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GENERO.

Francisco Fernández Romero

¿Qué es?

El término "género" está íntimamente relacionado con la sexua-


lidad humana. Si bien es básicamente psico-social, no puede ne-
garse que el aspecto biológico, aunque sea de forma indirecta
está presente.

El género "…es ante todo una construcción social sobre las acti-
tudes, prácticas y valores que diferencian al hombre de la mujer.
Como construcción social, se encuentra permanentemente en
cambio, además, no es universal." (1)

En realidad el género es una categoría compleja y constituida


por diferentes elementos:

a) Asignación de género, que se establece al nacer la persona a


partir de la rotulación que hacen médicos y familiares basán-
dose en las características morfológicas del individuo, gene-
ralmente los órganos sexuales.

b) Identidad de género, que es la autopercepción y el senti-


miento íntimo y subjetivo de pertenecer a alguno de los gé-
neros. "Soy niña" o "soy niño". Se establece en los primeros
años de vida y una vez formado es inalterable.

c) Rol de género, es el conjunto de ideas, preceptos, normas y


expectativas acerca de los comportamientos sociales apro-
piados para las personas con un sexo específico. Es decir, lo
que una persona puede y debe hacer por el hecho de haber
nacido mujer o varón. (2)

Aunque es posible distinguir estos elementos, en nuestra vida


cotidiana están íntimamente relacionados, al grado que, en pa-
labras de John Money: "la identidad de género es la experiencia
privada del rol de género, y el rol de género es la expresión pú-
blica de la identidad de género". (3)

Como puede verse, lo biológico está presente principalmente


durante la asignación de género, y lo psicológico es parte impor-
tante de la identidad, sin embargo es importante repetir que el
género es fundamentalmente una construcción social, es decir,
se trata de algo que aprendemos y hacemos propio durante los
procesos de socialización y educación.

Un ejemplo ayudará a clarificarlo: un ser humano nace. El mé-


dico que lo recibe determina que se trata de una mujer, y esto lo
hace basándose en los órganos sexuales externos de esta per-
sona. Si tiene vulva y no pene, entonces es una mujer, este sería
su género de asignación.

Pero aquí no acaba la historia. Desde los primeros días de esta


persona, sus padres, su familia en general, la tratan de una forma
especial: como mujer y no como hombre. La ropa que le com-
pran, los colores, su nombre y muchísimos pequeños detalles
tienen esta característica. A partir de todos estos datos, esta per-
sona descubrirá un hecho importante antes de los tres años de
edad: "soy niña, no soy niño". Esto no es resultado de un análisis
racional, es algo mucho más primitivo: un sentimiento o percep-
ción básica de lo que es. Seguramente no puede explicarlo, sen-
cillamente lo sabe. Esto será su identidad de género.

Esta persona aprenderá que socialmente no basta con saberse


mujer, también es necesario parecerlo. Irá aprendiendo que
debe comportarse de determinada forma, vestir, comunicarse y
hasta pensar y sentir según ciertos parámetros que la sociedad
considera femeninos. El seguir este papel es premiado, el trans-
gredirlo se sanciona. Este papel es su rol de género.

Género y educación.

Como educadores, muy poco puede hacerse respecto al género


de asignación que recibió alguien, tampoco con su identidad de
género que -como ya se dijo- una vez formada en los primeros
años de vida, no puede alterarse. Por el contrario, hay mucho
que hacer respecto a los roles. Y es necesario.

Socialmente, existe una idea de lo que "debe" y "no debe" ser y


hacer una mujer o un hombre, y el individuo, desde que nace, va
asimilándolo a través de lo que aprende en la familia, la escuela,
los medios de información, el grupo de amigos, etc.; no solo lo
que directamente le dicen al respecto, sino también de lo que
vive y vé cotidianamente a partir de las actitudes de los demás.

Lo que sería importante preguntarnos, especialmente si preten-


demos ser educadores, es si estamos de acuerdo con esas con-
cepciones sociales, y más que estar de acuerdo, analizar si estas
ideas favorecen o limitan el desarrollo de seres humanos plenos
y felices.

En este proceso no es difícil caer en estereotipos, que no son


otra cosa que simplificaciones limitadoras y en ocasiones pre-
juicios y mitos acerca de lo que "es" o "debe ser" un hombre o
una mujer. Pareciera ser que hay características que es necesa-
rio tener y otras, en cambio, deben sernos ajenas pues corres-
ponden al otro género.

¿En realidad existen características exclusivas de un género?

La fuerza, la competitividad, la racionalidad, ¿son exclusivas del


varón? Y la ternura, la sensibilidad, la delicadeza, ¿son exclusi-
vas de la mujer?

En realidad, todas estas y cualquier otra son características HU-


MANAS, características que potencialmente están en todos los
seres humanos por el hecho de serlo. Cuando -por cualquier me-
dio- se obliga a asumir unas y a evitar otras, el resultado es, sen-
cillamente, mutilar una parte importante de lo que la persona
es, coartar su libertad, limitar su crecimiento.

Esta educación no pretende que mujeres y hombres seamos


iguales. De hecho, no lo somos, y no solo entre géneros: cada
persona tiene sus propias características. Si bien es mucho más
lo que tenemos en común, no puede ignorarse que existen dife-
rencias (los hombres, por ejemplo, no pueden embarazarse o
amamantar). Sin embargo, no se trata de lograr total igualdad,
sino EQUIDAD, es decir, al reconocernos como personas -cada
una única e irrepetible-, tener los mismos derechos, las mismas
libertades -con su consiguiente responsabilidad- y las mismas
oportunidades de crecimiento y desarrollo.

Masculinidad.

Puede decirse que el varón tiene una posición hegemónica en


esta sociedad. Tiene el poder, y por lo tanto, libertad de hacer lo
que decida. Tiene todas las ventajas. Si bien esta afirmación es
cierta en muchos aspectos, también es simplista. Si tienen todas
las de ganar, entonces, ¿por qué sufren los hombres?

En su investigación "Percepciones y opiniones sobre la masculi-


nidad", Alvarez-Gayou (4) encuentra que las razones por las que
los varones sufren tienen mucho que ver con los estereotipos
sociales respecto de la masculinidad asumidos por la persona.
Es decir: el actual sistema de géneros, la dominación masculina,
atenta y daña el desarrollo pleno de la mujer… pero también el
del hombre, lastima y limita a la mujer… pero también al hom-
bre. Y es que para ambos géneros, este sistema impone dos mo-
delos únicos y rígidos: uno para ser mujer, otro para ser hombre.
En los dos casos, están "…obligados a desarrollar o simular unos
aspectos de su personalidad y a mutilar u ocultar otros". (5)

Socialmente, ser hombre es parecerlo. Al estudiar cómo las dife-


rentes culturas conciben la masculinidad, el antropólogo David
Gilmore se percató de que en casi todas -incluyendo la nuestra-
la consideran un reto, un premio que debe conquistarse con es-
fuerzo a través de pruebas y ritos. Esta lucha debe ser constante,
porque así como este "premio" se consigue a través de un gran
esfuerzo, puede perderse muy fácilmente, y cuando se pierde, es
para siempre.

No es extraño que los hombres construyan su masculinidad ha-


cia afuera. Ser hombre es hacer, lograr, mostrar, ocultar, pero
siempre pensando en lo que pueda verse, en la imagen que los
otros puedan captar. Un varón, para serlo, debe demostrar que
lo es, su masculinidad debe probarse, y no solo una vez, sino
cada momento de su vida. Y esta exigencia no es sencilla: "Tratar
de cumplir con el ideal que representa el `ser hombre´ es gene-
ralmente una experiencia dolorosa" (6) y también agotadora,
desgastante.

La construcción de la masculinidad no solo es hacia fuera, sino


también en sentido negativo, es decir, se sustenta mucho más en
lo que no debe ser, en lo que debe evitar a toda costa que en lo
que puede ser. Así, ser hombre se vuelve un esfuerzo constante
por NO parecer femenino, por No parecer homosexual, más que
dirigirse a un proyecto personal.

Esta constante demostración y evitación, se enfoca, sobre todo,


a algunos aspectos específicos que caracterizan lo que social-
mente se considera ser hombre:

-Tener autoridad, control y poder, sobre aquellos que considera


"débiles", especial- mente sobre la mujer. Esta necesidad de con-
trol se traduce no pocas veces en violencia.

-Constante competencia con otros hombres como forma de con-


frontación de la masculinidad.
-La actividad sexual como forma de probar su masculinidad.
Esta prueba es sobre todo cuantitativa: "poseer" más mujeres,
aguantar más, tener un pene más grande, evitando al mismo
tiempo, la intimidad e involucrarse afectivamente. Sexualidad,
afecto y reproducción se viven como cosas separadas, las dos úl-
timas como "femeninas".

-Restricción emocional, sobre todo de aquellos sentimientos


que se consideren "femeninos": ternura, delicadeza, compasión,
tristeza, miedo. Mostrar estos sentimientos a una mujer, supone
debilidad, perder ante ella. Mostrarlos a un varón supone homo-
sexualidad. En muchas ocasiones hay una conversión de estos
sentimientos en enojo.

-Necesidad de éxito y logros laborales y económicos. En muchas


ocasiones la autoestima está sustentada en esto. Hay una rela-
ción directa entre el trabajo compulsivo y esta característica. A
esto hay que agregar la exigencia social de ser proveedor, y en
ocasiones, único responsable del mantenimiento económico de
la familia.

-Probar la "hombría" a través de la violencia y de conductas de


riesgo. Resolver conflictos a golpes, fumar, beber en exceso, ma-
nejar a alta velocidad se considera "masculino". No es extraño
que la mortalidad por accidentes y violencia sea mayor en hom-
bres que en mujeres (7), y la expectativa de vida mayor en ellas
que en ellos. Aunado a esto, a los hombres les es difícil solicitar
ayuda, acuden mucho menos al médico, y cuando lo hacen suele
ser a Urgencias.

Femineidad.

Al igual que en el caso del varón, el rol femenino se crea a partir


de la obligación de desarrollar ciertas características y reprimir
otras. Las consecuencias del sistema patriarcal en el que vivimos
son muy claras al tratarse de la mujer.

Quizá la característica más representativa de este rol sea lo que


Marcela Lagarde llama el "ser-para-los-otros": "los haceres, el
sentido y el fin de la existencia, están en la vida de otras/os, en
el vínculo con otras/os, en lo que se hace para ellas/os" (8) Pa-
reciera que muchas mujeres siempre pertenecieran a otros y
nunca a sí mismas. Pasan de ser la hija de alguien a ser la esposa
de alguien, y luego la madre de alguien, como si no tuvieran
identidad propia. Esto tiene que ver, por supuesto, con la idea
de que las mujeres son propiedad de los hombres.
Otra característica de este rol es la pasividad, en contraposición
con la actividad masculina. La mujer espera, recibe, aguanta,
permite, acepta, asume, es tomada, es vendida, es mostrada, es
admirada… pero no hace. Así, al ser propiedad de otros y al ser
pasiva, pareciera más un objeto que un sujeto, algo en lugar de
alguien, cosa en vez de persona; en todo caso, una persona me-
nos persona, un ser de segunda.

Es claro que a partir de lo anterior, a la mujer le corresponde


vivir siempre dependiendo del varón. Si requiere de otro para
ser, cuánto más lo necesitará para vivir y lograr cosas. Le han
dicho -y quizá lo cree- que sin él no podrá. "No vayan a ir solas
al cine" dice una madre a su hija de 20 años y a su grupo de seis
amigas. Aunque son seis, están solas… porque no las acompaña
un hombre.

Aunque en realidad puede decirse que socialmente si le corres-


ponde hacer algo: ser esposa y madre. Según este rol, solo a tra-
vés de la maternidad se justifica y existe. No casarse es una
afrenta, no ser madre, un fracaso. No es extraño conocer muje-
res que se han olvidado de sí mismas para ser "buenas" madres.

Sin embargo, esta no es la única posibilidad. Socialmente se


tiene la idea de que existen dos opciones en este camino: ser ma-
dre, esposa y pura (la "buena"), o ser la "fácil", la loca, la prosti-
tuta (la "mala"). El ejercicio de la sexualidad es determinante en
estos casos: la mujer "buena" es asexual, no toma la iniciativa,
espera al varón y lo complace más por obligación que por placer;
la "mala", en cambio, es sexual, vive y disfruta de este aspecto de
su vida, es deseada pero no será elegida compañera. Por desgra-
cia esta no es una concepción exclusiva de los varones, muchas
mujeres la han creído y asumido como parte de su vida.

Junto a esto hay imposiciones serias: una mujer no debe ser em-
prendedora, ni competitiva, ni audaz, ni "demasiado" inteli-
gente. Por el contrario, debe ser callada, sumisa, delicada, suave
y bella. Su lugar es la casa y su ocupación, la educación de los
hijos. Si bien es cierto que actualmente son muchas las mujeres
que trabajan y aportan a la manutención de la casa tanto como
el hombre, también es cierto que esto sigue considerándose una
actividad opcional e incluso menos importante. Ella "ayuda" a
mantener la casa, pero no es su responsabilidad.
Conclusión

No es difícil cuestionar y ser crítico ante estas concepciones. Sa-


bemos que cualquiera de ellas limita y lesiona al ser humano,
que antes que ser mujer o varón es persona, con todos los dere-
chos y deberes, con toda la dignidad que esto implica. Sabemos,
que son solo estereotipos, que eso no es ser mujer ni ser hom-
bre. Sabemos, como ya se dijo, que hay características humanas
(algunas nos hacen crecer y otras nos disminuyen), y que ambos
géneros son susceptibles de poseerlas, de adquirirlas o de
desecharlas.

Sin embargo, lo que es necesario pensar acerca de estos estereo-


tipos es si los estamos viviendo cotidianamente, si -a pesar de
nuestras críticas- los reflejamos, los mantenemos e incluso, los
transmitimos a los demás.

¿Es posible cambiar esta situación? Creemos que sí, y que es la


educación la herramienta básica para conseguirlo. Pero esto re-
quiere una educación que rompa sus propios esquemas creado
desde hace años.

Una educación en que los derechos y deberes de los niños y las


niñas, de las y los jóvenes, sean equitativos y respetados.

Una educación que enseñe que existen características que nos


ayudan a ser mejores y otras que nos limitan como seres huma-
nos, y que no llevan el adjetivo de masculinas y femeninas.

Una educación que no niegue las diferencias que existen entre


mujeres y hombres, pero tampoco las que existen entre cada
persona.

Una educación que descubra en esta diferencia la posibilidad de


complementarse.

Una educación que se dé cuenta de que en este esfuerzo gana-


mos juntos o perdemos todos, porque finalmente unos podrán
dominar a otros, pero aun haciéndolo serían seres incompletos,
carentes de una dimensión importante y enriquecedora para su
plenitud.

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