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Las cosas ya se estaban poniendo muy feas, ahora sí de verdad me tenía que
buscar un novio, ¿pero dónde?
El susto me duró como quince días. Después, regresé a mis sueños postergando
mi búsqueda, y con ello, las esperanzas de Rodrigo.
Dos meses después, Lola ya estaba alistando los platillos que comeríamos en
Noche Buena. Mina contrató algunas muchachas del pueblo para que nos
ayudaran porque en esas fechas aumentaba el trabajo.
Rodrigo invitó a dos matrimonios de la capital, amigos suyos, quienes nos
visitarían con sus respectivos hijos, y me dio la sorpresa de que Liliana y Ricardo
también asistirían a nuestra cena. El último invitado fue el señor Gutiérrez. Yo no
sabía que era un hombre soltero que vivía solo en la capital. Cuando Mina me
explicó las causas de dicha soltería me sentí muy conmovida. Tres días antes de
su boda, la novia falleció repentinamente sin que se supiera de qué. Fue tanto el
cariño que Gutiérrez le tenía, que decidió conservar su celibato. En el fondo de
mis pensamientos deseé que tal compromiso siguiera en pie porque de solo
pensar que Rodrigo lo había invitado para endosármelo como pretendiente me
daba escalofríos.
Al principio, cuando Rodrigo nos avisó que irían dos matrimonios amigos suyos,
pensé que los hijos serían probables pretendientes, pero cuál fue mi sorpresa que
vi entrar a un ejército de niños pequeños, entre cinco y trece años. Ellos se
encargaron de alegrar la velada con sus ocurrencias, gritos, lloros, berrinches,
risas y todo lo que acompaña a los niños.
Rodrigo atizaba su inquietud contándoles historias fantásticas. Me acordé de las
que también nos contaba a Francisco y a mí cuando recién murieron mis papás.
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sobre Pablo. Su mirada no fue muy cordial; por lo visto, aquél ya le había dado
referencias sobre el asunto.
–¿No cree señorita que el joven Méndez fue claro con usted la última vez que nos
reunimos en ésta, su casa?
–Claro –respondí perpleja por el comentario– aunque el hecho de que pregunte
como está no tiene nada de malo, ¿cierto? Únicamente quisiera saber si se
encuentra bien.
–¡Mucho mejor de lo que usted cree! –rio con sorna.
–Bien, pues sólo me queda pedirle, si le es posible, que le mande un saludo de mi
parte.
–¿Por qué mejor no nos concentramos en su escrito? Estoy por finalizarlo y
pronto le enviaré mis comentarios.
Sin esperar más, caminó rápidamente a la casa, pegando, por su imprudente
velocidad, contra la puerta.
Aquí intervino Mina. Se sentó a mi lado, y con la paciencia de una santa desglosó
cada comentario. Me hizo reescribir el texto competo con los ajustes necesarios
que mi buen mentor de literatura solicitaba. Sólo entonces mis errores saltaron a
la vista. Descubrí que aquel hombrecillo no estaba del todo equivocado. Una vez
terminado –que ahora fueron casi 70 hojas con letra apretada– se lo mandé
nuevamente.
Mina se distrajo mucho yendo y viniendo para consolar a la gente. Lola, ella y yo
preparábamos comida en enormes ollas para llevarles a los improvisados
nosocomios, que se reducían a unas cuantas casitas maltrechas.
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La gente del pueblo tomó con gran aprecio el esfuerzo de mis padrinos, y desde
entonces siempre nos querían hacer rebajas en las mercancías, cosa que mi
madrina no aceptaba.
–De por sí pobres, más ahora que me lo quieran casi regalar, no, ¡de ninguna
manera! El fruto de su trabajo es para ellos. –nos decía casi enojada.
También a ellos les contestaba:
–Mis indios queridos, no por mí, que soy más india que ustedes, se van a quedar
sin comer.
Con gran orgullo Mina repetía frecuentemente sus lazos con la tierra. No sé, pero
a mí me daba la impresión de que conforme pasaba el tiempo se convertía en la
india más bonita que ha producido este país. Yo amaba profundamente a mis
padrinos. Sentía, y siento ahora, que después de Dios y de mis padres, ellos
fueron mi mejor regalo.
Numerosas tardes recreé en mi mente mis fantasías. Insistí mucho tiempo en los
episodios de desprecio.
Al día siguiente lo intenté nuevamente y se repitió la escena. Por más que quise,
Pedro resurgía una y otra vez. Finalmente decidí continuar con la historia.
–Yo nunca lo he despreciado. Simplemente usted es un personaje que yo inventé
y en su momento decidí que no era bueno continuar enamorándome de alguien
imaginario –le comenté algo molesta.
–¿Imaginario? ¿Eso soy para usted?
Su mirada cambió. Me inspiró una gran ternura.
–Perdóneme… la verdad es que no quiero que se ofenda.
Pedro miró hacia atrás y después hacia el suelo.
–No importa –dijo– lo que me gustaría saber es si el hombre que la busca
significa algo para usted.
–¿Quién, Pablo? No, de ninguna manera.
–¿Es también “imaginario”? –señaló inclinando la cabeza un poco.
–No, él sí es de verdad.
–¿Y de dónde lo conoce?
–Es periodista. ¿A cuenta de qué vienen tantas preguntas?
La voz de Pablo se intensificó. Ya estaba tan sólo a unos pasos de nosotros.
–Mónica, por favor...
–¿Qué no entiende usted que ella no quiere verlo? –le gritó Pedro
interponiéndose entre Pablo y yo–. Haga el favor de irse y no regresar.
–¡Uy, ese es mi Pedro! –pensé. –Qué bueno, ¡póngalo en su lugar! –Volví a
pensar.
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perrita, se quedó con la cola entre las patas y ladraba como llorando. Hasta dudé
de viajar, pero Mina me dio un zape para que me subiera al coche.
Es lógico que a raíz de este encuentro, cambiara mi sueño. En él, le daría otra
oportunidad. Así fue como recostada en mi cama, cerré los ojos e imaginé a Pablo
llegar, en aquel paraje campestre y boscoso con un ramo de rosas.
–Mónica –decía– Le he traído este obsequio en muestra de mi amor.
Yo giraba, le sonreía, tomaba el ramo y depositaba mi brazo en el suyo.
–La extrañé tanto –dijo melancólicamente.
–No tanto como yo a usted.
–Quiero que sepa…
Y justo en ese momento Pedro salía de entre los árboles. Ambos cruzaron la
mirada.
–¿Está usted bien señorita?
–¿Quién es este señor? –preguntó Pablo molesto.
–Lo conocí en un restaurante, se llama Pedro Avelar.
En cuestión de segundos me sentí acorralada. Definitivamente tendría que volver
a correr a Pedro, dado que ya le había dado otra oportunidad a Pablo.
–Pedro, permítame un momento.
Lo tomé del brazo para hablar con él apartados de Pablo.
–Escúcheme, para mí es muy importante platicar con el señor Montes. He
decidido darle otra oportunidad y…
–¿Cómo dice? ¿A él le dará otra oportunidad y a mí no?
–Señor Avelar. Está de más que le recuerde que usted forma parte de mi
imaginación, pero él no.
Pedro me tomó de las manos y acercó su rostro al mío. Quedito me contestó:
–Si cree que su “personaje” (lo dijo en burla) desaparecerá, se equivoca. Ahora
no me iré como lo hice antes. Tendrá muchos problemas para deshacerse de mí.
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–Vamos señor Avelar –le dije soltando las manos–. Yo puedo invitarlo o sacarlo
de mis sueños según sea mi antojo. No se le olvide que la que manda soy yo
porque está en imaginación.
Me levanté del sillón bruscamente, muy agitada y enojada. Cualquiera diría que
acababa de discutir con alguien en la vida real. Esa molestia me llevó a decidir
cambiar de escenario. Así le hice la vez anterior y me funcionó muy bien para ya
no pensar en él.
Mi nuevo sueño se desenvolvía en mi casa. Sí. Ahí no entraría Pedro. Soñé que
Pablo venía a comer un domingo. Todos estábamos reunidos. Él no dejaba de
mirarme, y por supuesto yo tampoco a él.
Justamente cuando Pabló sacó de su bolsillo un estuche que a todas luces
parecía ser de un anillo, Lola entró a la sala para anunciar la llegada de un amigo
de Rodrigo: Pedro Avelar.
Entró con gran familiaridad, como si conociera la casa y a sus habitantes. Saludó
a Rodrigo, luego a Mina y cuando se acercó a mí, sonrió con gesto de triunfo y me
dijo en quedito:
–¿Ya vio que sí pude?
Es muy difícil de creer, pero así sucedió. Está de más decir que en esa ocasión
también se me espantó la imaginación. Era inaudito que aquel individuo, guapo y
todo lo que fuera, se incluyera como un verdadero metiche en un sueño que yo
dirigía a mi antojo. La verdad es que quería tener algo de privacidad en mi mente
para poder contemplar detenidamente la belleza de Pablo y sostener con él
conversaciones realmente interesantes. El fuego de mi amor fue atizado aquella
vez que lo volví a ver en la capital, sin embargo, por más que lo intenté, el
monigote de Pedro siempre salía en acción e interrumpía nuestro genial e
interesantísimo coloquio.
En la medida en la que trataba de esquivarlo, surgía con mayor ímpetu; así que
decidí no obligarlo a salir; le permitiría conversar, con la seguridad de que
aburrida mi imaginación de él, saldría más temprano que tarde.
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Su intención al mostrarme las esculturas fue platicar sobre la satisfacción
personal que da ser artista, aun cuando los demás no lo aprecien. Me dijo eso
para advertirme que aunque mi libro se hubiera publicado, quizás no se vendería
como esperaba.
Le hice saber de mis bajas expectativas al respecto. Entonces, con una
perfección casi anormal, sacó unas hojas de su mesita con una lista de 20 temas.
–Aquí tienes, –dijo– para que desarrolles alguna de estas ideas y hagas tu
siguiente libro.
Los temas eran muy variados. Abarcaban desde la explicación de tradiciones en
Taxco, hasta tratados de comercio. En ese momento no elegí ninguno. Decidí
esperar unos días para que mi cerebro analizara cada uno y tomar después una
decisión. Mientras tanto, opté por resguardarme en mis sueños, que en ese
momento me daban más satisfacción.
Cambié mi hábito de imaginar recostada en mi cama después de comer. A esas
horas fui víctima numerosas veces del encanto de Morfeo, lo que en las noches
me provocaba un severo insomnio. Acordé conmigo misma utilizar con mayor
frecuencia mi sillón grande para no estar acostada, sino sentada con la cabeza
recargada en un cojín.
En una ocasión, alguien que paseaba por la calle alcanzó a vernos. Con un
sonoro grito llamó a Pablo. Él se disculpó y salió a saludar al mentado transeúnte.
Sin preámbulos ni buena educación, le pedí a Pedro que se fuera para dejarme a
solas con Pablo.
–¿A solas? –me dijo, y con una mirada directa a mis ojos, continuó– yo no puedo
salir de aquí, tú misma me llamaste o, ¿ya se te olvidó que soy parte de tu
“imaginación”?
–Sí, a lo mejor yo lo llamé, y no me tutee que no le he dado permiso. Pero ahora
quiero que así como llegó se vaya.
–Me voy con una condición.
–¿Cuál?
–Primero dígame qué clase de relación tiene usted en la vida real con Pablo.
–Eso a usted no le incumbe.
–Sí, mucho más de lo que usted cree.
–Pues bien, ¿es una promesa que si le digo se va?
Pedro tomó un poco de vino de su copa. Después de unos segundos, marcó una
negativa con la cabeza.
–Lo siento –comentó– no puedo.
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Me molesté a tal grado que cuando regresó Pablo, mi inspiración romántica se
había ido.
–Seamos todos amigos –dije brindando–. Si el señor Avelar no se quiere ir por las
buenas, veamos quién se aburre primero.
Pablo sólo se limitó a recargarse en el respaldo, con una gran mueca de
incomodidad.
Pedro entonces sonrío triunfante mostrando su impecable y encantadora sonrisa.
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Antes de que Pablo contestara, Pedro se levantó. Tuve la sensación de que esta
conversación sólo sirvió para humillarlo, por lo que no volví a repetirla en ningún
sueño.
Al darme cuenta de lo prolífica que era mi mente, le pregunté a Mina si sería más
conveniente escribir una novela que una investigación. Ella me miró con simpatía
y sólo me dijo:
–Mujer, ¿qué podrías decirle al mundo si vives en este pueblito que no tiene casi
sucesos interesantes sobre los que se pueda escribir? No hija, eso déjaselo a la
gente de mundo que viaja y conoce. Más bien dime, ¿cómo vas con tu nuevo
tema?
No me atreví a decirle que no tenía nada escrito. Sufría de gran dificultad para
hacer interesantes los temas de economía, y sólo hasta ese momento pensé que
quizás, muy dentro de mi cabeza, tendría la información que necesitaba. Lo único
que tenía que hacer era preguntárselo al perseverante y muy inoportuno de
Pedro.
Los días transcurrían con muchas novedades para mí. Pedro era un arca de
sabiduría mercantil. Cada día nos reuníamos en el mismo restaurante los tres.
Pablo se acomodaba plácidamente en su silla, siempre recargado en el respaldo.
Procuraba hacerle notar a Pedro que sus conversaciones eran aburridas, sin
embargo a mí me parecían tremendamente interesantes. Fue tanta la información
que me dio, que cuando estaba completamente en mis cinco sentidos, transcribía
todo al papel procurando que no se me olvidara ni el más mínimo detalle.
Así fue como me enteré de la enorme cantidad de documentos que las aduanas
solicitaban, los impuestos que se tenían que pagar, y hasta los recorridos
navieros entre continente y continente. La gran pregunta que ocasionalmente me
asaltaba era si toda esa información tenía algún sustento real o únicamente era
producto de mis invenciones.
Le pedí a Rodrigo que me hiciera el favor de confirmar los datos que yo poseía
con algunos de sus amigos dedicados al comercio exterior.
Se quedó atónito cuando le informaron que lo contenido en mis borradores era
auténtico.
–¿De dónde sacaste la información? –Me preguntó medio serio y medio enojado–
, ¿con quién has estado hablando? ¿No te estarás carteando otra vez con
Méndez, verdad?
–Ay padrino, ¡qué ideas se le ocurren! Sinceramente, la información proviene de
su propio estudio. Ahí tiene usted un gran número de libros que tratan sobre el
tema. Yo lo único que he hecho ha sido leerlos y comprenderlos.
Rodrigo se quedó pensativo por un momento. Yo sabía que con tantos libros que
me había comprado, no tenía ni idea de que ese tema casi no existía en su
biblioteca. Aproveché sólo las circunstancias.
Tardé cuatro meses en escribir el libro. Rodrigo me felicitó, mientras que Mina no
entendió nada. Únicamente deseó que lo que estaba ahí escrito fuera verdad,
porque de otra forma, me convertiría en el hazmerreír de la comunidad literaria.
Dos semanas después, Rodrigo envió mi borrador a Gutiérrez para que lo
revisara.
Su respuesta no se hizo esperar mucho. En esta ocasión, y de manera algo
indiscreta, preguntó si sería posible hacerle llegar alguna remuneración
económica simbólica por los días y noches que había empleado en las revisiones.
Todos menos yo lo vieron lógico. Así es que Rodrigo decidió invitarlo a comer
para agradecerle monetaria y personalmente su importante colaboración.
Su visita me preocupaba. No fuera a ser que de tanto verlo Rodrigo, y sabiéndolo
soltero, terminara por casarme con él.
Capítulo 4
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Ya no nos sentíamos tan engarrotadas con corsés largos, cosa que se le
agradece a París, con sus siempre innovadores modelos.
Si yo dijera que eso fue lo más cercano al inicio de una pesadilla, sería injusta. De
hecho, fue lo más cercano al infierno. Mis pensamientos giraban a tal velocidad
que me causaban intensos mareos. Dentro de mí se fermentó una mezcla de ira,
odio, rencor, frustración, angustia, tristeza y dolor. Cada emoción se justificaba a
sí misma. No encontraba la manera de calmarme. Me asusté muchísimo de mi
incapacidad para controlar mis ideas; llegué a pensar que enloquecería.
Ese mismo día comencé con una serie de calenturas que obligaron a Mina, a Lola
y a Francisca a zambullirme en baños de agua fresca para templarme.
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Fue tan grande mi malestar físico que no reparé en que durante ese trance no
pude ni llorar.
Se llevaron de mi lado a Boni porque temieron que su pelo perjudicara mi salud.
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enredadera. La verdad es que ya no me indignó que me tuteara, ni tutearlo. En
ese trance, me dijo algo de lo que siempre le estaré agradecida.
–Mónica –susurró en mi oído al mismo tiempo que levantaba mi cabeza porque yo
estaba en el piso como desmayada– no puedes morir. Sabes que te amo y que de
ti depende también mi vida.
Siento que en aquel momento le mostré una somera sonrisa. Muy dentro de mí
me dio tranquilidad y ternura que se preocupara, lo que significaba que en el
fondo de mis pensamientos yo realmente quería salir adelante. Inmediatamente
después continuó:
–Pídele a Lola que te prepare un caldo con lentejas e hígados de pollo. Al
terminar come un cuarto de hogaza de pan asado con suficiente miel de abeja y
una taza de leche muy caliente.
Después de eso me besó en la mejilla con especial cariño.
En mis propios delirios había obligado a mi personaje a sugerirme hasta una
receta de cocina. Me extrañó mucho porque yo nunca había soportado el sabor
del hígado. Además, ¿por qué el pan tenía que ser asado en vez de horneado?
Le pedí a Francisca –que continuaba vigilándome– que llamara a Lola. Al
escuchar mis instrucciones, frunció el ceño más de lo que acostumbraba. Unos
momentos después, Mina se sentó a mi lado.
–Hija, ¿qué le pediste a Lola? ¿Qué no ves que te dará indigestión?
–No Mina –le dije casi sin poderme incorporar– Presiento que me hará sentir bien.
Una vez levantada, lo primero que hice fue iniciar un diario. Anoté la fecha en la
que Pedro me instruyó sobre el libro de comercio exterior y también la fecha y la
receta que me salvó de la enfermedad. Intenté continuar con mi vida, una vida
que sin Pablo perdía a cada momento su sentido. Cuanto intentaba hacer me
parecía sórdido y frío. En mis paseos por el jardín cargaba un manto muy pesado
de tristeza. El sol no era cálido, quemaba. El frío no refrescaba, me entumía, y la
noche, siempre tan clara y perfecta en Taxco, era una nube de la que salían
miedos y sollozos.
Sin intención de ofender a alguien, no prestaba atención ni interés en las
conversaciones. Todo el tiempo tenía en mi mente la imagen de Pablo
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contrayendo felizmente nupcias. Lo veía reír mientras yo lloraba y platicar
alegremente mientras yo callaba como un sepulcro.
En los terribles momentos de soledad en mi habitación, cuando mi única
compañera era mi propia alma, tenía con mayor frecuencia cada vez, accesos de
llanto que iniciaban con un gemido ahogado y desembocaban en francas crisis
que casi no me dejaban respirar.
Al principio me sentí burlada por Pablo. Fue como si él, intencionalmente, hubiera
sembrado en mí la esperanza y luego, de un solo golpe, me hubiera arrancado la
felicidad diciéndome en la cara: “Pobrecita, ¿creíste que me fijaría en ti? Mi amor
está destinado a una mujer completa, hermosa y alegre”.
Estos torturantes pensamientos me acompañaron mucho tiempo, de manera que
sin pensarlo, fueron robándome las ganas de vivir. El peso recuperado en mi
cuerpo, acompañado de un alentador aumento de talla, ya no me daba alegría.
Empecé a sufrir intensos dolores de cabeza y me salieron unas manchas oscuras
debajo de los ojos que me hacían lucir como un mapache.
Años después comprendí que Pablo nunca hizo algo para enamorarme. Sólo
entonces lo perdoné.
Cinco meses pasaron lentamente. Ni siquiera Boni fue capaz de sacarme del
complicado letargo en el que vivía. Mis padrinos observaban cada uno de mis
movimientos y Francisca continuaba siendo mi gendarme.
A fin de liberarme de ella, fingí interés por acompañar a Mina al mercado, pero
cuál fue mi sorpresa, que mi madrina prefirió que no saliera.
–¿Por qué no quiere que la acompañe? –pregunté intrigada.
–Porque creo que todavía debes recuperarte un poco más antes de endilgarte en
semejantes caminatas.
–No madrina, usted no se preocupe, ya tengo el peso adecuado y me siento bien.
–Sí, pero de todas formas, es mejor que te quedes con Francisca.
En los siguientes días noté que mis padrinos hablaban secretamente, muy bajito,
y cuando yo llegaba se quedaban callados. ¡Qué molesta situación! Me trataban
como si fuera una niñita.
En esas estuvimos casi dos meses más, hasta que de tanto insistirle, Mina
accedió finalmente a que la acompañara.
No lo hubiera hecho. En cuanto pusimos un pie en el pueblo, percibí que la gente
me miraba con curiosidad. Se detenían, dejaban de platicar, se asomaban por la
ventana. Algo rarísimo sucedía. –¿Qué tanto me ven? –pensé.
–Madrina, ¿no nota usted algo raro en la gente?
–No hija –contestó sin voltear a verme.
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