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Maestros Errantes.

Silvia Duschatzky

¿A qué nos referimos cuando hablamos de la escuela?

Lo que insiste es una nueva figura docente que denominaremos errante. La vida
errante no es un deambular inerte sino una disposición activa a tomar lo que irrumpe y
agenciar algo en torno de eso. Al vivir de un modo a veces espasmódico, el errante
aprende que más vale conectarse con la transitoriedad y el devenir que ser presa del
ideal.

Mientras que en tiempos disciplinarios la errancia era marginal y no descansaba en


ella la producción estructurante de la sociedad, en coordenadas de intemperie, la
errancia adquiere otro estatuto porque alberga la oportunidad de convertirse en lazo.
Cuando las condiciones de época son variables, el sedentarismo no puede ser nuestra
única variante.

Con respecto a la escuela pareciera que es allí en la errancia donde el maestro se


reinventa y descubre ocasiones de trazados vinculares. El maestro errante gestiona
las condiciones para que su oficio tenga lugar. Cuando eso tiene lugar, también hay
lugar para lo inesperado: los chicos pueden aprender más y mejor.

Cartografías escolares

A la caza de ocasiones

Uno de los rasgos de la operatoria errante que podemos denominar: a la caza de


signos. Ya no se trata de cazadores de utopías sino de ocasiones. La subjetividad
docente errante está atenta a la ocasión. Los pibes, merodeando como fantasmas,
provocan (como todo fantasma) una inquietud perturbadora. Un episodio que se
transforma en encuentro como consecuencia de la intervención de un maestro errante.
La subjetividad errante sale de las coordenadas del molde para afirmarse en un andar
exploratorio. No es que el maestro se quede sin función, sino que la misma, su poder
funcionar, toma forma como efecto de pensar los trazados reales de una práctica. Las
subjetividades errantes, al fugarse de las representaciones clásicas del docente que
pulsarían por volver las cosas a su lugar, intentan una potencia de variación en ese
deambular inerte de los chicos.
El tartamudeo pedagógico

El tartamudeo pedagógico se asoma como otro rasgo de esta subjetividad errante. No


se trata de una inversión de roles, el que sabe ya no es el maestro, el que sabe es el
niño, joven, alumno o destinatario de una práctica educativa; se trata en cambio de la
única premisa que contempla una conversación: la potencia de hablar no reconoce
jerarquías y el fluir de un encuentro radica en echar a andar esa palabra ajena que
habilita un enhebrado.

Trazados imperceptibles

El minimalismo es otro de los tonos del maestro errante. No se trata de lo que se


mantiene a la sombra o se oculta sino de cartografías que, si bien se trazan a los ojos
de todos, resultan imperceptibles.

El minimalismo expresa un régimen de visibilidad heterogéneo. No estamos hablando


de un deseo motorizado por la falta ni de un componente caótico que anda en la
interioridad del individuo, sino de una voluntad de vivir, de crear, de amar que
atraviesa todo el campo social y se expresa en la capacidad de inventar las formas
que con-vengan al devenir en cada situación. A esta disposición la llamamos
vitalismo, rasgo principal de esta subjetividad errante.

Curiosidades existenciales

Encontramos en la curiosidad otro de los atributos del errante. El maestro errante


expresa una inquietud existencial; estos maestros quieren saber sobre estos pibes y
su implicación pasa por ahí.

Si bien el territorio de los maestros es la escuela, el territorio de los maestros errantes


son los chicos. Su espacio de intervención no está definido por las fronteras
institucionales sino por los circuitos que atraviesan los chicos. No se trata de un
desplazamiento físico sino de un corrimiento subjetivo. El maestro errante tiene lugar
en la medida en que esté dispuesto a abandonar a la escuela para meterse en las
“cuevas de los pibes”. El abandono es aquí una operación ligada a la curiosidad.
Meterse en las cuevas no es otra cosa que dejarse tomar por otro régimen de
visibilidad y experiencia.
La vida de los chicos parece tomada por un registro sensitivo, por un universo de
sensaciones, mientras que la escuela, o mejor, sus lenguajes constitutivos, se sitúa
cómodamente en una perspectiva representacional desacoplada de la dimensión
sensible.

La escuela permanece en un estado de ingenuidad, por no decir de ceguera, respecto


de las turbulencias vividas por los chicos.

Cuando el miedo de conectarnos con el mundo, en su condición de fuerzas que nos


afectan, gobierna las respuestas, lo que emerge es una fatiga que nos desconecta. Tal
vez, la pregunta sea sobre las formas de conectarse con lo real. Mientras que de un
lado hay cuerpo y sensaciones corrosivas o desplegantes, del otro hay pura
representación, exceso discursivo, saturación de sentido. Entonces, no hay encuentro.

¿Qué es lo que nos distancia de las experiencias vividas por los chicos? Lo que
parece desacoplarse hasta el quiebre de la relación es el régimen de conexión con lo
real. Mientras la pedagogía habla del lenguaje del futuro, los pibes experimentan el
instante. Mientras la escuela ve series, ellos registran fragmentos. Otras
sensibilidades, nuevas sensibilidades.

Dimensión política de la errancia

Operaciones del maestro errante: el minimalismo, la ocasión, la curiosidad y el


tartamudeo pedagógico son algunos de los rasgos que le confieren potencia subjetiva.
La errancia no es nueva ni privativa del territorio educativo. En principio, se trata de
una estética diferente de la estatal. Se trata de una disposición a dejarse alterar por la
contingencia que empuja hacia nuevos horizontes. Cuando las formas convencionales
no ofrecen recursos de pensamiento de los problemas que irrumpen, emergen
búsquedas que intentan afirmarse en posibilidades no percibidas en las coordenadas
habituales.

El terreno actual de la errancia es postestatal, pero no por ausencia del Estado. Los
maestros no se enfrentan a una estructura vigilante y disciplinaria sino a un estado de
perturbación propio de un tiempo dominado por la lógica del mercado.

¿Qué produce ese ímpetu de desvío en los maestros? El punto de partida está dado
por la sensación de vulnerabilidad que producen situaciones inapresables por el saber
pedagógico. Los chicos merodeando como fantasmas, entrando y saliendo de la
escuela, tomando por las experiencias del consumo, teniendo hijos, soportando
situaciones de abandono y violencia o detonando sin razones aparentes, constituyen
la fuerza que empuja a un pensamiento en los bordes. No es un pensar alternativo:
disciplinamiento versus formas libertarias. Más bien, es un intento de configuración en
el vacio de la experiencia instituida.

En tiempos postestatales, el maestro errante se topa con un nuevo problema: cierta


sensación de intemperie. Hay Estado, hay programas y proyectos de gestión estatal,
pero la cotidianidad en las escuelas no logra ser tomada por sus lógicas.

La decadencia del modelo estado-nación produce un nuevo suelo de existencia


institucional: los sujetos que habitan las escuelas van inventando prácticas no legibles
por la gramática instituida y suplementan lo que las propias instituciones no pueden
producir. Se trata de conferirle a la errancia la potencia política de una práctica. Esto
es reconocerla como fuerza productora de valor social.

Ahora bien, el valor no viene dado externamente. Lo valioso sólo puede percibirse en
la posibilidad de experimentar una variación en los modos de estar.

El maestro errante, operando a la manera de un cartógrafo, se conecta con aquellas


intensidades que pueden asumir alguna forma de expresión. Está atento a la
constitución de territorios existenciales. En definitiva, a la creación de “mundos
habitables”.

El maestro errante es el efecto de un desplazamiento de lo que podemos llamar


núcleos de problematización.

La precariedad es la imagen que parece retratar más nítidamente el escenario en que


se encuentran maestros, padres, y chicos. Sin embargo, conviene precisar que la
precariedad no es meramente un problema de escasez de recursos materiales, sino la
condición de fragilidad que envuelve la vida misma y pone en jaque los núcleos
básicos de la existencia. La precariedad, entonces, no es sólo laboral o económica:
atraviesa los cuerpos, los afectos, las relaciones.

El campo problemático sufrió un desplazamiento. Lo que constituye a los maestros, lo


que confiere pertenencia y sentido, no se mueve en el plano de la reproducción social
sino en el de la producción.

Los núcleos de problematización en la escuela en tiempos del Estado-nación, se


planteaban en el campo de lo que se dio a llamar socialización secundaria.
Los nuevos núcleos de problematización sitúan a cualquier agente educativo frente a
la tarea de pensar la producción de sustratos básicos de producción de vida, ya que lo
que está en juego son los sustratos de la existencia misma.

Habría dos cuestiones que caracterizan el suelo actual de condiciones. Por un lado,
los nuevos modos en que los chicos se exponen frente a la mirada de los maestros;
por el otro, el borramiento de mediaciones interpretativas. Las formas de estar de los
chicos son más visibles que interpretables, y la relación sólo es posible mediante la
activación de una sensibilidad permeable a las alteridades. No son los padres los que
median entre sus hijos y la escuela, ni los docentes los que, echando mano a los
saberes pedagógicos o psicológicos, interpretan y codifican los intercambios. Lo que
hay como punto de partida son pibes exponiéndose sin velos y maestros perplejos. La
vida en su faz descarnada, más que un derecho, se vuelve, entonces, un problema
político.

La errancia se torna una experiencia política cuando podemos tomar la precariedad


como plataforma de pensamiento de nuevos modos de relación social. La
construcción de un ‘mundo’ en la precariedad politiza la experiencia errante.

No hay nuevos núcleos de problematización si no hay nuevas subjetividades. Estas


son el efecto de nuevos regímenes de ver, sentir y producir. Lo que hace al maestro
errante es trabajar en la tensión entre sus representaciones y la fuerza de los flujos
vivientes.

En apariencia el maestro errante opera despojado de saber, de imperativos, de


finalidades y de corporaciones de sentido. No es otra cosa que el gesto de alivianarse
de referencias previas de autoridad para disponerse a pensar la singularidad de lo que
vive.

El maestro errante está a la búsqueda de recursos, formatos, lenguajes que den paso
a una constelación de afectos.

Los maestros errantes se dedican a cuidar (reparar) las vidas precarizadas de sus
alumnos. Desde esta perspectiva, pensamos, en una práctica que enlaza sujetos y se
produce en situación.

Delinear la política del cuidado como la forma de producción de condiciones que


hagan posible la expansión de situaciones vitales.

Errancia y reconocimiento
Si el movimiento errante se restringe a la incansable disposición personal de algunos
maestros que agotan su energía en casa episodio, el desgaste es inevitable y también
lo es el opacamiento de la dimensión política de la experiencia.

El efecto de aislamiento o el devenir pequeño grupo son el resultado también de


procesos de desconocimiento por parte de las instancias del gobierno. Sin recursos
financieros y con las presiones de atender a programas y prescripciones pensadas por
fuera de las dinámicas vividas cotidianamente, la errancia corre el riesgo de devenir
pequeño grupo y agotarse en el esfuerzo de algunas individualidades. Gran problema.

¿En qué radican los efectos del agenciamiento estatal?

Por un lado, se advierte lo que podemos pensar como un desvío de las energías
contextuales y, por el otro, procesos de absorción de aquellas figuras impulsoras de
nuevas lógicas de actuación.

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