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Tradución Lic.

Liliana Seró (antropóloga social-UNaM) 1

GUIMARAES ROCHA, Everando: “Pensando em partir”. En: O que é etnocentrismo, Sao Paulo: Ed.
Brasiliense, Col. Primeiros Passos, 1999, pp. 7 a 22.

¿QUÉ ES EL ETNOCENTRISMO?
El etnocentrismo es una visión del mundo donde nuestro propio grupo es tomado como centro de todo
y todos los otros son pensados y sentidos a través de nuestros valores, nuestros modelos, nuestras
definiciones de lo que es la existencia. En el plano intelectual, puede ser visto como la dificultad de
pensar la diferencia; en el plano afectivo, como sentimientos de extrañeza, miedo, hostilidad, etc.
Preguntar sobre lo que es el etnocentrismo es, pues, indagar sobre un fenómeno donde se mezclan
tanto elementos intelectuales y racionales como elementos emocionales y afectivos. En el
etnocentrismo, estos dos planos del espíritu humano - sentimiento y pensamiento- van juntos,
componiendo un fenómeno no sólo fuertemente arraigado en la historia de las sociedades, sino
también fácilmente encontrable en el día a día de nuestras vidas.
[…]
Como una especie de paño de fondo de la cuestión etnocéntrica, tenemos la experiencia de un choque
cultural. De un lado, conocemos nuestro grupo, que come igual, viste igual, gusta de cosas parecidas,
tiene problemas del mismo tipo, cree en los mismos dioses, da a la vida significados comunes, y
procede en general en forma semejante. Hasta que nos enfrentamos con un “otro”, un grupo
“diferente” que, a veces, no hace las cosas como las nuestras o cuando las hace, las hace de forma tal
que no las reconocemos. Y, más grave aún, este “otro” también sobrevive a su modo, gusta de su
modo de vivir, también está en el mundo y, aunque diferente, existe.
Este choque generador de etnocentrismo nace, tal vez, en la constatación de las diferencias. La
diferencia es amenazadora, porque hiere nuestra propia identidad cultural. El discurso etnocéntrico
puede decir: “¿cómo aquel mundo de locos puede funcionar? ¡qué espanto! ¿Cómo es que lo hacen?
Ellos tienen que estar equivocados o todo lo que sé esta mal! ¡No! La vida de ellos es salvaje, bárbara,
primitiva!”
“Mi” grupo, hace de su visión la única posible o, la mejor, la natural, la superior, la verdadera. El
grupo del “otro” queda, en esa lógica, como siendo, absurdo, anormal o ininteligible. “Mi” grupo,
“mi” sociedad es representada como el espacio de la cultura y la civilización por excelencia; y el
espacio de la naturaleza son los salvajes, los bárbaros. Son cualquier cosa menos humanos, pues estos
somos nosotros. El barbarismo evoca la confusión, la desarticulación, el desorden. El salvaje es el que
viene de la selva, la que recuerda, de alguna manera, la vida animal. El “otro” es el extraño, el
inferior, nunca el “igual” a “mí”.
Importa resaltar que el etnocentrismo no es propiedad de una única sociedad, está presente en todas
las sociedades, aunque en la nuestra, se revistió de un carácter activista y colonizador en las empresas
de conquista y destrucción de otros pueblos.
Creo que es necesario examinar esto mejor y lo voy a hacer ejemplificando a través de una pequeña
historia: “Al recibir la misión de ir a predicar a los salvajes, un pastor se preparó durante días para ir a
Brasil a evangelizar a los Xingú. Compró para ellos, cuentas, espejos, pendientes, collares, etc., y para
él un moderno reloj digital con cronometro, luces, alarmas, calculadora, etc. Estando allá se hizo
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amigo de un indio muy joven que lo acompañaba siempre a todos lados y se mostraba curioso y
asombrado de algunas pertenencias del pastor, entre ellas del colorido, sonoro y extraño objeto que
éste llevaba en la muñeca y que consultaba frecuentemente. Un día, ante los pedidos insistentes del
indio, se lo regaló. Días después, éste lo llamó, radiante de felicidad, para mostrarle algo, y
señalando la rama más alta de un árbol de gran altura ubicado en las cercanías de la aldea, el indio
mostró al pastor el adorno ahí ubicado: el reloj colgando en medio de cuentas de colores; el indio
quería compartir su alegría ante la belleza de este nuevo objeto, ahora un simple adorno y sin ninguna
función.
Luego de unos meses el pastor ya estaba de vuelta en su casa. Debía presentar una disertación sobre
su experiencia en Brasil, el título de su trabajo: “La catequesis y los salvajes”. Miró la hora en su
nuevo reloj, ya era hora, se detuvo un instante y observó las paredes de su habitación: arcos, flechas,
lienzos, canastos, y hasta una flauta formaban parte de la decoración, y entonces recordó sonriendo lo
que aquel indio hiciera con su reloj”
Esta historia, demuestra algunos importantes sentidos de la cuestión del etnocentrismo.
En primer lugar, no es necesario ser un detective o especialista en Antropología Social para percibir
que, en este encuentro de culturas, los personajes de cada una de ellas hicieron la misma cosa. Ambos
privilegiaron las funciones estéticas, ornamentales, decorativas de los objetos que, en la cultura del
“otro” desempeñaban funciones técnicas. Para el pastor el uso inusitado de su reloj le causó tanto
espanto como causaría al joven indio conocer el uso que el pastor dio a su arco y flecha. Cada uno
tradujo en los términos de su propia cultura el significado de los objetos cuyo sentido original fue
forjado en la cultura del otro. El etnocentrismo es justamente juzgar el valor de la cultura del otro en
los términos de la cultura de mi grupo.
En segundo lugar, esta historia representa lo se podría llamar, si eso fuese posible, un etnocentrismo
cordial, ya que ambos tuvieron actitudes sin mayores consecuencias. Las más de las veces, el
etnocentrismo implica una aprehensión del “otro” que se reviste de una forma bastante violenta:
colocando al “otro” como “primitivo”, como “algo a ser destruido”, como “atraso al desarrollo”
(fórmula muy común en el etnocidio, en la matanza de indios). Así, por ejemplo, un famoso científico
de principios de siglo, Hermann von Ihering, director del Museo Paulista, justificaba el exterminio de
indios Caingang por ser un barrera al desarrollo y a la colonización de las regiones del Sertaon
brasileño habitadas por ellos. Tanto en el presente como en el pasado, tanto aquí como en varios
otros lugares, la lógica del exterminio reguló, infinitas veces, las relaciones entre la llamada
“civilización occidental” y las sociedades tribales. …
En tercer lugar, la historia enseña que el “otro” y su cultura, de la cual hablamos en nuestra sociedad,
son solo una representación, una imagen distorsionada que es manipulada. Al otro le negamos la
mínima autonomía necesaria para hablar de sí mismo. Todo pasa como si fuésemos autores de
películas y libros de ficción donde podemos pensar y hablar de cuan grotesca, cruel, y monstruosa es
una civilización de marcianos que capturó nuestra nave espacial. También, porque somos los autores
de estos filmes y de estos libros, nada nos impide que creemos un marciano simpático, inteligente y
superpoderoso que con increíble pericia salva a la Tierra de un choque fatal con un meteoro gigante.
Claro, como el marciano no dice nada, puedo hablar de él lo que yo quiera.
Así, desde el punto de vista de “mi” grupo, los que están fuera pueden ser bravos y traicioneros o
mansos y bondadosos. Además “bravos” y “mansos” son dos términos que muchas veces fueron
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empleados en Brasil para designar el “humor” de determinados animales y el “estado” de varias tribus
de indios o de esclavos negros.
La figura del demente, del loco, por ejemplo, en nuestra sociedad es manipulada por una serie de
representaciones que oscilan entre los dos polos, siendo denigrada o exaltada, como el marciano,
según las intenciones que se tengan. Esto no solo a lo largo de la historia sino en diferentes contextos
en el presente. La expresión “fulano es muy loco” puede ser elogiosa en ciertos casos y peyorativa en
otros. En algunos momentos de la historia el loco fue encarcelado y torturado y en otros fue portador
de una palabra sagrada y respetada.
Aquellos que son diferentes de “mi” grupo, los diversos “otros” del mundo, por no poder decir algo
sobre sí mismos, acaban siendo representados por la óptica etnocéntrica y según las dinámicas
ideológicas de determinados momentos.
En nuestra llamada “civilización occidental”, en las sociedades complejas e industriales modernas,
existen diversos mecanismos de refuerzo para su estilo de vida a través de representaciones negativas
del otro. El caso de los indios brasileros es muy ilustrativo, pues algunos antropólogos estudiosos del
tema han identificado ciertas visiones básicas, estereotipos aplicados permanentemente a los indios.
Yo mismo realicé, hace unos años, un estudio sobre las imágenes del indio en los libros escolares de
Historia del Brasil. Estos libros tienen una importancia fundamental en la formación de una imagen
del indio, pues son leídos y estudiados por millones de alumnos de todo el país. Algunas veces
alcanzan altísimos tirajes y ya han tenido doscientas ediciones. A través de ellos circula un “saber”
altamente etnocéntrico, con honrosas excepciones, sobre los indios.
Los libros escolares, didácticos, en función de su destino, cargan con un valor de autoridad, y ocupan
el lugar de dueños de la verdad. Su información obtiene este valor de verdad por el simple hecho de
que quien sabe su contenido aprueba los exámenes. En este sentido, su saber tiende a ser visto como
“serio” y “científico”. Los estudiantes son examinados en base a su contenido, lo que hace que las
informaciones en ellos contenidas acaben fijándose en la memoria de todos nosotros. Con ellas se
fijan también imágenes extremadamente etnocéntricas.
Algunos de estos libros afirmaban que los indios eran incapaces de trabajar en los ingenios de azúcar
por ser indolentes y prejuiciosos. Ahora bien, ¿cómo aplicar adjetivos tales como indolente y
prejuicioso a un pueblo, una persona, que se rehúse a trabajar como esclavo, en una tarea que no es la
suya y es para la riqueza del un colonizador que ni siquiera es su amigo?; muy por el contrario, este
rechazo es, mínimamente, señal de salud mental.
Otro hecho también muy interesante es que un número significativo de libros didácticos comienza
con la siguiente información: los indios andaban desnudos. Este “escándalo” esconde, en verdad, una
noción absoluta de lo que debe ser una ropa y de lo que un cuerpo deba mostrar o esconder. La
historia de nuestro amigo misionero sirvió para la constatación de las dificultades de definir el sentido
de un objeto – el reloj o el arco – fuera de sus contextos culturales. De la misma manera, nada
garantiza que los indios anden desnudos a no ser la concepción que ellos mismos tengan de la
desnudez y la vestimenta.
Así como el “otro” es alguien callado, a quien no le es permitido hablar de sí mismo; sólo una mera
imagen sin voz, manipulado según deseos ideológicos, el indio es, para el libro didáctico, sólo una
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forma vacía que presta sentido al mundo de los blancos. Es decir, el indio es “empleado” en la
Historia de Brasil para aparecer tres veces en tres papeles distintos.
El primer papel que el indio representa es en el capítulo del descubrimiento. Allí, el aparece como
“salvaje”, “primitivo”, “prehistórico”, “antropófago”, etc. Esto era para mostrar que los portugueses
colonizadores eran “superiores y “civilizados”.
El segundo papel es en el capítulo de la catequesis. Aquí el papel del indio es el de una criatura, un
niño, un inocente, infantil, alma virgen, etc. Esto era para parecer que los indios necesitaban de la
protección de la religión.
El tercer papel es muy gracioso. Es el capítulo “etnia brasilera”. Si el indio ya había aparecido como
salvaje o niño, ¿cómo hablarían de un pueblo - el nuestro - compuesto por portugueses, negros y
salvajes? Surge entonces el nuevo papel del indio, y en un pase de magia etnocéntrica, se torna
“corajudo”, “altivo”, “lleno de amor a la libertad”.
Así son las sutilezas, violencias, insistencias de lo que llamamos etnocentrismo. Los ejemplos se
multiplican en el uso cotidiano. La “industria cultural” – TV, diarios, revistas, publicidad, cierto tipo
de cinematografía, radio – frecuentemente está proporcionando ejemplos de etnocentrismo. En el
universo de la industria cultural se crea sistemáticamente un enorme conjunto de “otros” que sirven
para reafirmar, por oposición, una serie de valores de un grupo dominante que se autopromueve como
modelo de la humanidad.
Nuestras propias actitudes frente a los otros grupos sociales con los cuales convivimos en las grandes
ciudades son, muchas veces, actitudes etnocéntricas. Rotulamos y aplicamos estereotipos a través de
los que nos guiamos en el encuentro cotidiano con la diferencia. Las ideas etnocéntricas que tenemos
sobre las “mujeres”, los “negros”, los “viejos”, los vagabundos”, los “homosexuales”, (los “gitanos”,
los “indios”, los “mesiteros”, los “artesanos”, etc. etc.….) y todos los demás “otros” con los cuales
tenemos familiaridad, son una especie de “conocimiento”, un “saber” basado en formulaciones
ideológicas, que en el fondo transforma la diferencia pura y simple en un juicio peligrosamente
etnocéntrico.
Existen ideas que se contraponen al etnocentrismo. Una de las más importantes es la de la
relativización. Cuando vemos que las verdades de la vida son menos una cuestión de esencia de las
cosas y más una cuestión de posición, estamos relativizando. Cuando el significado de un acto es
visto no en su dimensión absoluta sino en el contexto en que acontece: estamos relativizando. Cuando
comprendemos al “otro” en sus propios valores y no en los nuestros estamos relativizando. En fin,
relativizar es ver las cosas del mundo como una relación entre ellas. Ver que la verdad está más en el
mirar que en aquello que es mirado. Relativizar no es transformar la diferencia en jerarquía, en
superiores e inferiores o en bien y en mal, sino verla en su dimensión de riqueza por ser diferencia.
Nuestra sociedad viene construyendo un conocimiento o, una ciencia sobre la diferencia entre los
seres humanos. Esta ciencia se llama antropología social. Diferentemente del sentido común, el
movimiento de la antropología es en el sentido de ver la diferencia como forma por la cual los seres
humanos dieron y dan soluciones diversas a existencias comunes. Así, la diferencia no se asocia con
la amenaza sino con la alternativa. No es hostilidad del “otro” sino la posibilidad que el “otro”
pueda abrir para “mí”.

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