvieron en el doblez. ¿Y si dentro de esta carta, en lugar de
haber lo que deseaba leer, negaba haberme amado alguna vez? ¿Y si se
disculpaba o alegaba locura y vergüenza por el tiempo que habíamos
pasado juntos?
«Mira este marco», susurró mi corazón. Y desdoblé la hoja con cuidado.
Querida Rosalind:

Su escritura era inclinada, pero elegante. Muy Charlie. Quería reír y llorar a
la vez.

Perdóname por no ir a buscarte antes de irme. No estoy


seguro de que hubieras deseado esa intromisión.
Como prometí, espero que esta acuarela te llegue. Una
imagen tan hermosa merece un marco de la misma belleza y,
aunque no puedo afirmar que sea perfecto, hice lo posible por
tallar algo digno de tal honor. Encontré esta madera de un
árbol talado en la arboleda, donde nos encontrábamos tan a
menudo y donde me enamoré absoluta y completamente de ti.
Por favor, no te sientas mal por mí. Soy feliz por haberte
conocido. Feliz por haberte ayudado de alguna manera en tu
viaje. Sin duda, tú me inspiraste en el mío.
Y, por eso, quería darte las gracias, querida Ros, mi
maravillosa e inteligente joven, por ser fiel a ti misma.
¡Menuda lista creaste! No puedo ni imaginar qué más harás,
verás y llegarás a ser. Ojalá hubiera podido ocultar mi afecto,
si eso hubiera significado que tú y yo pudiéramos haber
mantenido una buena amistad.
Pero eso no me habría permitido ser fiel a mí mismo. Y lo
estoy intentando. De verdad. Mi madre está aquí. Me ha
abrazado y me ha dado el cariño que solo una madre puede
dar. Me ha dado una lección de humildad. Me voy a casa.
¿Puedes creértelo?
Sé que me lo discutirás, pero lo diré de todos modos:
dices que no formo parte de tu lista. Que no he cambiado,
sino que simplemente me he encontrado a mí mismo. Ta vez
sea cierto. Pero, en general, te equivocas, Ros. He cambiado.
Quiero ser un hombre más valiente, amable y generoso
gracias a ti.
Así que, con un corazón rebosante de alegría, te digo:
Rosalind Newbury, has completado todos los puntos de tu
lista. Estás preparada para cualquier cosa que la vida te
depare.
Gracias, mi querida amiga, por no rendirte nunca
conmigo. Por darme, aunque fuera, un ápice de tu afecto. Lo
llevaré conmigo siempre.

Tuyo.
Charlie

Encantador, ¿no?
Me sequé las lágrimas y levanté la mirada para encontrar a Liza
apoyada contra el marco de la puerta. Ella arrugó la nariz.
—La he leído entera. No pude evitarlo.
—¡Liza! —la reprendí con una risa de sorpresa, aún llorosa por la carta
más bonita que jamás había recibido. Estaba deshecha, del todo.
Mi amiga se acercó a la cama y se dejó caer junto a mí.
—Traté de dejarla perfectamente doblada para que no te dieras cuenta,
pero no sé ni por qué lo intenté. Por supuesto, tendría que decirte la verdad.
—Me tomó la mano y se la llevó al regazo—. Tú también le quieres, ¿no es
así?
La miré a los ojos con una débil sonrisa y asentí.
—Sí.
Liza asintió y, juntas, nos quedamos sentadas en silencio. Charlie se
había ido. Se había despedido en su carta. Sin ningún ofrecimiento de
llevarme con él.
—Llamaré al carruaje. —Mi amiga se puso en pie e hizo sonar la
campanilla.
—¿Qué?
Rodeó su cama y empezó a sacar vestidos del armario.
—Enviaré a Harriet con Molly para que te haga la maleta. Tendremos
que parar en una posada a mitad de camino, pero podemos estar en Whitely
al amanecer.
—¡Liza! —grité.
Ella suspiró.
—Por el amor de dios, Ros, esta no es nuestra primera escapada. Ni
nuestro primer encuentro cercano a la muerte.
—Debo de estar soñando —murmuré. Primero la partida del duque,
luego la carta de Charlie ¿y ahora la nueva osadía de Liza?
—¿Cómo puedes soportar la espera? —Abrió los ojos como platos y no
pude evitarlo. Dejé escapar una sonrisa.
—No puedo. Pero hay algunas cosas de las que debo ocuparme antes.
Capítulo 29

C
on las cuatro en el carruaje, este iba sobrecargado y el aire se había
hecho sofocante. Liza monopolizaba la vista por una ventanilla,
mientras que Molly y Harriet acaparaban la otra. Dado que yo era la
razón por la que todas estábamos atrapadas en un carruaje durante tanto
tiempo, no iba a quejarme lo más mínimo. Me sentaría en el suelo si fuera
necesario.
Volví a comprobar cada punto de la lista que había elaborado antes de
salir:

Cancelar la boda y ayudar a mamá a escribir las cartas de disculpa


a todos los invitados.
Donar las flores y la comida de la boda a nuestros sirvientes y a los
de Ivy Manor.
Pasar un día entero con mi familia y pedirles perdón un millón de
veces.
Hacer la maleta para un par de semanas.
Respirar.

—¡Hemos llegado! —canturreó Liza, echándose hacia atrás para que yo


disfrutara de la vista—. Whitely es enorme, ¿verdad? No tanto como la casa
de tu padre, ¡pero tienen un invernadero, Ros! Y su sala de música tiene
todos los instrumentos que puedas imaginar. Henry tocaba la viola.
Levanté la vista hacia el enorme edificio que se alzaba imponente a
medida que nos acercábamos. Era cuadrado y majestuoso, construido de
forma elaborada al estilo barroco. Un establo blanco se alzaba en la
distancia y más atrás se veía un edificio redondo con columnas. El corazón
me latía a toda prisa en el pecho. En alguna parte, dentro de estas tierras, se
encontraba Charlie. Y no tenía ni idea de que yo había venido.
El carruaje se detuvo con una sacudida.
Liza soltó un chillido y me dio un apretón en el brazo.
Mi sonrisa temblaba por la ansiedad y la inquietud.
—Para. Me estás asustando.
Ella me dio unas palmaditas y soltó una risotada.
—Ven a conocer a mis tíos. Te encantarán. ¡Después de que te cases con
Charlie, al fin seremos hermanas de verdad!
—Liza, en realidad no seremos hermanas.
—¡Pero casi!
—Y todo eso depende de que él desee lo mismo que yo.
Entornó los ojos mientras descendía.
—Sinceramente, Rosalind, eso ya está más que pasado.
La seguí por los escalones del carruaje. El corazón me palpitaba con
fuerza en los oídos y la cabeza, y la puerta a la que llamó Liza parecía
fluctuar.
«No te desmayes», me dije a mí misma.
Un sirviente la abrió, pero, antes de que pudiera hablar, se apartó para
dejar paso a una regia mujer que me resultó extrañamente familiar. Estaba
segura de que no la había visto nunca, pero había algo en sus ojos.
Se parecía a Charlie.
—¡Tía Edith! —exclamó Liza.
La mujer salió sorprendida y abrió los brazos. Ella y Liza se abrazaron.
—Eliza, ¿qué diablos haces aquí? ¿Va todo bien? —Me observó por
encima del hombro de su sobrina y frunció el ceño—. ¿Quién es?
—Tía Edith, te presento a mi mejor amiga, la señorita Rosalind
Newbury.
A la mujer se le descompuso el rostro.
—Ros —continuó Liza—, mi tía, Edith Winston. La madre de Charlie.
Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida. Ni al ahogarme en el
estanque. Ni estando al pie del precipicio más alto. No, hasta ahora, frente a
esta mujer. Hice una reverencia lo mejor que pude.
—Es un verdadero placer conocerla, señora Winston.
Ella nos miró a ambas en silencio, con esa misma mirada de angustia en
el rostro.
Entonces, una niña se abrió paso a través del estrecho marco de la
puerta que había entre ellas.
—¿Liza?
—¡Eloise! —Mi amiga se entusiasmó.
No necesitaba que me presentaran a la hermana pequeña de Charlie.
Tenía sus ojos, el pelo del mismo color, su misma vitalidad y energía.
—¿Por qué ha venido? —La voz de la señora Winston me trajo de
vuelta a la realidad—. Disculpe. Mi hijo está… bueno, me pregunto por qué
nos visitaría tan pronto después de su boda.
«Oh».
—Ya no estoy comprometida —dije.
—¡Ha cancelado la boda! —dijo Liza, agitando las manos en el aire en
una especie de celebración—. Se ha vuelto loca, pero aún la adoramos.
—¿Ha plantado al duque de Marlow? —La señora Winston parecía
desconcertada.
—Sí —respondí. Luego esperé. ¿A qué?, no estaba segura.
La hermana de Charlie, Eloise, enlazó el brazo con el de Liza, con su
mirada fija en la mía.
—¿Estás loca? O, espera —bajó la voz—. ¿Estás encinta?
El rostro me ardió al instante.
—¿Di-disculpa?
—Eloise Anne Winston —la reprendió su madre—. Entra en casa, ya.
¿Y te preguntas por qué no te permito que alternes en sociedad? Por Dios.
Luego me di cuenta de que ni siquiera nos habían invitado a entrar. El
recibimiento de la señora Winston no fue nada acogedor y, de pronto, me
invadió la vergüenza. Había decidido no casarme con un duque. Y ella
pensaba que estaba loca de verdad.
—Liza, tal vez deberíamos irnos.
—No seas tonta. —La señora Winston agitó una mano—. Señorita
Newbury, cuando sea mayor, mucho mayor, y sus hijos hayan crecido lo
suficiente para experimentar un auténtico desamor, comprenderá por qué
vacilo en esta situación extraña e increíblemente única en la que nos
encontramos.
Asentí, sin saber qué decir.
—Comprenderá por qué debo pedirle que revele sus secretos de una
forma tan directa y desagradable. Antes de que se diga una palabra más,
debo preguntarle: ¿por qué ha roto su compromiso?
Liza miró con nerviosismo a su tía. Desde luego, ella tampoco había
esperado tal reacción.
Me humedecí los labios.
—¿La verdad, señora Winston?
—Sí, por favor.
Inspiré hondo.
—Dejé al duque porque amo a su hijo. Y he venido aquí hoy porque
creo que él también me ama.
Ella inclinó la cabeza y me dirigió una ligera sonrisa.
—¿Charlie? ¿Mi Charlie?
Asentí. Liza se quedó extasiada, Eloise hizo un ruidito de asco y yo me
mordí el labio para contener la risa.
—¿Está en casa?
—Está terminando de trabajar en su nueva casa —dijo Eloise—. Se
alegrará muchísimo de verte. Lo único que he oído desde que llegó es
«Rosalind esto» y «Rosalind aquello», y «hoy debe de ser el día de su boda
y para mañana se habrá olvidado de que existo».
La señora Winston se rio. Fue una risa musical que le iluminó el rostro.
—Menuda niña, no hables así de tu hermano. Ha estado de duelo.
Esa idea, por una vez, me hizo levitar.
—La casa no está lejos, ¿no? —preguntó Liza.
—¿Vamos todas? —dijo Eloise animada—. Me encantaría ver la cara de
sorpresa que va a poner Charlie cuando vea a la señorita Newbury.
Todas las miradas se centraron en la señora Winston, que cerró los
labios hasta que se convirtieron en una fina línea mientras consideraba el
despliegue que sin duda formaríamos todas juntas.
—Oh, está bien, ve a por tu sombrero y la dejaremos a medio camino.
—¿A medio camino? —protestó Eloise—. Al menos, tres cuartos. Ni
siquiera podremos verle los ojos a medio camino. —Resopló, mientras
desaparecía dentro de la casa con su madre.
Liza sonrió y nuestras miradas se encontraron.
—Se va a caer del susto cuando te vea.
Se me hizo un nudo en el estómago. Me llevé una mano, fría de repente,
a las mejillas, que tenía ardiendo.
—¿Vamos? —dijo la señora Winston, que se había puesto un sombrero
de paja decorado con glicinias y se había apretado el lazo para sujetarlo
bajo la barbilla quizá demasiado. Se detuvo a mi lado. Éramos casi de la
misma estatura, y me ofreció el brazo para que enlazara el mío con el suyo
mientras caminábamos de regreso al carruaje.
—Dígame, señorita Newbury, ¿cómo fue crecer como la hija mayor con
tres hermanos pequeños?
Sus ojos se habían vuelto amables, incluso alentadores, tal vez un poco
burlones. Sabía cosas sobre mí. Y quería saber más. Un sirviente nos ayudó
a subir al carruaje, con Liza y Eloise justo detrás. Una vez sentadas dentro,
dije:
—Aprendí rápidamente a revisar las sábanas antes de acostarme cada
noche. —La miré con los ojos entrecerrados y ella se rio.
—Muy lista.
—Gracias a Dios que tenía a Liza a mi lado. Jamás habría sobrevivido.
Otra risa y ella me dio un apretón en el brazo.
—Creo que a Charlie le ocurría algo parecido con sus hermanas, pero en
lugar de las sábanas, le preocupaba despertarse cubierto de pintalabios.
—Le queda bien el rojo —añadió Eloise medio en serio mientras se
sentaba frente a mí. Luego dio unos golpecitos en el techo y nos pusimos en
marcha—. Sabes lo de su nariz, ¿no? Jamás volverá a ser como antes.
—¡Eloise!
—Una mujer debería saber en lo que se está metiendo. Y, además, ya
que hablamos de eso, pasa una cantidad ridícula de tiempo en el baño cada
noche.
—Por Dios. —La señora Winston se agarró el pecho.
Eloise parloteaba sobre los hábitos de Charlie y su temperamento
cuando lo irritaba y, mientras tanto, Liza se reía y me sonreía.
Entonces, después de lo que parecieron unos instantes, el carruaje se
detuvo. Por la ventanilla vi una casita a lo lejos.
—Vamos. Date prisa. Ya nos habrá visto.
Liza y Eloise descendieron, luego la señora Winston. Y, lentamente, yo
las seguí.
Me observaron con curiosidad mientras bajaba.
Estudié el paisaje, hasta que encontré mi objetivo. Una figura en el
lateral derecho de la casa. Al acercarme, vi a otros tres hombres trabajando
cerca. Uno de ellos tenía que ser…
—¿Ros? —Liza me tocó el brazo.
Se me aceleró la respiración. Ya hacía tiempo que había perdido el
control del corazón. Y tenía un nudo en el estómago, un revoloteo que no
veía el momento de que cesara.
—No puedo dejar de temblar —susurré.
—Creo que nos ha visto —dijo Eloise, alzando la barbilla.
Justo enfrente, con su casaca marrón oscura, sus calzas y unas botas
hessianas descoloridas, estaba Charlie.
Los trabajadores estaban enyesando piedras para formar una especie de
barrera a poca distancia de la pequeña casa que teníamos delante y parecía
que él había estado dirigiéndolos. Aún estábamos demasiado lejos para que
pudiera verle la cara, para saber si me había reconocido a tanta distancia.
El estómago me dio un vuelco. Una. Y otra vez. Un estremecimiento me
recorrió todo el cuerpo. No pude seguir caminando, los pies no me
obedecían.
—Se va a desmayar —dijo Eloise.
—Está bien —rebatió Liza—. Ve y dale las buenas noticias, Ros.
Nosotras te seguiremos.
La miré a los ojos. Su confianza, su seguridad era todo lo que
necesitaba. Me mordí el labio inferior y asentí, luego la solté del brazo y di
un paso adelante.
Charlie se puso una mano sobre la frente para protegerse del sol, pero
aún parecía no reconocerme. Su hermana lo saludó y él le devolvió el
saludo vacilante.
Di otro paso adelante. Luego otro. Era ahora o nunca. Me quedaba un
último punto en mi lista y pensaba llevarlo a cabo.
—¡Oh, bien! Papá está con él —dijo Eloise unos pasos más atrás.
Tensé los hombros y de pronto me sentí mareada.
¿Conocer a la familia de Charlie antes de que tuviéramos si quiera la
oportunidad de hablar sobre nuestro futuro? ¿Antes de que se hubiera
declarado? ¿Me había precipitado?
Quizá debería haber hecho que Ben le enviara una carta primero. O tal
vez debería haber esperado unas semanas a que se instalara en su propia
casa. Pero no, me estaba abalanzando sobre él una vez más. ¿Y qué
esperaba que hiciera? ¿Que corriera junto a mí, me alzara en volandas y me
besara?
Sí. Eso era exactamente lo que esperaba.
De alguna forma, avancé con paso firme y me acerqué lo suficiente
como para que pudiéramos vernos la cara. Ver lo que expresaban.
Charlie tenía el ceño fruncido. Cambió el peso de un pie a otro. Luego
se enderezó.
Entonces, empezó a avanzar hacia mí.
Hice un pequeño gesto con la mano para saludarlo.
«¿Un gesto con la mano? ¿Acaso tienes doce años?», me reprendí a mí
misma.
Me froté las mejillas y traté desesperadamente de no morderme los
labios hasta sangrar.
Nos encontramos a medio camino y pude verle la cara con toda
claridad. Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando lo dejé. Con
moratones aun a medio curar. Y la nariz torcida. Y aquella pequeña cicatriz
en el labio inferior. Y ahí estaban su cabello castaño, despeinado, y aquellos
cálidos ojos color chocolate.
—Charlie —dije.
Él frunció el ceño y se detuvo a un brazo de distancia.
—¿R-Ros? —Se pasó una mano por el pelo, con cara de sorpresa—. Es
decir, Su Excelencia, imagino… —Miró por encima de mi hombro y luego
de nuevo a mí. Después se miró a las manos—. Disculpa, no he visto nada
de tu boda en los periódicos, aunque puede que la noticia no se haya
publicado todavía.
Su hermana se rio desde algún lugar cercano.
—Ha estado mirando en los periódicos todos los días.
Él le lanzó una mirada asesina.
Me acerqué un paso.
—No se ha publicado.
Clavó la mirada en la mía. Luego volvió a bajarla.
—Claro. —Puso mala cara—. Seguiré buscándola, entonces.
—No —dije, haciendo una mueca. Me estaba explicando fatal, muy mal
—. No se publicará.
Charlie volvió a fruncir el ceño. Cuán desesperadamente quería
tranquilizarlo. Se quedó inmóvil, salvo porque el pecho le subía y le bajaba.
Tragué saliva con dificultad. Ahora me tocaba a mí apartar la mirada.
—Siento muchísimo haberte abandonado después de todo lo que
ocurrió.
—¿Te fuiste antes de la boda? —preguntó con voz incrédula. Nuestros
ojos se encontraron—. ¿Por qué harías tal cosa?
Lancé las manos al aire.
—¿Por qué todo el mundo me pregunta lo mismo?
Apretó los labios.
—Me queda un punto por tachar de mi lista.
—Cambiar la vida de alguien —dijo al instante.
—Después de escaparnos a Dover, supe quién lo necesitaba más.
Charlie se mordió el labio inferior.
—El duque.
Esperé hasta que posó los ojos en los míos. Quería que me oyera.
Quería que supiera que la lista que había terminado había funcionado, pero
no porque la hubiera completado. Porque me había encontrado a mí misma
mientras lo hacía.
—No —dije, rodeándome la cintura con los brazos—. Cambié la mía.
Charlie soltó un resoplido y negó con la cabeza con una sonrisa triste en
los labios. ¿Qué diablos estaba pasando por esa atractiva cabeza? ¿Y por
qué no hablaba?
—Charles, cielo —murmuró su madre—. La señorita Newbury ha
hecho un largo viaje y nadie le ha ofrecido un recorrido por la finca.
Él sonrió a su madre y se aclaró la garganta.
—Señorita Newbury —dijo, reprimiendo la sonrisa—, ¿puedo ofrecerle
una visita a Whitely?
—Me encantaría —respondí.
—Empieza aquí, en esta casa —indicó su madre—. Querrá ver dónde te
has instalado. Nosotras tres podemos esperar aquí fuera un rato.
—Poco rato —añadió Eloise.
Charlie me miró, estudiando mi rostro como si buscara mi aprobación.
Pero esta vez no era una cuestión de decoro, pues hacía tiempo que
habíamos dejado eso atrás. Me estaba preguntando algo a lo que yo ya sabía
cómo responder. Solo necesitaba que me diera la oportunidad.
Me ofreció su brazo y lo tomé. Le brillaban los ojos.
Caminamos con pasos ligeros. No dijimos nada, solo nos observamos y
nos aferramos el uno al otro, tal vez por miedo a que el otro pudiera
desaparecer.
Subimos cinco escalones y Charlie abrió la puerta. No habría
mayordomo para una casa tan pequeña. ¿Quizá un sirviente para todo?
Todavía no.
Cerró la puerta detrás de nosotros. El fuerte golpe reverberó en todas las
paredes y escaleras arriba, hasta lo que imaginé que eran tres plantas. Bajó
el brazo y deslicé la mano hacia abajo para tomar la suya. Enlazó los dedos
con los míos y me dio un apretón.
—Esta es mi nueva casa —dijo con reverencia—. La llaman
Blackstone. —Hizo una mueca y me reí.
—¿Y cómo la llamarás tú?
—No tengo la menor idea —admitió mientras caminábamos a través del
pequeño comedor. Todavía aferrada a Charlie, acaricié la suave mesa
pulida, para ocho personas, con la mano libre. Hacía juego con la cómoda
de la pared del fondo. Lo único que le faltaba era un jarrón con flores.
Juntos, nos dirigimos hacia el salón, mucho más pequeño que el mío en
casa, con solo un sofá y cuatro sillas. Había una pila de libros sobre una
mesa y le solté la mano para mirarlos.
Arquitectura. Estructuras. Ingeniería.
—¿Has estado leyendo? —Sonreí.
Me devolvió una media sonrisa.
—Así es.
Mi mirada se detuvo en un pequeño cuaderno abierto. Era un dibujo de
una mujer con cabello oscuro y ojos redondos, que casi se parecía a… ¿mí?
Charlie lo cerró de golpe y lo lanzó bajo el sofá. Las mejillas se le
sonrojaron.
—Inspiración —murmuró.
—Me gustaría verlo. —Me dirigí hacia el sofá, pero él se sentó en él y
abrió las piernas para bloquearme.
—Tengo una pequeña biblioteca junto a mi estudio. —Señaló fuera de
la habitación—. ¿Vamos?
—Tú primero —dije con inocencia.
—Por favor, tú primero.
—Estás actuando de forma extraña.
—Soy muy mal dibujante.
Sonreí ante lo ridículo de la vergüenza que sentía.
—No puede ser. Eres arquitecto.
—Puedo dibujar edificios, pero ¿retratar a alguien? Estoy aprendiendo.
—Sonrió con satisfacción, sabiendo perfectamente lo que quería ver.
No podía soportarlo. Me daban ganas de ponerlo en pie de un tirón y
borrar esa sonrisa de su cara con un beso.
—Hablando de construir cosas, el marco que me hiciste es precioso —
dije.
Se tensó por completo. Adiós sonrisa.
—Lo viste.
Me aparté unos pasos.
—Y también la carta que dejaste junto a él —dije por encima del
hombro.
—Ah —dijo Charlie en una exhalación. Se levantó de su asiento y me
siguió por la habitación—. La leíste.
Me detuve junto a la repisa de la chimenea, donde había colocado sus
guantes de boxeo y un pequeño reloj. Volví a mirarle de reojo y asentí.
Me agarró por la muñeca, me dio la vuelta y me hizo retroceder unos
pasos hacia el sofá. Aquellos ojos que al principio me miraban burlones
ahora eran apasionados y tenía los labios entreabiertos, provocadores.
—Antes de que admita haber escrito esas palabras, primero debo
preguntarte algo.
Enredé los dedos con los suyos.
—Adelante. —Lo miré a los ojos. A ese cabello fino que tenía. A esos
labios carnosos.
—¿Qué ha ocurrido, Ros? —dijo con voz más dulce—. ¿Dónde está el
duque? ¿Dónde está tu familia? ¿Te has escapado sin su permiso?
Debería haber sabido que le preocuparía que hubiera plantado a Marlow
en el altar y provocado un escándalo tremendo. Negué con la cabeza y
sonreí.
—Saben exactamente dónde estoy.
Soltó un suspiro de alivio. Relajó los hombros al instante.
Y después se lo conté todo. Sobre el duque. Sobre el terreno. Sobre las
amenazas de Marlow a mi familia.
—Ben convocó una reunión familiar y me hizo confesar mis
sentimientos. Mis padres, Charlie… —Negué con la cabeza, recordando, y
una nueva emoción resurgió—. Ellos me han salvado.
Charlie asintió. Lo entendía todo, como solo él podía hacer. Me limpió
con el pulgar las lágrimas que me caían por las mejillas.
—¿Estás feliz? —preguntó—. ¿Te arrepientes…?
—Estoy feliz —le interrumpí—. Muy feliz.
Su sonrisa me provocó un cálido hormigueo en el cuerpo. Deslizó las
manos por mis costados hasta llegar a mi cintura.
—No he dejado de pensar en ti. Te he echado muchísimo de menos.
Solté una risa alegre y de sorpresa, pues al fin estaba donde quería estar.
—Yo sí que te he echado de menos. ¿Cómo estás? —Le miré al costado
y al estómago, allí donde le habían apuñalado—. No deberías estar fuera,
cargando y levantando cosas.
—Estoy mucho mejor. —Me puso las manos por detrás de la cintura
para acercarme más y yo me aferré a sus brazos—. Eloise me ha ayudado a
organizar mis cosas aquí. Los sirvientes han trasladado todas las cosas
pesadas. Y, pronto, según dice mi nuevo médico, podré levantar cualquier
cosa. —Una sonrisa pícara apareció en su rostro y se mordió el labio
inferior.
—¡Charlie! —Me reí, recostándome en él.
—Ros. —Su sonrisa desapareció poco a poco, reemplazada por una
mirada tan seria, tan afectuosa, tan radiante, que dejé de respirar por
completo—. Sé que acabas de salir de un compromiso. Tal vez necesites
tiempo para recuperarte.
—Charlie —pronuncié su nombre con mucha paciencia—. He hecho un
largo viaje para estar exactamente donde quiero estar.
Me miró durante un buen rato.
—¿Estás segura?
Poco a poco, deslicé los dedos por su pecho hasta sus hombros. Luego
le envolví el cuello con los brazos y tiré de él hasta que su frente rozó la
mía. Asentí contra su nariz.
—Sí.
No quería nada ni a nadie como lo quería a él. Nuestros ojos se
encontraron por un segundo, antes de que sus labios presionaran con
firmeza los míos.
Permanecimos así. Cada movimiento que hacía era dulce, cuidadoso y
lento. El afecto se convirtió en un cariño que me inundó, me envolvió y
detuvo todo tiempo y sentido. Sentirme así era todo lo que había estado
buscando. Ninguna lista me había traído aquí. Había sido Charlie. Y yo le
pertenecía.
Me relajé en sus brazos y él reaccionó acercándome más hacia sí.
Separó los labios de los míos, voraces, ávidos y apremiantes, como si
hubiera estado hambriento. Y me di cuenta de que yo también lo había
estado. Sabía a miel y a sol, y quería vivir y respirar en él. Quería más de
sus manos en mi cintura, que me recorriera la espalda con ellas y que
deslizara los dedos por mi piel y dejara un rastro de fuego a su paso.
Tenía la mente turbada, anulada; me concentré solo en él. Lo abracé más
fuerte del cuello. Gimió y profundizó el beso, hasta que nos ahogamos el
uno en el otro y tuvimos que tomar aire.
Me rozó la mandíbula con los labios, y luego descendió por el cuello y
volvió a subir.
Yo respiraba de manera entrecortada.
—Charlie —dije.
—Te quiero —repuso junto a mi mandíbula—. Como nunca he querido
a nadie en toda mi vida. Eres la mujer más extraordinaria que jamás he
conocido y no me importa donde viva o lo que haga mientras te tenga a ti.
Tragué con dificultad y me eché hacia atrás para ver la sinceridad en sus
ojos. Me quería. Me deseaba. Este hombre increíble, cuyo corazón roto
había sanado para convertirse en algo más hermoso de lo que era antes, con
sus imperfecciones, me quería. Me sostenía la cintura con las manos
mientras yo tenía las mías sobre su pecho.
Apoyé la frente contra la suya.
—Yo también te quiero —susurré—. Solo a ti, Charlie.
Se apartó. En sus ojos ardía el fuego de la urgencia.
—No tengo título que ofrecerte. No soy duque. Pero lo que tengo es
tuyo para que lo moldees a tu antojo. Tengo un estanque. —Me dio un beso
en la frente—. Y puedo construirte un vestidor.
Me reí y entonces me di cuenta de que estaba llorando.
—Nuestro cocinero es excepcional. Nunca te faltarán dulces.
—Charlie. —Tiré de él para acercarlo y le di un profundo beso.
—Di que te casarás conmigo. Di que sí.
Vacilé lo suficiente para burlarme de él, luego dije:
—Por supuesto que lo haré.
Rugió y soltó una carcajada. Me levantó en el aire, dándome vueltas y
riéndose más.
—¿Sí?
—¡Sí! —Me reí en su cuello. Pero, entonces, me di cuenta de que me
estaba levantando—. ¡Charlie!
—¿Qué? —Se detuvo de repente. Tan rápido que tropezó hacia atrás y,
en un segundo, caímos juntos sobre el sofá. Me tomó en su regazo y me
atrajo hacia sí. Volvió a llevar los brazos a mi cintura.
—¿Estás bien? —preguntó, aferrándome con más fuerza.
—¿Yo? —le reprendí. Le pasé los brazos alrededor del cuello, para
afianzarme y para estar lo más cerca posible de él. Estar en sus brazos,
envuelta por su fuerza, era como nadar, libre y ligera—. ¡No puedes
levantarme todavía, tienes esas heridas muy recientes!
—Puedo cuando la mujer a la que quiero accede a casarse conmigo. —
Me acarició el cuello con la nariz, mientras su aliento me hormigueaba en la
piel y avivaba cada centímetro de mi cuerpo.
Me sobresalté por la sorpresa.
—Nada de levantarme.
Se echó hacia atrás y me besó en la mejilla.
—Durante una semana. —Luego me besó en los labios. Después en la
comisura de la boca.
Sonreí y me sumergí en su beso.
—Hasta que el médico te dé permiso.
Protestó y bajó una mano hasta mi muslo.
—¿Y hasta entonces?
—Bueno, este sofá es muy bonito.
Me atrajo aún más cerca, si es que era posible. Paseó los labios por mi
mandíbula, mi cuello y…
—¡Charlie! —exclamé, riéndome, medio sorprendida y medio
enloquecida.
Volvió a gruñir.
—¿Sí, amor?
Yo tenía la cara ardiendo. Toda yo ardía. Pero era Charlie. Y sentaba tan
alocada y maravillosamente bien. Estar a salvo en sus brazos, para siempre.
Me aparté una última vez para encontrar su mirada y asegurarme de que
no estaba soñando.
¿Me había traído mi lista aquí? ¿Me había cambiado? ¿Me había
ayudado a enfrentarme a mis miedos y enseñado a ser valiente?
Quizá.
O, quizá, fue…
—Nada, amor mío. Nada en absoluto.
Epílogo

Dos años más tarde.

M
e sumergí en el agua fría del estanque, con todos los sonidos
amortiguados bajo la superficie, y agité brazos y piernas con
movimientos precisos. Subí hasta que saqué la cabeza al aire cálido
y la luz del sol.
Inspiré hondo.
Entonces, sonó la voz aguda de Liza:
—¡No puedes obligarme a que me meta!
—¡Está muy buena! —Ben se rio—. Te salvaremos si te ahogas.
—Sé nadar, muchas gracias. —Hinchó el pecho.
Incluso desde lejos, pude ver cómo a Ben se le sonrojaban las mejillas.
Había cumplido los veintiuno hacía un par de semanas y sabía exactamente
en qué estaba pensando.
Las perspectivas de futuro de Liza habían tenido idas y venidas después
de tres temporadas. Había dejado de preocuparse por buscar un marido y,
por tanto, estaba felizmente soltera, aunque me preguntaba cuánto duraría
eso.
La puerta que daba a mi nuevo vestidor se abrió con un chirrido. Su
arquitecto salió de él vestido con el traje de baño. Con una talla de más, en
mi opinión.
—¿Sigue sin meterse? —Le sonrió a Liza y después sus ojos se
encontraron con los míos.
—¡Lánzala al agua! —grité, estirando los brazos para flotar, como me
había enseñado Charlie.
Mi amiga abrió los ojos como platos.
—No te atrevas. Por favor.
Charlie asintió en su dirección y Ben se puso un dedo en los labios.
—Muy bien, me meteré. Yo sola. —Se dio la vuelta rápidamente para
asegurarse de que no se estaban acercando por detrás a hurtadillas.
Charlie se encogió de hombros y corrió hacia el extremo menos
profundo. Cuando el agua le llegó a la cintura, se inclinó hacia delante y
nadó hacia mí con rapidez. Se pasó una mano por el cabello húmero y me
rodeó la cintura con el brazo, acercándome hacia sí para sostenerme entre
sus brazos.
—No está mal, ¿no? —Señaló la casa cuadrada que él había diseñado.
Me agarré a su cuello y le di un profundo beso.
—Es perfecta.
Sonrió.
—¿Estás segura de que puedes nadar tan pronto después de dar a luz?
—Cuatro meses, Charlie. John Henry tiene cuatro meses.
—¿En serio? —Se echó hacia atrás—. Parece que fue ayer. Bueno,
nuestro hijo está dormido. Sus dos abuelas están encaramadas a su cuna en
Whitely.
—Es un niño con suerte —dije. Nuestras familias se habían reunido
durante esta semana en la casa solariega de los Winston para celebrar, con
retraso, el nacimiento de John Henry.
Se oyó un chapoteo y Liza gritó. Ben se había lanzado al agua justo
delante de ella.
—Ah… —se mofó mi hermano—. Qué refrescante.
Liza le salpicó agua en los ojos con ambas manos.
—Tal como debería ser —le dije a Charlie, con más de un sentido.
Nuestro hijo heredaría todo esto y todo lo que creáramos juntos.
Nadamos hasta que llegó la hora de vestirse para la cena. Entonces,
Charlie y yo nos vestimos y salimos en nuestro carruaje desde nuestro
rebautizado hogar, Oak’s End, hacia Whitely, donde nos esperaban nuestras
respectivas familias.
Un carruaje se detuvo en el camino de entrada detrás de nosotros
mientras descendíamos. Un hombre en la treintena salió de él y se volvió
para ofrecer la mano a su acompañante.
—¡Ha venido! —Solté a Charlie y salí corriendo—. ¡Tía Alice!
Una mujer bajita, con un sombrero con encaje, había salido del carruaje.
Los rizos de su cabello rubio le asomaban por fuera del sombrero. Levantó
la cabeza al oír mi voz y se volvió.
—¿Rosalind? —exclamó, con los brazos abiertos—. ¡Mírate! Mi
preciosa joven madre. Ya empiezas a tener arrugas.
Me hundí en su abrazo.
—¡Espero que no!
Ella se rio y el tío Marvin se colocó detrás de ella y le dio un beso en la
mejilla.
—Permite que vivan en la ignorancia de lo que les espera, Alice.
—No tienen ni idea. Míralos. —Ella nos miró a ambos con una sonrisa.
Se oyeron unas voces detrás. Mamá, papá, la señora Winston, el señor
Winston padre, Ben, Liza, Eloise y la hermana mayor de Charlie, Josephine,
incluso Jasper y Nicholas, que estaban en casa durante un descanso de la
escuela, todos nos rodearon para recibirnos. Nos envolvieron en un amor,
un amor que solo la familia puede proporcionar. Algunos eran familia de
sangre y otros familia política.
La tía Alice se emocionó cuando tomó a John Henry de los brazos de
Liza y lo acunó.
—Mira este hombrecito —susurró, mientras lo mecía en sus brazos y le
besaba sus mofletudas mejillas.
—Solo empeorará. —El tío Marvin sonrió a Charlie y le dio unas
palmaditas en la espalda.
—Cállate. —Tía Alice se rio—. John Henry es un ángel. Serás un ángel
con tu mamá, ¿verdad?
—Si su padre es muestra de ello… —interrumpió el señor Winston
padre.
—Gracias. —Charlie soltó una carcajada—. Le he cedido los caprichos
de un hombre soltero a Newbury —dijo, poniendo una mano en el hombro
a Ben—. ¿Cómo está mi viejo saco de boxeo?
—Sigue colgado en la arboleda. Recibe golpes casi cada mañana. —Mi
hermano levantó los puños en una demostración de fuerza.
—Tápate las orejas, John Henry —le advirtió tía Alice.
—Mira esos puños. Perfectamente colocados para arañar. —Sonrió
orgulloso mientras observaba cómo caían y se cerraban los párpados de su
hijo.
Todos nos echamos a reír, acercándonos por turnos para echar un
vistazo a esos puños pequeños y regordetes. Tal vez, cuando cumpliera los
doce, Charlie y yo desenterraríamos nuestra caja del tesoro y le hablaría
sobre mi lista. Cómo me había llevado hasta su padre. Y cómo había
cambiado mi vida por completo.
—Estoy muy orgullosa de ti —dijo tía Alice emocionada, mientras nos
miraba a ambos—. Mira lo que has conseguido.
Nuestras familias murmuraron su aprobación. Charlie deslizó una mano
por mi espalda y luego me acurrucó contra su costado. Nuestras miradas se
encontraron y ambos sonreímos. Ya habíamos creado cosas maravillosas
juntos.
—Yo creí que era feliz el día de nuestra boda —le susurré— Pero
esto… —Bajé la mirada hacia nuestro bebé, era perfecto, y luego volví a
mirar a mi esposo—. Esto es la verdadera felicidad.
Agradecimientos

H
e tenido esta historia en mente durante años y, a pesar de las muchas
veces que la empecé la escribir, estoy orgullosa de cómo ha quedado
al final. Debo dar las gracias a muchas personas.
Primero, muchísimas gracias a la editorial Shadow Mountain
Publishing, y a las brillantes mentes y corazones que en ella trabajan. Sin su
apoyo y su ánimo, este libro no habría sido posible. Quiero dar las gracias
especialmente a Heidi Gordon, por su infinita paciencia y sinceridad; a Lisa
Mangnum, por cada segundo de revisión editorial; a Heather Ward, por
diseñar una portada tan maravillosa con detalles que hacen que me
emocione; y a Troy, Callie y Haley, el mejor equipo de marketing, por
entusiasmarse conmigo y gritar sobre mis libros desde la azotea.
A mis queridas y críticas compañeras, Arlem «¡No pongas la lista en su
dormitorio!» Hawks. Joanna «¿Qué es ese acuerdo por una tierra?» Barker
y Heidi «Dame más emoción por aquí y por allá» Kimball. No puedo
expresar con palabras lo que os quiero. Gracias, gracias, gracias por las
risas, el apoyo, la ayuda con la elección de palabras a altas horas de la
noche y el «¡tú puedes!» de por las mañanas. Escribir sería muchísimo
menos divertido sin vosotras.
Gracias a mis padres y a mis hermanas, Chels, Jenn y Erin, y a toda mi
familia por darme ánimos y por estar siempre deseando oír más.
Y a mi otra mitad, Ted. No podría hacer nada de esto sin tu apoyo.
Gracias por quererme, vestirte con ropa de época y bailar conmigo en
público. Y por ser el que inspira los rasgos más nobles en todos mis héroes.
A Soph, Owen, Henry y Si… No hay palabras para expresar cuánto os
quiero.
Gracias infinitas a Dios, a quien siento en mi vida diaria y cuyo amor y
guía continúan ilustrándome y asombrándome. La vida nunca es perfecta y
no siempre es divertida, pero el don de la escritura sin duda ha hecho la mía
mucho más feliz.
Y, por último, gracias, querido lector, por hacer este viaje conmigo. Soy
una persona imperfecta y, seguramente, este libro y su rigor histórico
también. Espero que te haya gustado de todos modos.
MEGAN WALKER creció en una plantación de bayas en Poplar Bluff,
Missouri, donde la imaginación la llevaba a tiempos pasados y mundos
lejanos. Mientras estudiaba Educación Infantil, se casó con el amor de su
vida y formó una familia. Pero las historias que imaginaba ambientadas en
la época de la Regencia no la abandonaron, así que decidió ponerse a
escribir. Lo demás ya es historia. Vive en St. Louis, Missouri, con su
marido y sus tres hijos.
Notas
[1]N. de la Trad.: «Prinny» era el apodo que daban al Príncipe Regente
(1762-1830), que luego subiría al trono como Jorge IV del Reino Unido y
de Hannover. <<

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