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No había terminado de retar al miedo, cuando una sorpresiva ráfaga de


viento apagó su antorcha moribunda y la dejó en la más tenebrosa
oscuridad. Dispuesta a no dejarse vencer, dio un hondo respiro, pensó en
las noches sin luna y sin electricidad en el pueblo, se vio jugando bajo las
estrellas y recordó que ella y sus amigos lograban verse unos a otros a pesar
de la negrura del cielo. Cerró los ojos, convencida de que era capaz de ver
en la penumbra, aguardó unos segundos y volvió a abrirlos, lentamente. La
oscuridad absoluta seguía allí.
Tanteando la pared con la punta de los dedos, avanzó un poco más. Pero
pronto pensó que si no podía ver a dónde iba, no tenía sentido seguir
ingresando en la montaña, así que giró sobre sus pies dispuesta a regresar.
Pasó algún tiempo antes de darse cuenta de que el chasquido de sus pasos
había desaparecido y el camino parecía ir, ahora, cuesta arriba. Buscó los
fósforos en su morral, pero no los encontró. “Seguro los dejé en el piso al
prender la antorcha”, se lamentó.
No sabía muy bien qué hacer. No lograba ver más allá de la punta de su
nariz y tampoco escuchaba algo que pudiera guiarla. Solo sentía su corazón
acelerándose más a cada instante.
Mientras ideaba alguna cosa que la sacara de allí, dio un par de pasos
distraídos. Iba a dar la vuelta cuando un repentino empujón le hizo tropezar
y quedar atrapada en una masa líquida, como si de pronto hubiera caído en
una bolsa de agua. Agitó los brazos frenéticamente, tratando de ayudarse a
regresar, pero no lo consiguió.
El miedo no la dejaba pensar; temió ahogarse en ese lugar y que nadie la
encontrara jamás. Las fuerzas parecían abandonarla, pero aun así no quería
darse por vencida. Pateó, braceó, culebreó el cuerpo un poco más. En medio
de la agitación, su mano se topó con algo suave, como un flequillo flotando
en el agua. Supuso que era algún arbusto acuático y, sin dudarlo, se sujetó
a él como pudo. De pronto, sintió que la sacudían con violencia. Un instante
después, salía despedida de la masa de agua y caía sobre la tierra húmeda
de la orilla.

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VI
Al notar que Qali y Rumi volvían a la casa sin su hermana, la madre se
alarmó; pero cuando supo que no la habían llevado con ellos y que nadie la
había visto durante todo el día, la pobre mujer entró en pánico. ¿Dónde
podía estar su pequeña Maika?
La última persona que había visto a la niña era la anciana que tenía su granja
cerca del camino al santuario. Maika corría por allí cada mañana, por lo
que la mujer no se sorprendió al notar que se dirigía a la montaña, aunque
sí le extrañó que no volteara a saludarla. No sabía si la chica había regresado
por esa calle porque al comienzo de la tarde la vieja había ido al monte a
cortar muña y manayupa para curar unos dolores de estómago y de riñones
que la tenían muy fastidiada.
La búsqueda se organizó rápidamente. La madre y algunos vecinos
recorrieron los alrededores, mientras los hermanos y los muchachos más
fuertes del pueblo iban hasta el santuario para ver si estaba por allá.
Qali volvía a sentirse culpable, pero se dijo a sí mismo que no había tiempo
para pensar en eso. Se disculparía con ella y le explicaría por qué no quería
llevarla en cuanto la encontrara.
La noche se hizo helada, silenciosa y muy oscura. Los muchachos que
habían ido al santuario regresaron sin novedades. La madre pasó despierta
el resto de la noche y antes del amanecer se echó una manta sobre los
hombros para salir con dirección a la montaña. Los hombres y las mujeres
del pueblo la siguieron poco después.
VII
Sin entender cómo era posible que su ropa siguiera seca, Maika tanteó la
orilla húmeda de la laguna de la que acababa de salir y hundió los dedos en
la capa blanca que llegaba hasta el agua: era nieve.
Al levantar los ojos, vio un chiquillo extraño que la observaba con
curiosidad. Dio un brinco tratando de alejarse y él se sobresaltó; parecía tan
confundido como ella. Se miraron con cautela durante algunos minutos.

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Ella era pequeña, tenía el cabello atado en dos trenzas y se percibía la


fragilidad de su cuerpo pese a las varias camisetas, chompas y faldones que
llevaba puestos. Él era unas tres veces más alto, aunque parecía tan joven
como ella, y llevaba el cuerpo cubierto por una larga túnica de piel peluda.
Tras unos segundos, ambos preguntaron casi en simultáneo.
— ¿Qué eres?
—Maika. Entré por una grieta en la montaña, quería protegerme de la lluvia
y me perdí.
— ¿Qué es maika?
—Mi nombre, me llamo Maika. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?
—Ukumari —respondió, sentándose sobre el suelo para estar a la altura de
la niña.
— ¿También llegaste por la...? —Maika no terminó la pregunta. Mientras
hablaba, había paseado la mirada por el lugar y lo que veía no parecía un
agujero en el interior de la montaña.
—Vivo aquí desde que me acuerdo. Creo que nací acá.
Ukumari observó unos minutos a Maika, quien ya no le prestaba atención
y parecía sorprendida por alguna cosa en el espacio blanquecino que se abría
en torno a ellos. Encorvándose como para alcanzar el tamaño de la niña y
bajando la voz cuanto le fue posible, preguntó con cierta inquietud: “¿Qué
sucede? ¿Has visto algo?”.
Sin esperar respuesta, el muchacho se puso de pie e hizo un gesto con la
mano para que Maika lo siguiera. De dos zancadas, llegó a lo que se veía
como un montículo de nieve sólida, dio un golpe con el puño y quebró la
capa que hielo que cubría la entrada de un agujero. Desde allí le hizo señas
para que se diera prisa.
— ¿De qué nos escondemos? —preguntó Maika al llegar al improvisado
refugio. —Del hechicero del Inca.

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