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 Guillermo Lahera


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 6 min read

La salud mental: un asunto ni biológico


ni social sino todo lo contrario

En el futuro habrá más proyectos interdisciplinares que hilvanen el sustrato biológico,


psicológico y social de la enfermedad mental.Bundit Binsuk / EyeEm (Getty
Images/EyeEm)

Es frecuente que, cuando un área de conocimiento es especialmente compleja, sea


dominada por el tribalismo ideológico. Se forman grupos muy cohesionados, con alta
fidelidad y entusiasmo de sus miembros, líderes carismáticos y una posición
autocomplaciente con las ideas propias y beligerante con las ajenas. Nos resulta muy
familiar, ¿verdad? Dado que la división Ellos / Nosotros afecta directamente a los
mecanismos de la empatía, este comportamiento tribal tiene implicaciones morales y
favorece la máxima bilardista de “al enemigo, ni agua” (esto lo explica de maravilla Pablo
Malo en su libro Los Peligros de la Moralidad). Pues bien, el estudio de la salud mental,
por lo menos a lo largo del siglo XX y con coletazos hasta la actualidad, ha sido un claro
ejemplo de ello.
Desde la irrupción y hegemonía del psicoanálisis, el auge del conductismo, el movimiento
pendular hacia el biologicismo, hasta la aparición de la antipsiquiatría y otros
movimientos alternativos, ha sido costumbre contemplar el complejo campo del enfermar
psíquico con orejeras y reverberando argumentos, no vaya a ser que el otro tenga parte
de razón. Hemos asistido a luchas fratricidas entre discípulos de Freud, descalificaciones
mutuas entre conductistas (esos “investigadores de ratones, no personas”) y
psicodinámicos (“fraudulentos, anticientíficos”), y reñidas competiciones para ver qué
psicoterapia funciona y cuál no para cada diagnóstico, pese a compartir, obviamente,
bastantes factores comunes. Pero la pugna tribal por antonomasia, aún cansinamente
presente en Twitter y algunos foros, es la de los denominados “biologicistas” frente a
aquellos que defienden que la enfermedad mental es de naturaleza puramente social.

El biologicismo o determinismo biológico propugna que todos los fenómenos psicológicos


y psicopatológicos son debidos a diferencias heredadas innatas. Es una idea peregrina
que generó fascinación en los años 80, a la luz cegadora de las nuevas pruebas de
neuroimagen (con colorines en el cerebro que parecían mostrar dónde residía el núcleo
de la enfermedad) y los avances en el conocimiento del genoma humano (esa piedra
Rosetta que podría descifrar nuestros complicados jeroglíficos mentales). Hoy en día, no
es defendido seriamente por nadie, porque es una teoría muy simple, reduccionista y
refutada ampliamente por los datos. Lo que sí ha perdurado, curiosamente, es el término,
“biologicista”, generalmente utilizado para descalificar a cualquiera que incluya los
aspectos biológicos en la ecuación explicativa del comportamiento humano. Un profesor
muestra en una conferencia datos que avalan que el riesgo de tener esquizofrenia
aumenta a medida que uno tiene más antecedentes familiares (1% en población general,
2-4% con un familiar de segundo grado, 10 % con un hermano, etc) y ya se oye el runrún
en la sala: ¡biologicista! Igualmente, ocurre si menciona la eficacia de la medicación o
expresa el anhelo de encontrar algún día biomarcadores que nos ayuden a individualizar
el tratamiento. La tribu biologicista fue descalificada hace décadas y está de capa caída,
pero lo que está claro es que la tribu anti-biologicista la echa mucho de menos.

La realidad es que todo esto es un disparate, porque hay consenso académico en


considerar la interacción gen-ambiente como el elemento básico para entender el
desarrollo de psicopatología. Sabemos que los trastornos mentales graves tienen una
alta heredabilidad y una naturaleza poligénica, pero que esta predisposición interacciona
de manera dinámica y compleja con muchos factores ambientales, decisivos para que
alguien desarrolle o no el cuadro clínico. En la esquizofrenia, por ejemplo, la
concordancia entre gemelos iguales (monocigóticos) es del 45%, bajando al 12% en
dicigóticos; los estudios de asociación que analizan el genoma completo señalan más de
100 genes y variaciones en el número de copias relacionadas con el trastorno. Pero ello
se traduce en progresión o no al cuadro clínico según la interacción con factores de
riesgo comprobados: las complicaciones en el embarazo y parto, los eventos adversos
y/o traumáticos en la infancia, el funcionamiento familiar agresivo, el consumo de drogas
—especialmente cannabis, ojo—, vivir en megaurbes, el bajo estatus socioeconómico o
pertenecer a minorías étnicas segregadas. No es, por tanto, una dicotomía gen-ambiente,
es una interacción dinámica. La genética modula la sensibilidad o la probabilidad de
exposición al factor de riesgo, de la misma forma que el factor ambiental produce
cambios epigenéticos objetivables. A veces, un factor de riesgo (el trauma infantil)
modera la respuesta a otro factor (el estrés en la vida adulta), y a veces coexisten la
agregación genética (comprobada en los estudios familiares) y de factores de riesgo (la
tormenta perfecta, por ejemplo, de persona inmigrante traumatizada, marginada
socialmente, consumidora de cannabis). Los estudios epidemiológicos que tratan de
desentrañar estas interacciones son muy difíciles y caros de realizar, porque puede haber
una latencia de varias décadas entre el factor de riesgo y la enfermedad.

El grupo del doctor Celso Arango, del Hospital Gregorio Marañón, ha analizado la
interacción gen-ambiente en varios trastornos. En un estudio reciente ha abordado el
papel de la soledad y el aislamiento social en el desarrollo de esquizofrenia y sus bases
genéticas compartidas. Es un ejemplo de cómo desde la genética se acaban abordando
conceptos sociológicos y, en último término, subjetivos (hay una soledad no deseada y
otra voluntaria, hay una vivencia de exclusión y otra de indiferencia, bajo condiciones
objetivas similares). La genética nos permite interaccionar con el ambiente y esta
interacción es subjetiva y a veces inaprensible con medidas objetivas, teniendo que
entrar en juego disciplinas que aborden el mundo interior de las personas. En el futuro
habrá más proyectos interdisciplinares que hilvanen el sustrato biológico, psicológico y
social de la enfermedad mental. Las guerras tribales darán paso a la aportación
constructiva de cada disciplina y cada mirada. Necesitamos con urgencia genetistas con
conocimientos en sociología, psicoterapeutas con conocimientos en fisiología,
matemáticos que comprendan las sutilezas que la literatura encierra. Y superada la
dicotomía biología-ambiente, será inevitable superar la de ciencias y letras en la
formación de nuestros adolescentes. Martha Nussbaum o Edgar Morin ya han señalado
el papel crítico de las humanidades en nuestro desarrollo científico (y ciudadano). Pero la
disolución final de dicotomías estériles se producirá cuando comprendamos el significado
de la contradicción complementaria, que está presente en Heráclito, Montaigne, Pascal,
Spinoza, la dialéctica Hegeliana, Marx o Bohr. Lo malo de esto es que nos obliga a
desconfiar de nuestra tribu, de nuestro gurú, de nuestro confort autoindulgente, nos
obliga a relativizar el odio -o sea, el miedo- que nos despierta el Otro.

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