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–Está bien, pero si no te decides, en un año, te caso.

Las cosas ya se estaban poniendo muy feas, ahora sí de verdad me tenía que
buscar un novio, ¿pero dónde?
El susto me duró como quince días. Después, regresé a mis sueños postergando
mi búsqueda, y con ello, las esperanzas de Rodrigo.

Dos meses después, Lola ya estaba alistando los platillos que comeríamos en
Noche Buena. Mina contrató algunas muchachas del pueblo para que nos
ayudaran porque en esas fechas aumentaba el trabajo.
Rodrigo invitó a dos matrimonios de la capital, amigos suyos, quienes nos
visitarían con sus respectivos hijos, y me dio la sorpresa de que Liliana y Ricardo
también asistirían a nuestra cena. El último invitado fue el señor Gutiérrez. Yo no
sabía que era un hombre soltero que vivía solo en la capital. Cuando Mina me
explicó las causas de dicha soltería me sentí muy conmovida. Tres días antes de
su boda, la novia falleció repentinamente sin que se supiera de qué. Fue tanto el
cariño que Gutiérrez le tenía, que decidió conservar su celibato. En el fondo de
mis pensamientos deseé que tal compromiso siguiera en pie porque de solo
pensar que Rodrigo lo había invitado para endosármelo como pretendiente me
daba escalofríos.

Liliana estaba irreconocible. Diez años hicieron una diferencia importante. El


matrimonio le sentó muy bien, ganó algunos kilos que se incrementaron con el
embarazo. Su hijo Ricardito tenía en ese tiempo casi un año. Lucían muy
dichosos. Los estimaba de verdad. Ricardo no creció demasiado, su estructura
ancha y compacta lo hacía parecer más bajo de lo que en realidad era, aunque
ese detalle no importa, ambos se amaban y eso era lo necesario para continuar
unidos.
El que la sufrió intensamente fue Ricardito. El largo trayecto de Veracruz a la
capital, y de la capital a Taxco le sacó una tremenda urticaria que Lola controló
con algunos ungüentos preparados con la receta de su abuela.

Al principio, cuando Rodrigo nos avisó que irían dos matrimonios amigos suyos,
pensé que los hijos serían probables pretendientes, pero cuál fue mi sorpresa que
vi entrar a un ejército de niños pequeños, entre cinco y trece años. Ellos se
encargaron de alegrar la velada con sus ocurrencias, gritos, lloros, berrinches,
risas y todo lo que acompaña a los niños.
Rodrigo atizaba su inquietud contándoles historias fantásticas. Me acordé de las
que también nos contaba a Francisco y a mí cuando recién murieron mis papás.

Era de esperarse que Liliana y Ricardo me preguntaran acerca de mis


enamorados. Francamente no quise hablar del tema porque seguro empezarían
las críticas. No entendía por qué tendría que casarme forzosamente si yo la
pasaba muy bien de soltera. Cuando notaron su impertinencia dejaron de
molestarme con preguntas insidiosas y repetitivas. Yo, en cambio, giré mi
atención a otro punto. Esperé la ocasión en que el señor Gutiérrez estuviera solo
–que sucedió un momento en el que salió al jardín– y lo abordé para preguntarle

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sobre Pablo. Su mirada no fue muy cordial; por lo visto, aquél ya le había dado
referencias sobre el asunto.
–¿No cree señorita que el joven Méndez fue claro con usted la última vez que nos
reunimos en ésta, su casa?
–Claro –respondí perpleja por el comentario– aunque el hecho de que pregunte
como está no tiene nada de malo, ¿cierto? Únicamente quisiera saber si se
encuentra bien.
–¡Mucho mejor de lo que usted cree! –rio con sorna.
–Bien, pues sólo me queda pedirle, si le es posible, que le mande un saludo de mi
parte.
–¿Por qué mejor no nos concentramos en su escrito? Estoy por finalizarlo y
pronto le enviaré mis comentarios.
Sin esperar más, caminó rápidamente a la casa, pegando, por su imprudente
velocidad, contra la puerta.

No sé si sólo me pasa a mí. Cuando la gente se va, se siente un vacío mucho


mayor que antes de su llegada. Así fueron esas fiestas decembrinas, primero
mucho ajetreo, y luego demasiada tranquilidad.

En poco tiempo, como si lo hubiera jurado son sangre, me llegaron las


observaciones del señor Gutiérrez. Si no fuera porque era un connotado
especialista en la materia, pensaría que con toda la mala saña de la que era
capaz un hombre distinguido, había despedazado mi obra. Que le faltan adjetivos,
que los verbos están mal conjugados, que su sintaxis está de cabeza, que la
información es incompleta… una sarta de tonterías que con todo respeto, me
desanimaron más.

Aquí intervino Mina. Se sentó a mi lado, y con la paciencia de una santa desglosó
cada comentario. Me hizo reescribir el texto competo con los ajustes necesarios
que mi buen mentor de literatura solicitaba. Sólo entonces mis errores saltaron a
la vista. Descubrí que aquel hombrecillo no estaba del todo equivocado. Una vez
terminado –que ahora fueron casi 70 hojas con letra apretada– se lo mandé
nuevamente.

Un doloroso acontecimiento cimbró al pueblo en aquel entonces. Un atado de


paja en un puesto comenzó a quemarse al poner cerca el marcador de hierro de
las vacas. Las llamas de aquel terrible incendio invadieron rápidamente al
mercado. Los pobladores lucharon valientemente por rescatar a sus familiares,
pero así y todo hubo algunos muertos y otros muchos heridos. Entre ellos estaban
las dos hermanas de Francisca. Pobrecita, estaba hecha un mar de lágrimas. Mi
padrino colaboró económicamente junto con otras personas para adquirir
medicinas que debían transportarse desde la capital. También ayudó al comprar
material con la idea de reconstruir el mercado.

Mina se distrajo mucho yendo y viniendo para consolar a la gente. Lola, ella y yo
preparábamos comida en enormes ollas para llevarles a los improvisados
nosocomios, que se reducían a unas cuantas casitas maltrechas.

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La gente del pueblo tomó con gran aprecio el esfuerzo de mis padrinos, y desde
entonces siempre nos querían hacer rebajas en las mercancías, cosa que mi
madrina no aceptaba.
–De por sí pobres, más ahora que me lo quieran casi regalar, no, ¡de ninguna
manera! El fruto de su trabajo es para ellos. –nos decía casi enojada.
También a ellos les contestaba:
–Mis indios queridos, no por mí, que soy más india que ustedes, se van a quedar
sin comer.
Con gran orgullo Mina repetía frecuentemente sus lazos con la tierra. No sé, pero
a mí me daba la impresión de que conforme pasaba el tiempo se convertía en la
india más bonita que ha producido este país. Yo amaba profundamente a mis
padrinos. Sentía, y siento ahora, que después de Dios y de mis padres, ellos
fueron mi mejor regalo.

Debido a que el señor Gutiérrez nunca me hizo el favor de platicarme sobre


Pablo, yo solía buscar sus colaboraciones en el periódico, que tomaba
clandestinamente después de que Rodrigo lo leía y dejaba botado en la estancia.
Pablo tenía una maestría espectacular para manejar las noticias. Era simpático y
siempre incluía algún color en sus notas. Si la noticia trataba sobre negocios,
decía que eran negros; si sobre cultura, decía que era azul; si sobre crímenes
comunes, que eran rojos. Siento que funcionaba como algún distintivo particular,
algo así como tener su propio estilo. Me deleitaba su inteligencia y sentido común.
En el fondo, seguía enamorada de él. Muy resentida, pero enamorada de él.

Numerosas tardes recreé en mi mente mis fantasías. Insistí mucho tiempo en los
episodios de desprecio.

No hacía mucho había comenzado el verano con un clima extraordinariamente


agradable. La tarde del 30 de junio me subí más temprano a mi recámara para
soñar. Me imaginé en el paraje de la calle hermosa con la enredadera. Yo iba
caminando despacio mientras disfrutaba del paisaje, y Pablo llegaba por detrás
con un enorme ramo de rosas. Me acuerdo bien que giré, hice a un lado mi
sombrilla, lo miré y le pedí que se fuera. Después de eso seguí mi camino como si
no existiera. Él insistió:
–Mónica, por favor, llevo mucho tiempo suplicándole que me perdone y me dé
otra oportunidad.
–¿Sabe algo?, váyase. Está importunando mi paseo. Le dije con mi mayor
indiferencia.
De pronto, entre la enredadera, como si hubiera cruzado del pequeño bosque a la
calle, salió Pedro.
–¡Pedro! –exclamé muy sorprendida–. ¿Qué hace aquí?
Verlo me confundió en gran medida. Removió mis viejos sueños en el café. Se
supone que ya lo había olvidado, pero no fue así. El estómago me dio un vuelco y
sentí una gran alegría.
Con esa voz inconfundible, serena y fuerte comentó:
–¿Tiene algún problema?
Pablo se detuvo al verlo.
–No, sólo se trata de un antiguo enamorado que no se resigna a perderme.
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–Ah, comprendo, lo mismo que me sucedió a mí.
–¿De qué habla?
–Pues de lo que usted hizo conmigo. Primero me invitó a acompañarla en el café
y después, sin mayor explicación, se deshizo de mí.
Me dejó perpleja. No supe qué contestarle. Abrí los ojos y traté de recordar mis
últimos sueños con él. ¿Por qué otra vez pensaba en Pedro? ¿Sería que al saber
que Pablo no me correspondía me obligaba aun sin querer a regresar a la
comodidad de mis viejos sueños?

Al día siguiente lo intenté nuevamente y se repitió la escena. Por más que quise,
Pedro resurgía una y otra vez. Finalmente decidí continuar con la historia.
–Yo nunca lo he despreciado. Simplemente usted es un personaje que yo inventé
y en su momento decidí que no era bueno continuar enamorándome de alguien
imaginario –le comenté algo molesta.
–¿Imaginario? ¿Eso soy para usted?
Su mirada cambió. Me inspiró una gran ternura.
–Perdóneme… la verdad es que no quiero que se ofenda.
Pedro miró hacia atrás y después hacia el suelo.
–No importa –dijo– lo que me gustaría saber es si el hombre que la busca
significa algo para usted.
–¿Quién, Pablo? No, de ninguna manera.
–¿Es también “imaginario”? –señaló inclinando la cabeza un poco.
–No, él sí es de verdad.
–¿Y de dónde lo conoce?
–Es periodista. ¿A cuenta de qué vienen tantas preguntas?
La voz de Pablo se intensificó. Ya estaba tan sólo a unos pasos de nosotros.
–Mónica, por favor...
–¿Qué no entiende usted que ella no quiere verlo? –le gritó Pedro
interponiéndose entre Pablo y yo–. Haga el favor de irse y no regresar.
–¡Uy, ese es mi Pedro! –pensé. –Qué bueno, ¡póngalo en su lugar! –Volví a
pensar.

Varias veces repetí en los subsecuentes días estas imágenes, y siempre


terminaban en ese punto.

Una grata noticia vino a sacarme nuevamente de mi rutina. El señor Gutiérrez


quería que viajáramos a la capital porque mi libro sería publicado.
–¡Cómo! –gritó Lola– ¿Es usté escritora de veras?
–Sí Lola, ahora sí creo que encontré mi camino.
Rodrigo preparó esa noche un brindis especial. Los tres estábamos
contentísimos. No hay manera de explicar la gran satisfacción interior que se
apoderó de mí. Me hubiera gustado que papá, mamá y Francisco estuvieran ahí,
junto a mí, que compartieran esta dicha tan grande porque sé que se sentirían
orgullosísimos de mí.

Alistamos nuestros equipajes y llegamos a la capital. Tuve que dejar a Boni al


cuidado de Francisca porque en el hotel no podíamos hospedarla. Pobre de mi

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perrita, se quedó con la cola entre las patas y ladraba como llorando. Hasta dudé
de viajar, pero Mina me dio un zape para que me subiera al coche.

Gutiérrez preparó una recepción con vino de honor en las instalaciones de la


Editorial. Suena asombroso, pero fui incluida en una lista bastante reducida de
escritoras mexicanas, lo que alimentó todavía más mi ego. A mí me entregaron
una suma representativa que sería completada una vez que mi obra fuera
vendida. Para ser sincera, el dinero no me importaba. Tenía una gran fortuna
conformada por mi herencia.

Lo mejor de todo fue cuando inesperadamente vi a Pablo cruzar el salón en el que


compartíamos el brindis. Mi sonrisa fue inevitable. En cuestión de segundos ya lo
estaba perdonando. Colocó sus manos heladas en mis hombros y con una
inclinación de cabeza me felicitó.
–Señorita Zertuche, me es gratísimo felicitarla por este gran logro. Yo sabía que
su camino no era el periodismo, sino la literatura.
Diciendo esto, conversó un par de minutos con Rodrigo y Mina y se fue. Con esto
me quedaba clarísimo que sí le interesaba. ¿De qué otra manera se explicaba su
presencia ahí? Lástima que no pude decirle lo mucho que lo extrañaba. Entre
saludos, pláticas, abrazos se nos fue la noche. Al darme cuenta, ya estaba de
regreso en Taxco como si nada hubiera pasado.

Es lógico que a raíz de este encuentro, cambiara mi sueño. En él, le daría otra
oportunidad. Así fue como recostada en mi cama, cerré los ojos e imaginé a Pablo
llegar, en aquel paraje campestre y boscoso con un ramo de rosas.
–Mónica –decía– Le he traído este obsequio en muestra de mi amor.
Yo giraba, le sonreía, tomaba el ramo y depositaba mi brazo en el suyo.
–La extrañé tanto –dijo melancólicamente.
–No tanto como yo a usted.
–Quiero que sepa…
Y justo en ese momento Pedro salía de entre los árboles. Ambos cruzaron la
mirada.
–¿Está usted bien señorita?
–¿Quién es este señor? –preguntó Pablo molesto.
–Lo conocí en un restaurante, se llama Pedro Avelar.
En cuestión de segundos me sentí acorralada. Definitivamente tendría que volver
a correr a Pedro, dado que ya le había dado otra oportunidad a Pablo.
–Pedro, permítame un momento.
Lo tomé del brazo para hablar con él apartados de Pablo.
–Escúcheme, para mí es muy importante platicar con el señor Montes. He
decidido darle otra oportunidad y…
–¿Cómo dice? ¿A él le dará otra oportunidad y a mí no?
–Señor Avelar. Está de más que le recuerde que usted forma parte de mi
imaginación, pero él no.
Pedro me tomó de las manos y acercó su rostro al mío. Quedito me contestó:
–Si cree que su “personaje” (lo dijo en burla) desaparecerá, se equivoca. Ahora
no me iré como lo hice antes. Tendrá muchos problemas para deshacerse de mí.

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–Vamos señor Avelar –le dije soltando las manos–. Yo puedo invitarlo o sacarlo
de mis sueños según sea mi antojo. No se le olvide que la que manda soy yo
porque está en imaginación.
Me levanté del sillón bruscamente, muy agitada y enojada. Cualquiera diría que
acababa de discutir con alguien en la vida real. Esa molestia me llevó a decidir
cambiar de escenario. Así le hice la vez anterior y me funcionó muy bien para ya
no pensar en él.

Mi nuevo sueño se desenvolvía en mi casa. Sí. Ahí no entraría Pedro. Soñé que
Pablo venía a comer un domingo. Todos estábamos reunidos. Él no dejaba de
mirarme, y por supuesto yo tampoco a él.
Justamente cuando Pabló sacó de su bolsillo un estuche que a todas luces
parecía ser de un anillo, Lola entró a la sala para anunciar la llegada de un amigo
de Rodrigo: Pedro Avelar.
Entró con gran familiaridad, como si conociera la casa y a sus habitantes. Saludó
a Rodrigo, luego a Mina y cuando se acercó a mí, sonrió con gesto de triunfo y me
dijo en quedito:
–¿Ya vio que sí pude?

Es muy difícil de creer, pero así sucedió. Está de más decir que en esa ocasión
también se me espantó la imaginación. Era inaudito que aquel individuo, guapo y
todo lo que fuera, se incluyera como un verdadero metiche en un sueño que yo
dirigía a mi antojo. La verdad es que quería tener algo de privacidad en mi mente
para poder contemplar detenidamente la belleza de Pablo y sostener con él
conversaciones realmente interesantes. El fuego de mi amor fue atizado aquella
vez que lo volví a ver en la capital, sin embargo, por más que lo intenté, el
monigote de Pedro siempre salía en acción e interrumpía nuestro genial e
interesantísimo coloquio.
En la medida en la que trataba de esquivarlo, surgía con mayor ímpetu; así que
decidí no obligarlo a salir; le permitiría conversar, con la seguridad de que
aburrida mi imaginación de él, saldría más temprano que tarde.

Un viernes, después del almuerzo, Mina me hizo acompañarla a su recámara.


Entré detrás de ella y me condujo al fondo. Una imponente mesa de madera
cruda se extendía desde la ventana hasta casi la mitad de la habitación. Sobre
ella reposaban figuras de muchos tipos: hombres, mujeres, frutas, flores, árboles,
macetas… todo hecho de barro y arcilla. Los detalles de cada obra mostraban el
esfuerzo y tiempo que su autora invirtió en darles vida. Jamás reparé en tanto
trabajo abonado en aras del arte.
Toda la casa estaba repleta de esas figuras. Cuando recién nos llevaron a vivir
ahí, y Francisco comenzó a destruirlas, yo pensé que Mina las había hecho años
atrás. Después supe que seguía creándolas por aquel grupo de mujeres que
tomaron unas clases con ella, y ahora que lo recuerdo, me apena mucho nunca
haberme percatado detenidamente del esfuerzo que empleaba en hacerlas. No
éramos consanguíneas en lo absoluto, sin embargo, me vi reflejada en ella; las
dos éramos artistas, cada una con diferente materia prima.

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Su intención al mostrarme las esculturas fue platicar sobre la satisfacción
personal que da ser artista, aun cuando los demás no lo aprecien. Me dijo eso
para advertirme que aunque mi libro se hubiera publicado, quizás no se vendería
como esperaba.
Le hice saber de mis bajas expectativas al respecto. Entonces, con una
perfección casi anormal, sacó unas hojas de su mesita con una lista de 20 temas.
–Aquí tienes, –dijo– para que desarrolles alguna de estas ideas y hagas tu
siguiente libro.
Los temas eran muy variados. Abarcaban desde la explicación de tradiciones en
Taxco, hasta tratados de comercio. En ese momento no elegí ninguno. Decidí
esperar unos días para que mi cerebro analizara cada uno y tomar después una
decisión. Mientras tanto, opté por resguardarme en mis sueños, que en ese
momento me daban más satisfacción.
Cambié mi hábito de imaginar recostada en mi cama después de comer. A esas
horas fui víctima numerosas veces del encanto de Morfeo, lo que en las noches
me provocaba un severo insomnio. Acordé conmigo misma utilizar con mayor
frecuencia mi sillón grande para no estar acostada, sino sentada con la cabeza
recargada en un cojín.

El laberinto de mi creatividad me condujo nuevamente al café en el que Pedro


apareció la primera vez, sólo que ahora llegaba acompañada de Pablo.
Retomábamos la vieja conversación sobre su propuesta matrimonial y sus
promesas de dejar el periodismo para dedicarse a la plata.
Sólo era cuestión de esperar unos minutos y de pronto, sin invitación –y como ya
lo hacía siempre– Pedro llegaba al lugar, se sentaba con nosotros e interrumpía
nuestro idilio. Pablo y yo teníamos que soportar su conversación sobre
importaciones y demás aspectos mercantiles. Innumerables veces me asombré
de mi ingenio para inventar esos temas, así como de mi idiotez para controlar mis
pensamientos.

En una ocasión, alguien que paseaba por la calle alcanzó a vernos. Con un
sonoro grito llamó a Pablo. Él se disculpó y salió a saludar al mentado transeúnte.
Sin preámbulos ni buena educación, le pedí a Pedro que se fuera para dejarme a
solas con Pablo.
–¿A solas? –me dijo, y con una mirada directa a mis ojos, continuó– yo no puedo
salir de aquí, tú misma me llamaste o, ¿ya se te olvidó que soy parte de tu
“imaginación”?
–Sí, a lo mejor yo lo llamé, y no me tutee que no le he dado permiso. Pero ahora
quiero que así como llegó se vaya.
–Me voy con una condición.
–¿Cuál?
–Primero dígame qué clase de relación tiene usted en la vida real con Pablo.
–Eso a usted no le incumbe.
–Sí, mucho más de lo que usted cree.
–Pues bien, ¿es una promesa que si le digo se va?
Pedro tomó un poco de vino de su copa. Después de unos segundos, marcó una
negativa con la cabeza.
–Lo siento –comentó– no puedo.
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Me molesté a tal grado que cuando regresó Pablo, mi inspiración romántica se
había ido.
–Seamos todos amigos –dije brindando–. Si el señor Avelar no se quiere ir por las
buenas, veamos quién se aburre primero.
Pablo sólo se limitó a recargarse en el respaldo, con una gran mueca de
incomodidad.
Pedro entonces sonrío triunfante mostrando su impecable y encantadora sonrisa.

Las conversaciones entre Pedro, Pablo y yo se sucedían constantemente y


siempre igual, hasta que se me ocurrió preguntarle a Pedro algo privado. Por
experiencia, sabía que se quedaría callado y así se aburriría dejándonos solos.
–Por qué no nos cuenta señor Avelar sobre su vida, sus papás, su infancia.
Estamos seguros que será un tema interesantísimo.
Pedro me miró con tristeza.
–Sé cuál es su intención.
–Bien, pues si ya lo sabe, hable o váyase.
Pablo sacó una libreta pequeña, arrancó un papel y empezó a armar una
palomita. Fue un gran desaire contra Pedro, aunque él, mirándome sólo a mí
continuó.
–Soy hijo ilegítimo…
Pablo aventó la palomita de papel, tosió, se incorporó y puso atención.
–Mi mamá se llamaba Miranda. Sus padres provenían de familias de abolengo y
educación, pero ella se enamoró perdidamente a los quince años de un vividor.
Como siempre pasa en estos casos, ella creyó en él y se embarazó.
–¿El tipo no se casó con ella?
–Señor Méndez, si se hubiera casado, no sería yo hijo ilegítimo, ¿verdad?
Pablo se sonrojó.
–Mis abuelos la apoyaron a su manera; inventaron que se había casado en otra
provincia. Enseguida las malas lenguas desmintieron todo, y fue cuando mi
abuelo la desheredó.
–¡Qué crueldad!, –dije tomando su mano–. ¿Qué fue de ustedes?
–En cuanto mi abuelo falleció, nos fuimos a vivir con un primo lejano de ella. Pero,
¿saben?, estoy muy orgulloso de ella. Trabajó sin descanso para darme una
educación. Sufrió mucho, sin embargo, aproveché bien cada oportunidad que se
me presentó en la vida. Por eso ahora tengo éxito en los negocios de importación
y exportación.
Los ojos se le enrojecieron. No supe qué hacer. Pablo y yo nos quedamos
pasmados. No es usual que alguien comente sobre su ilegitimidad porque
socialmente está mal visto, y él lo hizo.
–¿Qué ha sido de ella?, –preguntó Pablo separando mi mano de la de Pedro.
–Murió de unos reumas que le llegaron al corazón hace ya casi 20 años.
–¿Pues cuántos años tiene usted? –Volvió a preguntar Pablo.
–Cuarenta y tres.
–¿Cómo? ¡Se ve realmente más joven! ¿Y qué hace rondando a Mónica si le lleva
tantos años? ¿No le da vergüenza?
–En el amor no hay edades.

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Antes de que Pablo contestara, Pedro se levantó. Tuve la sensación de que esta
conversación sólo sirvió para humillarlo, por lo que no volví a repetirla en ningún
sueño.

Al darme cuenta de lo prolífica que era mi mente, le pregunté a Mina si sería más
conveniente escribir una novela que una investigación. Ella me miró con simpatía
y sólo me dijo:
–Mujer, ¿qué podrías decirle al mundo si vives en este pueblito que no tiene casi
sucesos interesantes sobre los que se pueda escribir? No hija, eso déjaselo a la
gente de mundo que viaja y conoce. Más bien dime, ¿cómo vas con tu nuevo
tema?
No me atreví a decirle que no tenía nada escrito. Sufría de gran dificultad para
hacer interesantes los temas de economía, y sólo hasta ese momento pensé que
quizás, muy dentro de mi cabeza, tendría la información que necesitaba. Lo único
que tenía que hacer era preguntárselo al perseverante y muy inoportuno de
Pedro.

Los días transcurrían con muchas novedades para mí. Pedro era un arca de
sabiduría mercantil. Cada día nos reuníamos en el mismo restaurante los tres.
Pablo se acomodaba plácidamente en su silla, siempre recargado en el respaldo.
Procuraba hacerle notar a Pedro que sus conversaciones eran aburridas, sin
embargo a mí me parecían tremendamente interesantes. Fue tanta la información
que me dio, que cuando estaba completamente en mis cinco sentidos, transcribía
todo al papel procurando que no se me olvidara ni el más mínimo detalle.
Así fue como me enteré de la enorme cantidad de documentos que las aduanas
solicitaban, los impuestos que se tenían que pagar, y hasta los recorridos
navieros entre continente y continente. La gran pregunta que ocasionalmente me
asaltaba era si toda esa información tenía algún sustento real o únicamente era
producto de mis invenciones.
Le pedí a Rodrigo que me hiciera el favor de confirmar los datos que yo poseía
con algunos de sus amigos dedicados al comercio exterior.
Se quedó atónito cuando le informaron que lo contenido en mis borradores era
auténtico.
–¿De dónde sacaste la información? –Me preguntó medio serio y medio enojado–
, ¿con quién has estado hablando? ¿No te estarás carteando otra vez con
Méndez, verdad?
–Ay padrino, ¡qué ideas se le ocurren! Sinceramente, la información proviene de
su propio estudio. Ahí tiene usted un gran número de libros que tratan sobre el
tema. Yo lo único que he hecho ha sido leerlos y comprenderlos.
Rodrigo se quedó pensativo por un momento. Yo sabía que con tantos libros que
me había comprado, no tenía ni idea de que ese tema casi no existía en su
biblioteca. Aproveché sólo las circunstancias.

–¿Cómo ha podido usted darme tal cantidad de información? Yo estoy segura de


que no lo he leído en ninguna parte.
Pedro lo pensó unos momentos antes de contestarme.
–Así como usted se guarda muy bien el secreto del tipo de relación que tiene con
este individuo llamado Pablo, yo me guardo también la respuesta a esa pregunta.
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En completa desesperación, y agarrándole la muñeca (ocasión que aprovechó
para tomarme la mano) insistí:
–¿Cómo supo usted que yo haría un libro sobre ese tema? Porque si mal no
recuerdo ha sido usted el que propuso platicar sobre asuntos mercantiles de
importación.
No me respondió. Se limitó a sonreír, como siempre lo hacía. Mientras tanto,
Pablo, recargado en el respaldo de su silla y con una cara larga de pesadez,
miraba a uno y a otro sin decir nada. Ni siquiera le inquietó que Pedro me
agarrara la mano.
Qué incómodas pasé las siguientes tardes y noches. ¿Cómo esperaba que mi
personaje me contestara, si yo no tenía la respuesta en mi mente?

Tardé cuatro meses en escribir el libro. Rodrigo me felicitó, mientras que Mina no
entendió nada. Únicamente deseó que lo que estaba ahí escrito fuera verdad,
porque de otra forma, me convertiría en el hazmerreír de la comunidad literaria.
Dos semanas después, Rodrigo envió mi borrador a Gutiérrez para que lo
revisara.
Su respuesta no se hizo esperar mucho. En esta ocasión, y de manera algo
indiscreta, preguntó si sería posible hacerle llegar alguna remuneración
económica simbólica por los días y noches que había empleado en las revisiones.
Todos menos yo lo vieron lógico. Así es que Rodrigo decidió invitarlo a comer
para agradecerle monetaria y personalmente su importante colaboración.
Su visita me preocupaba. No fuera a ser que de tanto verlo Rodrigo, y sabiéndolo
soltero, terminara por casarme con él.

Mis ensoñaciones se tornaron revueltas y confusas, en lo que Pablo me hablaba


de matrimonio enfrente de Pedro, éste me hablaba de negocios enfrente de
Pablo. Ambos figuraban, o por lo menos eso querían, como mis héroes
románticos e inteligentes.

En una ocasión, como si un ataque de celos se apoderara de él, Pedro le increpó


a Pablo su incapacidad para proporcionarme un sustento adecuado y la
estabilidad que una familia necesita. Pablo le contestó sobre sus enormes logros
periodísticos y la pequeña fortuna que ya había amasado en unos cuantos años.
Los dos comenzaron a discutir; uno llamaba pobre al otro, y el otro llamaba viejo
al primero. El caso es que esta discusión me dejó agotada, pero debo admitirlo,
completamente satisfecha. ¡Qué encanto! Los dos se peleaban por mí. Cómo
quisiera que alguien los hubiera visto para que se asombraran de lo bien armada
que tenía yo la historia en mi imaginación.

Capítulo 4

La moda se transformaba rápidamente. La holgura de los nuevos vestidos


favorecía mucho más mi imagen porque disimulaban bastante bien mi delgadez.

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Ya no nos sentíamos tan engarrotadas con corsés largos, cosa que se le
agradece a París, con sus siempre innovadores modelos.

El 29 de octubre llegó a la casa el señor Gutiérrez, tan correcto como siempre,


aunque bastante más corpulento. Si no fuera porque era hombre, cualquiera
pensaría que estaba a punto de parir.

La mesa se dispuso elegantemente: Cubiertos de plata, centro de orquídeas y


vajilla importada. Nuevamente Lola hizo gala de su extraordinaria cocina. Los
cortes de ternera y el marinado en limón fueron exquisitos. La carne se deshacía
en la boca como mantequilla. Rodrigo abrió una de sus botellas de vino tinto más
resguardadas, de la cosecha 1840. El vino no siempre me sentaba bien, por lo
que preferí tomar, igual que Mina, agua de frutas.

La sobremesa contó con un sinfín de chascarrillos que mi padrino empezaba y


Gutiérrez terminaba; parecía una competencia. Una risa infantil se apoderó de
todos nosotros de manera que Lola nos veía como una sarta de dementes. Quizá
se debió a que Gutiérrez llevaba buen ánimo porque sabía que se le pagaría, y de
alguna forma extendió esa actitud a los presentes.
Sin más, y en medio de ese jolgorio, me miró y lo soltó:
–¿Sabían ustedes que Pablo Méndez acaba de contraer nupcias con la hija de
uno de los ministros de gobierno?
Adiós risas.
–Después de dos años –continuó el hombre– por fin ha decidido entrar al
matadero. Lo bueno es que la señorita Archundia fue bastante paciente.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Las manos se me pusieron blancas, los pies me


hormiguearon y dejé de percibir los latidos de mi corazón.
–¿Dos años? –Pensé–. Significa que desde que lo conocí tenía novia.
Repentinamente comencé a ver lucecitas de colores y todo a mí alrededor se
puso negro. No supe de mí, sino hasta que desperté, bastante mareada y
vomitando en mi cama. A mi lado estaban Mina y el médico del pueblo. Por lo que
me dijeron, estuve un poco más de media hora ausente.

No tuve la oportunidad de despedirme de Gutiérrez, ni de agradecerle la estocada


final que me dio con la noticia.
El doctor recomendó que descansara durante todo el día, y pidió a los demás que
no me importunaran a fin de que mi cuerpo recuperara la energía.

Si yo dijera que eso fue lo más cercano al inicio de una pesadilla, sería injusta. De
hecho, fue lo más cercano al infierno. Mis pensamientos giraban a tal velocidad
que me causaban intensos mareos. Dentro de mí se fermentó una mezcla de ira,
odio, rencor, frustración, angustia, tristeza y dolor. Cada emoción se justificaba a
sí misma. No encontraba la manera de calmarme. Me asusté muchísimo de mi
incapacidad para controlar mis ideas; llegué a pensar que enloquecería.
Ese mismo día comencé con una serie de calenturas que obligaron a Mina, a Lola
y a Francisca a zambullirme en baños de agua fresca para templarme.

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Fue tan grande mi malestar físico que no reparé en que durante ese trance no
pude ni llorar.
Se llevaron de mi lado a Boni porque temieron que su pelo perjudicara mi salud.

Al de una semana, Rodrigo se angustió considerablemente por mí. No era natural


que las calenturas no cedieran y que comiera exageradamente poco. Fue así que
decidió mandar por un médico de la capital que era amigo suyo, y quien me trató
durante mi crisis anterior.
Con mucho cuidado y respeto me auscultó. Las preguntas eran diversas. Quería
descartar un envenenamiento con comida, una congestión o alguna fiebre por
picadura de mosquito, alacrán o araña ponzoñosa. En mi delgado cuerpo no
existía señal de alguna agresión externa, pero si hubiera revisado mi corazón,
sabría que estaba hecho pedacitos.

No se cómo lo supo. Su diagnóstico fue muy claro e igual al anterior. Yo sufría de


un mal agudo de amores y tenía que distraerme de forma urgente antes de que la
soledad terminara llevándose la poca energía que tenía en mi aliento.

Mina y Rodrigo deliberaron durante un par de días. Sus murmullos llegaban a mi


cuarto e incluso escuchaba a mi madrina llorar quedamente por las noches.
Estaban realmente asustados por mi reacción, especialmente porque yo no
contaba con la salud y resistencia que un cuerpo robusto y fuerte podía dar en
casos de especial emergencia como ese.
–Viajaremos a la capital –escuché al fondo del pasillo, como si Rodrigo me lo
dijera desde el prado contiguo a la casa.
–No, por favor, a la capital no –contesté suavemente sin que me pudieran oír–. No
quiero saberme cerca de Pablo. Eso me mataría, me mataría.
Mina entró en la habitación justo cuando yo pronunciaba esas palabras. Salió
corriendo y escuché que le dijo a Rodrigo que yo me quería matar. Pocos minutos
transcurrieron cuando vi que Francisca entraba a mi cuarto para hacer guardia, no
fuera a ser que de verdad acabara con mi propia vida.

Ya no había engaños ni mentiras. Todos sabían que amaba secretamente a


Pablo. La vergüenza también me dolió. Tiempo después supe que Rodrigo llegó a
dudar de que entre los dos hubiera existido algo más que la simple
correspondencia. Le costaba mucho trabajo comprender que mi desdicha sólo se
originaba por un corazón enamorado no correspondido. Lo que él nunca
alcanzaría a entender es que mi amor se alimentó durante mucho tiempo con mis
fantasías hasta hacerlo casi real.

Logré persuadirlos de no viajar con la promesa de que haría un auténtico esfuerzo


por olvidarlo, levantarme de la cama y superar ese angustioso trance. A pesar de
mis esfuerzos, si lograba sentarme, se me venía todo encima. Los mareos me
obligaron a permanecer acostada todavía unos días más.

En ese estado, entre despierta y dormida, Pedro surgió repentinamente en mi


mente. Yo estaba tendida en la banqueta de aquella calle hermosa de la

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enredadera. La verdad es que ya no me indignó que me tuteara, ni tutearlo. En
ese trance, me dijo algo de lo que siempre le estaré agradecida.
–Mónica –susurró en mi oído al mismo tiempo que levantaba mi cabeza porque yo
estaba en el piso como desmayada– no puedes morir. Sabes que te amo y que de
ti depende también mi vida.
Siento que en aquel momento le mostré una somera sonrisa. Muy dentro de mí
me dio tranquilidad y ternura que se preocupara, lo que significaba que en el
fondo de mis pensamientos yo realmente quería salir adelante. Inmediatamente
después continuó:
–Pídele a Lola que te prepare un caldo con lentejas e hígados de pollo. Al
terminar come un cuarto de hogaza de pan asado con suficiente miel de abeja y
una taza de leche muy caliente.
Después de eso me besó en la mejilla con especial cariño.
En mis propios delirios había obligado a mi personaje a sugerirme hasta una
receta de cocina. Me extrañó mucho porque yo nunca había soportado el sabor
del hígado. Además, ¿por qué el pan tenía que ser asado en vez de horneado?
Le pedí a Francisca –que continuaba vigilándome– que llamara a Lola. Al
escuchar mis instrucciones, frunció el ceño más de lo que acostumbraba. Unos
momentos después, Mina se sentó a mi lado.
–Hija, ¿qué le pediste a Lola? ¿Qué no ves que te dará indigestión?
–No Mina –le dije casi sin poderme incorporar– Presiento que me hará sentir bien.

Francamente no distinguía con nitidez la realidad. Hasta ahora no entiendo cómo


pude ser tan confiada de mis propios sueños, pero el remedio empezó a surtir
efecto.
Los primeros días apenas y probé el guisado y la miel con un poderoso esfuerzo.
Conforme pasaba el tiempo percibí una extraña energía que por fin me levantó de
la cama y me permitió empezar a comer normalmente.

Mi sueño se repitió. Pedro me decía que continuara con sus recomendaciones.


Aunque incluyera pollo o carne, por lo menos una vez al día debía seguir
comiendo lenteja, hígado y miel.
–Es el mejor antídoto contra la anemia y la delgadez. La grasa y el azúcar sientan
muy bien cuando se ha perdido peso. El consomé sirve para otros males… el tuyo
es de amor.
Mi corazón se llenó de paz. La actitud de Pedro fue una mezcla de hombría y
delicadeza que en ese momento me reconfortó.

Una vez levantada, lo primero que hice fue iniciar un diario. Anoté la fecha en la
que Pedro me instruyó sobre el libro de comercio exterior y también la fecha y la
receta que me salvó de la enfermedad. Intenté continuar con mi vida, una vida
que sin Pablo perdía a cada momento su sentido. Cuanto intentaba hacer me
parecía sórdido y frío. En mis paseos por el jardín cargaba un manto muy pesado
de tristeza. El sol no era cálido, quemaba. El frío no refrescaba, me entumía, y la
noche, siempre tan clara y perfecta en Taxco, era una nube de la que salían
miedos y sollozos.
Sin intención de ofender a alguien, no prestaba atención ni interés en las
conversaciones. Todo el tiempo tenía en mi mente la imagen de Pablo
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contrayendo felizmente nupcias. Lo veía reír mientras yo lloraba y platicar
alegremente mientras yo callaba como un sepulcro.
En los terribles momentos de soledad en mi habitación, cuando mi única
compañera era mi propia alma, tenía con mayor frecuencia cada vez, accesos de
llanto que iniciaban con un gemido ahogado y desembocaban en francas crisis
que casi no me dejaban respirar.

El plazo de matrimonio que establecimos Rodrigo y yo estaba a punto de expirar.


Tuve mucho miedo de que él tomara una decisión imprevista. Pero para qué más
que la verdad, me veía a mí misma como una mujer fea, sin ambiciones, sin
pretendientes formales y con un futuro hecho añicos. Me hubiera extrañado
mucho que alguien se fijara en mí. Realmente tenía más deseos de morir que de
vivir.

Al principio me sentí burlada por Pablo. Fue como si él, intencionalmente, hubiera
sembrado en mí la esperanza y luego, de un solo golpe, me hubiera arrancado la
felicidad diciéndome en la cara: “Pobrecita, ¿creíste que me fijaría en ti? Mi amor
está destinado a una mujer completa, hermosa y alegre”.
Estos torturantes pensamientos me acompañaron mucho tiempo, de manera que
sin pensarlo, fueron robándome las ganas de vivir. El peso recuperado en mi
cuerpo, acompañado de un alentador aumento de talla, ya no me daba alegría.
Empecé a sufrir intensos dolores de cabeza y me salieron unas manchas oscuras
debajo de los ojos que me hacían lucir como un mapache.
Años después comprendí que Pablo nunca hizo algo para enamorarme. Sólo
entonces lo perdoné.

Cinco meses pasaron lentamente. Ni siquiera Boni fue capaz de sacarme del
complicado letargo en el que vivía. Mis padrinos observaban cada uno de mis
movimientos y Francisca continuaba siendo mi gendarme.
A fin de liberarme de ella, fingí interés por acompañar a Mina al mercado, pero
cuál fue mi sorpresa, que mi madrina prefirió que no saliera.
–¿Por qué no quiere que la acompañe? –pregunté intrigada.
–Porque creo que todavía debes recuperarte un poco más antes de endilgarte en
semejantes caminatas.
–No madrina, usted no se preocupe, ya tengo el peso adecuado y me siento bien.
–Sí, pero de todas formas, es mejor que te quedes con Francisca.
En los siguientes días noté que mis padrinos hablaban secretamente, muy bajito,
y cuando yo llegaba se quedaban callados. ¡Qué molesta situación! Me trataban
como si fuera una niñita.

En esas estuvimos casi dos meses más, hasta que de tanto insistirle, Mina
accedió finalmente a que la acompañara.
No lo hubiera hecho. En cuanto pusimos un pie en el pueblo, percibí que la gente
me miraba con curiosidad. Se detenían, dejaban de platicar, se asomaban por la
ventana. Algo rarísimo sucedía. –¿Qué tanto me ven? –pensé.
–Madrina, ¿no nota usted algo raro en la gente?
–No hija –contestó sin voltear a verme.

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