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¿Quién es el enfermo y de qué padece?

Subjetividad en tiempos de malestar social

Nancy Caro Hollander


TOPIA - Revista de Psicoanálisis, sociedad y cultura. Articulo publicado en Agosto / 2017

Nancy Caro Hollander es una psicoanalista e historiadora residente en Los Ángeles, California. Es
miembro del Centro Psicoanalítico de California y presidente electa de la sección de “Psicoanálisis
para la responsabilidad social” de la Asociación Norteamericana de Psicología. Es profesora de
historia de la Universidad de California. Ha publicado artículos sobre diversos temas como el
capitalismo patriarcal y las mujeres en América Latina, la historia del psicoanálisis en la Argentina y
la vida y obra de Marie Langer. Milita en diferentes organizaciones comunitarias de EEUU. Entre
1969 y 1974 vivió en Buenos Aires y recorrió el resto de Latinoamérica. Escribió un libro donde
relata los procesos sociales y políticos y su relación con el psicoanálisis en la Argentina y
Latinoamérica durante las décadas del 60’ y el 70’: El amor en los tiempos del odio. Psicología de
la liberación en América Latina (2000).

Este texto fue enviado especialmente para nuestra revista. Aquí analiza cómo se manifiesta la
forma neoliberal del capitalismo en la subjetividad de paciente y analista, a partir de dos casos
clínicos. Para poder avanzar en la tarea clínica muestra cómo es necesario trabajar con la propia
contratransferencia.

El hombre, ya sea miembro de un sindicato o un psicoanalista es, por naturaleza, un animal


ideológico Althusser, 1996

Aún lo llamamos “el sueño americano” porque tienes que estar dormido para creer en él
George Carlin, 2005

Vivimos en tiempos dolorosos. Conocemos bien los síntomas: terrorismo, sequías, guerras,
inundaciones, casquetes polares que se derriten, elevación del nivel de los océanos, crisis
económicas, amenazas de bomba, epidemias, brutalidad policial. Y convivimos con múltiples
pérdidas -especies, democracia, casas, privacidad, seguridad laboral, pensiones, infraestructura,
optimismo, educación universitaria y un futuro saludable para nuestros hijos y nietos-. La
tecnología informática produjo un colapso temporal y espacial de modo que ahora, a través de
los medios de comunicación, padecemos la experiencia de atravesar y experimentar una crisis
tras otra como si ocurriera justo aquí y ahora, no importa cuál sea el lugar del mundo donde
acontezca.

Nuestra continua dieta de violencia ha creado una cultura traumatogénica que en cualquier
momento podría hacer estallar nuestros esfuerzos por mantener lo que Winnicott ha denominado
como un sentido de continuidad del seguir siendo.

Buena parte del tiempo que nosotros mismos perdemos, se destina a preocupaciones personales
privadas, que en apariencia estarían divorciadas de la inestabilidad social que nos rodea.
Considero que esta apelación a desestimar el nexo existente entre las fuerzas sociales y la vida
personal, no sólo implica la amenaza de ser abrumados psíquicamente, sino también, la ética del
individualismo que está en el corazón de nuestro ambiente social. ¿Cómo podría estar jugando
en el encuentro psicoanalítico ese divorcio cultural entre lo personal y lo político? ¿Reflexionamos
en conjunto con nuestros pacientes acerca del impacto de nuestra desordenada realidad social

1Estetexto se expuso en una conferencia dictada en el Foro de Psicoanálisis y Género de la


Asociación de Psicólogos de Buenos Aires el 29 de junio. Traducción del inglés: Irene Meler.
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sobre nuestro psiquismo? En caso afirmativo, ¿cómo lo hacemos? Si no lo hacemos, ¿cuál es el
motivo?

¿Cuáles son las implicaciones de nuestras respuestas a estas cuestiones? ¿Podemos escapar de
tomar posición respecto de las cuestiones éticas que emergen en estos tiempos de malestar
social, aún en el encuadre clínico? La poetisa polaca Wislawa Szymorska, en su obra “Hijos de la
época” captó la centralidad de lo social en la psique:

Lo quieras o no,
tus genes tienen un pasado político,
tu piel una tonalidad política
y tus ojos un color político.
Cuanto dices produce una resonancia,
cuanto callas suena también
significativamente político.
(Forché, 1993, p. 457).

Mi propósito es mostrar en este ensayo, el modo en el cual la afirmación de Szymorska desafía la


tendencia existente tanto en la teoría como en la práctica psicoanalítica, a separar lo social de lo
individual, lo público de lo privado, lo clínico de lo político. Desde mi perspectiva, el malestar
social compartido de modo colectivo en la sociedad actual, permea el marco psicoanalítico, ya
sea que optemos o no por reconocerlo. Infortunadamente, las teorías psicoanalíticas
prevalecientes, comprenden los motivos y las potencialidades del cambio terapéutico a través de
un foco exclusivamente ubicado en la familia, sus significaciones afectivas y sus dinámicas
defensivas, consideradas como la etiología del conflicto psíquico (Ogden, 2004; Bass, 2007; Peltz
y Goldberg, 2013; Ferro 2006; Barrangers, 2008; Eizirik, 2009; Stern, 2013). Esta perspectiva
ideológica implica un doble problema, ya que en primer término, deniega su índole ideológica, y
en segunda instancia, niega que funciona de modo tal, que inhibe la conciencia crítica de los
pacientes y su lucha para interpretar los significados y deseos prohibidos escondidos en sus
síntomas, para poder desarrollar un discurso acerca de su propio deseo. Esas teorías ignoran
ampliamente dimensiones significativas relacionadas con las especificidades históricas y socio-
políticas en cuyo contexto evoluciona la familia y a través de las cuales se constituyen, tanto el
sujeto como las relaciones intersubjetivas. Su mirada restrictiva pierde de vista el contexto amplio
caracterizado por las ideologías e instituciones hegemónicas que fraguan el encuadre y permean
el proceso psicoanalítico. Esta proclividad teórica dentro de la profesión, ¿podría constreñir la
relación analítica y la experiencia clínica al dominio privado del discurso familiar y funcionar como
refugio, un continente que mantuviera escindida la dimensión social de la subjetividad, con el
propósito de proteger tanto al analista como al paciente de las ansiedades provocadas por un
mundo amenazador?

Al igual de lo que ocurre en otras situaciones abrumadoras, la negación o la desmentida pueden


proveer una barricada psíquica, pero en el caso de nuestras prácticas clínicas, una barricada que
nos defendería a expensas de limitar de modo paradójico la capacidad del proceso analítico para
crear sujetos más reflexivos y críticos.

En un esfuerzo por mostrar que el psicoanálisis ocupa el límite poroso entre el sujeto y el mundo,
un principio que considero ignoramos a nuestro propio riesgo y el de los pacientes, deseo
enfocarme en un aspecto del tratamiento que considero constituye un componente ubicuo del
marco teórico: a saber, que el individuo evoluciona en relación con estructuras colectivas
simbólicas de autoridad y poder que son internalizadas como aspectos de la identidad personal,
que deben ser reconocidos y a los que se debe prestar atención en el encuentro clínico.
Respecto de esto, considero que el psicoanálisis tiene mucho que enseñarnos sobre el conflicto
psíquico y el modo en que afecta la dinámica social, pero simultáneamente, estoy convencida de
que el psicoanálisis tiene mucho que aprender de otras disciplinas y discursos relacionados,
acerca del modo en que las fuerzas sociales construyen las fantasías inconscientes, los afectos y
las defensas. El fracaso en reconocer y comprender esas complejas convergencias obstruye
nuestra capacidad para funcionar como un recurso para que nuestros pacientes elaboren deseos
y libertades contrahegemónicos y corre el riesgo de operar -en términos de Foucault- como una
profesión psi que ha transformado el modelo familiar en el leitmotiv de “una interioridad
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psicológica normativa cuyo efecto (ha sido) la producción disciplinaria de subjetividad” (Binkley,
2011, p. 90) que representa y reproduce a la hegemonía. Por muchas razones la función psi
puede ser problematizada de modo creciente en la cultura actual debido a que la función de la
familia como el aspecto nuclear de la disciplina ha sido profundamente conmovida por fuerzas
corrosivas asociadas con la globalización postmoderna y la creciente velocidad del cambio que
se produce cuando tiempo y espacio colapsan en la realidad, tanto actual como virtual.

Considero que podemos expandir los horizontes del tratamiento psicológico en


nuestro trabajo clínico cuando buscamos localizar dónde y cómo los patrones
neoliberales de responsabilidad, privatización, marketing y negación del otro se
manifiestan

A través de proveer una contextualización social para dos viñetas clínicas que presentaré, deseo
analizar el fenómeno contemporáneo del neoliberalismo, al que considero como un constructo
fundacional del actual malestar psicológico al que asistimos en nuestras prácticas. Con este
propósito, extenderé el relato relacional sobre el desarrollo psicológico temprano y sus
vicisitudes, elaborado por el psicoanálisis en el contexto de la familia, hacia su locación y
dinámicas que transcurren en el contexto social más amplio. Deseo ampliar la feliz expresión de
Winnicott, cuando dijo: “No hay tal cosa como un bebé” (Winnicott, 1960, p. 587) para
argumentar que no hay tal cosa como un cuidador/bebé o un analista/paciente. Esto significa que
no existe ninguna experiencia intersubjetiva, ya sea mutual o complementaria (Benjamin, 1990)
que exista por fuera de nuestra inserción en una historia de fuerzas sociales hegemónicas e
ideologías vigentes. Propongo una formulación socio psicoanalítica que dé cuenta de la
complejidad dialéctica de la formación del sujeto y de laposición subjetiva, en la cual el individuo
está sumergido en experiencias que no son internas ni externas, sino que se caracterizan por una
fluidez que está bien representada por la cinta de Moebius (Frosh y Baraitser, 2008).

Alan Grey escribió: “Un psicoanálisis liberado de la cultura se adapta de modo ideal a pacientes
que se consideran liberados de la cultura, tratados por analistas que coinciden en considerarse
libres de la cultura.2 Pero tales criaturas son inexistentes, porque no pueden existir en esos
términos” (Grey, 2001).

¿Qué significa estar integrado en la cultura y comprender que la cultura está integrada en
nosotros? Mi pensamiento inicial sobre esta cuestión se desarrolló durante algunas experiencias
vividas en Argentina, siendo una joven historiadora de Latinoamérica, cuando en el contexto de
mi exposición personal e investigación acerca de los efectos psíquicos traumáticos padecidos
por individuos y familias que vivían bajo regímenes políticos opresivos, hice contacto con un
grupo de argentinos, chilenos y uruguayos políticamente radicales dedicados a la lucha por los
derechos humanos y la justicia social. Ellos desarrollaron e implementaron una comprensión
teórica acerca de la interfase entre las fuerzas sociopolíticas y las dinámicas inconscientes, en el
contexto de las situaciones sociales extremas que acontecieron durante las dictaduras que en
esa época dominaban el Cono Sur, y las guerras civiles y movimientos revolucionarios que se
produjeron en América Central durante las décadas de los ’70 y ’80. Esos colegas ofrecieron sus
habilidades clínicas a diversos sectores sociales y grupos étnicos, recurriendo a una variedad de
encuadres no tradicionales. Su política antiautoritaria y su identificación con movimientos
políticos progresistas, con frecuencia implicó poner sus propias vidas en riesgo. Este fue un
psicoanálisis de trinchera, construido en torno a la elaboración sobre la represión psicológica y la
opresión social, y se transformó en un modelo para mí (Hollander, 2010).

Las relaciones hegemónicas de clase y de etnia se habían ido jugando en la


“etnotransferencia” compartida con mi paciente: ambas somos blancas y de clase
media, y habíamos establecido una alianza no reconocida y no expresada

2Culture-free

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En los años que siguieron, realicé mi propio entrenamiento psicoanalítico, y mientras desarrollaba
mi práctica clínica mantuve el interés por construir un psicoanálisis implicado con lo social, que
buscara dilucidar los significados de vivir negociando con un tercero traumatogénico (Gerson,
2009). Me siento agradecida por mi colaboración con mis colegas latinoamericanos, cuya
perspicacia psicosocial continuaría madurando a lo largo de varias décadas, mientras teorizaban
sobre los significados psicológicos de las crecientes polarizaciones políticas que se produjeron
en sus países, las crisis económicas y las nuevas formas de trauma social que se transmitían de
una generación a la otra. En mis primeros esfuerzos por elaborar mi propio enfoque teórico
acerca de los sentidos psicológicos de esos fenómenos históricos y otros eventos traumáticos
similares que se produjeron en los Estados Unidos (ver Hollander, 1992), apliqué la teoría
kleiniana y el psicoanálisis relacional de las relaciones objetales para la comprensión de los
fenómenos sociales. A lo largo de ese camino fui incorporando algunos aspectos de otras
orientaciones psicoanalíticas y elaboré de modo sistemático marcos conceptuales que tomaran
en cuanta la constitución del sujeto al interior de un contexto cultural preexistente. Desarrollé una
perspectiva analítica que dacuenta del modo en que el Otro social resulta internalizado a través
de procesos identificatorios que conectan a los individuos que pertenecen a un determinado
orden social, de modo que enfatizan sus similitudes, y por ende los lazos narcisísticos que
establecen entre sí a través de ansiedades compartidas, fantasías, impulsos y defensas. Esos
estados defensivos, organizados en torno a mitos y recuerdos grupales, pueden ser movilizados
como respuesta a manipulaciones políticas en lo que Vamik Volkan denomina “traumas elegidos”
y “glorias elegidas”. Asimismo, esos procesos identificatorios implican la instalación al interior del
inconsciente individual y grupal, de particulares relaciones jerárquicas de poder y de los
discursos hegemónicos que las racionalizan y refuerzan (Weinberg, 2007, Dalal, 2001). El
individuo se ubica a sí mismo/a en una posición subjetiva específica que le proporciona una
identidad integrada y la asignación de un lugar en el orden social, basada en la intersección de
atributos asociados con la clase, la etnicidad, el género y la sexualidad (Brennan, 1993, Fink,
1995). En términos lacanianos, cada sujeto nace al interior de un Orden Simbólico donde se
inscribe su identidad con fuerza ideológica e institucional.

La subjetivación, el proceso que crea un sujeto, es un término que captura la paradoja de ese
impacto. Al tiempo que habilita a los individuos para crear una autoimagen coherente, que
recubre el estado originario de descentramiento que caracteriza a la vida psíquica temprana
(Elliot, 2002), también crea sujetos que se identifican de modo acrítico con el orden social
represivo, con las relaciones asimétricas de poder que lo constriñen, así como con las ideologías
que los racionalizan (Althusser, 1984; Guralnik y Simeon, 2010). En términos de Althusser, somos
“interpelados” o llamados a ocupar nuestro lugar en el orden social, reproduciendo la hegemonía,
no sólo en el orden de las ideas, sino afectivamente, a través de las conductas concretas de la
vida cotidiana (1971; Hollander, 2010, p. 12).

Es importante desafiar el sacrosanto principio de neutralidad psicoanalítica, para


reconocer que siempre estamos posicionados en relación con los valores y con la
ética de nuestra matriz social, aún en el encuadre clínico
El concepto althusseriano de interpelación, e igualmente el de la agencia movilizada para
resistirse a la misma, resulta destacado por la noción gramsciana de hegemonía. Gramsci mostró
el modo en que, aquellos que ocupan posiciones de poder en el orden social, que él denominó
como “el bloque histórico”, obtienen su autoridad, primariamente, a través de medios
consensuales, no coercitivos. Ejercen control sobre los recursos materiales y las estructuras
institucionales del Estado y la sociedad civil, el que es facilitado por sus “intelectuales orgánicos”
cuyo diseño del aparato ideológico permea y es reproducido a través de la familia, la iglesia, los
medios de comunicación, el sistema educativo, los partidos políticos y los “expertos”, que tienen
las claves y promulgan las reglas para alcanzar los ideales sociales (Gramsci, 1971). La
hegemonía nunca es absoluta, aunque el diseño elaborado por el bloque acerca de los símbolos
sociales dominantes en la cultura es poderoso, porque ha sido construido como universal y
abstracto, y experimentado, entonces, por la mayor parte de los individuos, como el sentido
común de todo el orden social (Boggs, 1984), que resulta internalizado y modela sus
identificaciones, operen o no en su real interés. Judith Butler lo expresa de este modo: “... el

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poder que aparece inicialmente como externo, impuesto sobre el sujeto, imponiéndole la
subordinación, asume la forma psíquica que constituye la autoidentidad subjetiva” (Butler, 1997).
La hegemonía opera, no sólo en el reino de las ideas, sino también en las manifestaciones
corporales y psíquicas de identificaciones basadas en una membrecía interseccional en
categorías de clase, etnia, género y sexualidad. Hacemos efectivas esas identificaciones de
modo reiterado, a través de los gestos más íntimos -cómo comemos, caminamos, hablamos,
reímos y gritamos, el modo no verbal y afectivo en que expresamos nuestras conexiones,
identificaciones y desidentificaciones. Esas conductas, que el sociólogo Pierre Bourdieu ha
denominado “hábitus” (Bourdieu, 1984), iluminan el modo en que reproducimos
inconscientemente las interpretaciones simbólicas de las relaciones jerárquicas de poder, que son
experimentadas de un modo tan normativo, que permanecen ampliamente inconscientes. La
teoría postcolonial ha mostrado el modo en que la posición de cada sujeto en términos de
jerarquía social, agrega una capa adicional sobre la alienación inherente a la formación subjetiva.
Como observa Kelly Oliver, las estructuras relacionales de opresión, racismo y colonialismo,
constituyen un fenómeno social que emerge de los sujetos (blancos y masculinos) privilegiados,
“que intentan definir su autonomía y su acceso privilegiado al sentido, contra otros a quienes
consideran inferiores” (Oliver, 2004, p. 25).

Los grupos oprimidos son absorbidos dentro de un universo de sentido que ellos no han
elaborado, donde son definidos por el discurso hegemónico como seres humanos inferiores y
abyectos, incapaces de agencia. La posición social resulta identificada y traducida a través de la
escisión binaria socialmente construida sobre los atributos humanos, que divide entre algunos
rasgos altamente apreciados que se asocian con grupos cuyo status, poder y riqueza son
elevados, y rasgos que son denigrados porque representan a los sujetos vulnerables y privados
de poder, que incluyen a las mujeres y a otros clasados y racializados. Esas escisiones
socioculturales internalizadas, afectan nuestras más íntimas experiencias sobre nuestro ser y
sobre las relaciones interpersonales.

Ya sea que lo denominemos como Orden Simbólico, el Otro, ideología, hegemonía, interpelación,
hábitus o el tercero traumatogénico, el contexto social es internalizado y da cuenta de diferentes
versiones, dependientes de la ubicación social, de la alteridad en el núcleo del sujeto. Deseo
exponer el modo en que pienso que esas perspectivas que teorizan la convergencia de fuerzas
sociales, ideología y subjetividad, nos ayudan a comprender el sufrimiento existente en nuestros
tiempos de malestar social, que se relaciona con las amenazas múltiples a las que me he referido
al comienzo de este ensayo. Podemos considerar a esas amenazas como manifestaciones de
una realidad latente que consiste en la concentración globalizada de los recursos, riqueza y
poder, en manos de las elites financieras, corporativas, políticas y militares, que ponen a los
pueblos del planeta en situaciones de vulnerabilidad intensificada, tanto al interior del imperio
como en las regiones neo coloniales del mundo. Las múltiples amenazas antes enumeradas,
desde la desestructuración económica hasta las políticas autoritarias, desde el fundamentalismo
terrorista hasta las armas de destrucción masiva o hasta el desastre ecológico, nos hacen
susceptibles al “miedo líquido”, tal como lo ha denominado el sociólogo Zygmunt Bauman
(Bauman, 2007), un término que captura el modo en que nuestros terrores se desplazan
continuamente desde una amenaza potencial hacia la siguiente. Tal como argumenta Bauman, en
nuestro planeta negativamente globalizado, con un mosaico de diásporas religiosas y étnicas, ya
no podemos hablar de “adentro” o “afuera”, o del “centro” o la “periferia”, ya que todos los
límites, geográficos, culturales, políticos y demográficos, se funden virtualmente ante nuestros
ojos. Desde mi perspectiva, el desarraigo actual, causado por las crisis económicas y políticas
internacionales, y afectado de modo creciente por el cambio climático, (Klein, 2016) transforma al
migrante o al refugiado en el significante primario de los extremos estados de ansiedad
experimentados por los ciudadanos a través del mundo en respuesta a la poco confiable e
imprevisible existencia, propia de la vida en el Siglo XXI.

El encuadre psicoanalítico constituye el contexto adecuado donde, en adición a las


dinámicas edípicas infantiles, podemos elaborar el modo en que lo social afecta las
experiencias intrapsíquicas e intersubjetivas
Considero que los “miedos líquidos” descritos por Bauman se comprenden mejor si se los
considera como el producto inevitable de la imposición universal del capitalismo neoliberal, que
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ha creado el contexto social hegemónico que construye nuestro psiquismo contemporáneo y
nuestra experiencia psicológica, lo que incluye nuestras respuestas al terror con el que
convivimos diariamente. El neoliberalismo, en tanto teoría, ideología y política, es un complejo
sistema global caracterizado por una inconsistencia y plasticidad que dependen del momento
histórico y de la situación geográfica en los que ha avanzado. Sus raíces intelectuales datan de la
década del ’30 y de la revisión realizada por la Escuela de Friburgo del modelo estatista del
fascismo, y nuevamente, décadas más tarde por los economistas de la Escuela de Chicago que
se opusieron de modo terminante al Keynesianismo y sus principios redistributivos (Foucault,
2004, p. 172; Palley, 2005). Estos abogados filosóficos de la economía de mercado, han servido
de modo paradójico, para proveer la justificación ideológica de políticas estatales cuyo activismo
extremo quedó sepultado bajo un discurso de “gobierno pequeño”-o Estado pequeño- y
privatización de las fuerzas del mercado, consideradas como el principio rector de la vida
económica, política y personal (Binkley, 2016, p. 94; Brown, 2015, pp. 151-173). El
desencadenante inmediato para la implementación de la gobernanza neoliberal se produjo a
comienzos de los años ’70 como una crítica al Estado de Bienestar, que surgió en respuesta a la
Gran Depresión como una estrategia para salvar al capitalismo de su tendencia inherente a
generar desigualdad. Durante el período posterior a la guerra, durante los años ’50 y ’60, las
políticas redistributivas del Estado de Bienestar supusieron que la riqueza producida por el capital
y el trabajo, beneficiaría tanto a los capitalistas como a los trabajadores. Sin embargo, en los
años ’70 la torta económica comenzó a achicarse y el neo liberalismo se desarrolló como una
estrategia de concentración de riqueza y poder en las manos de las elites financieras. Ese
propósito requirió de la privación de derechos económicos y políticos a la gente trabajadora, a
través de ataques perpetrados contra las leyes laborales, los sindicatos, los programas de
bienestar social tales como Medicare, Medicaid, y la legislación protectora del medio ambiente
(Harvey, 2005; Hollander, 2010).

En América Latina, el neo liberalismo patrocinado por los Estados Unidos, debió ser impuesto a
través de Estados terroristas que reprimieron con violencia las ideas y los movimientos sociales
políticamente progresistas (Hollander, 1997).

Este fue un fenómeno continental. En Chile, la dictadura de Pinochet, aliada con el economista
Milton Friedman y sus “Chicago Boys”, permanece como un símbolo del matrimonio entre la
gobernanza autoritaria y las políticas de austeridad.

En los Estados Unidos, el neoliberalismo obtuvo consenso por parte de la población porque sus
principales sostenedores estuvieron de acuerdo con nuestros valores tradicionales: el
individualismo, la propiedad privada y la competencia. El término resulta sin embargo confuso,
porque no representa realmente el restablecimiento del liberalismo clásico. Esa teoría construyó
principios de laissez-faire y abolió la intervención gubernamental en materia económica,
entendiendo que esa sería la mejor estrategia de crecimiento económico nacional, debido a que
la competencia fue considerada como una característica primaria de la especie humana. El
discurso liberal reconoció también que las condiciones de desigualdad y explotación generadas
por la competencia debían ser encaradas en el terreno de la política, a través de luchas para
actualizar los principios de inclusión social, y los ideales de igualdad, libertad y soberanía popular
(Brown, 2015, p. 44-45; Thorsen y Lie, n. d.). En contraste, el neoliberalismo considera que la
competencia económica es necesaria, pero no es natural, por lo que se requiere, de modo
reiterado, la intervención gubernamental con el fin de construir y reproducir las condiciones de
competición. El Neoliberalismo extiende las condiciones del mercado a todas las esferas de la
existencia y configura a los seres humanos, siempre y en todas partes, como “Homo
œconomicus” (Brown, 2015, p. 21), que tienen escasa necesidad e interés por la polis, es decir,
en el compromiso político que enfrenta de modo colectivo cuestiones compartidas de justicia
social. El neoliberalismo reduce las funciones del Estado, esencialmente, a la generación de
crecimiento económico, que es entendido en el sentido de que garantiza la capacidad de los
ciudadanos para prosperar y protegerse a sí mismos frente a los riesgos. De allí provienen las
políticas de austeridad, que implican la mercantilización y tercerización de todos los proyectos
sociales, el desmantelamiento de las instituciones públicas y de los espacios políticos, y el
traspaso de la responsabilidad, desde el Estado a los ciudadanos privados, que deben hacerse
cargo de su supervivencia en una atmósfera de desempleo permanente y condiciones recesivas.
Esta postura requiere que el Estado organice el ejército, la defensa, la policía y las estructuras

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legales que garantizan los derechos de propiedad, y cuando se requiera, utilizar la fuerza para
asegurar el adecuado funcionamiento de los mercados (Harvey, 2005).

Aún cuando creo en el valor de abrir el encuadre para considerar el impacto


psíquico de lo social, debo superar una ansiedad momentánea que me invade por el
temor de estar violando alguna regla psicoanalítica y ser, entonces, visitada por la
policía psicoanalítica

La paradoja que se plantea en la raíz del neoliberalismo, consiste en que el apoyo ideológico a un
Estado reducido que evita asumir funciones regulatorias, esconde sus reales conductas, que
garantizan el acceso libre de los intereses financieros y corporativos que prosperan a través de la
construcción de un poder económico concentrado.

La politóloga Wendy Brown considera que esas políticas producen estructuras económicas
caracterizadas por “la socialización del riesgo, acompañada por la privatización de la ganancia” y
una práctica que reposa sobre los principios de “demasiado grande para fracasar” y “demasiado
pequeño para ser protegido” (Brown, 2015, p. 72). Mientras el Estado delega sus
responsabilidades, los valores políticos de de igualdad y libertad se reconceptualizan,
entendiéndolos como una responsabilidad individual de los ciudadanos, alcanzable a través de
su éxito en el ámbito económico. El Estado deja de asumir el rol de garante de una distribución
responsable de niveles aceptables de salud y bienestar accesibles a toda la población. Esos
derechos han sido privatizados: se ha pasado de promover una mejor educación pública a una
educación financiada de modo privado, de la seguridad social al ahorro individual y el empleo de
por vida, de infraestructuras públicas al pago de tasas por el acceso a su utilización, de la
provisión de servicios de salud para la edad avanzada, al aseguramiento privado. Este cambio
desde lo público a lo privado, del financiamiento de los requerimientos de la vida cotidiana,
exacerba la desigualdad y profundiza las ansiedades relacionadas con la supervivencia.

La responsabilización neoliberal se torna ideológicamente neutral cuando se refiere al género.


Pero la relocalización en la esfera privada de las actividades destinadas al bien común, penaliza a
las mujeres (Marcal, 2016). De acuerdo con un estudio encargado por las Naciones Unidas, la
privatización neoliberal del cuidado de los muy jóvenes y de los muy mayores, los enfermos y los
discapacitados, al apoyarse en la red invisible de contención provista por el trabajo no pago de
las mujeres, que es desconocido y desvalorizado (Elson, 2015), continúa creando desventajas
para la mitad de la población, en un contexto económico hobbesiano.

Una visión distópica plantea como alternativa que, o las mujeres continúan proveyendo las tareas
domésticas no remuneradas o mal pagas, que constituyen el pegamento no reconocido de un
mundo que de otro modo no se podría sostener, o resultan absorbidas en la economía y en la
cultura neoliberal, de modo que ellas también adopten el rol de “homo œconomicus”, y en ese
caso, tal como lo expresa Wendy Brown, “el mundo devendría inhabitable” (Brown, p.104).

El punto de vista prevaleciente, que considera al ser humano como “homo œconomicus” en lugar
de percibirlo como “homo políticus”, ha reemplazado a otras perspectivas acerca de lo que
significa ser humano, considerándolo, por ejemplo, esencialmente político, religioso, ético, social
o moral. Los valores neoliberales han permeado el psiquismo de las personas porque encarnan
un análisis social cuyos principios prescriptivos extienden los valores del mercado a todas las
instituciones, las prácticas sociales y la psicología individual. Los principios de
responsabilización, privatización y marketización, que caracterizan al orden neoliberal, forman a
los sujetos para que adopten una postura de competitividad y oportunismo (Binkley, 2016, p. 92;
Harvey, 2005). En este énfasis sobre el “hombre económico” existe una asunción implícita acerca
de que la proclividad humana natural consiste en actuar sobre la base del interés personal, el
egoísmo y la gratificación narcisista, por sobre la generosidad, el deseo de compartir, la empatía y
el compromiso con el bienestar colectivo. La inversión en sí mismo y en los demás, mensurable
en una planilla que registra ganancias y pérdidas, deviene en la meta cuya evaluación permite
definir lo que se considera una vida exitosa. En términos psicológicos, el sujeto es concebido
como una empresa cuyo éxito individual se obtiene mediante un compromiso con los objetivos
empresariales, mientras que los demás son experimentados, más como recursos a ser utilizados,
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que como otros en los que la investidura psicológica proporciona seguridad emocional y
satisfacción recíproca.

Foucault consideró que el énfasis neoliberal en los valores del privatismo es responsable del
achicamiento de los lazos comunitarios y de la responsabilidad comunitaria. Esta política e
ideología requiere que los ciudadanos desarrollen una identidad basada en la ética empresarial y
una autonomía moral reflejada en la capacidad de “responsabilidad personal” y “auto cuidado”,
(Lemke, 2005). La hegemonía ideológica neoliberal caracteriza al ciudadano modélico como
alguien que acepta la responsabilidad individual por su destino, un ciudadano que no percibe el
mundo social en términos de relaciones diferenciales de poder, reificadas en estructuras sociales,
políticas y económicas que benefician a las clases privilegiadas y evisceran los derechos de la
mayoría.

Los impedimentos sistémicos para obtener oportunidades, logros, éxito, seguridad y bienestar, se
tornan invisibles en el discurso neoliberal que reinterpreta el significado de la libertad y
democracia en términos individualistas. Este cambio de enfoque se refleja en las profesiones psi,
así como en el público lego. Lo que en una época fue apreciado como interioridad psicológica y
exploración terapéutica de las propias raíces históricas o metas y deseos en conflicto, tiende hoy
a ser reemplazado por un foco en los impedimentos externos para la realización de la agencia al
servicio del éxito, un punto de vista enfocado en el futuro más que en el pasado, y una
preferencia por las medidas preventivas en lugar de las restaurativas (Binkley, 2016, p. 94).

Mientras que el individualismo y el darwinismo social son endémicos al capitalismo, su lugar


prominente en el discurso neoliberal resulta especialmente problemático dadas las
transformaciones económicas que han aumentado de modo significativo la brecha de poder y
privilegios existente entre las elites financieras y políticas, y los millones de gente trabajadora que
habita en las áreas urbanas y rurales devastadas por la exportación de capitales y recursos, que
dejó un saldo de desempleo masivo, semanas laborales de al menos 60 o 70 horas, remuneradas
con un salario más bajo que el mínimo, la pérdida de hogares, de planes de retiro y de cuidados
de salud, Estados en bancarrota, comunidades asoladas, un enorme endeudamiento de familias
y estudiantes universitarios y la erosión de las posibilidades de los ciudadanos de proveer un
mejor futuro para sus hijos. El excepcionalismo americano está bajo sitio en un país cuyas
estructuras económicas son de modo creciente, inequitativas, sus instituciones políticas están
corruptas, y los asaltos a las libertades civiles y a los derechos humanos tornan el único
Superpoder del mundo similar a los países del Tercer Mundo. Para ilustrar esta perspectiva
bastará saber que en la democracia americana los 20 individuos más ricos -aquellos que fueron
infamados por el movimiento social Occupy Wall Street, donde se los identificó como el 1 por
ciento -pero ellos en realidad representan la cúspide del 10 por ciento-, poseen una riqueza
mayor que la mitad más pobre de la población combinada, que asciende a 152 millones de
personas, (IPS- dc.org, 2015). El economista francés Thomas Piketty demostró en su best seller
El Capitalismo del Siglo XXI (Piketty, 2014), que la porción de la riqueza nacional que pertenece al
14 por ciento de las capas medias de la población ha declinado desde el 30 por ciento hasta
representar el 20 por ciento en la última década, con consecuencias psicológicas que podemos
observar en nuestras prácticas clínicas.

La fragmentación y el aislamiento respecto de los sólidos lazos comunitarios y los vínculos


interpersonales se van intensificando a medida que los individuos buscan una posición al interior
de las estructuras económicas y sociales que se desintegran. Tal como ha escrito Anthony Elliot
“Hay pocas maneras, si es que existe alguna, de recuperar la tendencia hacia el logro de
ocupaciones estables” (Elliot, 2009, p. 6).3 En 1997, Pierre Bourdieu comenzó a referirse a la
“precariedad” como una de las características fundacionales de la sociedad neoliberal. En la
actualidad, la precariedad se ha transformado en un concepto ubicuo, utilizado por los
sociólogos para referirse a la incertidumbre económica, y a la angustia existencial producida por
la disolución de los empleos estables, los lazos sociales, las identidades ocupacionales, las
protecciones sociales y una conciencia colectiva de autovaloración generada por el orgullo del
trabajo bien realizado. Existen debates acerca de si la existencia de clases precarias constituye

3Juego de palabras intraducible: “few if any ‘beds’ for reembedding look solid enough to auger
the stability of long occupation”
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un fenómeno social novedoso, o si se trata de una característica tradicional de la vida de las
clases trabajadoras, que hoy se ve exacerbada por la disminución de las oportunidades, salarios
y niveles de vida, provocada por un ejército globalizado de desempleados que está en expansión,
y que constituye un factor generalizado de presión hacia el desclasamiento de los trabajadores,
en todas partes (Seymour, 2012; Standing, 2013). A esto se agrega el deterioro de la calidad de
vida a medida que los empleadores reclaman una disponibilidad de los trabajadores durante las
24 horas del día a través de la conectividad electrónica, mientras la vida familiar cae presa de la
incapacidad parental para controlar y predecir los tiempos y estilos de las demandas patronales.

El encuadre psicoanalítico nos proporciona algo que lamentablemente se está


perdiendo en la cultura actual: un espacio para pensar y reflexionar de modo crítico
acerca de sí mismo y el otro en una relación que promueve la autenticidad y el
reconocimiento
La precariedad tiene un impacto desorganizador sobre el sujeto, sin precedentes en esta cultura
neoliberal globalizada. El nuevo campo de los Estudios sobre Identidades (O estudios
identitarios), ha producido una literatura que se enfoca sobre el impacto psicológico que genera
la existencia en un mercado laboral neoliberal: contratos laborales de corto plazo, incesantes
reducciones de personal y carreras múltiples que demandan una fuerza laboral dotada de
capacidades flexibles, gran plasticidad e incesante reinvención (Elliot, 2009, pp. 46-48). Los
sociólogos se refieren a una tendencia que denominan DIYs4(identidades auto construidas o
“hágalo usted mismo”), que puede resultar liberadora con respecto del clásico modelo de la
fabricación fordista para las elites, o para algunos individuos dotados de capital o de
extraordinarias ambiciones emprendedoras. Pero para la mayor parte de la gente, DIYs funciona
como una fuente de ansiedad e inseguridad constante acerca de su prescindibilidad personal.

Estas condiciones sociales desesperantes, resultan difíciles de procesar psicológicamente, en


función del énfasis neoliberal sobre la autonomía, la auto confianza y la competitividad. La
negación de toda clase de conexiones, constituye lo que Lynne Layton denomina inconsciente
normativo. Tal como observa Layton, se promueve un carácter narcisista, basado en la
denigración de las necesidades de apego y la sobrevalorización de las capacidades de agencia,
lo que requiere que aquellos que ocupan posiciones privilegiadas en diversas jerarquías sociales,
depositen su dependencia y necesidad sobre los menos poderosos (Layton, 2004). La vergüenza,
una emoción esencial asociada con la incapacidad de encarnar el ideal cultural de autonomía y
autosuficiencia, constituye una aliada afectiva de la hegemonía. El fracaso es experimentado
como una prueba de inadecuación personal, en lugar de ser percibido como una catástrofe
social. La vergüenza genera con frecuencia accesos de furia vengativa que se expresan de modo
caótico. Aquellos sujetos que devienen más profundamente abyectos al interior, y por causa, de
la jerarquía neoliberal basada en la clase social, con frecuencia recurren a estados mentales
omnipotentes, como recursos para defenderse contra la fragilidad y la inestabilidad. Un ejemplo
dramático se encuentra en el caso de Robert Lewis Dear, un varón blanco que el 27 de noviembre
de 2015 mató a tres personas e hirió a otras nueve dentro de una clínica de Colorado dedicada a
la planificación parental. Era un vagabundo que vivía en una casa rodante sin agua corriente ni
electricidad, y tuvo un ardiente exabrupto en la Corte, donde manifestó ser “un guerrero defensor
de los niños”, lo que fue interpretado como un signo de trastorno mental que lo descalificó para
ser juzgado. Sin embargo, su declaración constituye una brutal ilustración de un fenómeno social:
cuando el privilegio de los hombres blancos es puesto en riesgo en varones cuya capacidad para
controlar sus vidas se ha deteriorado, muchos de ellos buscan compensación en una identidad
masculina violenta cuya agencia se expresa mediante una disociación perversa: la agresión de
Dear fue desplazada sobre las mujeres en lugar de agredir al sistema que ha atacado su
integridad. Su vulnerabilidad y desamparo son desmentidos y proyectados sobre el feto al que,
armado con un revólver, pretende salvar exitosamente de la aniquilación. Irónicamente, esta
acción individual desesperada de un solo hombre, resultó más visible para la gente que las
cuarenta y siete nuevas restricciones establecidas a través de todo el país contra los derechos
reproductivos de las mujeres, por legislaturas estatales dominadas por la perspectiva
androcéntrica.

4Do-it-yourself identities
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He destacado anteriormente que la teoría postcolonial ha elucidado las vulnerabilidades
asociadas con la posición subjetiva abyecta de los grupos que están en la parte más baja de la
jerarquía social. La “alterización” (u “otrificación”) genérica se produce a través de prácticas
institucionales y actitudes discriminatorias, de modo que los negros, latinos e inmigrantes
musulmanes en general, son también utilizados por los discursos ideológicos neoliberales para
canalizar la agresión experimentada por varones blancos que se desclasan y que se sienten
amenazados por la misma inseguridad ontológica que caracteriza a la gente de color, tanto en
este país como en todo el mundo.

Mientras tanto, las ambiciones de los poderosos, de sostener y expandir su influencia y control
sobre los recursos sociales, resultan facilitadas y justificadas por una gama de operaciones
psíquicas que incluyen la omnipotencia, la denegación de la reciprocidad interpersonal y la
desestimación de la realidad, incluyendo la desmentida de su impacto negativo sobre los seres
humanos y los ecosistemas. La subjetividad neoliberal de los poderosos produce una cultura de
la impunidad cuya clave consiste en un oportunismo egocéntrico y en el (ab)uso del poder para el
logro de ganancias financieras y empresariales. Este “bloque dirigente” para usar la expresión de
Gramsci, y la hegemonía que representa, es el modelo con el cual muchos ciudadanos se
identifican, en detrimento de su capacidad para organizarse e involucrarse en luchas
contrahegemónicas en pro de la responsabilidad social y de la solidaridad comunitaria. La
fragmentación social nos expone, a cada uno de nosotros, a una búsqueda solitaria de
soluciones individuales para afrontar crisis generadas socialmente. Este es un tercero
traumatogénico, que ya no está por fuera de la experiencia normal, sino que por el contrario,
constituye la nueva normalidad. Al desviar nuestra atención de los males sociales que nos
rodean, y condonar el destino aciago de los demás, buscando un escape al interior de los
estrechos confines de las metas personales disociadas de las cuestiones sociales más amplias,
buscamos estrategias defensivas para protegernos de sentimientos de desamparo e impotencia.
El riesgo es que esta negación y desestimación contribuya a crear una población cómplice que
refuerce a través de la inacción las condiciones reales que promovieron inicialmente esas
defensas.

De todos modos, nuestra inserción dentro de los intersticios del poder no transcurre sin tensión ni
resistencia, puesto que los sujetos tienen el potencial de reafirmar su agencia y de resistir a ese
poder.

Foucault denominó como dispositivo al proceso de subjetivación, y con ese término se refirió a
los mecanismos, incluyendo la conducta, el comportamiento y los hábitos mentales, que
constituyen un reflejo internalizado de la hegemonía. Consideró que la subjetivación neoliberal
implica un proceso dialéctico de de-subjetivación de lo que existió previamente (Foucault, 2004),
y como deseo agregar, un proceso de subjetivación del dispositivo de lo que puede advenir más
adelante. Gramsci reconoció que el “bloque dirigente” es capaz de absorber ideologías en
apariencia contradictorias, pero que en determinados momentos históricos, los movimientos
ideológicos opositores emergen, y su articulación con las insatisfacciones inexpresadas por los
sujetos respecto de la hegemonía, pueden cristalizar en una nueva conciencia y promover su
involucramiento en movimientos transformadores. Podemos considerar que tanto Foucault como
Gramsci dan cuenta del potencial existente para desafiar al neoliberalismo. Y eso mismo es lo
que produce el psicoanálisis. Desde diversos puntos de vista, los psicoanalistas elaboran los
componentes de una mente en conflicto, no sólo en su interior, sino también en relación con la
autoridad. En nuestra cultura actual circula una multiplicidad de posiciones hegemónicas y
contra-hegemónicas que afectan a cada individuo, de modo tal que la complacencia resulta
siempre potencialmente desafiada por posiciones críticas respecto del poder social y de los
modos en que resulta internalizado como fundamento de la identidad individual. La desconexión
con respecto a la hegemonía representa nuevas posibilidades que resultan liberadoras, pero que
también se experimentan como potencialmente amenazantes. Como psicoanalistas, nuestro
trabajo clínico es el espacio donde se despliega nuestra creencia optimista en que nuestros
pacientes puedan, potencialmente, modificar las disconformidades intrapsíquicas e
interpersonales, que obturan sus capacidades para devenir como sujetos éticos. En efecto, el
crecimiento psicológico puede ser logrado si nuestros pacientes, y nosotros mismos, somos
capaces de tolerar el conocimiento, propio de la posición depresiva, acerca de las fuentes, tanto
externas como internas, de nuestra destructividad. Este proceso incluye nuestra capacidad para
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hacer el duelo por nuestras pérdidas, enfrentar la incertidumbre, tolerar la ambigüedad, la
paradoja y la vulnerabilidad, de modos que estimulen el desarrollo de resistencia, aunque no uso
esta expresión en el sentido que le atribuimos habitualmente en psicoanálisis. Tanto en la
situación clínica como en el ámbito social, podemos plantearnos el desafío de dejar de emplear la
represión o la disociación para defendernos de aquello que amenaza nuestra identidad
intrapsíquica familiar y nuestras conexiones intersubjetivas, defensas que nos encierran en la
compulsión a repetir. En lugar de eso, podemos aspirar a ampliar nuestra capacidad de
comprensión, y entender las amenazas a nuestro bienestar de modos que habiliten la creación de
nuevas posibilidades. Esta clase de resistencia, puede potenciar una autoestima intensificada y
ayudarnos a establecer vinculaciones positivas que nos provean de un sentimiento de agencia, y
en consecuencia, de esperanza.

¿Cómo se manifiesta en la privacidad del encuadre psicoanalítico el malestar socialmente


producido, su replicación y la resistencia potencial contra el mismo? Sugiero que podemos
reconocer y elaborar el modo en que la hegemonía neoliberal se experimenta como rasgos de
carácter, revelado en las conductas cotidianas y en las relaciones emocionales, mediante la
exploración de los modos en que se pone de manifiesto en el proceso analítico y más aún, se
reproduce a través de actuaciones en la relación analítica. A través de esa tarea, podemos
devenir capaces de facilitar un reconocimiento crítico del modo en que cada uno de nosotros ha
internalizado escisiones regresivas que lesionan y obstruyen nuestro desarrollo potencial hacia
una subjetividad más reflexiva. Deseo plantear que es importante desafiar el sacrosanto principio
de neutralidad psicoanalítica, para reconocer que siempre estamos posicionados, de algún
modo, en relación con los valores y con la ética de nuestra matriz social, aún en el encuadre
clínico. Recordemos la advertencia de la poeta polaca Wislava Szymorska acerca de que:

“Cuanto dices produce una resonancia, cuanto callas suena también significativamente político.”

De modo que, ¿qué podemos decir para evitar la colusión normativa inconsciente que
establecemos con nuestros pacientes y que reproduce el carácter narcisista asociado con la
cultura neoliberal?

Presentaré dos viñetas clínicas en las que he seleccionado momentos clave dentro de
tratamientos complejos, que me permiten ilustrar el modo en que las derivaciones de la
hegemonía se manifiestan en el material del paciente y en el encuentro intersubjetivo entre
paciente y analista. Deseo mostrar el modo en que el enfoque que se centra en los conflictos del
paciente, considerándolos como productos de la etiología familiar, puede ser extendido y
ampliado, cuando el lente psicoanalítico se abre para incluir un alerta ante los síntomas de los
trastornos culturalmente producidos. Considero que podemos expandir los horizontes del
tratamiento psicológico en nuestro trabajo clínico cuando buscamos localizar dónde y cómo los
patrones neoliberales de responsabilidad, privatización, marketing y negación del otro se
manifiestan, y alteran la experiencia subjetiva del sí mismo y de los otros. Considero que los
fenómenos sociales que he descrito en este ensayo están velados, pero visibles en una primera
mirada, en el material clínico del paciente. Nuestro conocimiento incrementado acerca de los
componentes traumáticos de nuestro contexto social, puede proveer fructíferas oportunidades
para interrogar a los síntomas y códigos de los padecimientos psicopolíticos. Ese conocimiento
intensifica la posibilidad de que seamos capaces de facilitar un proceso que marche hacia la
desidentificación con la hegemonía y hacia la expresión individual e intersubjetiva de la libertad y
del propio deseo.

Lis era una mujer profesional blanca, de clase media alta, cuya frenética vida le dejaba escasas
oportunidades para estar con su hija pequeña. Sus intentos de ser una super mujer la habían
decepcionado tanto como profesional, como en su condición de madre y, en el momento que
relataré, su obsesión se enfocaba sobre su niñera latina, respecto de la cual sentía resentimiento
debido a la relación estrecha que mantenía con su hijita. Insegura, como toda madre primeriza -
por temor a dañar el necesario cuidado profesional de su hija- había tenido dificultades para dar
indicaciones a su experimentada niñera. Habíamos explorado la transferencia materna de Lis
respecto de su niñera. Ésta se relacionaba con su sentimiento de culpa por haber logrado un
matrimonio feliz y un éxito económico que su frustrada y resentida madre nunca había logrado
alcanzar. Sus temores inconscientes a la retaliación se detectaban a través de su convicción

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acerca de que la niñera intentaba apropiarse de su hija. Con frecuencia, había sido
experimentada en la transferencia como una figura maternal crítica y Lis había provocado, a
menudo, mi resentimiento contratransferencial cuando la experimentaba como frustrante
respecto a mis intenciones y, por lo tanto, de mi capacidad de serle útil. Pero a medida que
elaboramos los conflictos de Lis, ella comenzó a sentirse más cómoda cuando lograba afirmarse
para reclamar su lugar como madre de su hija. Lentamente, desarrolló mayor tolerancia a mis
intervenciones sin sentirse criticada ni, en consecuencia, defensivamente agresiva.

Sin embargo, este logro terapéutico había encubierto una dimensión importante del tratamiento,
que se relacionaba de modo directo con la internalización de las relaciones jerárquicas
neoliberales de clase y etnia. Había algo asombrosamente ausente en el enfoque, hasta que un
día lo comprendí, cuando Lis proclamaba orgullosamente que había permitido a su niñera tomar
un tiempo libre para asistir a una clase de inglés, como segunda lengua. Cuando decía que
esperaba ser compensada mediante el cuidado gratuito de la niña durante los fines de semana,
recordé que ella le pagaba a su niñera menos que el salario mínimo y que, además, le reclamaba
jornadas diurnas y nocturnas excesivamente prolongadas. Me sentí conmovida cuando reconocí
que me había dejado distraer por mi tendencia a enfocarme en las problemáticas dinámicas
familiares de Lis, lo que había oscurecido mi percepción sobre el modo en que las relaciones
hegemónicas de clase y de etnia se habían ido jugando en la “etnotransferencia” compartida con
mi paciente: ambas somos blancas y de clase media, y habíamos establecido una alianza no
reconocida y no expresada contra la niñera, latina, inmigrante y de clase trabajadora. Las dos
desarrollamos lo que Leary denomina como “una actuación racial”, denominación con la cual esa
autora se refiere a interacciones que contienen supuestos sociales sobre la raza, especialmente
entre pacientes y terapeutas que comparten condiciones similares (Leary, 2000). A pesar que
tengo décadas de historia profesional, política y personal en América Latina, y afiliaciones con las
poblaciones de inmigrantes latinoamericanos y que, por otra parte, Lis había sido una orgullosa
política progresista durante años, su niñera latina había sido otrificada en el tratamiento. Cada
una de nosotras había proyectado sobre ella sus estados disociados de vulnerabilidad. En mi
caso, comprendo que había estado evitando una dimensión de la relación existente entre Lis y
yo, que expresa las diferencias existentes entre nuestros orígenes de clase: ella creció en el seno
de una familia de clase media alta, mientras que mi propia familia de origen perteneció a una
clase media baja. Una diferencia que se expresó a través de la actitud autorizada con que Lis se
había referido a los tiempos y honorarios de las sesiones, en contraste con mi inhibida reluctancia
a tratar esas cuestiones con ella. Una vez que logré comprender mi propia contribución a esa
actuación conjunta, me resultó posible involucrar a Lis en la exploración de ese problema co-
creado.

Comencé a pensar en el modo en que esa desigualdad entre nosotras había inhibido mi
capacidad para reconocer, más tempranamente, que ambas habíamos deshumanizado a su
cuidadora a través de procesos inconscientes normativos, conectados con nuestras posiciones
subjetivas privilegiadas al interior de la sociedad blanca. ¿Cómo plantear esto a Lis de un modo
no didáctico y sin que ella se sintiera criticada o atacada? Decidí señalar simplemente que no
habíamos hablado demasiado acerca de la vida personal y la experiencia de la niñera, y preguntar
que podría significar esa omisión. Mientras Lis luchaba por comprender esa cuestión, expresó,
por primera vez, sus sentimientos ambivalentes hacia el idioma español: ella deseaba mucho que
su hija creciera como bilingüe, pero se sentía excluida de la intimidad lingüística y cultural que se
establecía entre la niña y la niñera. Relacionó estos sentimientos con lo poco que le pagaba a su
niñera admitiendo, por primera vez, que el bajo salario violaba sus propios valores políticos y
reconociendo que esa situación también le proveía una gratificación enigmática. Esta primera
comprensión de Lis devino en un reconocimiento acerca de que su experiencia de exclusión y los
sentimientos de denigración concomitantes, podían transformarse en su contrario cuando ella
asumía la posición de excluir a su niñera del logro de un salario suficiente, lo que se acompañaba
de la pérdida de los sentimientos de dignidad que produce la percepción de una remuneración
justa por el trabajo realizado. Este material constituyó una transición para nuestra exploración
acerca de la cuestión de los privilegios de clase y etnia que compartíamos y que funcionaron para
aminorar nuestras ansiedades no expresadas, surgidas en respuesta a la desestabilización de la
vida cotidiana en la América neoliberal. Sin esta dimensión del análisis, considero que ese
tratamiento psicoanalítico podría haber reforzado la conformidad con las relaciones sociales
jerárquicas existentes. Más aún, hubiera dejado intacta la escisión neoliberal entre el individuo

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privado y el ciudadano social, una disociación que obstaculiza el desarrollo de empatía y
responsabilidad moral.

Con este contexto social en mente, Lis y yo comenzamos a comprender que ella había estado
evitando hablar acerca de su experiencia como profesional que sufría los efectos del deterioro
económico que amenazaba su posición en la firma donde trabajaba. Comprendimos que ella
había negado el grado de ansiedad que le causaban las políticas restrictivas de la firma. Una vez
que pudimos reconocer que estaba aterrorizada ante la perspectiva de perder su status de clase
media y su estilo de vida, logramos entender que la niñera había funcionado como el repositorio
para los estados mentales emocionales, disociados y denigrados, de inseguridad y
vulnerabilidad, que Lis experimentaba. Pudo defenderse de los ansiosos sentimientos de
impotencia experimentados en su rol de profesional en relación de dependencia, a través de su
experiencia de agencia en su rol de patrona con control absoluto sobre su empleada. En esta
instancia, el encuadre psicoanalítico constituye el contexto adecuado donde, en adición a las
dinámicas edípicas infantiles, podemos elaborar el modo en que lo social afecta las experiencias
intrapsíquicas e intersubjetivas. A través de esta lente, Lis pudo comprender una actuación
inconsciente y tolerar el tomar conocimiento sobre su reproducción, sintónicamente clasada y
etnificada, de lo que Jessica Benjamin denomina un estilo de relación entre hacedor/hecho
(Benjamin, 2004). Esta toma de conciencia permitió que Lis evolucionara hacia una relación de
mutualidad incrementada con su niñera y sus capacidades de agencia se redirigieron de modo
constructivo hacia un compromiso para tomar una clase de español, de modo de poder
compartir lo que hasta el momento había experimentado como una experiencia psico- cultural
exclusiva (y excluyente), de su niña con la niñera. Devino más dispuesta a reconocer los modos
en los que habían bifurcado sus valores políticos progresistas de su interés personal financiero y
reconoció que esa estrategia había servido al fin de contener sus ansiedades socialmente
generadas, al tiempo que le producía sentimientos de culpa de los que debía defenderse. Hoy
lucha para contener y tolerar su ansiedad sobre su inseguridad profesional, sin necesidad de
proyectarla sobre la cuidadora de su niña. Este cambio incluye la lucha para superar su
resistencia, relacionada con su estado de impredictibilidad financiera, para establecer una
remuneración más justa por la tarea de su niñera. Su comprensión sirvió para establecer una
relación más genuinamente colaborativa, aunque aún inequitativa, entre ambas mujeres. Este
movimiento transformador en el tratamiento, fue facilitado mediante la apertura del encuadre a
los modos en que la subjetividad y la posición de los sujetos resultan internalizadas y reforzadas,
de modos normativamente inconscientes, que pueden ser desafiados si ambos participantes del
proceso analítico están motivados para hacerlo.

En mi segunda viñeta clínica, B., un padre afable de tres hijos, blanco, de 43 años, con una
carrera profesional exitosa y de largas décadas de duración en la industria del entretenimiento,
había estado desempleado durante dos años y ninguno de sus numerosos esfuerzos por
encontrar trabajo había abierto alguna posibilidad profesional. Su esposa, más exitosa que él y
que se desempeñaba en el mismo campo de actividad, rehusaba movilizar sus conexiones
profesionales para ayudarlo, aún cuando lo desvalorizaba por no estar empleado. B. aceptaba las
actitudes denigratorias de su esposa de modo pasivo, como si fueran normales, debido a que
había sido criado por una madre dominante y crítica cuya aprobación aún buscaba. Además,
coexistiendo con su aceptación consciente de una familia con dos carreras profesionales, estaba
comprometido de modo inconsciente con la internalización de una identificación de la
masculinidad con la provisión económica. No había respondido de modo favorable a las
intervenciones orientadas a explorar su sometimiento masoquista, tanto respecto de su madre
como de su mujer y el modo en que sus actitudes complacientes se reproducían en la
transferencia, de este modo, B se adhería a los sentimientos familiares de vergüenza por no ser
“un verdadero hombre”. Su conocimiento acerca de la crisis económica que también había
afectado a muchos de sus colegas, no conmovía su convicción acerca de que su condición de
desempleado respondía a algún defecto personal. Intentaba de modo desesperado actualizar su
identidad profesional, enviando solicitudes de empleo para diversas posiciones laborales, donde
presentaba -de modo creativo- distintas combinaciones de sus talentos y habilidades en el estilo
típico de creación identitaria caracterizado como “Hágalo usted mismo”. Subyacía un sentimiento
de vacío y desesperanza, mientras intentaba identificar quién y qué era, tanto en ese momento
como a futuro. Mientras asumía una mayor responsabilidad por el trabajo doméstico y el cuidado
de los niños, se sometía de modo pasivo al rechazo hostil de su mujer para reconocer sus

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importantes contribuciones a la familia, que la habilitaban para trabajar durante largas jornadas y
realizar viajes profesionales durante prolongados períodos de tiempo.

B. revelaba el impacto pernicioso de su identificación con las jerarquías culturales hegemónicas.


Se angustiaba ante la movilidad social descendente, mientras tanto, él como su esposa
consumían sus ahorros de modo compulsivo, al intentar mantener un estilo de vida de clase
media alta. Además, para B. la categoría de “varón”, estaba permeada por las definiciones
hegemónicas que demandan escisiones de los atributos humanos a lo largo de las líneas del
género, - ser un hombre en nuestra cultura neoliberal significa encarnar el ideal de “individuo
libre”, tener agencia, ser asertivo, ejercer control sobre sí mismo y sobre los demás, ocupar una
posición dominante en las relaciones heterosexuales -, mientras que los atributos opuestos de
dependencia, empatía, habilidad relacional y sumisión, están asociados con la feminidad y
resultan desvalorizados. De modo que B. y su esposa, a pesar de su desafío aparente a los roles
convencionales de género, compartían una aversión neoliberal respecto de la interdependencia.
Infortunadamente para esta pareja, la mujer de B. funcionaba sobre la base de lo que Foucault y
Brown han identificado como el homo económicus neoliberal, para el cual la competitividad y el
uso de los otros como objetos para el progreso personal, predominan sobre las capacidades de
empatía y cooperación. De hecho, la mujer de B. en su condición de miembro privilegiado de la
clase media alta, había internalizado una versión de la autonomía que rechazaba su
involucramiento con las relaciones. Aborrecía la compasión y denigraba la vulnerabilidad. B.
interpretaba el rechazo competitivo de su esposa para facilitarle conexiones profesionales, como
normativo, y sus propios deseos de que ella fuera generosa y lo apoyara, como pruebas de su
despreciable debilidad. La autovigilancia de B., que lo presentaba ante sus propios ojos como
“no masculino”, le producía una profunda vergüenza e inhibía su capacidad para percibir la
especificidad histórica y el contexto cultural de su apremio personal. Las versiones de los valores
neoliberales internalizadas por esta pareja, que promueven la responsabilidad individual y la
competencia, lesionaron sus capacidades emocionales constructivas para adaptarse a los
nuevos desafíos económicos.

Este supuesto fue desafiado en una sesión donde B. se quejaba porque su mujer lo había
reprendido por haberse olvidado de comprar papel higiénico el día anterior. Lamentó que ella no
reconociera que, habitualmente, él se ocupaba de la mayor parte del trabajo doméstico y del
cuidado de los niños. Mientras escuchaba, me encontré asociando con “papel higiénico”, como
un significante del sentido compartido por B. y su esposa, de que él no podría limpiar el
mugriento desastre que es su vida. Ese pensamiento fue desplazado por otro que me recordó
súbitamente mi activismo feminista durante los años 70 y el análisis feminista acerca del impacto
psicológico de las tareas domésticas sobre las mujeres, que condujo a la organización de Salario
para el Trabajo Doméstico. Recordé que las compañías de seguros, interesadas en determinar los
pagos correspondientes a los beneficiarios, calcularon cuánto ganarían anualmente las mujeres si
su trabajo doméstico fuera pago. Sus estudios demostraron que las mujeres podrían ganar más
por sus tareas como esposas y madres, que el sueldo promedio de la población masculina
inserta en la fuerza laboral remunerada. Las feministas argumentaron que el trabajo impago de las
mujeres en el sistema capitalista, las tornaban invisibles, a ellas y a su valor económico, con los
consiguientes efectos psicológicos deletéreos, consistentes en una pérdida de poder,
manifestados a través de una baja autoestima, masoquismo y pasividad. Cuando comprendí
dónde había derivado durante la sesión, decidí seguir un impulso espontáneo de relatar a B. esta
cuestión de economía política. Así lo hice, consciente de que aún cuando creo en el valor de abrir
el encuadre para considerar el impacto psíquico de lo social, debo superar una ansiedad
momentánea que me invade por el temor de estar violando alguna regla psicoanalítica y ser,
entonces, visitada por la policía psicoanalítica. En conjunto con B., exploramos las implicaciones
que tenía esta crítica feminista para su situación personal y el modo en que, en el contexto de la
inversión de los roles tradicionales de género que estaba ocurriendo al interior de su familia, él
podría padecer efectos psicológicos similares, asociados con su habitual división del trabajo, que
darían cuenta, al menos en parte, de la intensidad de su autoagresión. En las siguientes sesiones,
B. retornó de modo reiterado a este tema y comencé a notar un cambio en sus sentimientos con
respecto a su esposa. Resentía de modo creciente la actitud crítica de ella y tomaba conciencia
de su deseo de ser reconocido por sus contribuciones al sostenimiento de la familia. Además, la
negativa de su esposa a compartir sus conexiones profesionales, le empezaba a resultar
cuestionable, en lugar de considerarla normal. Este cambio en la actitud de B., puede ser
comprendido como una reacción a una experiencia de ser reconocido de modo empático en la
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relación analítica como una persona valiosa cuyas contribuciones sociales son apreciadas, en
lugar de sentirse como el desechable objeto de su autodenigración y del desprecio de su esposa.
B. pudo utilizarme como una aliada terapéutica en esta mezcla compleja y confusa de
experiencias en la cual las posiciones genéricas tradicionales fueron invertidas. Validé el nexo
entre los sentimientos de devaluación que experimentaba B. y el rol invisible, feminizado y
denigrado que ocupaba en su economía familiar, empleando una comprensión feminista acerca
de la conexión existente entre las posiciones de los sujetos en el mundo social y la autorización o
la clausura de su sentimiento de agencia y autovaloración. Sugiero que B. comprendió algo
importante relativo a las bases culturales de su crisis personal, debido a que sus nociones
socialmente construidas acerca de la masculinidad, ya no son tan ego sintónicas. A lo largo del
tiempo, lentamente extendió su conciencia en evolución a la comprensión de su descenso
profesional y comenzó, al menos en parte, a pensar acerca del mismo, como un síntoma de una
crisis socialmente producida, en lugar de percibirlo sólo como efecto de su fracaso personal.

He intentado destacar el valor de estar alertas respecto de los orígenes sociales del sufrimiento
psíquico y de confrontar la tendencia existente al interior del psicoanálisis a separar lo individual
de lo social y lo privado de lo público, que oblitera lo que observó Stephen Frosh como los ejes
sociales que están incorporados en la organización del deseo (Frosh, 1987). El psicoanálisis está
particularmente bien situado para realizar una contribución significativa a los discursos críticos
acerca del impacto destructivo de la hegemonía neoliberal sobre las personas de todo el mundo.
El dolor privado que observamos en la situación clínica, puede servir como testimonio de las
intromisiones de un orden social crecientemente traumático. Además, el encuadre psicoanalítico
nos proporciona algo que lamentablemente se está perdiendo en la cultura actual: un espacio
para pensar y reflexionar de modo crítico acerca de sí mismo y el otro en una relación que
promueve la autenticidad y el reconocimiento. Considero que todos padecemos en este clima de
malestar social. Nuestro desafío es sustraernos de la posición de espectadores pasivos, que se
produce cuando le damos la espalda a la seriedad de la crisis contemporánea. Las apuestas son
elevadas. Judith Butler, en Vidas precarias. El poder del duelo y la violencia, escribe: “Duelo,
miedo, ansiedad, rabia. En los Estados Unidos estamos rodeados por la violencia, habiéndola
perpetrado antes y ahora, sufriéndola, experimentando temor ante ella, planeando nuevas
violencias...” (Butler, 2006). Sin embargo, esta violencia contra la gente y la tierra, está
promoviendo una resistencia creciente, un nuevo impulso contrahegemónico en este país, uno
que lleva la impronta de un nuevo dispositivo, incluyendo la resurrección del homo políticus y los
valores de la ciudadanía, activados en busca de la justicia social y los derechos humanos que
han sido profundamente atacados por la política y la ideología neoliberal. Si es cierto, tal como
plantean Laclau y Mouffe, que la política consiste en una lucha sobre la institución de significados
sociales librada en el campo de batalla de la sociedad civil (Laclau y Mouffe, 2001), estamos
asistiendo, en el actual estallido de movimientos, tanto progresistas como conservadores, a un
rechazo tumultuoso de un sistema social cuyas prioridades son tan profundamente destructivas.
Las demandas contrahegemónicas a favor de una política de la sanación -tanto de las
enfermedades sociales como de la tierra- hoy son parte integral del entorno social que enmarca
el encuadre psicoanalítico. Felizmente, ellas también se abrirán paso al interior del proceso
psicoanalítico como agitadoras de las ansias de conexión social y colaboración. Creo que un
proceso psicoanalítico social puede proveer un espacio donde sea posible aprender a usar la
propia mente para tolerar ansiedades producidas por nuestro entorno traumático y para atreverse
a actuar en busca de alternativas, tanto en la vida social como en la existencia personal. Un
psicoanálisis social podría facilitar la emergencia de individuos que se reconozcan como sujetos
capaces de curar nuestros tiempos de malestar social.

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