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La goleta.

Quince meses y tres días buscando departamento. Mucho más tiempo del que Ángel
creyó que habitaría el chalecito prestado, en el barrio de las mil casas de Tolosa, mientras
encontraba su lugar en el mundo. Internet le había sembrado la curiosidad al mostrarle la
fábrica de Motorhome en Punta Lara. Aunque no fuera la solución que se imaginaba para su
vivienda, anotó la calle en el borde de la factura de luz.
El sábado a la mañana, subió el cayac al portaequipaje del auto con ayuda de Tadeo, uno
de los mellizos. Lo aseguró bien y arrancaron hacia el río a remar un rato. Ya que andaban
por la zona, buscaron infructuosamente la fábrica. Llegaron a un canal que cortaba la calle
y frente a ellos vieron amarrada una goleta con el nombre pintado en azul: Hermes. Si el
sitio no hubiera llevado el mismo nombre de su última novela, Boca cerrada, tal vez
hubiera seguido de largo.
Buscaron al dueño de la embarcación. Fue fácil encontrarlo. El hombre los invitó a
conocerla.
-Esto es mejor que un departamento, papá. –Soltó Tadeo entusiasmado.
La luz dentro de la goleta era perfecta. Entraba por los ventanucos. Hasta los rincones
minúsculos estaban aprovechados. De camino al auto, después de hacer algunos pasos,
Ángel regresó. Aunque el hombre había dejado claro que no estaba en venta, quiso que
tuviera sus datos para contactarlo, si algún día cambiaba de opinión.
Dos semanas después, el hombre llamó por teléfono para venderle la embarcación.
Ángel se quedó mascullando la idea de achicar sus pertenencias hasta reducirlas al
tamaño de un camión grande; tal vez se angustió un poco por tener que renunciar a una
buena cantidad de objetos, algunos inútiles, de la vida que había compartido con Rita, su ex
mujer. En general lo hacía por molestarla cada vez que ella estaba por viajar, y eso era a
menudo. Por alguna razón, la agencia donde habían contratado el viaje que hicieran juntos a
Colombia, le enviaba en copia a él las confirmaciones de vuelos y reservas en hoteles de
Rita.
En un mes hizo la mudanza sin comentarlo con muchos de sus amigos y cuando se los
cruzaba en los pasillos de la facultad, Ángel soltaba, sin detenerse a conversar

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-Estoy flotando.
Asi daba por enterado a su universo laboral, del cambio de domicilio.
Desde que se mudó a la goleta notó que gastaba menos que antes, sin privaciones y
logró tener un ahorro (también debido a que Rita ya no estaba para comprarle
compulsivamente camisas y pantalones de marcas caras).
Hizo amigos nuevos, algunos más jóvenes que él, entre gente que navegaba o eran
instructores. No tenía mucho en común con ellos, pero la relación fluía siempre. Era fácil.
Por esos días se tatuó un par de alas en los talones. Una en cada talón, por pura
identificación con Hermes. Apenas recordó los meses que pasó disuadiendo sin éxito a
Mirco, el otro mellizo, de que se hiciera uno. El mismo día que Mirco le contó que partiría
a Andorra como instructor de esquí, él recordó que había visto en el puerto embarcaciones
llamadas “Andorra” y “La temporada”-qué casualidad- pensó.
El muchacho le dejó a su cuidado a Fatiga. Un perro callejero de pelo duro que había
pertenecido a Eduardo, el ciruja de Plaza España que murió intentando correr de lugar el
monumento a empujones. Estaba educado. Jamás ladraba, no se sabía si tenía o no tenía
voz, porque ni siquiera hacía el gesto del ladrido, comía lo que le daban excepto alimento
balanceado. Le encantaba el pan y las verduras.
Desde el principio se entendió con el pulgoso. Intercambiaban afecto en silencio y sin
exageraciones. Por las mañanas, cuándo Ángel iba a la facultad a dar clases, el can bajaba
de la goleta y lo acompañaba hasta el auto. Después recorría los muelles. Algunas veces se
quedaba en alguna casa o subía a otras embarcaciones porque comprendía la palabra
“asado” y permanecía indefectiblemente junto a quién la pronunciara.
La primera vez que lo vio en otra embarcación, fue en el medio del río. Había salido a
navegar y se cruzó un barco chico llamado “Enamoramiento”. Pensó si sería premonitorio.
Cuándo lo tuvo muy cerca, pudo ver a Fatiga comiendo de la mano de una señora grande.
Les hizo señas. Como no lo miraban los persiguió hasta el embarcadero del club náutico.
La mujer bajó con una regadera en la mano, Fatiga detrás de ella. Ángel acercó la goleta
todo lo que pudo pero no estaba muy ducho para la maniobra. Pegó un salto hacia la costa.
Se enjuagó apurado el barro y corrió a recuperar a su perro. Al ver a su dueño, Fatiga
esbozó una especie de sonrisa que reemplazaba al ladrido y agitó la cola. Se puso en dos
patas y apoyó las delanteras sobre la falda de Ángel para que le acariciara el morro.

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Siguieron juntos detrás de la mujer que entró a un jardín cercado pero sin portón. Había
más personas, casi todas mujeres listas para la clase de yoga. La pizarra anunciaba los
horarios y otras actividades. Miró sin aproximarse demasiado. Ángel advirtió que estaba la
chica que atendía la fiambrería.
- Está Carla. -Dijo en voz alta.
Regresaron en la goleta al embarcadero y una vez anclados, abrió una cerveza. Buscó en
la heladera la tarta de verduras del mediodía, quedaban tres porciones. Comió dos y le dio
una a Fatiga. Sintió ganas de retomar la novela. Hacía un año que no escribía pero creía que
le había llegado la inspiración. Conectó su computadora; le dedicó algunas horas a aquellas
páginas que no reconocía como propias. Ni mejores ni peores –pensó- ajenas. Se acostó
vencido por el cansancio y durmió acunado por el río.
Amaneció temprano y salió a tomar el aire fresco a la cubierta. Sentía el entusiasmo en
el pecho.
- Tal vez podría empezar yoga. ¿Por qué no?

El profesor era hombre: Boris, un lindo. Estaba bronceado, era rubio y joven. Los ojos
celestes. A cada alumna que saludaba, le apoyaba suavemente su mano en la cintura y la
miraba a los ojos. Con Ángel hizo lo mismo.
La clase transcurrió sin sobresaltos y, si Ángel no lo hubiera mencionado, nadie habría
advertido que era novato. Su elasticidad fue novedosa incluso para él.
Cuando Boris posó sus manos en la espalda de Ángel y lo masajeó a lo largo de la
columna vertebral en el momento de la relajación, Ángel sintió un escalofrío que lo tomó
por sorpresa y se excitó. Una vez terminado el masaje pero antes de levantarse de cuclillas,
Boris se fijó en los talones tatuados y se los tocó.
-Tenemos a Hermes -dijo en voz baja-. Se levantó y siguió con otra alumna.
Ángel permaneció unos minutos boca abajo para disimular la erección. Lo primero que
le vino a la mente fue abandonar las clases.
El efecto de la relajación fue extraordinario, una vez más durmió como un niño pero
ahora, por muchas más horas. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había
descansado de ese modo, sin ayuda química. Aunque este descanso lo invitaba a volver a
yoga, se propuso evitar a Boris.

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-Debe haber una profesora mujer -pensó, y recordó haber visto en aquella pizarra varios
carteles en los que no había reparado. Sólo recordaba uno que todavía le resonaba: el
encuentro semanal de Mundo hembra.
-Tengo que revisar ese pizarrón.
El siguiente fin de semana volvió al predio. Mientras navegaba hacia allí le pareció
reconocer a Boris en una embarcación detenida. Tomaba sol. Ángel se ocultó.
Al llegar a la isla del yoga, encontró un grupo de mujeres sentadas en sillas formando un
círculo. Se aproximó despacio. Tal vez su presencia las incomodó porque quedaron en
silencio y lo miraron. Ángel sintió que empezaba a sudar. Le pareció que algunas estaban
con sus tejidos y apuntaron sus agujas hacia el cielo. La inteligencia de su mano se encargó
de hacer un gesto de saludo raro y enseguida encaró al pizarrón. Algunas mujeres le
devolvieron el saludo, otras siguieron hablando entre ellas. Aunque podía sentir la tensión
analizó los cartelitos con lentitud y anotó los horarios posibles. Sólo le faltaba averiguar
quién daba cada curso.
Ese grupo de tejedoras, algunas bastante mayores, estaban en el horario que le
correspondía a Mundo hembra. Ángel tenía la certeza de que no eran pero cuando se estaba
yendo, les preguntó
-Buenas tardes ¿ustedes son el grupo Mundo hembra?
Algunas de las mujeres rieron sin disimulo.
-¿Parecemos las chicas de Mundo hembra? -respondió con desdén una mujer gorda de
cabello blanco que tejía a crochet algo muy colorido.
-Es que no sé de qué se trata el grupo -respondió Ángel.
Viendo que ninguna lo sacaba de la duda, Ángel encaró al embarcadero para regresar a
la goleta. En ese momento llagaba el pibe del bar. Lo reconoció enseguida por las rastas
rubias. Le había comprado un agua mineral antes de la clase de yoga. Esperó unos minutos
a que pusiera el buffet en marcha para tomar algo y amigarse. Tal vez le diera alguna
información sin ridiculizarlo.
-¿Cómo va? Sos nuevo por acá. -Soltó el joven.
-Me llamo Ángel -respondió y le extendió la mano para saludarlo.

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-León -dijo el pibe a secas y extendió su mano, enganchando en un cruce los dedos
gordos de ambos. Le agarró la mano por detrás de la palma y le abrazó el pulgar dándole un
apretón.
Ángel se sonrió con el gesto amigable y a poco de cruzar algunas palabras, se animó a
preguntarle por Mundo hembra.
-Es el grupo de… no me sale el nombre -titubeó León, y siguió- la mina que da yoga, la
hermana de Boris.
-¿Boris tiene una hermana que también es profesora? -preguntó Ángel tratando de
disimular su alegría.
-Sip -dijo León- ¡Tatiana! -agregó en un grito-. Da las clases de la mañana.
A Ángel se le escapaban carcajadas de la boca sin querer y ya estaba pensando que no le
importaba qué horario de la facultad tendría que cambiar para tomarlas.
-¿Y qué es Mundo hembra, León? -Agregó.
-Mujeres haciendo yoga desnudas. Eso es.

Salí temprano y no me preparé el desayuno hasta haber amarrado la goleta en el


embarcadero del club. Desde ahí tenía la visión que quería: la tranquera de acceso. En el
celular me aguardaba un mensaje de Tadeo que preguntaba si almorzábamos juntos esa
semana, pero no le respondí.
Casi terminaba el café, cuando una mujer que se había escapado de mi campo visual
avanzaba por el sendero. Traía puesta una camisola turquesa y azul de tela muy liviana. Su
paso era lento, miraba hacia abajo mientras se recogía el cabello oscuro en un rodete alto
que ató con su propio pelo. Pensé si sería Tatiana. Cuando terminó de ordenarse la cabeza
se dio vuelta y quedó mirando hacia mí. Llevaba un embarazo de seis o siete meses.

La relajación con Tatiana no fue tan efectiva como con Boris, ni tampoco el descanso
de la noche. Me obstruyó un poco la mente su embarazo. De todos modos, con el correr de
las horas, recordé sensaciones que en realidad no habían estado durante la clase. Por eso
volví y en parte porque necesitaba algún reemplazo para al masaje que había conocido con
Boris.

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El jueves la clase terminó algunos minutos más tarde. Mientras me ataba apurado las
zapatillas para llegar a tiempo a encontrarme con Tadeo en el centro de La Plata, escuché
una conversación entre dos compañeras que me aclaró dónde se encontraban las mujeres de
Mundo hembra. Era en el parque Saraví, muy cerca de la costa, pensé que las podría espiar
desde la goleta.
Comí con Tadeo y lo acompañé a comprar unos pares de medias. Lo acerqué a la
escuela de cocina donde estudia para chef y fui a la casa de pesca que está frente al correo.
Me sorprendió la variedad de binoculares que tenían, tardé media hora en elegir uno. Al
volver al muelle donde amarro a Hermes, encontré a Fatiga arriba de la goleta. En general
no se queda allí cuando yo salgo. Traté de hacer memoria pero no pude recordar si me
había acompañado al auto en la mañana como hace habitualmente -me estoy poniendo
viejo- pensé.
Tenía la información: Mundo hembra se reunía los lunes a las cuatro de la tarde. Para
llegar al sitio pasaba la curva del arroyo Doña Flora y a pocos metros estaba el parque.
Llevé a Hermes hasta allí el viernes y lo anclé dispuesto a pasar el fin de semana; no quería
aparecerme el mismo día del encuentro. El único inconveniente era que no tenía muchas
reservas y en algún momento tendría que buscar la costa para conseguir una despensa. Al
rato, escuché una música fuerte, parecía la voz de Mercedes Sosa que venía del río. Era la
lancha almacén, corrí escaleras arriba a la cubierta y le hice señas algo exageradas para que
se detuviera. Compré un pedazo queso, un vino y algunas otras cosas para preparar un par
de tartas -tal vez me quede a vivir de este lado- pensé.
Al atardecer bajé con Fatiga para ver cómo se veía la goleta desde el parque. -
Convendría alejarme un poco más.
Sin la luz del sol, mi idea, que durante el día me pareció brillante, no lo fue tanto. El
lugar era mucho más oscuro y solitario, y la fauna diferente. No tenía las luces de referencia
de la guardería de lanchas y el aire era bullicioso por los insectos zumbones. Fatiga estaba
inquieto, arañaba la puerta y hacía el gesto del aullido, pero sin voz. Lo acerqué al muelle
Saraví para que bajara un rato y se tranquilizó.
Las mujeres venían de a dos o de a tres. Todas me encantaban. Llevaban puestos pareos
de colores. Estaba ansioso por verlas desnudas. Me sentía como el día que Luisa, la niñera
paraguaya que nos cuidó a mi hermano y a mí hasta los nueve años, nos mostró sus tetas.

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Me acomodé en una silla de lona con los binoculares y vi a Tatiana sacarse su pareo
turquesa, el mismo que llevaba en la clase de yoga. Quedó desnuda y cuando se dio vuelta
en dirección a mí, vi su vientre gigante y sus tetas desplazadas hacia los costados con los
pezones muy oscuros. Me dio un poco de impresión y saqué la vista de los binoculares.
Volví a la escena. Cada mujer se sacaba el pareo de a una por vez, anudaban unos con
otros por las esquinas, parecía un ritual al que estaban acostumbradas. Armaron un telón
con todos los pareos de colores, lo izaron de algún modo que no pude entender. Sabían que
por allí pasaban lanchas fisgoneando. Me sentí un tonto al ser descubierto.
Levé el ancla para correr a Hermes de lugar. Fuimos hacia la selva y lo ubiqué en un
hueco en el que no me tapaban los pareos pero sí la vegetación. Bajé de la goleta y trepé a
un sauce cercano, necesitaba un poco más de altura. Mi remera Hering blanca con la que
normalmente paso inadvertido entre la gente, resultó muy llamativa en esa selva, por eso
volví a cambiarme por otra verde seco. Desde el árbol, aunque estaba más lejos, tenía muy
buena visión. Mientras me acomodaba en una rama pude ver, sin binoculares, que todas las
mujeres estaban acostadas. Intuí su desnudez. Me apuré.
Me coloqué los largavistas y acomodé el foco. Una mujer de caderas anchísimas que no
había visto llegar apareció en primer plano y parecía moverse para mí. Me quedé
enamorado de la enormidad de su culo. Me pasé el resto de la hora mirándola sólo a ella.
Esa noche soñé con Luisa. Ella era una gorda de Botero.
Volví a espiar el lunes siguiente. Llegué temprano y subí al mismo sauce. Una vez
instalado pensé que necesitaba otra perspectiva, noté que del otro lado del parque había un
ceibo enorme. Si atravesaba el jardín antes de que llegaran las hembras, podría treparme y
ver desde otro ángulo. Como todavía faltaba casi una hora para que empezara la clase me
manejé a mis anchas. Llevaba colgados los binoculares.
-Podría dejar a Fatiga por acá –murmuré para mí- después lo paso a buscar y tal vez me
sirva de excusa para acercarme a ellas. No me alcanza con mirarlas.
Desde que subí al ceibo, mi perro se quedó merodeando. Por suerte no ladraba porque
me habría delatado; varias veces se acercó al árbol buscándome. En la clase aparecieron
algunas mujeres que no habían estado la otra semana. Quizás eran nuevas. Dos de ellas,
muy gordas, me resultaron tan atractivas como la otra culona (se llamaba Yudi. Recordé

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haber escuchado a León llamarla por ese nombre en el buffet, mucho antes de interesarme
en ella).
Al terminar la clase Yudi llamó a Fatiga y lo acarició. Otras también se acercaron a él.
Era raro verlo rodeado de esas señoras desnudas que se dejaban olfatear por un can. Por
esas semanas pude ver como se iba haciendo importante en Mundo hembra. Desde mi
escondite las veía acariciarlo, le hablaban y le llevaban huesos. Estaba sintiendo celos de él.
Alguna de ellas le puso un collar verde. Esa noche, al volver a Hermes, vi que el collar
tenía una medalla con nombre: lo llamaban Dólar y un número de teléfono. Le quité el
collar y lo dejé en la goleta.

Calculé que era momento de aparecer a buscar a Fatiga, tal vez podía sacar alguna
ventaja de su popularidad. Para evitar que me relacionaran con la goleta, me vestí
inusualmente formal, con un pantalón pinzado y saco. Aparecí un lunes al terminar la clase
cuando las mujeres ya estaban tapadas con sus pareos. Llevé un juego de llaves en el
bolsillo y de tanto en tanto lo hacía sonar con mi mano. No era un sonido tan familiar en
ese ámbito y delataba a un foráneo, aunque era una tontería, me gustaba hacerlo. Con eso
tal vez pensarían que había llegado en auto, o que vivía en una casa. Llamé a Fatiga y le
hice los jueguitos habituales para demostrar que tenía una relación con él.
Me quedé merodeando. Dos de esas chicas pasaron cerca de mí para saludar a Fatiga y
lo acariciaron, después me sonrieron. Tatiana se acercó
-Es tuyo -comentó con un tono que me hacía sospechar desilusión.
Que Tatiana me reconociera, de sus clases de yoga, dio confianza a otras para conversar
más relajada los siguientes encuentros.
Seguí yendo de vez en cuando a la misma hora pero siempre con vestimenta formal.
Sentía que empezaba a ser otra persona y dejé de espiarlas porque se esfumó ese interés, o,
la persona en que me pensaba convertir, no aprobaba eso.
Un lunes volví muy cansado y tenso del trabajo y regresé al ceibo con los binoculares;
no es que tuviera el deseo, sólo quería revivir esa pequeña emoción.
Al salir vi a Boris nadar crol en el río. Iba y venía por el canal. Pensé si habría visto a
Hermes, aunque no estaba seguro de que lo relacionara conmigo.

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Llegué al árbol con la lengua afuera y me trepé. Me quedé quieto hasta recuperar el aire
y, todavía de pie, enfoqué. La clase había comenzado. Antes de mirar en profundidad las
nalgas de Yudi y el resto, me distraje con una señora que rondaba el lugar. Iba vestida, por
eso desentonaba; además llevaba una regadera en su mano. Cuando nadie la miraba, se
acercó a los bolsos que estaban en el banco de plaza y los regó uno por uno, luego volvió
hasta la orilla a recargar su regadera y terminó por empaparlos a todos. Después se marchó.
La vi venir en dirección al árbol en que me encontraba trepado, me agaché para ocultarme.
Una vez que hubo pasado, me senté en una rama que se expandía sobre el agua, sin advertir
que había un manchón de gatas peludas, de esas negras urticantes que invaden los troncos
de los árboles algunos veranos. Unas me picaron en la pierna y otras me quedaron
prendidas al short. Las quise sacudir con la mano pero fue peor. Quedé aferrado al árbol, de
pié. Colgué los binoculares de una rama para que estuvieran seguros, me saqué
cuidadosamente el traje de baño. Lo sacudí contra la horqueta que tenía frente a mí, y, no
entiendo cómo fue que se me cayó. Vi como flotaba a dos metros de la costa por un instante
hasta que la corriente lo empezó a mover. Bajé deprisa a buscarlo, el paso de una lancha
apuró el movimiento del agua y parecía que esas olas nuevas se lo querían llevar.
Entré al agua. El fondo del río era fangoso. Sentí el barro colarse entre los dedos de mis
pies, intenté dar zancadas pero los pies completos y parte de las pantorrillas se me hundían
en el lodazal que parecía muy decidido a devorarme. Mi traje de baño se alejaba más y
calculé que no faltaría mucho tiempo para que se hundiese. Resolví abandonarlo y
braceando como un novato desesperado, pude salirme del atasco.
Mientras me limpiaba el barro en aguas más profundas pensé en Boris y un momento
después lo vi cerca de mí. Me hizo una seña para que lo siguiera. Nadé unos cuantos metros
detrás de él y nos detuvimos a conversar dentro del agua. Ya sentía el cansancio en las
piernas y necesitaba regresar a la goleta. Boris parecía dispuesto a acompañarme, yo no
quería que supiera que estaba desnudo.
Lo dejé salir del agua, pensé que tal vez él también lo estuviera. Tuve el íntimo deseo de
verlo empantanarse como yo. Pero se movió hasta un paso entre dos sauces grandes y salió
caminando sin ninguna dificultad, en lugar de malla traía puesto un pantalón de jean
gastado y recortado hasta la mitad del muslo. Cuando estuvo fuera, giró hacia mí. Me quedé

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mirando sus abdominales, me recordaron a un muñeco Max Steel con el que jugaban los
mellizos cuando eran pequeños.
Boris encaró por un sendero y avanzaba mientras me hablaba sin advertir que yo no lo
seguía. Su voz se empezaba a perder y tuve que dar un grito para anunciarle que seguía en
el agua.
Me saludó con una mano sin siquiera molestarse en regresar y, además, me quedé sin
arreglar en detalle un encuentro con las mujeres de yoga, para el que yo había ofrecido la
goleta. Había pensado en una cena alguna noche bonita.
Cuando desapareció de mi vista me acerqué a revisar el paso por el que había salido tan
sencillamente. Estaba completamente tapizado por las raíces de los árboles. Descansé allí
mismo un momento y apenas sentí que me recuperaba nadé hasta la goleta. Casi llegaba y
me asaltó una duda, ¿qué hice con mis binoculares?

Anochecía, de lejos me pareció ver un resplandor en el embarcadero, al que había


regresado definitivamente con Hermes. Tenía decidido dejar de espiar. Sentí curiosidad por
tanta luz y apuré un poco el tranco pero justo en esa costa estaba amarrada la lancha
almacén con las últimas ventas del día. No podía desaprovechar el momento para
abastecerme de algo para la cena. Conseguí, entre las pocas cosas que le quedaban un atado
de acelga, chauchas por metro, queso y vino.
Con la caja de cartón con mis víveres, avancé hacia la escollera. Debía preparar la cena
para Boris y las chicas de yoga. Atravesé la hilera de Plátanos que conduce a mi muelle,
desde allí pude ver a Hermes radiante de voltios, algo alejado de la costa mientras la noche
se tragaba el resto club. Incluso las luces de la guardería de lanchas parecían opacas al lado
de Hermes.
Apoyé la caja de cartón en el muelle y me subí a un chinchorro que había amarrado,
luego me estiré para recuperar los víveres y los puse en el piso del bote. Encaré a la goleta
que no estaba lejos y parecía a la deriva.
En un extremo del bote, atada con una soga había una regadera -¿será de aquella vieja
que mojó los bolsos?

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Me acerqué a Hermes todo lo que pude. Cuando escuché que en la goleta sonaba la
banda de Glenn Miller hubo un instante imposible en el que pensé que mi madre estaría allí
cocinando. Llamé con un grito y Mirco vino inesperadamente a ayudarme.
-¡Hola viejo! -Me ayudó a subir, nos abrazamos y empezó a contarme su viaje y su
regreso prematuro para retomar la facultad. Lo sentía atolondrado y nervioso. Detrás de él
se asomó Boris. Llevaba puesto mi delantal de cocina.
Tuve que disimular mi malestar porque era evidente que ellos cocinaban juntos y sin mí.
Bajé a buscar el destapador para celebrar a Mirco pero no lo pude encontrar y además sobre
la mesada estaba el decantador ocupado con otro vino. También en mi pequeña cocina la
vieja de la regadera y Rita charlaban y bebían juntas.
-Rita, que raro vos acá. ¿Y Tadeo? -pregunté con un tono que intentaba ser antipático
pero pareció todo lo contrario.
-Hola Ángel, vine a traer a los mellizos. -Soltó y siguió.- Quedé tan sorprendida con el
regreso de Mirco que quise estirar el momento. Tadeo te está buscando por la costa. Pero
no te preocupes que yo ya me voy. -Largó estas palabras con la copa muy aferrada a su
mano, como si no tuviera ganas de irse.
-¿Y ustedes de dónde se conocen? -pregunté al dúo.
Ellas se miraron. Rita se encogió de hombros.
- Yo siempre ando por acá. Tengo aquel barco –señaló el Enamoramiento- y también el
chinchorro que le presté al muchacho -dijo la vieja.
Tadeo pateaba una lata en la orilla mientras esperaba que alguien se acercara a buscarlo.
Mirco y Boris encararon al bote y cuando salían Rita se sumó. Se quedaron largo rato en la
costa, yo los veía en la penumbra del farol del muelle.
La mujer de la regadera empezaba a elaborar un revuelto de verduras con un aroma
ahumado que no sé cómo lograba porque en ningún momento encendió fuego de leña. Se
llamaba Ruth. Al rato de estar con ella, había dejado de importarme que el resto no
regresara. Me atraía su determinación. Elogió mi biblioteca y me preguntó a qué me
dedicaba. Dijo que yo tenía cada libro que ella había leído. Esto me dio la pauta de que
había estado mucho tiempo curioseando. Empezaba a gustarme.
En un rato, una hora tal vez, tuvo lista una comida. Acercó a la mesa unos panes
pequeños que sacó de una bolsa de papel madera. Casi empezábamos a probarla cuando

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llegaron tres compañeras de yoga, sólo conocía el nombre de una de ellas: Mora. Traían
unas viandas en bandejas envueltas en papel metalizado. Había tantas cosas que no necesité
preparar nada, con lo que había comprado. De a ratos Ruth volvía a cocinar y aparecía con
los platitos cargados. Me distraje, me sentía muy estimulado, y no me di cuenta en qué
momento apareció Tadeo a comer con nosotros. Él se trataba con todas como si las
conociese antes que yo. Por momentos sentía que mi hijo era el anfitrión y yo un colado al
evento. Después de una cena exquisita estábamos en la cubierta y vi de lejos un barco.
Escuché a Ruth, mientras levantaba su copa decir en tono muy fuerte
-Ese es mi Enamoramiento. Por un instante pensé que se refería a mí, habíamos tomado
bastante y ya hablábamos tonterías, pero me gustó el comentario.
Cuando levanté la vista vi que se refería a la embarcación. Afortunadamente yo no había
respondido a sus dichos, pero igual me sentí avergonzado por la confusión.
En su barco pude ver claramente a Mirco con Boris. Aunque hacía frío, ambos estaban
con el torso desnudo; me pareció que sus cuerpos brillaban, tal vez de transpiración. La luz
que los iluminaba era tenue pero no tuve dudas de que se trataba de ellos. Creo que Boris
también me vio.
-¿Quién está en tu barco? -Pregunté a Ruth.
-Boris lo usa a veces.
Sentí el frío en el cuerpo, todos lo sintieron y bajamos al vientre de Hermes, como lo
llamó Ruth, a escuchar música y seguir con los tragos.
-¿Quieren tomar café? -pregunté ingenuamente y como respuesta descorcharon otra
botella de vino rosado.
Sentí la desinhibición de Mora después del vino como un espaldarazo que me lanzó otra
vez a la cubierta, esta vez solo, con una taza de café en la mano. Al contrario de lo que
sucedía con el resto, me sentí incómodo y no me hizo gracia…ella combinaba lances
dirigidos a mí con intimidades vergonzosas. Una vez arriba, me quedé tranquilo en la
reposera; sería raro que ella me siguiera, estando tan ebria, por una escalera así de
empinada. Por un momento me recordé a mí mismo en las noches en que me quedaba
despierto y leía hasta que los mellizos regresaban de algún lado, para asegurarme de que
llegaran bien. Sólo que en este caso, si Mirco volviera, no tendría nada para decirle. Ni
siquiera sabía si era capaz de tener alguna conversación.

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Dormitaba reclinado en la reposera mientras escuchaba las risas de las mujeres abajo y
la voz de Tadeo cada tanto. Al rato desperté por el frío. No había viento y la noche estaba
muy tranquila. Estiré el brazo sin incorporarme del todo y agarré la vela de cuchillo que
estaba doblada para llevar a coser. La desplegué un poco y me tapé para seguir durmiendo
pero sentí una sonoridad extraña. Era una mezcla del arrullo del agua con gemidos de
mujer. Me incorporé para escuchar con atención: venían del interior de Hermes. Bajé
sigilosamente por la escalerita y espié. Mora estaba desparramada boca arriba en un sillón
dormida y las otras dos muchachas ordenaban algunas cosas de la mesa pero ninguna atinó
a acomodarle la pollera que tenía volcada hacia arriba tapándole el mentón y dejando a la
vista su abdomen rollizo y su bombacha beige. Retrocedí un paso para ver con detalle sus
manos. Las imaginé húmedas y en el pubis. Tadeo y Ruth estaban fuera de mi campo
visual.
Tres jóvenes, apenas más grandes que los mellizos se aproximaron a Hermes en una
lancha y desde allí preguntaron por las chicas. Supuse que se referían a las amigas de
Mora. Se acercaron aún más y subieron a la goleta. Recién ahí reconocí a León, el chico del
bar.
Les pregunté por el nombre de su lancha
-Deja vu -dijo el más bajito de los tres- Se llama Deja vu.
Mora ya estaba despabilada. Tenía las mejillas coloradas. Los muchachos entraron y se
sentaron cerca de ella. Yo fui hacia la baranda y me asomé al agua; me estiré todo lo que
pude para ver si el nombre estaba allí, pero no pude distinguirlo. Las otras chicas enseguida
se acercaron a conversar.
Sentí celos y aunque no me atraía demasiado, le mandé un beso por el aire a Mora. Ella
se levantó y vino hacia mí con una sonrisa. La tomé por la cintura y le insinué que
podíamos bajar a mi habitación. Me hizo un sí con la cabeza. Antes de avanzar hacia el
dormitorio, Mora tocó con su mano mi erección por fuera del pantalón y se fijó si yo
llevaba cinturón puesto. Fue hasta el comedor y agarró del mueble de la sala el collar verde
que le habían colocado a Fatiga con el nombre Dólar. Una vez en mi dormitorio, me quitó
la ropa; sacó el cinturón de las presillas de un tirón fuerte. Me sentó al borde de la cama.
Yo fui obediente.

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Sentada en el piso con las piernas cruzadas como chinitos -su elasticidad era
sorprendente aunque sus rollos entorpecían la maniobra- se colocó el collar del perro en el
tobillo izquierdo y mi cinturón en el derecho. Sacó un cabo corto de abajo de mi cama -esto
puso en evidencia que había revisado todo el barco- pasó la soga por los manillares que
tengo colocados en el techo para agarrarme cuando hay mucho oleaje, y ató un extremo a
cada brazalete. No sé bien cómo lo logró, pero parecía una experta.
Se lanzó sobre mi cama boca arriba. Tiró de la soga, sus piernas carnosas se elevaron
desde sus tobillos y quedaron colgadas y abiertas justo para que yo la pudiera coger.
Todavía tenía puesta la bombacha y era tarde para sacársela porque quedaría entrampada en
la soga.
-Rompela y rOmpeme -me dijo al verme dudar.
Hice caso en todo. La tomé de las nalgas enormes y la penetré sin esfuerzo, estaba muy
húmeda. La chapita con el nombre Dólar tintineaba con mis vaivenes. Ella parecía disfrutar
y se movía a tan buen ritmo, aferrada a la soga con sus dos manos, que me apuró la
eyaculación. Advertí que ella estaba por alcanzar el orgasmo y seguí en movimiento unos
segundos más hasta que hizo unos gemidos bajitos y echó la cabeza para atrás. Quise
confirmar si había acabado y se lo pregunté. Mora respondió con un resoplido. Me tendí en
la cama a su lado y dormimos.

Mirco se acomodaba el cabello frente al espejo mientras Ángel levantaba las tazas del
desayuno. Como si se tratara de un pedido habitual sorprendió a su padre con la pregunta.
-Viejo, ¿Puedo usar la goleta el fin de semana?
- ¿Para qué hijo? –Respondió Ángel y siguió.- ¿No te diste cuenta de que la goleta es mi
casa? ¿Dónde se supone que viviría yo mientras tanto?
-Quiero ir a Colonia.
-Es que, además, no sabés nada de navegación ¿Cómo se te ocurre que podrías ir a
Colonia?
-Iría con Boris. Su mamá vive allá. Él quiere que la vayamos a visitar.
-No Mirco. No es buena idea.
- Pero papá, le dije a Tadeo también y se copó.

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- ¿Por qué no le piden el barco a Ruth? -retrucó Ángel. De reojo vio que su hijo llevaba
puestas unas ojotas que le quedaban grandes. Cuando terminó de decir estas palabras, ya
estaba arrepentido. Sabía que con esa frase comenzaba a aprobar la idea y Mirco no
desperdiciaría la oportunidad.
- Ya le pedimos papá, pero a Ruth no le gusta salir a río abierto. Dijo que iría si vos vas
con ella.
- Mirco, esta goleta es mi casa. No te la voy a dejar como si te prestara un auto.
-Nunca me prestaste el auto papá.
-Es que no sabés manejar. A Tadeo se lo he prestado, él tiene registro.
-Boris quiere ir en Hermes, no en el Enamoramiento. Podríamos ir todos juntos. Hermes
es enorme.

Pensé que me vendría bien cruzar a Colonia. Podría aprovechar para ir a Carmelo a
comprar dos rulemanes para Hermes.
-¿Qué hacemos con Fatiga? -Pregunté para enterarlos de que había aceptado la travesía.
-Se puede quedar en el buffet. León y la gente de ahí seguro estarán contentos de tenerlo
unos días -respondió Mirco.
Tadeo y Mirco se organizaron muy rápido. Yo estaba preocupado por el mal tiempo,
había escuchado que se anunciaban lluvias para la noche pero Boris me garantizó que no
llovería, él consultaba otro pronóstico. Al cabo de unas horas el cielo estaba impecable y
hacía frío. Boris había tenido razón y estábamos listos para zarpar.
Mora llegó sola, con una valija grande y en la mano libre, una almohada. Traía un
mensaje de Ruth: pedía que alguno fuera a ayudarle con las cajas de comida.
Zarpamos antes del amanecer sin tener muy en claro que habitación ocuparía cada uno.
Le insinué a Tadeo que ocupara el camarote chiquito con Mora.
-No papá, no quiero que Ruth se ponga mal por eso. Yo duermo con Ruth o duermo con
vos.
Salteamos la comida. El río estaba picado y Hermes se bamboleaba un poco. Mora, que
no estaba acostumbrada, se mareó y vomitó. En el instante en que la vi apoyada en la
baranda, advertí que no nos habíamos cuidado la otra noche.

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-Comeremos al llegar, no hay apuro -soltó Ruth- en el puerto hay un bodegón bárbaro y
tienen los mejores chivitos. Son amigos míos.
Mirco jugaba a la generala con Tadeo y Ruth en la mesa de la cocina. Usaban la tapa del
termo de cubilete y todos los dados eran diferentes entre sí. Quise prestarles mi generala, la
que traje de Madrid.
-Nos gusta esta, pero gracias igual -dijo Tadeo-.
El río empezaba a picarse, Boris y yo estábamos atentos a los vientos y llegamos a
Colonia a vela antes de que se complicara más. Por algún motivo me sentía como un
prócer.
Cuando encontramos el bodegón Mora estaba recuperada y todos teníamos hambre.
Comimos chivitos y pamplonas, tomamos medio y medio. Era el menú obligado. Aunque
me gusta el vino tinto, no me quise diferenciar de la mayoría.
Ruth se saludaba con todos en el bar, la recordaban bien. Noté que Tadeo se aproximaba
a ella cada vez que alguien la retenía mucho tiempo en una conversación. Mientras ellos
charlaban con un hombre, Mora sacó del bolso un sobre de papel madera bien doblado,
metió todo el pan que quedaba en la canastita y los pedazos que habíamos dejado, por
chiquitos que fueran, ella los juntó, cerró la bolsa y la guardó en su morral.
Al salir, Boris se adelantó unos pasos y bajó hasta el río de una corrida. Saludaba muy
elocuente a los pescadores de una barcaza. Parecían amigos suyos y lo invitaron a pescar.
Boris le hizo una seña con la mano a Mirco para que fuera con él y mientras se alejaba, mi
hijo, me gritó que le dejara una nota en Hermes si me iba para Carmelo: esa fue la manera
de enterarme que no estaba en sus planes acompañarme a comprar los rulemanes.
En los de Tadeo tampoco. Allí mismo arreglaba con Ruth cómo se cobraría, después de
la siesta, lo que habían apostado en la generala.

El negocio se parecía a un bar. De frente había un mostrador largo de madera, detrás de


él una pequeña estantería con una colección de botellas de todos los tamaños con
embarcaciones en miniatura adentro, miré con atención mientras esperaba que me
atendieran, si había una igual a la que tengo en el living con un pequeño velero rojo, pero
no la encontré, en cambio estaba Hermes en miniatura. Era exacto, incluso tenía el nombre
pintado en azul.

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Un hombre encorvado se acercó al mostrador, me preguntó qué necesitaba y se fue por
un pasillo oscuro de estanterías repletas de repuestos. Tardó algunos minutos y volvió con
los rulemanes. Mientras los ponía en una bolsa le pregunté por las botellitas.
-Me gustaría, también comprar una de esas botellitas.
- No están a la venta, son de mi hermano.
- Pero está mi barco, Hermes. ¿Cuánto cuestan?
- No están a la venta -Respondió el hombre mientras se acomodaba en una banqueta. Sin
darme oportunidad de insistir.
Almorcé en un bar al paso frente a la plaza y esperé a la sombra de un gomero
gigantesco el micro de la tarde. Llegaría a tiempo para la cena.

En la heladera de la cocina había una nota de Mirco: Estamos en lo de Marina, la mamá


de Boris. Nos vemos a las nueve en el bodegón. Ella viene con nosotros.
Caminé por el muelle, el sol empezaba a bajar, pensé si la nota se refería a que Marina
vendría a cenar o si nos acompañaría de regreso al Delta.
Al llegar a la playa reconocí a Ruth y Mora. Iban juntas, parecían tomadas de la mano.
En su mano libre Ruth llevaba un par de libros. Mora abrió su morral, sacó la bolsa de
papel madera y lo dejó tirado al pie de un banco de hormigón. Se acercó al agua, metió la
mano en la bolsa y comenzó a tirar al aire puñados de migas de pan. Las palomas se
acercaron a ella, algunas las agarraban al vuelo, otras se le posaban en los hombros y la
cabeza; ella las dejaba. Ruth la miró un momento, acomodó los libros que llevaba en el
extremo del banco y se recostó en ellos usándolos de almohada mientras seguía a Mora con
la vista.
En la misma mesa de ayer y en el lugar que había ocupado yo, estaba sentada Tatiana.
Fue lo primero que vi al entrar. Viajó en Buquebús en cuanto se enteró que su hermano
visitaría a su madre. Su panza, con ropa me pareció más pequeña que cuando la espiaba
desde mi escondite.
Enseguida Boris me presentó a Marina y me senté en el único lugar libre de la mesa:
entre Mora y ella. Ninguno de sus dos hijos le decían mamá, la llamaban por su nombre de
pila. Aunque había estudiado escenografía, trabajaba como actriz de teatro y el mes
siguiente comenzaría una gira con la compañía. Mientras hablaba comía grisines con queso

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blanco y semillitas de amapola que había en una cazuela, me sugirió que la copiara, yo hice
caso. Odiaba el stand up y por algún motivo quería dejarlo en claro, porque lo mencionó
más de una vez. Sentados en diagonal a mí, Mirco y Tadeo intentaban decirme algo, pero
supuse que no sería urgente porque apenas insistieron. Yo estaba atento a las
conversaciones cruzadas de la mesa. Bastante me había perdido con ir hasta Carmelo.
A Marina se le notaban los años de una manera que me encantaba, su cuerpo robusto y
su cabellera canosa atada en una cola, me hacía pensar que era más fuerte que yo. En un
momento oí el elogio del tatuaje: Marina mencionaba las alas de Hermes con Tatiana y
Boris. Traté de meterme en la charla pero no tuve chance, sentí que entre ellos había una
intimidad que me expulsaba. Todo indicaba que hablaban de mi tatuaje, aunque Marina no
me lo había visto. Ella preguntó de dónde había salido la idea pero no escuché la respuesta
porque se puso de pié y arrastró ruidosamente su silla hacia atrás. Taconeando se dirigió a
la barra y empezó a recitar. Estaba muy compenetrada en el verso e iba de mesa en mesa
dirigiéndose a los comensales que la seguían con aplausos o recitaban junto a ella. Al
terminar con un gesto muy leve con la cabeza, se negó a las propinas y regresó a nuestra
mesa.
-¿Conocés los versos? -Me preguntó al sentarse.
-No, en realidad no. ¿Los escribiste vos?
- Ja! Ojalá! Son de Iñíguez. ¿Sabés quién es?
-No -respondí firme.
-¿No lo conocés? ¿No sos profesor de literatura? Es un poeta local, es muy famoso.
La moza se acercó para tomar el pedido del postre. Los mellizos sacaron el tema de mi
auto y como hago siempre, enumeré las razones para venderlo -es como un juego en el que
yo digo que quiero venderlo y ellos tratan de disuadirme porque están en edad de usarlo-
Tal vez habían hecho alguna apuesta con los demás sobre mi previsibilidad, porque la
conversación se sentía un poco traída de los pelos. Por un momento pensé en cambiar el
relato para hacerlos perder, pero no lo hice.
Cuando nos trajeron la crema catalana, Tadeo lanzó
-Este debería ser el postre emblemático de nuestro bar.
Enseguida los mellizos me abordaron con una propuesta: podríamos montar un bar en el
agua si vendieras el auto y compráramos una embarcación.

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-No tiene que ser tan enorme como Hermes -acotó Mirco.
- Este año termino la escuela de cocina y soy chef. Puedo hacerme cargo de la cocina.
Mirco trabajaría conmigo -agregó Tadeo sin dejarme intervenir.
-Un restaurant a la deriva. Me gusta la idea -dijo Ruth.
Boris estaba muy concentrado en el postre y lanzó al aire la pregunta
-¿Qué lo hace tan rico, es el anís? -Cuando pescó que todos estábamos en otro tema
agregó casi sin pausa- Ah, están con lo del bar ambulante, tiene que llamarse “Cocina
Eolo” o al revés “Eolo cocina”.
Recién al otro día en la playa, pude ver que Boris y Marina se habían tatuado las mismas
alas de Hermes que tengo yo. Boris en el talón izquierdo, su madre en el derecho. Me
descalcé allí mismo para que Marina me viera, pero ella no se fijó en mí.

Volvimos al Delta y Boris nos invitó a todos a comer un asado vegetariano en su casa.
Yo llevé dos buenos vinos y frutillas lavadas. Esperaba encontrarme una casita húmeda de
madera, un palafito desvencijado del estilo pintoresco de Caminito; en cambio me recibió
una casa de ladrillos pintada color terracota, en medio de la densidad de la arboleda, con el
living completamente vidriado, y dos patios internos iguales al resto de la selva donde
estaba inmersa. La iluminación era muy buena sobre todo porque no se veían los artefactos
de luz. Todo estaba empotrado en las paredes. En la cocina tenía más electrodomésticos de
los que conozco. En un cuartito pequeño había un grupo electrógeno por si se cortaba la
luz. Pensé que con ese aparato podría darle electricidad a todo un pueblo.

En la cubierta Tadeo me alcanzaba las herramientas mientras yo intentaba hacer el


cambio de rulemanes tal como mi amigo Coco, el mecánico, me había indicado. Me negaba
rotundamente a seguir los consejos de mi hijo: tenés que buscar un tutorial.
Mirco y Boris se acercaron en una barcaza llena de cajas con luces. Subieron a Hermes
pero dejaron el cargamento en el bote.
-Al final vamos a armar el bar acá -dijo Mirco a manera de saludo cuando pisaba el
último escalón- ¿Vos no le adelantaste nada? -Agregó dirigiéndose a Tadeo.
- Mirá hijo, esta es mi casa y yo no voy a vivir entre cajas de Campari y platos de papas
fritas. Olvidate Tadeo porque eso no va a pasar.

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-Primero, no soy Tadeo y segundo, queremos hacerlo acá. Nos gusta más.
- Mirco, Se olvidan.
- Mamá nos dio permiso. -soltó Tadeo.
- ¿Permiso para qué? ¿Qué tiene que ver Rita? -dijo Ángel. Su tono de voz era bajo pero
su rostro había tomado un color rojizo que daba cuenta de su irritación. Se hizo un silencio
largo.
-No se divorciaron todavía -lanzó Mirco.
Ángel se quedó callado y como única respuesta se rascaba una mano con la otra -otra
vez esta estúpida urticaria; pensé que había quedado en el pasado.
- Y no vendés el auto -agregó Tadeo para alivianar la tensión en el aire.
Mientras tanto, Boris bajó a la barcaza y apareció con las cajas de luces. Las ubicó en el
suelo y volvió a buscar más. Cuando terminó de subirlas a Hermes se dirigió a Ángel sin
reparar en su enojo.
-Yo te dejo mi casa, te va a gustar vivir ahí. Es una prueba por tres meses nada más.
Ángel resopló furioso y encaró hacia la cocina. Al pasar hizo tronar de una patada las
cajas de luces que aguardaban en el suelo.
-Ni Eolo ni un carajo. -Gritó y desapareció en el vientre de Hermes.
Una caja de cartón flotó en la superficie del agua. Boris buscó una escoba para barrer los
vidrios.

Fatiga no parecía tan a gusto en tierra firme como en el agua, en realidad los dos
añorábamos el balanceo del río, pero al menos estábamos juntos.
Sin embargo, ese jueves recién llegados a casa de Boris, fue la primera vez que dormí
hasta el mediodía con Fatiga a los pies de mi cama. Al despertar me sentí estimulado.
Retomé la novela y más tarde salí a dar una caminata.
La noche siguiente también tuve un sueño muy profundo. El sol ya estaba alto pero no
me desperté solo, sino con unos ruidos que venían de la cocina, parecía que alguien
preparaba el café. No me preocupé, sabía que Boris conservaba la llave y tal vez habría ido
a buscar algo. Me levanté, eran las once de la mañana. Al asomarme a la cocina vi una
mujer preparando el desayuno, casi tan linda como Tatiana pero sin el embarazo. Se
sorprendió al verme y enseguida se disculpó, era la otra hermana de Boris: Ágata.

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Desayunamos juntos y el día completo se esfumó en conversaciones, un par de veces
amagamos con ir a la goleta a ver a Boris y los mellizos pero en realidad ninguno de los dos
deseaba otra cosa más que estar allí. Me fascinó el momento en que Ágata, mientras me
veía merodear la manera de invitarla a quedarse todo el día y la noche conmigo me largó
-Te digo, para tu gobierno, que tengo todo el fin de semana disponible.
Al anochecer cociné la parrillada vegetariana que había hecho antes Boris. Comimos y
tomamos vino tinto, ella estaba levemente risueña y creo que fue idea suya, darnos un baño
juntos después de la bacanal Nunca antes había estado en un jacuzzi.
Ella de desnudó y sin pudor fue al dormitorio de su hermano y sacó de la cómoda dos
batas de toalla blanca esponjosas, que no usamos, porque al salir de esa pequeña pileta de
masajes nos trenzamos en un abrazo empapado y nos lanzamos a la cama para darnos tres
orgasmos gemidores, dos de ella, uno mío. O al revés.
Amanecimos abrazados, otra vez me desperté con un ruido extraño, dejé a Ágata
dormida y salí de la habitación. Fatiga, que había sido desplazado por la hermana de Boris,
masticaba incansable la punta del mueble de la cocina. Cuando me vio se subió de un salto
a la mesa del comedor. Agarré el repasador para darle un golpe de trapo pero se escabulló a
los saltos por el living. Tuve que dejar la puerta abierta para que saliera al parque cuando
quisiera. Mientras tanto pensé quién podría reparar el desastre. Tal vez debería llamar a un
carpintero…o no, tal vez yo también me ponga en cuatro patas y termine de masticar lo que
Fatiga empezó.

Fin.

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