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Claudine Monteil

LAS HERMANAS
BEAUVOIR
Traducción de Juan Abeleira

Alcaidía
púDlsca piloto

CIRCE

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
Primera edición: Diciembre. 2004
Título original: • Les serum Beauvotr»
OEditinn "1.2003
O de la traducción: Juan Abclcira. 2004
C de la presente edición: CIRCE Ediciones, S.A.,
Sociedad Unipersonal
Milanesat, 25-27
08017 Barcelona

ISBN: 84-7765-230-9

Depósito legal: B. 44.521-XL.VII


Fotocomposición gama, sJ.
Arístides Maillol. 9-11
08028 Barcelona
Impreso en España

Derechos exclusivos de edición en español para España


y todos los países de habla castellana.

Cubierta: Hélém y Simane de Beauvoir, Galerie Synthése,


mayo 1960. DR

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la


cubierta, puede ser reproducida, almacenada informática­
mente o transmitida de forma alguna ni por ningún medio,
ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o
de fotocopia sin permiso previo de la editora.

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
A Mane y a Bemard.
A Chatital, Catherirte,
Monique y Sandro,
esta historia que es
también la suya.

A Annick, Cecelia,
Liliane, Michéle,
Patrick, Thérése,
Víctor y Yolanda.

ciec* í&iica o** '

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
PRÓLOGO

En 1970, a escasos metros de Saint-Germain-des-


Prés, delante de la Escuela de Bellas Artes, vi un cartel
en el que se anunciaba una reunión del Movimiento de
Liberación de las Mujeres.1 ¿Quiénes eran esas muje­
res? Cuando intenté informarme al respecto, tuve que
escuchar más de un grito a mi alrededor, pues, en efec­
to, tenían fama de ser unas mujeres más que ácidas:
¡lesbianas, histéricas, mal folladas! Aun así, decidí asis­
tir a la reunión, y, para mi gran asombro, me encontré
allí con unas mujeres chispeantes de ingenio, inteligen­
cia y humor, que me recibieron como a una más. Des­
pués abandoné el movimiento posmayo del 68-raaoísta.
para consagrarme, desde entonces, a una sola causa: la
de lasm ujeres.
La gente de mi círculo lo tomó como una auténtica
traición. Perdí a muchos amigos. Según ellos, tratar con
semejantes «histéricas» abocaba a una forma de opro­
bio y de exclusión. Afortunadamente, enseguida hice

1. En Ja década de 1980, un grupo de mujeres patentó las siglas MLF.


Por esa razón, son ellas las únicas que pueden reivindicar, legalmente, su
pertenencia al MLF. No obstante, en 1970, cuando se creó el movimiento,
y durante los años en que se desarrollaron los acontecimientos descritos
en estas páginas, aún no había ni siglas ni marca alguna registradas. Para
nosotras, las feministas, el MLF no debía ser ni un partido, ni una estruc­
tura de poder, ni una jerarquía. Además, ninguna de las mujeres que par­
ticiparon en las reuniones que se celebraron en casa de Simone de Beau-
voir, mencionadas en este libro, se sentía implicada en aquel proceso
jurídico.

E sca n e a d o c o n C am Scanns
nuevas amistades, dos de las cuales iban a cambiar mi
vida.
Simone de Beauvoir-según me enteré una noche en
el MLF- estaba deseando conocerme, porque había
oído hablar de mi trabajo como m ilitante entre las obre­
ras. Así que debía ir a su casa, un domingo de noviem­
bre de 1970, a las cinco en punto de la tarde. Aquella in­
vitación me conmovió. Pensé en mi madre, química y
catedrática de universidad, que había sacado la fuerza
necesaria para imponerse como investigadora en la lec­
tura de Le Deuxiéme Sexe [El segundo sexo]. Desde que
alcancé la adolescencia, mi madre me había alabado las
obras de Simone, y yo las había devorado. Ahora, al alba
de mis veinte años, estaba a punto de conocer a mi ído­
lo, que por entonces contaba sesenta y dos.
Y allí estaba yo, delante del número 11 bis de la calle
Schoelcher, justo enfrente del cementerio de Montpar-
nasse, caminando de un lado a otro, a la espera de que
fueran las cinco. «¡Estate a la hora!», me había adverti­
do Anne Zelensky, una de las fundadoras del MLF: «A
ella le gusta la puntualidad.» Llamé, pues, en el minuto
preciso: «¡Llega usted tarde!», me espetó Simone de Beau­
voir, en tono de reproche, aunque, en realidad, no era
cierto. Y es que, en su despacho, había un espantoso re­
loj despertador que iba adelantado siete minutos. Des­
concertada e intimidada, me acomodé. La discusión se
inició enseguida.
Simone, sentada en uno de sus sofás amarillos, esta­
ba resplandeciente. En su taller de pintor de amplios
ventanales, había muchas mujeres más, dispuestas, to­
das ellas, a cambiar el mundo. Las «hijas» del 68 habían
invadido su casa.
Las ideas manaban a chorros, aunque todas coinci­
dían en un punto: lo primero que había que conseguir
era abolir la ley sobre el aborto, considerado por enton­
ces un delito criminal. Bajo la ocupación alemana, el
mariscal Pétain había ordenado guillotinar a una mujer
cu pable de ayudar a sus compañeras en apuros. Todas
conocíamos demasiados casos de vidas destrozadas a

-V, 8 A \ ;: V
E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
causa de aquellos abortos clandestinos. Practicados, en
su gran mayoría, por personas carentes de la menor
competencia médica, aquellos actos acababan a veces
en drama. Con sumo desprecio por la salud de las fran­
cesas, las autoridades se tapaban púdicamente los ojos y
se negaban a abordar esa cuestión.
Yo me estaba limitando a escuchar atentamente cuan­
do Simone, para gran sorpresa mía, me preguntó mi opi­
nión. Yo me reafirmé en ese sentido y propuse realizar
una campaña para eliminar ese tabú y llamar la atención
del público. Simone asintió, aunque comentando que,
para ello, necesitábamos recurrirá los medios de comu­
nicación. Decidimos, pues, publicar un manifiesto a fa­
vor del aborto. La lista de los firmantes se iba alargando.
«Añada el nombre de mi hermana», me precisó Simone.
Aquel manifiesto, publicado en Le Nouvel Observateur en
la primavera de 1971, provocó uno de los escándalos más
sonados del siglo xx. En la portada, destacaba un titular
escrito en letras de fuego sobre un fondo negro: «¡Yo he
abortado!», declaraban las 343 mujeres incluidas en la
lista. En la primera página de la revista, los nombres y
apellidos se sucedían por orden alfabético. Las firmas
procedían de los ámbitos más diversos. Al lado de Cathe-
rine Deneuve, Fran^oise Sagan, Régine Deforges, figura­
ban muchas mujeres desconocidas. Aunque yo jamás ha­
bía sufrido un aborto, también firmé el manifiesto, por
solidaridad. Seguidos, aparecían los nombres de las dos
hermanas Beauvoir.

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
I

Dos jóvenes formales

En el aula del centro Désir,* las chiquillas se senta­


ban en unos taburetes colocados alrededor de una mesa
redonda. A diferencia de las niñas de la escuela laica, las
alumnas de aquella escuela privada y religiosa no tenían
derecho a un pupitre.
Tras ellas se instalaban sus madres. Armadas con su
respectivo cañamazo y su hilo de bordar, realizaban di­
versas labores de aguja. Las damas comentaban cada
una de las palabras que decía su prole. Su juicio parecía
feroz. Dudas, torpezas: de todo ello sería informado el
conjunto familiar. En la clase superior, una alumna se
imponía a las otras con su inteligencia y su vivacidad.
Su llegada al centro Désir había causado sensación. La
joven Simone de Beauvoir había aprendido a leer, escri­
bir y contar antes que todas sus pequeñas compañeras.
A fin de desmarcarse de la enseñanza republicana, el
centro Désir no premiaba a sus alumnas con libros al fi­
nalizar el año escolar. En la ceremonia que tenía lugar a
finales de marzo, en la sala Wagram y en presencia del
obispo y del arzobispo, se condecoraba con medallas a
las mejores alumnas. A sus ocho y diez años, las herma­
nas Beauvoir, que solían ser las primeras de sus respec­
tivas clases, obtuvieron sin dificultad la medalla de pla-

* El nombre completo era Centro fo instituto) Adeline Désir. (N. del T.)

11

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
ta dorada, una nominación honorífica. Con todo, jamás
pudieron aspirar al reconocimiento supremo, la meda­
lla de oro: en opinión del cuerpo docente, ninguna de las
dos era un modelo de virtud.
Georges de Beauvoir se enorgullecía de los éxitos es­
colares de su hija mayor. Los de Héléne le interesaban
menos. Tras el nacimiento de Simone, en la aristocráti­
ca familia De Beauvoir, se esperaba la llegada de un chi­
co, pero... ¡Qué desilusión! Héléne fue apodada, desde el
principio, «Poupette»,* y Georges de Beauvoir le presta­
ba mucho menos atención a la pequeña que a la mayor.
Además, Simone, tal y como reconocían incluso sus pa­
dres, exigía que la tratasen de manera excepcional: «Oh,
a Simone, mejor no decirle nada, no vaya ser que tenga
una crisis.»1A Héléne, en cambio, se le podían echar to­
das las reprimendas que uno quisiera, porque ella, en
vez de enrabietarse, buscaba refugio en los brazos de su
hermana y se echaba a llorar.
Frangoise de Beauvoir vigilaba muy de cerca a la
benjamina, sobre la que ejercía una mayor influencia.
Frangoise, que de niña había detestado a su hermana
menor, por ser la preferida, proyectaba sobre su segun­
da hija sus propios celos infantiles. De ahí que Héléne
estuviera tan atada y careciera de la libertad de la que sí
gozaba Simone. Aun así, la complicidad que unía a las
dos muchachas era real, cosa que Frangoise, posesiva y
celosa, llevaba mal. Cuando sus hijas se ponían a cuchi­
chear de una cama a otra antes de dormirse, Fran^oise
pegaba el oído a la pared, carcomida por la curiosidad,
y rabiosa por no entender lo que decían, las mandaba
callar.
Héléne -cosa sorprendente—jamás estuvo resentida
con su hermana, y eso que no le faltaban razones para
rebelarse. Sus padres siempre le ponían a Simone como

* «Muñequita». (N. del T.)


D o rM ^ rS íT p 6 ,BeaUTVí ir' Souvenirs [Recuerdos], palabras recogí
1987 p 57 U ]Cr> ^krairie Séguier, Garamond/Archambaud, Pa

12

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
ejemplo, sin reconocer nunca sus propios méritos. Una
noche, mientras cenaban, Frangoise de Beauvoir se jac­
tó de su hi ja delante de una prima:
-Simone ha vuelto a quedar la primera...
-Pero yo también, mamá, ¡también he quedado la
primera! -protestó Héléne.
-¡Para ti es más fácil!2-se oyó a sí misma responder,
sin la menor lógica.
Héléne no olvidaría aquella afrenta en mucho tiem­
po. Afortunadamente, su confidente y protectora estaba
allí: Simone. ¿Cómo no iba a quererla?
«Resulta muy revelador comparar mi destino con el
de mi hermana -escribiría Simone mucho después, en
Tout compte fait [Final de cuentas]-: su camino fue mu­
cho más arduo que el mío, porque tuvo que superar el
handicap de sus primeros años. En las fotografías que
conservo de mí a los dos años y medio, se me ve muy de­
cidida y segura; ella, en cambio, a la misma edad, tenía
cara de asustada [...] Seguramente, le sonreían menos,
se ocupaban menos de ella. A [Héléne], inquieta e inclu­
so angustiada, le llevó mucho más tiempo librarse com­
pletamente de su infancia.»3
Dotada de autoridad desde muy niña, Simone le aga­
rraba la mano a su hermana, para conminarla a tran­
quilizarse. Era la hora de estudiar. Ella haría de maestra
y Héléne de alumna. «Lo que más me gustaba de nues­
tra relación era que yo ejercía un dominio real sobre
ella. [...] Gracias a mi hermana -mi cómplice, mi súbdi­
ta, mi criatura-, yo afirmaba mi autonomía.»4
«¡Otra vez!», exclamaba Simone en un tono perento­
rio. Héléne, admirada, deseosa de complacer a aquella
hermana mayor tan dotada, obedecía. Repetía una vez
más las tablas de multiplicar, se las ingeniaba para des­
cifrar las letras de los hermosos libros ilustrados. Y, de
2. Ibíd. p. 58.
3. Simone de Beauvoir, Tout compte fait, Gallimard, París, 1972, «Fo­
lio» n° 1022, p. 15.
4. íd., Mémoires d'une filie rangée [Memorias de una joven formal], Ga­
llimard. París, 1958, «Folio» n°783, pp. 63-64.

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E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
vez en cuando, recibía su recompensa: «¡Muy pronto
podrás ir a la biblioteca con mamá y conmigo!» Esta úl­
tima palabra, pronunciada con entusiasmo, hacía soñar
a 1Iclene. Situada en la plaza de Saint-Sulpice, la biblio­
teca Cardinale era el reino de Simone. Allí, ella podía
elegir a su antojo. El mundo le pertenecía. AI recorrer
con su hermana las estanterías para jóvenes, Simone le
indicaba algunos libros y hacía comentarios acerca de
los que ya había leído.

-¡Camina más rápido, vamos a llegar tarde!


Por la estrecha acera de la calle de Varenne, Simone
llevaba a su hermana del brazo, tirando de ella, impa­
ciente por reunirse con su nueva amiga. Héléne no para­
ba de refunfuñar, mientras avanzaban a toda prisa. Eli-
sabeth Mabille, apodada «Zaza», estaba en la misma
clase que Simone. Proveniente de la burguesía católica
y excelente alumna, Élisabeth podría haber sido su ri­
val, pero, entre las dos muchachas, el afecto podía más
que la envidia. En el centro Désir, Zaza era considerada
un personaje aparte, a causa de un antiguo accidente:
«Estando en el campo, cociendo unas patatas, se le ha­
bía prendido el vestido; con quemaduras de tercer grado
en el muslo, se había pasado varias noches seguidas gri­
tando, y, luego, un año entero postrada. [...] En cuanto
la vi, me pareció todo un personaje.»5
Nada más abrirse la puerta del piso de los Mabille,
las hermanas Beauvoir se quedaron pasmadas. Los siete
hermanos y la hermana de Zaza corrían de un lado a
otro, armando un jaleo indescriptible. Para poder ha­
blar tranquilamente, Zaza y sus dos invitadas se refugia­
ron en el despacho. Al poco rato, Poupette empezó a no­
tar que sobraba. La angustia le oprimía la garganta,
impidiéndole participar en la conversación, en las risas
y en los juegos. Para Héléne, aquélla fue una tarde peno­
sa. Veía que su hermana tan sólo tenía ojos para Zaza, y
tenía miedo de perder su cariño. Por la noche, de vuelta
5. Ibíd..p. 125.

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E sca ne ad o C am S ca nn er
ya en la calle de Rennes, en la habitacioncilla que ambas
compartían, Poupette le preguntó a Simone, con la voz
entrecortada por el llanto:
-¿Es que ya no me quieres?
-Pues claro que te quiero.
-¿No me irás a abandonar, verdad?
Por supuesto que no!
Apagaron la luz. Sumida en la oscuridad, Héléne no
podía conciliar el sueño. Desde la última vuelta al cole­
gio, su hermana va no se interesaba por ella. Héléne se
sentía perdida. Las muchachas que su madre le imponía
como amigas eran tontas y necias, ¡no eran ni por aso­
mo tan inteligentes como Simone! Intentando no hacer
ruido, la pequeña lloró hasta el amanecer.
Simone se levantó pronto, impaciente por regresar
al Désir. Tanto, que no vio, o fingió no ver, los ojos enro­
jecidos de Poupette. Ahora, el mundo y la dicha de Si­
mone dependían de dos cosas: «ser ella misma y am ar a
Zaza».6

Pasaban los años. Los domingos, durante la comida,


Georges de Beauvoir echaba pestes de aquel colegio
para niñas bien que le costaba un ojo de la cara, y en el
que, para colmo, sus hijas no aprendían gran cosa. Un
amigo le había cantado las alabanzas del instituto públi­
co, que encima era gratis, y él exclamó:
-¡Esas señoronas son unas auténticas idiotas! De
buena gana os metía en el instituto...
Simone, que no podía ni imaginar el hecho de tener
que separarse de Zaza, protestó. Entonces, el señor Beau­
voir le preguntó a Héléne su opinión:
-Si Simone se queda -respondió resueltamente la
benjamina-, yo me quedo.
Héléne se puso colorada. Su hermana la había aban­
donado por aquella Zaza a la que ella detestaba. Ya no le
contaba nada. Sí, vale, seguían charlando por la noche,
al irse a dormir, y todavía compartían algunos chismes

6. Jbíd., p. 130.

15
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f :? ' . • ■ . .'
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
graciosos y disparatados. Pero ahora Símeme tenía cons­
tantemente el nomhre de Zaza en la boca. Y Helena
moría de celos.
Simone y Zaza se aislaban en el patio v cuchicheaban
en voz baja. Cuando I leléne se acercaba. Zaza se burlaba
de ella. De vuelta a casa. Poupetic tecuperaba por fin a
su hermana, pero ni siquiera allí podía intimar a gusto
con ella. La indiscreta y pesada Frnnyoise de Beauvoir
se inmiscuía todo el tiempo: «¿De qué habláis?» La ator­
mentada Héléne sufría su tristeza en secreto, sin tener
ninguna amiga verdadera.
Mientras Simone seguía impresionando a todos con
sus notas y su facilidad para aprender, Héléne hacía al­
gunos tímidos intentos por abrazar la indisciplina. A ve­
ces la mandaban al despacho de la directora. El viento
de la rebeldía empezó a soplar en el centro Désir. Helé-
ne fundó L ’Écho du cours Désir, un periódico satírico di­
señado por ella misma v multicopiado por Zaza, a la que
divertía su irreverencia... En él, Héléne se mofaba de las
clases, de las profesoras, ponía en circulación rumores
de lo más inocentes... Pero, en su conjunto. L'Écho evi­
denciaba una cierta audacia por su parte* si la hubieran
descubierto, sin duda la habrían expulsado de inmedia­
to. El resultado colmó sobradamente sus esperanzas:
Simone estaba impresionada. Zaza la guasona rindió
sus armas. La «pequeña» las había dejado boquiabier­
tas. Pero las consecuencias no tardaron en llegar: al tri­
mestre siguiente. Georges de Beauvoir montó en cólera
al enterarse de las notas de Poupette, que ya no estaba
entre las primeras de su clase. Resignada. Héléne re­
nunció a la redacción de su querido Écho y volvió a cen­
trarse en los estudios. Un mes después, volvía a ocupar
el primer puesto de la clasificación, igual que Simone:
¡el honor de los Beauvoir estaba a salvo!

La guerra de 1914-1918 había transformado a Geor­


ges de Beauvoir en un hombre amargado e infeliz.
Como va no creía en la felicidad, la tomaba con los su­
yos. Igual que otros muchos combatientes, Georges ha­

E sca ne ad o C am S ca nn er
bía regresado de las trincheras asqueado del espectácu­
lo del sufrimiento» la muerte y la barbarie. Tras fracasar
en la abogacía, intentó olvidar su amargura en el juego y
las liestas mundanas, y nuiy pronto empezó a preferir la
compañía de los actores a las apacibles veladas familia­
res. Aficionado desde siempre al teatro, disfrutaba reci­
tando poemas y declamando dramas en verso. Su cono­
cimiento de la literatura fascinaba a su atento auditorio,
incluidas sus hijas, que le escuchaban admiradas. A él
le habría encantado interpretar una comedia, subir a
un escenario, subyugar a un público de verdad: ser ac­
tor. A veces, se instalaba en el salón, rodeado de su mujer
y sus hijas. Cogía alguna de las obras que tenía en su bi­
blioteca y empezaba a leer. Como Simone y Héléne se
encargaban de darle la réplica, muy pronto, Moliere, La-
biche, Comedle, Racine dejaron de tener secretos para
ellas. Ya fuera una tragedia o una comedia, su padre
siempre las deslumbraba. Era obvio que disfrutaba inter­
pretando. Tal vez la afición que, años después, Simone
iba a tener por la literatura naciera en aquellos momen­
tos de dicha.
Pero, ay, aquellos momentos empezaron a ser cada vez
menos frecuentes. Porque, en efecto, Georges de Beau-
voir, aparte de aquellas salidas mundanas, era muy dado
a buscar consuelo en otras mujeres, cosa que alteraba so­
bremanera a su mujer. Riñas, llantos, recriminaciones: el
ambiente familiar se iba degradando, y los conflictos fue­
ron reemplazando, poco a poco, las horas de lecturas com­
partidas.

-¡Daos prisa!
Héléne y Simone saltaron al tren. Llevaban meses
esperando ese instante, pues las vacaciones de verano
en las fincas familiares les traían lo que llevaban soñan­
do todo el año: ¡la libertad! El sol les anunciaba un mon­
tón de días felices. Julio en Meyrignac, en Corréze, y
agosto en La Grillera, en Haute-Vienne.
Las hermanas entraban corriendo en La Grillére,
aquella finca que, por fin, les ofrecía una soledad para

E sca ne ad o C am Scanne
dos. La quinta disponía de una amplia biblioteca, que
albergaba las obras de Julio Verne, y de una inmensa
chimenea. En el parque, las muchachas jugaban al cric­
ket o se embriagaban de paseos por los bosques. Los
adultos las dejaban a su aire. Su madre charlaba con los
primos y las primas que vivían en los alrededores. Allí
parecía olvidarse de las preocupaciones de la vida pari­
siense, y las vigilaba menos. Simone y Héléne tan sólo
estaban sujetas al horario de las comidas. ¡Qué lejos
quedaba París!
Uno de esos veranos, Georges de Beauvoir quiso re­
galarles a sus hijas sendas bicicletas, pero se encontró
con el rechazo rotundo de Frangoise. Simone y Héléne
suplicaron, se abrazaron al cuello de sus padres, aplau­
dieron de alegría, pero su seductora ofensiva no doblegó
a su madre. Que las pequeñas paseen solas por el bos­
que, pase. Pero la bicicleta significaba un exceso de li­
bertad. Además, ella tampoco había tenido una nunca.
Georges de Beauvoir no insistió. Las muchachas tu­
vieron que contentarse con ir a pie, con la lectura y el
mazo de cricket. Al final, tenían más que de sobra con
los juegos que inventaban y los tesoros que hallaban en
la naturaleza. En una de las estancias de la quinta, justo
antes de dormir, se burlaban en voz baja de los adultos y
de sus chifladuras, pensaban en el día siguiente y en los
placeres que les aportaría.
«La primera de mis alegrías consistía en sorprender,
al alba, el sueño de los prados; con un libro en la mano,
salía de la casa adormecida [...] Leía, paseando despa­
cio, y sentía enternecerse en mi piel la frescura del aire
[...] Yo era la única portadora de la belleza del mundo y
de la gloria de Dios, imaginando, con el estómago vacío,
un buen tazón de chocolate y una tostada de pan.»7
La pequeña Simone iba anotando en sus cuadernos
sus primeras sensaciones, descubriendo la magia de las
palabras, su poder. Gracias a ellas, se sentía viva. Simo­
ne aún no era consciente de que una dicha así podía
7. IbítL.p. 109.

E sca ne ad o C am S ca nn er
abocarla al oficio de escribir. Una vez escritos con tinta
sus secretos. la muchacha regresaba a la quinta comen-
do. En la cocina. la esperaban Poupette y un abundante
desayuno. También Héléne estaba resplandeciente: qui­
tando aquellas solitarias escapadas matinales, Simone
era toda para ella durante el verano. La rivalidad con
Zaza estaba provisionalmente resuelta.

En el centro Désir, las adolescentes hablaban de amor.


Zaza y Simone comparaban sus sueños, su ideal de pareja.
Simone se mostraba prudente a ese respecto: las desa­
venencias entre sus progenitores, la chabacanería de su
padre, el hastío y la melancolía de su madre le daban una
imagen negativa de la vida conyugal. Porque si el matri­
monio conducía a la amargura, la añoranza y el arrepenti­
miento, ¿para qué demonios iba una a casarse?
Georges de Beauvoir, antaño un hombre jovial y
tierno, ya no le dirigía la palabra a su mujer, salvo para
burlarse de ella o agobiarla. Por eso, Simone se juraba a
sí misma, una y otra vez, que su vida sería distinta. Que­
ría estar con un hombre al que admirase; un hombre
con el que compartir e intercambiar cosas. Un hombre,
en fin, al que pudiera confiar hasta el más mínimo pen­
samiento: «Me encantaría -pensaba ella- encontrar un
día a un hombre que me subyugara con su inteligencia,
su cultura y su autoridad.»

Sentada en la alfombra, junto a la estufa, Simone


abrió su cuaderno y empezó a escribir, como todos los
días. El roce de la pluma estilográfica sobre la hoja la
tranquilizaba, la vaciaba de sus frustraciones. A pesar
del constante ir y venir de su madre, consumida por la
curiosidad, Simone se concentraba en su trabajo.
Instalada a su lado, Héléne iba descubriendo los li­
bros de la condesa de Segur: ¡toda una revelación! La
pequeña de las Beauvoir también había recibido, como
regalo de su padrino, Los cuentos de Perrault ilustrados
por Gustave Doré. Simone levantó la cabeza y observó a
su hermana.

19

E s c a n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Con sus bonitas trenzas rubias y sus ojos azul claro
P oupette parecía una niña sabia. Con los lápices de colo­
res colocados ante ella, se había puesto a dibujar, copian­
do las ilustraciones. Sus gestos parecían rápidos y segu­
ros. Simone pensó en su propia torpeza, en lo poco que le
atraía la pintura. Sí, le gustaban los museos, pero ense­
guida se aburría. En el fondo, todo iba a pedir de boca. Su
hermana ya no intentaba imitarla.
Poco después, sus respectivos gustos iban a cruzar­
se, a alimentarse mutuamente. Las dos hermanas in­
ventaron un nuevo juego: Simone escribía novelas que
luego leía a su embelesada hermana, capítulo tras capí­
tulo, y Héléne, a su vez, dibujaba las ilustraciones perti­
nentes, al tiempo que empezaba a zambullirse en la his­
toria de los grandes pintores, por los que sentía una
fascinación creciente, y cuyo talento, ardor y tesón ad­
miraba.

«¡Milagros en Lourdes! Ya ¿y qué más?» Incluso de­


lante de sus hijas, Georges de Beauvoir se burlaba de las
creencias de su esposa. Simone y Héléne bajaban la ca­
beza en silencio. Su padre reaccionaba siempre con vio­
lencia ante las cuestiones religiosas, ¡lo cual chocaba vi­
vamente con las piadosas enseñanzas del centro Désir!
Aquello era como una tradición: por alguna misteriosa
razón, los hombres de la familia jamás iban a misa. En
Mevrignac, tan sólo las mujeres frecuentaban la iglesia.
Georges de Beauvoir les recordaba gustoso que los más
grandes escritores compartían su agnosticismo. Simone
le escuchaba; personalmente, a ella le costaba creer en
los milagros y le asombraba la injusticia del mundo:
«Una noche, en Meyrignac, me acodé, como tantas
otras noches, en mi ventana. [...] “Ya no creo en Dios",
me dije a mí misma, sin asombrarme demasiado. [...]
Con frecuencia, todo enmudecía. ¡Qué silencio! [...]
Ahora era yo la que se sentía como la oveja negra de la
familia. Y lo peor en mi caso era que lo disimulaba: iba
a misa, comulgaba... aunque ¿cómo me iba a atrever a
confesarlo? De haberlo hecho, me habrían señalado con

20 .
1 • ■r •• ■»' #

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
el dedo, me habrían echado del centro y habría perdido
la amistad de Zaza.»8
Simone imaginaba el escándalo y la pena que senti­
ría su madre si llegara a enterarse de su secreto. Cada
uno de sus gestos entrañaba ahora una cierta falsedad.
Simone observó a Poupette en la iglesia de Saint-Sulpi-
ce, tan bonita como un ángel, con su vestido de primera
comunión. Tampoco a ella podía contárselo. Simone se
sentía desorientada, siempre en vilo con el mundo que
la rodeaba. Sus conversaciones con Zaza estaban ahora
basadas en una impostura, pues su amiga estaba poseí­
da por un gran fervor religioso. Sus intercambios de
opiniones perdían autenticidad. Con las mejillas encen­
didas, Simone se preguntaba si algún día podría com­
partir esa verdad con un ser que la comprendiese...
Héléne, por su parte, durante su solemne comunión,
sintió una inmensa decepción. A pesar de sus plegarias,
de sus piadosos votos, de sus juramentos de obediencia,
Dios se negaba a habitarla. Durante la ceremonia, mien­
tras entonaba cánticos y portaba una vela delante de sus
padres y de Simone, no ocurrió nada. El órgano resona­
ba en la iglesia. Héléne, tan dispuesta como estaba a la
unión mística, no sintió más que cansancio. Nada de
milagros ni de comunión con Dios. Entonces, ¿dónde se
hallaba Él? Héléne no se atrevió a hablar de aquello con
su hermana.

Sentada ante el escritorio de su padre, Simone se


concentraba en su trabajo. Ya había oscurecido, y, como
cada noche, Georges de Beauvoir se había ido a jugar al
bridge a Versalles. Su madre y su hermana ya estaban
acostadas, pero Simone estaba repasando: quería obte­
ner su diploma de bachillerato.* La posibilidad de entrar
en la universidad entrañaba mil promesas de libertad.
Entre una disertación y una versión latina -pruebas en

8. IbícL.pp. 190-192.
* Título similar al de la selectividad española que permite el acceso a
la universidad. (N. del T.)

21

E sca ne ad o C am S ca nn er
las que sobresalía sin esfuerzo-, Simone se consagraba
a las materias científicas. «A mí me gustaba todo lo que
se me resistía: las matemáticas me encantaban.»9
El examen tuvo lugar en junio de 1924, en los locales
de la Sorbona. A pesar de la mediocre enseñanza que le
habían impartido los profesores del Désir, Simone obtu­
vo brillantemente dos títulos de bachillerato distintos: el
de ciencias y el de filosofía, y con un notable de media.
La noticia causó sensación en la familia: ¡estaban tan
orgullosos de ella! Mientras repasaba, Simone había es­
tado pensando en su porvenir. La filosofía la atraía. Ya
había oído hablar de la Escuela Normal Superior* para
mujeres de Sévres, que tenía una fama sin igual, pero
Frangoise de Beauvoir se oponía ferozmente a que su
hija ingresara en ella, porque, en efecto, las estudiantes
tenían que vivir allí, lo cual les daba una peligrosa auto­
nomía. No hubo manera de discutir el asunto. Lejos del
control de su madre, la nueva pensionista corría el ries­
go de estar en muy malas compañías. La Sorbona tam­
poco era un lugar muy recomendable para una joven ca­
tólica de buena familia, así que los Beauvoir decidieron
que Simone se preparase para obtener un diploma** de
matemáticas generales en el Instituto Católico y estu­
diase filosofía en el Instituto Sainte-Marie de Neuilly.

9. Simone <le Beauvoir, Mémoinss..., op. cil., p. 208.


* ENS, Escuela universitaria de formación del profesorado.
Un certificar, en Francia, hay que tener por lo menos cuatro «certi­
ficados» -equivalentes a los cursos universitarios españoles- paro obtener
la licenciatura. (Notas del T.)

22

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
II
La libertad

En el aula del Instituto Sainte-Marie de Neuilly, Si-


mone aguardaba impaciente la llegada del profesor Ga-
rric. Cristiano ilustrado y generoso, aquel hombre vivía
como un asceta en Belleville. No reclamaba nada para
sí, había renunciado a una carrera en la enseñanza su­
perior para consagrarse a los jóvenes, a los que animaba
a abrirse a una auténtica fraternidad, más allá de las ba­
rreras sociales:
«Cuando Garric apareció, me olvidé de todo lo de­
más y de mí misma, la autoridad de su voz me subyugó
Todo el mundo tiene derecho a la cultura en la
tierra no existía más que una inmensa comunidad cuyos
miembros eran todos hermanos. Negar toda clase de lí­
mites y de distinciones, salir de mi clase, salir de mi piel:
aquella consigna me electrizó Volví a casa, exaltada
[...], oí, por encima de mí, una voz superior: “¡Mi vida ha
de servir para algo! ¡Todo en mi vida ha de servir para
algo!"»1
Durante la cena, Simone se percató de repente de
que ahora miraba a los suyos de un modo distinto. Ob­
sesionados por las desgracias de la Gran Guerra, ¿cómo
iban a entender ellos aquel discurso, aquella revelación?
La propia Héléne, sentada a su lado, no era más que una
1. Sim one de Beauvoir, Métnoircs..., op. cil. p. 289.

23

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
adolescente, culta, sí, pero muy lejos ailn de uquelln
búsqueda exultante, La única que, quizá, podía com­
prender la perturbación de Sitnone era Zaza. Y Jñeques.
El primo Jacques, que acababa de entrar en su vida y
uue compartía su afición por tn literatura y l¡» reflexión.
El le llevaba revistas y obras prohibidas. Simone des­
bordaba entusiasmo: en Luxemburgo, en la biblioteca
del Instituto Católico, en todas partes, devoraba libro
tras libro.
Jacques la alejó de Anatole Frunce (al que su padre
veneraba) y le hizo descubrir a Gide, a Claudel, a Valéiy,
a Proust, a Baudelaire. El viejo mundo de Simone había
volado en pedazos, y la biblioteca Sainte-Geneviéve era
ahora su reino. Tras obtener un diploma de literatura,
Simone, que durante algún tiempo había dejado de es­
cribir, abrió un nuevo cuaderno. En aquel diario, su
confidente, transcribía imperiosamente sus emociones,
sus pensamientos. Muy pronto iba a empezar una nove­
la. La escritura, más necesaria que nunca, le permitía
combatir su soledad.
Porque Simone, en efecto, estaba sola. Zaza seguía
asfixiándose en el cerco familiar, entre los muros de la re­
ligión. Pero en vez de pensar en huir, en vez de rebelarse,
se sometía y se consumía poco a poco. Las penosas con­
tingencias estaban a punto de minar aquella preciosa
amistad, tan importante para Simone. El abismo se iba
agrandando, cada día un poco más. ¿Cómo iba a decirle a
Zaza que ella ya no creía en Dios? ¿Cómo podía compar­
tir con ella sus descubrimientos? La espontaneidad, ele­
mento esencial de su relación, se había esfumado.
Héléne acababa de terminar su penúltimo año en el
instituto. A escondidas, en el despacho de su padre -la
única habitación caldeada del piso-, también ella se ha­
bía lanzado a la escritura. Héléne empezó relatando las
menudencias de su vida cotidiana. En un tono no exento
de humor y de sarcasmo, describía las inocentes realida­
des que daban fe de su infancia. «Definición de amigas:
muchachas a las que se quiere aún menos que a las de­
más, pero a las que, forzosamente, se ve con más frecuen-

24A1c?’3*a ór
YiibííOieca Dúb¡*ca

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
cia. La amistad es una triste invención.»2Tras unas cuan­
tas gracias de la misma índole, Héléne abordaba conside­
raciones más serias: «Si fuera una gran pintora, me gusta­
ría hacer cuadros humorísticos, pero de cuya comicidad
tan sólo me percatase yo [...] El pintor debe mostrar a
cada uno lo que quiere ver, y reservarse siempre para él un
pequeño rincón, para poder reírse en voz baja.»3
Tras las horas que pasaba en el Louvre, un fuego in­
terior la impulsaba a los colores y los pinceles, aunque
Héléne aún no se atrevía a imaginar semejante porvenir.
Años después me confiaría su falta de confianza en sí
misma: una vocecita le repetía insistentemente que ja­
más lo conseguiría. Además, ella era una mujer, y la his­
toria del arte trataba sobre todo de los pintores masculi­
nos. Los museos, atiborrados de creaciones, muy rara
vez presentaban obras de mujeres, cosa que Héléne,
siempre en busca de inspiración y de modelos que ad­
mirar, lamentaba sinceramente.

Simone seguía con su diario. ¿Adonde la estaba lle­


vando la escritura? No lo sabía con seguridad, apenas
tenía una idea abstracta al respecto. Debía escribir una
obra, sí, pero ¿sobre qué tema? En el umbral de su vida
adulta, las dos hermanas confiaban en el porvenir; un
porvenir que aún les parecía incierto, inaprensible.

Desde que había hecho su solemne comunión, Hélé­


ne asistía con su madre a la misa dominical. En aquella
morada grande, fría, sin encanto, escuchaba los coros.
Así se le pasaba el tiempo más deprisa. A ella le preocu­
paban las mismas cuestiones que a Simone. Pensaba en
las chanzas de su padre, en su agnosticismo. Poco antes
de aprobar el examen de bachillerato, se percató, sin
sorprenderse realmente, de que ya no creía en Dios. Una
sencilla constatación. Simone le hizo entonces esta libe­
radora pregunta:

2. Héléne de Beauvoir, Souvenirs, op. cit., p. 289.


3. Ibíd.

25
E sca n e a d o c o n Cam Scanne
-Pero ¿tú enes creyente?
Héléne vaciló:
-Bien mirado, ¿por qué habría de tener fe? La reli­
gión me está envenenando la vida. En realidad, pienso
que ya no creo.4
Simone sintió un inmenso alivio. De nuevo podía
sincerarse totalmente con su hermana. Pero aquello de­
bía quedar en absoluto secreto. De lo contrario, Fran-
?oise de Beauvoir podría llevarse una enorme decep­
ción. Sus hijas, aquellas dos jóvenes formales, le habían
vuelto la espalda a la casa de Dios.

-¡No es justo!
De pie frente a su madre, en medio del salón de la ca­
lle de Rennes, las mejillas de Héléne se enrojecieron de
rabia e indignación. Había sufrido tantas vejaciones du­
rante estos años... Pero esto ya era demasiado. Fran90i-
se de Beauvoir, embutida en su conjunto gris perla, le
explicó una vez más a su hija su punto de vista:
-¡No tienes ninguna necesidad de hacer el examen
de bachillerato! No te servirá de nada.
Con una hija corriendo detrás de los diplomas ya te­
nía más que suficiente. Si toleraba los logros de la ma­
yor era a causa de su inteligencia, de su precocidad.
Y porque eso, a veces, la llenaba de orgullo. Pero ahora,
en cambio y como una suerte de compensación, la pe­
queña debía seguir siendo una muchacha normal. To­
dos esos escritores impíos, esas lecturas peligrosas, bien
podían apartarla de la religión y de los auténticos valo­
res. Héléne no debía, de ninguna manera, hacer una ca­
rrera. Así, su madre la salvaría. Con su voz dulce, la jo­
ven respondió:
-Mamaíta, ¡te aseguro que nada podrá impedirme
sacar el bachillerato!
Su mirada se volvió súbitamente dura y resuelta. Hé­
léne dio media vuelta y salió de la habitación dando un
portazo. Cinco minutos después, estaba subiendo la ca-

4. lbíd.,p. 43.

26

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
lie deRennes. Dobló en el bulevar Montpamanse y ic di­
rigió hacia la avenida Denfert-Rochereau. Su hermana
siempre la había alentado y protegido. A esa hora de la
mañana, Simone debía de estar allí, en la habitación
que le había alquilado a su abuela. I léléne envidiaba su
libertad; algún día -pensó- también ella tendría derecho
a ser libre. La puerta se abrió. Presa de violentos tem­
blores, Poupette se arrojó a los brazos de Simone.
-Tranquila, hoy mismo hablaré con mamá.
Simone se vistió, se tomó un café y se preparó para el
enfrentamiento. Con Héléne pisándole los talones, las
dos hermanas rehicieron el camino. Ya en la calle de
Retines, delante del piso familiar, la mayor subió sola. Al
borde de las lágrimas, falta de argumentos, Fran^oise de
Beauvoir cedió. No le quedaba otra opción: o el bachille­
rato o perder el cariño de sus hijas. Además, ese título ya
no constituía realmente un obstáculo para el matrimo­
nio. La razón de las hijas se impuso a la obstinación de
su madre.
Pero la carrera de obstáculos proseguía. Unos meses
antes había tenido lugar otro incidente. Fran^oise de
Beauvoir seguía abriendo las cartas que Simone, con
diecinueve años ya, le escribía a Héléne. Un día, incluso
se había atrevido a leer ciertos pasajes en voz alta y rién­
dose burlonamente. Héléne se había levantado, furiosa:
«¡Jamás te volveré a hablar!» También aquella vez había
tenido que intervenir Simone, protestando contra aque­
lla intromisión en su mutua intimidad. Una joven de
diecinueve años bien tenía derecho a una corresponden­
cia privada. ¡A una vida privada! Frangoise se había ba­
tido en retirada. Las palabras de desprecio que le había
dirigido su hija pequeña la habían dejado helada. Le ha­
bría gustado tanto preservar a sus hijas, protegerlas...
Ella había actuado mal, desde luego, pero lo único que
le quedaba en la vida era el cariño de sus hijas. Y no que­
ría perderlas. Con la cara abotargada de pena, Franco i-
se había aceptado las exigencias de Simone.
Simone ya se había acostumbrado a hacer frente, a
luchar. Primero contra su madre, después contra los

27

E sca n e a d o co n C am S ca nn er
sarcasmos de su padre. Georges de Beauvoir no hacía
más que recordarles a sus hijas que jam ás les daría una
dote, y que, por lo tanto, tendrían que trabajar. Los ofi­
cios a los que las mujeres podían acceder eran limita­
dos, la enseñanza parecía ser una de las pocas carreras
en las que podían pensar. Y con un escaso sueldo en jue­
go. ¿Una hija funcionaría? ¡Menuda vergüenza! Como
buen aristócrata. Georges de Beauvoir no podía ni ima­
ginar semejante degradación, la cual traería el deshonor
a toda la familia.

Entre las clases en Sainte-Marie de Neuilly y las ho­


ras de estudio en la biblioteca Sainte-Geneviéve, los me­
ses pasaban volando. Simone se enteró de que su primo
Jacques iba a casarse. El joven le había echado el ojo a
la hija de un industrial acaudalado, cosa que a Simone
le produjo cierta pena, aunque ésta, por fortuna, le duró
poco. Tenía otras cosas en las que pensar. Acababa de
aprobar sus exámenes de matemáticas y de filosofía;
una profesora de Sainte-Marie le aconsejó que se pre­
sentase a la oposición de filosofía, y Simone se sentía
con fuerzas para dar la talla.
Mientras preparaba la oposición, se cruzó con Simo­
ne Weil. Aquella joven opositora también era célebre
por su inteligencia y, sobre todo, por su agudo sentido
de la fraternidad y de la solidaridad. La charla fue breve.
En un tono áspero, Simone Weil afirmó que lo único
que contaba ahora era una cosa: la Revolución que da­
ría de comer a todo el mundo, a lo cual la otra Simone
replicó que el problema no era propiciar la felicidad de
la humanidad sino dar un sentido a su existencia. Simo­
ne Weil la miró de arriba abajo con desdén: «Cómo se
nota que usted no ha pasado hambre.»5 Simone anotó
aquella sentencia inapelable en su cuaderno. ¡Menuda
humillación! ¡La tenían poruña pequeñaburguesa!
Nada más obtener, también ella, su título de bachi­
llerato, Héléne se había apuntado a un taller de dibujo

5. Sim one de Beauvoir, Mémoires..., op. cit., p. 331.

28
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
do la zona nueva de París, cuya enseñanza se limitaba a
la decoración. Sus padres le habían prohibido ingresar
en la Escuela do Bellas Artes, a causa de la mala reputa­
ción que tenían sus estudiantes. Luego oyeron hablar
de la Escuela de Arte y Publicidad de la calle de Fleu-
rus, a unos centenares de metros de la calle de Rennes.
Toda una suerte para Fran^oise de Beauvoir, que se­
guía vigilando de cerca a su hija. Allí Héléne iba a
aprender los oficios artísticos. Primero se inició en la
xilografía, y luego pasó al aguafuerte. Una noche, que­
dó con Simone en el bar de Lutétia. Las dos hermanas
se pulieron cuanto tenían dándose el lujo de dos pon­
ches. «La pintura al óleo es mi droga, me gusta trabajar
con ella, me gusta su fluidez, la soltura de su técnica,
me gusta respirar el olor a trementina.»6 Muertas de
risa, brindaron: ¡Héléne por fin había encontrado su ra­
zón para vivir! «¡Si nuestros padres supieran que dibujo
hom bres desnudos!» Héléne le contó que, los domingos
por la m añana, en vez de acudir piadosamente a misa,
se daba un atracón de pintura en el Louvre. Allí, se que­
daba inmóvil ante las telas de Corot y Delacroix, así
como de los cubistas, a los que adoraba: «¡El Louvre es
mi iglesia!», le confesó a su hermana. Poupette quería
com prender las técnicas de esos pintores. Estaba re­
suelta a dedicarse a ese oficio.
-¡Por nuestro porvenir! -concluyó la mayor levan­
tando su vaso.

Las pruebas de la oposición estaban al caer. Simone


tenía que aprobar a toda costa, pues su meta en ese ca­
mino eran la libertad y la independencia económica.
¡Tener un sueldo! Simone soñaba con ello. A veces se to­
paba con sus compañeros en la Escuela Normal Supe­
rior. En especial, la intrigaba un grupo de estudiantes
altivos e indiferentes: «El único hermético era el clan
formado por Sartre, Nizan y Herbaud, que no se relacio­
naban con nadie [...]. Sartre no parecía una persona v

6. Héléne de Beauvoir, Souvenirs, op. cit., p. 77.

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
arisca, aunque se decía que era el más terrible de los
tres, e incluso lo acusaban de beber.»7
Con todo, los tres observaban a Simone a hurtadi­
llas. Sus ojos azul miosota y la finura de sus rasgos no le
habían pasado desapercibidos a Sartre. Éste no soltaba
prenda, pero se había prometido a sí mismo encontrar
una manera de conocerla. En la Biblioteca Nacional, Si­
mone se encontró un día, muy sorprendida, con Her-
baud, quien se sentó a su lado y compartió un bocadillo
con ella. En un tono jovial, Herbaud alabó su vestido
nuevo, ciertamente modesto. Gracias a él, Simone des­
cubrió su propio encanto y entrevio la posibilidad de se­
ducir a un estudiante que había aprobado la prestigiosa
oposición de la calle d’Ulm. En plan de guasa, Herbaud
la trataba de «señorita», sin duda en referencia a la no­
ble partícula de su apellido. Luego le puso un apodo:
«Castor.» En su cuaderno, escribió en grandes letras
mayúsculas: BEAUVOIR = BEAVER.* «Usted es un cas­
tor-le dijo-. Los castores van en grupo y tienen un espí­
ritu constructivo.»8 Simone le escuchaba, divertida. El
mote era poco halagador pero ciertamente apropiado.
Unos días después, el joven Jean-Paul Sartre la abor­
dó y le propuso ir a tomar algo a un salón de té próximo
al Ódéon. Sorprendida y desconcertada, Simone aceptó
la imitación, aunque no tardó en arrepentirse: una joven
de la alta sociedad no debía hablar con un desconocido.
Además, Herbaud se pondría furioso, porque quería ha­
cer las presentaciones personalmente. No, Simone no
debía acudir a la cita. Así que recurrió a Héléne para que
la ayudase y acudiese en su lugar a la cita:
-¿Cómo lo reconoceré?
-Es un hombre feo y con gafas. No podrás confundir­
te. Aunque, al parecer, tiene un gran sentido del humor.
Héléne alzó los ojos al cielo, y acabó aceptando. Para
la ocasión, decidió ponerse un vestido negro que le sen-

7. Simone de Beauvoir, Mimoines.... op. cit., p. 433.


* «Castor» en inglés, (iV. del T.)
8. IbídL.p. 452.

30

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
taba muy bien. Un collar de piedras preciosas de Japón
realzaba su gracioso busto. Y, anudando sus cabellos
rubios, un moño.
Llena de aprensión, la joven elegante entró en el sa­
lón del té. El aire olía a chocolate. De repente, Héléne
dio un respingo: ante ella, en dos mesas contiguas, ha­
bía no uno sino dos hombres feos con gafas. Decidió
presentarse: «Soy la hermana de Simone.» El más bajito
se levantó con cara de fastidio y le ofreció una silla. Hé­
léne se sentía muy incómoda, pero, siguiendo las reco­
mendaciones de su hermana, empezó a contar la menti­
ra acordada.
Sartre la observaba con aire de duda y sin ocultar su
decepción. Desde luego, era una joven arrebatadora,
pero él estaba hundido. ¿Tal vez Simone no había queri­
do quedar con él a causa de su fealdad? Aun así, por cor­
tesía, Sartre llevó a Héléne al cine, a ver una película de
título evocador: Une filie dans chaqué port [Una novia en
cada puerto]. Sartre no le dedicó ni una sonrisa en toda
la tarde. Héléne, que estuvo muy a disgusto, volvió a
casa sin tardanza. Simone la estaba esperando, impa­
ciente por conocer su veredicto, que fue rotundo: «Es
realmente feo, y no es, en absoluto, tan divertido como
dicen.»
Ensimismada, Simone reflexionaba. La fealdad de
Sartre era innegable, pero estaba, según decían, com­
pensada por una aguda inteligencia. A ella, además, no
le desagradaba el hecho de que él, al aparecer, se hubie­
ra llevado un chasco, y esperaba que se le presentara
pronto otra ocasión. Algún tiempo después, Herbaud le
propuso al fin reunirse con ellos para preparar una
prueba de filosofía en la Escuela Normal. Delante de
Sartre, Nizan y Herbaud, Simone expuso, con voz alte­
rada y emotiva, su punto de vista acerca de Leibniz. Sar­
tre simuló prestarle atención, cuando, en realidad, no
dejaba de observar, fascinado, a aquella preciosa joven
de mente sutil. Cuando Simone se marchó aquella no­
che, él va deseaba volver a verla. Muy pronto, se volvie­
ron inseparables y ambos lograron pasar a la segunda

31

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
parte -la exposición oral- de la oposición. FJ año ante­
rior, ante la estupefacción general, Sartne bahía sido
suspendido. Esta vez. no podía fracasar. Uno de los te­
mas de la disertación parecía hecho a medida para el fu­
turo existencialista: libertad y contingencia. ¿Cómo po­
día fallar en un tema tan esencial? Delame del tablón de
anuncios en el que estaban expuestas las notas de la
prueba escrita, Sartne dio un suspiro de alivio. «Ahora,
debo hacerme cargo de usted», le di jo a Simone. Con ese
tono protector, Sartre le estaba recordando que era tres
años mayor que ella. En la prueba oral, Simone deslum­
bró al tribunal. Los examinadoras dudaron mucho acer­
ca de la clasificación final, pero había que consolar a ese
pobre estudiante tan brillante que había tenido que re­
petir las pruebas. Sartre quedó en primer lugar, por de­
lante de Simone que, a sus veintidós años, se convenía
en una de las profesoras de filosofía más jóvenes del
país. Al enterarse del resultado, Georges de Beauvoir ni
rechistó. Su hija había aprobado una oposición difícil;
él ya no tendría que hacerse cargo de sus necesidades
económicas. Simone era ahora una mujer independien­
te que frecuentaba los bares de Montpamasse. Su padre
dudaba mucho de que llegara a casarse un día, y mascu­
llaba de mala gana que ahora había una funcionaría en
la familia. Aquel aristócrata arruinado estaba lejos de
imaginar que su hija mayor aún le iba a dar otras sor­
presas.
Simone y Sartre festejaron su éxito con champán.
Héléne se había unido a ellos. Su presencia divertía a
Sartre. Le agradaba su frescura y su entusiasmo. La
atención que le prestaba demostraba hasta qué punto le
preocupaba todo lo tocante a Simone.

Llegó el verano, y con él las vacaciones en La Grillére


y en Meyrignac. Héléne pataleaba ante la idea de volver
al campo. Simone, por su parte, estaba desconsolada.
¿Cómo iba a soportar una separación de dos largos me­
ses? Sartre le preguntó si le podía escribir, y ella aceptó
sin rodeos. Tras la disputa con su madre acerca de la co-

32

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
rrespondencia, Simone estaba segura de que ya no le
abriría las cartas, así como tampoco vigilaba ya -al me­
nos tan estrechamente como antes- sus idas y venidas.
Una cálida mañana, Simone estaba desayunando
con Héléne en el jardín de La Gríllére, cuando, de súbi­
to, apareció su prima Madeleine, jadeando. Ésta le su­
surró al oído que un joven de París había llegado sin
previo aviso y que la estaba esperando en un campo cer­
cano. Simone corrió a su encuentro, y luego estuvieron
horas charlando.
Desde que Simone se había marchado, París le había
parecido un desierto, así que Sartre había cogido un tren
y había alquilado una habitación de hotel en un pueblo
de nombre premonitorio: Saint-Germain-les-Belles.*
¡Para llegar a La Gríllére tenía que recorrer cuatro kiló­
metros a pie! Una auténtica proeza para un hombre que
odiaba el esfuerzo físico... Y, sin duda, una prueba de
amor también. Para evitar cualquier problema con sus
padres, Simone le pidió a Madeleine, y luego a Poupette,
que le llevaran de comer a escondidas. Poco después, su
madre descubrió que faltaba un trozo de carne, por lo
que Simone tuvo que contentarse con prepararle a Sar­
tre unos simples bocadillos. Salía por la mañana con
una cesta llena de vituallas y desaparecía durante todo el
día. La clandestinidad y el carácter novelesco de sus en­
cuentros secretos con Sartre reforzaban sus lazos. Le en­
cantaba estar con él. Sartre la escuchaba con avidez, se
reanimaba con sus palabras. Su inteligencia era induda­
ble, y, además, el hecho de que la comprendiera tan bien
y de que compartiera sus gustos literarios la exaltaban.
Aquellos días tenían un agradable olor a lavanda al que
se mezclaba el sabor de lo prohibido. A partir de enton­
ces, ya no se trataba únicamente de una cuestión de en­
tente intelectual: en medio de un campo, ocultos por una
vieja torre medieval, Sartre y Simone se amaron.

* San Germán [de] las Hermosas. Germain (germano) significa tam­


bién «hermano» o «carnal», en alocuciones familiares del tipo cousins
germains o freres gennains. (N. del T.)

33

E sca ne ad o C a m S ca n n í
Um»« cuanto* dta» después, lo* don amantes fueron
sorprendidos por Gcorge* de BcmivoIi*» seguido de su
esposa. til pudre le pidió a Sartre que abandonara la res
gión, Su presencia ponfo en entredicho el honor de Si­
mone, peto también el de su» primas, una de las cuales
estaba prometida. Sartre no se dejó Intimidar. Con voz.
grave y firme, le respondió que el foso que lo unía a la
señorita De Beauvolr era muy Fuerte, y que iba a seguir
viéndola cada día. cerca de l.n Griliére.
Georges de Reuuvoir no se esperaba tal audacia.
Vencido, regresó con Frangolle, hecha un mar de lágri­
mas. Simone alzó la vista hacia Sartre. Su vida de adulta
había empezado. Muy pronto iba a cobrar su primer
sueldo, y ya no dependería de nadie. Itéléne estaba fas­
cinada por el coraje de su hermana. Y, sin embargo, ios
pensamientos de la menor se nublaron de tristeza: aho­
ra tendría que enfrentarse sola a un padre jugador, be­
bedor y juerguista, y sola también a la tiranía de una
madre arisca: «No te preocupes -la tranquilizó Simo­
ne-, no me iré muy lejos.»

Aquella noche, en los muelles de París, corría un aire


fresco. Simone le dio su chal a Poupette. Desde su vuelta,
la joven profesora estaba recogiendo los frutos de su tra­
bajo: «Ganar dinero, salir, recibir gente, escribir, ser li­
bre; esta vez, realmente la vida se me estaba abriendo. [...]
Yo preparaba a mi hermana para ese porvenir. A orillas
del Sena, al caer la noche, nos contábamos, hasta quedar
sin aliento, nuestras triunfantes perspectivas de futuro:
mis libros, sus cuadros, nuestros viajes, el mundo.»9
¡Qué diferencia con Zaza! Ésta, cada vez que se veían,
parecía más flaca y abatida. Se había enamorado perdi­
damente de un joven con el que su familia le había pro­
hibido casarse. Tras haberse informado acerca de él, sus
padres habían descubierto que había nacido de una rela­
ción adúltera. Zaza, para no apenara su madre ni humi­
llar a su padre, y para no arruinar la reputación de éstos,
9, Ibfd., p. 456.

34

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
se había sometido una vez más a su mandato. Había
aceptado renunciar al hombre que amaba e irse un año
a estudiar a Berlín, porque, según su madre, la distancia
la ayudaría a curar sus heridas. Las hermanas Beauvoir
observaban, estupefactas, cómo la impertinente Zaza se
iba doblegando poco a poco, agotada por una vida de
prohibiciones. La joven ni siquiera pudo marcharse a
Alemania. Aquejada de una fiebre virulenta, tuvo que ser
internada en una clínica de Saint-Cloud, donde los médi­
cos sospecharon que padecía una meningitis. Zaza recla­
mó en vano la presencia de Simone. Por desgracia, los
Mabille no permitieron que su amiga la visitase, pretex­
tando un posible contagio, cuando, sin duda, la verdade­
ra razón de la negativa fue la libertad de la que entonces
gozaba Simone. Los Mabille pensaban que ésta podía
ejercer una influencia perniciosa en Zaza. Resignada, Si­
mone aguardaba impaciente que su antigua confidente
se restableciera para animarla a seguir viviendo. Pero no
tuvo ocasión de hacerlo: Zaza murió unos días después,
declarando: «No te apenes, querida mamá. Todas las fa­
milias sufren alguna pérdida:* yo soy la vuestra.»10
La noticia fue un puñetazo para las hermanas Beau­
voir. La enfermedad se había llevado a Zaza, que ahora
yacía muerta en la capilla de la clínica. Simone estaba
hundida. Había perdido a su doble. Pensaba en sus risas
locas, en sus cuchicheos de adolescentes, en sus inter­
minables conversaciones. El pasado desaparecía, engu­
llido brutalmente. Las dos amigas habían crecido jun­
tas, esperado juntas, luchado juntas contra el destino
que sus familias habían querido imponerles.11 Un tre­
mendo sentimiento de culpabilidad le oprimía el cora­
zón cuando Simone pensaba en su propia dicha. Enton­
ces se acordó de su hermana menor, a la que había

* Aunque se traía de una frase hecha -il v a du déchet-, no podemos


obviar, en este caso, las otras acepciones del término déchet, que abarcan
desde el sentido material del mismo -«residuo, deshecho»- al moral
—«descrédito, deshonor». (N. del T.)
10. Ibíd-.p. 502,
11. Ibícl, p. 503.

35

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
descuidado. Ahora, Héléne era el único testigo de su in­
fancia.

Doce horas de tren, en un vagón de tercera clase con


literas de madera: ¡como un viaje al fin del mundo! Para
ocupar su primera plaza, Simone había sido nombrada
profesora de filosofía en un instituto de Marsella, y Sar-
tre en uno de El Havre. Desde la muerte de Zaza, Héléne
había aprendido a compartir a su hermana con Sartre.
Así y todo, jamás se habían separado físicamente. Aho­
ra, el hecho de que Simone se marchara al Sur creaba
un vacío aterrador en su vida.
En el andén de la estación, las dos hermanas intenta­
ron disimular su tristeza. Héléne, angustiada, se pre­
guntaba quién la iba a proteger de ahora en adelante, en
caso de problemas. Aunque Sartre ya había resuelto la
cuestión: a partir de ese día, pasaría los domingos con
Poupette.
En Marsella, Simone encontró enseguida la manera
de ocupar sus días. Aparte de dar clase, recorrería a pie
la campiña que rodeaba la ciudad. Y, de noche, llenaría
de palabras sus cuadernos. Simone enviaba largas misi­
vas a Héléne, a Sartre y a algunas amigas. A sus veinti­
trés años y enamorada de su joven filósofo, aquella se­
paración le resultaba insoportable. Sólo las cartas la
salvaban de aquella soledad, cartas en las que consigna­
ba cada uno de sus hechos y de sus gestos.
Los domingos, Sartre volvía de El Havre y llevaba a
Héléne a pasear por París, cuyos viejos edificios, rinco­
nes perdidos -sobre todo los del barrio de los Gobelins-
le descubría. Con ella, Sartre hablaba de Simone, de su
trabajo, de un libro que estaba a punto de escribir...
Pensaba en voz alta. Como Simone estaba ausente, era a
la hermana menor a la que le contaba sus dudas de es­
critor, su falta de confianza en sí mismo, su ardiente de­
seo de crear una obra que perdurara en la historia. Pero
Sartre no veía la manera de construir ese edificio. Todo
le parecía tan vago en su mente... Y, para colmo, su pe­
queño Castor estaba tan lejos... Sartre añoraba la vio-

36

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
lenta viveza de sus comentarios. ¡Sólo ella le obligaba a
dar lo mejor de sf mismo! Héléne era afortunada, por­
que podía contemplar enseguida su tela acabada. En su
caso, la angustia de la creación no duraba más que unos
días, y la gratificación era casi inmediata. Nada que ver
con los tormentos del escritor, que debe reelaborar su
obra durante meses y meses...
En Marsella, Simone estaba pasando por las mismas
pruebas que su amante. También ella quería consagrar
su vida a la escritura. Pero ¿qué tema debía elegir? Simo­
ne alineaba frases, escribía otras nuevas... La política no
le interesaba nada. Como para Sartre, la expresión de la
libertad era su principal preocupación; pero ella quería
afrontarla desde un punto de vista filosófico e individual.
Día tras día, se apresuraba a llegar a la oficina de Co­
rreos, esperando encontrar alguna carta, ese vínculo
camal que la unía a su círculo privilegiado. En París,
también Héléne acudía regularmente a la oficina de
Dcnfert-Rochereau. Así su madre no podría interceptar
ninguna carta.
Si bien Sartre tomó el tren en repetidas ocasiones,
Héléne, en cambio, tan sólo pudo reunirse con su her­
mana una sola vez ese invierno. Simone la llevó por los
senderos de las calas. Calzada con alpargatas, Poupette
seguía a duras penas su ritmo. Finalmente cayó enferma
y tuvo que guardar cama. La mayor dejó a la pequeña
oculta bajo las mantas. ¡Simone necesitaba tanto el con­
tacto con la naturaleza que ni se le pasó por la cabeza ha­
cerle compañía! Sola en la cama, Héléne acechaba las
raras apariciones de Simone. Desde que eran muy niñas,
Héléne se aferraba a ella como si fuera un ángel guar­
dián, una segunda madre, más nutricia y protectora que
la que las había parido. Necesitaba tenerla cerca; por
eso, también aquella estancia tenía el regusto amargo
del fracaso. Héléne intentó convencerse de que Simone
tenía sus razones para actuar así, de que, en su lugar, ella
habría hecho lo mismo. Unos días después, la fiebre
bajó. Héléne volvió a París, no sin tristeza.

37

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
-¡Por fin has llegado!
Héi¿nc entró en el comedor de la cusa del bulevar
Raspai). Sus padres estaban a punto de cenar. Vestid,,
con su eterna levita, su podre alzó la vista y le espetó, io-
bivsaltado:
-¡Estás coloradísima! ¿De dónde vienes?
-Ya lo sabes, ¡de la casa Grüber!
Héléne suspiró, A sus veintitrés años, y ganando un
mísero sueldo como secretarla en una galería, seguía
obligada a vivir con sus padres. Sin embargo, sus cur­
sos, su material de dibujo, sus óleos, sus telas, sus des­
plazamientos; absolutamente lodo corría de su cuenta.
Se acordaba de cuando Simone era estudiante, que pre­
fería quedarse en la biblioteca y resistir el hambre antes
que ir a almorzar a casa de sus padres. Era la manera
que tenía su madre de vengarse de su ansia de libertad.
Pero Francoise no conocía bien el grado de testarudez
de sus hijas. A pesar de sus privaciones, Simone había
aprobado la oposición de filosofía. Y ahora Hélene tam­
bién estaba aguantando el tirón.
A paso ligero, se acercó a la silla. El vaho de la olla
invadía la estancia. En silencio, Héléne se sirvió una
buena cantidad: tenía más hambre que de costumbre.
Esta vez, la causa no era la compra de pinceles y de colo­
res. Con las mejillas encendidas, pensando en su aloca­
da jomada, devoró la comida sin dirigirles la mirada a
sus padres.
Sobre la piel, aún podía sentir las caricias y los be­
sos apasionados de Jean Giraudoux. El escritor pre­
tendía estar interesado en su pintura y, so pretexto de
examinar sus cuadros, había ido a su taller. Desde la
primera visita, él había conseguido vencer su pudor.
Y ella, al no poder resistirse a ese amante tan experi­
mentado, se había arrojado a sus brazos, trastocada por
sus atenciones e inundada de emociones nuevas. Hélé­
ne observó ahora las caras de sus padres, sus expresio­
nes impenetrables, sus cuerpos rígidos. La voz de su
madre la sobresaltó:
-¿Pero qué pintas son ésas? ¡Estás despeinada!

38

E sca ne ad o C am S car
Molesta, Héléne se alisó el pelo con las manos, y lue­
go volvió a sumirse en sus ensoñaciones. «Pobre mamaf-
ta -se dijo a sí misma, degustando un pedazo de pastel
de cerezas-: tus dos hijas se te han ido de las manos.
También yo he descubierto el amor. El amor prohibido,
la pasión.»
«Ojalá ya fuera mañana», pensó. Mañana iría a to­
marse una copa en el Jockey con Sartre. Él le serviría de
confidente, tal vez de consejero. Con él podía hablar a
su antojo, dejarse llevar. Luego escribiría a Simone al
instituto de Marsella. Se lo contaría todo, porque ardía
en deseos de decirle a su hermana que también ella se
había convertido en una mujer. Y, en su fuero interno,
saborearía su secreto. Ya nada la detendría. Héléne era
libre. A partir de ahora, el trabajo y el placer goberna­
rían su vida.

Sartre entró con paso decidido en el aula del institu­


to de El Havre, aunque, vestido con ese traje de tercio­
pelo m arrón oscuro y esa corbata negra, parecía muy jo­
ven. Sin el menor preámbulo, empezó a exponer los
principios de la filosofía de Spinoza. La gravedad de su
voz y la contundencia de sus palabras cautivaron de in­
mediato a los estudiantes. A pesar de su fealdad y de la
rareza de sus ojos envueltos en unos pesados párpados,
supo, en unos minutos, ganarse a su auditorio.
Sentado en primera fila, un joven rubio de ojos azu­
les, esbelto y elegante, bebía cada una de sus palabras.
Gracias a Sartre, un soplo de libertad había entrado en su
vida, algo de lo que Lionel de Roulet estaba muy necesi­
tado. Hasta entonces, su vida podía resumirse como un
cúmulo de desgracias. Sus padres, riquísimos, habían
tenido tres hijos, de los que se habían ocupado muy poco.
Para ellos, la educación estaba en un segundo plano, ale­
jada de su primera ocupación: el juego. Una pasión en­
fermiza que estaba arruinando a la familia. Como regalo
de boda, los padres de Lionel habían recibido un chalet
en Suiza, pero, una noche, la casa se desplomó ardiendo
sobre los tapetes verdes. Los niños fueron separados y

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
confiados a familias amigas, en las que crecieron solos.
Más tarde, la hermana de Lionel, Chantal, me contó que,
durante su adolescencia, lloraba todas las noches. Aque­
lla tristeza también se había apoderado de Lionel de
Roulet, intensificada por un profundo sentimiento de
aislamiento que se prolongaba incluso en los bancos del
instituto.
En ese contexto, su joven profesor de filosofía le es­
taba abriendo horizontes inesperados. Al contrario que
los otros profesores, y para gran indignación de las fa­
milias burguesas de Normandía, a Sartre le gustaba
charlar con sus alumnos en el café, después de las cla­
ses. Juntos, hablaban de las últimas novelas policiacas,
se apasionaban por los combates de boxeo y se deleita­
ban con los cotiileos de la ciudad. Poco a poco, Lionel se
fue sintiendo menos solo. Una sonrisa iluminaba su ros­
tro. Le gustaba confiarse a aquel «petit homme»,* que
era como lo llamaban amistosamente sus alumnos.
Sartre le habló del afecto que le unía a una joven
profesora de filosofía, cuya belleza e inteligencia admi­
raba, y que muy pronto daría clases en Rouen. Tenía
muchas ganas de reunirse con ella y contaba con poder
presentársela en cuanto la trasladaran a Normandía.
Pero el azar decidió otra cosa: en un compartimento del
tren París-Rouen, Simone y Héléne escucharon a un jo­
ven rubio hablar animadamente del Asesinato de Roger
Ackroyd, la novela de Agatha Christie. ¿Sería para alar­
dear de su cultura recién adquirida? Dándose aires de
importante y misterioso, el joven le soltó, intencionada­
mente, a su compañero de viaje: «Fue Sartre quien me
recomendó este libro.»
El tono de la frase divirtió a Simone. «¡Debe de ser el
discípulo de Sartre!», le cuchicheó a su hermana. Las
dos pusieron cara de no entender la conversación e ig­
noraron deliberadamente a los jóvenes. Para colmo, se
comportaron de un modo realmente excéntrico. Saca­
ron de sus maletas una plancha y se pusieron, con toda

* Hombrecillo, hombre bajito. (N. del T.)

40
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
naturalidad, a cascar nueces con ella. Lionel, estupefac­
to, no les quitaba ojo. ¡Qué modales tan curiosos tenían
aquellas m uchachas de buena familia!
Los viajeros se dispersaron al llegar. Simone no ha­
bía dicho ni mu, esperando con malicia el momento de
las presentaciones, que al fin tuvo lugar, en El Havre.
Sartre se burló de Lionel. ¿Cómo había pretendido im­
presionar a la brillante señorita De Beauvoir? El alum ­
no se defendió y denunció el insólito comportamiento
de ésta y de su herm ana en el tren. Las hermanas deci­
dieron vengarse de inmediato: se empeñaron en visitar
la ciudad de Rouen en compañía de Lionel. La tram pa
estaba preparada: Héléne, una apasionada de la historia
del arte, se puso a hablar a destajo de arquitectura, sin
concederle la gracia de aportar algún detalle. Lionel, no
obstante, lejos de dar la más mínima muestra de im pa­
ciencia, la escuchó hasta el final con interés. La gracia y
la elegancia de Héléne habían causado efecto en él. Se
había quedado prendado de su encanto.
De hecho, Lionel vio varias veces a Héléne durante su
estancia, ya que ésta raramente se separaba de Simone y
de Sartre. De ese modo, sus sentimientos por ella cristali­
zaron. Pero, ay, Héléne tenía que regresar pronto a París.
La caída fue aún más dura: a la hora de dejarla en el an­
dén de la estación, Lionel estaba dispuesto a los más con­
movedores adioses. Incluso había pensado en la posibili­
dad de dejarse llevar por sus sentimientos y declararle su
amor... Pero ella lo frenó en seco. Le dijo, en tono cortan­
te, que estaba muy contenta de haberlo conocido, ¡y le re­
galó una tableta de chocolate! Luego, sin más, se subió al
tren, que partió enseguida. Lionel se quedó desconcerta­
do. ¡Qué afronta para un joven de diociocho años! Héléne
de Beauvoir lo trataba como a un chiquillo. Terriblemen­
te dolido y humillado, fue a quejarse a Sartre, que se par­
tió de risa.
Ahora, Simone y Sartre ya podían verse con regula­
ridad, entre Le Havre y Rouen. Una joven alum na de Si­
mone se unió pronto a su círculo. Olga Kosakievicz elo­
giaba la pereza y despreciaba el esfuerzo. Presa de su

41 .
E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
encanto. Símeme pensaba que tal vez había encontrado
en día a la mu jer que, en su corazón, podía reemplazar
a la añorada Zaza. Su complicidad era evidente; se vol­
vieron inseparables. También Sari re estaba cautivado
por la gracia indefinible de Olga, y asistía, intrigado, al
nacimiento de aquel amor fuera de toda norma. Una no­
che, le preguntó a Simone si le daba permiso para salir
solo con Olga. Fiel a los principios que habían estableci­
do, Simone aceptó. Así se conformó el trío amoroso que,
con el tiempo, iba a inspirar a los dos escritores. Aquella
prueba de libertad absoluta que la pareja se estaba dan­
do no resistió mucho tiempo el peso de la vida cotidia­
na. La pasión se tifió de celos. El sufrimiento -el precio
a pagar por esa independencia- se estaba volviendo in­
soportable y arruinando su entente. El trío se deshizo, y
Olga se fue en busca de otros amores. La amistad entre
los tres, sin embargo, permaneció intacta.

Unos meses después, Lionel aprobó las pruebas de


bachillerato e inició sus estudios en París. Sartre le pi­
dió a Hcieñe que se ocupara de él. Desde la altura de sus
veinte años, ésta se negó a salir con Lionel: era demasia­
do joven para ella. Con lodo, éste consiguió verla y la
convenció, igual que a Simone y a Sartre, para ir a es­
quiar a Val-d'Isére. El pueblecito alpino no tenía enton­
ces más que una iglesia, unas cuantas casas viejas de
piedra gris y algunos telesquís. Los cuatro amigos esca­
laron varias cimas envueltos en abrigos de piel de foca y
descendieron, mal que bien, embriagados de altitud, de
velocidad y de aire puro.

A pesar de la corte desenfrenada que le hacía Lionel,


Héléne tan sólo pensaba en Jean Giraudoux, el maravi­
lloso amante con quien se veía en París. Pero la felicidad
duró poco. Sin importarle la pena que le podía causar a
Héléne, el escritor puso pronto fin a aquella relación
que ya empezaba a estar en boca de todos. Simone, que
ahora daba clases en el instituto Juana de Arco de
Rouen, estaba demasiado lejos como para que su her-

42
E sca ne ad o C am S ca nn er
mana pudiera explicarle su aflicción. En cambio, Lionel
sí supo reconfortarla. Así que, muy pronto, Héléne se
acostumbró a verle.
Durante las vacaciones escolares, Simone y Sartre se
reunían con ellos en París. Héléne le preparaba enton­
ces a su hermana unos suculentos platos caseros. Un
día, mientras desplegaba su servilleta, Simone dejó caer
esta frase: «Ya lo verás, Poupette: algún día, también tú
serás una burguesa.» Sartre guardaba silencio.
Héléne dejó el soufflé de queso en la mesa y protestó:
¡una mujer libre también podía ser una buena cocinera!
La afirmación de Simone parecía, no obstante, irrebati­
ble. Estaba segura de llevar la razón. Y, desde luego, no
dejó nada en el plato.
Sartre ya le había advertido a Simone que el matri­
monio burgués no entraba en sus planes. «Lo nuestro
-le decía- es un amor necesario, pero conviene que co­
nozcamos también otros amores contingentes.»12 Ella le
había oído exponer su visión del amor. Lo esencial era
la libertad, que sería la base de su relación. Sartre se re­
servaba el derecho de frecuentar a otras mujeres, y Si­
mone, en consecuencia, sacó sus conclusiones: también
ella viviría libremente, escapando así al encierro que ha­
bía padecido su madre. A esta no petición en matrimo­
nio, Sartre había añadido una cláusula particular: exi­
gía una suerte de período de prueba de dos años, pues, a
pesar del cariño que sentía por Simone, no excluía la
posibilidad de cambiar de parecer. Aquel pacto, ade­
más, se fundamentaba en la transparencia: debían con­
társelo todo. Entre ellos no podía haber engaños. Bien
mirada, la propuesta de Sartre abría un camino cuyas
dificultades parecían leves en comparación con el em­
briagador sentimiento de independencia que entrañaba.
De esa manera, Simone escaparía de lo que tanto la ha­
bía horrorizado en su adolescencia, las sonrisas fingi­
das, las mentiras y la hipocresía, la comedia burguesa

12. Simone de Beauvoir, La Forcé de lage, Gallimard, París, 1960,


«Folio*, p. 28.

43
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
del matrimonio y su obligada consecuencia: el adulte­
rio. En lugar de todas esas falacias convenidas, Simone
y Sartre estarían unidos por un vínculo indefectible: la
escritura, que haría las veces de contrato matrimonial.

Unas semanas más tarde, Hélene se enteró de que al­


quilaban un taller enfrente del Mercado de Cueros, en la
calle Santeuil, en el distrito cinco. A pesar de los efluvios
mareantes de las pieles, del olor a tanino y a cuero,
aquel espacio de cinco metros por nueve era una autén­
tica ganga para una artista en busca de un lugar en el
que instalarse. Pero ¿cómo solucionar el problemar del
alquiler? Hélene, que no tenía recursos, pidió ayuda a
Simone. Su pequeña disputa acerca del aburguesamien­
to no había tenido la menor consecuencia. A pesar de su
escaso sueldo, Simone no dudó en sufragar los gastos
del local. Hélene iba a realizar su sueño. Aquel taller le
ofrecía la posibilidad de trabajar días enteros, sola,
tranquila, independiente. La primera vez que entró en
aquel lugar saturado de olores, los ojos se le llenaron de
lágrimas, de lágrimas de felicidad. ¡Había esperado tan­
to ese momento! Con mano segura, colocó sus pinceles,
su caballete, preparó los lienzos. La verdadera vida ha­
bía empezado.
La soledad no le pesaba. A mediodía, comía a toda
prisa un almuerzo frugal, mirando cómo los niños juga­
ban a la rayuela en la calle o regresaban de la escuela
con una barra de pan bajo el brazo. Luego, volvía a en­
tregarse con pasión a su trabajo. Las horas, ligeras, se le
iban volando.

Se acercaba la Navidad. Simone y Sartre descorcharon


una botella, riendo. Los dos se volvieron hacia Hélene:
-¡Por tu éxito, Poupette!
Ella era la primera de los tres en dedicarse de lleno
al arte. A sus veinticinco años, Hélene ya iba a exponer
sus cuadros: ¡era el inicio de la consagración! El mes de
enero de 1936 iba a suponer un giro en sus vidas. Sartre
y Simone aún no habían publicado nada, pero la escri-

i
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
tura ya se había convertido en su respiración, en su úni­
co objetivo. Tal vez un día la gente leería sus nombres en
el escaparate de alguna librería.
La víspera de la inauguración, Héléne se quedó sola
delante de sus cuadros. Colocados a ras del suelo, repre­
sentaban la parte más íntima de sí misma. Muy pronto
estarían ya a la vista de todos, y ella tendría que afrontar
las críticas, las sonrisas disimuladas. La angustia le
oprimía el estómago. ¿Habría conseguido liberarse de la
influencia de los maestros que admiraba? Héléne ya no
estaba segura de nada, y se acostó muy tarde. En los
brazos de Lionel, que le hacía olvidar su ruptura con
Jean Giraudoux, no lograba conciliar el sueño. Simone
había financiado la exposición. Sus palabras de aliento
la consolaban de las críticas maternas. Con todo, la fir­
meza de Héléne se tambaleaba. Y lo que más temía era
decepcionar a su hermana.
En la galería Bonjean, el gentío de los cócteles chic
se codeaba con el de los intelectuales pobres. Sartre lle­
vaba una corbata elegida para la ocasión. Simone obser­
vaba a las parejas elegantes, a los burgueses acaudala­
dos que le recordaban su mundo, aunque su propia
familia estuviese arruinada. Detestaba aquellos charlo­
teos mundanos, limitados a unas cuantas frases de una
voluntaria banalidad. Pero aquellos hombres con traje y
aquellas mujeres cubiertas de joyas eran clientes poten­
ciales. Así que no había más remedio que sonreírles,
m urm urar dos o tres palabras, extasiarse ante las sim­
plezas y los tópicos vulgares.
Un escalofrío recorrió de repente a los invitados.
Con paso firme y sin dedicar ni una mirada a los asisten­
tes, entró Pablo Picasso. El pintor, un habitual de esos
lugares, fue directo hacia la joven y elegante Héléne de
Beauvoir. ¿Estaría, como tantos otros, impresionado
por su belleza? Lionel me contaría años después que to­
dos los hombres se quedaban, por entonces, boquiabier­
tos ante ella. Héléne llevaba esa noche un conjunto azul
y un camafeo de su madre. Mientras Picasso contempla­
ba los cuadros, ella temblaba de pies a cabeza. La gente

45
E sca p e a d o c o n C am S ca nn er
observaba en silencio, como en una plaza de toros. Los
ojos vivaces del autor de Las señoritas de Aviñón se pa­
seaban de una tela a otra, en un vaivén angustioso que
nadie se atrevía a interrumpir. «Interesante, interesan­
te*, mascullaba el maestro, sin dejar de fijarse también
en las rubias de ojos azules. Por fin, dio su veredicto:
«Su pintura es original.*
Héléne se quedó sin habla. Un murmullo de aproba­
ción recorrió la sala. Picasso se marchó, soberano, mis­
terioso, tal y como había llegado. Mientras los últimos
invitados la felicitaban, Héléne lo comprendió al fin:
«Todos los jóvenes pintores, sobre todo los de mi gene­
ración, lo copiaban. Yo era una de las pocas que no lo
intentaban, por eso era original. Copiar a alguien como
Picasso no sirve de nada. Quien copia el talento es por­
que no lo tiene.*13
Durante los días siguientes, Héléne no pensaba más
que en las críticas. ¿Saldría algún artículo sobre ella en
la prensa? Ver su nombre impreso la colmaría de dicha.
Con el corazón acelerado, consultó febrilmente los pe­
riódicos, hasta de'scubrir al fin lo que buscaba: «Su ta­
lento es personal y rigoroso» (Les Débats); «no se advier­
te en ella otra iníluencia que la de una tradición muy
clásica, la que da seguridad a su manera, equilibrio a su
composición» (L'Européen).14 Seguridad en la manera,
equilibrio en la composición... Luego Héléne tenía ta­
lento, ahora estaba segura, ya nadie la haría dudar. La
joven pintora cerró los ojos, creyendo desfallecer de feli­
cidad.
Cuando le mostró los artículos a Simone, Héléne se
puso colorada. La mayor parecía contenta y pidió un
whisky. Héléne exclamó:
-¡Ahora te toca a ti llegar a ser una escritora!
Simone bebió en silencio. Igual que a Sartre, la pin­
tura de Poupette le parecía demasiado académica, pero
el maestro había hablado, y no era cuestión de afligir a

13. Héléne de Beauvoír, Souvenirs, op. cit., p. 127.


14. Ibíd. Artículos publicados en febrero de 1936.

46
E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
su hermana. Al contrario: su deber era apoyarla. De he­
cho, ¿no había sido ella la primera en realizar su sueño?
Ya les llegaría a ellos su tumo: Sartre y Simone debían
perseverar.

En el cuarto de estudiante de Lionel. situado en la


ciudad universitaria, Héléne se afanaba por disimular
su malestar. La salud del joven se tambaleaba. Lionel
estaba de nuevo enfermo: ya unos meses antes había co­
gido la escarlatina, pero esta vez la cosa parecía más
grave. Los médicos aún no habían dado su diagnóstico,
pero ver a Lionel tan frágil le partía el corazón. A la vista
de la angustia que estaba experimentando, Héléne com­
prendió que le amaba y que, pasara lo que pasara, le
apoyaría. Además, era la única que lo hacía: el recuerdo
del último viaje de Lionel seguía apenándola. Éste había
viajado hasta Lisboa para pasar unos días con su madre
y el tercer marido de ésta, los cuales apenas se habían
ocupado de él. Antes de volver a París, Lionel le había
pedido a su madre que le devolviese los ahorros que le
había confiado a su llegada, pero ella, con una amplia
sonrisa, le había respondido que ya no quedaba nada.
Se los había gastado. Así que Lionel había tenido que
coger el tren de vuelta sin un céntimo, y realizar un viaje
de treinta y seis horas sin nada que comer ni que beber.
Héléne parecía muy preocupada, y Simone intentó
tranquilizarla. Sin embargo, el problema era serio: los
médicos le diagnosticaron, finalmente, a Lionel una tu­
berculosis ósea, el llamado «mal de Pott». Lionel podía
quedarse paralítico. Fue enviado urgentemente a un
centro de tratamiento situado en Berck. Héléne se hun­
dió en los brazos de su hermana. ¿Y si él no volvía? «Po­
drás ir a verlo, yo te ayudaré a sufragar los gastos del
viaje -le aseguró Simone-. Y Sartre y yo te acompaña­
remos.»
Así pues, los tres cogieron el tren para Berck, donde
iban a descubrir otro mundo. Tumbados en unas plan­
chas de madera, inmovilizados, los enfermos eran pa­
seados en carreta por las calles de la villa. Los sanatorios

47

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
estaban saturados de jóvenes, algunos de los cuales se­
rían paralíticos de por vida. Antes de caer enfermo. Lio-
ncl había leído un libro sobre el tema, y le había dicho a
Héléne: «Qué espanto, no es posible vivir así, ¡es demasia­
do horrible! Si yo estuviera como ellos, me suicidaría.»1*
Una enfermera se acercó a ellos empujando una es­
pecie de cama con ruedas en la que iba acostado Lionel.
Sartre apagó la pipa. Simone sujetaba a Héléne del bra­
zo mientras ésta intentaba mantener la calma. Las dos
hermanas le dijeron a coro a la enfermera: «Puede irse,
nosotras nos ocuparemos de él.» Para gran asombro
suyo, Lionel sonreía y parecía muy contento: «¡No sa­
béis cuánto me complace vuestra visita!», les explicó. Su
propia familia no había ido a verle. Su madre, más aten­
ta a las necesidades de su tercer marido que a las de su
hijo, nunca encontraba tiempo para escribirle. Lionel
sabía valorar aquel amor y aquella amistad tan fieles.
En tono de broma, Sartre le ordenó: «Bueno, discípulo,
¡ahora hay que curarse!» Lionel se echó a reír. Por fin
estaban juntos de nuevo, y eso era lo importante. Héléne
se montó en la parte de atrás de la carreta, y los tres lle­
varon a Lionel a un café de la ciudad especialmente
acondicionado para recibir a «los tumbados», como lla­
maban allí a los enfermos.
Muy sereno, Lionel les anunció que le iban a operar
de un absceso que se le estaba desarrollando en la colum­
na vertebral. Por eso debía evitar la contaminación. La
operación era arriesgada y tenía pocas probabilidades de
salir bien. Al marcharse, Sartre, Simone y Héléne no pu­
dieron ocultar su emoción. «¡Volveré pronto!», le prome­
tió ésta, quien, una vez en el tren, estalló en sollozos.

-Mi pequeño Castor, ¡algún día usted también publi­


cará!
En el café de Flore, las conversaciones eran fluidas.
Sentado en una banqueta de molesquín rojo, Sartre
apagó un cigarrillo en el cenicero. Pronto saldría a la15

15. Héléne de Beauvoir, Sotavnirs. op. cit., p. 135.

48

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
luz su volumen de relatos, El muro, que, tras la publi­
cación de ¡m náusea, se esperaba que fuera un nuevo
éxito. Gallimard, en cambio, había rechazado el ma­
nuscrito de Si mono, Quand prime le spirituel [Cuando
predomina lo espiritual], así que a ésta no le quedaba
más que volver a empezar, sin ceder al desánimo. Hele­
no no dudaba ni un segundo del talento de su hermana
y la apoyaba con convicción. Además, se estaba volvien­
do una lectora asidua: Simone y Sartre le habían pedi­
do que pasara a máquina sus manuscritos a cambio de
una ayuda pecuniaria. Tras pasarse horas de pie delan­
te de sus cuadros, Héléne había mecanografiado El
muro, La náusea, y luego Cuando predomina lo espiri­
tual, y eso que a duras penas conseguía descifrar la le­
tra de Simone. Sartre, sin embargo, le presentaba unos
folios impecables, cubiertos pulcramente con su peque­
ña, fina y redonda letra. Para él, pasar a limpio la ver­
sión final era una auténtica dicha, ya que la presión de
la creación era menor.
Héléne había realizado esa labor ingrata a toda pri­
sa. Trabajaba bien, y Sartre sentía un cariño especial
por ella. Héléne me confió un día que Sartre siempre ha­
bía soñado con tener una hermana pequeña, y que ella
había ocupado ese lugar. Por eso, ella fue sin duda la
única mujer a la que Sartre jamás hizo la corte.

Desde hacía unas semanas, Simone había retomado


el camino de la biblioteca. Esta vez llegaría hasta el fi­
nal. Se sentía con fuerzas para ello. Estructurar capítu­
los, inventar personajes... De repente, todo eso le pare­
cía más fácil. Esta novela representaba su porvenir.
Dentro de un año o dos, existiría realmente, y Simone se
encaminaba hacia ella con júbilo... Durante aquel in­
vierno, se vistió con especial esmero. Encargó varias
blusas negras y amarillas, hechas a medida, con unas
corbatas amarillas y negras a juego...
Luciendo una de esas prendas nuevas, fue a visitar a
Héléne al taller que tenía alquilado en el Mercado de
Cueros. Le gustaba el olor acre de las telas, le divertían

49

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
los ratones que, al verla subir corriendo la escalera, sa­
lían pitando. Al abrir la puerta, Héléne exclamó:
-¡Qué blusa tan bonita!
-Es nueva...
-Te sienta de miedo. Tengo que hacerte un retrato...
-No puedo quedarme mucho tiempo, Sartre me está
esperando...
-Quédate quieta unos minutos... Ahí, ¡no te muevas!
Héléne cogió su cuaderno de bocetos y dibujó con
soltura los contornos de la silueta. Enseguida apareció
el rostro. Dejó el lápiz a un lado. Con aquel esbozo tenía
suficiente para ponerse manos a la obra. Simone abrió
entonces el bolso y sacó unos billetes de la cartera:
-Toma, para las telas y los óleos...
-Pero si ya me estás pagando el alquiler del taller...
-Anda, calla. Y no olvides nuestro juramento. Algún
día, seremos famosas, ¡tú como pintora y yo como es­
critora!
La menor abrazó a su hermana efusivamente. Cuan­
do Simone se marchó, Héléne agarró un lienzo mediano
y preparó sus pinceles. Durante ese día y los siguientes,
dio a luz a una Simone radiante. Los cabellos negros de
ésta enmarcaban sus ojos vivaces, de un azul magnífico,
iluminados por una sonrisa. Vestida con su blusa ama­
rilla y una corbata negra, Simone sostenía en sus manos
un libro que parecía estar hojeando. ¿O era el cuaderno
del manuscrito? Con mano segura, Héléne estampó su
firma debajo, en la parte derecha del cuadro.16

-Vamos, no malgaste su energía.


Sentado en la cabecera de la cama de Lionel en
Berck, entre Simone y Héléne, Sartre le reprendía. El jo­
ven, gravemente enfermo, se interesaba por la política y
se sentía afín al Frente Popular. En sus horas de sole­

tó.Una vez seco, el cuadro fue a parar a un rincón del taller, donde
permaneció olvidado. Transportado de un lado a otro en múltiples mu­
danzas, pasaron cincuenta años hasta que un galerista lo reencontró. Hoy
día pertenece a la autora.

50

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
dad, lejos del tumulto parisiense, tenía tiempo de sobra
para reflexionar. A Sartre, Simone y Héléne les interesa­
ban poco ese tipo de cuestiones; ninguno de los tres pa­
recía preocupado por la guerra de España, por mucho
que ésta Ies hubiera sacado de su torpor. Al enterarse de
los acuerdos de Munich, que supuestamente habían evi­
tado lo peor, las hermanas Beauvoir sintieron un eviden­
te alivio. Tan sólo Sartre se opuso: «¡No podemos ceder
infinitamente a Hitler!»,17 porque se daba cuenta de que
la guerra se estaba volviendo inevitable. Simone y Hélé­
ne estaban preocupadas. Habían crecido rodeadas de
amigas cuyos padres, hermanos, tíos habían muerto en
combate. El recuerdo de los soldados gaseados, con la
cara partida y los miembros amputados volvía una y
otra vez a su memoria, alimentada por los relatos de
Georges de Beauvoir. ¿Acaso no era mejor negociar la
paz? No, respondía Sartre, «no quiero que nadie me
obligue a tragarme mis manuscritos».18
Héléne pensaba en Lionel, que estaba tan débil. Aho­
ra veía su enfermedad de otro modo: gracias a la tuber­
culosis, Lionel no sería reclutado. Pero ¿cómo sería su
vida en un contexto de restricción? Simone, por su par­
te, tenía miedo. Sartre sería movilizado, alejado de ella.
Las noticias intensificaron su desasosiego. El 23 de
agosto de 1939, ante el estupor general, los ministros
de Asuntos Exteriores de Alemania y de la URSS firma­
ron, en Moscú, un pacto de no agresión. En Francia, va­
rios comunistas fueron arrestados. Unos días después,
estallaba la Segunda Guerra Mundial. En medio de la
noche y del frío, Sartre se unió a la 70.a División en el
Este. Ahora dependía de un mundo jerarquizado, el del
Ejército. Héléne se había refugiado en el campo, en una
de las quintas de su familia. Simone estaba sola. La his­
toria se había precipitado sobre ellos con una brutali­
dad insólita y había modificado sus trayectos. Sus cami­
nos de libertad pasarían a partir de ahora por la política.

17. Simone de Beauvoir, La Forcé..., op. cit., p. 384.


18. Ibíd., p. 409.

51

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
En septiembre de 1939. Lionel regresó al fin de
oerck. Para sorpresa de todos, la operación parecía ha­
ber sido un éxito, aunque la convalescencia amenazaba
con ser larga y difícil. Héléne descubrió, desconsolada
cuánto había adelgazado y empalidecido. Sentado en
una silla de ruedas, con una manta de viaje en las ro­
dillas, Lionel le hizo saber que se iba a Portugal, para
terminar de restablecerse en casa de su madre, quien pa­
recía haber comprendido al fin la gravedad de la situa­
ción. Ésta le había dicho que pensaba instalarlo en la
habitación más bonita de su villa, tranquila y soleada, v
le había prometido alimentarlo convenientemente.
Tras invadir Checoslovaquia, Hitler reclamaba a Po­
lonia la devolución de Danzig. Héléne y Simone com­
partían una misma angustia. A su alrededor, el mundo
estaba dando un giro peligroso. El 3 de septiembre,
Francia y Reino Unido declararon la guerra a Alemania.
Simone reaccionó de inmediato: «Te ofrezco dinero
para que vayas a ver a Lionel unas semanas.» Así, su
hermana estaría a salvo. Héléne le dio las gracias abra­
zándola largamente.
Entre la bruma matinal, en el andén de la estación
de Austerlitz, Simone miraba cómo el tren de Poupette
emprendía el camino hacia el Sur: «¡Hasta pronto!», le
dijo su hermana, impaciente por reencontrarse con el
hombre que amaba. Simone no tuvo ánimos para res­
ponder, y la abrazó con fuerza para ocultar su angustia.
De repente se acordó de la muerte de Zaza. ¡Ojalá que
no le pase nada a Héléne!
Uno por uno, todos sus seres queridos se estaban
yendo. Simone se quedaría sola en París, obligada a
ocuparse de sus padres; Georges de Beauvoir empezaba
a flaquear y no recibía más que una pensión miserable,
así que Simone tenía que ayudarles económicamente a
cubrir sus gastos. El único consuelo que le quedaba era
el que le proporcionaban unas cuantas conocidas, muje­
res jóvenes con las que mantenía una relación equívoca,
en la que se mezclaban la amistad y el deseo. Unos amo­
res de los que ni Héléne ni su familia debían saber nada.

52
E sca ne ad o C am S ca nn er
Ése era su secreto, y ella sabía guardarlo: Simone ni si­
quiera se atrevía a imaginar el escándalo y el pesar que
podría provocar entre los suyos.

Sentada en un café de Faro, junto a Lionel, Héléne


saboreaba una bebida refrescante. El viaje había sido
largo y agotador, pero, por fin, ya había llegado. Pron­
to enviaría unas postales a Simone y a su madre. Cuando
lúe a cobrar las consumiciones, el camarero se inclinó
hacia ella: «¿Es usted francesa, señorita?» «Sí.» «Pues la
compadezco: los alemanes acaban de invadir Francia.»
Héléne se estremeció. ¿Qué sería de los suyos? Las
fronteras francesas estaban cerradas: «Va a tener que
quedarse a mi lado», le dijo Lionel. Aquel 10 de mayo de
1940, el futuro empezaba a ensombrecerse. Después
de Bélgica y los Países Bajos, también Francia era to­
mada al asalto. En tres semanas, los ejércitos alemanes
rodearon la línea Maginot. Las tropas francesas estaban
vencidas, y París, poco después, ocupado. Unas sema­
nas más tarde, el Parlamento otorgaba plenos poderes
al mariscal Pétain.
Héléne no sabía dónde estaban Simone y sus padres.
Ya no tenía noticias de ellos. Ignoraba que en París su
hermana mayor sufría de soledad y que Sartre había
caído prisionero de los alemanes. Al enterarse de la de­
rrota, Simone decidió huir por las carreteras, como tan­
tos otros franceses. Tan sólo pensaba en una cosa: no
desconectarse de Sartre, no dejarse atrapar en el París
ocupado. Con todo, al cabo de unos días volvió a la capi­
tal. Francia y Alemania habían firmado el Armisticio.
Tal vez Sartre pudiese regresar ahora... Por fin habían
llegado varias cartas procedentes del stalag.* Él estaba
bien. Trabajaba, pero no esperaba que lo liberasen has­
ta dentro de un tiempo. Simone volvió a zambullirse en
la lectura de Hegel, en la Biblioteca Nacional, mientras

* Stalag: nombre dado durante la Segunda Guerra Mundial u los cam­


pos de prisioneros alemanes reservados a los suboficiales y los soldados.
(N. del T.)

53

E sca n e a d o c o n C am Scanne
Sartre se distraía escribiendo una pieza teatral, Bariona.
sobre la ocupación romana de Palestina... Incluso Uegó
a montarla, eligiendo a los actores entre sus camaradas
prisioneras. Fue así como descubrió el peso que tenían
las palabras en un escenario. Su carrera como drama­
turgo había empezado.

A mediados de marzo de 1941, Sartre consiguió que


lo soltasen haciéndose pasar por un civil aquejado de un
problema grave en la vista. A finales de mes, se reunió
con Simone en París. Parecía haber reflexionado y ma­
durado. La libertad implicaba una responsabilidad, un
compromiso con la vida de la ciudad. Sartre entendía la
necesidad de luchar contra la ocupación alemana. Pero
¿cómo actuar? Junto con Jean Pouillon, Jacques-Lau-
rent Bost, Jean y Dominique Desanti, intentó crear un
grupo de resistentes, llamado simbólicamente Socialis­
mo y Libertad. Pero, ay, estos intelectuales no tomaban
las suficientes precauciones. Uno de ellos perdió una
cartera que contenía los nombres y las direcciones del
grupo. Se les oía discutir desde la calle porque conspira­
ban con la ventana abierta. Solían reunirse en el hotel
Mistral, cerca de la estación de Montparnasse, yendo y
viniendo sin la menor discreción. Sobre todo llamaban
la atención a causa de su imprudencia. Sartre y Simone
se percataron pronto de la fragilidad de su acción y se
alejaron de un combate para el que no estaban prepara­
dos. Él siguió escribiendo el segundo volumen de Los
caminos de la libertad, mientras Simone trabajaba en la
redacción de L’Invitée [La invitada], novela que, esta
vez, confiaba en ver publicada. Simone también pensa­
ba en Héléne, que llevaba ya un año en Portugal. Las dos
hermanas habían retomado el contacto gracias a las
postales preselladas, el único correo autorizado por en­
tonces, con las cuales recibían algunas noticias sucin­
tas. La vida en Lisboa parecía menos difícil que en Pa­
rís, donde había que dedicar varias horas al día a
conseguir alimento. Simone, además, estaba obligada
a pasar largos ratos con su familia. La actitud de su pa­

54

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
dre ante los ocupantes la había acercado a él. Tras años
de abierto canilicto, Simone se sentaba de buena gana
junto a él para charlar tranquilamente. Georges de Beau-
voir, patriota de por sí, no soportaba la presencia de los
alemanes en las aceras de París. La adhesión de la gran
mayoría a Pétain y al régimen de Vichy lo afligía. El pé-
lainismo de la clase aristocrática y de la mayor parte de
sus amigos suponía para él una cruel desilusión. Simo­
ne observaba cómo sus padres se iban consumiendo y
ajando poco a poco. Fran^oise de Beauvoir sufría crisis
de artritis. Georges les había prohibido a su esposa y a
su hija recurrir al mercado negro. Él, que había sido un
gran comedor, ahora pasaba hambre. Simone se sentó a
la cabecera de la cama de su padre, donde yacía postra­
do. No podía hablarle del tema de su libro, en el que
varias m ujeres y un hombre mantenían amores extra-
matrimoniales. Prefería oírle recitar los versos de sus
piezas preferidas y soñar con la carrera de actor que no
había emprendido.
El 1 de julio de 1941, Georges de Beauvoir se extin­
guió a consecuencia de un cáncer de próstata. Simone
no derram ó ni una lágrima. A pesar de sus intentos de
acercamiento, el abismo que la separaba de su padre no
se había cerrado. En plena agonía, éste le había dicho:
«Tú empezaste a ganarte la vida muy pronto. Tu herm a­
na, en cambio, me ha salido cara.»19 La mayor prefirió
guardar silencio ante aquella injusticia flagrante.
Francoise de Beauvoir pasó entonces a estar bajo la
autoridad de su hija. Ella, que había conocido la falta de
piedad de su marido, se temía que muy pronto habría
de hacer frente al escándalo.

En Portugal, Lionel recibió el encargo de crear un


instituto francés en el Sur, en Faro. Bajo ese pretexto
cultural se ocultaba, en realidad, otro objetivo: promo­
ver el movimiento de la Francia libre. Una labor ardua

19, Sim one de Beauvoir, Une morí trés douce [Una muerte muy dulce],
Gallimard, París, 1964, p. 149.

55
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
en aquella dictadura aliada de la alemana. Lionel reci­
bía a los músicos, escritores, artistas que habían huido
de Francia, animados, todos ellos, por un mismo anhe­
lo: revivir el espíritu de ese país humillado ahora por los
ocupantes. Mientras, Héléne daba clases de francés en el
liceo y en el instituto. Entre clase y clase, esbozaba en
el lienzo las actitudes de los campesinos, de los aldeanos
y de los pescadores portugueses, animada por Lionel.
A veces llegaban algunos ingleses a su casa, pasaban
allí la noche y, a la mañana siguiente, desaparecían, cosa
que no sorprendía a Héléne. Lionel, por su parte, se
mostraba muy reservado acerca de las razones de su
presencia. Y aun fue más discreto cuando ambos se
marcharon a Lisboa. Allí, tras enterarse de la dirección
del instituto gaullista,20 Lionel recibió a un emisario del
general De Gaulle, el cual les informó detalladamente
acerca de la guerra y del desenvolvimiento de ésta.
En realidad, Lionel trabajaba para la Francia libre:
muchos submarinos alemanes se aprovisionaban, en
efecto, en los puertos portugueses, y, por supuesto, las
informaciones sobre los movimientos de la flota del Ter­
cer Reich eran muy valiosas. Los agentes franceses y los
del Servicio de Inteligencia inglés, recién llegados o ca­
mino de Londres, también transitaban por Lisboa. Orga­
nizar su paso por la capital era una labor peligrosa, a la
que Lionel se consagró en cuerpo y alma, sin decir nada
a Héléne. En su juventud triste y solitaria, Lionel había
adquirido el gusto por el secreto. Aunque discreto por
naturaleza, Lionel también sabía demostrar su valor.
Las noticias que llegaban del frente eran inquietan­
tes. Tumbado al sol en una playa, Lionel comentó: «La
situación es grave, Héléne: ya nada les impide a los na­
zis invadir Portugal. En el instituto se habla mucho del
asunto. Me han dicho que, en caso de amenaza, me en­
viarían a Argelia. Pero yo no quiero dejarla aquí... ¡Casé­
monos!» Héléne le contestó que ella no deseaba casarse,

20. En Lisboa, durante la guerra, hubo dos institutos franceses, uno


partidario de Pétain y otro partidario dei general De Gaulle.

56
t.

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
que se negaba en rotundo a zurcir los calcetines a nadie.
Lionel le prometió que jamás le exigiría nada por el esti­
lo. Le dio su palabra: «¡Cuando pienso que me casé con
una mujer que tiene unas manos de hada para coser!»,
diría más tarde, medio en broma, medio decepcionado.
Así pues, en diciembre de 1942, Héléne se convirtió en
la señora De Roulet.
Justo entonces, tras dos años de correspondencia
con Francia gracias a las postales preselladas de la Cruz
Roja, Héléne recibió, por fin, una auténtica carta de Si-
mone. En ella le contaba detalladamente sus privacio­
nes, su separación forzosa de Sartre, la agonía y la muer­
te de su padre, la valentía de su madre. La carta había
tardado seis meses en llegar a manos de Héléne, quien,
al leerla, rompió a llorar. Lo único que la consolaba era
el hecho de poder cartearse al fin con su hermana...

Un año después cuando paseaba por una elegante


avenida de Lisboa, Héléne vio en el escaparate de una li­
brería francesa el nombre de su hermana en un ejem­
plar de La invitada. Con el corazón en la boca, Poupette
compró la primera publicación de Simone. Sus sueños
se estaban cumpliendo. La mayor ya era escritora, y
ella, la pequeña, estaba preparando una nueva exposi­
ción en Lisboa.
Héléne aceleró el paso para volver cuanto antes a
casa. Enseguida empezó a leer. A medida que pasaba las
páginas, sentía la presencia de Simone, reconocía su
fuerza, admiraba su estilo. El libro estaba estructurado
como una novela policiaca. Sartre, Olga (a quien ella ha­
bía visto varias veces) y Simone aparecían en él, clara­
mente reconocibles bajo los rasgos de los personajes de
la novela. Lo imaginario se confundía con los recuer­
dos. El ambiente de París estaba perfectamente refleja­
do. Una frase atrajo su atención. Además de la guerra,
estaba presente la política. Cuando Xaviére le explica a
Pierre que ella no tiene intención de entrar en un movi­
miento político, el héroe responde: «Entonces, será us-

'Vv 57
i *; ‘ • •.

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
ted un borrego. Tan sólo podrá luchar contra la socie­
dad de una manera social»21 Héléne le levó ese extracto
a Lionel, v éste esbozó una sonrisa irónica. Poco antes
de que la tuberculosis ósea lo abatiera, él había querido
fundar un grupúsculo socialista. Sartre y Simone se ha­
bían burlado de él. ¿Qué interés podía tener para unos
intelectuales mezclarse en política? Ahora, los escritos
de Simone sonaban como una toma de conciencia.

La publicación de La ¡matada en 1943 fue un éxito in­


mediato. En París -tal y como se enteró Sartre- incluso se
mencionó el libro para el Premio Goncourt. A pesar de la
ocupación nazi, el Comité Nacional de Escritores, que re­
agrupaba a algunos autores resistentes, había dado su
aprobación. Pero La invitada no llegó a ganar el premio.
Entretanto, Simone releía los manuscritos de Sartre. En
aquel período atormentado, su amante era increíblemen­
te prolífíco: entre Las moscas y El Ser y la Nada, Sartre es­
cribió, en quince días, la obra A puerta cerrada, cuyos pa­
peles femeninos destinaba a sus otras amantes. Simone
podría haberse sentido celosa, pero tenía otras preocupa­
ciones: a raíz de una queja presentada por el padre de una
alumna, la habían excluido de la universidad. Su proximi­
dad con las jóvenes de su clase de segundo de bachillera­
to* había chocado a los espíritus conservadores. Su bise-
xualidad se confirmó durante la Ocupación. Simone
mantenía relaciones amorosas con varias mujeres, ena­
moradas, también ellas, de Sartre, como, por ejemplo,
Olga. Ella explicó su exclusión como una reacción de los
ocupantes y una sanción del régimen de Vichy, y su fami­
lia la creyó. Liberada de las obligaciones de la enseñanza,
Simone se consagró exclusivamente a la literatura, alen­
tada por Sartre. De noche, ambos quedaban con Albert
Camus, que por entonces estaba participando en la aven­

21. Simone de Beauvoir, L'Invitée, Gallimard, París, 1943,« Folio», p. 82.


* El antiguo COU. Parece ser que la classe de termínale (es decir el
último curso de la enseñanza secundaria en Francia, tras el que los alum­
nos debían pasar el baccalauníai. o sea, las pruebas de selectividad) se da
ahora en los lyeées (institutos). (N. del T.)

58

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
tura de C o m b a l, e s e gran movimiento de Ja Resistencia. El
estreno d e A p u e rta cerrada tuvo lugar en mayode 1944, en
el Théátre du Vieux-Colombier. A pesar de las bombas y
de las sirenas, la obra fue un éxito. Cada una de las pala­
bras pronunciadas en aquel escenario sonaba como un
acto de libertad. La frase «el infierno son los otros* desig­
naba, para aquel público entusiasta, a los ocupantes.
El 25 de agosto de 1944, en medio de la multitud,
Sartre y Simone aclamaron al cortejo encabezado por
De Gaulle en los Campos Elíseos. Los años sombríos
que entonces terminaban les habían permitido alcanzar
la fama. Una fama que, por el momento, ignoraban
adonde podía conducirlos. Ahora, su mayor deseo era
salir de Francia, viajar y descubrir el mundo.

En marzo de 1945, Simone se bajó del tren en la esta­


ción de Lisboa, delgada y mal vestida. Sartre había sido
invitado a Estados Unidos como enviado especial de dos
periódicos opuestos: Le Fígaro y C om bat. Al quedarse sola
Simone, Lionel la había invitado a dar un ciclo de confe­
rencias en Portugal. Era la ocasión soñada por las dos
hermanas, que llevaban cerca de cinco anos sin verse,
para renovar sus lazos. Simone contempló a Poupette con
ternura: estaba resplandeciente de salud. En el dedo anu­
lar izquierdo llevaba ahora una alianza. Las predicciones
de Simone se habían cumplido: su hermana pequeña ha­
bía terminado aburguesándose... Simone la pinchó un
poco a este respecto antes de abalanzarse sobre la co­
mida: pescados, verduras, fruta, pan blanco, chocolate...
Todo un sueño para alguien que había conocido las priva­
ciones de la guerra, las cartillas de racionamiento y el coli­
nabo. Luego se pasaron la noche charlando y riendo.
Invitada, poco después, a una cena de gala en la Em­
bajada, Simone cometió una pequeña torpeza. Cuando
los camareros estaban sirviendo a los convidados una
magnífica lubina guarnecida de verduras, exclamó, con
toda naturalidad: «¡Ah, qué hermoso pescado!»2* Todo

22. Héléne de Beauvcnr, Souvenirs, op. cit-, p. 164.

59

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
el mundo bajó, claramente, la cabeza: en el ambiente
fino de Portugal no estaba bien visto hacer comentarios
sobre la comida. Indignada por aquel aire de superiori­
dad y condescendencia, Hél ene estuvo a punto de mon­
tar en cólera. Pero Lionel la disuadió: no valía la pena
armar un escándalo, aunque aquello sirvió para que la
pareja hiciera borrón y cuenta nueva. Ya nada los rete­
nía en Lisboa: con la paz había llegado la hora de regre­
sar a París.
Desde el punto de vista económico, su porvenir era
más que incierto. El dinero obtenido por la venta de
unos cuantos cuadros de Héléne no llegaba ni siquiera
para compensar el gasto de los lienzos y los óleos. Sin
más título que una licenciatura obtenida con sumo es­
fuerzo después de su estancia en el sanatorio, ¿a qué tra­
bajo podía aspirar Lionel? Con la Liberación empezaba
también una carrera de obstáculos, la búsqueda de em­
pleo. Su actividad gaullista en Lisboa quizá le ayudara
en algo. En eso, al menos, confiaba Lionel.

Héléne, por su parte, estaba llena de esperanza. Su


técnica había mejorado mucho en Portugal. Su obra
abarcaba ya casi cien cuadros. Héléne soñaba con que
los parisienses celebraran su pintura, igual que habían
celebrado la primera novela de Simone.

-¡Venga, dese prisa!


Lionel se impacientaba. Iban a perder el tren a París.
Héléne estaba contando los jamones, las piñas y las de­
más frutas que llevaba ocultas en las maletas. Regalos
que harían las delicias de su familia: su madre y Simo­
ne, que había vuelto a París después de una estancia de
tres semanas con ellos, seguían sin comer a gusto. El ra­
cionamiento, las colas interminables, la comida indiges­
ta aún eran el pan nuestro de cada día allí.
Lionel y Héléne subieron por fin a su vagón. Al llegar
a Irún, les dijeron que los raíles aún no estaban en su si­
tio, así que tuvieron que pasar a pie la frontera entre Es­
paña y Francia, llevando las maletas en una carretilla.

60

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
1

Por fin. otro tren los llevó al París que habían abandona­
do an co anos atras. En la estación, se encontraron con
la gnsura y la m.sena que había dejado la ocupación
alemana. Fran?ois de Beauvoir. conmovida, lloró de
emoción al verlos. Abrazó larga y tiernamente a la me­
nor de sus hijas. Simone dio gritos de alegría. Luego, de-
gustaron un jamón y bebieron vino portugués. Lionel
observaba en silencio a aquellas tres mujeres que, por
fin, estaban de nuevo juntas.

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
III
La consecución

Simone dio un grito de sorpresa al abrir la puerta del


piso. ¡Su herm ana en uniforme! A punto de marcharse,
una vez más, de Francia, Héléne venía a despedirse:
-¿¡Te has alistado en el Ejército!?
-Sí, para poder estar con Lionel.
Hubert Beuve-Méry, antiguo combatiente de la Re­
sistencia y director de Le Monde, conocía las acciones de
Lionel a favor de la Francia libre. Por mediación suya,
éste acababa de ser nombrado director de información
en Viena, y asimilado al grado de coronel. Austria, des­
truida, estaba ocupada entonces por los países aliados y
Francia.
-¿Qué va a hacer allí, exactamente? -preguntó Simo­
ne, en un tono muy seco.
-Encargarse de la prensa -respondió Héléne con
dulzura.
-Pero ¿por qué tiene que llevar uniforme?
Héléne le explicó que en Viena sólo aceptaban a los
oficiales, porque, aunque supuestamente la capital aus­
tríaca había sido liberada, en realidad estaba controlada
por los soviéticos. Por eso su misión era delicada.
-Aun así -prosiguió Simone-, ¡mira que ponerse el
uniforme! ¡Irse con el grado de coronel, enviado por el Mi­
nisterio de Asuntos Exteriores! Los dos estáis entrando en
el sistema: acabaréis siendo unos burgueses, está claro.

63

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Héléne se calló, agobiada. No valía la pena discutir
s e ^ n Simone y Sartre. integrarse en la sociedad e o ^
w a excluirse del mundo, en el que lo único impor­
tante era la libertad, aunque ésta implicara la miseria.

Lionel quedó con Héléne y con Simone en La Cou-


pole. Mientras Héléne resplandecía bajo la luz rosada de
las lámparas, su hermana mayor, pálida y delgada, pa­
recía tensa. Invitado a Estados Unidos por el Departa­
mento de Estado1junto con otros periodistas, Sartre te­
nía que realizar allí varios reportajes. No había nada
raro en ello, pero su viaje anterior a aquel país se había
entremezclado con un nuevo amor, cosa que Simone no
ignoraba. Sartre ya no pensaba sino en esa joven france­
sa, divorciada de un estadounidense, Dolores, que lo ha­
bía introducido en los mundillos intelectuales y políti­
cos. A partir de ahora, pensaba pasar dos meses al año
con ella, al otro lado del Atlántico. El camarero, vesti­
do con un mandilón blanco, se acercó a recoger los platos,
pero enseguida cambió de opinión: Simone, que, por lo
general tenía un hambre de lobo, seguía comiscando de
mala gana. En aquel año de 1945, la señorita Beauvoir
tenía, sin embargo, derecho a todas las atenciones, debi­
do al éxito de su nueva novela, Le Sang des autres [La
sangre de los otros]. Lejos de dar la más mínima muestra
de celos, Héléne estaba muy orgullosa de su hermana.
La protagonista de su libro se llamaba igual que ella.
Después de La invitada, cuyo personaje principal se lla­
maba igual que su madre, Frangoise, Simone buscaba
siempre los nombres de sus protagonistas entre los de
su familia. ¿Voluntaría o inconscientemente? Héléne no
se atrevía a preguntárselo. Ahora, más bien, intentaba
animarla. Simone, agotada y hecha, por lo general, un
mar de lágrimas, realmente lo necesitaba. ¿La iría a de­
jar Sartre? ¿Ese nuevo amorío significaría el fin de su
relación con el filósofo? Simone miraba reír, intercam­
biar miradas cómplices, a Lionel y a Héléne. Su estancia

1. Equivalente al Ministerio de Asuntos Exteriores.

64

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
una pareja unida 7 a m io ^ o M convertid° en
rf ' ° 8 fe,icida¿ ? ¡n.e^urq^ nnq°uM i^ ¿laqduT
ídelesstaba.í ¡Y,
s para
t colmo,
s r ú on*«el «iba "a?¿ S Í
r^
uniforme de coronel! ¡Qué espanto! El día anterior es
tan do con Héléne. Simone había pronunciado unas pal
labras muy duras a ese respecto, y Héléne. ofendida, se
había defendido enérgicamente. Lionel no había podido
acabar su ramera por culpa de la enfermedad, así que
¿qué podía hacer? ¿Ser libre en la miseria? ¡Menuda no­
ción de libertad!, había añadido Héléne. dispuesta a de-
tender &su marido con uñas v dientes.
Simone apartó de sus pensamientos aquel incidente e
intentó serenarse, para no aguarles la fiesta. Ni siquiera su
éxito literario la consolaba, pero, aun así, al día siguiente
retomaría el manuscrito de su siguiente novela, Tous les
honwtes sont mortels [Todos los hombres son mortales].
En ella quería describir la triste condición de un ser in­
mortal, condenado a pasear su soledad por los siglos de
los siglos. Sí, cogería la pluma de nuevo, ahora y siempre.

Tras su estancia en el soleado Portugal, Lionel se


disponía a descubrir las ruinas de una ciudad en la que
todo funcionaba siguiendo las reglas del mercado ne­
gro. Como se había casado en Lisboa, Héléne seguía fi­
gurando en los papeles del Registro Civil de París como
Héléne de Beauvoir. Con ese nombre, el de soltera, ha­
bía entrado a trabajar como decoradora del Centro de
Información francés de Viena, con el grado de teniente.
-E n Viena -añadió Héléne- no tendremos de nada.
Así que estáte tranquila: viviremos más bien en la mise­
ria que en la abundancia burguesa. Los rusos han ocu­
pado la ciudad, y los estadounidenses y los ingleses no le
han dejado gran cosa a los franceses.
Simone acompañó a Héléne a la estación, con el co­
razón en un puño. Sartre había prolongado su estancia
en Estados Unidos para estar más tiempo con Dolorés, y

65

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
ahora se marchaba Héléne, para reunirse con su mari­
do. A pesar del apoyo de sus amigos, su escritura y el
lanzamiento de la revista Les Temps modemes, Simone
ya estaba sufriendo el peso de la soledad. Lamentando
haberle acusado de ese modo, Simone abrazó con fuer­
za a Poupette.
-Me escribirás, ¿verdad?
-Por supuesto.
Subida al estribo del tren, Héléne se volvió. En medio
de la niebla matinal, allí sola, en el andén, su hermana
parecía tan pequeña... Tras cinco años de exilio, tenían
que separarse de nuevo. ¿Por cuánto tiempo? Imposible
saberlo. Poupette se secó la lágrima que le corría por la
mejilla empolvada y le lanzó un último beso a Simone.

En el salón de honor del general soviético, los diplo­


máticos extranjeros esperaban ser recibidos. Pasaban
los minutos. Lionel recorría de un lado a otro la estancia
con sus superiores. Molestos. Aburridos.
-Si al menos tuviéramos una baraja -cuchicheó el
general francés.
Poco después, un soldado ruso entraba en el salón y
le entregaba una magnífica baraja de cincuenta y dos
cartas en una bandeja de plata al general, el cual, al ver-
la, echó una mirada triunfal a su alrededor. ¡Decidida­
mente, los micrófonos ocultos funcionaban bien!
-¡Preste mucha atención a lo que le voy a decir! -le
había pedido Lionel a Héléne nada más llegar ésta-.
Aquí, todos espían, todos denuncian a todos.
Pero Héléne tenía otras cosas en las que pensar. Es­
taba empezando a conocer los problemas de raciona­
miento que había tenido Simone durante la guerra. Por
solidaridad con sus colaboradores, Lionel se negaba a
sentarse en el comedor de los oficiales, así que Héléne y
él se alimentaban malamente. En la Viena de entonces,
víctima de la desorganización, tan sólo florecía el mer­
cado negro. Seis meses después de su llegada, Héléne
aún no había recuperado sus cajas de lienzos y de libros,
retenidas en la aduana. El motivo: que provenían de

66

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
p°rtuga , jun pa.s sospechoso de haber simpatizado con
el Re.ch! Solo cuando los aduaneros descubrieron, por
fin, su contenido real, le entregaron a su destinataria las
cajas abiertas.
-¿Cómo voy a poder pintar en este ambiente? Yo,
que amo la vida y las cosas bellas... Aquí no hay más que
ruinas, miseria y aflicción...
Lionel, agotado por las largas jomadas de trabajo, la
animó como pudo.
—Inténtelo, sé que su trabajo es muy importante para
usted. Además, piense que no nos quedaremos aquí
eternamente... Pero, entretanto, ¿no podría hacer la de­
coración m ural de la biblioteca francesa, que tanta falta
le hace?
Héléne se puso a ello, y recuperó la alegría de vivir.
En sus largas cartas a Simone, le describía la ocupación
de los Aliados y la actitud de los soviéticos, que ella des­
aprobaba. Le contaba que, a su llegada a Viena, los sol­
dados del victorioso Ejército rojo habían violado a todas
las mujeres.
En cuanto a los estadounidenses, su comportamien­
to era más civilizado, aunque a veces rozaba la pudibun­
dez. Héléne se sinceró del todo con Simone en una de
esas cartas.
Le contó que, durante una cena de gala entre expa­
triados, la habían colocado junto a un boy, muy esta­
dounidense él. Entre las atracciones de la velada figura­
ba una contorsionista. La mujer-serpiente se enrollaba
las piernas por encima de la cabeza, retorciendo sus
miembros de un modo extraordinario, cosa que le cho­
có al estadounidense:
«-¡Estas cosas me repugnan!
»-¡Pero si es una acróbata muy buena! -le respondió
Héléne.
«-Señora -replicó el estadounidense ofuscado-, ¿le
gustaría ver a su hermana haciendo esta clase de cosas?
»Héléne se imaginó por un momento a Simone con
las piernas enrolladas encima del moño y se echó a
reír.

67

E sca n e a d o c o n C am S ca t
»~jSíf y la verdad es me haría mucha gracia!**
I*.n realidad, Héléne tenía pocas oportunidades de
distraerse. Ya llevaba dos años en Vicna, y tan sólo ha­
bía vuelto a ver a Simone y a su madre en dos ocasiones
en sendos viajes relámpago a París. A pesar de la corres­
pondencia que mantenía con su hermana, la echaba
mucho de menos.

Mientras, en París, Simone pasaba muchas horas


del día en la Biblioteca Nacional, calle de Richclieu, jun­
to a las ventanas del jardín del Palacio Real donde Colet-
te escribía sus ultimas obras bajo el fanal azul.
Reclinada sobre su mesa, emborronaba páginas y
páginas sobre la situación de las mujeres en el mundo,
sin lijarse en sus vecinos de estudio. A veces, un tem­
blor, un escalofrío la obligaba a soltar la pluma, porque
lo que había descubierto sobrepasaba con mucho cuan­
to había imaginado al iniciar sus pesquisas. Al hilo de
sus lecturas históricas y filosóficas, se percataba con es­
tupor de hasta qué punto las mujeres habían sido opri­
midas en todos los continentes y a lo largo de todos los
siglos. Simone ignoraba cómo iba a reaccionar el públi­
co. Sus primeras novelas habían sido acogidas favora­
blemente, al igual que su pieza dramática Les bouches
inútiles [Las bocas inútiles], tras la Liberación. Pero,
esta vez, la apuesta era distinta. Quizá este libro, cuyo tí­
tulo aún no había decidido, no le interesara a nadie...
Tras dejar atrás la calle de Richelieu y el jardín del
Palacio Real, Simone bordeó el teatro de la Comedie
Fran^aise, atravesó el Sena por el Pont Neuf y llegó a
Saint-Germain-des-Prés. Su mente voló hacia Viena,
donde Héléne y Lionel estarían cerrando sus maletas.
¿Qué pensaría Héléne de su libro? Convertida en una es­
posa ejemplar y fiel que seguía a su marido a todas par­
tes, Poupette había elegido, precisamente, el modelo de
mujer que Simone criticaba. Ella jamás se rebelaba. Y,
sin embargo, Héléne también podna juzgarla por cier-

2. Héléne de Beauvoir, Souvenirs, op. cit., p. 186.

68

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
tos aspectos de su vida que, aun hoy, desconocía... Si-
mone, en efecto, se consolaba de la ausencia de Sartre
-que ahora pasaba varios meses en Estados Unidos con
Dolores—en compañía de su «amigo americano», Nel-
son Algren, un escritor al que había conocido en Chi­
cago, en 1947. ¡Poupette jamás podría comprender el
amor libre! Además, tampoco sabía una palabra de polí­
tica ni de la tensión internacional que existía entre la
URSS y Estados Unidos. Peor aún, el socialismo y el co­
munismo la traían al fresco. El radiante porvenir del
proletariado parecía dejarla indiferente. Entre las dos
hermanas, el abismo se había ido agrandando a lo largo
de los años. Simone se había creado una nueva familia,
la de los amigos, la de los camaradas. Y, aun así, seguía
escribiendo con regularidad a Poupette, para mantener
sus lazos.

Simone aceleró el paso al acercarse al Flore, donde


había quedado con Sartre, que acababa de regresar de
Estados Unidos. A pesar de la alegría que le provocaba
el reencuentro con el filósofo, lo cierto es que ardía en
deseos de coger cuanto antes un transatlántico y reunir­
se en Chicago con el ser amado. Simone echaba de me­
nos a su amante. Sus caricias le parecían tan lejanas que
sentía un auténtico dolor físico. Una emoción que Pou­
pette jamás conocería...
Con todo -pensó al divisar a Sartre en una de las me­
sas del Flore-, Lionel era un hombre apuesto, mucho
más atractivo que el filósofo de su vida. Poupette no era,
a todas luces, infeliz. Al menos no tenía que compartir a
su marido con un enjambre de jóvenes intrigantes. Si­
mone se sentó, pidió un whisky y le comentó a Sartre la
última carta de su hermana pequeña sobre la Viena des­
truida y ocupada. A pesar de la falta de conciencia polí­
tica de Poupette, esas cartas les daban una idea precisa
de los tejemanejes de la guerra fría en Europa central.
Evidentemente, a Lionel no le gustaban ni los soviéticos
ni la paranoia de los oficiales rusos. Cosa irritante. El
«cuñado» no sopesaba bien las cuestiones que estaban V

V -; ' ' / . 69

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
enjuego en la Francia del momento. Sus opiniones polí­
ticas estaban en las antípodas de las suyas.
Un grupo de encantadoras jovencitas, maquilladas y
elegantes, pasó por delante de la mesa, dirigiendo una
amplia sonrisa a Sartre y sin mirar a Simone. La separa­
ción continuaba.

Bajo un viento glacial, entre la neblina y la nieve, Hé-


léne bajó las escaleras escarchadas del tren, ayudada
por Lionel. Recorrieron el andén y buscaron la salida.
No era difícil divisarla, puesto que la estación de Belgra­
do estaba destruida. Héléne suspiró. ¡Había ruinas por
todas partes! En 1948, las cicatrices de los combates
descamados de la Segunda Guerra Mundial no parecían
cerrarse. En aquel ambiente de miseria, todo estaba por
reconstruir. El pueblo yugoslavo se había distinguido
por su fuerza y su coraje durante la resistencia al inva­
sor nazi. A diferencia de los austríacos, los yugoslavos
estaban del lado de los vencedores, ¡pero a qué precio!
Una ciudad arrasada por los alemanes, combates cuer­
po a cuerpo de lo más sangrientos que habían teñido de
rojo las aguas del Danubio. La situación económica no
parecía mucho mejor que la de Viena. Aunque lo cierto
es que Héléne y Lionel no se esperaban aquello: más que
una ciudad, Belgrado era como una enorme aldea. Gen­
tes ataviadas de cualquier manera se abalanzaban sobre
los baúles y las maletas, en medio de los chillidos de una
piara de cerdos. A pesar de la destrucción, Viena seguía
siendo la cuna de los intelectuales. Allí, en Belgrado,
todo olía a desolación.
-Venga, vámonos. No perdamos tiempo aquí -dijo
Lionel al ver la cara de angustia de su mujer.
Lionel estaba preocupado; sabía hasta qué punto
Héléne necesitaba pintar. Era algo primordial, tanto
para su equilibrio propio como para el de la pareja.
— Yo le procuraré los medios necesarios para traba­
jar. Se lo prometo.
Alguien les condujo hasta el único hotel construido
con materiales duros, en el que se alojaban los diplomá-

70

E sca ne ad o C am S ca nn er
Z°LteT r n'f habitadÓn les iba a servir de
apartamento, Lionel escruto las paredes, el techo, los es-
DesPués de los micrófonos de Viena, los
de Belgrado. (Nos sentiremos como en casa!»
Heléne comparaba mentalmente su situación con la
de S.mone y Sartre. Una vivía en un pequeño estudio de
la calle de la Bucherie, cerca de los muelles del Sena. El
otro contemplaba, desde la ventana del piso de su ma­
dre, la plaza Saint-Germain-des-Prés y bajaba al Deux
Magots o al Flote a escribir para sus lectores ávidos de
libertad y de aventura. La vida parisiense tenía algo de
paradisíaca comparada con la que el matrimonio iba a
soportar en Belgrado. Los De Roulet tendrían que hacer
frente al racionamiento, la falta de calefacción, la pro­
miscuidad, el espionaje...
Lionel, además, como agregado de información y cul­
tura que era, dependía de la Embajada. Su continuidad
en el puesto estaba ligada a la buena voluntad del embaja­
dor, y de la embajadora. Al hacer su primera visita de cor­
tesía, Héléne pensó en su hermana mayor. Jamás se atre­
vería a contarle los malabarismos de finura y cortesía que
había tenido que realizar para asegurar la carrera de su
marido. Sartre y Simone eran autónomos y no debían
nada a nadie. Pero, en su caso, la pintura no le permitía
conseguir la independencia económica, y Héléne sobre­
llevaba como podía las ridiculas peripecias diplomáticas
de su vida de esposa del agregado cultural. Aunque, a ve­
ces, ese microcosmos se le hacía insoportable.
A orillas del Danubio, los franceses habían hecho
construir un enorme edificio con aire de fortaleza. El in­
mueble, que se había librado de los bombardeos, domi­
naba sobre las modestas viviendas de los alrededores.
La embajadora pretendía regir desde allí la pequeña co­
munidad francesa, así como recordarle su rango a cada

^ 'H é lé n e entró en ios departamentos privados del edi­


ficio. La penuria seguía haciendo estragos enJugosta-
via y, a pesar de los paquetes de ayuda diplomáticos, fal
taba de todo. La señora De Roulet -que contaba por

71

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
entonces treinta y ocho años- pasaba hambre, y se ha»
bía armado de valor ante la perspectiva de una velada
larga y tediosa. Héléne saludó a la embajadora, una mu­
jer hermosa y espigada, de ojos azules y penetrantes, y
volvió a animarse al divisar los platos de pastas y de ca­
napés previstos para el té. La embajadora siguió su mi­
rada con los ojos, y le espetó a la criada:
-¡Ah! ¿Pero ha sacado usted el foie gras? Seguro que
no merece la pena servirle foie gras a la señora De Rou-
let, ¿verdad, querida?
Héléne, muy educada, sonrió con ironía.
-Desde luego, señora, no es nada útil.
-Pero, bueno, ya que está ahí -prosiguió la embaja­
dora-, coma usted, coma...
Con suma discreción, Héléne agarró un canapé, lo
devoró en un santiamén, y se sirvió otro. La embajadora
hablaba de galas, actos de beneficencia, recepciones di­
plomáticas. Héléne asentía con la cabeza y saboreaba el
foie gras. ¡Decididamente, Simone jamás se creería aque­
llo! Héléne tenía muchas ganas de contarle estas anécdo­
tas propias de otros tiempos. Al cabo de un rato, Héléne
se levantó, volvió a ponerse los guantes blancos que toda
mujer debía llevar en aquel recinto, y regresó a su «apar­
tamento».
Los caprichos de la embajadora no acababan ahí.
Cada vez que volvía a Belgrado, exigía que toda la emba­
jada fuera a recibirla a la estación. Diplomáticos, secreta­
rias, ujieres: nadie se libraba. Los despachos debían estar
cerrados mientras la cohorte de cortesanos aguardaba la
llegada del tren de París. Las mujeres se cubrían cálida­
mente, los hombres se calaban su sombrero de fieltro en
la cabeza. La estación de Belgrado, derruida, no era más
que un montón de corrientes de aire. Tan sólo quedaban
unos cuantos andenes hechos pedazos, abiertos al viento
glacial. Los Irenes podían llegar hasta con seis horas de
retraso. Pero ¡qué más daba! Batiendo pies y manos, la
comunidad diplomática francesa paseaba de un lado al
otro de la estación, minuto tras minuto, hora tras hora.
Los transeúntes se reían a sus espaldas, y los policías de

72 5

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Tito observaban todo con aire burlón. El embajador, por
su parte, callaba, tal vez porque temía la ira de su mujer.
Los telegramas, los despachos diplomáticos pasaban a
un segundo plano. La vuelta de la embajadora devenía
en un asunto de Estado. ¡Y pobre de aquel que faltara a la
cita! El infeliz quedaba marcado para siempre con el se­
llo de la desgracia, ¡incluso aunque en ese momento hu­
biera estado de viaje! De hecho, Héléne y Lionel cometie­
ron una vez esa insigne torpeza. La embajadora no quiso
oír sus excusas, aunque, tiempo después, se dignó a per­
donarlos. Semejante mansedumbre -cuya razón Héléne
jamás comprendió—era realmente extraordinaria.

Lionel encontró una villa en la parte alta de Belgra­


do. Un golpe de suerte inesperado, según él. Aquel privi­
legio no turbó a Héléne, y tampoco quiso hacerse pre­
guntas acerca de la libertad de la que gozaba Lionel,
quien, al contrario que sus colegas, circulaba libremen­
te por el país. Los otros diplomáticos no podían alejarse
más de treinta kilómetros de la capital sin autorización
especial. Este procedimiento iba a perdurar en todos los
países situados tras el Telón de Acero hasta la caída del
muro de Berlín. A pesar de su desconfianza por los so­
viéticos, Tito aplicaba un método que Stalin apreciaba:
encerrar a los extranjeros en las ciudades. Los campos
les estaban vedados.
Lionel y Héléne exploraron numerosos enclaves de
la región, tanto los puertos como las zonas industriales, la
mayoría próximos a sectores militares. Héléne se pasa­
ba varias horas delante del caballete, al borde un campo
o de una carretera, mientras Lionel se iba a pasear solo,
con una cámara fotográfica colgada al cuello, como si
de repente se hubiera aficionado a los paisajes misera­
bles de los alrededores.
Algunas de las visitas que recibían en su casa va no le
sorprendían. Había un francés que venía con frecuencia
a ver a Lionel. Un hombre que, según se rumoieaba, tía-
bajaba para los servicios secretos. Él y Lionel solían en­
cerrarse tras pedir que no les molestaran. Pero, cada vez

73

E sca n e a d o c o n C a m S ca i
que venía, el francés le pedía a Héléne que le mostrara
su último cuadro o alguno de esos bocetos que el tanto
admiraba. Héléne siempre pensó que realmente apre­
ciaba su obra.
Muchos años después, durante una conversación
que mantuve a solas con Lionel, éste me explicó aquella
extraña situación. Yo estaba por entonces pasando unos
días en Alsacia, en casa de los De Roulet.
-¿Durante la guerra -le pregunté aquel día- ser di­
rector de un instituto cultural gaullista en Lisboa signi­
ficaba ayudar a la Resistencia?
-¿Quieres saber si trabajé para los servicios gaullis-
tas? Pues sí, aunque Héléne no lo sabe.
La puerta de la habitación estaba abierta. Bajé la voz:
-¿Estás seguro de eso?
-Bueno, tal vez lo sospecha... De Gaulle necesitaba
gente que pudiera llevar hasta los submarinos ingleses a
los resistentes que pasaban por Lisboa.
-¿Y por qué no se lo dijiste a Héléne?
-Porque era demasiado arriesgado.
Recuperé el aliento y esperé unos instantes. Acer­
cándome a él, le cuchicheé:
-Si no se lo dijiste a Héléne fue porque seguiste defen­
diendo a la Francia libre después de la guerra, ¿verdad?
Lionel cerró los ojos y, sin elevar el tono de voz, me
contó todo lo relativo a su trabajo por la Francia libre
tras la Liberación, primero en la Viena ocupada y luego
en Belgrado. La guerra entre Stalin y los Aliados esta­
ba en su cénit. Y Lionel estaba con Francia.
Fue entonces cuando me percaté, con estupor, hasta
qué punto debió de ahondarse el abismo que lo separa­
ba de Simone y de Sartre durante esos años de guerra
fría, en la que los dos escritores defendían a la Unión
Soviética y vilipendiaban a los estadounidenses. La
cuestión surgió por sí sola:
-Lionel, ¿sabes si Sartre y Simone estaban al tanto
de tu trabajo para la Francia del general De Gaulle?
Él se quedó callado unos instantes, antes de añadir
con aire enigmático:

74
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Si alguien se lo dijo, no fue Héléne, desde luego,
porque ella no lo sabía...
El realidad, los agentes comunistas debían de estar
al com ente de las actividades de Lionel en aquel enton­
ces, y debieron de informar a Sartre y a Simone. Lo cual
explica, sin duda, sus desavenencias. Desavenencias
que, poi otio lado, jamás abordaron abiertamente.
La herm ana de Simone de Beauvoir y su marido
eran una pareja popular en aquel país en reconstrucción
que codiciaban tanto los soviéticos como los occidenta­
les. De hecho, Sartre y Beauvoir representaban una co­
bertura ideal de la que, sin duda, se aprovecharon los
servicios secretos. En París, los dos escritores defendían
abiertamente la causa de los rusos contra los estadouni­
denses. Lionel y Héléne navegaban en un mundo divi­
dido en dos, y Lionel había decidido trabajar para Occi­
dente.
Durante las recepciones, Lionel observaba a Tito de
lejos. Éste nunca se acercaba a los diplomáticos occi­
dentales, y tan sólo charlaba con algunos lusos y búlga­
ros. En aquel ambiente de desconfianza, el marido de
Héléne iba a veces a París para reunirse con Ramadier.
¿Que el presidente del Consejo recibía en audiencia par­
ticular a un agregado cultural sin importancia? Bueno,
¿y qué? A Héléne le parecía algo normal.
Con todo, hubo quien intentó pescarlos, desenmas­
cararlos. Varios agentes provocadores se introdujeron
en la villa de los De Roulet, pero Lionel, simulando no en­
tender nada, los ponía enseguida de patitas en la calle.
Aunque no lo sabían todo acerca de las actividades
de su cuñado, los dos amantes de Saint-Germain-des-
Prés reprobaban su actitud antisoviética. Sí, en las car­
tas que Héléne enviaba a Simone y a su madre les conta­
ba detalladamente cómo era la vida en un país cuya
policía política no tenía nada que envidiar a la de los so­
viéticos. Pero ¿qué importaba eso?
Los existencialistas y sus émulos vilipendiaban a los
estadounidenses, porque éstos apoyaban a los regíme­
nes fascistas: «Nosotros apreciamos en su día a esos

75 •

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
grandes soldados vestidos de caqui, con un aire tan pa­
cífico. Ellos eran nuestra libertad. Pero ahora defienden
a unos dirigentes que, de un extremo al otro del mundo,
imponen la dictadura y la corrupción: Chiang Kaichek,
Franco, Salazar, Batista... Ahora, lo que amenaza a sus
uniformes es nuestra independencia*,3 escribiría Simo-
ne más tarde.

A principios de 1948, Simone estaba terminando dos


obras a la vez: una, la que contenía más de mil páginas so­
bre las mujeres, y otra, la del relato de sus primeros viajes
a Estados Unidos. Y eso sin abandonar sus investigacio­
nes en la Biblioteca Nacional. Extraña situación la suya:
Simone se pasaba los días describiendo las ciudades es­
tadounidenses y al pueblo cuyos boys habían liberado
Francia cuatro años antes, cuando, en realidad, ya no
sentía aprecio por ese país en el que, sin embargo, vivía
su amante. Escribir y criticar, escribir y denunciar. Sus
textos sobre Estados Unidos la retrotraían al ambiente
de un paraíso lejano. Cada una de sus palabras iba dirigi­
da, en realidad, a Nelson Algren. Para reunirse con él,
siempre estaba dispuesta a coger el avión... pronto, muy
pronto.
En sus cartas a Nelson, a veces mencionaba a Pou-
pette. Las anécdotas de su hermana sobre las extrava­
gancias diplomáticas la hacían soñar. Simone miraba a
las jóvenes que frecuentaban a Sartre. Esa «familia» re­
constituida en tomo a los dos escritores vivía a sus ex­
pensas y estaba sedienta de reconocimiento. Con su
vida bohemia, sus interminables discusiones en los ca­
fés acerca de las obras teatrales de Sartre, tenían la im­
presión de negar y rechazar los esquemas burgueses. Y,
sin embargo, todas ellas, como en las parejas más clási­
cas, vivían mantenidas por el filósofo. Simone era la
única que conservaba su libertad.
El día tocaba a su fin. Uno tras otro, los investigado-

3 Simone de Beauvoir, La Forcé des choses [luí fuerza de las cosas].


Gallimard, París, 1963, «Folio», p. 346.

76
res abandonaban en silencio la sala de la Biblioteca Na­
cional. La jornada dedicada a escribir se le había pasado
volando. Al cruzar los jardines del Palacio Real, Simone
respiró complacida el aire fresco del anochecer. Delante
de los surtidores, tras dejar atrás a esos mirones senta­
dos en sus sillas de hierro, sonrió por dentro. Cada una
de las paginas Que anadia a su obra la revitalizaba. Igual
que Poupette —se dijo apresurando el paso—, que si so­
brevivía era gracias a la pintura. Simone llevaba tiempo
sin enviarle cartas de ánimo a Belgrado. Sabía muy bien
cuáles eran las palabras que le devolvían su fuerza crea­
dora. M añana mismo le escribiría.
Simone había hecho bien en intentar librarse de
ellos, aunque los lazos sanguíneos no se deshacían así
como así. De hecho, ¿no se había convertido ella en el
cabeza de familia tras la muerte de su padre? Este pen­
samiento le hizo soltar un suspiro, justo antes de meter­
se en el Flore. Sartre y Camus la estaban esperando. El
mundo de las ideas volvía a imponerse. Simone quería
contarles los últimos capítulos de los dos libros que es­
taban germinando en ella. Se bebió el whisky de un tra­
go y empezó a hablar.
Aunque su obra sobre Estados Unidos tenía para ella
un valor sentimental, Simone le daba mayor importan­
cia al de las mujeres. Cada día descubría nuevas injusti­
cias. El libro iba a ser, al mismo tiempo, una obra filosó­
fica y sociológica. Su «yo acuso». Al leer a los autores
antiguos -Séneca, Platón, Aristóteles-, Simone había
ido experimentando una rabia creciente. Las frases mi­
sóginas habían proseguido siglo tras siglo, sin que nadie
se hubiera atrevido a protestar. Nadie, salvo ella. El li­
bro impactaría a la gente, estaba segura, pero eso no la
frenaría. El proyecto prometía ser gigantesco, a la medi­
da de su tema. En Francia, el general De Gaulle había
otorgado a las mujeres el derecho al voto, y éstas lo ha­
bían utilizado por primera vez en 1945, en las elecciones
municipales. Los intelectuales se preocupaban por la
política, el compromiso social, el socialismo, pero nin­
guno se interesaba por la situación de las mujeres. En

77
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
E»tmiiv* Unido», se declu que ta tecnología iba a aliviar a
la* mujer** de los taren» del hogar. Pero nada dejaba
presagiar la tuina de conciencia fcmlnlMn que Iba a cu.
nocerel siglo xx.

Noviembre de 1949. Después de su estancia en IM.


grado, Lionol había aceptado un puesto en Casablancu,
A la luz tamí/nda y ocre de su casa mutToquf, llélénc
dejó su pincel en el caballete. Luego, retrocedió unos
pasos para contemplar su último cuadro: un vendedor
de té arrodillado en una callejuela del zoco. Tras cono»
cer los pueblos de Portugal y Yugoslavia, llélénc pinta­
ba ahora las escenas de la vida cotidiana con una luz
más viva. Y se sentía feliz. Los temas de sus lienzos se
diversiMeaban. Cada país que visitaba le proporcionaba
nuevos temas.
Héléne quería evitar la moda de la época: la pintura
abstracta y postsurrealista. Durante una estancia en Pa­
rís, había organizado una exposición y vendido varios
cuadros. 1léléne decidió hacer una pausa, a la sombra de
un tupido ciprés. Sentada en una butaca, se sirvió un
vaso de té con menta, abrió el paquete que el cartero aca­
baba de traerle y soltó un grito de alegría: era El segundo
sex o . Entonces se olvidó de los óleos y los pinceles para
zambullirse en la lectura de esa obra en la que Simone
tanto había trabajado, sin desvelarle su contenido.
Ese libro acusador representaba una suma de es­
fuerzos enorme. Conmovida y orgullosa, Héléne iba re­
com endó esos capítulos que denunciaban la alienación
en la que la mitad de la humanidad llevaba sumergida
desde hacía siglos, sin conseguir liberarse de cirfa. Simo­
ne había cribado, sistemáticamente, la vida privada de
los hombres y de las mujeres, comparando ambas hasta
en los más mínimos detalles. Con su estilo crítico, había
sacado a la luz, había puesto en evidencia las d Heren­
cias alarmantes que existían entre las dos. «Una no nace
mujer -terminaba diciendo- sino que llega a serlo.» El
libro superaba con creces las expectativas de Héléne,
pues ofrecía a las lectoras una toma de conciencia in­

78
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
imaginable en aquella época. Deslumbrada y fascinada.
Hélene comprendió que esa obra iba a modificar las
costumbres.
Ya no tenía ganas de volver al taller y retomar sus
pinceles. Cada página del libro le enseñaba algo de sí
misma. Había un tema que le preocupaba especial­
mente, el que abordaba su propia situación, la de las
mujeres artistas. Heléne había hablado muchas veces
de él con su hermana. Buscó el capítulo en cuestión.
Simone conocía bien el grado de atención y de consa­
gración que la sociedad otorgaba a los hombres, y has­
ta qué punto negaba esas mismas recompensas a las
mujeres. Seguro que había escrito algo al respecto...
Hélene llegó al último capítulo, que tenía un título pro­
metedor: «Hacia la liberación.» Tal vez encontrara en
él los ecos de sus conversaciones de antaño. Al leer las
últimas páginas, se sobresaltó. Las palabras sobre las mu­
jeres pintoras no eran las que ella esperaba: «Las cir­
cunstancias que orientan a la mujer hacia la creación
también constituyen obstáculos que ella será incapaz
de superar. Si una mujer se decide a pintar o a escri­
bir con el único fin de llenar el vacío de sus días, sus
cuadros y sus ensayos serán tratados como "obras de
damas”, ella no les dedicará ni más tiempo ni más
atención, y tendrán casi el mismo valor. [...] Rara es
la mujer que se toma el arte como un trabajo serio... La
mujer se disfraza de alumna de Bellas Artes, se arma
de su arsenal de pinceles; plantada ante su caballete, su
mirada va y viene del lienzo blanco al espejo; pero el
ramo de flores, el frutero lleno de manzanas no pueden
trasladarse al lienzo por sí solos... En vez de entregarse
generosamente a la obra que emprende, la mujer sue­
le considerarla, con demasiada frecuencia, como un
mero ornamento de su vida; el libro y el cuadro no son
más que un medio fútil que le permite exhibir... su pro­
pia persona.»4

4. Simone de Beauvoir, Le Deiixiéme Sexe, tomo II, Gallimard, París,


1949, «Folio», pp. 628-629-631.

79

E sca ne ad o C am S ca nn er
Hélene interrumpió su lectura y recobró, a duras pe­
nas, el aliento. ¿Cómo podía Simone mostrarse tan dura
con sus colegas artistas? Sus palabras acerca de Élisa-
beih Vigée-Lebrun la consternaron. Hélene adoraba el
siglo xvhj, la pureza de los colores que había utilizado
esta artista. Y ahora su hermana rebajaba su obra afir­
mando que la pintora no se había cansado de «fijar en
sus lienzos su sonriente maternidad».5
Estas líneas le partieron el corazón. Y eso que Simo­
ne sabía de la admiración de su hermana pequeña por
Élisabeth Vigée-Lebrun, a la que consideraba como una
de las pintoras con más talento de su época. ¡Cuántas
veces no se había sentado, en el Louvre, delante de uno
de sus retratos! La gracia, los juegos de luz, el ambien­
te de aquel siglo xvm en vísperas de la Revolución, la ma­
ravillaban. Hélene se sentía afín a esa aristócrata que, a
pesar de su estatus privilegiado, había consagrado su
vida a su trabajo, ¡una mujer que, de manera incansa­
ble, había llegado a crear una obra de ochocientos cua­
dros!
Élisabeth, nacida en 1755 e hija de un retratista,
contó con el apoyo de su padre en una época en la que
las damas de la buena sociedad no se dedicaban más
que a hacer actos de caridad y ni siquiera se planteaban
la posibilidad de ejercer un oficio. Fue tan precoz que,
a la edad de veinte años, cuando ya era conocida por sus
estudios en el Louvre, varias personalidades le encarga­
ron un retrato. En 1783, a sus veintiocho años, ya era
una de las escasas mujeres de la historia que habían lo­
grado ingresar en la Academia Francesa Real. Pero, por
encima de todo, la reina María Antonieta la había invi­
tado a Versalles. Un anhelo con fines políticos: el retrato
debía servir de soporte a un intento de rehabilitar a la
Reina, acusada por el rumor popular de descuidar sus
deberes y -una ofensa suprema- de ser una mala madre.
Élisabeth Vigée-Lebrun realizó otros cuadros de la odia­
da austríaca. Algunos de esos lienzos, acabados unos me-

5. Ibíd., p. 631.

80

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
ses antes de la Revolución, nunca fueron expuestos por
tem° r a Que Pudieran ser dañados, ya que la rabia del
pueblo famélico iba en aumento.
Helene se imaginaba, con emoción, a aquella mujer
huyendo a través de Europa: después de Italia y de Vie-
na, Ehsabeth había encontrado refugio en la corte de
Rusia, en San Petersburgo. Su fama la precedía: los ar­
chiduques se apresuraron a hacerle encargos, gracias a
los cuales logró sobrevivir. De vuelta ya en Francia, en
1792, Élisabeth había vivido de su arte hasta morir a los
ochenta y siete años, dejando tras de sí una obra colosal.
Debido a su capacidad de trabajo, a su influencia excep­
cional, Élisabeth Vigée-Lebrun constituía un verdadero
ejemplo, un motivo de inspiración para Héléne. Borrar
ese trabajo de un plumazo, como hacía Simone, era algo
cruel, injusto e indignante. Sobre todo si se pretendía
defender la causa de las mujeres. Héléne volvió a cerrar
el libro y se levantó en silencio. En su jardín marroquí,
donde ascendía el canto de los pájaros, sintió que la tris­
teza la invadía.
Por supuesto, Héléne conocía la aversión de Simone
por la m aternidad, el embarazo, el cuerpo deformado,
esos símbolos del encarcelamiento al que los hombres
sometían a las mujeres, con el único fin de procrearse.
Asimismo, era consciente de que su hermana jamás se
había sentido especialmente atraída por la pintura, fue­
ra cual fuera su estilo. Pero Simone no ignoraba que los
museos cuelgan, sobre todo, obras pintadas por hom­
bres; cuadros que también representaban escenas fami­
liares o cortesanas, realizados para los burgueses o los
aristócratas que, a cambio, les daban a sus autores una
pensión con la que poder sobrevivir. Las mujeres, por el
contrario, se las veían y deseaban para enconti ai un me­
cenas, y, cuando lo conseguían, solían ser objeto de a u-
siones maliciosas. El punto de vista de Simone le íecor-
daba a la condescendencia de los críticos.
Héléne agarró sus pinceles e intentó concentrarse.
Cuando volvieran a verse, Héléne le evocaría a Simone
aquel pasaje terriblemente desagradable. Sí, se armaría

81

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
de valor para enfrentarse a su hermana. Su arte no era
una mera distracción, una forma de ocupar el tiempo,
sino su verdadera razón para vivir.

Simone atravesó la plaza de Saint-Germain-des-Prés.


En noviembre de 1949, las críticas contra El segundo sexo
llovían de todas partes, superando en furia y en vulgari­
dad a cuanto ella había imaginado. Cartas iracundas,
amenazas de muerte, insultos, había de todo; incluso ese
novelista tan piadoso y dado, por lo general, a un vocabu­
lario tan escogido, Fran^ois Mauriac, le había escrito a
uno de sus amigos del equipo de Les Tetnps modemes;
«Ahora ya lo sé todo acerca de la vagina de su jefa.»
Simone había osado pretender que los hombres se­
guían manteniendo a las mujeres en un sistema de opre­
sión que les impedía acceder al tipo de vida que querían.
Peor aún, había cometido la impudicia de expresarse a
cerca de la sexualidad y de denudar el aborto, un tema
tabú en Francia, hasta el punto de que la palabra jamás
era pronunciada en público ni escrita en la prensa.
Como mucho, las mujeres hablaban entre ellas de sus
angustias ligadas al retraso de la regla y a la perspectiva
de un embarazo no deseado.
Abordar en plena guerra fría el tema de la condición
femenina a través de los siglos y las civilizaciones pare­
cía algo insostenible. Mientras la tensión entre los Esta­
dos Unidos de Truman y la URSS de Stalin alcanzaba su
apogeo, Simone había tenido el valor de denunciar un
problema de una naturaleza radicalmente distinta, una
guerra intema en la sociedad. Simone tuvo que aguan­
tar, cara a cara, los sarcasmos de Albert Camus -«Usted
ridiculiza al macho francés»- y de tantos otros. Afortu­
nadamente, muchas mujeres le enviaron cartas de apoyo
y de gratitud: «¡Su libro me ha cambiado la vida!» Inclu­
so Héléne le había escrito, pues su hermana necesitaba
que la reconfortaran.
Simone entró en el café Les Deux Magots, lleno de
gente, de ruido, de humo. Casi sin aliento, fue a sentarse
en un rincón apartado, detrás de las dos estatuas de los

82

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
mandarines chinos. Había tenido que correr mucho
para no llegar larde a su cita con Raymond Queneau.
l.na llu\ia fna golpeaba los cristales de la sala. Ahora
que la gente la increpaba en los lugares públicos, Simo-
ne ya no se sentía a gusto. Quería acabar cuanto antes.
Queneau le había hablado de un reportaje acerca de la
vida de Saint-Germain-des-Prés. Había organizado una
entrevista con el director. Pero Simone no se esperaba
aquello. Los focos se encendieron. Todas las miradas se
volvieron hacia ella, la escritora escandalosa. Varios es­
tudiantes de Bellas Artes la reconocieron: «En cuanto
encendieron los focos y empezaron a filmarme, varios
cientos de muchachos, de pie sobre las mesas, me grita­
ron: “¡En cueros! ¡En cueros!” Y luego vociferaron: "Esa
mujer escribe demasiado aprisa, sin pensar”, y otras lin­
dezas por el estilo. En fin, ¿qué podía hacer yo, salvo si­
mular que no oía ni veía nada, y seguir escribiendo, has­
ta que term inaran las tomas? Y eso fue lo que hice. Pero
pasé un cuarto de hora asqueroso.»6
Agotada, Simone se había marchado del café y se ha­
bía apresurado a contarle el incidente de Les Deux Magots
en una carta a su amante Nelson Algren, así como a su her­
mana. Los sarcasmos que ahora tenía que soportar Héléne
por su culpa acentuaban su ira. Pero Simone iba a luchar
por este libro. Para darlo a conocer tanto en Francia como
fuera. Quería que su obra insuflara fuerza a todas las mu­
jeres que lo leyeran. Simone llegó al piso de Sartre, en la
calle Bonaparte, delante de la iglesia de Saint-Germain-
des-Prés. Estaba más decidida que nunca. Seguiría denun­
ciando las injusticias, aunque estuviera sola y aunque el
precio a pagar por ello fuera el futuro de su creación.

La estancia en Marruecos de los De Roulet fue breve.


El Ministerio de Asuntos Exteriores había propuesto a
Lionel para un ascenso en Italia.

6. Simone de Beauvoir, Un am our transatlantique, lettres á Nelson A/-


gren [Cartas a Nelson Algren: un am or transatlántico 1947*1964], Galli-
mard, París. 1997, carta n.° 150 del 22 de noviembre de 1949, p. 320.

83

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
-¿Lionel ha sido nombrado agregado cultural en Mi­
lán? ¡Oué suerte la vuestra, poder instalaros en Italia! -ex­
clamó Simone-. Telefonea de mi parte a Elio Vittorini.
Desde su llegada, Lionel y su esposa no habían para­
do: encuentros con Dino Buzzati, Franco Fortuni, inau­
guración del Piccolo Teatro con Strubler y Grassi, reaper­
tura déla Scala... Más que Roma-una ciudad provinciana
aún, a principios de la década de 1950-, Milán era la capi­
tal intelectual de Italia. Héléne le enviaba a Simone largas
cartas acerca de la vida cultural de ese país que tan apasio­
nadamente amaban las dos.
-¿De dónde viene? -le preguntó una noche Lionel a
su esposa-. Está quemada por el sol, y parece agotada.
-Fui a pintar a las mondines, esas campesinas que se
pasan días y días replantando arroz. Van con las piernas
desnudas, los pies metidos en el agua y viven dobladas
permanentemente. A pesar de su agotador trabajo, nun­
ca dejan de cantar. Son unas pobres temporeras.
-¿Y ha hecho algún retrato?
-Sí, varios, y espero hacer más. La relación de esas
mujeres con el agua, el cielo, la tierra me interesa mu­
cho. Sus gestos me recuerdan a las de las portuguesas
que esbocé en las salinas. Quiero rendir homenaje a es­
tos oficios que ya casi no se ven en Francia.
-Me alegro. Siento que la luz y los colores de aquí la
inspiran.
Héléne sonrió. El apoyo de su marido era tan impor­
tante para ella como el de Simone. Como cualquier otro
artista, o incluso puede que más que los otros, Héléne
necesitaba que la alentaran. Hacía ya tiempo que la ce­
lebridad de Sartre y de Simone había cruzado las fron­
teras. Héléne era consciente de que la calurosa acogida
que había recibido en Milán se debía también al presti­
gio familiar, pero estaba empeñada en demostrar que
ella existía por sí misma. Trabajaba ocho horas al día en
su taller y reservaba sus noches a las inevitables munda-
nerías.
Héléne pensaba a menudo en El segundo sexo cuan­
do veía a aquellas mujeres italianas tal mal pagadas y

84

E sca ne ad o C am S ca nn er
explotadas. Cada día que pasaba reafirm aba lo acertada
que era la opinión de su hermana acerca de la situación
de la mujer. La misoginia también la impactaba cada
vez más.
En la comida organizada en honor de Femand Lé-
ger, Héléne colocó a dos italianas a un lado y al otro del
pintor. Una era la encargada de la mayor librería de Mi­
lán y la otra del museo de La Bura. La charla fue anima­
da y brillante. En agradecimiento a su anfitriona, Léger
afirrnó al despedirse: «¡Para un hombre, estar con muje­
res que hablan tanto es una cosa terrible!» Héléne hizo
como que no oía...
Simone y Sartre viajaron a Milán para asistir a la ex­
posición de Poupette, que por fin presentaba pública­
mente sus cuadros de las mondines. La gente la felicitó:
«Espero exponer en París el año que viene», afirmó Hé­
léne entregándole una copa de champán a su hermana.
Sus cuadros de Marruecos habían tenido muy buena
acogida. Sartre se detuvo delante de cada tela. «Sigue así
-le dijo Simone-. Tus cuadros son muy buenos. ¡Ade­
lante!»
Degustando unas pastas, la hermana mayor no le
quitaba ojo a la menor. Héléne estaba radiante con su
vestido de Fath, un gran modisto parisiense. Costaba
imaginarla delante del lienzo, pintando durante horas,
con las manos manchadas de óleo. La inauguración ha­
bía atraído a mucha gente, y, sin duda, la presencia de
Simone y de Sartre había ayudado a que fuera un éxito.

Héléne abrió con ansia las páginas de arte. Había


transcurrido un año desde su exitosa exposición en Mi­
lán, y, unos días antes, la pintora había salido de Italia
para asistir a la inauguración de su nueva exposición
parisiense, en la galería Greuze. A su alrededor pulula­
ban unos cuantos periodistas. Héléne leyó las críticas
temblando: «El conjunto es de una musicalidad sinco­
pada, y nos baña con una deslumbiante luz matinal»,
comentaba la revista Arts. Le Monde era aún más elogio­
so: «Con sus construcciones en el aire y en la luz, Hélene

85

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
de Beauvoir ha edificado su propio talento [y] afirmado
sus intenciones, que son la unión del paisaje y de la film-
ra humana.»7
Para Simone, el período que estaba acabando había
sido muy duro. Nelson Algren había decidido romper
con ella. No podía pasarse la vida esperando a una mu­
jer tan estrechamente vinculada a otro. El golpe fue
brutal, cruel. Por supuesto, seguirían carteándose, pero
esta mala noticia dejaba un gran vacío en la vida de Si­
mone. Como reacción, se había metido de lleno en la es­
critura de Les Mandarins [Los mandarines]: ochocientas
páginas, dos borradores, cuatro años de trabajo. En su
nueva novela, Simone quería contar la historia del mun­
do intelectual francés de la posguerra, así como las ten­
siones de la guerra fría. Su apasionada relación con Nel­
son Algren formaría parte de ella. De hecho, igual que
en La invitada, Simone había decidido entraren escena.
En eso se atenía al consejo de Sartre: «Pero bueno, pon­
ga más de usted en lo que escribe. Usted es mucho más
interesante [...]. ¡Métase hasta el fondo!»8
Algo más le preocupaba. Durante un viaje a Moscú,
Sartre había sufrido una dolencia. El filósofo padecía
hipertensión. A pesar de que en aquella época resultaba
difícil comunicarse con la URSS, Sartre consiguió con­
tactar con Simone desde el hospital. Con gran estupor,
Simone oyó su voz en el teléfono:
-¿Qué tal está? -le preguntó ella angustiada.
-Estupendamente -le respondió él, en un tono mun­
dano.
-Estupendamente no creo, puesto que está usted en
el hospital...
Sartre no había querido inquietarla en exceso. Simone
colgó, pero no se quedó tranquila. Se dio cuenta de que
Sartre, «como todo el mundo, llevaba su muerte consigo».9

7. Arts, 26 de junio de 1954 y Le Monde, 28 de mayo de 1957.


8. Simone de Beauvoir: un film, texto de la película de Josée Davan y
M alka Ribowska, Gallim ard, París, 1979.
9. Simone de Beauvoir, La Forcé des chases, op. cit., tomo U. p . ^

86

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
Afortunadamente, un apuesto joven acababa de en-
trar en la vida de Simone. El encuentro con Claude
Lanzmann dulcificaba las pruebas por las que estaba
pasando, y su relación amorosa con él le insuflaba una
nueva energía. Cuando la novela de Los mandarines sa­
lió, por fin, a la venta, el éxito fue inmediato. El libro
describía las esperanzas y las desilusiones de los intelec­
tuales. Tras el escándalo de El segundo sexo, el conteni­
do de Los mandarines no podía escandalizar tanto a los
lectores. En noviembre de 1954, la novela recibió el Pre­
mio Goncourt. Simone salió a toda prisa de su habita­
ción de la calle de la Bíicherie y se refugió, primero, en
casa de Sartre, y, luego, en la de su madre. En su piso de
la calle Blomet, Frangoise de Beauvoir le sirvió un café.
Francoise no sabía cómo demostrarle lo orgullosa que
se sentía de ella. La obra estaba recibiendo muchos elo­
gios. A pesar de que relataba, en forma novelesca, la re­
lación amorosa de Simone con su amante estadouni­
dense, Fran^oise tenía ganas de verse con sus amigas.
¡Su hija, Premio Goncourt! Muy pocas mujeres habían
alcanzado esa consagración.
Héléne había devorado el libro. Le escribió una carta
a su herm ana para felicitarla y anunciarle, además, una
sorpresa: Lionel y ella habían comprado una casa en un
pueblo medieval, construida sobre la ladera de una coli­
na, encima de Boca di Magre, no lejos del puerto de La
Spezia. Para llegar a ella, había que aparcar delante de
las murallas y seguir a pie.
«Ya tiene usted un taller en Italia, Héléne —le había
dicho Lionel al entregarle las llaves-. Allí podremos pa­
sar largas temporadas.»
Simone tenía que ir a verles sin tardanza en su pióxi-
mo viaje a Italia. Héléne garabateó la dirección en el so­
bre. Luego colocó el caballete y abrió la ventana, a tra­
vés de la cual divisaba el valle, las colinas. A lo lejos, se
adivinaba el mar.
Lionel y Héléne estuvieron ocho años en Milán. Las
noticias que Héléne recibía de su hermana eran pieocu-

87

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
pames. Acababa de estallar la guerra de Argelia. Debí*
do a su apoyo a la independencia de ese país, las vidas
de Simone y de Sartre corrían peligro. Los dos estaban
recibiendo amenazas de muerte. Delante del piso de
Sartre, en la plaza de Saint-Germain-des-Prés, había
estallado una bomba. La distancia amplificaba la in­
quietud.
-Vamos, Héléne -le dijo Líonel con su habitual sen­
tido común-, usted no puede hacer nada. ¿Quiere venir
conmigo a Roma, a la reunión que organiza el embaja­
dor? Así pensará en otra cosa.
Héléne aceptó. Poco tiempo después, entraba con su
marido en el comedor del embajador de Francia, en el
palacio Famése. Los frescos de Miguel Ángel que lo de­
coraban la deslumbraron. Los invitados encontraron, a
la izquierda de sus platos, unos espejillos que les permi­
tían contemplar el techo sin torcer el cuello.
Los camareros trajeron el entrante, mientras la em­
bajadora conversaba con un general. Héléne intercam­
bió unas palabras con su vecino, un diplomático extran­
jero amante de la literatura francesa. Los camareros
les sirvieron un excelente saint- é m ilion.* Sin embargo,
Héléne tenía la cabeza en otra parte: pensaba con an­
gustia en su hermana, en su lucha al lado de Sartre por
la independencia del pueblo argelino. Los activistas de
la OAS** querían eliminarlos. Aun así, Héléne consi­
guió mantener el tipo: graciosa y sonriente, fingió pres­
tar atención a su marido, asintió con la cabeza cuando
fue preciso y respondió a unas cuantas simplezas.
Durante el postre, mientras Lionel le lanzaba mira­
das de afecto, se relajó. La cena tocaba a su fin. Muy
pronto, le daría las gracias al embajador y a su esposa
por aquella espléndida velada. Los camareros ya esta­
ban sirviendo las infusiones, el café, los licores y los ci­
garrillos en el salón. Lionel se había sumado al grupo de
* Vino tinto de esa región. (S. del T.)
** Organisation de i’Armée Secréte: grupo clandestino creado por los
«ultras* franceses en 1961 y cuya acción terrorista se extendió a la ciu­
dad. (N. de la E.)

88
hombres que estaba escuchando las últimas impresio­
nes de su anfitrión acerca de la política italiana
En ese momento, la compañera de un escritor francés
inicio un nuevo tema de conversación: la vida mundana
en Pans. Enseguida se refirió a las dos personalidades
marginadas de la sociedad francesa, Simone de Beauvoir
y Jean-Paul Sartre. Ella los conocía muy bien -añadió-, e
incluso había cenado, recientemente, en casa de la auto­
ra de Los mandarines. En aquellas recepciones, Héléne
era presentada como la señora De Roulet, sin mencionar
su apellido de soltera. Tan sólo el personal de la Embaja­
da estaba al corriente de quién era en realidad. Héléne
enrojeció de ira. ¿Cómo podía alguien decir semejantes
estupideces? Simone jamás invitaba a nadie a cenar: ¡si
ni siquiera sabía cocinar! En ese mismo instante, Sartre y
ella estarían intentando escapar de los terroristas. ¡No
podían perder el tiempo en frivolidades!
Héléne había tenido que afrontar en incontables
ocasiones una situación similar. Cada vez que traslada­
ban a Lionel, oía cosas sobre su hermana: afirmaciones
falaces, amistades inventadas, murmullos infundados.
Simone se había casado secretamente con Sartre; había
abortado; tenía un hijo escondido de él; era incapaz de
escribir, y era Sartre quien rehacía todos sus libros...
En el palacio Famése, nadie se atrevía a reaccionar y
a revelarle a aquella señora quién era Héléne de Roulet.
Además, en un país como Italia, no estaba bien visto
mencionar delante de Héléne los vínculos que la unían a
una mujer excomulgada por la Iglesia en 1950. Aquella
francesa seguía perorando sin parar, insensible a las mi­
radas y a los gestos de molestia de las que la escucha­
ban. Héléne se levantó, abandonó aquel enjambre de es­
posas sentadas junto a la embajadora y cruzó el salón.
«Lionel, volvamos a casa.» A Héléne, ya nada la sorpren­
día, pero se quedaba estupefacta ante la imaginación
malsana y el descaro de ciertas personas.

Aun así, Milán le ofrecía a Héléne excelentes opor­


tunidades. Allí organizó muchas exposiciones y se co­

89

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
deó con numerosos artistas. Pero, sobre todo, conoció
a la gran María Callas y asistió a muchas de sus repre­
sentaciones en La Scala. Aquel encuentro la marcó
especialmente; la voz de la diva iba a acompañarla en
su labor creadora hasta la muerte. Después, vinieron
otras exposiciones, en la galería Greuze sobre todo, v
con ellas, la ocasión de reencontrarse con Simone en
París. Héléne vendió muchos cuadros, y recibió el di­
nero por sus obras con emoción: estaba orgullosa de
demostrarle a Lionel que, ahora, también ella se gana­
ba un poco la vida. Mientras comían juntas, Simone le
habló de La Longue Marche [La larga marcha], la obra
sobre China que muy pronto iba a acabar. Las luchas
por la descolonización ocupaban un lugar preponde­
rante en su empleo del tiempo. La joven República Po­
pular China no tenía, por entonces, más que seis años
de vida y aún no se había enemistado con el gran her­
mano soviético. Dos años antes, Stalin se había extin­
guido. Una vez eliminado Beria, Nikita Kmchov, con­
vertido en secretario general, había leído un informe
reconociendo los abusos cometidos por su predecesor.
Una tímida política de apertura veía la luz en el Este.
Los intelectuales franceses asistían, con sumo interés,
a esa evolución.
-Y después, Simone, ¿qué tema abordarás en tu si­
guiente libro?
-No lo sé, pero tal vez sea una obra más personal.
Héléne escuchaba con atención. ¿Más personal? Si­
mone ya había puesto tanto de ella misma en sus nove­
las, La invitada y Los mandarines, e incluso en El segun­
do sexo... Y así se lo hizo ver a su hermana. Simone
estaba de acuerdo: había ahondado mucho en su vida
personal para escribir sus obras anteriores. Pero aún le
quedaban, apilados unos sobre otros, sus cuadernos de
juventud y un diario que estaba llevando con íegulari-
dad. Y eso también era material de creación. Luego, de
repente, cambió de tema y exclamó:
-¡Ven a ver mi nuevo piso! ¡Por fin soy propietaria.
Gracias al dinero del Premio Goncourt.

90

E sca ne ad o C am S ca nn er
ban a las gargonnes* de los locos años veinte. Ahora. lo¡
clientes que estaban sentados ante las mesas de la terra­
za murm uraban el nombre de Simone al verlas pasar
Luego fuéron caminando hasta Denfert-Rochereau y
torcieron en la calle Schoelcher. En la planta baja, des­
de la que sólo se veían el cementerio de Montpamasse y
el cielo de París, Hélene recorrió la nueva morada de Si-
mone.
-¡Esto sería un taller de pintura magnífico! ¡Menuda
luz! Es un lugar idóneo para trabajar.
Simone se echó a reír:
-¡Y las puestas de sol, vistas desde el tragaluz, son
magníficas! Pero tú ya tienes la casa de Trebiano, que,
además, es vuestra. Ya lo verás: un día, tú también ten­
drás casa propia en Francia.
Hélene no se quedó mucho tiempo, porque estaba
impaciente por contarle la buena nueva a Lionel. ¡Si­
mone llevaba años viviendo en habitaciones de hotel!
Ella, que solía meterse con Hélene porque llevaba una
vida «burguesa», ahora, a sus cuarenta y ocho años, ha­
bía abrazado una comodidad que mucha gente querría
para sí.

-¡Pero, venga, adelante a ese coche! ¿No ve que no la


deja pasar a propósito?
Sentado junto a Simone en un pequeño Aronde, ba jo
el sol de Italia, Sartre brincaba en el asiento. A pesar de
su escasa estatura y de su corta vista, no le quitaba ojo a
la carretera. Igual que el caballero de Pardaillan de los
tebeos de su juventud, el filósofo estaba dispuesto a u
char contra los malandrínes del volante que importuna
ban a Castor. Su manera de conducir lo exaspeia a.

nujeres d
* Literalmente, «chicazas», mujeres de los años veinte, de vida mde-
pendiente, llamadas así porque llevaban
llevaban el pelo cortado «a lo chico* y
prendas de vestir «masculinas*. 6V. del T.)

91
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Sartre no tenía carné de conducir, pero ello no ]e inine-
día soltar, a cada viraje, una sarta de consejos v de renri-
mendos. Simone ya empezaba a perder la paciencia:
-¡O se callo o !c dejo tirado aquí mismo, al borde de
la carretera!
-Pero, mi pequeño Castor, ¡es que ese tipo no la deja
avanzar!
-¡Se lo advierto, pienso contárselo todo a Poupette!
Sartre masculló algunas palabras incomprensibles y
luego se calló, al comprender que se había pasado de la
raya. Con las manos aferradas al volante, Simone inten­
to evitar a los conductores italianos que adelantaban en
lo alto de las cuestas, a veces invadiendo el canil contra­
rio. Suspiró profundamente y apretó los dientes. Si se­
guía escuchando a aquel hombrecillo, los dos morirían.
Seguro. Y no por la libertad, sino por haber querido ro­
barle algunos segundos a su trayecto.
Por fin, llegaron a la autovía, donde Simone aceleró.
Sartre se relajó y la dejó en paz. Simone había oído ha­
blar de los inicios automovilísticos de Héléne, en la Yu­
goslavia de la posguerra. Cuando su esposa le dijo que
quería aprender a conducir, Lioncl, quien, por lo gene­
ral, era un hombre muv tranquilo, se enfureció:
-¿Pero para qué diablos quiere conducir? ¿Acaso no
le basto yo como chófer?
Por una vez, Héléne se mantuvo firme.
-¡No, Lionel, no me basta! ¡Es imprescindible que
aprenda a conducir! ¿Y si a usted le ocurriera algo? Ade­
más. puede que necesite desplazarme a algún sitio.
-Eso es ridículo, ahora no podemos permitimos el
lujo de tener otro coche, ¡y quizá nunca podamos! Sería
un despilfarro.
—¡Bueno, pues me pagaré las clases con la próxima
venta de mis cuadros!
Lionel tuvo que darse por vencido. Cuando quería,
Poupette sabía ser tan testaruda como Castor. Para col­
mo de males, su hermana mayor había afirmado que el
hecho de conducir propiciaba la libertad de la s perso­
nas. Las mujeres, al igual que los hombres, también ne-

92

E sca ne ad o C am S ca nn er
cesitaban desplazarse. H éléne m iró a Lionel con una
sonrisa de triunfo en sus labios Lon Una
Simone había ayudado a la pareja a comprar su pri­
mer automóvil cuando n, siquiera ella tenía uno. Sí un
coche era un objeto burgués, un símbolo del capí,alis"
mo, pero tam b en un medio para conseguir esa libertad
,an precad a para ella. Ahora, los viajes con Sartre la
colmaban. Ella siempre había deseado descubrir nue­
vos horizontes. Simone devoraba con los ojos el mundo,
las comarcas inexploradas, decidía por su cuenta la ca­
rretera a seguir y se dejaba sorprender por la belleza de
los paisajes.
Finalmente, llegaron a la ciudad romana, ruidosa y
cálida; rodearon el Foro y encontraron el hotel. Simone
fue a refrescarse un poco y pidió un whisky con mucho
hielo. M añana llamaría a Poupette a su casa de veraneo.

Sentada en el salón de Trebiano, degustando un Be-


llini,10 Simone se inclinó hacia Héléne: «Muéstrame tus
últimos cuadros.»
Las dos herm anas se levantaron de un salto y se diri­
gieron al taller. La pequeña colocó en un caballete dos
autorretratos: el primero, realista, la representaba de
frente, en su salón de Milán; el otro, de perfil, tendía ha­
cia la abstracción. Héléne tenía un montón de lienzos en
su taller. De su estancia en Venecia, deslumbrada por
las luces y los colores, había traído uno titulado Varia­
ciones sobre Venecia. En vez de mezclar los tonos, los
había yuxtapuesto, jugando con las perspectivas. Hélé­
ne se esforzó en explicarle su andadura. El espacio ocu­
paba un lugar primordial en la pintura, aunque ella aun
estaba buscando a tientas las características del suyo.
Intentando desm arcarse de las modas, Héléne ha ía ie
nunciado a los estudios de la perspectiva conformes a
las ideas del Renacimiento, volviéndose así, e manera
espontánea, hacia la pintura abstracta. Los cua ros

10. Aperitivo de cham pán y zumo de melocotón, especialidad de Ve


necia.

93

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
iban desfilando uno por uno, ante los cumplidos y las
palabras de ánimo de Simone. Poco a poco, Héléne se
dejó llevar por su entusiasmo. Ella, que jamás había
sido una persona madrugadora, se levantaba todos los
días a las cinco en la ciudad de los Dux. Cruzaba el piso
de puntillas para no despertar a Lionel, y luego, en me*
dio del frío invernal, cogía el vaporetto, con su caja de
acuarelas y su silla plegable bajo el brazo, y se instalaba
en los puentes: «A finales de diciembre, había pocos tu­
ristas en Venecia, y todo su colorido me pertenecía.»
Simone le pidió otro aperitivo. Plantándose ante el
último lienzo de su hermana, comentó:
-¿Recuerdas que un día te hablé de mi deseo de em­
prender una obra más personal...?
— Sí, pero ¿qué entiendes tú por eso?
-Bueno, me di cuenta de ello mientras escribía El se­
gundo sexo. Nosotras, como mujeres, no tuvimos la mis­
ma infancia que los chicos de nuestra edad.
-E n efecto...
-Así que empecé a escribir mis memorias, las de
nuestra juventud...
Héléne se quedó helada.
-¿Vas a contar en ellas tu relación con nuestros pa­
dres?
-Sí...
-M amá aún vive. ¿No te asusta la posibilidad de ape­
narla?
-Bueno, puede que algunos pasajes le molesten, sí.
Pero, en la medida de lo posible, intentaré que no sufra.
Tal vez así me comprenda mejor, ¿no crees?
La benjamina tenía otra pregunta ardiéndole en los
labios: .
-¿También describirás cómo era nuestra relación de
pequeñas?
Simone sonrió.
-Por supuesto, significó mucho para mí, ya lo sabes.
No tienes por qué preocuparte.
-Confío en ti. Aunque, la verdad, no me esperab
esta noticia... ¿Y ya está avanzado tu proyecto?

94

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
'n ems" r í aa la
interesará h gente.
e c n Esf difícil
t r f °prever
máS qUe Pre8unlarme
el éxito si le
de un libro
Las dos herm anas volvieron junto a Sartre, Lionel v
los demás, que estaban sentados a la mesa, probando
unos entremeses italianos. Héléne estaba inquieta S°
mone ya le había dado su nombre a una de las protago­
nistas de La sangre de los otros. Esta vez, iba a convertirse
en uno de los personajes de sus memorias, y esa perspec­
tiva la llenaba de una mezcla de temor y de curiosidad

Vamos, Héléne, tenemos que marchamos... París


nos espera.
Dado que el estatus de agregado cultural era efíme­
ro, los De Roulet debían abandonar la cálida Italia y la
cómoda vida de Milán para volver a la capital francesa,
después de ocho años de buenos y leales servicios. Hélé­
ne y Lionel viajaron a París entre la neblina y el frío. En
la parte trasera del coche, posado sobre las maletas, iba
el ramo que le había regalado el dueño de su piso... ¡por
haberle pagado puntualmente el alquiler!11 Héléne iba
recordando los adioses desesperados de su asistenta,
Giuseppina. La m ujer se sentía muy unida a ellos, sobre
todo a Lionel. Le tenía tanto cariño que una noche, al
ver que un invitado se servía un pedazo demasiado
grande del postre, tomó cartas en el asunto: «¡Oiga, no
coja tanto, que, si no, no va a quedar suficiente para el
señor!»112
Ocho años en Italia y otros tantos de dicha. Compa­
rada con ella, París les parecía una ciudad lúgubre. Los
dramas de la guerra de Argelia no cesaban de cargar e
ambiente. Los transeúntes se metían a toda prisa en as
bocas de metro para ir a trabajar. En el umbra e su
piso de la calle Blomet, Frangoise de Beauvoir los reci­
bió efusivamente. Héléne y Lionel se iban a insta ar en
su casa: ya no estaría sola. . _^r
Unos”días después de su llegada, Lionel se ente p

11. Héléne de Beauvoir, Souvenirs, op. ctt., p. 233


12. Ibíd

95
E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
la radio de que el Gabinete de Información del presidente
de la República, cuyo secretario general era él, había sido
disuelto, ¿Qué ibu a hacer ahora? Su temor a acabar en el
patn le obsesionaba. Ld Ministerio de Información volvió
a aceptarlo, pero Lionel rechazaba cualquier dossler que
estuviera relacionado con la vida política. jNo era nad;i
lácil ser el cuñado de los dos intelectuales más hostiles al
Gobierno francés! De ahí que Lionel, en su despacho,
lucra más prudente que nunca. Sartrey Simone hacían
llamamientos a la desobediencia civil y a apoyara los «te­
rroristas» del FLN [Frente de Liberación Nacional de Ar­
gelia |. I enían que cambiar frecuentemente de domicilio.
Mientras, Héléne vivía llena de aprehensión, al igual que
su madre. Estaba muy preocupada por la seguridad de su
hermana. Simone y Sartre podían ser asesinados. Ade­
más, Lionel parecía agotado. En un contexto familiar tan
explosivo, le costaba asumir su nueva situación y su de­
pendencia con respecto al Estado. Y, para colmo, la venta
de cuadros, a pesar del éxito de algunas exposiciones,
apenas bastaba para recuperar el coste de los lienzos y
del material.
Con todo, Héléne no perdía la esperanza. La galería
Synthése le estaba organizando una nueva inaugura­
ción. Héléne recibió a los invitados con su habitual en­
canto. A pesar de la tensión generada por la guerra de
Argelia y de los riesgos que corría, Simone se atrevió a
asistir. La OAS la consideraba, junto con Sartre, una
enemiga a batir. Simone tan sólo estuvo un rato, el tiem­
po suficiente para asegurar con su presencia ese recono­
cimiento al que el to n t París era tan aficionado.
A pesar de la tensión política, 1957 fue un período
hermoso. Sólo en ese año, la benjamina de las Beauvoir
tuvo seis exposiciones fuera de Francia: en Berlín, en
Maguncia, en Pistoia, así como en Milán, Florencia y
Venecia. Héléne y Lionel mantenían sus lazos con Italia
e iban con frecuencia a su casa de Trebiano.
En mavo de 1958, ante la degradación del conflicto
argelino, una parte del Ejército y los franceses de Africa

96

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
del norte que se oponían a la independencia amenaza­
ron con separarse. AI estallar la crisis, el último gobier­
no de la IV República se volvió hacia el general De Gau-
He. para evitar una guerra civil.
El general aceptó el puesto de presidente del Conse­
jo, decidió disolver la Asamblea Nacional y salió elegido
presidente de la República. Su predecesor, René Coty,
declaró: *E1 primero de los franceses es hoy el prime­
ro en Francia.» La V República nacería poco después.
A pesar de sus muchos viajes a Argelia y de su célebre:
«Je vous ai compris/»,* el general De Gaulle no pudo
sino constatar la complejidad de la situación. De hecho,
los acuerdos de Évian no fueron firmados hasta 1962.
En París, Simone seguía denunciando, junto con
Sartre, las torturas a las que se sometían a los argelinos,
y enfrentándose a quienes la acusaban de «desmoralizar
al Ejército francés». Simone se sentía aislada de su país
y de la opinión pública, y no se sentía con ánimos de
proseguir su obra. En la primavera de 1958, ya había en­
viado el manuscrito de Memorias de una joven formal a
Gallimard. Héléne no lo había leído. Únicamente Olga,
la protagonista de La invitada, su marido Bost, y Sartre
habían tenido ese honor. Su familia iba a descubrir el li­
bro al mismo tiempo que el público. Al coger un taxi
para ir a una manifestación en contra de la intervención
del Ejército francés en Argelia, Simone no paraba de
hacerse preguntas. En vista del ambiente que reinaba, ha­
bía que descartar la posibilidad de escribir una novela.
Así que, a la espera de mejores días para Francia, no po­
día más que concentrarse en la redacción de su diario.
La multitud rugía ya en las aceras. Muchos intelectuales
la reconocieron: Pontalis, Chapsal, los Adamov, Anne
Philipe, Gégé Pardo, su amiga de juventud y... ¡Poupet-
te! Aquello la impresionó. Su hermana desfilaba a su
lado gritando: «¡El fascismo no pasará!»** ¿Qué pensa­
* «Os he comprendido», o, como dijo Felipe González en su día, re­
medando a De Gaulle. «he entendido el mensaje».
** Versión francesa de la célebre consigna de los republicanos dui an­
te la Guerra Civil española: ¡No pasarán! (Notas del T.)

97
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
ría Lionel de esto? Porque, sin duda, corría un riesgo al
permitir que su mujer fuera a la manifestación. Aquel
encuentro político la hizo sonreír. Su hermana estaba
preocupada por ella, y Simone lo sabía. ¿O es que quería
demostrar que era una mujer de izquierdas?

Unos meses después, un florista llamó a la puerta del


piso de Frangoise de Beauvoir. En el umbral, éste le en­
tregó un ramo y un paquete. El ramo llevaba un sobre
con unas palabras de Simone, disculpándose. Las Me-
morías de una joven formal iban a salir a la venta dentro
de unos días. Héléne corrió hacia su madre: «¡Enséña­
melo!» Las dos mujeres hojearon el libro juntas. Esa no­
che, Héléne no durmió. Se estaba descubriendo como la
protagonista de su propia historia.
¡Y menuda historia! Mientras que en Les boliches in­
útiles Simone describía al personaje de Héléne como
una pintora superficial, aquí, en cambio, dejaba entre­
ver una inmensa ternura. A veces, es cierto, su hermana
se había comportado de manera brusca y autoritaria,
pero, en sus Memorias, la escritora sacaba a la luz los
años de complicidad con Poupette: «Yo estaba encanta­
da de tener una hermana pequeña. Desde que tuviste
edad para seguirme, por ejemplo, me gustaba mucho
darte clases. Recuerdo que fui yo la que te enseñó a
leer»,13 le diría más tarde.
Mientras Lionel dormía a su lado, Héléne seguía le­
yendo, sintiendo cómo la invadían la emoción y la dicha.
El amor que sentía por su hermana mayor era recíproco.
En la habitación de al lado, Fran^oise de Beauvoir no lo­
graba conciliar el sueño. ¿Cómo saldría parado, en ese li­
bro, su marido? Francoise rememoraba las riñas entre el
padre y la hija, los gritos y los silencios. Su intimidad iba
a estar a la vista de todos. Para tranquilizarse, pensó que,
desde la muerte de su marido, en 1943, Simone intenta-

13. Simone de Beauvoir: un film, texto de In película dirigida por


Dayan y Malka Ribowska, Gallimard, París, 1979, p. 34.

98

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
ba piotegerla. Además, Héléne, mientras pasaba las pá­
ginas, parecía encantada con el libro.
Igual que, años después, la madre de Sartre, quien, a
raíz de sus Palabras, afirmó que su hijo no había enten­
dido nada en su infancia, Frant^oise de Beauvoir redes­
cubrió su propia vida a través de la mirada aguzada de
su hija, una mirada crítica sobre la educación que ella
les había dado. Los periodistas apreciaron el libro, que
se vendió muy bien. Tras casi tres años en París, desde
su regreso, montando exposición tras exposición, Hélé­
ne también se sentía reconocida. Incluso le anunció a su
hermana mayor, con alegría juvenil, que el Museo de
Arte Moderno le iba a comprar un cuadro, ¡y que le ha­
bían encargado realizar un tapiz para los Gobelins!*
Simone la felicitó. El futuro no podía presentarse
mejor. Gracias a esos encargos, su pintura se vendería
aún más, de eso estaba segura. Esa misma noche, Lionel
le dijo a su mujer que le habían propuesto para un cargo
muy interesante en el Consejo de Europa, y que a partir
de ahora gozaría de una situación estable. Los De Rou-
let hicieron las maletas para irse a Estraburgo. Una vez
más, Frangoise de Beauvoir veía marchar a su hija pe­
queña. En cuanto a Simone... No estaba triste. Estras­
burgo no quedaba tan lejos.

Simone agarró un taco de folios y lo colocó en la ma­


leta. Las vacaciones estivales de 1963 tocaban a su fin.
Mañana se marcharía de Roma y volvería a París. Sonó el
teléfono: «Su madre ha sufrido un accidente. Se ha caído
en el baño, y se ha roto el cuello del fémur.»14Sentada en
la cama, sin decir palabra, Simone escuchaba a Jacques-
Laurent Bost, que vivía en el mismo edificio que Frangoise
de Beauvoir. «Tuvimos que tirar la puerta del piso.»
En Goxwiller, Héléne y Lionel se estaban mudando
ese día a su nueva casa. Ni agua, ni electricidad, ni ca e
facción: aquella antigua granja no tenía de nada. La pa

* Fábrica nacional -antes real- de tapice». (N. del T.)


14. Simone de Beauvoir, Une morí..., op. cit.. p. 11.

99

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
reja iba a instalarse allí durante un año, dispuesta a
afrontar el frío del invierno alsaciano. Mientras los chi­
cos de la mudanza amontonaban los muebles en el anti­
guo establo, el cartero les trajo un telegrama con la triste
noticia. Héléne partió enseguida a París, prometiéndole
a Lionel que su estancia allí sería corta. Pero, al final,
tuvo que quedarse más de un mes.
-Mamá tiene un cáncer, ¿lo sabías? -dijo Simone.
-Pero si yo creía que se había partido el cuello de
fémur...
-Sí, pero también tiene un cáncer.15
Durante treinta días, las dos hermanas se turnarían
junto al lecho de Fran^oise de Beauvoir, para que ésta
no acusara la soledad. Ante el cuerpo de su madre, de­
formado por un tumor, Simone dejaba vagar sus pensa­
mientos: el recuerdo de los momentos alegres, pero
también de los conflictivos, volvían a ella, lacerantes.
Desde la muerte de su padre, acaecida en 1943, la her­
mana mayor hacía las veces de cabeza de familia. Y lo
hacía con cariño.
La redacción de Memorias de urta joven formal no
había resuelto las viejas querellas. En aquella clínica,
Simone recordaba sus primeros años de vida, rodeada y
admirada por unos padres afectuosos. Luego, tras la
Primera Guerra Mundial, vinieron la ruptura y el hundi­
miento de su padre en el alcohol, el juego, las mujeres.
Sus apuros económicos. La amargura de su madre, que
no se atrevía a aprender un oficio y la pagaba con sus hi­
jas. ¡Cuánto había sufrido Poupette!
Simone rememoraba la época en que había rechaza­
do a su familia biológica, sus primeras conversaciones
con Sartre acerca de la importancia de elegir una «fami­
lia» por propia voluntad. Ambos lo habían conseguido,
y, sin embargo, sentada allí, junto al lecho de Franqoise
de Beauvoir agonizante, Simone se sentía muy revuelta
por dentro. Su madre, antaño autoritaria, parecía ahora
tan frágil... Ella necesitaba a sus hijas, les suplicaba que

15. Héléne de Beauvoir, Souvenirs, op. cit.. p. 32.

100

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
no la abandonaran. Tras la desaparición de su padre, Si-
mone la había ayudado a cubrir sus necesidades, le ha­
bía pagado el viaje a los Países Bajos, a Italia... Frangoi-
se había acogido con prudencia las primeras novelas de
su hija mayor. No había hecho ningún comentario al
descubrir que el personaje principal de La invitada lle­
vaba su nombre. La publicación de El segundo sexo y el
consiguiente escándalo que provocó la habían sumido
en la perplejidad. Su hija había alcanzado la fama, sí,
pero ¿a costa de qué? «Un primo suyo le había partido el
corazón, diciéndole: “¡Simone es la vergüenza de la fa­
milia!”»16 En cambio, el Premio Goncourt de 1954 por
Los mandarines, la había colmado de dicha. Frangoise
sentía la misma estupefacción ante los cuadros de Hélé-
ne, que se pasaba días enteros pintando y montaba ex­
posiciones. Protegida por sus hijas, Frangoise de Beau-
voir se sentía a veces desbordada por su éxito. Su ener­
gía la impresionaba.
Su orgullo, empero, estaba teñido de decepción. Nin­
guna de las dos, ni Simone ni Héléne, le había dado nie­
tos. Sabiendo la opinión que tenían sus hijas acerca de la
maternidad, nunca se atrevía a tocar el tema, algo, por lo
demás, demasiado doloroso. Frangoise también apre­
ciaba la compañía de la hermana de Lionel. Chantal.
Amable e inteligente, y de una gran belleza, Chantal iba a
veces a comer a su casa, junto con sus tres hijos. A Fran-
gois le gustaba, asimismo, ir a Meyrignac, donde su pri­
ma Jeanne de Beauvoir, madre de nueve hijos, la im ita­
ba a pasar las vacaciones: «Los primeros días -recuerda
Catherine, una de las hijas de Jeanne-, nos alegrábamos
de verla. Pero, luego, [Frangoise] se empeñaba siempre
en regentar la casa. Así que, al cabo de dos semanas,
cuando se iba, nos sentíamos aliviadas.»17
Ahora, esa mujer estaba postrada en una cama. Si­
mone y Héléne no soportaban verla sufrir. Frangoise de
Beauvoir estaba entubada por todas partes, pero los mé-

16. Simone de Beauvoir, Une morí..., op. cil., p. 148.


17. Recuerdos c o ñ u d o s por Catherine C. a la autora.

V.'.V:-v ' • •. •■ : ■' . ’ - ■101


E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
dicos no querían administrarle morfina, so pretexto de
que podía bloquearle el intestino. De todas formas -de­
cían- ya no había remedio. Ante la obstinación de un
médico, altivo y seguro de su derecho, las hermanas se
rebelaron. Le exigieron que hiciera algo para aliviar el
dolor de su madre. De vez en cuando, conseguían que,
por fin, le pusieran una inyección. La enferma cada vez
les suplicaba más: «No me dejéis sola, aún estoy muy
débil. ¡No me dejéis en manos de estos bestias!»18 Su
calvario aumentaba. Frangoise reclamaba más inyec­
ciones de morfina. El médico miró entonces a Simone
con animosidad: «Hay dos puntos sobre los que un mé­
dico que se respete a sí mismo jamás transigirá: la droga
y el aborto.»19
¡La alusión era obvia! En El segundo sexo, Simone
había atacado la ley que criminalizaba el aborto. Y eso
era, sin duda, lo que ahora le hacían pagar a Frangoise
de Beauvoir en su lecho de muerte: las opiniones de su
hija mayor, catorce años después de la publicación del
libro. El médico le demostraba abiertamente su hostili­
dad. Simone y Héléne tuvieron que resignarse: ya no ha­
bía nada que hacer, salvo esperar que la agonía no se
prolongara demasiado.
De vuelta en la calle Schoelcher, Simone se hundió
en los brazos de Sartre. Carcomida por el remordimien­
to, lamentaba haberle mentido a su madre en el pasado,
no haber comprendido antes la gravedad de su estado,
haberla asustado a veces. Simone no había llorado la
muerte de su padre, helada por las palabras hirientes
que éste le había dicho a Poupette. Y creía que reaccio­
naría igual cuando le llegara la hora a su madre. Cierta
tristeza, un poco de nostalgia, sí... Pero, ahora, todo era
distinto: de repente, su mundo se venía abajo. Simone
no podía controlar su desesperación. La compasión que
sentía por su madre la estaba desgarrando por dentro.
Esa anciana le había dado la vida; todas las teorías que

18. Simone de Beauvoir, Une mort..., op. cit., p. 114.


19. Ibíd., p. 113.

102

E sca ne ad o C am S ca nn er
ella había defendido, negando los lazos familiares, sal­
taban ahora por los aires. La carne de su madre era su
carne, su historia, la historia de su infancia. Simone se
sentía perdida. Las lágrimas, la pena, la angustia, todos
esos sentimientos la pillaban por sorpresa.
En el ambiente siniestro de la clínica, Simone y Hé-
léne ya no pensaban más que en una cosa: en ayudar a
su madre a sufrii lo menos posible. En aquella época,
marcada aún por el catolicismo, se pensaba que el do­
lor de un enfermo era un tránsito inevitable, natural, e
incluso un camino de redención. Como Héléne ya esta­
ba agotada, Simone decidió pasar varias noches segui­
das en el hospital, ignorando que allí la aguardaba otra
fuerte impresión. Mientras la ayudaba a asearse un po­
co, descubrió el cuerpo desnudo y deforme de su ma­
dre. Esa intimidad la molestaba. A pesar de sus aven­
turas, de sus líos, de sus pasiones amorosas, Simone
seguía siendo la joven pudorosa de principios del siglo
xx. Y así se lo dijo a Poupette, que no sentía tanto em­
barazo ante la desnudez. Durante sus clases de dibujo
al natural, Héléne había visto muchos cuerpos desnu­
dos, jóvenes y no tan jóvenes, hermosos y feos, ajados o
grotescos.
Tumbada en la habitación de su madre, Simone re­
cordaba las etapas de su propia vida. Había cumplido
los cincuenta y cinco. Su relación con Nelson Algren
quedaba muy atrás, y la que mantenía con Claude Lanz-
mann ya había acabado. Esas dos historias de amor, ya
caducas, le provocaban la amarga impresión de estar
entrando en la vejez. Ningún hombre volvería a estre­
charla en sus brazos, pensaba con tristeza. Sartre, en
cambio, seguía siendo un hombre solicitado, rodeado,
mimado por las jovencitas; la fama le garantizaba sus
continuas y fáciles conquistas.
Unos días antes de la muerte de su madre, Simone
sintió que la invadía una extraña dulzura: «Mientras ha­
blábamos en la penumbra, yo iba apaciguando una vieja
ansia: estaba retomando el diálogo roto en mi adoles­
cencia [...] y la antigua ternura que yo creía del todo ex-

103

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
W\\U\ ilm it'tmcictnlo puco a poco.»*0 Aquel aire bato de
afcctt» repercutió sobra su hermana, De ese modo, Simo-
no y I talón? vinptf.ftn.in a recuperar una intimidad que la
distan* la geográfica y la divergencia de opiniones ha­
bían disminuido, Durante sus años de separación, las
hermanos Beauvoir liahfan conseguido mantener vivo
mi alecto gracias a las cartas y los encuentros esporádi­
cos, Pero alun a, la presencia diaria de I íóléne, y la prue­
ba por la que ambas estaban pasando, reavivaban su ter­
nura mutua. Poupotle se mostraba muy cariñosa con su
tundra* sin evidenciar el más mínimo rencor. Y Simone,
por su parte, se sentía sorprendida por vivir, a puerta ce­
rrada, illa y noche, en aquel núcleo familiar, como si éste
hubiera sido siempre el eje de su mundo. ¿Sería a causa
de la edad, de los problemas que había tenido con Sar-
tre? Hila, que antaño había sido tan exigente, experimen­
taba ahora una intensa clemencia hacia los suyos.
Durante las últ imas noches, Simone y Héléne se turna­
ron en la cabecera de la anciana dama. De vez en cuando,
pasasa el médico, miraba a la enferma vivir sus últimas
horas y, en un tono seco, hacía algún comentario acerbo.
Abrumadas por el dolor, las hermanas Beauvoir ya ni re­
accionaban. La última noche, Simone volvió a casa para
dormir unas horas. «Simone, a todas luces, no quería
creer que aquello era el final»,2021 me confió más tarde Hélé-
ne. Quizá porque no soportaba la idea de la desaparición
de su madre. Asolas con su hija pequeña, Franyoise de Be­
auvoir murmuró: «No quiero morir...»22 Héléne la vio pri­
mero boquear y luego dormirse. Le cerró los ojos, la besó y
corrió a avisar a su hermana. A las dos de la madrugada,
volvieron a reunirse ante su cueipo y le pusieron, en su
dedo enflaquecido, la alianza de oro de su boda.
El entierro se celebró en la intimidad. Junto a Simo­
ne y Héléne, encorvados por el pesar, Sartre y Lionel
avanzaban en silencio.

20. Ihíd., p. 109.


21. Entrevista con Héléne de Beauvoir.
22. Simone de Beauvoir, Une morí..., op. cit., p. 126.

104

E sca ne ad o Cam Scanne


Héléne regresó a Goxwiller en diciembre. Un frío
glacial reinaba entonces en Alsacia, y en la casa no ha­
bía calefacción. En el taller, todo estaba helado. Héléne
se refugió junto a una estufa improvisada y realizó va­
rios grabados al buril. Ninguno representaba a su ma­
dre, pero todos evocaban la separación.
Mientras la noche iba cayendo sobre el estudio de la
calle Schoelcher, Simone hojeaba un álbum de fotos fa­
miliares que se había llevado de la calle Blomet. Al pasar
las páginas, una por una, sintió la necesidad imperiosa
de escribir la historia de ese sufrimiento. Tenía que ha­
cerlo. Contar cada instante de esa agonía, resucitar a esa
mujer, darle voz, igual que a aquellas otras cuya condi­
ción había descrito.
Simone dejó fluir su angustia. Durante varios meses,
no soltó la pluma. Línea tras línea, fue creando lo que lue­
go iba a ser Una muerte muy dulce. Simone llamó a Fran-
goise de Beauvoir «mamá» y no «mi madre». La escritura
devino un grito. Entre sonrisas y llantos, Simone iba revi­
viendo su infancia y pensando en los momentos únicos
que había compartido con su hermana. Jamás se había
sentido tan unida a Héléne. Cuando puso punto y final a
la obra, la dedicatoria se le hizo obvia: «A mi hermana.»

-El libro que has escrito sobre mamá es magnífico


-le dijo Héléne por teléfono.
-Gracias. Me pregunto cómo reaccionará la gente.
La obra apareció en 1964. En la Francia conservado­
ra y púdica de la década de 1960, fueron muchos los que
se molestaron: Simone se había atrevido a contar los
momentos íntimos de una moribunda. Otros reacciona­
ron violentamente ante aquella descripción del mundi­
llo médico. Sus críticas al ensañamiento terapéutico es­
candalizaban. Simone se quejaba de que los médicos no
se preocuparan más por aliviar el dolor... Pero ¿por qué se
entrometía? ¿Había estado tomando notas mientras su
madre agonizaba?
—No me arrepiento de nada de lo que he escrito.
-Y haces bien -le respondió Poupette.

105

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Simone se acordaba de los ataques que había sufri­
do tras la publicación de El segundo sexo. Esta vez, Ja
cosa Iba a ser más dolorosa, por ser más personal.
Gran parte de sus lectores comprendió que Simone ne­
cesitaba escribir esa obra para iniciar su luto y sobrepo­
nerse a él. Muchos la felicitaron por su sinceridad y por la
manera en que había denunciado la situación de los ancia­
nos y de los enfermos. Pierre-Henri Simon.de la Academia
Francesa, la homenajeó, diciendo: «Puede que Simone de
Bcauvoir nos haya dado, en estas ciento sesenta páginas,
lo mejor de sí misma, o al menos su parte más secreta.»

Los años de la guerra de Argelia aún no se habían disi­


pado del todo, y el porvenir parecía sombrío. Simone ya
no podía contar con el amor, tan sólo con la escritura
para recuperar el gusto por la vida. Al igual que Héléne,
Simone había salido herida de aquella prueba. Ambas es­
taban entrando en la vejez. Pero Héléne parecía aceptarla
con serenidad. Junto a Lionel, que ahora era funcionario
internacional en la sede del Consejo de Europa, Héléne
parecía llevar mejor tanto la vejez como la muerte de su
madre. Su marido tenía ahora un puesto fijo, lo cual le ga­
rantizaba una jubilación y una situación económica aco­
modada. Para Simone, las cosas eran más complicadas.
Poco a poco, fue naciendo en ella la necesidad de escribir
sobre otro tema que era como la continuación de su últi­
mo libro. Pero para ello necesitaría, igual que para El se­
gundo sexo, realizar un largo trabajo de investigación y de
reflexión. Tras abordar la condición de las mujeres, Si­
mone quería denunciar ahora la de los ancianos a través
de los siglos y las civilizaciones. Romper otro tabú. La
perspectiva de un nuevo escándalo no la atemorizaba:
«He vuelto a retomar el camino de la Biblioteca Na­
cional», le dijo Simone a su hermana un domingo, por
teléfono.
Cuando Héléne comprendió la razón, sonrió: «Haz­
lo, será fantástico. Por mamá y por nosotras.» Héléne
colgó y siguió con su trabajo. Ese año, sin embargo, sus
grabados al buril serían más tristes.

106

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
IV
La causa de las mujeres

Aquel mes de noviembre de 1964, llovía en París. Si-


mone observaba a Sartre. Reclinado sobre su mesa de
trabajo, con los ojos clavados en los folios que se iban
am ontonando, los dedos amarilleados por la nicotina, el
«hombrecito» parecía agotado. «¿Cuánto tiempo aguan­
taremos así?», pensó ella, angustiada. Sartre acababa de
rechazar el Premio Nobel.
Huyendo de los periodistas, el filósofo se había refu­
giado en la calle Schoelcher. Simone dejó escapar un
suspiro, con el corazón encogido de tristeza. A los ojos
del mundo, ellos seguían encam ando una de las grandes
parejas de la literatura. Y, sin embargo, su am or estaba
emprendiendo el vuelo: Sartre se había enamorado, otra
vez, de una jovencita.
Sonó el teléfono. Tres veces. Silencio. Y luego volvió
a sonar. Simone reconoció el código acordado con los
suyos. Era Héléne quien llamaba. Lejos de ellos, aislada
en el campo alsaciano, la herm ana pequeña seguía por
la prensa el asunto del Nobel. Sabía por lo que estaba
pasando Simone. Ocultando su inquietud, Poupette le
anunció con ligereza:
«¡Ya está! ¡Nos hemos mudado a nuestra nueva ca­
sa de Goxwiller! ¿Por qué no venís a airearos un po­
co? ¡Aquí podréis salir a las calles del pueblo sin ries­
go, pasear por el monte Sainte-Odile o por el puerto

• 107

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
de la Charbonnidre! ¡Y escribir con toda tranquili-
dad!*
Simone tembló de emoción: ¡dejar París por unos
días le parecía un sueño! Allí en Goxwiller, ninguna ri­
val podría importunarla. La presencia de su hermana y
de su cuñado la reconfortaría, a pesar de que Lioneí,
con mucha frecuencia, la irritase. Simone interrogó a
Sartre con la mirada: por una vez, al autor de La náusea
no le repugnaba la idea de irse al campo. Así que, unas
semanas después, se marcharon.
En la calle de lÉglise, bordeando los huertos y los
jardines, Sartre y Simone se cruzaron con unos cuantos
agricultores montados en su tractor, camino de los cam­
pos. Varios perros ladraron a su paso. El coche se detu­
vo delante de la última casa. Frente a ellos, protegidas
por una puerta de madera clara, aquellas dos granjas
unidas entre sí por un granero conformaban el nuevo
dominio de Héléne y de Lionel. En el patio descuidado
por los antiguos propietarios, las hierbas silvestres cu­
brían el suelo; una capa espesa de musgo verdeaba el
fondo de los estanques.
Al subir por la escalera de piedra, los parisienses as­
piraron el aroma acogedor de una blanquette* de teme­
rá cociendo a fuego lento. Poupette había preparado los
platos preferidos de su hermana. Antes de sentarse a la
mesa, abrieron una botella de champán. En la cocina de
la vieja morada alsaciana, Simone se sentó en un banco.
La benjamina estaba atareada delante de los fogones, de
los que emanaba un agradable calor. La mayor hablaba
sin parar, como embriagada de libertad -una sensación
física que no sentía desde hacía tiempo-, la impresión
de estar al fin a salvo, de ser querida. Goxwiller le recor­
daba su infancia en Mevrignac, el olor a pan tostado y a
chocolate caliente.
¿Por qué nunca les dejaban en paz? Simone sabía
muy bien la respuesta: porque eso era, precisamente, lo
que quería Sartre. La mujer enamorada sufría sin decir

* Guisado de carne blanca con salsa blanca. (N. del T.)

108
E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
palabra, prefería soportar cualquier cosa antes que per­
derlo. Después de comer, Sartre se retiró con Lionel al
pequeño salón-biblioteca. Encendió su pipa y se hundió
con satisfacción en un sillón de terciopelo rojo de la fa­
milia Beauvoir. Tras él, había varios ejemplares encua­
dernados de libros raros del siglo xvm; Voltaire y Rous­
seau figuraban al lado de sus propios escritos y de los de
su Castor. Los volúmenes cubrían los estantes de aque­
lla habitación abuhardillada que olía a madera y a cera,
y en la que el tiempo parecía detenerse milagrosamente.
En el patio convertido en taller provisional (estaban
arreglando unos estanques de peces rojos) había vanos
obreros trabajando. Lionel agarró un azadón y decidió
ayudarlos. Sartre observaba admirado cómo su antiguo
alumno cavaba con tanta fuerza. También él se hizo con
un azadón, se remangó la camisa y hundió el metal en la
hierba. De repente, manó un chorro de agua hacia lo
alto. Advertido con presteza del asunto, el alcalde del
pueblo se disponía ya a cruzar la puerta de la cancela
cuando vio a un hombrecillo, regordete y mal vestido,
saliendo a todo correr a la calle y gritando: «¡Señor al­
calde, señor alcalde, he encontrado una fuente!» El pri­
mer magistrado de Goxwiller se llegó hasta aquel aguje­
ro ancho del que seguía manando agua, pero acabó
meneando la cabeza en señal de negación. Lo que había
pasado en realidad era que Sartre había perforado una
de las tuberías de canalización del agua, y el alcalde no
tuvo más remedio que decir la verdad. Delante de Lio­
nel, que a duras penas conseguía disimular su hilaridad,
y de las dos hermanas calladas pero igualmente risue­
ñas, el filósofo palideció. Su primera tentativa jardineril
se había saldado con un estrepitoso fracaso. Sartre su­
bió la escalera de la casa y se dejó caer, agotado, en un
sillón. ¡Decididamente, su odio a la clorofila estaba más
que justificado! Abajo, Poupette y Sinione no paraban
de reírse, como dos bribonzuelas.
Unos días después, mientras terminaban de habili­
tar los estanques de los peces, llegó la hora de la despe­
dida. Simone abrazó a su hermana efusivamente. La es-

109

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
irritara no subfu lo que le reservaba el porvenir. Un míe-
vo libro no bastaría para atenuar su melancolía. Simonc
se disponía a reencontrarse con París, las amigas de Sar*
tre, jóvenes y no tan jóvenes, ávidas de su tiempo y de su
amor.

Simone abrió la correspondencia. Cartas y más car­


tas de mujeres angustiadas. Todas ellas, engañadas o
abandonadas por sus maridos, le describían su soledad.
Al quedarse, de la mañana a la noche, sin nada que ha­
cer, se hundían en la desesperación o la locura. La situa­
ción que ella había descrito en El segundo sexo no había
cambiado un ápice. Sentada ante su pequeña mesa de
trabajo, frente a ios sofás amarillos, Simone releyó las
páginas de su último manuscrito: tres relatos sombríos,
tan similares a las historias que le contaban sus lecto­
ras. Tres soledades desengañadas. Simone las compren­
día muy bien porque ella misma se sentía traicionada.
Arlette El Katm, una joven de origen argelino y amante
de Sartre, ocupaba un lugar preponderante en la vida
del filósofo, que incluso la había adoptado legalmente.
Entre todas las «mujeres» de Sartre, ella era la única
que llevaba su apellido, y la que ahora le distribuía su
tiempo. Frente a la inteligencia y a la personalidad de
Simone, Arlette tenía una baza mayor: su frescura.
Por suerte para Simone, una persona vino a esclare­
cer su penumbra. Una estudiante de filosofía de la Es­
cuela Normal Superior femenina había querido hablar
con ella de sus obras. Sylvie Le Bon sedujo a Simone con
su mente vivaz, y ésta trabó enseguida con ella una pro­
funda amistad que le aportó el consuelo que tanto nece­
sitaba.
Poco después, durante 1966, Simone recibió una bue­
na noticia. Varios escritores japoneses la habían invitado
a ir a su país con Sartre. El viaje fue un éxito. Recibidos
como estrellas en Japón, sus palabras fueron reproduci­
das y comentadas por la prensa.
En una sala atestada de gente, bajo los flashes de los
fotógrafos, Simone abordó un tema que no había vuelto

110

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
a tocar desde la publicación de El segundo sexo: la mujer
y la creación. Había preparado su charla pensando en la
trayectoria artística de Héléne. Esta vez, defendería a
las mujeres pintoras en lugar de tratarlas con indulgen­
cia. Con voz fírme, segura, recordó las dificultades con
las que se topaba una artista para costearse un taller y
vender sus cuadros. «Resulta muy costoso tener un ta­
ller. [•■■] Ademas, para ganar dinero, [una pintora] tie­
ne que estar apoyada por varios marchantes de cuadros
y coleccionistas. Ahora bien, conozco lo suficiente el
mundillo de la pintura para saber que un coleccionista o
un m archante de cuadros no apostará nunca por una
mujer joven.»1
Simone describió detalladamente los obstáculos a los
que debía hacer frente una pintora y recordó cuán ra­
ro era que una mujer encontrara apoyo en algún miem­
bro de su familia, como le había ocurrido a Van Goghcon
su hermano. Ella, sin embargo, sí había desempeñado
ese papel, dándole a Héléne su apoyo moral v económi­
co para que pudiera exponer en Francia y en el extran­
jero.
Al concluir su análisis, Simone bajó los escalones del
estrado bajo una lluvia de aplausos. La estancia en Ja­
pón había transcurrido a las mil maravillas. Lo único
que lamentó Simone fue que su hermana no hubiera es­
cuchado sus palabras.

En el silencio de su piso, Simone puso punto y final


a su libro de relatos: La Fentine rompne [La mujer rota].
De pronto se le ocurrió una idea. Se levantó de golpe y
llamó a Goxwiller. Le propuso a Poupette realizar varios
grabados al buril, que ilustrarían las dudas v el malestar
de las mujeres que ella describía. Loca de alegría e un
paciente por ponerse a trabajar, Héléne anuncio esa
misma noche la buena nueva a Lionel. Aque a o e
1967, las hermanas Beauvoir iban a crear conjúntame

1. Les Écrirs de Simone de Beauvoir, textos mídilo» o recuperados.


Gallimard, París, 1979, p. 463.

111

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
te una obra, en la que la pluma y el pincel se comple­
mentarían.
En unas cuantas semanas, encerrada en su casa de
Alsacia, Héléne hizo una serie de grabados: «¡Son sober­
bios!», exclamó Simone al verlos, cuando su hermana
fue a llevárselos a París. Una galería de la calle Saint-An- •
dré-des-Arts aceptó exponerlos. Ansiosas, Poupette y Si­
mone aguardaban el veredicto del público, que fue in­
apelable: si bien la prensa no habló sobre el trabajo de
Héléne, los comentarios sobre los relatos llovieron a
mares. En Le Fígaro littéraire, Bemard Pivot declaró que
se trataba de una «novela para modistillas». Otros críti­
cos no entendieron que Simone había querido describir
el encierro de las mujeres, igual que había expresado, de
manera tan brillante, los valores del compromiso y del
existenciaiismo en Los mandarines.
El fracaso afectó por igual a las dos hermanas. Si­
mone volvió a la Biblioteca Nacional para proseguir la
redacción del ensayo que había empezado tras la muer­
te de su madre, una denuncia sobre la triste condición
de las personas mayores: La Vieillesse [La vejez]. Héléne
defendió con ardor el libro de Simone. Pero la Navidad
de 1967 fue de lo más triste.

Sartre y Simone avanzaban hacia el bulevar Saint-


Michel. No podían creer lo que estaban viendo sus ojos:
muchachos y muchachas arrancando los adoquines y
las verjas de los árboles del Barrio Latino: el mes de
mayo de 1968 prometía ser muy movido.
Simone caminaba en silencio. Demasiados aconteci­
mientos dolorosos habían sucedido últimamente. Ella
aún no había digerido la ácida acogida que había recibi­
do La mujer rota. El amor que sentía Sartre por esa mu­
chacha tan joven que él había adoptado, Arlette El Kaím,
la agobiaba aun más. Adiós a la dicha -pensó mientras
observaba a los adolescentes que corrían en todas direc­
ciones. Su despreocupación y su energía parecían no te­
ner límites. Con las cabezas cubiertas de cascos improvi­
sados, se besaban fogosamente en las barricadas del

112

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Bam o Latino. Simone los miraba y su cansancio au­
mentaba. Sí, se acabó la felicidad, so repetía a sí misma.
El cariño de Svlvie la ayudaba, claro. Pero no le impedía
ver lo inevitable: la decadencia propia de la edad, la suya
y la del ser que amaba.
Simone pensó que acababa de cumplir sesenta años,
el 9 de enero de 1968. Poupette la había llamado desde
Alsacia, ofreciéndole, una vez más, su amor incondicio­
nal. Durante años, eso la había irritado: en el secretismo
de las cartas dirigidas a Sartre y a Nelson Algren, Simo­
ne había hablado de su hermana con una tremenda con­
descendencia. Ahora lo veía más claro. Desde la entrada
de Arlette en su universo, Simone se había percatado de
que la situación de las mujeres comentes que ella había
denunciado en El segundo sexo, y a la que creía haber es­
capado, era ahora la suya. Al parecer, también se había
convertido en una «esposa» desalojada de su pedestal.
Durante cuarenta años, sus libros le habían permitido
ocupar un lugar aparte en el corazón de Sartre; ahora, la
crítica los arrojaba al fango. Simone tenía que concen­
trarse, a toda costa, en la escritura, que era su única ra­
zón para vivir.
Sartre sacó a Simone de su ensimismamiento y la
obligó a retroceder de un salto. Los CRS” estaban car­
gando contra los jóvenes con gas lacrimógeno. Una nube
opresiva empezó a ahogarlos. Sartre tosió violentamen­
te. Entre los gritos y los quejidos de los manifestantes,
ambos se refugiaron en una puerta cochera. Ni él ni ella
tenían ya edad de carreras.
Los jóvenes por los que Simone sentía un cariño es­
pecial ya no se interesaban por ella. Se reunían con Sar­
tre, discutían con él públicamente. En aquella Francia
paralizada por las huelgas y los tumultos, se escuchaba
a Sartre y a Cohn-Bendit, a Sartre y a Geismar, a Sartre
y a Sauvageot: sus palabras inspiraban cada una de las
etapas de aquella revolución. La gente aguardaba sus*

* Miembros de la Compañía Republicana de Seguridad, una suerte de


policía nacional. (¡V. del T.)

■ ; ' 113

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
opiniones como si fueran oráculos. A nadie se le ocurría
nunca preguntarle a Simone. La opinión de las mujeres
no contaba. Sus miles de páginas publicadas y traduci­
das, sus cientos de miles de libros vendidos en el mundo
no le aportaban el más mínimo reconocimiento en un
país tan necesitado como aquél de nuevos puntos de re­
ferencia. Mayo del 68 fue una revolución dirigida por
los hombres; las mujeres, una vez más, fueron puestas
entre paréntesis. Las mujeres seguían siendo invisibles,
igual que esos adornos de las estanterías en los que na­
die se fija de tan integrados que están en la decoración.
Simone, que jamás había dudado en tomar la palabra
para denunciar las injusticias, se veía ahora relegada al
silencio.
Y sin embargo, ¡cuánto le habría gustado compartir
la exaltación de aquellos días alocados! Con Sylvie, por
supuesto, pero también con Poupette. Ella y Simone se
llamaban todos los días. Con voz excitada, su hermana
le contaba las iniciativas de los estudiantes de Estras­
burgo, que invadían el Consejo de Europa, polemizaban
con los tecnócratas y los políticos o se mofaban con in­
solencia de la altivez de los funcionarios vestidos de
gris. Héléne estaba reviviendo el ambiente de sus clases
de pintura, descubriendo, a sus cincuenta y ocho años,
una nueva juventud.
También le contó a Simone que había asistido a un
mitin. Luciendo su elegante traje sastre de color gris
perla, encendida por las palabras ardientes del orador,
Héléne había aplaudido a rabiar. Sentado a su lado, Lio-
nel palidecía. Poupette, mujer discreta y muy educada
por lo genera], se estaba entregando a unos arrebatos in­
esperados. Intentando disimular su contrariedad, Lio-
nel le había murmurado al oído: «No aplauda tanto,
mujer, mis colegas la están mirando.» Héléne se reía y
no omitía ningún detalle; al otro lado del hilo, Simone
alzaba la vista al cielo. Como no podían estar día y no­
che al pie del cañón, las facturas de teléfono de las Beau-
voir aumentaban. Sentada junto a la ventana desde don­
de distinguía el campanario de la iglesia, Héléne oía a su

114

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
hermana describirle el revuelo de París: «¡Cuánto añoro
el bam o de nuestra infancia!», exclamaba la menor. La
pintora tenía abandonado su taller. Con la radio perma­
nentemente encendida, Héléne vibraba al unísono de
aquellos jóvenes que rechazaban la arrogancia de los ri­
cachones y sus discursos comedidos.
Tras los acuerdos de Grenelle, los obreros volvieron a
trabajar en las fábricas, y las manifestaciones estudian­
tiles se dispersaron. Simone no ocultaba su pesimismo a
Poupette: las fuerzas del orden volvían a imponerse. Los
altos cargos que habían huido de los gabinetes ministe­
riales reaparecían. Daniel Cohn-Bendit fue expulsado de
Francia. Todo parecía haber terminado. Aquel verano,
más que ningún otro, las dos hermanas se llamaron y se
cartearon largo y tendido.

En otoño, Héléne retomó sus lienzos y sus pinceles.


A primera hora de la mañana, en cuanto Lionel se iba al
Consejo de Europa, degustaba un café italiano bien car­
gado, atravesaba el patio de los estanques y se encerraba
en su taller. Aquel amplio espacio luminoso y alto le
daba seguridad. De vez en cuando se sentaba en el sofá
de! rincón, cubierto por una vieja manta marroquí, y
contemplaba lo que llevaba hecho ese día. A través del
ventanal se divisaba el jardín florido y los árboles que
Lionel había plantado. Detrás de una inmensa cortina
había una pila de cuadros de sus distintas épocas: la se­
rie sobre Venecia de la década de 1950, las escenas rura­
les de Portugal, pintadas durante la guerra, y los colores
cálidos de Marruecos.
En la tranquilidad de la campiña, Héléne sintió pal­
pitar una emoción nueva. Un poco al tuntún, estrelló los
primeros trazos sobre la tela, y luego se detuvo. Los co­
lores llegaron enseguida. En su memoria resonaban los
tumultos, los clamores y las reivindicaciones de libertad
oídos en el mes de mayo. Los eslóganes de los jóvenes,
su alegría insolente, su rechazo al orden establecido le
habían calado hondo. Héléne retrocedió un paso. En la
tela se veían cascos, barras de hierro, unos cuantos CRS

115

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
embadurnados de negro y de rojo sangre, con sus ojos
de búho cercados por unas gafas metálicas. Esas formas
ocupaban el centro de la composición, mientras que de
una de las esquinas del lienzo surgían varios adoquines,
blancos como sudarios, delante de un muro enrojecido
por la sangre de los manifestantes.
Tras varias horas de pie, agotada, Héléne volvió el
cuadro y escribió el título que le había venido a la cabe­
za: «No pasarán.»* Luego, regresó a la casa silenciosa.
Un montón de ideas nuevas bullían en su interior, como
si estuviera en medio de un sueño. Aquellos aconteci­
mientos habían despertado una sed de libertad y de jus­
ticia. «Amaos sin trabas», pedía uno de los eslóganes del
68. Por la noche, tras volver del Consejo de Europa, Lio-
nel encontró a su mujer en la cocina. Héléne había pre­
parado una deliciosa cena, mientras pensaba en el cua­
dro de mañana, que aun sería más violento, más intenso
que el de los CRS.
Con la llegada del invierno, la temperatura en el ta­
ller bajaba casi hasta cero. Incluso con las manos hela­
das, Héléne trabajaba sin descanso. Su hermana y Sar-
tre hablaban de comprometerse: bueno, ella lo hacía a
su manera, siguiendo su propio camino. Cuando, a cau­
sa del frío siberiano, ya no podía estar en el taller, la pin­
tora se instalaba en su cuarto-salón, posaba sus cuadros
de metal y realizaba algunos grabados con buril. Bajo
las ventanas, pasaban mujeres arrebujadas en sus abri­
gos y con la cabeza envuelta en una toquilla. Los estan­
ques de nenúfares estaban helados, y el matrimonio ha­
bía tenido que reinstalar los peces dentro de la casa. A la
hora del té, Héléne bajaba a darles de comer. Los gatos
se quedaban en el salón, junto a la estufa y a los pedazos
de pastel que esperaban robar. Pero, en su fuero inter­
no, Héléne estaba impaciente. ¿Cuándo podría retomar
su trabajo sobre el Mayo del 68? Tenía prisa por liberar­
se de él y, al mismo tiempo, sentía una inmensa necesi­
dad de crear. Con una taza de lapsang-souchong ardien­

* *Le fascisme nepassera pas. • Véase nota del traductor, p. 97. (N. del T.)

116
E sca ne ad o C am S ca nn er
do entre sus manos, pensaba en lo afortunada que ercr
había podido construir su vida alrededor del milagro de
la pintura.
La primavera llegó por fin a Goxwiller. En el taller
todavía helado, Héléne se abrigaba con varios jerséis de
lana e intentaba protegerse las manos ateridas. Hundía
los pinceles en el espesor sensual de los colores y, de sol-
pe, proyectaba sobre la tela unas tonalidades violentas,
henchidas de la furia y la esperanza de aquella juventud
que había conmocionado a Francia. Las caras maqui­
lladas, las banderas, las porras surgían de entre la nebli­
na. En unos cuantos meses, Héléne realizó una obra
mayor, más de treinta cuadros. Alineados unos junto a
otros, a ras del suelo, eran el raro testimonio de una pá­
gina turbulenta de la historia de Francia. Comparados
con éste, sus trabajos anteriores le parecían sosos. Esta
vez, la realidad encajaba con la imagen. Igual que Simo-
ne, igual que Sartre, Héléne, pintando el mundo, acaba­
ba de rehacerlo a su manera.
Lo primero era encontrar una galería, cosa que,
como ella bien sabía, no era nada fácil. Héléne tenía que
superar dos obstáculos: su aislamiento provinciano y el
estilo de su trabajo, menos abstracto que el de los pinto­
res que estaban en boga por entonces. Además, la elec­
ción de un tema tan reciente y tan doloroso podía no
gustar. Una galería de la orilla derecha aceptó exponer
la serie nada más oír el título: el Joli Mois de ntai.* La
dueña del local estaba encantada con ella, imaginando,
sin duda, una temática más primaveral y clásica. Pero
cuando vio los cuadros... ¡canceló el proyecto! Héléne
hizo otro intento, también en vano. Sus cuadros moles­
taban a aquella Francia traumatizada y repentinamente
atemorizada.
En su casa de la calle Schoelcher, Simone estaba que
trinaba: «¡No debes desanimarte!» Poupette alzó la ca­
beza y exclamó: «¡Por supuesto que no! ¡Voy a luchar!»

* El «bonito mes de mayo», aunque la frase también puede entender


se como «menudo mes de mayo». (N. del T.)

117

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Entonces conoció a Franck Thomas, el animador cultu­
ral de un centro para adolescentes, un joven con cara de
ángel del que pronto se hizo amiga. Con entusiasmo y
perseverancia, Franck se pateó la ciudad hasta encon­
trarle un lugar disponible... y mítico. Ochenta años an­
tes, Toulouse-Lautrec había realizado allí sus bocetos
de bailarinas de cancán: ¡el Moulin Rouge! La inaugura­
ción fue de perlas. Entre aquel público variopinto, las
duquesas se codeaban con escritores como Simone,
Sartre y Prévert, pero también con las prostitutas: justo
cuando le iban a sacar una foto a Héléne con Jacques
Prévert, entró la duquesa de La Rochefoucauld, envuel­
ta en un espléndido abrigo rojo. Una prostituta la inter­
peló: «¡Eh, usted, la señora del abrigo rojo, quítese de
ahí, que va a fastidiar la foto!»2
Como de costumbre, Héléne no pudo esquivar a al­
gunos maleducados que buscaban a su hermana con la
mirada e insistían en que se la presentase, cosa que ocu­
rría en todas las inauguraciones. Con todo, esa noche,
olvidó las heridas pasadas. ¡La gente se llevaba sus cua­
dros, uno tras otro! Héléne había conseguido recrear el
aliento de Mayo del 68. Ante los ojos de Simone y de
Sartre, Poupette alcanzaba, por fin, el reconocimiento.

¿Y la crítica? ¿Diría algo? Al día siguiente, Héléne


hojeó, temblando, la página de arte de Le Monde: en una
sección a pie de columna, pegado a un recuadro sobre
Chagall y la Biblia, descubrió un breve artículo que ha­
blaba de ella: «Colores luminosos y suaves que se ani­
man en una descomposición prismática, páginas de
periódicos salpicadas de signos abstractos, figuras es­
pectrales (heridos o combatientes) respondiendo a las
masas compactas de las tropas con casco. Esos croquis
precisos de lugares y de acciones, que parecen captados
en el acto, se integran en el conjunto...»3

2. Héléne de Beauvoir, Souvenirs, op. cit., p. 253.


3. Courrier des Arts. *Á travers Jes gaJeries*. Le Monde, 20 de noviem­
bre de 1969.

118
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Heléne frunció el ceno por un instante: el artículo se
abna con una cita de Simone, la eterna referencia. A pe­
sar de la venta inesperada de todos su cuadros, la gloria
de su hermana mayor volvía a atraparla y a ensombre­
cerla. Héléne decidió olvidar esa nota disonante y cogió
el tren de vuelta a Goxwillcr con toda tranquilidad Esta
vez, le llevaba a Lionel una prueba tangible del interés
que había despertado su trabajo, bajo la forma de una
suma cuantiosa. Al decirle a cuánto ascendían sus ga­
nancias, Héléne vió en sus ojos un orgullo que la colmó
de satisfacción.
Mientras, en París, Simone y Sartre se reunían con
los estudiantes maoistas. Uno de sus dirigentes, Benny
Lévy, un alumno más conocido bajo el seudónimo revo­
lucionario de Pierre Victor, tenía fascinado a Sartre.
Brillante y autoritario, Lévy tuteaba, con toda naturali­
dad, al autor de El Ser y la Nada. Juntos, se enardecían
mutuamente para llevar a cabo su proyecto de crear un
diario revolucionario que se llamaría Liberation. Simo­
ne notó que iba a haber muy pocas mujeres en el conse­
jo editorial. ¿Hasta cuándo pensaban estar calladas?
Unos días después, Anne Zelensky, se citó con ella. En
mayo de 1968, aquella joven feminista había creado,
ante la indiferencia general, un centro para las mujeres
en la Sorbona.

En la primavera de 1969, sentada en el sofá amarillo


de su estudio de la calle Schoelcher, con un vaso de
whisky en la mano, Simone escuchaba a Poupette con
suma atención. Su hermana estaba pasando unos ías
en París con Lionel, y se había apresurado a visitarla.
Poupette siempre la sorprendía. Esta vez, Simone no
podía creer lo que estaba oyendo, y hacía esfuerzos para
:ontener la risa. „ , ,
-¿Lo dices en serio? ¿Te pasas los días rodeada
macarras y de obreros? ., •
Héléne se echó a reír. Al fin había conseguido impre­
sionar a su hermana. Sartre y Simone n° - c to_
micos que se relacionaban con la clase o re ‘ **-

119

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
das las fábricas estaban en Billancourt! El éxito de su
exposición en el Moulin Rouge y la venta récord de sus
cuadros demostraban que, incluso lejos de París, se po­
dían llevar a cabo actos revolucionarios. Héléne había
comprendido el espíritu de Mayo del 68.
Simone miró su pequeño reloj de pared con cara de
inquietud. Se acercaba la hora de reunirse con Sartre.
Pero Poupette no paraba. Seguía contándole, con voz
aguda y jovial, cada uno de los detalles de su estancia en
Montbéliard. Le habían encargado montar un taller de
Altuglas para los obreros de la fábrica Peugeot. El Altu-
glas, una «materia sintética muy resistente, translúcida
o coloreada, podía servir tanto para fines artísticos
como para aplicaciones industriales». Por la mañana,
daba clases en varios institutos, y, por la tarde, a esos jó­
venes obreros duros y, a veces, agresivos.
«Mi pobre Héléne -le anunciaron-, el grupo de jóve­
nes que va a tener usted no es nada fácil; son futuros de­
lincuentes, tipos terribles. Ándese con ojo. El otro día, le
dijeron a la mujer del pastor: "Vete a tomar por el...”»4
Simone tenía los ojos como platos.
«Así que empecé diciéndoles, muy educadamente:
"Buenas tardes, señores”, tratándoles de usted. Acos­
tumbrados como estaban a que los trataran grosera­
mente, a que los despreciaran y se dirigieran a ellos sin
ninguna consideración, los chicos estuvieron adorables
conmigo.»5
El jefe del grupo, un pelirrojo alto, tatuado y cubierto
de joyas, se convirtió en su protector. Héléne seguía rela­
tándole sus meses de trabajo con ellos. Juntos, habían
puesto en marcha una exposición que había visto toda la
región. A sus cincuenta y nueve años, Héléne estaba revi­
viendo un ambiente bohemio en aquel alegre Cafarna-
úm: ya no quería irse. Pero tuvo que hacerlo: cuando la
antigua joven formal se despidió de sus «alumnos», és­
tos la levantaron en sus vigorosos brazos y le plantaron,

4. Héléne de Beauvoir, Stmvenirs, op. cit., p. 255.


■, 5. lbid.

120

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
L.tis herm an as Beauvoir.
i Rué de* Xrchiws A.C J)

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
Nimmic ele Ülmumhi h.K i,t 1940.
k * 1 Rut ( / e s Xnrht'ws \.C,I)

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
finales
Jean Paul Sartre > Sim ona de Beauvoir, a
aín-des-Pres.
de los años cuarenta, paseando Pul Saint j lM
(C> Rm des Archives A.C.ll

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
Simo.ru.* v Sari re en la m anifestación por el asesinato
de Pierre Overnav, 29 de febrero de 1972-
fi) Rite dt ' \rch iw > ' \ C.I)

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
Si mtun* \ Helene de H eam nir, en 1980, ¡unto u un i v íra lo
cj t Sai Iré re a li/o d u por Ruth I laneken
U'm lisia <lt \ldtii th n m is)

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
La autora, l ie len e \ C arol D ow n ei en el e stu d io de i.i p m t o i a
a m e la obra: /.es / c u m i e s souf j t eM. /es h m tw h 's junen:.
(io ( 'latuiíth \ h rtllcil1

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
cada uno de ellos, dos sonoros besos en las mejillas. Ésa
fue su manera de darle las gracias por todo lo que ella les
había enseñado.
Sin ocultar ya su hilaridad, Simone le preguntó;
-¿Y Lionel?
-Bueno... ¡una noche en que pensó que me retrasaba
demasiado, vino a buscarme!
El cuñado de Sartre se había quedado boquiabierto
al ver a aquellos mocetones, vestidos con su mono azul
de trabajo, besar a su esposa al despedirse. Había llega­
do el momento de regresar a Estrasburgo y volver a
llevar una vida más tranquila. En la calle Schoelcher,
Simone se levantó de un salto. Aquellas anécdotas le ha­
bían hecho olvidar la hora que era. ¡Había quedado con
Sartre!

El general De Gaulle había dimitido hacía unos me­


ses. En enero de 1970, Georges Pompidou, secundado
por el ministro del Interior, Raymond Marcellin, orde­
naba vigilar a los grupos izquierdistas y a los intelectua­
les que los apoyaban. Las comidas de Simone y Sartre
en La Coupole iban cobrando un aire de complot. El
dueño, un anciano recto y digno, muy respetuoso de
la intimidad de los dos escritores, reservaba siempre la
mesa contigua a la suya para evitar a los importunos.
Nadie se atrevía a sentarse a ella. Instalados al fondo de
la cervecería, colocados de manera que pudieran obser­
var las idas y venidas de los clientes sin ser molestados,
Simone y Sartre se sentían a salvo. Hasta que entró el
nuevo gobierno. Ahora, en cuanto los escritores empe­
zaban con los entremeses, varios policías vestidos de
paisano se instalaban a la mesa de al lado. El dueño in­
sistía en ofrecerles otro sitio, pero éstos, imperturba­
bles, sacaban su tarjeta tricolor y pedían la comida. Lue­
go venía el eterno juego del escondite, en el que los dos
cómplices se eclipsaban para acabar su comida en otra
mesa, en medio de los clientes embelesados o inquietos.
Simone se sirvió otro vaso de vino. Desde hacía unos
días, su nueva obra, La vejez, estaba en las librerías,

121

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
aunque ella aún recordaba el doloroso fracaso de sus li­
bros anteriores, La mujer rota v Les Bellcs Images [Las
bellas imágenes]. El tema le llegaba al corazón, pero Si-
mone se preguntaba si su propia vejez no habría men­
guado sus capacidades de análisis, y por eso ahogaba su
angustia en alcohol. Sí, un editor de Estados Unidos ha­
bía pagado un anticipo considerable por los derechos
del ensayo, a fin de publicarlo allí y en los demás países
anglosajones. Varios países más habían intentado con­
seguir la exclusividad e iniciar la difusión incluso antes
de que el libro saliera en Francia. Y, sin embargo, la
confianza de Simone en ella misma v en sus lectores se
estaba debilitando. Ya le había enviado a Poupette un
ejemplar, y aguardaba con ansia su reacción.
En Goxwiller, Héléne devoró el libro en unas cuan­
tas noches:
-E s una obra maestra. Este trabajo tiene la misma
calidad que El segundo sexo. ¡Va a ser un éxito! Y el tema
no es tan espinoso como el de las mujeres. Ya lo verás.
No te atacarán tanto.
Simone colgó, emocionada. ¡Querida Poupette! Siem­
pre tan fiel y entusiasta...

Sentada en el avión que me traía desde Nueva York,


en junio de 1970, la idea de regresar a París me causaba
cierta aprensión. Desde niña, había vivido entre Améri­
ca y Europa. Robert Oppenheimer, el inventor de la
bomba atómica estadounidense, había invitado a mi pa­
dre, matemático, a Princeton, al Instituto de Estudios
Avanzados donde trabajaba Einstein. Yo, que había co­
nocido ya a varios científicos rusos en delicadas relacio­
nes con el poder, me había interesado desde muy joven
por todo lo que ocurría al otro lado del Telón de Acero.
Siendo estudiante, iba todos los veranos a Leningrado,
Kiev y Moscú, a aprender ruso y a visitar a los colegas de
mi padre. En otoño, volvía a Princeton y me reencontra­
ba con la civilización estadounidense. En la escuela, mi
mejor amiga era negra y, en aquel entonces, yo era la
única que le dirigía la palabra. El apartheid estaba aún

122

E sca ne ad o C am S ca nn er
tan presente en aquellas mentalidades que me reprocha­
ron públicamente que comiera con ella en la cantina.
Las intolerancias de los dos sistemas me llevaron, muy
pronto, a luchar para conseguir un poco más de justicia
en el mundo. Fiel a ese ideal, me metí, en la Nanterre de
1968, en el Movimiento del 22 de marzo dirigido por un
joven estudiante pelirrojo. Daniel Cohn-Bendit tenía
grandes dotes de contador y de seductor: lleno de hu­
mor, vivaz e inteligente, Daniel cautivaba por igual a las
multitudes y a las chicas. Pero yo me negué a formar
parte de su lista de conquistas. Aunque, lejos de guar­
darme rencor, entre Daniel y yo se fue estableciendo
una cierta complicidad.
El 14 de mayo de 1968, en el gran anfiteatro de la
Sorbona, reinaba un calor húmedo. Sartre se llegó a
la mesita que había en el estrado. Los estudiantes, entre
los que me contaba yo, se agolpaban en los bancos, los
escalones, los pasillos. El humo de los cigarrillos se iba
acumulando en forma de nube por encima de nuestras
cabezas; el heraldo del existencialismo encontró sobre
el pupitre una notita que luego se haría célebre: «Sartre,
sé breve.» Con una voz cálida, envolvente, y unas cuan­
tas frases enérgicas, dio su aprobación a nuestro movi­
miento. Nosotros aplaudimos a más no poder, armando
un barullo ensordecedor.
Sartre adoptó un aire modesto y abandonó el estra­
do. Con un apoyo así, seguro que realizaríamos la Revo­
lución. Aunque yo, por mi parte, sufrí una ligera decep­
ción. Esperaba ver a Simone de Beauvoir, y, hete aquí
que, en su lugar, una joven de rasgos finos y cabellos os­
curos, bastante más mayor que nosotros, acompañaba
al filósofo. Era Arlette El Kaím. ¿Por qué la autora de El
segundo sexo no manifestaba su opinión?, me pregunté.
Pues aún no me había dado cuenta de que Mayo del 68
era cosa de hombres.

La caída del movimiento estudiantil me sumió, como


a tantos otros, en la perplejidad. Aquella revolución en la
que yo había creído tan ingenuamente se había evapora­

123

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
do tal y como había venido. Para que cambiara de aires,
mis padres me enviaron un año a una universidad esta­
dounidense. Unos meses después de mi llegada a Esta­
dos Unidos, las manifestaciones contra la guerra de Viet-
nam se intensificaron. Mis amigos estudiantes se venían
abajo cuando recibían su cartilla de reclutamiento. Se
negaban a participar en aquella guerra lejana en la que
un pueblo ardía bajo el napalm. En la capilla de la uni­
versidad, destruyeron sus cartillas, y luego fueron a
refugiarse en Canadá. Sus vidas estaban rotas. Yo me
marché de Estados Unidos bajo el impacto de una viva
emoción.
¿Qué país iba a encontrarme? En 1970, en Francia,
reinaba de nuevo el orden. Pompidou era presidente. El
poder, traumatizado por la parálisis del país, las huelgas
y los tumultos, intentaba dividir a los grupos surgidos de
los movimientos de 1968. Aparte de sacar adelante mis
estudios de literatura, yo anhelaba reintegrarme en
aquel movimiento político en el que había confiado. Fui
admitida en el seno de los amigos de La Cause du Peuple,
un grupo de intelectuales que apoyaban a los maoístas y
publicaba un periódico prohibido. En él me reencontré
con antiguos dirigentes de Mayo del 68. El secretario de
Sartre, Pierre Victor, era uno de mis «jefes». Apuntillaba
cada uno de los comentarios que hacía una militante con
la misma respuesta ácida: «Cállate.» Otros compañeros
de lucha agregaban: «Tú de esto no entiendes.» Porque
éramos mujeres.
Algunos intelectuales de mayor edad y menos obtu­
sos, como Michelle Vian, la primera esposa de Boris
Vian y madre de sus hijos, se quejaban con nosotras.
Michelle, una mujer inteligente, vivaz, de cabellos muy
rubios, había seducido a Sartre. Éste la veía con fre­
cuencia, porque Michelle pertenecía a la «familia». Fue
ella quien me lo presentó. La fealdad de Sartre, más
impresionante que en las fotos -tenía una piel granulo­
sa, pálida como la cera, los ojos bizcos y los dedos ama­
rilleados por el tabaco- se veía compensada por su voz,
absolutamente cautivadora. Cuando uno lo escuchaba,

124

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
nadie más existía. Su conversación melodiosa te creaba
la ilusión de m antener un intercambio, una complici-
dad con él.
Pero ¿cómo podía ese hombre -m e preguntaba yo-
tolerar la arrogancia de los revolucionarios que lo rodea­
ban? Sin duda porque con ellos tenía la impresión de
estar participando en el curso de la historia. Viejo y en­
fermo, Sartre revivía en su presencia. Aquellas intermi­
nables y agotadoras discusiones lo colmaban.
En el seno del movimiento estudiantil, mi condición
de mujer me proporcionaba ciertos «privilegios», entre
ellos el de pasar a máquina las octavillas e ir, a las seis
de la mañana, con un frío de muerte y rodeada de nie­
bla, a la entrada de las fábricas para repartirlas entre los
obreros. Mientras, los camaradas dirigentes, calentitos
en sus camas, reflexionaban sobre el porvenir de la Re­
volución. Aquella experiencia me enseñó mucho.
Con todo, mis recuerdos más vivos siguen siendo los
de los momentos que compartí con las obreras. Yo me
había vinculado con algunas de ellas, y fue así como
descubrí las condiciones de vida que soportaban. Muje­
res jóvenes, bonitas, expuestas a los manoseos de los en­
cargados. A pesar del acoso, algunas les paraban los
pies... antes de ser despedidas con algún pretexto idiota.
En los aseos, solían hablar entre ellas de su principal
motivo de inquietud. ¿Estarían embarazadas de su ma­
rido, compañero o amante? El escaso sueldo que gana­
ban no les permitía darse el lujo de sacar adelante otro
embarazo. En voz baja, intercambiaban confidencias y
direcciones de hacedoras de ángeles. ¿Dónde y cómo
podían abortar clandestinamente? Su mundo giraba en
tomo a esta dolorosa cuestión. Una de ellas había tenido
que ser hospitalizada a causa de una hemorragia, el
aborto clandestino, practicado sobre una mesa de coci­
na, había acabado en desastre. La mujer había quedado
mutilada. Las sesiones de legrado -realizadas en carne
viva, en unas habitaciones insonorizadas- y el temor a
las denuncias devenían en pesadillas y obsesiones. Cada
una de aquellas mujeres tenía una mala experiencia que

125
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
contar: la humillación, el miedo, el sufrimiento eran su
pan de cada día. La sociedad cerraba los ojos ante esa
triste realidad que Simone de Beauvoir había contado
en Final de cuentas: en la Francia de 1970 se habían
practicado ochocientos mil abortos clandestinos.
Cuando aludía a ese escándalo ante los demás mili­
tantes, ellos me respondían con suma ligereza: «Ese
asunto se arreglará por sí solo cuando llegue la Revolu­
ción.» Pero yo seguía siendo escéptica a ese respecto. La
Revolución de 1917 y el régimen comunista no había me­
jorado realmente la situación de las mujeres en la URSS.
Los anticonceptivos casi no existían allí (creían que la
píldora era cancerígena). Sólo las mujeres casadas po­
dían abortar, y en condiciones sanitarias deplorables. Cada
vez que yo planteaba un tema importante, mis camara­
das me remitían a un porvenir hipotético. Hasta que,
como tantas otras, me harté. Ya no quería esperar más
ese futuro radiante. Había hecho mío el eslogan de Mayo
del 68: «¡Cambiar la vida ya!»* Movida por ese deseo, me
integré en el Movimiento de Liberación Femenina y co­
nocí a Simone. Ese día iba a cambiar mi vida.

Tras la aparición del manifiesto de las 343 en abril


de 1971, Simone se reunió con sus «hijas», henchida de
buen humor, el domingo siguiente. Anne Zelensky, pro­
fesora agregada de español y fundadora del movimien­
to, estaba presente, al igual que Annie, una funcionaría
de trajes ceñidos. La actriz Delphine Seyrig había cam­
biado sus vestidos de noche de El último año en Marien-
bad por un pantalón holgado. Monique Wittig, la nove­
lista, acababa de recibir el Premio Renaudot. Christine
Delphy, la socióloga, hacía gala de su humor feroz y de
su brillante capacidad de análisis. Otras mujeres se ha­
bían unido al grupo: Sylvie Le Bon y Claire Etcherelli,

* O «¡Paraíso aquí y ahora!», como rezaba aquella fabulosa pintada


transformada en canción por Pablo Guerrero -si no me equivoco-. La fra­
se *changer la vie» es de Rimbaud, que fue uno de los iconos de Mayo del
68. (N. del T.)

126
E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
Alice Schwartzer, Maryse Lapergue, Liliane Kandel,
Claude Servan-Schreiber. Y, en fin, Giséle Halimi volvía
al piso de Simone diez años después de sus luchas co­
munes por la independencia de Argelia.
Nuestro manifiesto había roto el tabú. Toda Francia
hablaba ahora del aborto. En la radio, se sucedían los
avances informativos y los debates. Los periódicos, es­
candalizados, publicaban artículos. Aunque atacadas y
vilipendiadas, habíamos conseguido nuestro objetivo:
transgredir la ley del silencio.
Simone sonreía y bromeaba. Aquella victoria era, an­
te todo, obra suya. Ella había sido la primera que, vein­
te años atrás, se había atrevido a plantear el tema, afron­
tando sola las injurias; ahora, se sentía respaldada. Las
palabras que había escrito en El segundo sexo se habían
materializado en un acto concreto. Y eso que jamás ha­
bíamos aludido al libro delante de ella. Simone tenía por
regla no referirse nunca a sus escritos. Si alguien mencio­
naba alguna de sus obras, se ponía colorada, respondía a
toda prisa y reencauzaba la discusión hacia las acciones
que debíamos emprender. Y eran muchas, muchas las
batallas a entablar. Ese día decidimos organizar una ma­
nifestación para denunciarla prohibición del aborto. No
convenía bajar la guardia: teníamos que seguir presio­
nando.
Así que nos plantamos en las calles de París con mili­
tantes provenientes de todas las regiones de Francia.
Provistas de globos y pancartas, reclamamos el derecho
de las mujeres a elegir su libre contracepción y su sexua­
lidad. En la cabeza del cortejo, portábamos un ataúd en
el que se leía: «A las mujeres víctimas del aborto clan­
destino en Francia.» Simone caminaba entre la multi­
tud, al lado de Sylvie. ¡Menudo avance en tan sólo unos
pocos meses! ¡Menuda revancha sobre los insultos y ve­
jaciones que había sufrido en 1949! Una nueva genera­
ción la reconocía como predecesora, la rodeaba con su
cariño. Las reuniones del domingo en casa de Simone se
sucederían, a partir de entonces, con regularidad, jovia­
les y serias a la vez. Nosotras, desbordantes de vitalidad,

127

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
la arrastrábamos de combate en combate. Sí, nosotras
éramos» sin duda, sus «hi jas», pues así era como nos lla­
maba delante de Sartre.

Un día, Simone aprovechó que estábamos a solas


para preguntarme:
-¿Cómo ha llegado usted al MLF?
Entonces le conté la historia de mi madre. Su nom­
bre le sonaba, porque ella dirigía entonces la Escuela
Normal Superior femenina, donde Sylvie Le Bon había
estudiado.
-En 1949, mi madre se casó con un matemático. Co­
mo a él le aguardaba, a todas luces, un hermoso porvenir,
uno de sus amigos le sugirió a mi madre que abandonara
sus investigaciones para consagrarse a la carrera de su
marido. Ella se negó en rotundo. Unos meses después,
embarazada de mí, leyó El segundo sexo, que acababa de
aparecer. Gracias a su libro, mi madre sacó fuerzas para
convertirse en química y profesora de universidad.
Recuperé el aliento y añadí, medio en broma:
-Así que, en cierta manera, yo leí su libro antes de
nacer... Soy hija de El segundo sexo...
-Sí, es verdad -me respondió ella con una sonrisa
irónica-, ¡aunque una hija terrible!*

Tras el manifiesto de las 343 «guairas»** y la mani­


festación de 1971 reclamando la despenalización del
aborto, aún nos quedaba todo por hacer. Queríamos de­
nunciar la situación de las madres solteras en Francia.
Éstas, preñadas a veces como consecuencia de una vio­
lación, muchachas muy jóvenes en su gran mayoría,
eran expulsadas de los institutos, y ni siquiera podían
volver a ellos después de dar a luz. Sus vidas quedaban
rotas aun antes de ser adultas.
* Juego de palabras a partir de la expresión francesa «Venfant terri­
ble», relacionada aquí con la frase anterior de la autora: «Je suis l'enfant du
Deuxiéme Sexe...», «soy hija-productodefísegroído sexo...».
** O «cabrunas», en alusión, claro está, a los insultos que recibieron.
(Notas del T.)

128

E sca ne ad o C am Scanne
A pesar de su desconfianza con respecto a los me­
dios de comunicación, Simone afirmaba estar dispuesta
a pisar ese terreno. Tenía por costumbre rechazar las
entrevistas (cosa que incluso había hecho al recibir el
Premio Goncourt). remitía a los lectores v a los críticos
a su obra. A partii de 19/O, cambio de actitud, y se reu­
nió con la pi ensa para promover cualquier acción enca­
minada a defender los derechos de las mujeres. Mantu­
vo esa postura hasta su muerte, acaecida en 1986. La
publicidad que dio a nuestros combates, y que tanto ne­
cesitábamos, fue inestimable. El MLF tomó al asalto el
hogar de las madres solteras del Plessis-Robinson, para
sacar a la luz pública el calvario que vivían sus ocupan­
tes, y consiguió romper el cerco. Simone entrevistó per­
sonalmente a las chicas en la radio, provocando una olea­
da de simpatía en la opinión pública. Algunos medios de
comunicación se empeñaron en acusamos de ser unas
«burguesas» o de defender unos problemas «pequeño-
burgueses», cuando lo cierto era que aquellas madres
solteras recluidas en los hogares procedían, en su gran
mayoría, de los ambientes más desfavorecidos. Con
todo, en el local del movimiento recibimos numerosos
mensajes de apoyo. Los testimonios llovían de todas
partes, de Francia y del extranjero.
A fin de crear una tribuna mayor para nuestra causa,
decidimos organizar dos jomadas de denuncia de los
crímenes contra las mujeres. Varias desconocidas ven­
drían a dar testimonio de violaciones, incestos, acosos
sexuales y desigualdades en el trabajo. A pesar de los pe­
ligros implícitos, otras tantas contarían el drama que les
había supuesto abortar clandestinamente, arriesgándo­
se a ser arrestadas en el acto: «Allí estaremos -exclama­
ron a coro Delphine Sevrig y Simone-, nos haremos
arrestar con ellas. Y Giséle Halimi nos defenderá.» La
notoriedad de las firmantes del Manifiesto de las 343
nos hacía confiar en que las autoridades se echaran
para atrás y no intervinieran. Relatar un acto tan íntimo
y, para colmo, considerado un crimen, delante de miles
de testigos, exigía un valor fuera de lo común. El recuer-

129

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
do de esa desgracia podía ser tan doloroso para esas mu­
jeres que nos temíamos que fueran presas de cualquier
patinazo, crisis de desesperación o incapacidad para ha­
blar delante de la multitud. Pero la carrera de obstácu­
los apenas había empezado. Las puertas se nos iban ce­
rrando una tras otra. Todos temblaban ante la idea de
alquilamos una sala. Por fin, a regañadientes, el gerente
de la Mutualidad del Barrio Latino aceptó dejamos una.
Sus colaboradores nos recibieron con hostilidad. Du­
rante la guerra de Argelia y la de Vietnam, se habían
celebrado allí otras reuniones. El lugar era conocido y
estaba bien situado. La sala podía albergar a cinco mil
personas. Nosotras habíamos previsto montar una guar­
dería, de la que se encargarían varios hombres. Pero el
alquiler era muy caro.
-¡No os preocupéis, yo pagaré una parte! -replicó Si-
mone al domingo siguiente.
-¡Y yo pagaré el resto! -añadió Delphine Seyrig.
Cuando ya íbamos a expresarle nuestra gratitud, Si-
mone pronunció una frase que llegaría a ser una cos­
tumbre:
-Sobre todo, nada de agradecimientos... Si hago esto
es porque tengo la oportunidad de hacerlo.
Y lo dijo con firmeza y sinceridad, dos cualidades
que la caracterizaban más que cualquier otra. Aunque
yo, ese día, empecé a constatar su generosidad legenda­
ria, de la que más tarde recibiría innumerables pruebas.
Como estábamos muy solicitadas, desde el asalto al
Plessis-Robinson, y no parábamos de recibir llamadas
de madres solteras y de obreras en apuros, le conté a Si-
mone algunos de esos casos desesperados. Su respuesta
fue rotunda:
-¿Cuánto necesitan?
Le dije una cifra aproximada.
-Bueno, le entregará usted esa suma en unos días.
Pero con una condición: que les diga que es de parte del
MLF, sin mencionarme a mí.
Así. todas esas mujeres eran socorridas por Simone
sin ellas saberlo: su discreción y su sencillez me impre-

130

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
sionaban. Cuando Héléne me confió, unos años des­
pués, que Simone siempre había sido generosa con ella,
no me extrañó en absoluto.
La verdad es que dudo mucho que hubiéramos podi­
do organizar aquellas jornadas en la mutualidad sin su
ayuda. La suma era considerable, y la mayoría de noso­
tras vivíamos con unos ingresos muy modestos. Los
días 13 y 14 de mayo de 1972, la multitud invadió la
sala. Las emisoras de radio retransmitían las intervencio­
nes. Una tras otra, con la voz entrecortada por la emo­
ción, varias mujeres desconocidas contaron, ante cinco
mil personas arracimadas bajo un calor asfixiante, el
calvario de sus abortos. Para apoyarlas e imprimirle un
carácter político a aquel momento excepcional, Simone
tomó la palabra después de cada intervención, denun­
ciando la situación de esas mujeres y resumiendo, en
unas cuantas frases incisivas, las mismas posturas que
había defendido en El segundo sexo. El público, com­
puesto tanto por mujeres como por hombres, contenía
el aliento. Al anochecer, ante aquella multitud conmo­
cionada, Simone remató el acto exigiendo la modifica­
ción de las leyes inhumanas y obsoletas del aborto. La
sala aplaudió a rabiar. Simone se llegó a nosotras entre
bastidores y declaró con voz triunfante: «Hemos ganado
la primera partida. Ahora debemos continuar.»

Desde Alsacia, Héléne seguía los acontecimientos al


minuto. «¡Cuánto te envidio por estar en París!», le decía
a su hermana por teléfono. Aunque lo cierto era que se
había adaptado muy bien a su pueblo alsaciano, próximo
al monte Sainte-Odile y a los Vosgos. En un año, Lionel v
ella habían rehabilitado la vieja granja de Goxwiller en la
que se habían establecido. Todos los fines de semana,
Héléne recorría con su marido los caminos forestales.
En París, la salud de Sartre empeoraba. La supervi­
vencia de Ubáration parecía pender de un hilo. Ese pro­
yecto abrumador -crear un periódico que era e anco
de los ataques del poder—lo consumía, los procesos con
tra él no cesaban. Sartre, como director de la pubhca-

131

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
ción, tenía que pagar multa tras multa. El periódico es­
taba engullendo sus derechos de autor hasta tal punto
que, muy pronto, tuvo que recurrir a Simone. Ella no lo
dudó y le ayudó económicamente siempre que pudo.
A pesar de las dificultades, la pareja Sartre-Beauvoir se­
guía capeando la tormenta.
Simone viajó a Alsacia. Encerradas en el salón-bi­
blioteca revestido de libros antiguos, las dos hermanas
charlaban acerca de los rumores parisienses y de las lo­
cas aventuras de esas jóvenes que encantaban a Simone
todos los domingos. ¿Quién habría podido imaginar
que, tras Mayo del 68, les aguardaba una renovación se­
mejante? Simone adoraba aquella morada de muros
gruesos. ¡Aunque, allí, Poupette estaba tan lejos de todo!
Simone contempló sus últimos cuadros, y luego le co­
mentó, llena de entusiasmo:
-Estam os preparando un gran proceso en París: el
del aborto clandestino.
-¡Cuéntame!
Simone le habló de esa joven que muy pronto acapa­
raría la atención de los medios informativos.
-¿Cuándo quieres volver a París?
-La semana que viene, para la manifestación. Y voy
a presentarme como testigo en el tribunal. ¡Los jueces
me van a oír!
Simone besó a su hermana en las mejillas. Tenía pri­
sa por llegar a París. Se sentía llena de energía y de fuer­
za para afrontar ese nuevo combate. Mientras la llevaba
al aeropuerto, Poupette se dejó llevar por la nostalgia.
¡Cómo echaba de menos París! Y, sí, cuánto envidiaba a
Simone.
«¡No te olvides de contarme cómo ha ido!», le dijo
antes de dejarla.

En París, Simone nos reunió a todas afín de concre­


tar nuestra estrategia. En efecto, el proceso de Bobignv
prometía ser muy duro. Una joven de dieciocho años,
Marie-Claire, estaba embarazada de su amigo. Su ma­
dre, que había criado sola a sus tres hijos con su mísero

132

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
sueldo de empleada de la RATP,* le había propuesto
quedarse con el bebé y criarlo. Pero la joven no deseaba
tenerlo y recurrió a un aborto clandestino, justo antes
de romper con su joven compañero. Éste, para vengar­
se, corrió a la comisaría y la denunció. La policía fue a
casa de Marie-Claire y las detuvo a ella, a su madre y a la
mujer que había realizado la operación. Las tres se arries­
gaban a sufrir unas tremendas condenas de prisión. A la
madre, una mujer enérgica y valiente, se le ocurrió es­
cribirle una carta a Giséle Halimi, para que la socorrie­
ra. La reputación de aquella abogada que defendía a las
mujeres en apuros había ido creciendo desde la guerra
de Argelia y a raíz del caso Djamila Boupacha. El do­
mingo siguiente, Simone y sus «hijas» se enteraron de la
historia. «¡Es indigno! -exclamó Simone-. ¡Vamos a de­
fenderla! ¡Convertiremos ese juicio en el de la opresión
contra las mujeres!»
Todas compartíamos su indignación, pero ¿cómo
podíamos atraer la atención sobre ese caso? De común
acuerdo, decidimos organizar una manifestación en la
plaza de la Ópera, a las seis de la tarde, una hora de mu­
cho tránsito, justo antes de la apertura del proceso. Es­
tábamos dispuestas a armar un buen jaleo.

-¡Confiemos en que haya gente!


Simone nos estaba dando sus últimas recomenda­
ciones. Esperábamos una gran afluencia de coches y de
transeúntes que a esa hora salían de las oficinas. Había
que sacar las pancartas antes de que los CRS nos disper­
saran.
-¡Esta manifestación tiene que ser un éxito! -decretó
Simone-. Haremos que este proceso pase a la historia.
Poco a poco, fuimos llegando a la plaza de la Ópera,
unas con sus hijos, otras con pancartas y con globos. Los
automovilistas nos miraban pasmados; algunos parecían
furiosos. Enseguida bloqueamos la circulación... aunque

* Régie Autonome des Transports Parisiens, la compañía de trans­


portes de París. (N. del T.)

133

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
no por mucho tiempo. Poco después, vimos aparecer va­
rias motos, corriendo sobre el pavimento de la plaza. Po­
rra en mano, los policías la emprendieron a golpes con las
mujeres y los niños. Entonces cundió el pánico. Los heri­
dos se llevaban las manos a la cara cubierta de sangre.
Los niños gritaban y lloraban, pero los motoristas volvían
a la carga, una y otra vez, sembrando el terror. La policía
creía haber logrado su objetivo: dispersamos. Pero, en rea­
lidad, acababa de prestar un valioso servicio a la causa
de las mujeres. Al día siguiente, Le Monde dedicó su con­
traportada a la tunda del día anterior, denunciando la in­
digna actitud de las fuerzas del orden. En su artículo, el
periodista contaba la historia de la joven Marie-Claire y
de su madre, presas fáciles de la justicia debido a su con­
dición social. Las emisoras de radio también se hicieron
eco de la lluvia de protestas. En unos días, el juicio contra
Marie-Claire se convirtió en un asunto nacional.
El día de la audiencia, había un gentío enorme alre­
dedor del tribunal. Nosotras habíamos montado una
manifestación ante las cámaras del mundo entero. En la
sala, delante de los jueces -todos hombres, como corres­
pondía a la magistratura de la época-, Giséle Halimi pi­
dió el testimonio de varios médicos prestigiosos, así
como de Jéróme Monod, premio Nobel de Medicina,
Delphine Seyrig y Simone. Ésta, sin el menor titubeo,
soltó un discurso sobre la penosa situación de las muje­
res. Los magistrados, que se habían mostrado de lo más
arrogantes con la acusada y los testigos anteriores, baja­
ron la vista: era obvio que temían a Simone. El fiscal no
se atrevió a hacer ninguna pregunta. A pesar de la acti­
tud de los jueces con respecto a Marie-Claire, salimos
del juicio esperanzadas.
Unos días después, al leer el veredicto, el presidente
del tribunal declaró que la ley sobre el aborto estaba
desfasada. Los jueces tan sólo condenaron a la joven
acusada y a su madre a penas simbólicas. Aquélla fue
una victoria aplastante para las mujeres. Pero Simone
quería ir más allá. Teníamos que conseguir la modifica­
ción de la ley, y en ello íbamos a emplearnos a fondo.

134

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Mis frecuentes viajes a Estados Unidos nos llevaron
a comparar la evolución de la situación a ambos lados
del Atlántico. Por motivos de eficacia, nuestra lucha de­
bía internacionalizarse. Ahora bien, en algunos puntos,
las feministas estadounidenses aventajaban a las fran­
cesas. Así, en Estados Unidos, el aborto ya era legal en
todo el país, tras la decisión del Tribunal Supremo, rati­
ficada el 20 de enero de 1973. Sin embargo, las mujeres
se las veían y se las deseaban para encontrar una clínica
en las que les practicasen interrupciones de embarazo
voluntarias. La apertura de los Feminist Women's Health
Centers6 había tenido muy buena acogida. Mujeres de
todos los ámbitos -desde las mejicanas de Los Ángeles a
las actrices de Beverly Hilis—deseaban ir a ellos. Mien­
tras que un médico estadounidense no dedicaba más
que unos minutos a sus pacientes y dejaba que una en­
fermera se encargase del interrogatorio, esas clínicas
ofrecían a las mujeres una escucha paciente y meticulo­
sa, uniendo las consultas de medicina general con las gi­
necológicas. Las tarifas eran cinco veces más baratas
que en cualquier otro lugar. Esas iniciativas, coronadas
de éxito, tenían que soportar la hostilidad creciente del
mundillo médico. Los centros de salud feministas, cuya
seriedad era indiscutible, representaban un peligro, una
pérdida para el establishment médico.
En las clínicas, trabajaban con ahínco para encon­
trar medios más naturales y menos costosos con los que
curar a las mujeres, sobre todo en lo tocante a Jas peque­
ñas infecciones: «Nuestro cuerpo nos pertenece», decía­
mos a ambos lados del Atlántico. Uno de los objetivos
era que las mujeres conocieran mejor su anatomía y se
preocuparan más por su salud. La directora de esos cen­
tros, una joven califomiana llamada Carol Downer, de­
cidió probar un día un antiguo método para curar las
micosis: introducir yogur en la vagina. Un remedio
transmitido de madres a hijas, tanto en el mundo agrí­
cola occidental como en el mundo hindú. Carol quiso

6. Centros de Salud Feministas para las Mujeres.

135

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
com probar la eficacia de ese procedimiento v se ofre-
C! * C? T C° neJ ° de Ind¡aS- Ac’Uella Pmt-’ba llegó a o t
de los médicos conservadores, que intentaron sacar
adelante un proceso por práctica ilegal de la medicina.
Impidiendo esa iniciativa, el cuerpo médico pretendía
cerrar las clínicas feministas, contando con que Carol
Downer no tendría los medios suficientes para costear­
se un abogado.
Pero ignoraban la energía prodigiosa de esa mujer.
Nacida en una familia pobre de agricultores blancos de
Oklahoma, Carol Downer se había casado muy joven.
De esa unión habían nacido tres hijos, a los que había
ci iado en la más absoluta precariedad (a veces, sólo con
pan y sopa). Aquejado de una forma grave de tuberculo­
sis, su marido cayó enfermo. Ella lo llevó al hospital.
Como no tenían recursos, les negaron la entrada. Unos
meses después, su compañero murió, por falta de cuida­
dos. Carol se quedó viuda, sin un céntimo y con tres bo­
cas que alimentar.
Carol encontró trabajo en California y pudo ofrecer a
los suyos una vida sencilla pero decente. Luego conoció
a un adm inistrador de la ciudad de Los Angeles, de ori­
gen mejicano. Se casaron y tuvieron tres hijos más. Su
porvenir prometía ser tranquilo cuando, tras la guerra
de Vietnam y el nacimiento de los movimientos feminis­
tas, sintió nacer en ella la rebeldía. Las estadounidenses,
fuesen cuales fuesen sus orígenes sociales, debían poder
beneficiarse de un sistema de salud decente y curarse sin
arruinarse. La muerte de su primer marido la había
traumatizado para siempre.
Juntas, esas mujeres de condición modesta, que tra­
bajaban con sumo empeño en las clínicas feministas
por unos salarios exiguos, prepararon el juicio. Dado
que las costas de un abogado eran demasiado elevadas,
Carol decidió asumir ella misma su defensa. No le asus­
taba enfrentarse a los feroces lawyers1 del mundillo me­
dico. Les contaría su vida y la de otras compañeias e

7. Abogados.

136
E sca ne ad o C am S ca nn er
infortunio que habían pasado por las mismas duras
pruebas que ella. La prensa y demás medios de informa­
ción acudieron volando. En la sala de audiencia, Carol
fue asaltada por los flashes de los fotógrafos y los focos
de televisión, pero ni siquiera pestañeó. Con voz calma
expuso ias razones de su acto, mantuvo su sangre fría
frente a las palabras ariscas y desagradables de su ad­
versario. La sociedad del dinero rey no la impresionaba.
Carol se mostró muy digna a lo largo de los debates.
El veredicto sacudió a Estados Unidos: Carol fue ab­
suelta. La firmeza, la claridad, el buen juicio de esa mu­
jer desconocida habían impresionado al jurado. De la
noche a la mañana, salió del anonimato; la revista Tinte
le dedicó un artículo. Ahora ya podía seguir luchando.
Así que decidió venir a Europa para compartir su expe­
riencia; Simone me pidió que organizara su visita en no­
viembre de 1974.
La sociedad llevaba demasiado tiempo impidiendo
que las mujeres aprendieran a conocer su propio cuer­
po. Los estudios sobre las enfermedades femeninas, las
cuestiones ginecológicas, el funcionamiento de las hor­
monas y, en fin, la menopausia, tema tabú, aún eran ra­
ros. En cambio, la salud de los hombres, su sexualidad y
el funcionamiento de sus hormonas eran objeto de nu­
merosos estudios. Las mujeres debían actuar sin más
tardanza. Primero, participando en reuniones en las
que pudieran intercam biar experiencias y observacio­
nes. Las mujeres no visitaban con suficiente frecuencia
a su ginecólogo, y, entretanto, su organismo sufría cam­
bios, ciclos. Tenían que poder hablar de eso, compren­
der sus propias reacciones, saber notar, palpándole los
senos, un bulto anormal. Así podrían frenar un cáncer
de mamá detectado a tiempo.
Con esas perspectivas llegaron, una noche, Car°
Downer y otras estadounidenses a una reunión lennnis
ta, provista, cada una de ellas, con una caja o onga.
una linterna y un espejo. Ante la estupefacción gvne < .
Carol se desabrochó el pantalón, sacó un esP 0
plástico de la caja, se lo introdujo en la vagina y o a un

137

E sca n e a d o c o n C am S car
bró con la ayuda de la linterna y del espejo. Ante aque­
llas mujeres petrificadas, Carol explicó que:
-Las mujeres nacen, crecen, tienen hijos y mueren
sin conocer su propio cuerpo. Mientras los hombres sí
están acostumbrados a verse el sexo, puesto que éste
crece hacia fuera, las mujeres viven ignorando, durante
su vida, una de las partes más importantes de su orga­
nismo. No saben a qué se parece el cuello del útero, de
qué color es, su fisonomía. Es como si tuvieran, dentro
de ellas, una cavidad sombría. Sólo el ginecólogo cono­
ce el secreto de su cuerpo.
Una por una, las mujeres agarraron un espéculo y se
examinaron.
Al domingo siguiente, le conté la experiencia a Si-
mone. Aquello era, en mi opinión, un avance real. Sin
embargo, se puso muy tiesa cuando le comenté que las
estadounidenses habían traído una película: «Tiene que
ir a verla. ¡Es un documento extraordinario!» Simone
no se atrevió a contrarrestar mi entusiasmo. Asintió:
«Bueno, organíceme una proyección.»
Llegamos juntas a una sala de cine de Saint-Ger-
main-des-Prés, al lado de Les Deux Magots. Éramos una
veintena en una sala de unas doscientas butacas. Senta­
da junto a otra escritora, Simone estaba hablando de li­
teratura cuando las luces se apagaron y aparecieron las
primeras imágenes de la película, titulada A New Image
of Myself [Una nueva imagen de mí]. En ella, durante
unos diez minutos, varias mujeres se introducían es­
péculos en la vagina y descubrían su intimidad. Las
imágenes en sí no eran chocantes, pero mostraban a va­
rias personas en su desnudez más cruda.
En la penumbra, yo observaba a Simone. Cada vez
que una de aquellas mujeres se introducía el espéculo,
la autora de El segundo sexo cerraba los ojos. A veces, se
llevaba la mano derecha a los párpados como para pro­
tegerse aún más. Yo me sentía confusa. ¿Habría llegado
demasiado lejos? Sus discursos por la liberación de las
mujeres, su apoyo a nuestras acciones, su espíritu juve­
nil me habían hecho olvidar que Simone había nacido a

138
principios de siglo, en 1908..., y empecé a temer su reac­
ción. Las luces volvieron a encenderse. Simone se giró
enseguida hacia mí:
—¡Está muy bien! ¡E, incluso como película, es exce­
lente! ¡Esas mujeres hacen un trabajo extraordinario!
¡Felicítelas de mi parte!
-¿De verdad lo cree, Simone?
-¡Pues claro! ¡Vamos, usted sabe muy bien que yo
siempre digo lo que pienso!
Luego me preguntó acerca de esas estadounidenses
cuya actividad se desmarcaba de las francesas, siempre
más teóricas. Decía que iba a leer las obras de Kate Mi-
llett y de Shulamith Firestone. Yo insistí: «Estas muje­
res de las clínicas están en la realidad de la vida cotidia­
na. En eso, son unas existencialistas y unas auténticas
feministas.» Simone me estaba escuchando con aten­
ción, cuando añadí: «Y todas ellas se reconocen deudo­
ras de El segundo sexo. Muchas me han dicho que su li­
bro les cambió la vida.»
Salí turbada del cine. Me había temido un estallido
de cólera por su parte, su rechazo por haberme extrali­
mitado. Pero, para mi gran sorpresa, aquella proyección
reforzó mis lazos con Simone. Promulgó, entre la gente
de su círculo, que yo era una militante «seria». En su
boca, esa palabra sonaba como la mayor prueba de con­
fianza, pues ¿acaso no les había reprochado a las muje­
res escritoras el hecho de no elaborar sus obras en serio?

En mayo de 1974, Georges Pompidou acababa de vi­


vir los últimos días de su presidencia. Como cada año,
se aprovechaba el Día de la Madre para imponer la me­
dalla del Mérito a alguna madre de familia numerosa, a
menudo acompañada de sus doce o catorce hijos. Aqué­
lla era una celebración instaurada bajo la ocupación
alemana, en pleno régimen de Vichy, y a nosotras, ade­
más, nos parecía intolerable que, de manera implícita,
se limitara nuestro papel al de la maternidad.
-Simone, el próximo domingo es el Día de la Madre.
¡Venga! -exclamé yo en nuestra reunión dominical.

139

E s c a n e a d o c o n C a m S ca n n e r
—¡Bah, esa fiesta petainista! Pero la veo muy entu­
siasmada... ¿Es que han pensado hacer algo?
-Sí -respondí guiñándole un ojo cómplice a Anne
Zelenskv, Christine Delply y Delphine Seyrig. ¡Nos va­
mos a autoinvitar al Palacio del Elíseo!
Simone se levantó de golpe. La orilla derecha del
Sena iba a conocer unos desbordamientos imprevistos.
A la salida de nuestra reunión informativa, Simone se
echó a reír y añadió:
-Bueno, yo no puedo ir porque he quedado para co­
mer con Sartre y con Sylvie en La Coupole. Pero ya sa­
ben dónde encontrarme. ¡Y pensaré en ustedes!
El Día de la Madre, poco antes del mediodía, una
multitud variopinta se concentró en lo alto de los Cam­
pos Elíseos. Los paseantes divisaron a una dama de
cierta edad, toda vestida de negro, con encajes y miriña­
que. Iba acompañada de una treintena de crías, aunque
bastante creciditas... Sí, nos habíamos disfrazado de ni­
ñas, con trenzas, globos y piruletas. Al llegar a la altura
del cine Normandie y de la avenida Georges V, desplega­
mos unas pancartas que rezaban: «¡Festejada un día, ex­
plotada todo el año!» y «Mamá, libérate: antes de nada,
eres una mujer». Los curiosos nos miraban con cara de
alelados. Varios coches de policía empezaron a subir y a
bajar la avenida, mientras nosotras cantábamos consig­
nas, denunciando la explotación de las mujeres, izando,
bien alto, nuestras pancartas. Estábamos decididas a
llegar, pacíficamente, hasta el Elíseo.
Pero, ay, en la glorieta de los Campos Elíseos, nos
aguardaban los CRS. La avenida Marigny estaba corta­
da, igual que los jardines adyacentes al Elíseo. Era im­
posible pasar. Así que nos sentamos en el suelo, sin de­
jar de enarbolar nuestras pancartas. Los parisienses
endomingados nos observaban, echando un vistazo rá­
pido a nuestros lemas. Algunos turistas, más tolerantes,
nos sacaban fotos. Nuestros clamores resonaban con
fuerza en la avenida más hermosa del mundo.
Una hilera de furgones se acercó a nosotras. En unos
pocos segundos, nos rodearon. De golpe y porrazo, los

140

E sca ne ad o Cam Scanns


policías se echaron sobie nosotras, nos insultaron y nos
arrastraron por el suelo. Diez minutos después, los fa­
mosos «coches celulares»* arrancaron en tromba al son
de las sirenas. Los furgones giraron en el barrio-bulevar
Haussmann, en la plaza de 1Étoile y, de nuevo, en los
Campos Elíseos. El cortejo se detuvo, por ñn, delante
del Grand Palais. Más abajo del museo, había una comi­
saria de policía. Nos hicieron bajar de dos en dos, sin
miramientos. Los CRS nos zarandeaban, nos tildaban
de histéricas y de «tortilleras». Pero eso reforzaba nues­
tra firmeza. Si creían que así nos iban a impresionar,
iban listos. ¿Que les chocaba nuestra actitud? Pues aún
no habían visto nada. Encerradas tras unas rejas de hie­
rro, nos habían confinado en la sala de guardia. Allí, el
menor sonido resonaba como un trueno, así que impro­
visamos una coplilla sobre Georges Pompidou, el Día de
la Madre y las mujeres explotadas. Cantamos a grito pe­
lado, treinta mujeres juntas, unidas por el mismo senti­
do de la irrisión. Enseguida, el follón se hizo insoporta­
ble. Para aum entar el barullo y descolocar del todo a los
agentes, nos pusimos de dos en dos, jugando a las pare­
jas, dedicándonos palabras de amor, en una época en la
que la homosexualidad femenina era motivo de horror y
de infamia.
Alrededor nuestro, los policías corrían en todos los
sentidos, pasaban llamadas telefónicas, se tapaban los oí­
dos. Uno de ellos nos suplicó que nos calláramos y que
cambiáramos de actitud, porque si no «¡toda la comisa­
ría iba a acabar siendo “homo !». Aquello bastó para im­
pulsamos a im provisar otra coplilla, con palabras aún
más irónicas.
El jaleo duró más de una hora, hasta que, al fin, entre­
abrieron las rejas: «Las iremos llamando de dos en dos.»
Nuevo error: salimos en parejas, tiernamente abrazadas.
Para declarar nuestra identidad, teníamos que gritar,
porque la jacarandaina de nuestras compañeras 1cna a

* nPaniers á s a la d e * , literalmente «escurridores de ensalada*. (N.


del T.)

141

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
#SÍE£Zg£F no‘ tm p " laba" hacla la
En cuanto me soltaron, regresé a nuestro lugar de en­
cuentro. La fiesta continuaba. El café-cen-ecerí! Le Coli-
sée. situado en plena avenida de los Campos Elíseos te­
nía muy buena Fama. El restaurante acogía a las buenas
lamillas parisienses, vestidas elegantemente para el ri-
tual del domingo. Los hijos llevaban a sus esposas, crios y
suegros a ese lugar clásico y refinado. Los menús, servi­
dos por maitres con esmoquin, eran de calidad. Allí se
respiraba paz y buen gusto. Nuestra llegada a Le Colisée
produjo el efecto devastador de un tomado. Cada cinco
minutos, otras dos muchachas disfrazadas de niñas en­
traban y se unían a nuestro grupo. Nosotras, al verlas,
aplaudíamos, soltábamos gritos de alegría y reíamos a
más no poder, ocupando, una poruña, las mesas del café.
Ln el rincón-restaurante, los hombres vestidos con traje
y corbata y sus respectivas familias nos miraban con en­
cono. Una media hora después de nuestra llegada, uno de
los cam areros se me acercó y me cuchicheó:
-¿N o serán ustedes del MLF?
-Pues sí, ¿por qué?
-Alguien pregunta por ustedes, al teléfono...
Pensé que era una broma o algún periodista. Bajé a
la cabina:
-¿Oiga, el MLF? Soy Simone de Beauvoir.
Solté una exclamación de sorpresa y le conté detalla­
damente nuestro arresto. Ella se echó a reír:
-¡Ah, eso está muy bien! ¡Las llamo desde La Coupo-
le! Si alguna de ustedes no ha sido liberada de aquí a una
hora, ¡avíseme! ¡Haré una declaración a la prensa!
Luego prosiguió:
-¡Se lo voy a contar a Sartre! ¡Seguro que le divertirá
mucho!
Y colgó. Yo volví junto a las demás chicas, cuyas ri­
sas se amplificaban con cada nueva llegada. Uno de los
maitres vino a sermoneamos:
-¿No podían hacer algo menos de ruido? Están mo­
lestando a los clientes, que desean comer tranquilos.

142
E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
-Perdone el barullo, señor, pero es que acabamos de
salir de prisión...
-Señorita -m e dijo con sequedad-, ¡cuando alguien
sale de prisión no viene a este lugar!
Ese mismo día, las emisoias de radio difundieron la
noticia. Al domingo siguiente, Héléne tuvo acceso, por
teléfono, a una descripción detallada de nuestras cala­
veradas. Fue entonces cuando le dijo a su hermana que
ella también quería conocer a las chicas del MLF.

Simone se quedó desconcertada. ¿Qué podía tener


en común su herm ana menor con las feministas? Ella
sabía hasta qué punto Héléne tenía tendencia a calcar
su vida. ¡Pero de ahí a que Poupette, la buena esposa,
quisiera conocer, a los sesenta y cuatro años, a «sus hi­
jas» del Movimiento!... Simone olvidaba que no hay una
edad concreta para liberarse.
En el tren que me llevaba a Estrasburgo, eché la vis­
ta atrás. Ocho años antes, al cumplir los diecisiete, ha­
bía soñado con conocer a las hermanas Beauvoir. Aca­
baba de leer las memorias de Simone. Ardía en deseos
de llevar una vida tan apasionante como la suya, de lu­
char contra las injusticias. Un año después, había leído
un artículo que había hecho latir mi corazón. En pleno
Barrio Latino, cerca del Odéon, estaban exponiendo, en
la galería Kieffer, los dieciséis dibujos originales que
Héléne de Beauvoir había realizado para ilustrar La mu­
jer rota. Esa hermana menor, pintora, que parecía tan
cálida, tan humana, casi inaccesible, me tenía intrigada.
Al llegar a la puerta de la galería de la calle Saint-An-
dré-des-Arts, me entró el pánico. ¿Me atrevería a dirigir­
les la palabra a las hermanas Beauvoir? Aun así entré,
mirando de no mojar los libros de arte con mi paraguas.
Pero, ay, ellas no estaban, aunque, así y todo, visité
la exposición. Los grabados eran hermosos y, sin em­
bargo, una inmensa decepción fue apoderándose de mí
Poco a poco. ¿Cómo había podido imaginar que conoce-
ria a mis dos heroínas? Ellas siguieron siendo onos se
res míticos y lejanos... hasta que mis sueños se icieron

143

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
realidad. Desde hacía cinco años, yo era íntima de S¡-
mone. Aflora iba a conocerá Hélene.
Simone me había dicho, con aire misterioso: «Ya lo
verá, mi hermana ha oído hablar mucho de usted. Le he
contado las acciones del MLF durante estos últimos
años. Está impaciente por trabajar con ustedes.»
Cuando la puerta se abrió, me quedé helada. Hélene
era la copia exacta, pero en rubio, de Simone; tenía sus
mismos pómulos salientes. En cambio, su elegante traje
sastre me sorprendió. Estaba acostumbrada a ver a Si­
mone con pantalones, una prenda más cercana a Jas
vestimentas de Mayo del 68. Héléne llevaba un collar de
plata en forma de serpiente, heredado de su familia. Así
como su hermana mayor llevaba siempre, en la mano
izquierda, el anillo mejicano que le había regalado Nel-
son Algren, Hélene lucía su anillo de compromiso, una
perla rodeada de diamantes, y su alianza de plata.
Enseguida me dedicó una amplia sonrisa y se acercó a
mí con menos reserva que Simone. Acababa de crear un
hogar para mujeres maltratadas en Alsacia. En un año,
habían muerto cuatro mujeres, una arrojada por la venta­
na, y las otras tres molidas a golpes. Respaldada por una
feminista que, de niña, había sido testigo de violencias
conyugales, las dos habían encontrado una casa para al­
bergar a las mujeres que buscaban refugio, junto con sus
hijos. Pero, en 1975, la sociedad francesa se negaba a re­
conocer la existencia de esa plaga: los prejuicios sexistas
seguían más que vivos, y las agresiones cometidas contra
las mujeres no podían ser sino exageradas, o sea, mereci­
das. Las víctimas de la brutalidad de los hombres se con­
vertían en sospechosas o culpables. En muchos casos, su
vida se tomaba en pesadilla. Para ayudarlas, jurídica y
prácticamente, Hélene quería contar con el apoyo del
MLF. Me llevó a visitar el hogar, saludó a las residentes,
les dio un abrazo, jugó con los crios. Hélene reía, prepara­
ba el té, ofrecía pastas con una soltura y una naturalidad
que me encandilaban. Con ella, más sencillay más afec­
tuosa que Simone, era más fácil conectar, ya que su her­
mana inspiraba, más bien, un respeto constrictivo.

144

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
f
Al caer la tarde, Heléne me propuso ir a cenar y a dor­
mir a su casa de Goxwiller. En la cena, Lionel se sentó
frente a mí, con aire de cerrazón. Alto y espigado, el ma­
rido de Heltne tema un rostro ovalado de rasgos finos y
los ojos de un azul profundo; el antiguo alumno de Sar-
tre me intimidaba. Yo sabía, por las memorias de Simo-
ne, de su coraje para curarse de una tuberculosis ósea y
reaprender a caminar. Ahora se movía de una manera
suave y elegante, que no dejaba entrever ningún vestigio
de la enfermedad. Héléne me comentó, a todo correr:
«Mi hermana no sabe ni freír un huevo y, sin embargo,
mi madre, mi abuela y mi tía eran excelentes cocineras.»
De hecho, nos sim ó una suntuosa comida cuyo olor
llenaba la casa y, como postre, nos aguardaba el plato
preferido de Simone: pastel de cerezas. Lionel degusta­
ba en silencio aquellas exquisiteces elaboradas por su
mujer. Más tarde me confesó que se había mostrado
muy suspicaz al enterarse de mi visita. ¿Cómo sería una
mujer feminista? Probablemente, alguien que detestaba
a los hombres y no sentía el menor interés por ellos.
¡Bastante inquieto estaba ya con los continuos viajes de
su esposa a Estrasburgo! Héléne había sido elegida pre­
sidenta del SOS Mujeres Maltratadas. Lionel temía que
sus colegas del Consejo de Europa pensaran que él era
violento con Héléne... Todas esas feministas, con las que
las dos herm anas estaban siempre calentándole las ore­
jas, no podían sino perturbar su tranquilidad y su inti­
midad. Vamos, que estaba deseando que me marchase.
Durante el postre, se relajó un poco. Me preguntó
acerca de mi juventud en Estados Unidos entre mate­
máticos y de mis estudios en la URSS. El ambiente se
iba liberando de tensión y, aun así, yo no conseguía
ablandar a Lionel, al que, desde luego, no le gustaba
mucho que la familia parisiense de su mujer invadiera
su casa. ,
Héléne me llevó a la biblioteca, donde ya a a
parado una cama. En una de las estanterías, reinaba
una máscara egipcia, parecida a la que Nasser e
regalado a Simone. Había muchas obras e sig o .

145
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
locadas en los estantes, sobre todo las de los lingüistas
Emile Benveniste, Georges Dumézil y del etnólogo Clau-
de Lévi-Strauss. En un rincón, descubrí varios ejempla­
res dedicados de las obras de Sartre y de Simone. «AI
discípulo», se leía en la primera página de La náusea. «A
Poupette y Lionel, con todo mi cariño*, había escrito Si­
mone en las Memorias de una joven formal. Antes de irse
a dormir, Héléne echó un vistazo a la mesa giratoria
provista de botellas de whisky, oporto, coñac v otros li­
cores. Dudó un poco, antes de preguntarme en un tono
neutro:
-¿Quiere tomar alguna copa antes de acostarse?
-Gracias, Héléne, pero vo bebo muy poco. Y nunca
alcohol.
Ella recuperó la sonrisa.
-Cuando viene Simone, intentamos poner la mesa
giratoria en otra habitación.
Yo, en efecto, iba a dormir en la cama de los cuarte­
les de invierno de Simone. Al estirarme bajo las mantas,
pensé que había realizado uno de mis sueños de adoles­
cente. Estaba tan emocionada que me costó mucho con-
ciliar el sueño.

Al día siguiente, visité la casa. Las habitaciones prin­


cipales daban al primer jardín y a la calle de TÉglise,
frente a otras moradas de la misma factura, típicamente
alsacianas. Abajo, contemplé los estanques de peces. La
habitación de Héléne, la más grande, hacía también las
veces de salón. Los sillones Luis XVI lucían las marcas
de las uñas de los gatos. Junto a la ventana, vi una mesa
blanca en la que Héléne había dispuesto varios utensi­
lios. «Ahí es donde grabo», me explicó.
Colgadas en la pared, varias obras al pastel, repre­
sentando animales, mujeres, en un decorado natural:
-¿Quiere ver mi taller?
-¡Desde luego!
Tras franquear un soportal, llegamos al segundo jar­
dín y a la otra casa, adyacente, que albergaba un tallei
de cinco por siete metros. Éste, bañado de luz, daba a

146

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
los rosales y las flores. Sobre un velador, algunas fotos
enmarcadas n de Sartre
j . y de. uuuuuc*
Simone, cU
al iaao
lado de
de unos ia-
_
__—
~ I1 I I r t r* z1
! m i M ~ 1 _ t r

ironcillos llenos de pinceles. Y, por todas partes, cua-


>s y mas cuadros, colocados unos sobre los otros
-Voy- a mostrarle
._ , los lienzos
. - que pinté este ano.
año.'
H A « i i n i v i í ' I « ^ . i. *

Mujeres, mnos, leones, tigres y otros animales desfi­


a

laban ante mí, en un estilo entre abstracto y naif. Otros


cuadros reflejaban un ambiente más sombrío. Seres en­
cerrados en bloques de nieve o de hielo. En ellos, la socie­
dad era mostrada como algo inquietante, con sus centra­
les nucleares, su vegetación deteriorada, sus ingenieros
envueltos en monos blancos.
Cada vez me preocupa más la destrucción sistemá­
tica de la naturaleza provocada por el hombre.
El suicidio de Gabrielle Russier, una profesora de
instituto enamorada de uno de sus alumnos, le había
inspirado Un hombre entrega a una mujer a las bestias:
-Es mi primer cuadro feminista. Con las experien­
cias traumáticas que estoy viviendo junto a las mujeres
maltratadas, creo que haré más.
Al mostrarme ese cuadro, Héléne me explicó las ra­
zones que la habían llevado a conocerme y, por media­
ción mía, a entrar en contacto con el MLF.
-Ya representé a mujeres violadas y escenas de cam­
pesinas trabajando arreo, sobre todo durante mi estan­
cia en Portugal. Esta vez, quiero mostrar la opresión en
sus formas más insidiosas. Me siento solidaria con to­
das las mujeres.
Hizo una pausa antes de añadir con voz fuerte:
-jAdemás, fui feminista antes que Simone!
Me quedé tan sorprendida que no pude reaccionar.
La lectura de las memorias de Simone no me había dado
esa impresión. Héléne se explicó:
-De joven, yo era menos «formal» que mi hermana,
que se relacionaba en la Sorbona con jóvenes c e uena
familia. En las clases de dibujo y de pintura, conoc a a
chicos provenientes de medios más modestos v con un
vocabulario menos pulido. Y, además, en nuestia-soci
dad, era más fácil que una mujer llegara a ser c

147

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
cr»mo fftcrilorn que como pintona Por un Miguel Ángel
un N o m o o un Matiwc, ¿cuAmiw colegun nuestra* son
aceptada»? Resulta muy difícil Lo» hombre» que venían
a mi taller buscaban más reducirme que inclinarse so­
bre mi trabajo.
-Entonce», ¿considera usted que la creación artísti­
ca en pintura es un mundo al que las mujeres difícil­
mente pueden acceder?
- Es un mundo machistu donde sólo los hombres son
tomados en serio. Los grandes pintores siempre tuvieron
a alguna esposa tras ellos para ocuparse de sus proble­
mas materiales y permitir así que su «genio» se expandie­
se. Nosotras, en cambio, no tenemos ninguna esposa que
nos secunde. Peor aun, nuestros cuadros son considera­
dos producto» del ocio. Las mujeres pintoras son trata­
o s peor que las que ejercen el oficio de Simonc. Llevo
años diciéndolo, pero nadie quiere escucharme.
-Simonc no nos habló de ello.
-Pues debería haberlo hecho.
En las palabras de Héléne había algo más que irrita­
ción; había desánimo. Si ni siquiera su propia hermana
se molestaba en denunciar la situación de las mujeres
pintoras, ¿quién diantre lo iba a hacer? Yo misma esta­
ba molesta. ¿Por qué ese silencio? Intentaba recordar
alguna pintora conocida: Élisabeth Vigée-Lebrun, Niki
de Saint-Phalle, Berthe Morisot, Sonia Delaunay... Al­
gunos nombres me venían a la memoria. Héléne sacó
unos cuantos cuadros más, que representaban escenas
de animales.
-¿Sabe usted por qué Rosa Bonheur, una de las ma­
yores pintoras francesas, pintaba caballos y vivía con
una tigresa que había amansado?
-No...
-Porque, a finales del siglo xix, a las mujeres que es­
tudiaban pintura, no se les permitía pintar hombres
desnudos. ¡Les aconsejaban que pintaran vacas! Me
gusta mucho su obra. Nunca se casó, pero vivió con dos
mujeres que también eran pintoras. Debía de tener un
carácter del demonio y defendía con uñas y dientes su

148

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
independencia. Rosa Bonheur llevaba el pelo corto y
pantalones. Como las mujeres tenían prohibido ponerse
esa prenda, cada seis meses tenía que presentarse en la
prefectura de policía para pedir, por escrito, que le re­
novaran la autorización que le habían concedido... Creo
que esa artista hizo mucho por la promoción de sus co­
legas feminas en Francia. Además, fue la primera mujer
en recibir la Legión de Honor, en 1865. Pero aún queda
mucho por hacer; nosotras, las mujeres artistas, no so­
mos reconocidas. Aunque peor lo tienen las escultoras y
las compositoras. Al lado de Bach, Mozart, Lully, Bee-
thoven, y quitando a Clara Schumann, ¿puede usted ci­
tarme un solo nombre de mujer?
No podía, no. En 1975, todavía no había mujeres pre-
fectas, ni embajadoras. El mundo de la investigación y el
de las finanzas les estaban vedados. Pensé entonces que,
a pesar de los logros obtenidos con Simone entre 1970 y
1975, el camino hacia una igualdad real entre los dos se­
xos era largo. ¡Más tarde, supe que un estudio universita­
rio anglosajón había contabilizado tres mil compositoras
de música a lo largo de los siglos! Ni una sola de ellas ha­
bía alcanzado la notoriedad pública. Volvimos al salón,
donde Héléne preparó té. El aroma del lapsang-souchong
llegaba a mi nariz mientras trababa amistad con los dos
galos abisinios, Tétkay Pimpemel, que no se separaban de
su lado. En vez de repantigarse sobre páginas escritas,
como los de Colette, éstos se instalaban en el taller, junto
a los pinceles, y miraban, calentados por el sol, trabajar a
su ama, tanto en invierno como en verano. Héléne no vol­
vía a la casa principal hasta el anochecer, cuando Lionel
regresaba del Consejo de Europa.
Al día siguiente, él nos llevó a los Vosgos, al puerto
de La Charbonniére. Caminamos a buen paso por el
bosque, no lejos del monte Sainte-Odile. A veces, nos de­
teníamos un momento. Lionel iba delante, con un bas­
tón en la mano. Aquel hombre me impresionaba.*

* El prefecto es, en Francia, el equivalente al gobernador civil espa


ñol. (N .delT.)

149

Esca ne ad o C a m S ca n n e r
-Cuando lo veo pasear así por el bosque -me confió
Héléne-, siento un nudo en la garganta. Me digo: está
vivo y camina. Cuando llegué a Portugal en mayo de
1940, su médico me dijo que, por un momento, crevó
que no podría salvarlo. ¡Y eso por no hablar de su valor
y de su tremenda ansia de vivir!
Desde la cena del día anterior, el cuñado de Simone
se mostraba más locuaz. Tras haber respondido a sus
preguntas acerca de mi relación con los dos escritores,
yo también quise saber algo más de él. Conocía la histo­
ria de su encuentro con Simone y Héléne en un tren, así
que le pregunté por su relación con Sartre. Lionel recor­
daba con placer a ese profesor al que le gustaba charlar
con sus alumnos en los cafés. En cambio, no ocultaba
cierta amargura por cómo había ido evolucionando su
relación.
-Sartre me hizo pasar por un reaccionario en La
náusea y en Los caminos de la libertad. Y eso me hirió.
Noté la nostalgia que despertaban en él aquellos
años en que los dos escritores, aún desconocidos, se
mostraban más humanos y más cercanos con la gente
de su círculo. Luego, con los ojos brillantes, me pidió:
-Bueno, pero ¡cuéntenos cómo fue el Mayo del 68!
¡Al parecer estaba usted en Nanterre con Daniel Cohn-
Bendit!
Así que les hablé de las noches locas de Mayo, de la
facultad ocupada, de nuestra esperanza, de aquella bo­
rrachera de libertad. Evoqué los inicios estrepitosos del
MLF, los escándalos, nuestros domingos con Simone.
En realidad, ellos estaban al corriente de todo, pero que­
rían oírlo de mi boca. Entonces comprendí que, así, les
insuflaba la energía de mi juventud. Entre ellos y yo, ha­
bía, en efecto, cuarenta años de distancia, casi dos gene­
raciones. Héléne y Lionel no habían tenido hijos. Aquel
día, al narrarles mis aventuras, pensaba en mis abuelos,
a los que no había conocido y a los que tanto había año­
rado. Aquel almuerzo dominical en los Vosgos tuvo para
mí un cierto aire familiar.
Cuando me acompañaron a la estación de Estras­

150

E sca n e a d o c o n Cam Scanne


burgo, Lionel me besó y Héléne me preguntó tímida­
mente:
-¿Volverá, verdad?

-¡Pero siéntese, vamos!


Aquel frío día de noviembre de 1975, yo no me podía
estar quieta. Caminaba de un lado al otro del estudio de
Simone. El relato de mi estancia en Goxwiller la dejaba
perpleja. Héléne tepresentaba a esa familia de aristócra­
tas armiñados a los que ella, desde su juventud, había
repudiado. ¡Y ahora ésta pretendía mezclarse con el fe­
minismo, a sus sesenta y cinco años! La mayor me escu­
chaba ensimismada. Pero ésa no era mi mayor preocu­
pación.
-No irá a rechazarlo, ¿verdad? -le pregunté con an­
siedad.
-¡No tengo la menor intención de hacerlo!
El rum or corría por París desde hacía unas horas. Si­
mone había sido propuesta para el Premio Nobel de Li­
teratura. La habían llamado desde Estocolmo para ase­
gurarse de que no haría como Sartre, cuyo rechazo, once
años atrás, les había sentado como un tiro. Yo estaba
loca de alegría. ¡Menuda consagración para la escritora
que encamaba la nueva situación de la mujer en Fran­
cia! Su reconocimiento tendría una repercusión interna­
cional. ¡Ya me estaba imaginando la fiesta con las chicas
del Movimiento! Me fui de su casa llena de emoción.
Ahora sólo quedaba esperar.
Por la noche, llamé a Héléne. Todavía no se había
enterado. ¿Su herm ana premio Nobel? ¡Eso sería fan­
tástico! Pero ¿se atreverían a dárselo, después del desai­
re de Sartre? AI día siguiente, la noticia cavó como una
bomba. El Premio Nobel de Literatura había ido a parar
a un italiano, Eugenio Móntale. Como tantas otras «hi­
jas», temblé de rabia y de pena. Simone intentó disimu­
lar su decepción.
-Como 1975 ha sido decretado año internacional e
la mujer -m e dijo-, tuvieron miedo de parecer excesi­
vos. Venga, no se entristezca, tal vez me lo den otio año.

151

E s c a n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Simone se extinguiría once años después sin haberlo
'recibido. De hecho, ninguna mujer recibió ese honor en­
tre 1975 y 1986. Y sólo una decena de mujeres, frente
a noventa hombres, fueron premiadas en ese siglo. Ni
Colctte, ni Marguerite Duras, ni Nathalie Sarraute, ni
Marguerite Yourcenar, por citar sólo a algunas, fueron
recompensadas con él. Año tras año, Héléne y yo aguar­
dábamos con el corazón en un puño el anuncio de Esto-
colmo. Delante de Simone, preferíamos no sacar el
tema: «Algunos hombres no le perdonan haber escrito
El segundo sexo», me repetía su hermana. Mucho tiem­
po después de la publicación de ese texto, Simone se­
guía molestando, y pagaba por ello.
Pero otras preocupaciones mayores acaparaban su
atención. Sartre se iba debilitando. Frágil e incapaz de
escribir a causa de sus graves problemas de vista, rabia­
ba por no poder concluir el último tomo de El idiota de
la familia: «Mi vida se ha ido al traste, pues jamás podré
escribir mis páginas sobre Madame Bovary», decía sin
tapujos a sus más allegados. Simone había empezado a
grabar en un magnetófono varias entrevistas con él
acerca de su juventud, su escritura, su vida. A excepción
de su infancia -relatada en Las palabras-, Sartre no ha­
bía abordado sus recuerdos, ni escrito sobre Simone.
Ella, en cambio, sí había contado su aventura intelec­
tual, política y sentimental en común, en un millar de
páginas. Ahora que Sartre estaba casi ciego, quería dar­
le un poco de ánimo y ayudarlo a recuperar el gusto por
la vida.
Un año antes, la República francesa había elegido
un nuevo presidente, el cual se había comprometido a
despenalizar el aborto. Valéry Giscard d’Estaing mantu­
vo su palabra. Bajo los abucheos y los insultos racistas e
indignos de los representantes de la nación, Simone
Weil defendió sola el proyecto durante toda una noche.
En las gradas del hemiciclo, los diputados -casi todos
hombres- le espetaron palabras soeces que deshonra­
ron a la Asamblea Nacional. De su experiencia en los
campos de concentración nazis, en los que había visto

152

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
morir a su madre, la ministra de Sanidad había traído
una buena dosis de coraje y unas espaldas bien anchas
para an ostrar los ultrajes. A pesar de algunas alusiones
odiosas a los hornos crematorios, se mantuvo firme. Al
alba, se votó una nueva ley que otorgaba a las mujeres
francesas el derecho a decidir sobre su sexualidad.
Ya era hora. Junto con Simone y sus «hijas», llevába­
mos años luchando por eso. Estábamos agotadas, pero
la lucha no podía acabar ahí. Ahora disponíamos de una
sección mensual en Les Temps modemes titulada «El se-
xismo ordinario». En ella denunciábamos los abusos
del lenguaje y otras actitudes degradantes con respecto
a nuestras colegas. Con la ayuda de Anne Zelensky, Si­
mone fundó la Liga del Derecho de las Mujeres. Aún ha­
bía demasiados textos que nos tachaban de menores,
sin concedemos el estatus de ciudadanas, y muchos ofi­
cios a los que no teníamos acceso.
Decidí entonces consagrar mi tesis doctoral a la obra
y al compromiso de Simone de Beauvoir. Entre reunión
y reunión dominical con las hijas del Movimiento, ha­
blaba con ella de sus escritos y, a veces, evocaba a Hélé-
ne. Yo no compartía su punto de vista con respecto a un
tema: la maternidad. Simone afirmaba en El segundo
sexo que la maternidad esclavizaba a las mujeres, ence­
rrándolas en casa, impidiéndoles hacer una carrera, etc.
Yo entendía su análisis, pero le ponía mi caso: mi ma­
dre, profesora de universidad y química, era feminista.
Era ella quien me había impulsado a luchar por la vida
que yo deseaba:
-Simone, cuantas más madres feministas haya, más
respetuosas serán las relaciones entre los hombres y las
mujeres. Para mí, desde luego, fue una suerte tener una
madre feminista...
Su rostro se endureció. .
-Desde luego, la comprendo, pero el hecho de limi­
tar a las mujeres a la educación de los hijos y a la mater­
nidad les permitió a los hombres excluirlas de la socie­
dad. Hay que ser muy prudentes a ese respecto...
Yo me envalentoné entonces:

153

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
-Héléne me dijo que ella tampoco quiso tener hijos
para poder dedicarse de lleno a la pintura. Entonces,
¿ya pensaban lo mismo cuando eran jóvenes?
La mirada de Simone se volvió distante. Sus ojos azul
intenso evitaron los míos. Sentada en uno de sus sillones
malvas, me sentí molesta. Tal vez había sido una falta de
delicadeza, por mi parte... Simone recuperó su sangre
fría y me escrutó intensamente:
-Usted sabe muy bien que ésa no es la verdadera
razón...
-No, no lo sé.
Enrojeciendo, añadió:
-Debido a la tuberculosis ósea y a las operaciones a
las que se sometió antes de la guerra, Lionel ya no pudo
tener hijos. Por consideración a él, mi hermana se afe-
rra a ese discurso. Pero de ahí a decir que es por femi­
nismo... Aunque no le diga nada, por favor. Tan sólo
conseguiría apenarla.
Una amiga común de las dos hermanas me confirmó
la versión de Simone. Ahora comprendía mejor el cari­
ño de Héléne y de Lionel por los niños y los jóvenes. Lio­
nel, además, para echarle un cable a un amigo que ha­
bía tenido un hijo extramatrimonial, había adoptado a
éste. Sandro, al que su madre natural criaba, sentía una
gran ternura por los De Roulet, y los consideraba como
sus abuelos. Solía pasar las vacaciones escolares en
Goxwiller. Sandro colmó, sin duda, el ansia ñlial de Lio­
nel y de Héléne. Sin embargo, y a pesar de nuestra ínti­
ma amistad, Héléne jamás me reveló su secreto. Ni si­
quiera tras la muerte de Lionel.

La puerta del tribunal de Estrasburgo se abrió. Hélé­


ne avanzó entre las galerías, en medio de un silencio gla­
cial; el corazón le latía a toda prisa. Iba a desempeñar
un papel que, hasta ahora, sólo su hermana había reali­
zado. Al acercarse al estrado, se dijo que, a los sesenta y
cinco años, estaba iniciando una nueva vida. El movi­
miento feminista le estaba dando la oportunidad de vi­
vir una segunda juventud. Ella, a su vez, se sentía porta-

154

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
dora de una misión. La presidencia del SOS Muje­
res Maltratadas le exigía cada vez más tiempo. En el este
de Francia, el rum or se había propagado. La herma­
na de Simone de Beauvoir estaba dispuesta a socorrer a
las mujeres en apuros y a testificar, si fuera necesario,
en los juicios.
Inclinados sobre sus mesas, los jueces observaban a
esa señora de cierta edad que avanzaba hacia ellos. Mien­
tras que Simone solía cam inar a paso rápido, vestida, por
lo general, con una chaqueta de seda china y un panta­
lón, Héléne llevaba un traje sastre serio pero femenino,
un sombrerito y unos guantes de piel fina. La mayor ha­
blaba con una voz seca y convulsa. La menor se expresa­
ba con la amenidad propia de los salones. Simone enco­
gía, abrumaba a los jueces; Héléne, con una fina sonrisa
en los labios, hacía gala de su cortesía. Frente a aquel au­
ditorio para el que cada palabra contaba, su buena edu­
cación le permitía recurrir a una astucia evasiva.
Mujeres maltratadas, hijas violadas por su padre o
por su tío, dram as familiares... Héléne lo sabía, la socie­
dad francesa aún no estaba dispuesta a reconocer que
ciertas derivas conducen al asesinato, a la locura, al sui­
cidio. La joven a la que iba a defender ese día había sido
violada y no había podido abortar; luego había abando­
nado a su hijo en un cubo de basura. El bebé había sido
hallado muerto; sobre su madre pesaba una condena
por homicidio. Mientras que Simone ya había defendi­
do a muchas mujeres torturadas o encarceladas -sobre
todo durante la guerra de Argelia-, Héléne acababa de
entrar, por primera vez, en el universo frío de una pri­
sión para mujeres. La angustia que se respiraba en
aquel lugar le había dado escalofríos.
Con una voz firme e inmutable, Héléne testificó a fa­
vor de esa mujer a la que había que salvar, a toda costa,
de un acto fatal. Les contó a los jueces la vida de la acusa­
da, quien, hasta hacía nada, no era sino una joven opri­
mida en un ambiente infernal. Les explicó que a guien
la había inducido a cometer ese error, para que no pu
diera abortar a tiempo. Expuso, de manera clara y pau

155

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
sada, cómo una maternidad no deseada podía trasto­
car una existencia. Luego se calló. Cuando recuperó el
aliento, las manos le temblaban ligeramente. Se acomo­
dó el sombrero, acarició el cuero de sus guantes y, muy
erguida, salió del tribunal.
¿1 labría estado realmente a la altura? -se preguntaba
inquieta mientras deambulaba por los pasillos del Pala­
cio de Justicia de Estrasburgo. Su cargo como presiden­
ta del SOS Mujeres Maltratadas ya le había abierto los
ojos respecto al tabú de la violencia doméstica. Héléne
quería que su testimonio resonara como un compromi­
so. Varios días después, la acusada fue condenada a una
pena de dos años con aplazamiento. Era libre. Héléne
sintió un inmenso alivio. Colocó un gran lienzo sobre el
caballete, agarró los pinceles y, ante sus silenciosos ga­
tos, pintó uno de sus cuadros más célebres, Las mujeres
sufren, los hombres las juzgan. Encerrada en un cubo de
cristal, una mujer desnuda, de pie, temblando, baja la
cabeza ante cuatro jueces masculinos con traje rojo y
sombrero negro que la apuntan con el dedo. A los pocos
días, creó otro cuadro que representaba a varias mujeres
ardiendo a lo lejos. Lo llamó La caza de brujas siempre
está abierta. Esos dos cuadros serían luego expuestos en
numerosas manifestaciones. Héléne me confió una vez:
-M e comprometí más tarde que Simone, pero, aho­
ra, ese compromiso ya no me soltará.
Héléne salió fortalecida y confiada de aquella prueba
y, en muchas ocasiones, me dijo: «Tengo la suerte de lle­
var una vida dichosa. Y las mujeres dichosas somos las
que tenemos que ayudar a las que viven en la desdicha.»

156

E sca ne ad o C am S ca nn er
V

El crepúsculo de los mandarines

-¡Ojo con el escalón!


Héléne sujetaba firmemente a Simone por el brazo de­
recho, para ayudarla a subir a su taller de Goxwiller. Los
inmensos vanos vidriados dejaban pasar la luz de la ma­
ñana. Una brisa ligera acunaba las flores del jardín. Vesti­
da con un pantalón marrón y una blusa de seda amarilla,
Simone se sentó en el sofá, enfrente del caballete.
Héléne iba de un lado a otro, atareada, con la sonrisa
en los labios. Su hermana siempre se había mostrado
interesada por su trabajo, y ella estaba impaciente por
mostrarle las últimas novedades: ¡unos cuadros femi­
nistas! Con el corazón en la boca, colocó la primera tela
y esperó. Simone se quedó callada. Estaba observando,
estupefacta, a una mujer desnuda, con la cabeza gacha y
un brazo replegado sobre ella misma, enfrente de unos
hombres inmensos, vestidos con la toga y el birrete de
los jueces. Los magistrados, sin rostro y sin mirada, te­
nían un aspecto aterrador.
-Este cuadro se llama Las mujeres sufren, los hom­
bres las juzgan. ¿Te gusta?
Simone parecía sofocada. La imagen de la mujer
postrada hacía gritar al lienzo. Poupette le había conta­
do el juicio en el que había testificado a favor de una
madre acusada de infanticidio. Héléne había trans or­
inado aquella audiencia en una obra de arte:

• 157

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
-¡Es soberbio!
Héléne fue colocando, uno tras otro, sus cuadros.
Todos evocaban la dura situación de las mujeres. Simo-
ne sonrió y exclamó:
-¡Qué afortunada eres! ¡A ti aún te quedan cuadros
por realizar! A mí, en cambio, ya no me quedan libros por
escribir, porque ya no tengo nada que decir. A pesar de
tu edad, ¡aún puedes llevara cabo una obra!
Héléne sintió una fuerte emoción. Su hermana ma­
yor reconocía al fin que había un ámbito en el que ella
destacaba. Simone le envidiaba su talento de artista.
Nunca antes la había alabado de ese modo. Simone se
arrellanó en los cojines. A su derecha, en medio de un
bosque de pinceles, emergían unos viejos jarrones italia­
nos. El olor a pintura envolvía la estancia. Su hermana
estaba sumida en sus pensamientos. ¡Querida Poupette!
Ella, que tanto la había irritado con su manía juvenil de
querer imitarla a fuerza de admiración. Desde luego,
cuarenta años antes, en su último libro de memorias, Fi­
nal de cuentas, Simone había admitido que su hermana
pequeña había llevado una vida más dura que la suya.
Y, ahora, Simone estaba impactada; esos cuadros
eran la muestra palpable de un logro real. AI igual que
ella, Poupette se había liberado de los lazos sanguíneos.
Y, sin embargo, algo la retenía en ese taller, algo cálido y
reconfortante. La muerte de Frangoise de Beauvoir las
había unido. Ella le podía hablar a Héléne, con toda
confianza, de Sartre, de su afición a las jovencitas, de su
fragilidad física o de su ceguera con respecto a los jóve­
nes intrigantes, devorados por la presunción y la ambi­
ción. Héléne comprendía a su hermana a medias, la de­
jaba desahogarse, la consolaba en sus accesos de llanto.
Simone sentía un cariño infinito por ella, cosa de la que
nunca había dudado, aunque aquella mañana fue espe­
cialmente consciente de ese hecho. Por eso le sonrió.
-¿Quieres que volvamos al salón?
-Con mucho gusto.
¿Mientras ayudaba a Simone a levantarse, Héléne in­
tentaba disimular su impaciencia. Lionel volvería pron­

158

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
to de su jom ada de trabajo en el Consejo de Europa en
Estrasburgo. Héléne estaba deseando contarle la rea"
ción de Simone. Unas palabras que le avivarían el cora
zón durante el resto de su vida.

Cuando le propuse a Héléne que viniera a pasar una


semana a mi casa, enrojeció de placer y dudó un instan-
te. Al final, tímidamente, me preguntó:
-¿Cuándo puedo ir?
Unos días después, estaba llamando al timbre. Al en­
terarse de la noticia, Simone se había quedado perpleja.
No era el momento más apropiado para que Poupette
regresara a la capital: entre Sartre y sus amantes, su
amistad con Sylvie, Lanzmann y Bost, y sus actividades
en el MLF, Simone estaba sobrecargada de ocupacio­
nes. ¿De dónde iba a sacar tiempo para escribir? Simo­
ne intentó tranquilizarse. Poupette siempre había respe­
tado el empleo del tiempo de su hermana mayor. No iba
empezar a desobedecerla ahora.
Héléne abrió de par en par las ventanas de mi piso.
En la calle d’Alésia, el incesante ir y venir de los coches
contrastaba con la calma de Goxwilier. Luego se acodó
sobre el reborde del balcón.
-¡Ah, por fin respiro el aire de París! ¡Cuánto lo echa­
ba de menos!
Yo la observaba, divertida.
-Compréndame -siguió diciendo-, es que el distri­
to XIV es el lugar de mi juventud. Su piso está a cinco
minutos del de Simone, a diez minutos del bulevar Ras-
pail, donde vivíamos nosotras cuando éramos niñas.
Voy a poder pasear por el barrio de Montpamasse, ver
de nuevo las galerías y, quién sabe, tal vez alguien se in
¡rese aún por mi pintura... . .
Yo le repliqué enseguida que acababa e vivir una
poca artística muy buena. ¿Acaso no había particip
n una exposición en Nueva York? ¿No ha ^ e* ,
ien de sus obras en una retrospectiva en e a fj .
is Artes v de la Cultura de Brest? La prensa se -
ho eco de ella. Sartre y Simone incluso había

159

E sca p e a d o c o n C a m S ca n n e r
varios textos para el catálogo, le dije, y luego le releí las
frases que Simone le había dedicado a su pintura:
«Ella siempre ha rechazado tanto las imposiciones
de la imitación como la aridez de la abstracción, y ha sa­
bido encontrar un equilibrio, cada vez más sabio, entre
las invenciones formales y las referencias a la realidad.
No vi su exposición de La Haya, ni la de Tokio, que tu­
vieron mucho éxito, pero me gustaron mucho los cua­
dros inspirados en Venecia que presentó en París en
1963, y aún más el conjunto en el que evocaba los feste­
jos y las tragedias de Mayo del 68.»1
Héléne admitió que durante 1975 había logrado un
nuevo éxito. Aun así, París, su querida ciudad, la había
olvidado. La capital no le perdonaba que se hubiera ido
a vivir a una provincia. Héléne seguía recordando con
nostalgia el éxito de su exposición sobre Mayo del 68.
Desde entonces, Francia había vuelto a caer en un cierto
conservadurismo.

Unas semanas después, fui yo quien volvió a Goxwi-


11er. El viento soplaba con fuerza sobre los abetos neva­
dos de los Vosgos. Por delante de Héléne y de mí, iba
Lionel impulsándose con sus bastones y deslizándose
sobre la pista de esquí de fondo. Estábamos solos en el
bosque. Nuestra única compañía era el rumor de los
árboles.
«Cómo lamento que Simone ya no esquíe», me dijo
Héléne al hacer una parada. Había sacado de su mochi­
la unos sándwiches y un termo con té caliente. El frío
glacial le enrojecía las mejillas. «Simone nunca se en­
contró a gusto sobre unos esquís. Pero, al igual que nos­
otros, subía hasta las cimas con botas de piel de foca, de
la mañana a la noche. Incluso Sartre se atrevía a ello.
Ahora, un tanto por culpa de él, se atrinchera en las ciu­
dades y ya no va nunca al campo. Su andar ha empeora­
do a causa del alcohol. jCuánto debe añorar la naturale­

1. Catalogue de l'exposition d ’Héléne de Beauvolr, Peintures et gravares,


Palais des Arts et de la Culture, abril-mayo de 1975.

160

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
za!* Reemprendimos la marcha para pasear un par de
horas mas. Nada podía detener a Lionel y Héléne, que, a
sus sesenta y cinco años avanzados, quería mantenerse
en forma y llevar una vida sana.
En Montpamasse, Simone seguía luchando con el
entorno de Sartre. Solía telefonear a Héléne para con­
tarle los dolorosos compromisos a los que estaba obliga­
da. Pierre Victor, el secretario de Sartre, ejercía ahora
una cierta influencia sobre él, y le amargaba la vida a
Simone, tratándola con desprecio. Ella sabía, además,
que los días del «hombrecillo» estaban contados, cosa que
la aterrorizaba: ¿cómo iba a vivir sin él? Simone le con­
fesaba todo a Poupette: la lenta degradación del filóso­
fo, su ceguera, su desesperación por no poder escribir
nunca más. A pesar de los vínculos que unían a las dos
hermanas, París y Goxwiller eran como dos mundos se­
parados.
En el período más crudo del invierno de 1975, Lionel
y Héléne me invitaron a pasar con ellos la Navidad en su
casa de Trebiano, una gran mansión situada a unos
cuantos kilómetros de La Spezia y de Genes. Una anti­
gua fortaleza medieval dominaba el valle. Desde la man­
sión se divisaban, en picado, las colinas circundantes.
La casa albergaba varias plantas unidas por una escale­
ra de caracol. En la entrada destacaba un carabinero
italiano esculpido en madera y coloreado, con sombrero
y bigote. La primera habitación le servía a Héléne de ta­
ller. Estaba llena de cuadros: imágenes de Italia, llenas
de luz y de colores tornasolados. Italia siempre había se­
ducido a la pintora. Su serie sobre Venecia, creada du­
rante su estancia en la ciudad de los Dux en 1955, era
prueba de ello. La casa de al lado y la superior también
eran suyas. Una estaba ocupada por el escultor Tace mi
y su familia, la otra estaba vacía.
Tras tomar posesión de mis aposentos, saqu ^
bros y mis folios para proseguir la redacci n e mi
sobre Simone. Un aullido, y luego otro, interrumpieron
mis reflexiones.
-¿Qué sucede?

161

E sca ne ad o C am Scanne
-E s el vecino, que estñ pegando a su mujer. Es po­
bre, bebe y cuando cobra la paga, se emborracha, rom­
pe los muebles y zurra a su mujer.
Yo estaba horrorizada. Aquellos gritos me ponían
enferma.
-¿No podemos hacer nada? ¿Llamara la policía?
-Ya lo intentamos, pero el hombre nos amenazó con
una escopeta. Nos dijo que no nos metiéramos en sus
asuntos.
Me quedé helada. Estaban pegando a una mujer, a la
que a veces habían tenido que llevar al hospital cubierta
de hematomas, a tan sólo diez, metros de la casa de la her­
mana de Simone. Mi habitación daba a la vivienda de esa
pareja maldita. En el marco encantador del norte de Ita­
lia, aquello era como una pesadilla. Llevé mis cosas al sa­
lón de Héléne y de Lionel, lejos del estrépito de los veci­
nos, y volví a zambullirme en la obra de Simone. El mío
era un estudio crítico, pues recorría sus frases con la mi­
rada de una militante que no admitía ninguna opinión
contraria al espíritu feminista de la época. Sin la menor
clemencia, iba comprobando la ortodoxia de sus escritos.
Lionel solía divertirse asistiendo como testigo a mis
conversaciones con Héléne. Una vez critiqué las novelas
de la herm ana mayor, cuyos personajes femeninos me
parecían angustiados en exceso.
La menor se volvió entonces hacia su marido:
-¡Es cierto! ¡En las novelas de Simone, las mujeres
no salen muy bien paradas! La próxima vez que vaya a
París, se lo diré.
-Bueno, Héléne -aventuré yo-, ¡no creo que sea ne­
cesario!
-¡Ah, sí, tenemos que hacérselo ver!
A Lionel le costaba mantenerse serio. A veces me
lanzaba un guiño lleno de reproches. Sin duda se imagi­
naba la conversación entre las dos hermanas: ¡la mayor
descubriendo con estupor que la menor venía a sermo­
nearla y a darle un curso de feminismo! Pero yo hacía
caso omiso y seguía evocando con Héléne la obra y la
vida de la escritora.

162
Escaneadc C a m S ca n n e r
Hélénei se ,refirió
. en. varias
IUS ocaci™-,^ , fn-
rasio n es a su novela r

"gustaba
, £ ,thablar
s ^deila obra de su hermana.
í r ^Larenereía
S kde
Simone la im p reg n ab a. su capacidad para escribir a
pesar de los obstáculos la fascinaba. Aunque ella poseía
esa misma voluntad feroz. Simone seguía siendo su re-
ferencia. Una noche, mientras charlábamos acerca de
sus escritos, Lionel me cuchicheó:
-Hélene siempre ha necesitado admirar a alguien.
No puede encariñarse con nadie sin ponerlo en un pe­
destal. A veces, intento hacerla razonar, pero la mayoría
de las veces es inútil.
En sus palabras se transparentaba cierta irritación,
quiza porque temía que, cualquier día, el entusiasmo de
su mujer la pudiera cegar.
Hélene quería saber mi opinión -o sea, lo que pensa­
ba alguien de otra generación- acerca de El segundo
sexo. Le dije que algunos pasajes me sorprendían por su
dureza. Simone miraba a las mujeres creadoras con
ojos despiadados. Demasiado ocupadas siempre en se­
ducir, éstas, según ella, eran incapaces de trabajar lo su­
ficiente como para crear una obra. Tan sólo Colette y
Virginia Woolf se salvaban de la quema. Las páginas de
Simone sobre la creación artística, y, en concreto, las
que había dedicado a las pintoras, me intrigaban. ^
eso que tenía el vivo ejemplo ante sus ojos. A través de la
experiencia de su hermana, Simone había podido sope­
sar los obstáculos casi insalvables que existían en ese
mundillo aún más masculino que el de la escritura. ¿Por
qué entonces, dadas las condiciones, no le había conce
dicto más importancia a ese tema en El segundo sexo.
¿Por qué, con su habitual y brutal franqueza, no a ía
denunciado con mayor claridad ese estado e cosas
Era algo que me dejaba perpleja. .
Hélene reflexionó sobre el asunto pero n0^ , , .
me una respuesta. Admitía que Simone no ólo unas
blado mucho de las mujeres creadoras. Te

163

E s c a n e a d o c o n C am S ca nn er
cuantas líneas sobre las escultoras y las compositoras.
Al levantarse del sillón, Héléne se volvió hacia Lioncl y
afirmó:
-Hablaré de ello con Simone.
Lionel cerró el libro de golpe.
-No, Héléne, no lo hará.
-¿Por qué no, Lionel?
-Porque sólo conseguirá irritarla y apenarla. Bastan­
tes preocupaciones tiene ya con Sartre.
Lionel alzó los ojos al cielo antes de volverse hacia mí:
-Y tú, Claudine, ¿qué piensas de todo esto?
-Estoy de acuerdo con Héléne. Es una lástima que
Simone no defienda más a las mujeres artistas.
-¡Ya sé por qué nos dijo Simone que a veces le das
miedo!
Yo di un brinco en el asiento. En el pasado, tal vez
hubiera actuado de manera temeraria, impulsada por el
ardor de la juventud, cosa que luego me habría reprocha­
do a mí misma. Siendo la ¿enjamina del MLF y sentada
aún en los bancos de la universidad, había tenido muy
pronto el privilegio de ver a Simone entre semana, para
abordar los aspectos prácticos de nuestras acciones. En­
tonces, tuve que acomodarme a su horario marcado con
mano fírme. Una mañana, por ejemplo, tuve que poner­
me en contacto con ella para pedirle que redactara un
telegrama destinado a salvar a unas mujeres portugue­
sas de la prisión. La llamé: el servicio de los abonados
ausentes me respondió que Simone no volvería a tener
línea hasta las 14 horas. Por las mañanas, quería preser­
var su tranquilidad para poder consagrarse a la escritu­
ra. Llegué corriendo a su piso y llamé a la puerta. Asom-
bradísima por mi audacia, Simone me acompañó a la
oficina de Correos, aunque luego, a la vuelta, añadió:
-Y ahora déjeme trabajar.
-Sí, claro -le respondí con la seriedad de mis veinte
años-, pero es que esas mujeres la necesitaban.
Sin perder un minuto más, la escritora regresó a su
folio en blanco. Y yo le prometí que jamás volvería a
molestarla.

164

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Así que ahora no comprendía muy bien lo que Lio-
nel estaba insinuando, hasta que éste me explicó, con
una pizca de reproche en la voz:
—Hace dos años, le pediste que retrasara sus vaca­
ciones.
-Pues sí, Lionel, porque necesitábamos que estuvie­
ra con nosotras para exigir la liberación de otras muje­
res encarceladas en el extranjero.
Yo recordaba con toda claridad aquella escena. Si-
mone me había dicho entonces, con voz tímida:
-Pero necesito irme de vacaciones con Sartre...
Y yo, sin la menor piedad por la salud de Sartre, le
había devuelto la pelota:
-Bueno, yo también necesito irme de vacaciones, y,
aun así, las he retrasado.
Ella, en vez de reaccionar enérgicamente, como tan
bien sabía hacer, se había quedado muda, colorada. Y,
con ese malentendido de fondo, nos habíamos despedi­
do. Esa misma noche, recibí una llamada de Delphine
Sevrig. En un tono amable, casi afectuoso, me regañó,
diciendo:
-Simone no tiene tu edad, ya pasa de los sesenta, ha
trabajado mucho en su vida y Sartre está agotado. Si­
mone tiene derecho a tomarse unas vacaciones cuando
le apetezca. Créeme, se las tiene bien merecidas.
Yo acabé por admitir que tal vez aquel día hubiera
sido un poco dura, y que los comentarios de Lionel no
eran gratuitos. De ahí que, también yo, intentara frenar
los ardores críticos de Héléne, aunque no había nada
que hacer:
-Que no, insisto en que tengo derecho a saber por
qué sus personajes femeninos no son positivos y por qué
apenas escribe sobre las creadoras. ¡Después de todo, es
mi hermana!
Al finar decidí irme a la cama. La Navidad estaba ai
caer. La fiesta de Año Nuevo prometía ser alegre. Y, sin
embargo, yo estaba decidida a evitar la menor tensión
entre las hermanas. Confiaba que el tiempo jugara a mi
favor.

165
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
-¿Qué le dijo usted a mi hermana?
Sentada en el sofá amarillo, Simone enrojeció al ha­
cerme esa pregunta. Vestida con una elegante blusa de
seda y una cinta a juego en el pelo, parecía molesta. Yo
también empecé a sentirme incómoda. Tras regresar de
Trebiano, Simone no había acogido mis votos de felici­
dad para el año nuevo con su gentileza habitual. La po­
sibilidad de haberla ofendido me aterrorizaba. A pesar
de ello, decidí arriesgarme:
-Usted sabe cuánto apreciamos su obra, Simone. Sin
embargo, no entiendo por qué, en sus novelas, sus perso­
najes femeninos son tan negativos. La libertad y la ac­
ción parecen ser prerrogativas masculinas. Las mujeres
intentan, desde luego, acceder a la independencia, pero
a duras penas lo consiguen. A veces incluso son incapa­
ces de ello, y caen en la locura.
Simone se levantó sin decir nada y se dirigió hacia la
nevera, oculta tras un tapiz mejicano. Saco una botella
de vodka. A pesar de mi escasa afición a la bebida, hu­
medecí los labios en el vaso que me ofreció. Luego, em­
pezó a hablar sin titubeos:
-¡Pero es que yo quise describir a las mujeres tal y
como son! Y, además, no me gustan las heroínas positi­
vas. Yo no escribo siguiendo un plan elaborado de índo­
le feminista... En las obras que me envían y que leo con
suma atención, suelo advertir que su mayor flaqueza re­
side en el tono moralizador y didáctico que adoptan...
Y lo que más temo en el mundo es caer en los estereoti­
pos que la literatura comunista nos ha impuesto.
Simone me explicó entonces, con toda claridad, que
sus libros no pretendían ser tranquilizadores, sino más
bien reflejar la ambigüedad de las relaciones humanas.
Fue entonces cuando me percaté de hasta qué punto nos
separaba nuestra diferencia de edad, cuarenta y dos
años, exactamente. Simone me ponía como ejemplo a
las mujeres de su entorno, mujeres sin posibilidad de
hacer una carrera ni objetos de interés. Éstas, según
ella, dramatizaban sus vidas para poder llenar así su va­
cío interior.

166

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
sin carrera que dan mues'trasde su vaTÓTs^s recunos°

-No es eso lo que yo veo a mi alrededor ni lo que leo


a] abnr las cartas que recibo. 1
Me quedé callada unos instantes, haciéndome pre­
guntas. Simone habta criticado con frecuencia a las mu­
jeres creadoras y artistas, tanto en El segundo sexo como
en sus novelas. E incluso ridiculizaba a las que intenta­
ban escribir. ¿Por qué se ensañaba con ellas? Simone re-
accionó con vehemencia:
*

-Este es un oficio de largo aliento, una disciplina


que exige muchos años de esfuerzos. Una no puede ir
por ahí diciendo que es escritora simplemente porque
tiene unos ratos de ocio o una pena en el corazón. He leí­
do demasiados manuscritos escritos deprisa y corrien­
do, sin el menor valor literario. Escribir es una actividad
seria, un oficio. No un pasatiempo.
Sus palabras me dieron que pensar, a pesar de que
me parecían reductoras. Al escucharla fui rememoran­
do los domingos que habíamos pasado juntas inten­
tando transform ar el mundo. Simone juzgaba nuestras
propuestas y nuestros logros sobre todo en función de
su seriedad, lo cual no le impedía apreciar nuestros es­
tallidos de risa. Pero, en sus novelas, los protagonistas
masculinos tenían menos dudas y encamaban seres
realmente libres. En cambio, a sus personajes femeni­
nos los abocaba a la alienación y la angustia.
Yo estaba inquieta, preguntándome si la habría
ofendido con mis preguntas. Temía tanto decepcionar
la... Simone se levantó y, para mi gran sorpresa me lle­
vó a su pequeño despacho. El escritorio esta a ***
de papeles cuadriculados, recubiertos con su e
nada. Encima de él, había una pila de manuscnt .
-¿Ve usted esos documentos?

-Son tesinas sobre mi obra, pr° ^ e l l e m a de


Partes del mundo... Aunque ninguna abmda

167

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
su doctorado. Son, sobre todo, trabajos filosóficos. Pero,
si le interesan, llévese los que la puedan ayudar.
Me puse a examinarlos, uno por uno. La mayoría no
me eran de ninguna utilidad, pues mi tema principal era
el compromiso feminisla de la autora. Por aquel enton­
ce», casi nadie abordaba ese tema en las universidades.
Aun así, para complacerla, cogí dos estudios sobre la
muerte y el existencialismo. En el umbral de la puerta,
Simone, colorada de nuevo pero sonriente, me dijo:
-Gracias, Claudine...
-¿Gracias por qué?
-Por dedicar tanto tiempo a mi trabajo...
Entrevi en sus ojos las lágrimas que intentaba conte­
ner. También yo fui presa de la emoción y añadí estas
palabras torpes pero sentidas:
-Somos nosotras, Simone, las que le estamos agra­
decidas por todo cuanto hace...
Y salí del edificio aliviada y feliz.

Yo conocía muy bien la gula de Simone, que devora­


ba sus platos preferidos mientras charlaba sobre los
acontecimientos o los escritos del día, cosa que no afec­
taba para nada a su cuenta bancaria. Aunque lo cierto es
que Simone no era la única: en el MLF, todas teníamos
muy buen apetito. ¡Solíamos repetimos que, para lu­
char eficazmente, las feministas debían estar bien ali­
mentadas! Aquel día, yo había invitado a Simone a mi
piso de la calle d’Alésia, que no estaba lejos de la calle
Schoelcher, así como a Anne Zelensky y a Annie S., dos
de las fundadoras del MLF. No confiaba mucho en mi
talento culinario, así que me las arreglé para organizar-
me de otra manera... Delante de las cacerolas, Simone
se encontró con Héléne, cuya presencia en París ignora­
ba. Su reserva habitual se desvaneció en el acto. Agarró
a su hermana por la cintura, la abrazó y la besó riendo:
«¡Qué hermosa sorpresa!»
Yo estaba encantada de verlas juntas, tan parecidas
y tan diferentes a la vez. Simone se apresuró a decir:
-De buena gana me tomaría un whisky...

168

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
-Pero yo contaba con servirle su champán preferido
-Bueno, una cosa no quita la otra "
Simone no se contentaba con unos cuantos vasos del
burdeos preferido de la famrlia De Roulet. Siempre to­
maba whisky antes de comer y antes de cenar A veces
se forzaba a tom ar un té por la tarde. Era obvio que dev
de hacía mucho tiempo, había sobrepasado los límites
del consumo razonable de alcohol. Yo sabía que, con
bastante regularidad, la mujer de la limpieza de Goxwi-
11er encontraba un vaso de whisky al lado de su cama
Una noche, había sangrado tanto por la nariz que lue­
go hubo que lavar la alfombra... «Demasiado alcohol»,
había comentado Héléne, suspirando. Sin embargo, al
igual que todas las personas enfrentadas a ese proble-
ma, tampoco nosotras nos atrevíamos a negarle una
copa. Así que le puse un whisky, y ella se lo bebió casi de
un trago. Descorchamos el champán. Mis otras dos invi­
tadas no bebían alcohol. Simone se volvió hacia mí:
-Bueno, Claudine, usted sí que se tomará una copa
de champán con Poupette y conmigo, ¿no?
-P or supuesto -respondí con una voz pretendida­
mente firme, aunque lo cierto es que me preocupaba el
hecho de no poder aguantar su ritmo.
Después del salmón ahumado y muchas copas más,
la conversación derivó hacia el feminismo. Sentada a la
derecha de su herm ana, Héléne contó su experiencia en
el hogar de las mujeres maltratadas de Estrasburgo,
dando vivas m uestras de su entusiasmo y de su dicha por
participar en ese combate. Anne Zelenskv comentó la
necesidad de sensibilizar a las mujeres con respecto al
maltrato. Héléne abrió entonces la boca para responder.
-¡Cállate! -le ordenó bruscamente Simone.
Todas nos quedamos heladas. Héléne se arre ujo en
un rincón del sofá. El silencio se impuso. Al cabo de un
rato, y visiblemente incómoda, Anne retornó a p a ra.
La conversación derivó enseguida hacia e psicoa _
y la libertad. Puesto que el análisis liberaba la p
también debía contribuir a la liberación e as
Simone se incorporó y exclamó con ra ia.

169
E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
-Ese Lacan es un misógino. Yo lo conocí al acabar la
guerra. Sus escritos no son nada claros, y encima deni­
gran a las mujeres. No puedo tomármelo en serio. Debe­
mos desconfiar de esas cosas.
-El psicoanálisis no se limita a Lacan -repliqué yo.
Freud y Jung habían ayudado a algunos pacientes a
curarse por medio de la palabra. Simone se removió en
el sofá y le pidió a Héléne que le sirviera más champán.
-Así que las hijas del Movimiento están interesadas
en el psicoanálisis, ¿eh?
-Pues sí, Simone -respondimos todas a la vez.
Ella vació su copa de un trago y zanjó la cuestión
con rotundidad:
-E n el psicoanálisis, una empieza y no acaba nunca.
Es una droga...
Justo en ese momento, su mano fue a dar con la es­
quina de la mesa, y la copa se rompió. El alcohol empe­
zaba a causar estragos. Pero ella prosiguió:
-Después de la guerra, las mujeres estadounidenses
de clase media y acomodada, encerradas en sus casas y
en sus trabajos, se deprimían. Los psicoanalistas las
convencían de que, en realidad, esa vida fastidiosa y sin
interés bastaba para hacerlas felices. Y eso no es lo que
nosotras queremos, ¿verdad? Nosotras queremos que las
mujeres puedan elegir un oficio, el que más Ies guste, in­
cluidos los que están reservados para los hombres, ¿o
no?
Desde luego, todas estábamos de acuerdo. Aún que­
daba tanto por hacer... ¡Pero si las mujeres apenas aca­
baban de obtener permiso para llevar sus propios talo­
nes bancarios! (Una revolución que, por cierto, había
provocado la indignación de nuestros detractores.) Si­
mone ya había escrito varias páginas críticas sobre
Freud y el psicoanálisis en El segundo sexo, y ahora esta­
ba dispuesta a defender su punto de vista hasta el final.
El hecho de que su guardia personal se interesara por el
psicoanálisis la inquietaba. Simone continuó:
-El psicoanálisis nos remite a la naturaleza de la mu­
jer como esposa y como madre. Dos argumentos que,

170

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
como ustedes saben muy b.en, encerraron a la mujer en
la cocina y la condenaron a papeles subalternos durante
siglos. As. que desconfien de las derivaciones insidiosas
de esa practica, que podrían avalar la idea de una vuelta a
esa naturaleza pretendidamente femenina
Yotam bién me tomé otro sorbo de champán. La vi­
vacidad de Simone ya no me sorprendía. A sus sesenta y
ocho anos, aun tenía respuesta para todo. Yo, mal que
bien, intentaba rebatirla con sus propias armas:
-Nosotras desconfiamos tanto como usted de esa
vuelta a lo mismo. Pero es innegable que el psicoanálisis
libera por medio de la palabra. Y tal vez en algunos as­
pectos pueda ayudar a las mujeres en su camino hacia la
liberación.
Simone se encogió de hombros e hizo una mueca.
Sus hermosos ojos azules me lanzaron una mirada de
reproche:
-Usted sabe muy bien que, hoy por hoy, la mayoría
de los analistas son hombres y misóginos. Hombres que
quieren encerrar a las mujeres en su función maternal...
Así que, ¡ándense con ojo!
Héléne se iba hundiendo cada vez más en los coji­
nes, mientras me hacía señales desesperadas. Yo, por
mi parte, tenía ganas de defender mi postura, postura
que, por otro lado, compartían las demás invitadas:
— En lo tocante a la maternidad -añadí esbozando
una pálida sonrisa-, ya sabe usted lo que opino. ¡Si úni­
camente las mujeres no feministas tuvieran hijos, esta­
ríamos abocadas al desastre!...
El silencio volvió a reinar por unos instantes. Todas
temíamos que Simone fuera a montar en cólera. Pero
ella suspiró, se arrellanó en los cojines y, en un tono mas
suave, replicó:
-Estoy de acuerdo con usted en que debería haber
madres feministas. Eso contribuiría en gran
cambiar el mundo. ¡Pero hay que ser pru enf * na
mos muchos detractores, gente que tan so o P
frase ambigua nuestra para despojamos e nu
fechos. Debemos mostramos ofensivas v e a

171

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
Luego se inclinó hacia mí para pedirme otro trozo
de pastel de cerezas y concluyó:
-Se lo dije y se lo repito. Los escasos derechos que
las mujeres hemos conseguido durante estos últimos
años, a fuerza de luchar, son frágiles. Muy frágiles. Bas­
tará una nueva crisis económica, política o religiosa
para que vuelvan a ser puestos en tela de juicio. Ustedes,
Anne, Anme. y usted, Claudine, tendrán que velar, du­
rante toda su vida, para que la sociedad y los políticos
no recorten esos derechos de mala manera. Deben estar
alertas: no lo olviden nunca.
Héléne se había incorporado de nuevo. Sabía que su
hermana ya se había apaciguado y que, en el fondo, con­
fiaba en nosotras. Yo las observaba a ambas, tan cerca­
nas, tan hermosas, cada una en su estilo. En aquella co­
mida, Héléne era la única mujer casada. Ahora la veía
sonreírme, discretamente, segura de que la discusión
había llegado a un punto de acuerdo. ¿Cómo no iba a ser
así? A fin de cuentas, éramos las hijas de El segundo sexo.
Simone consultó, al poco tiempo, su reloj, con el ros­
tro crispado. Ya era casi la hora de su cita con Sartre.
Llamé a un taxi y la acompañé por la escalera, que ella
bajaba a todo correr. Los efectos del alcohol habían des­
aparecido. Luego volví a mi casa, donde me esperaban
Héléne y las otras invitadas. La menor de las Beauvoir
respiraba al fin aliviada: ahora podríamos seguir nues­
tra charla en un ambiente franco y distendido.

Pasaron los años. Simone nos recibió con un vaso de


vodka en la mano -y eso que apenas eran las doce del me­
diodía-. En 1979, Sartre ya estaba muy mal, y Simone in­
tentaba disipar la angustia con grandes dosis de alcohol.
Nada más sentarse, Héléne empezó a hablar, muy exci­
tada.
-¡Me voy a Estados Unidos, con Lionel y Claudine!
Simone escuchaba a su hermana, divertida. Después
de Japón, adonde había ido siguiendo los pasos de su
hermana, la pintora iba a conocer la dicha de descubrir
ese país.

172
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
-¡Ah, y no visitaremos los bares de Chicago, sino la
América profunda y la de las feministas!
Héléne fue comentando, una por una, las escalas del
periplo: Oklahoma, Las Vegas, California y las clínicas
de mujeres, Nueva York, donde iba a inaugurar una de
sus exposiciones, y, finalmente, Princeton, siguiendo las
huellas de Einstein y sus colegas. Simone se sobresaltó.
¿Qué diantre íbamos a hacer en Oklahoma? ¡Las vastas
planicies atravesadas por manadas de búfalos, las llanu­
ras de los territorios indios, los pozos de petróleo no le
cuadraban nada con el viaje de unos intelectuales! Tuve
que explicarle aquella parada en pleno Medio Oeste, ha­
blarle de mis amistades, de mis encuentros con los in­
dios, para los que trabajaba una amiga lingüista.
Después de Oklahoma, iríamos a conocer, sobre el
terreno, el complicado trabajo que realizaban las femi­
nistas en Los Ángeles. Héléne había sido invitada, con
todos los honores, a visitar esas clínicas a las que Simo­
ne jamás había ido. Me acordé de la proyección de la pe­
lícula sobre la anatomía de las mujeres en la que Si­
mone había cerrado los ojos. Yo le había contado la
anécdota a Héléne, tras hacerle prometer que guardaría
el secreto. Pero, tal y como me temía, ella no pudo resis­
tir la tentación de provocar a su hermana:
-Ya sabes, voy a ver esa clínica donde rodaron la pe­
lícula sobre las mujeres y su cuerpo. Me parece que la
viste, ¿no?
Yo bajé la cabeza y fijé la mirada en la moqueta mal­
va. Simone respondió con convicción:
-Sí, una película muy buena. Esas mujeres realizan
un excelente trabajo...
-Pues van a organizar una proyección exclusivamen­
te para mí, en Los Ángeles. Estoy impaciente por verla.
Simone se volvió hacia mí con los ojos muy abiertos,
incrédula:
-¿No irá usted a invitar a Lionel a esa proyección.
-No, claro que no -la tranquilicé.
Ella soltó un suspiro de alivio y le hizo prometer a
Héléne que la mantendría informada de todo.

- v:;.. • ' - . ; .. ' . ■ 173


E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
-¡Qué suerte tenéis! ¡Ira Estados Unidos!
Había mucha nostalgia en su voz. Debido a la lenta
degradación física de Sartre, Simone no podía hacer casi
ningún viaje y tenía que restringir sus desplazamientos
entre sus dos ciudades favoritas, Roma, en verano, y Pa­
rís el resto del año. La ceguera del filósofo se agravaba
por momentos. Su paso era más vacilante, su aliento
más débil, y su moral estaba por los suelos. Su mente,
antaño clara e incisiva, se estaba nublando. Y, para col­
mo, el filósofo sufría la influencia de ese joven secretario
que acosaba a Simone con su altivez y su insolencia.
Los recuerdos felices de Estados Unidos, junto a Nel-
son Algren, le parecían ahora muy lejanos. A ello se su­
maba la ignominia que todas teníamos en mente, aunque
no nos atrevíamos a hablar de ella: ese artículo hiriente
que el antiguo amante, alcohólico y arruinado, había pu­
blicado en 1972 en una revista estadounidense. En él se
había explayado acerca de su vida íntima con Simone,
contándola en términos insultantes y ariscos. Algren
comparaba a Simone con un camello,* la acusaba de ta­
cañería. Él, que se había aprovechado durante años de su
generosidad, añadía el insulto al abandono. Encima, la
revista había creído oportuno incluir, entre dos fotos de
mujeres desnudas, un retrato caricaturesco de Simone
tocada con su eterno turbante y montada en un camello
en el desierto. «Esto la ha herido profundamente -me
confió entonces Héléne-, porque yo creo que ella sigue
amando a Algren...» En el MLF, estábamos que trinába­
mos. En semejantes condiciones, ¿cómo habría podido
ella volver a la tierra de su gran amor? Cuando Simone
cenó la puerta, era obvio que envidiaba nuestra libertad
y los descubrimientos que estábamos a punto de hacer.

-Bueno, si insiste, ¡iremos a Las Vegas!


Al volante de un coche climatizado, bordeamos los
últimos an'abales de Los Ángeles, antes de internarnos

* Figuradamente, «mal bicho», aunque el insulto alude seguramente


a su afición o la bebida. (N. del T.)

174
pulsea
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
en el desierto. Lionel había respondido a mi petición
con voz exasperada. Sus recuerdos dolorosos se reaviva­
ban brutalmente. «Me Horroriza el juego. Por su culpa,
mis padres dilapidaron su fortuna y nos arruinamos.»
De repente, en medio de ninguna parte, surgiendo
de la noche, apareció la ciudad de Las Vegas. Miles de
luces rosa, ocres, azul turquesa, amarillas, iluminaban
el Strip, la famosa avenida que alberga esas salas gigan­
tescas, atestadas de hileras de máquinas tragaperras.
Sin soltar el volante, Lionel observaba aquel universo
con ostensible desconfianza. Una vez instalados en el
hotel, recorrimos las salas de las máquinas tragaperras
provistos de nickels, quarters y dimes * Lionel cogió una
monedita y la introdujo en uno de aquellos artilugios
chillones y rutilantes. Parecía asombrado de su propia
audacia. Héléne y yo lo mirábamos con ternura mien­
tras él se enfrentaba a aquel monstruo de su juven­
tud. Perdió. Perdió y se dio por vencido, pues prefería
observamos a nosotras, que lo estábamos pasando
bomba. Juntas, fuimos perdiendo céntimo tras céntimo.
Al final, Lionel no pudo más. Introdujo una de nuestras
últimas monedas de veinticinco cents en la ranura de un
bandido manco. Armando un estrépito de mil demo­
nios, los dólares empezaron a caer en cascada hasta re­
verter y expandirse por el suelo. ¡Lionel había ganado el
jackpotl
-¡Y ahora, se acabó! Os voy a invitar a cenar. ¡Y ya
no se juega más!
Lionel nos llevó a un restaurante cuyo decorado de
cartón piedra imitaba el esplendor fastuoso de un pala­
cio egipcio. Pidió vino francés. Mientras degustaba el
burdeos, Héléne exclamó:
-¡Bueno, Lionel! Confiéselo, ¿a que usted también se
ha divertido?
Él posó su vaso, con los ojos centelleantes de malicia.
-Sí, Héléne, lo reconozco... ¡Pero no me he jugado
nuestra casa de Goxwiller! ¡Y usted puede seguir com­

* Monedas de céntimos de dólar estadounidenses. (N. dtl T.)

175
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
prando lienzos! De lodos modos, no cjuiero Quedarme
mucho tiempo aquí. ¡Mañana nos vamos a Oklahoma!
-sentenció.
Y luego pagó la cuenta con lo que había ganado.

¿Por qué a Oklahoma? Hélene recordaba encantada


lo asombrada que se había quedado Simone antes de
nuestra partida. Ahora era ella la que iba a descubrir la
América profunda. El avión aterrizó por fin en Oklaho-
ma City. Tras salir del aeropuerto, tomamos la carretera
que atravesaba las extensas llanuras. Por todas partes se
veían pozos de petróleo y el movimiento silencioso de
las máquinas que perforaban incansablemente el suelo
para extraer su oro negro. Allí nadie les prestaba aten­
ción: formaban parte del paisaje.
Oklahoma -en indio Choctaw, «los pieles rojas»-fue,
entre 1834 y 1889, «territorio indio». Por toda América,
los blancos fueron expulsando a los indígenas y obligán­
doles a exiliarse a esa tierra, cuando todavía ignoraban
que sus entrañas rebosaban petróleo. Los indios reco­
rrieron miles de kilómetros por caminos polvorientos y
caóticos, rebautizados como «los senderos de las lágri­
mas». Sin recursos, perdidos y desesperados, muchos
de ellos murieron antes de llegar a Oklahoma.
Cecelia, mi amiga de la juventud, nos recibió en el
umbral de su casa de madera rodeada de cactos. Su
compañero, un estadounidense del Medio Oeste con
sombrero de cow-boy, estaba dando clases en la univer­
sidad y elaborando, con una tribu, un compendio léxico
de una de las lenguas indias. Dado que éstas se transmi­
tían únicamente por tradición oral, los jóvenes de esa
tribu hablaban mejor el inglés que la lengua de sus ante­
pasados. Cuando sus abuelos morían, toda una memo­
ria y toda una cultura desaparecían con ellos. Lionel, un
apasionado de la historia de las civilizaciones, escucha­
ba con suma atención a Cecelia mientras ésta nos anun­
ciaba el programa:
-El domingo os llevaremos a una fiesta india, a la
que nos han invitado de manera excepcional. No habrá

176

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
ningún turista en ella. Lo cual es un signo de confianza
por su pane.
Héléne estaba encantada ante la idea de aquella
aventura en la Amenca ancestral. ¡Cuánto le habría gus
tado a Simone! Oklahoma, con sus resecas de petróleo
no se parecía, en absoluto, al agujero perdido que ella
imaginaba desde Europa. Nos sentamos en la veranda
para disfrutar de los paisajes desmesurados y de la cal­
ma de la naturaleza. Enseguida nos pusimos a hablar de
arte y, en especial, de una pintora estadounidense lla­
mada Glenda Green, que había logrado crear una obra
original y reconocida. Sus cuadros recordaban a los de
algunos surrealistas, sobre todo a los de Dalí, y estaban
reproducidos en afiches por todo el país.
-Qué suerte tienen las pintoras estadounidenses
-comentó Héléne—. ¡Aquí se las ve, se las expone!
-Sí -respondió Cecelia-. Las estadounidenses llevan
años luchando para que la labor creadora de las mujeres
sea reconocida en todos los ámbitos artísticos. ¡Ésa es
una batalla importante e indispensable! Y vosotras, en
el MLF, ¿qué hacéis?
Tuve que reconocer que nosotras habíamos con­
centrado nuestros esfuerzos en resolver situaciones de
emergencia. El arte no era una de nuestras prioridades.
Pensé en las exposiciones que Héléne ya había realizado
por el mundo. Además, nuestro viaje debía concluir con
una retrospectiva de sus obras en la Ward Nasse Gallery,
muy cerca de Washington Square, en Nueva York. En
1974, ya había despertado mucho entusiasmo en ese lu­
gar. Ahora, iba a exponer allí sus cuadros feministas v
ecologistas. Nueva York, Tokio, Bruselas, Lausana,
Roma, Milán, Amsterdam, Boston, México, La Haya, Es­
trasburgo, Praga y París en 1978; en los últimos iez
años, la carrera de Héléne había confirma o su ímen
sión internacional, pero eso, al parecer, no a sa is
del todo. ' . jp
Sentada en el sillón de cuero lejano, con lo s £
Cecelia en las rodillas, Héléne seguía hablando d
9ue la tocaba más de cerca:

177
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
-¡Fijaos en la notoriedad que ha alcanzado Georgia
O'Keeffe en Estados Unidos! Desde luego, se la merece,
porque su trabajo es magnífico. Pero lo cierto es que
cuenta con el apoyo de un galerista de Nueva York, re­
putado y audaz, que la ha elevado al rango de artista fa­
mosa en el plano internacional. Hay decenas de museos
consagrados a los hombres, pero ¿cuántos existen de ar­
tistas mujeres? Pensad en los museos Picasso, Matisse,
Chagall y tantos otros, y luego decidme: ¿Recordáis uno
solo en Francia consagrado a la obra de una mujer? Ni
Berthe Morisot, ni Rosa Bonheur, ni Mary Cassatt, ni
Elisabeth Vigée-Lebrun tienen un museo particular.
Sus cuadros lo merecen, ¡pero nadie piensa en ellos! Por
eso yacen relegados en un rincón, aplastados bajo la
masa de las obras masculinas.
-Las feministas de Estados Unidos -apuntó Cecelia-
llevan denunciando esta situación desde 1970. Estoy se­
gura de que las cosas van a mejorar.
Ninguna de nosotras podía imaginar entonces que
Georgia O’Keeffe, muchas de cuyas obras evocan el sud­
oeste estadounidense, llegaría a tener un museo propio
en Santa Fe. También en Washington está ya abierto el
museo de las obras de las mujeres, y se está construyen­
do otro en San Francisco. En Francia, aún hoy, a princi­
pios del siglo xxi, ninguna mujer ha recibido ese honor.
A pesar de sus ochocientos cuadros -entre los que se
cuentan muchas obras maestras-, Élisabeth Vigée-Le­
brun permanece en la sombra; el museo Rodin, que al­
berga varias esculturas bellísimas de Camille Claudel,
lleva, como se ve, el nombre del escultor. La escultora
no sólo fue encerrada en un asilo de alienados mentales
durante el resto de su vida, a fin de no perturbar a su fa­
milia, tan preocupada siempre por la respetabilidad,
sino que, incluso hoy, debe hacer frente al olvido, ya que
nadie parece dispuesto a rebautizar ese lugar, llamán­
dolo, sencillamente, «Museo Rodin-Claudel».*2

2. En 1914, en un intercambio epistolar entre Mathias Morhardt (pii-


mer biógrafo de Camille Claudel, en 1898) y Auguste Rodin, éste dio, en

178
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
-Lo que me parece dramático -exclamó Héléne- es
la banalizacion de esta situación.
-Cuando evidenciamos esta injusticia, nos tachan de
estar celosas del éxito de los hombres. Y siempre hav al­
gún crítico de arte avisado, dispuesto a declarar en la
prensa que la obra de esas mujeres no llega a alcanzar
la calidad emotiva y técnica de la de los hombres Un
discurso insoportablemente condescendiente que, en mi
opinión, no deberíamos tolerar más, incluidas las com­
positoras de música y las escultoras.

El domingo siguiente, escoltadas por Cecelia y su


compañero, acudimos a la fiesta india. Después de tran­
sitar por una larga carretera envuelta en una polvareda
constante, llegamos cerca de un campamento que for­
maba una suerte de depresión, en medio de la llanura
barrida por el viento y aplastada por el cielo azul. Varios
indios vestidos con pantalones vaqueros y botas estaban
llegando a la p ar que nosotros, y también en coche.
Lentamente, a pasitos cortos, los danzarines avanza­
ban uno tras otro, al ritmo de los tamboriles y al son de
las voces roncas. Podían cantar así durante horas. El he­
cho de form ar parte del coro era un gran honor para
ellos. Toda la ceremonia giraba alrededor del don y del
homenaje recíprocos. Las mujeres regalaban chales teji­
dos con esmero a aquellas personas, hombres y muje­
res, a las que querían testimoniar su estima y su amis­
tad. Cecelia recibió uno.

incipio, su aprobación para acoger algunas esculturas uc w n


L «A ello habría que añadir algunos edificios, tanto para ella como para
í. Pero sea cual sea la proporción y si la cosa llega a acabarse, e a ten ra
i lugar»
ngar» (pp. 252-253). En 1916, Rodin dona su ob obra
ra\v sus bienes a^Estja­
Acaba de sufrir otro derrame cerebral. Como no dejó estipu a o es
>eo en su testam ento, el m usco Rodin abrió sus puertas en ’
petar su anhelo. Habría que esperar a la gran retrospec na c
Camille Claudel que el m useo organizaría en 1984 para q ie
™ una sala permanente. Extrnc.o
:s Cassar, París, M aisonneuve et Larose, 19 ,
able permiso de Jeanne Fayard. io<io fSltielT .)
* Véase: Camille Claudel. A. Delbée. Circe. Barcelona. 1989. (N. Mi
Cuando ya estábamos a punto de abandonar la asam­
blea, un anciano nos llamó. Llevaba el ojo izquierdo cu­
bierto con una venda y el brazo derecho plegado en ca­
bestrillo, sostenido por un fular. El hombre nos preguntó
con dulzura:
-¿Son ustedes franceses?
El hombre tendió su brazo sano hacia nosotros y,
con ojos húmedos, murmuró:
-Soy uno de los soldados estadounidenses que liberó
Francia.
Estupefactos y conmovidos, oímos cómo aquel an­
ciano nos contaba sus recuerdos: los combates contra
los alemanes, el júbilo de la Liberación y, sobre todo, las
mujeres francesas regalándole flores y tirándole besos.
-Los días de la liberación de su país se cuentan entre
los más hermosos de mi vida. La gente era tan cariñosa
conmigo... Jamás lo olvidaré.
Los indios habían servido en la aviación estadouni­
dense, a causa de su penetrante vista y su excepcional
sangre fría. Otros habían sido utilizados por la Marina
como vigilantes costeros, aislados en las junglas del Pa­
cífico durante meses. Algunos, debido a la rareza y a la
complejidad de su lengua, habían actuado como radio
operadores, a fin de proteger los intercambios de infor­
mación entre las unidades terrestres y las marítimas.
Otros, en fin, como el que teníamos enfrente, habían lu­
chado en las Ardenas durante el contraataque alemán
de diciembre de 1944. Oklahoma nos había reconduci­
do a Francia.

Las persianas de aquella salita de reuniones que


daba al Crenshaw Boulevard de Los Ángeles estaban ba­
jadas. Héléne se había sentado en primera fila, al lado
de Carol Downer. Yo estaba detrás de ella, mientras Lio-
nel, al que le habían prohibido ver la proyección, nos
aguardaba en la sala de espera, charlando con las em­
pleadas, haciendo preguntas sobre el funcionamiento
de la clínica, maravillado de su sentido común y de su
desenvoltura ante la falta de medios. Todo le divertía.

180

E sca ne ad o C am S ca nn er
.Ésta es una buena experiencia para él -m e dijo Héléne
en confianza-. ¡Así entenderá mejor mi apoyo a la causa
feminista!* <
El «cuñadito*,* el «burgués* tantas veces denigrado
poi Sartre \ por Simone, estaba dando m uestras de una
comprensión y de una apertura mental hacia la causa de
las mujeres excepcionales para un hombre de su genera­
ción. Al acabar la proyección, Héléne exclamó: «¡Bueno,
pues yo no he c en ad o los ojos! ¡Es lina película extraor­
dinaria que deberían ver todas las mujeres al menos una
vez en su vida! Y así se lo diré a Simone.»
Carol Downer le contó entonces su gira por las pe­
queñas ciudades estadounidenses. Carol había recorri­
do, durante meses, el país, mostrando ese documento a
miles de mujeres. Con absoluta seriedad, nos dijo: «No­
sotras, como Mao Tse-tung, también hemos hecho nues­
tra “larga m archa”.»
Antes de finalizar la estancia, Héléne regaló uno de
sus cuadros a la clínica de Los Ángeles: el cuerpo de una
mujer desnuda, en tonos azul y verde pastel. Carol man­
dó colgarlo en la sala de espera de las pacientes, frente a
la ventana que daba al bulevar, para que todo el mundo
pudiera adm irarlo.
-Adelante con la lucha -dijo Héléne al despedirse-.
Su actividad es la vanguardia. Las mujeres de los demás
continentes necesitan seguir su ejemplo.
Carol le comentó que se estaban abriendo clínicas en
Estados Unidos, pero que aún faltaba todo por hacer.
En caso de que Ronald Reagan saliera elegido presiden­
te, había que esperarse lo peor: las estadounidenses ne­
cesitarían, a su vez, el apoyo internacional. Héléne le
prometió hablar de ello con Simone.

La noche caía sobre Nueva York. Los rascacielos em­


pezaban a iluminarse. Las sirenas de las ambulancias
henchían la ciudad con su estridencia. El barrio del Vi-

* Beau-frére: el «hermano bonito», habría que entender aquí, proba­


blemente, en sentido despectivo. (N. del T.)

181
E sca n e a d o c o n C am Scanne
llage, próximo a Washington Square. rebosaba de tran­
seúntes descamisados, universitarios, intelectuales sin
un céntimo, bohemios de los años de Vietnam.
En la galería Ward Nasse ya no cabía un alma. Lu­
ciendo un vestido fino y ceñido, Héléne no paraba de re­
cibir a los invitados en la inauguración de sus cuadros
más recientes. Aquélla era su segunda exposición en Es­
tados Unidos, y feministas de toda la costa habían ido a
saludarla. Uno por uno, iban comentando todos los cua­
dros, algunos de los cuales denunciaban la opresión que
sufrían las mujeres: «No sabíamos que existiera una
obra así en Europa. Es un testimonio formidable, ¡y en­
cima pintado por la hermana de Simone! ¡Lo cual le da
aún más prestigio y brillo!»
De pie entre los invitados, Lionel saludaba a las mili­
tantes con amabilidad.
-E stás contento por Héléne, ¿verdad?
-C ontento y orgulloso -m e dijo con una sonrisa be­
névola.
Él sabía cuánto había sufrido su mujer a causa de la
fama de su hermana. Esa noche, Héléne estaba reci­
biendo la aprobación artística y política de las feminis­
tas que tanto admiraban a Simone. Los flashes de los fo­
tógrafos crepitaban. Y yo era consciente de lo mucho
que estaba disfrutando Héléne al sentirse al fin recono­
cida, también ella, por su compromiso.
Las escasas llamadas telefónicas que habían inter­
cambiado las dos hermanas no presagiaban nada bue­
no: Simone y Sartre estaban de vacaciones en Roma y la
salud del filósofo empeoraba. Pero esa noche, en Nueva
York, el champán burbujeaba en las copas y los invita­
dos no paraban de comprar cuadros. Aunque Sartre es­
taba viviendo su último otoño y Simone un pesar enor­
me, Héléne quería disfrutar, por un momento, de la vida
y del éxito que ésta le reportaba.
Después de la inauguración, Héléne y Lionel me
acompañaron a las tierras de mi juventud, a Princeton
Acurrucada entre los árboles, a sesenta kilómetros al

182
E sca n e a d o c o n C am Scanns
sur de Nueva York, la pequeña ciudad floreciente, con
sus viejas mansiones de columnatas, evocaba el encanto
de las ciudades del sur de Estados Unidos. Princeton al­
berga una de las universidades más renombradas del
país, así como el prestigioso instituto de Estudios Avan­
zados. Dirigido antaño por Roben Oppenheimer el ins­
tituto fue erigido en medio de los árboles, de los céspe­
des y de los estanques. El mundillo de los científicos -y
en especial el de los matemáticos- intrigaba a Héléne y
a Lionel. Sartre y Simone se codeaban poco con ellos.
-Y, sin embargo, Claudine —me dijo en varias ocasio­
nes Héléne-, Simone está muy interesada en su familia,
y la respeta mucho. Los matemáticos también son crea­
dores.
-Sí, pero unos creadores cuyas obras nadie puede
leer. Me resulta muy extraño y frustrante no poder com­
prender las obras que publicó mi padre. Ningún diccio­
nario podría ayudarme: moriré sin haber entendido ni
una sola palabra de su trabajo.
La sombra de Albert Einstein planeaba sobre aque­
llos lugares; la calle en la que yo había vivido con mis pa­
dres de joven llevaba su nombre. Estaba situada a unos
cientos de metros de su antigua casa, en Mercer Street.
Einstein no quería que se convirtiera en un museo, ni
que ninguna placa recordara a su ilustre residente. Hélé­
ne y Lionel me pidieron que les ayudara a conocer ese
mundillo, tan diferente al de los literatos: «Simone dio
conferencias en muchas universidades estadounidenses,
conoció a varios intelectuales, pero no a los que están en
el origen de las ciencias y de las técnicas de este siglo. Es­
tamos impacientes por descubrir el mundo de su juven­
tud, Claudine.»
La verdad era que allí me sentía como en casa, n
tramos en la sala de profesores del instituto. El matemá­
tico Armand Borel y su esposa Gaby nos estaban espe­
rando. Borel, un hombre culto y educado, e origen
suizo, había empezado su carrera científica a mismo
tiempo que mi padre. Los dos habían p u b ° teore
roas y habían sido miembros del grupo Bour a •

' 183
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
Héléne estaba deseando hacerle una pregunta:
-¿Hay mujeres matemáticas?
-Muy pocas -respondió Borel-, y tan sólo las conoz­
co de oídas. Pero, desde 1968, cada vez se ven más en ios
coloquios internacionales. Así que es una situación que,
seguramente, irá mejorando.3
-Aún queda mucho por hacer-com entó Héléne.
-Sí, pero estamos avanzando. Aunque llevará tiempo.
-Héléne, cuando veo el camino que, en muy pocos
años, hemos recorrido en Francia, me siento esperanza­
da. Las estadounidenses van por delante de nosotras en
el ámbito de la creación y del arte, es cierto. Su ejemplo
en ese terreno nos está ayudando y, tarde o temprano,
tendrá repercusiones en Europa.
-Sí, pero la situación sigue estancada, Claudine. Pien­
so en su madre, profesora y química, y en los obstáculos
que tuvo que vencer para hacerse valer en el mundillo
científico de la posguerra. Tuvo que luchar mucho para
ocupar un puesto de responsabilidad. Yo ya no soy joven y
me gustaría ver, antes de morir, que las matemáticas y las
artistas son reconocidas mundialmente.

El sol entraba a raudales en el piso de Simone cuando


me senté en el sillón que había enfrente de los divanes
amarillos y la máscara egipcia. Simone me pidió que sir­
viera dos vodkas: uno para ella y otro para mí. Era medio­
día, y lo último que me apetecía era una copa de alcohol,
pero sabía que a ella le gustaba que la acompañasen
cuando bebía; así que, resignada, le di unos traguitos a
aquel brebaje amargo y translúcido, mientras ella lo en­
gullía de un trago. Entonces recuperó toda su vivacidad:

3. Como, en efecto, ocurre hoy. Cada vez hay más matemáticas dando
clases en las universidades y ocupando puestos de prestigio. Armand Bo­
rel siempre reconoció las cualidades profesionales de sus colegas muje­
res. Sin embargo, en ese campo, los prejuicios eran muy fuertes, incluso
después de la guerra. Quizá el siglo xxi llegue a ver cómo algunos grandes
nombres de mujeres matemáticas alcanzan la celebridad. Ninguna, em­
pero, ha recibido aún la medalla Fields, considerada como el premio No­
bel de Matemáticas.

184

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
-Poupette me ha contado su viaie a Fctori^ ir • i
U s feministas de California que trabajan en las clíñfcTs
son muy valientes. « «micas
-Si. tienen mucho coraje. Simone. porque viven baio
la amenaza constante de atentados o de agresiones fís“
cas. Muchas de ellas tienen miedo por sus hijos. La visi­
ta de Helene Ies devolvió el ánimo. Quedaron impresio-
nadas por su energía. ^
Es cierto, mi herm ana ha vuelto llena de entusias­
mo. Me alegro mucho por ella, aunque...
Simone me hizo señas para que le sirviera otra copa,
y yo obedecí.
-¿Aunque...?
Su voz no era tan firme:
-Bueno, ya sabe, es duro ser la hermana de alguien
conocido, porque siempre eres presa de las humillacio­
nes y de los celos. La relación con los demás a veces está
imbuida de ambigüedades. Poupette es más frágil de lo
que aparenta. A veces me inquieto por ella. Ya sé que
Lionel está a su lado, pero Poupette necesita que se ocu­
pen de ella, que la protejan.
Luego suspiró:
-Un día de estos, me iré...
Yo bajé la vista y murmuré algo que se me hizo evi­
dente:
-Pero yo estaré ahí, Simone.
Lentamente, fui levantando la vista hasta toparme
con su mirada. Sus ojos estaban cubiertos de lágrimas.
El silencio duró unos instantes nada más, pero a mí se
me hicieron interminables. Después, con una voz casi
inaudible, cambió de tema. . ,
-Bueno, hábleme del trabajo que están acien o
esas mujeres... _
Aquel día me marché de la casa de Simone c
cionada. Las palabras que acababa d e pronunciar
ella resonaban en mi interior como un juramen o.

Al otro lado del teléfono, Simone ue to-


Tgüenzaí», repetía Héléne con rabia. Al g Q

185

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
das nosotras» se sentía impotente ante la traición que
había sufrido Sartre.
Un abril de 1980, Pierre Víctor, su secretario, había
hecho publicar en Le Nouvel Observateur una entrevista
en la que empujaba al filósofo a renegar de los princi­
pios del existencialismo. Sartre, al límite de sus fuerzas,
ya no 6,-3 más que un anciano ciego y disminuido. Su
mente, antaño tan alerta, estaba ahora confusa. Incita­
do y engañado por aquel jovenzuelo tan pagado de sí
mismo, el filósofo negaba su teoría de la libertad en aras
de una doctrina teñida de espiritualidad v de influencias
religiosas. Sin ser consciente de ello, se estaba traicio­
nando a sí mismo. Aquello era un suicidio intelectual.
Simone intentó impedir que saliera el artículo. En
vano. El mundillo intelectual francés e internacional
leía las palabras de Sartre con estupor. La liviandad del
tono de su secretario escandalizaba a la gente: Pierre
Víctor tuteaba a Sartre, cuando el filósofo siempre ha­
bía tratado de usted a sus más allegados, incluyendo a
su querida Castor. Tanto yo como las demás hijas del
MLF, estábamos indignadas y descorazonadas. Cuando
le manifesté mi apoyo a Simone, ella se echó a llorar de­
lante de mí.

Ya era de noche en Goxwiller. Héléne corrió a coger


el teléfono y oyó la voz entrecortada de su hermana. Si­
mone casi no podía ni respirar. Hablaba aun más rápido
que de costumbre: «Sartre está en el hospital... ¡Esta vez
es el fin!» Y luego rompió a llorar. Al día siguiente, Hélé­
ne se instalaba en mi casa, sin saber que estaría allí seis
semanas. Juntas, íbamos a vivir un luto y a pasar por
unas pruebas que nos unirían para siempre. La prima­
vera del mes de abril de 1980 quedaría grabada en nues­
tra memoria como el final de una época, la de la espe­
ranza en un mundo mejor.
Los últimos años del periodo presidencial de Valéry
Giscard d’Estaing* habían sido difíciles. El periódico Li-

* En Francia, el período presidencial dura siete años. (N. del T.)

186
E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
bérutw* « h u n d ía a consecuencia de una serie de pro-
c e ^ por difamación, y las condenas llovían. Simone
ayudaba económicamente a Sartre. porque algunas de
las amantes, antiguas y actuales, del escritor recibían
una pensión mensual. Helene me confirmó el rum or en
realidad, era Simone quien se hacía cargo de esos gas­
tos, los cuales a final de cada mes, alcanzaban unas su-
mas considerables.
Cada vez que yo me quejaba de esa penosa situación
Héléne me respondía invariablemente: «¡Es que Simone
ama tanto a Sartie! No puede estar sin él. A veces hasta
he deseado que se vayan juntos. Pero mucho me temo
-añadió tristem ente- que ése no va a ser el caso.»
A unos centenares de metros de mi piso, en una ha­
bitación del hospital Broussais, el «hombrecillo» lucha­
ba contra la muerte. Su edema pulmonar se había agra­
vado. Simone y Arlette se turnaban junto a su lecho, la
compañera de siempre y la joven a la que él había adop­
tado, aunque sin bajar la guardia. Nosotras, las del MLF,
estábamos de parte de Simone: cincuenta años de amor,
de escritura, de complicidad y de lucha por la libertad
no podían ser borrados de un plumazo. La pena de Si­
mone era la nuestra. Héléne me contó las humillaciones
y los sarcasmos que le infligía a su hermana la gente del
entorno de Sartre. Muchos le hacían sentir que no era
más que una «vieja». Simone había denunciado antaño
la suerte que corrían los ancianos. Ahora, por una sin­
gular ironía del destino, ella misma estaba viviendo esa
triste condición.
El 16 de abril de 1980, por la mañana, Simone entró
en la sofocante habitación de su compañero, que, senta­
do en un sillón, se quejaba del exceso de calefacción. E
le agarró la mano y murmuró: «La amo tanto, mi peque
ho Castor...»4 Simone comprendió que Sartre se esta a
despidiendo de ella y, acercando sus labios a los suyos,

4. Simone de Beauvoir, U C M m o n ie A d ié ,v e
qvbc Jean-PaulSartre [La ceremonia del adiós, seguí o
Jean-Paui Sartre], Gallimard. París, 1981, p. 155.

187
le dio un beso. Luego oyó pasos en el pasillo y se dio
cuenta de que era la hora de cederle el sitio a su rival: es­
taba llegando Arlette. A ella le habría gustado quedarse
junto a él, simplemente para verlo vivir un poco más.
Pero hasta eso le estaba vedado. Tras mirarlo por última
vez, Simone se marchó del hospital sin decir nada y em­
prendió el regreso a la calle Schoelcher.
El trayecto se le hizo interminable. Ya en su piso, se
puso a contemplar el ocaso que empezaba a caer sobre
París. Sonó el teléfono. Sartre ya no volvería a ver la luz
de la calle Schoelcher ni la de Montpamasse. Su compa­
ñero se había extinguido nada más marcharse ella. Si­
mone no había podido cerrarle los ojos, y se deshizo en
lágrimas. Pero ya era hora de marcharse, para velar su
cuerpo. Sylvie, Claude Lanzmann y unos cuantos ami­
gos de Les Temps modemes la acompañaron. Muy pron­
to, el mundo entero sabría la noticia.
Al día siguiente, por la mañana, Héléne encendió la
radio: «Era un gran filósofo...» Héléne se arrojó a mis
brazos: «Llevo toda la vida -me dijo- temiendo oír la no­
ticia de la muerte de Simone o de Sartre en la radio.» Y,
con los ojos enrojecidos, añadió: «Pero ¿por qué, por
qué no me ha llamado?»

A lo largo de la avenida del Général-Leclerc, los titu­


lares de los periódicos expuestos en los mostradores de
los quioscos retomaban la noticia. Asida a mí, Héléne
murmuraba: «Pobre Simone, pobre Simone...» Por fin
llegamos a su edificio. Varios fotógrafos se acercaron a
Héléne, que los ignoró. Llamamos al timbre. Nadie res­
pondió. Héléne sollozaba: «Pero ¿dónde estará?...»
Nos llegamos a la plaza Denfert-Rochereau, bajo las
miradas de los periodistas. A Héléne, con sus setenta
años a cuestas, su traje sastre negro y sus medias de
luto, daba lástima verla. Destrozada por la pena, se me­
tió en una cabina telefónica y consiguió hablar con
Claude Lanzmann, quien le dijo que Simone se había re­
fugiado en su casa:
-¿Puedo ir a verla?

188

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
-Ahora está durmiendo, se pasó toda la noche velan­
do a Sartre... Hay que dejarla dormir. V an
-Sí, por supuesto...
Con suma timidez, casi dudando a causa de la an-
gustia, le suplico: díl
-Cuando despierte, ¿podría decirle que me llame a
casa de Claudine?
-Sí, Héléne...
No podíamos hacer otra cosa que emprender el ca­
mino de regreso. Pasar por la misma avenida, los mis­
mos quioscos. Al llegar a casa, en la calle d’Alésia, nos
pusimos a escuchar de nuevo las noticias. En todas las
emisoras se oía el mismo concierto de elogios, las mis­
mas frases melosas. Aquellos que, años atrás, habían
pronunciado palabras cargadas de odio contra Sartre,
empleaban ahora otro tono. A pesar de su tristeza, Hélé­
ne dio rienda suelta a su ira: «¡Es increíble! ¡Esa gente es
la misma que antes se despachaba insultándolo, calum­
niándolo con sus venenosos artículos cuando él estaba
vivo! ¡Y ahora mire!»
Aquello era realmente indignante. Por suerte, algu­
nos amigos de Héléne y algunas mujeres del MLF llama­
ron para reconfortarla, al menos cuanto podían. Al cabo
de un rato, Héléne escuchó, al fin, la voz de Simone en
el teléfono.
-¿Por qué no me llamaste? -le preguntó.
-Lo hice, llevo tu número conmigo. Pero nadie res­
pondía...
En el fondo, yo sabía que Simone había preferido
quedarse con ese clan que ella había elegido y formado
a lo largo de los años. Héléne, que llevaba treinta años
fuera de París, ocupaba un lugar aparte en ese círculo
privilegiado. Aun así, ella consideraba que los amigos de
Simone también eran los suyos, y sus sentimientos ha­
cia ellos -estoy segura- eran desinteresados. En cambio,
tenía mis dudas acerca de si esa simpatía era r e c í p i oca.
Las dos hermanas se citaron en casa de Simone. au
de Lanzmann, Jacques-Laurent Bosty la hija adoptiva e
Sartre estaban haciendo los preparativos para e en ie

189

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
rro. Héléne me pidió que fuera con ella a casa de su her­
mana, para hablar del tema del cortejo fúnebre y del ser­
vicio del mantenimiento del orden. Por el camino, me iba
imaginando la inmensa pena de Simone, porque sabía
cuánto había temido durante toda su vida ese momento.
No se me ocurría nada que decirle. Toqué el timbre.
La puerta se abrió. Por primera vez, no fue Simone
quien me recibió en el umbral, sino Héléne. Al entrar, vi
a Simone sentada en su sofá amarillo. Sus profundas
ojeras evidenciaban que había llorado, pero los rasgos
de su cara parecían distendidos. Junto a ella, una pila de
telegramas y de cartas provenientes de todo el mundo.
Con una débil sonrisa, me invitó a sentarme en el diván
malva, frente a ella, como de costumbre. Simone habló
poco. Su voz era suave, tranquila -sin duda, como me
dijo Héléne más tarde, a causa de los efectos de algún
tranquilizante-, pero su mirada seguía ahí.
-¿Ha previsto usted algún servicio de mantenimien­
to del orden para el entierro?
-Me he negado a aceptar la propuesta de la prefectu­
ra -m e respondió-. Sería una provocación poner poli­
cías a lo largo del cortejo. Estaba dispuesta a aceptar el
ofrecimiento sólo para el cementerio, pero ellos me res­
pondieron que o era para todo el entierro o nada.
Héléne y yo estábamos aterradas. Eso significaba za­
rándeos y riesgos de sofoco y de ahogo. Tuve que recor­
darle a Simone que habría una multitud considerable.
Debíamos prever su seguridad e intentar por todos los
medios que Sartre tuviera un entierro digno. Héléne me
dejaba intervenir sin decir palabra, limitándose a asen­
tir con la cabeza. ¿Tendría miedo de la reacción de su
hermana? Insistí:
-Si usted está de acuerdo, las hijas del MLF se colo­
carán alrededor del coche fúnebre. Debemos protegerla,
Simone, nunca se sabe lo que puede ocurrir.
-Bueno, si usted lo cree necesario...
El entierro me preocupaba. La multitud, que cada día
parecía que sería mayor, ¿se comportaría dignamente?
Nuestras tensas relaciones con el poder hacían presagiar

190

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
1o t* ° r- Adem^ 5' Simone debía afrontar la presencia de
Arletle. que ahora representaba a la fam.l' ^ i i c d
Aunque los mensajes que llegaban de todo ef S 7 '
designaban a Simone como la auténtica mmn ■'"“ í
«■“>t í *«*Kk ;
dría que ir en el coche fúnebre con Arlette. Svlvie v Helé
ne. Es decir, tendna dos mujeres fieles a su lado para pro-’
tegerla y reconfortarla. Porque yo, finalmente preferí
eclipsarme y dejar a las dos hermanas a solas
Había otra pregunta en el aire. ¿Vendría Lionel a las
exequias? El antiguo alumno de Sartre dedicaba parte
de su tiempo de ocio a llevar a algún grupo de turistas
amantes del arte a Grecia, para compartir con ellos su
pasión por la historia de las civilizaciones. Cuando lla­
mó desde Delios, su decisión no admitió réplica; no po­
día abandonar a su grupo para asistir al entierro. Vi
cómo Héléne se ponía pálida al oír su respuesta. Luego,
Lionel me pidió por teléfono que cuidara de su esposa.
Aparte del problema del servicio de mantenimiento del
orden y del jaleo de la multitud, otra prueba más nos
aguardaba a la mañana siguiente. La noche duró poco y
estuvo cargada de temores: «¿Crees que Simone lo so­
portará?», me preguntó Héléne al apagar la luz. Yo le
respondí que sí, que ella siempre había sido valiente.
Pero, en la penumbra, la duda se apoderó de mí.

Delante del hospital Broussais, la multitud nos impe­


día el paso. Después de varios intentos infructuosos, Hé­
léne consiguió al fin hacerse camino hasta la entrada del
edificio. En el silencio de la habitación donde yacía
el ataúd, dos clanes se ignoraban mutuamente. Arlette y
Pierre Víctor, la joven generación que tanto subimiento
le había causado a Simone, estaban frente a nosotras,
filósofo se había extinguido justo unos días despu s e
aquella pseudoentrevista que desvirtuaba su pensamien
to y traicionaba el sentido mismo de su existencia.
Héléne se dirigió hacia su hermana. Sentada en u
siha, con la espalda encorvada y los ojos enrojecí os,
mone estrujaba el pañuelo que llevaba en la mano.

191

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
ne la besó, le puso la mano en el hombro y luego la rodeó
con sus brazos. Dos gigantescos ramos de flores enviados
por el diario Libération y la editorial Gallimard enmarca­
ban el ataúd. Yo salí para unirme a las «hijas» del Movi­
miento. Cientos de personas llegaban sin parar, hombres
y mujeres de todas las edades y de todas las clases socia­
les, periodistas del mundo entero. Las coronas de flores
se iban amontonando. De repente, la puerta se abrió en
medio de un barullo indescriptible, y apareció el cortejo.
En unos segundos, rodeamos el coche fúnebre. Varios es­
tudiantes vinieron a echarnos una mano, formando una
cadena hum ana para evitar las avalanchas de gente.
Sentada al fondo del coche ametrallado por los fotó­
grafos, en medio de Sylvie y de Héléne, iba Simone. Hélé-
ne se había interpuesto entre Arlette y su hermana, para
evitar que ésta fuera al lado de su joven rival. Héléne posó
la mano sobre el brazo de Simone. El coche quedó su­
mergido enseguida por la riada de la multitud. Todas las
generaciones estaban presentes, la de la guerra de Arge­
lia, la de 1968 y también la de la Segunda Guerra Mun­
dial. El cortejo se encaminó hacia el cementerio de Mont-
pamasse. Los pisos de Sartre y de Simone quedaban
justo enfrente. En cierto modo, aquel día, el filósofo no
iba a hacer otra cosa que cruzar la calle.
Simone veía desfilar los lugares, los testigos felices
de su vida: el piso del bulevar Raspad, los cafés de su ju­
ventud, la Rotonda encima de la cual habían nacido ella
y Poupette, Le Dome y, en fin, La Coupole, donde solían
ir a comer. A su paso, los camareros y los maitres salie­
ron de la cervecería y formaron una guardia de honor,
con sus servilletas blancas dobladas en el brazo izquier­
do. Simone los observaba emocionada, con lágrimas en
los ojos: «Éste es justo el entierro que a Sartre le habría
gustado tener», le dijo a su hermana.
Alrededor del coche fúnebre, las hijas del Movimien­
to formaban una cadena que a duras penas contenía la
presión de la muchedumbre creciente. A través del cris­
tal, distinguí a Simone y a Héléne en la penumbra del
coche. Su malestar frente a la excitación de los fotógra­

192

E sca ne ad o Cam Scanne


fos nos incitaba a mantenemos firmes. Entonces se ovó
un clamor. La entrada del cementerio estaba bloqueada
El cortejo se detuvo y, luego, poco a poco, consiguió lle­
gar a la tumba, en medio de una marea humana indes­
criptible. Los periodistas y los mirones se encaramaban
a las sepulturas, invadiendo las alamedas y escalando
los muros.
En medio de la barahúnda, Simone, Héléne, Sylvie y
Arlette pusieron pie en tierra. Pisoteada por los fotógra­
fos, más de una vez estuve a punto de gritar. Dos de ellos
me golpeaban con sus cámaras en las costillas, en los
hombros y en el tórax. No podía ni respirar. Las amigas
que me rodeaban corrían la misma suerte. El espectácu­
lo era espantoso: Claude Lanzmann protegía a Simone
con el brazo derecho y, con el izquierdo, propinaba pu­
ñetazos para abrirse paso.
Al llegar a la tumba, Simone descubrió que un hom­
bre se había caído en la fosa, y tuvieron que ayudarle a sa­
lir. Nadie, a pesar de las peticiones del encargado de las
pompas fúnebres, tenía la decencia de callarse. En medio
de la confusión y de los zarándeos, Simone, agotada y pá­
lida, arrojó una rosa sobre el ataúd de su compañero.
A mi alrededor, varios hombres y mujeres lloraban sua­
vemente. Yo, agotada a más no poder, no tenía ni fuerzas
para dejarme llevar por la emoción. Lo único que me preo­
cupaba en aquel momento era cómo conseguir que Si­
mone y Héléne salieran vivas de aquel avispero.
Los fotógrafos no sólo no querían soltar a su presa
sino que acentuaban su presión. Cuando Lanzmann ayu­
dó a Simone a incorporarse, aquello fue el colmo: literal­
mente, la gente nos estaba pisoteando. Simone estaba
agobiada, y Héléne también empezaba a sentirse mal.
hanzmann levantó, una vez, a Simone cuando ya esta a
a Punto de desmayarse. El respeto al difunto y a sus ami
Üares no valía nada en comparación con la búsqueda del
^cándalo. Alrededor del servicio de guardia, seguían Hu­
yendo ios golpes. Gritos, chillidos, insultos, c m arasa
m°do de porras: estábamos r odeados. Lanzmann
guió llevar por fin a Simone hasta uno de los coc

193

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
nos había prestado el Ayuntamiento. Con aire de exte­
nuada, se marchó de allí, mientras Héléne, igual de can­
sada, me buscaba entre la barahunda, hasta que, al fin,
conseguimos reunirnos y volver a mi casa. Luego me en­
teré de que, a lo largo del entierro, las «hijas» del MLF no
habían dudado en pararle los pies al último secretario de
Sartre, cuya conducta indigna las sublevaba.
Por la noche, Héléne quedó con Simone, Lanzmann
y algunos amigos íntimos de la pareja en la cervecería
Zeyer, situada en el cruce d'Alésia: «¡Invita Sartre!», de­
claró Simone. Ella bebió más de lo habitual, bajo la mi­
rada de inquietud de su hermana.

Simone ya no pudo volver al piso de su compañero.


En vano, intentó recuperar la colección de obras teatra­
les que, tras heredarlas de su padre, le había regalado
un día a Sartre.
-¿Recuerdas cómo nos hacía reír papá cuando nos
leía esas obras? -preguntó Simone a Héléne.
-Por supuesto.
-Bueno, pues la heredera no quiere devolvérmelas.5
Al parecer, Simone ya no tenía ningún derecho sobre
esos vestigios de su infancia. No pudo recobrar sus bie­
nes, y tan sólo recibió la silla en la que se sentaba duran­
te sus sesiones de trabajo, casi cotidianas, con Sartre.
Bueno: también consintieron en darle una lamparita.
Esos detalles sórdidos nos chocaban mucho. Héléne
era la única de todas nosotras que se los tomaba con fi­
losofía.
-Ya lo verá, Claudine: muy pronto nadie recordará
los nombres de todos esos mediocres.
Pasaron dos días. Agotada por el calvario del entie­
rro, Héléne no se atrevía aún a volver a Goxwiller. Lio-
nel seguía viajando por Grecia. Justo entonces, Sylvie y
Lanzmann hallaron a Simone tumbada en el suelo y la
llevaron al hospital Cochin. La escritora estaba tan débil

5. Según le conto Héléne de Beauvoir a la autora, tras la muerte de


Sartre.

194

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
que empezamos a tem er por su vida. Yo acompañé a
Héléne a ver a su herm ana y al médico de guardiá n,,,>h
estaba atendiendo. Este llevó a Héléne apfrtey la M or
mó de que Simone sufría problemas de riego sanguíneo
debidos a un exceso de consumo de alcohol. Él confiaba
en salvarla, pero para eso era indispensable someterla a
una cura de desintoxicación. Aun así, la esperanza de
vida de Simone era limitada, el medico le daba unos
cuatro años. Las visitas sólo podían ser de media hora ni
día. Al salir del hospital, Héléne estaba destrozada
Lionel volvió de Grecia, moreno y relajado. Sus con­
ferencias históricas sobre los yacimientos arqueológi­
cos le habían pi ocurado magníficos momentos de repo­
so y de libertad. Sentado en uno de los sillones de mi
casa, oyó relatar a Héléne todos los detalles de las jom a­
das agotadoras que acabábamos de vivir:
-Ya no me habla nadie: ni la gente del entorno de
Sartre ni la del de Simone.
-Bueno, tal vez sea mejor así... -respondió Lionel
con aire pensativo.
Él no lamentaba haberse podido alejar del mundillo
parisiense que tan bien conocía desde la adolescencia.
Al día siguiente, acompañó a Héléne al hospital Cochin.
Luego, por la noche, durante la cena, se volvió hacia mí:
«En vista de lo bien que estás cuidando a Héléne, creo
que no me necesitáis, así que me vuelvo a Goxwiller.»
Las dos nos quedamos mudas, petrificadas. Su pre­
sencia nos había reconfortado, ¡y ahora, de repente, nos
abandonaba!
“Me esperan en el Consejo de Europa, y no puedo es­
tar eternamente de vacaciones...
Héléne bajó los ojos, en silencio, mientras que jo,
Por mi parte, no podía sino poner en tela de juicio a in
diferencia de su marido. De nosotros tres, él ha a si o
el primero en conocer a Sartre, aunque ya en e ins i u
de El Havre se había distanciado algo de su antiguo P
fesor. Lionel había intentado llevar su propia vi a
guir sus propios criterios, sin adopta! los i ea es
clonarlos de la familia de su mujer.

195

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
Al día siguiente, cogió el tren a Estrasburgo. «¿Cuán­
to tiempo más durará esto?», me preguntaba yo asusta­
da. Héléne estaba adelgazando. Ya casi no nos quedaban
fuerzas, ni a ella ni a mí. La idea de tener que enfrentar­
nos a personas hostiles nos ponía muy nerv iosas.
Unos días después, Simone pudo volver al fin a su
piso. También ella había adelgazado, estaba muy débil;
ahora tenía que iniciar una vida distinta, sin Sartre. Esa
nueva soledad la impulsó a retomar la escritura. Sólo ella
podía contar los últimos años de su compañero. Para
contrarrestar los efectos del odioso artículo publicado en
Le Nouvel Obsen’ateur, iba a escribir unas páginas incon­
testables y demostrar al mundo la fidelidad de Sartre a su
pensamiento. Un proyecto literario así exigiría muchas
jom adas de trabajo y mucha energía. Pero ella estaba de­
cidida a hacerlo. Para realizar esa tarea de duelo y de
amor, Simone iba a luchar de nuevo y a resucitar el espí­
ritu de Sartre.
Simone anunció luego a su hermana que deseaba
adoptar legalmente a su amiga Sylvie, a la que estaba
tan unida. Sylvie, que aún era joven y trabajaba como
profesora agregada de filosofía, podría ocuparse así de
la obra de Simone tras la muerte de ésta. Como Héléne
era su heredera legal, necesitaba su aprobación.
-Estoy dispuesta a compensarte -le dijo la mayor.
-No hay más que hablar -respondió la pequeña-. Si
eso es lo que quieres, adelante. Tienes mi aprobación.
Esa noche, Héléne, la desheredada, volvió a mi casa
con la cara descompuesta. Tal vez pensara en aquel mo­
mento en la desconfianza de Sartre y de Simone con res­
pecto a Lionel, no sé. El caso fue que intentó disimular
su estado para no evidenciar hasta qué punto la decisión
de Simone le parecía una traición. «Simone me ha pro­
tegido durante toda su vida, y yo ya no tengo edad para
ocuparme de su obra. Sylvie es joven, en eso me lleva
ventaja. Así que espero que todo vaya bien.» Luego, con
aire sombrío, empezó a ordenar sus cosas para preparar
su inmediato regreso a Estrasburgo.

196
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
Pasaron los años. Simone se recuperó, poco a poco,
de la desaparición de su compañero. Yo la visitaba a
menudo. En cuanto a Héléne, viajaba con frecuencia
a París, donde siempre se alojaba en mi casa. En junio
de 1984, cuatro años después de la muerte de Sartre,
fuimos juntas a la calle Schoelcher.
-¡No es posible!...
Arrellanada confortablemente en el sofá, Simone se
echó a reír. La historia que Héléne y yo le estábamos
contando era de lo más rocambolesca. Acababa de rela­
tarle el incidente que había animado la defensa de mi
tesis sobre su obra y su compromiso, a la que ella no ha­
bía asistido por expreso deseo mío: conociendo su ca­
rácter íntegro, incisivo y sus hábitos docentes, seguro
que habría intervenido. Ella había leído y aprobado mi
trabajo, aunque rebatiendo siempre mis críticas relati­
vas a sus personajes femeninos. Yo había, pues, defendi­
do mi tesis en un ámbito equilibrado; el jurado estaba
compuesto por dos filósofos, dos literatos y dos historia­
dores. Durante los debates, el ponente había tenido un
lapso al leer sus notas, en las que sin duda figuraban las
iniciales de Simone de Beauvoir:
-Así pues -declaró-, Salle de Bains* escribió en El
segundo sexo que la mujer...
Aún no había acabado la frase cuando los asistentes
y los miembros del jurado rompieron a reír a carcajadas.
Desde ese momento, el ambiente se distendió un poco.
En su piso de la calle Schoelcher, Simone intentaba
recuperar el aliento:
-¡Me han llamado de todo, pero nunca «cuarto de
baño»! Lástima que Sartre ya no esté aquí. Se habría di­
vertido mucho.
La observé. Simone había adelgazado y rejuveneci­
do. Siguiendo el consejo del médico, había disminuido
el consumo de alcohol. También se había desembaraza­
do del entorno de Sartre y de las jóvenes que vivían a su
costa: «Ya no tengo nada que ver con esas viudas», afir-

* Literalmente, «cuarto de baño». (N. del T.)

197

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
maba a gusto. La escritora había publicado su testimo­
nio sobre los últimos años de Sartre, seiscientas pági­
nas. de las cuales trescientas eran un diálogo inédito y
apasionante entre las dos celebridades. La ceremonia del
adiós, seguido de Conversaciones con Jean-Paul Sartre,
había suscitado polémica. Los críticos le reprochaban a
Simone haberse atrevido a escribir sobre la degradación
física del filósofo. Sin embargo, el libro tuvo un gran
éxito en Francia y en el extranjero.
En el libro, Simone incluía su postrera carta de amor
al hombre que había compartido con ella cincuenta años
de su vida. El secretario de Sartre aparecía en él como un
ser arrogante. Frente a las quince páginas que éste había
publicado en Le Nouvel Observateur, en abril de 1980, el
diálogo de Simone era veinte veces más denso. «¡Simone
ha recuperado parte de su vitalidad!», le dije a Héléne.
«Sí, perneada vez camina con mayor dificultad.» Héléne
no dejaba de pensar en las palabras alarmantes que ha­
bía dicho el médico después de la muerte de Sartre. Si­
mone no viviría más de cuatro años, como mucho. A pe­
sar de su inquietud, Héléne se aferraba a la esperanza: ¿y
si los médicos se hubieran equivocado?
En julio de 1983, Simone había viajado de nuevo a
Estados Unidos. Ella y Sylvie habían volado a Nueva
York en el Concorde. Nelson Algren ya no la esperaba
allí, pero, con el paso del tiempo, su pena había dismi­
nuido. Al volver, Simone nos había contado su estancia:
-Tenía usted razón: la situación de las mujeres está
empeorando con Ronald Reagan.
-Sí -asentí yo-, y las clínicas feministas se han visto
obligadas a cerrar, una tras otra. Demasiados atentados,
demasiadas amenazas a Jos pacientes.
-En cambio, los departamentos de investigación so­
bre las obras de las mujeres6 se están desarrollando en
las universidades estadounidenses.
-Sí, y eso es bueno, Simone, además de que es me-

6. En inglés, Worrtcn's Studies. Estos departamentos existen en nume­


rosas universidades estadounidenses.

198

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
nos peligroso que trabajar en un dispensario. Esos de­
partamentos son muy útiles para estudiar, por fin, la
historia de las mujeres, tan olvidada y despreciada a lo
largo de los siglos.
Simone me dio la razón sin dudarlo. Desde 1975, de­
cretado por la ONU año de la mujer, el número de afilia­
das al MLF había aumentado. Al acabar con la ley del si­
lencio impuesta a ciertos temas tabúes como el aborto,
la violación, el incesto, los malos tratos, etc., habíamos
conseguido cambiar la mirada de la sociedad. Ahora, la
opinión publica se preocupaba por nosotras.
-Ahora -le hice ver a Simone- nos hemos vuelto tra­
tables.
-Es cierto, pero mire lo que está pasando con el
aborto en Estados Unidos, un país que iba por delante
de Francia en la década de 1970. Ahora, es justo al revés.
Las mujeres no acaban de conseguir definitivamente
sus plenos derechos. Debemos seguir alerta.
Y, en efecto, a sus setenta y seis años, Simone lo se­
guía estando. Ayudada por Yvette Roudy, ministra, por
entonces, del Derecho de las Mujeres, bajo el gobierno
de Fran^ois Mitterrand, Simone se afanaba en conse­
guir que se modificaran las leyes. La Liga de los Dere­
chos de las Mujeres, creada junto con Anne Zelensky en
1975, desempeñaba un papel muy activo. No en vano, el
tema le llegaba al alma.
Sentada a mi lado, Héléne había seguido la conver­
sación sin abrir la boca. Su hermana era reacia a que
ella interviniese. Aunque Héléne seguía testificando en
los procesos de Estrasburgo y siempre estaba dispuesta
a defender los derechos de las mujeres, Simone le rogaba
que se callase -cosa que ella no le tenía en cuenta-. De
vuelta a mi casa, me confesó lo mucho que la aliviaba
el hecho de que Simone acostumbrara a irse al campo
con Svivie. Sartre detestaba el verde, y la había privado
de él durante años. Sin embargo, cuando la veíamos,
constatábamos que, en efecto, cada vez le costaba más
desplazarse. Paso a paso, sus piernas se iban entume­
ciendo, y el dolor instalándose en ella. Su entusiasmo y

199
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
su agilidad mental estaban intactos, pero su cuerpo se
iba debilitando.

-¿Le parece conveniente?


Sentada en el sofá amarillo, Simone reaccionaba
con su franqueza habitual: estaba preocupada por mi
próxima estancia en Estados Unidos. Desde el regre­
so de los ultraconservadores a la Casa Blanca, los gru­
pos de presión hostiles a la interrupción voluntaria del
embarazo cada vez intervenían más y con mayor violen­
cia. Apostados delante de las clínicas, hombres y muje­
res se encadenaban para alertar a la opinión pública, in­
cluyendo en sus pancartas los nombres y apellidos de
los médicos «culpables» de practicar las IVE. A veces, en
un arrebato de ira, los manifestantes asaltaban los loca­
les forzando las puertas, rompían el material y atemori­
zaban a las pacientes que huían gritando. La policía
-deliberada o desgraciadamente- solía tardar en llegar.
El caso era que las clínicas quedaban arrasadas y los
empleados aterrorizados. Las mujeres en apuros ya no
sabían adonde ir, y tenían que recorrer de nuevo cientos
de kilómetros en busca de un establecimiento que les
diese la ayuda que precisaban.
En las de Los Ángeles, como en las demás clínicas fe­
ministas, la tensión era absoluta. Amenazas de muerte,
avisos de bomba, denuncias: los extremistas no se arre­
draban ante nada. Carol Downer y Rebecca Chalker, au­
toras de obras sobre la salud de las mujeres, me habían
invitado a la reunión anual de las representantes de las
distintas clínicas, para que les explicase cuál era la si­
tuación de las mujeres en Europa y de la lucha feminis­
ta en el resto del mundo. Y yo, a pesar del peligro, había
aceptado. Desde Goxwiller, Héléne, igual de inquieta,
me había telefoneado nada más enterarse.
-Sí, Héléne, el viaje entraña peligros, pero es ahora,
ante tales pruebas, cuando más necesitan nuestro apo­
yo esas mujeres. Si no, se sentirán abandonadas por la
comunidad internacional. Y, entonces, podría suceder
lo peor.

200

E sca n e a d o c o n C am Scanne
Simone comprendía mi actitud, pero me exigió que
las mantuviera a ambas, a ella v a su , q
de cualquier incidente. > SU hermana’ al tant°
-Si es preciso, intenendré de inmediato. Haré una
declaración a la prensa en cuanto usted lo crea conve-
niente.
\ o le di las gracias y me marché a California, tran­
quilizada por el apoyo que me había demostrado Simo-
ne siempre había cumplido su palabra. Yo misma la ha­
bía acompañado, muchas veces, a la oficina de Correos
para enviar telegramas a las feministas en apuros. Su re­
acción podía sei muy incisiva y, sobre todo, muy eficaz.
Las emisoras de radio y las televisiones de todo el mun­
do se disputaban sus palabras.
En el aeropuerto de Los Ángeles me aguardaban Ca-
rol y Rebecca, con cara de preocupación:
-Hemos recibido varios avisos de bomba en un mes.
Los equipos trabajan setenta horas a la semana llenos
de angustia. A veces, se va la luz, sin que sepamos por
qué. Los manifestantes gritan ante nuestras puertas to­
dos los sábados, e impiden la entrada a las pacientes.
¡No sé cuánto tiempo más aguantaremos!
¡Menudo cambio respecto a 1974, el año en que se
abrieron esas clínicas! Por aquel entonces, era Francia
la que estaba en una situación delicada. El aborto toda­
vía era un crimen allí. California representaba para no­
sotras un islote de libertad y de tolerancia. Ahora, nos
dirigíamos en coche hacia Crenshaw Boulevard con un
nudo en la garganta. En el edificio, a pesar de la alegría
del reencuentro, el miedo era palpable. El cuadro de Hé-
léne, colgado en la sala de espera, les recordaba que, en
algún lugar de Europa, nosotras pensábamos en ellas y
éramos solidarias con su lucha. Varias mujeres chíca­
nos7 y negras del barrio de Watts, que habían vem o
con sus hijos, agualdaban para recibir ayuda o consejo
médico. Algunas, embarazadas y víctimas de a miseria

7. Mujeres mejicanas-estadounidenses. [Comjo el original chícanos.


(N.delT.)}

201
más absoluta, querían abortar. Los bebés dormían en
sus cochecitos. La verdad es que me costó contener la
emoción. ¿Cómo podía alguien atacar a unos seres tan
indefensos?
Por la noche, agotada por el viaje y el cambio de hora­
rio. dormí como un tronco. A las cinco de la mañana, Ca­
ro! me despertó, alteradísima. A doscientos kilómetros al
sur de Los Ángeles, cerca de la frontera mejicana, la clíni­
ca de San Diego había estallado en pedazos. Afortunada­
mente, no había nadie durmiendo en ella esa noche. La
explosión había sido tan potente que la deflagración ha­
bía destrozado los cristales de las caséis vecinas. Ensegui­
da nos pusimos en camino.
San Diego y su célebre parque exótico, el Balboa Park;
San Diego y su marina; San Diego y sus jubilados millo­
narios... ¡Cuántos tópicos alejados de la realidad! Las de­
pendencias de la clínica estaban en gran parte destrui­
das: había miles de fragmentos de cristal amontonados
por el suelo, los retratos de mujeres que adornaban la en­
trada estaban destrozados, los muebles hechos pedazos.
De la guardería infantil no quedaban más que unos cuan­
tos trozos de animales de peluche tirados en las aceras,
entre las sillas y las mesas estrelladas. Varios policías se
afanaban en medio del caos. Su cortesía no ocultaba una
cierta frialdad:
-Aquí domina el Partido Republicano-me dijo Carol
Downer-. Estos hombres olvidan que, un día, sus pro­
pias mujeres podrían tener problemas de salud y querer
llamar a nuestra puerta.
Una por una, las habitantes del barrio iban desfilan­
do. Ante la amplitud de aquel desastre, Francia me pare­
ció un oasis de civilización. Después informé a Héléne
por teléfono del ambiente que reinaba a orillas del Pa­
cífico.
-No se quede ahí, vuelva.
-No es el momento, Héléne.
Luego habló largo y tendido con Carol, para darle
ánimos. En muchas ocasiones, y hasta su desaparición,
Héléne me repetiría que, después de Simone, Carol era

202

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
- S . * ? - « '* •

un telegrama de apovo. No sabes lom Y * “ en' lar


*Tdr ->•/--■»«5¡SSX*“pu"

capital de Georgia, las manifestaciones redoblaron su vi-


"“ J- .f n esas ciudades del sur de país, resultaba aun
más d ifícil que en Cal ifornia preservar el anón imato délos
médicos que practicaban abortos. Las amenazas contra el
equipo de las clínicas eran más personales, e incluso sus
familias estaban amenazadas. A veces, los antiabortistas
ponían pancartas delante de las residencias privadas de
los médicos que operaban en las clínicas. Pegaban carte­
les con sus fotos en los lugares públicos, tildándoles de
asesinos. El ambiente incitaba a la delación v, de manera
insidiosa, al linchamiento. El odio estallaba por doquier.
Delante de la escalinata del avión, Carol y Rebecca me pre­
guntaron: «¿Estás segura de que quieres ir a Atlanta?»
Carol se estremeció. Tenía ojeras, su cara rosada se
había ajado y sus cabellos rubios habían encanecido.
Sus hijos más jóvenes, que habían venido al aeropuer­
to de Los Ángeles, me despidieron con un beso. Yo los
abracé con fuerza. ¿Y si les ocurría algo? El telegrama
de Francia había levantado la moral de los equipos, pero
había pasado casi desapercibido en los medios de co­
municación: la prensa no demostraba gran interés por
los atentados. Como no había habido muertos... Yo le
confirmé a Carol y a Rebecca mi intención de ir a Geor­
gia y de subir a ese avión; me había compróme i o a
testimonio allí de nuestra lucha en es
jar constancia del apoyo de Símeme y e ^ ser’
aunque no cambiara en nada ^ sPuac^ ^ ^ estaban
viría para demostrarles a las mil
tan aisladas.

203

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
Al llegar a la clínica de Atlanta, me quedé helada De
ante de la puerta, en el interior, en los pasillos y junto á
las ventanas, había varios hombres apostados, vestidos
con uniforme y empuñando sus fusiles. Eran miembros
de la policía federal que habían recibido la orden de ase­
gurar la protección de las personas que trabajaban allí.
En la sala donde tenía que hablar, aguardaban paciente­
mente unas mujeres con sus bebés y sus hijos. Algunas
estaban sentadas en el suelo y charlaban entre ellas, des­
preocupadas de los riesgos que corrían. Los policías pa­
seaban de un lado al otro, escrutando a través de los
cristales el menor signo exterior de hostilidad.
-Están inquietos: temen que nos arrojen granadas.
-¿Y estas mujeres han venido con sus hijos?
-Sí, porque quieren demostrar a la policía que no
nos vamos a dejar intimidar.
Durante mi charla, les transmití el mensaje de Simo-
ne, de Héléne y de otras feministas. Tras el debate, mu­
chas se acercaron a darme la mano, emocionadas:
-Su mano ha estrechado la de Simone de Beauvoir.
Dígale que la lectura de El segundo sexo cambió nuestra
vida... ¡Prométanoslo!
Yo se lo prometí y les di un beso. Sus ojos expresa­
ban gratitud y, al mismo tiempo, una profunda sensa­
ción de desamparo. Simone hacía bien en animamos a
no bajar la guardia bajo ningún pretexto. Una necesidad
que yo estaba experimentando ahora más que nunca.
Héléne me telefoneó: «¡Bueno, y ahora vuelva!»
Yo acepté regresar, pero antes debía pasar por Nue­
va York y Princeton, donde la gente parecía ignorar los
gritos de odio y el ruido de las bombas, que no llegaban
a sus oídos. Allí, mi testimonio tan sólo tuvo una cortés
-por no decir indiferente- acogida. Ahora, de vuelta a
París, no me quedaba más que contarle a las dos herma­
nas y a las hijas del MLF las consecuencias del espanto­
so pulso que los ultraconservadores nos estaban echan­
do al otro lado del Atlántico.
El espíritu de Mayo del 68 se había esfumado, y a
Ronald Reagan le quedaban muchos años de poder poi

204

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
ÍLÍ Ahmn™ ^ • / 0dfS las clínicas fueron vola-
da». Algunos médicos abandonaron sus actividades. Un
puñado de mujeres continuó la lucha, a pesar de los ata­
q u e personales que estas habrían de sufrir. En Cali­
fornia en Florida los ultraconservadores tomaron a va­
nos médicos por diana. Uno de ellos murió, luego murió
otro, y Juego unos cuantos más.

En abril de 1986, en la habitación del hospital de La


Salpétnére, Pans, Héléne ayudaba a Lionel a beber un
té. El acababa de someterse a una operación del oído de­
recho, que le dolía desde hacía un tiempo y le provocaba
vértigo. Esta nueva ronda de consultas médicas le había
recordado la pesadilla de sus años de tuberculosis en
Berk, antes de la guerra. La salud de Simone también
empezaba a declinar. Dos meses antes, Yvette Roudy ha­
bía organizado una gran retrospectiva de las obras de
Héléne en el Ministerio de los Derechos de las Mujeres.
Simone, sostenida por su hermana y la ministra, había
visitado la exposición, pero cada vez le costaba más ca­
minar. Mujeres de varios países y las antiguas militantes
del MLF estaban presentes: todas queríamos rendir ho­
menaje a las dos hermanas y a sus trayectorias artísticas.
Aquélla fue la última vez que vimos a Simone de pie.
Héléne acompañó a su marido convaleciente a Gox-
wilier, cuando éste ya estaba mejor. Algo más tranquila,
Héléne empezó a preparar febrilmente su viaje a la cos­
ta oeste de Estados Unidos. ^ olanda Astarita Patterson,
profesora en Palo Alto, la Universidad de California, le
había organizado una exposición. Sonó el teléfono. Era
Syhie:
-Héléne, Simone acaba de ser hospitalizada. Ayer
estuvo vomitando todo el día. Parece que es una apendi-
citis. , _ ,
Héléne cogió de inmediato el tren de vuelta a París y
se fue directa al hospital Cochin. Allí encontró a Simo-
ne. tumbada en la cama, muy pálida. Esta, a pesar de su
debilidad, enseguida le preguntó cómo estaba Lionei, v
luego se preocupó por los detalles concernientes al bilk-

205

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
te de avión de Héléne a Estados Unidos. Mentalmente
Hélene rememoró la hospitalización de su madre, v
pensó si la supuesta apendicitis de su hermana mavor
no sería, en realidad, otro cáncer... Al día siguiente, las
enfermeras la tranquilizaron. Aun así, Héléne no sabía
qué hacer, si quedarse o irse, pero yo, al igual que Simo-
ne, la animé a cruzar el Atlántico:
-Usted tan sólo va estar fuera quince días -le dije-, y
pi ometo llamarla todas las mañanas para informarla.
Unos días después, Héléne me contó por teléfono el
éxito de su exposición. Los universitarios de Palo Alto la
habían agasajado con flores bajo un aluvión de aplau­
sos. A todo el mundo le gustaban sus nuevos cuadros.
A pesar del cambio de horario y de la angustia por estar
lejos de su hermana y de Lionel, estaba disfrutando mu­
cho del viaje. Al día siguiente, tuve que confesarle que
Simone estaba de nuevo en la sección de reanimación:
tenía una neumonía. Aunque, dos días después, ya esta­
ba de vuelta en su casa. «¿Va a morir?», me preguntó
Héléne. Intenté tranquilizarla, pero lo cierto es que yo
misma estaba muy preocupada. A los dos días, el 14 de
abril de 1986, Héléne recibió una llamada de Sylvie. Si­
mone se había extinguido a las cuatro de la tarde. El pe­
riódico Le Monde contactó conmigo por entonces para
proponerme que escribiera un artículo por la noche so­
bre las actividades de Simone a favor de las mujeres...
Pero ¿cómo iba a escribir yo algo sobre un ser amado al
que acababa de perder? Me pasé la noche yendo de las
lágrimas a los borradores que sin cesar iba tachando.
A las seis de la mañana, escribí las últimas palabras del
artículo: «Simone de Beauvoir nos enseñó que las muje­
res tienen un deber: vivir.»8
Héléne había conseguido coger un avión desde San
Francisco. Lionel, a pesar de que aún estaba convalecien-

8. «Simone de Beauvoir, l'engagement d'une oeuvns


mone de Beauvoir, una obra y una vida comprometida»], U Monde,
abril de 1986.

206

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
te, acudiói enseguida. Juntos, fuimos a esperara H éléne
escuchando las noticias por la radio. AquTva noeraeí
conceno de alabanzas hipócritas que se había escTha
do tras la muerte de Sartre. A propósito de S.mone el
tono era más cnt.co, casi reservado. El mundo se g u ^ in
perdonar a la autora de £/ segundo sexo haber denunc l
do la opresión que el infligía a las mujeres. Le había nega­
do el Premio Nobel de Literatura, a pesar de ser unade
las escritoras francesas más leídas en los cinco continen­
tes. En mi casa, el teléfono no paraba de sonar. Llamaban
mujeres de Canadá, de África, de Australia, de Asia: todas
querían manifestar su pena, su emoción, su agradeci­
miento a aquella que les había mostrado el camino de la
libertad. Por fin llegó Héléne.
—No sé si estaré en condiciones de asistir al entierro
de Simone...
-Tendrá que estarlo, Héléne...
Sus lágrimas aumentaron. A sus setenta y seis años,
la benjamina de las Beauvoir empezaba a perder su va­
lor. Intentamos calmarla. Yo tenía un nudo en el estó­
mago: ¿qué iría a pasar durante las exequias? No podía
dejar de pensar en las de Sartre. De hecho, también fue
lo primero que me preguntó Héléne. ¿Recibiría Simone
un homenaje digno de su persona? Héléne temía que la
gente no acudiese. Mientras Claude Lanzmann y Sylvie
preparaban las exequias, tuve ocasión de reunirme en el
Elíseo con un consejero de Frangís xMitterrand. Según
él, muchos socialistas estarían fuera de París ese fin de
semana y no podrían asistir al entierro. Yo salté de mi
asiento. ¿Acaso no sabía el presidente que, al contrario
que Sartre, Simone siempre había hecho campaña por
él, y que probablemente no habría salido elegido sin e
voto de las mujeres? Semejante ingratitud me sacaba de
quicio. El presidente ni siquiera había enviado un men­
saje de condolencia... Mi inquietud aumentaba a medi­
da que pasaban las horas: ¿y si al día siguiente no era
mos m ás que un puñado de personas?
Mientras d esainábam os, Lionel me dijo que no po­
dría acompañar a Héléne al entierro.

207

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
-Aún estoy muy débil. Sufro mareos. Tú cuidarás de
ella, ¿eh?...
Era lógico: Lionel aún se estaba recuperando de su
operación quirúrgica y no se encontraba con fuerzas.
Al día siguiente, salimos pronto de casa por si acaso,
y, aun así, nos las vimos y nos las deseamos para abrir­
nos camino hasta la capilla ardiente del hospital Co-
chin. Periodistas del mundo entero y numerosas muje­
res, con los brazos cargados de flores, bloqueaban la
entrada. La muchedumbre iba en aumento.
Al entrar en la habitación sombría, nos quedamos es­
tupefactas. Simone, dentro de aquel ataúd, parecía tan
pequeña... Ella que, en vida, era tan imponente, de repen­
te se había vuelto tan frágil... La habían vestido con una
preciosa blusa de seda y un pantalón, y le habían adorna­
do el cabello con su cinta habitual. En la mano izquierda
llevaba un reloj con motivos de flores y el anillo mejicano
que le había regalado Nelson Algren. Apesar de los desga­
rros, del artículo injurioso y de la decisión del escritor es­
tadounidense de vender las cartas de Simone, ella había
conservado en su dedo esa prueba de su pasión. Durante
los dieciséis años en que la traté, siempre se lo vi puesto.
Al otro lado del ataúd, estaba Sylvie, llorando. En
cuanto a Héléne... Se desmayó, y tuve que sostenerla
como pude, hasta que Claude Lanzmann se acercó a ella
y la agarró en sus brazos. Él tampoco dejaba de llorar.
Había amado a Simone, había sido su último amante,
antes de convertirse en su mejor amigo. En el pasado,
Héléne y él habían tenido sus más y sus menos, pero ese
día él supo hallar palabras de ánimo y de cariño para
ella. Entre crisis y crisis de llanto, Héléne repetía: «Ella
me protegió durante setenta y seis años, ¿qué sera de mí
ahora?» Yo intenté tranquilizarla, recordándole que Lio­
nel y yo estaríamos ahí para cuidar de ella. Sylvie y Lanz­
mann decidieron ir andando detrás del coche fúnebre.
Héléne se montó en la parte de atrás, con dos primas,
Madeleine de Bishop y Jeanne, de soltera Beauvoir. Una
amiga común de las dos hermanas, Gégé Pardo, las si­
guió. Yo me senté al lado del conductor.

208

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
II c . w f ° arra.n có e[> completo desorden. En la ca- «-
He Sa.nt-Jacques la multitud bloqueaba el camino. Por
fin, «-I coche se adentró en el barrio donde Simone ha­
b a pasado toda su vida: la avenida Denfert-Rochereau.
el bulevar Raspad el bulevar Montpamasse. Delante de
La Coupole, guardamos un minuto de silencio y Héléne
rompió de nuevo a llorar. Al igual que en el entierro de
Sartre, los camareros aguardaban de pie en la acera,
con la servilleta anudada en el codo izquierdo y en po­
sición de firmes. Simone había comido allí durante cua­
renta años casi todos los días, con Sartre. Junto a no­
sotros, iban unos estudiantes de instituto, portando
rosas en la mano. Los antiguos luchadores del Mayo del
68 también estaban presentes, envejecidos, con aire de
ingenuidad. Algunos políticos, como Lionel Jospin y Mi-
chel Rocard, participaban en la marcha, ocultos entre la
multitud y evitando las cámaras. Su discreción agradó a
Héléne que, en el asiento trasero del coche, iba evocan­
do sus recuerdos de la infancia. Las primas Beauvoir le
respondían, a veces riendo. Sentada delante de ellas, yo
me percaté de que los lazos familiares que Simone ha­
bía querido ignorar a toda costa no habían desapareci­
do del todo de su vida.
De repente, la multitud se aglutinó, se hizo más com­
pacta. Delante de nosotras, distinguí varios intentos de
zarandeo. El corazón me dio un vuelco. En unos instan­
tes, tendríamos que afrontar la prueba final. Héléne se
inclinó hacia mí y murmuró: «Ya hemos llegado, ¿no?»
Cuando asentí, me agarró con su mano crispada por el
hombro.
Las dos teníamos en mente el pánico que había rei­
nado en el entierro de Sartre, la violencia de los perio­
distas, los golpes, el desvanecimiento de Simone y el co­
raje de Lanzmann. Estábamos convencidas de que la
pesadilla iba a repetirse. Las puertas del cementerio de
Montpamasse se entreabrieron. Detrás de las barreras
se amontonaban los curiosos. El Ayuntamiento de París
había tomado medidas para proteger el cortejo. Ayudé a
Héléne y a sus primas a bajar. Delante de la tumba,

209

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
Lanzmann sacó un libro de Simone y leyó unas frases.
Yo empecé a entonar entonces, a media voz, junto con
mis compañeras del Movimiento y algunas allegadas, el
estribillo del MLF que tanto le gustaba a Simone:

Nous qui sommes sans passé,


Les femmes,
Nous qui n’avons pas d'histoire,
Depuis la nuit des temps,
Les femmes,
Nous sommes le continent noir!
Debout les femmes esclaves
Et brisons tíos entraves!
Debout! Debout!*

Bajo los flashes de los reporteros, Héléne le lanzó un


postrero beso a su hermana, y luego se deshizo en lágri­
mas entre mis brazos. Tras la ceremonia, me confesó:
«¿Se fijó usted en Sylvie? Ni siquiera me miró. De no ser
por mí, no sería la hija adoptiva de Simone... Así que,
¿qué mal le he hecho yo?»
Las discordias que habían envenenado el ambiente
tras la muerte de Sartre reaparecieron. Simone había
sufrido la humillación de no poder ni siquiera recogerse
un momento en el piso de Sartre, ni recuperar los libros
de su padre; al no ser ya la heredera, Héléne tampoco
pudo ir al estudio de la calle Schoelcher a despedirse de
ese lugar tan querido para su hermana. Y si Simone tan
sólo había recibido una silla y un par de zapatos por
toda herencia, Héléne no tuvo derecho a ningún recuer­
do de su hermana. Con su habitual sabiduría, y preocu­
pado por el estado de su mujer, Lionel le dijo:
-Héléne, ya no tenemos nada que hacer en París.
Volvamos.

* «Nosotras que no tenemos pasado, / las mujeres, / nosotras que no


tenemos historia, / desde la noche de los tiempos, / las mujeres, / ¡somos el
continente negro! / ¡En pie las mujeres esclavas! / ¡Rompamos nuestras
trabas! / ¡En pie! ¡En pie!» (N. del T.)

210

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
"Éste es mi cuadro de luto», me anunció Héléne unas
semanas más tarde, en Goxwiller. Yo me quedé sin ha­
bla. Aquel Retrato ele Simone con chaqueta roja me traía
tantos recuerdos... En él, Simone parecía estar en calma,
todo rastro de sufrimiento había desaparecido de su
cara. *Me resultaba extrañamente familiar, arrellanada
en sus cojines, como tantas y tantas veces la había visto;
-Lo voy a colgar en mi habitación, justo enfrente de
mi cama — me comentó Héléne—. Así, al dormirme y al
despertarme, podré ver a mi hermana.
Yo la estreché en mis brazos:
-¿Y a Sartre? ¿También lo ha pintado?
-No, no me he atrevido. No quería mostrar su feal­
dad, y sería difícil embellecerlo...
Delante de aquel cuadro que representaba a Simone,
le pregunté:
-¿Seguirá usted pintando, verdad?
-Por supuesto, eso es lo que me mantiene viva.
Entonces me vino a la memoria lo que Héléne solía
decir a los recién llegados a propósito de su hermana:
«No es casualidad que dos hermanas de temperamentos
tan distintos tengan en común una cierta actitud ante la
vida. Las dos, Simone y yo, deseábamos ardientemente
una vida distinta a la que llevaban nuestra madre, nues­
tras tías, todas esas mujeres virtuosas y resignadas que
sólo hablaban del deber. Queríamos experimentar la di­
cha, la vida, queríamos crear.»9
Allí, a Goxwiller, llegaban cartas de los cinco conti­
nentes. Simone seguía estando presente, más allá de la
muerte. Lectoras, universitarias, militantes: todas de­
seaban conocer a la hermana de Simone. Poco a poco,
Héléne se fue aficionando a este nuevo papel, convir­
tiéndose en el centro de atención, respondiendo a las
preguntas de los estudiosos. A través de ella, Simone se­
guía viviendo. Rodeada de sus gatos, delante del retrato
de su hermana, Héléne ofrecía té a sus visitas. Sentada

9. Patricia Niedzwiecki. Héléne de Beauvoir, peintre, Cót¿-Femmes,


París, 1991.

211

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
en su sillón Luis XVI heredado de sus padres, contaba,
una vez más. las anécdotas de ese ser que había marca­
do su vida. En agosto de ese mismo año, concedió una
entrevista a la revista Marie-Claire, titulada «Simone, mi
hermana».
Desaparecida Simone, Héléne escribió, con la ayuda
de Marcelle Routier, sus propias memorias, publicadas
en 1987. Sus aventuras con Simone y Lionel, sus estan­
cias en el extranjero, que tanto le gustaba contar a sus
amigos, se hicieron públicas. El libro, aunque aprecia­
do, no tuvo demasiado éxito. La alegría de Héléne fue
mayor cuando, en 1991, la editorial Cóté-Femmes publi­
có un libro dedicado a su pintura.
Poco a poco, Héléne iba recobrando fuerzas y redes­
cubriendo la esperanza. Una nueva vida parecía abrirse
ante ella. Aunque, después de lodos aquellos pesares, la
aguardaban nuevas pruebas.

212

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
VI
Goxwiller

A pesar de sus setenta y seis años, Héléne seguía pin­


tando, durante horas, en su taller. Lionel, en cambio,
aunque era tres años más joven que ella, parecía fatiga­
do. En la biblioteca de la casa, Héléne observaba a su
marido, encorvado ante su escritorio, con la cara crispa­
da de dolor y tapándose el oído con la mano derecha:
-Lionel, ¿qué pasa?
-Estoy mareado. No me encuentro bien.
-Voy a llamar al médico.
En su casa de Goxwiller, Héléne tuvo la impresión
de estar viviendo una pesadilla. Apenas se había recupe­
rado de la muerte de su hermana, acaecida unos meses
antes, y ahora su marido también se ponía enfermo.
Desde que se había jubilado de su puesto en el Consejo
de Europa, Lionel se dedicaba a hacer viajes culturales a
los lugares arqueológicos de Grecia y de Turquía, donde
podía dar rienda suelta a su pasión por el estudio de las
civilizaciones. Pero, poco a poco, había tenido que res­
tringir sus actividades y renunciar a ciertos desplaza­
mientos, demasiado largos y agotadores.
-Héléne, ¿cree que un día podré reemprender esos
viajes?
-Por supuesto, Lionel, y muy pronto. Pero antes de­
be descansar.
Los médicos no conseguían dar con la causa exacta

213

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
de csm mareos, quitando los problemas del oído inter­
no y la fragilidad debida a la vejez y a su antigua tuber­
culosis. Algunos días, Lionel se sentía mejor. Héléne lo
acompañaba entonces a los Vosgos. Elegían uno de sus
caminos familiares y andaban hasta agotarse. Lionel
mentía que sus piernas aún le obedecían, que su columna
vertebral, antaño martirizada, seguía sana. Rodeaba a
Héléne con sus brazos y le susurraba:
—Tiene usted razón: aún tengo buena salud.
Luego, volvían a toda prisa a la casa de Goxvviller,
donde les aguardaban un té y sus dos gatos. Después de
esas jomadas, a Héléne ya no le quedaban fuerzas para
pintar, aunque, bajo la luz suave del ocaso, la sonrisa de
su marido era un consuelo para ella. Pero, ay, la calma no
duraba mucho. Médicos, medicinas, análisis de sangre,
radiografías, vértigos y dolores acompasaban la vida de
la pareja. Finalmente, Lionel tuvo que ser hospitalizado
en París, en La Salpétriére, durante un tiempo indetermi­
nado. Héléne vino con él y se refugió en mi casa:
-Me parece estar reviviendo la agonía de mi madre.
Lionel sufre, y yo no puedo hacer nada por él... iNo quiero
que pase por el calvario que los médicos le hicieron vivir
a mi pobre madre. Ella estuvo sufriendo más de un mes;
en el caso de Lionel, eso se prolonga, con altos y bajos.
Yo intenté consolarla, aunque en vano. Así que deci­
dí llevarla, con un amiga, al cine, a ver El profesor de
música. Por la noche, sentada en un sillón, mientras ce­
nábamos, evocó de nuevo los años que había pasado en
Milán, los más felices de su vida; las veladas que había
pasado ante la mesa de la Callas cuando ésta daba un re­
cital en la Scala de Milán. El timbre de su voz aún vibra­
ba en su memoria; le apenaba que una «mujer con tantas
cualidades para ser feliz haya sido desdichada». Héléne
despotricaba contra Jacqueline Kennedy quien, según
ella, no había hecho nada destacable en su vida, salvo
casarse con unas «cajas registradoras». Nosotras no co­
nocíamos por entonces las cartas que su hermana le ha­
bía enviado a su amante Nelson Algren, en las que Si-
mone criticaba con acritud a la viuda de John Kennedy.

214

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
^ nOChC í 3 cayendo sobre París, Héléne pasó
a recordar a su madre, Francoise de Beauvoir:
-Cuando nuestra madre cayó enferma, Simone y yo
nos turnábamos junto a su lecho. Nos apoyábamos mu­
tuamente. Esta es la primera vez que vivo un drama fa­
miliar sola.
Yo la tranquilicé. Ella no estaba sola. Sandro, el hijo
adoptivo de Lionel, la madre de éste, Monique, su her-
mana Chanlal y yo estábamos ahí para ayudarla. Desde
luego, no podíamos reemplazar a su hermana del alma,
pero al menos podíamos darle nuestro cariño. Ella sus­
piró y, luego, en el calor de la conversación, añadió:
-Me resulta muy duro vivir sin Simone. Los domin­
gos por la mañana, aún espero que me llame. Pero el telé­
fono no suena. A veces, hasta me entran ganas de marcar
su número, y tengo que hacer un esfuerzo para controlar­
me. ¿Me entiende?
Escuchándola, yo iba rememorando las noches de
insomnio después de la muerte de Sartre, la enfermedad
de Simone, los meses de duelo y las crisis de llanto; sa­
bía que Héléne viviría pronto otros pesares. Cuando
Lionel pudo, al fin, salir del hospital, lo llevaron de vuel­
ta a Goxvviller. Dos días después, recibí una llamada de
Héléne. Con voz rota y jadeante me dijo:
-El médico me ha dicho que Lionel no puede seguir en
su habitación, que tenemos que instalar aquí, en la casa,
una cama de hospital, más amplia y más cómoda. Voy a
trasladar la mesa del comedor a mi habitación. Lionel es­
tará mejor ahí. Pero la casa va a parecer un hospicio.
Héléne sollozaba:
—Quiero que acabe sus días aquí, en su casa.
Arrebujado profundamente en su cama, Lionel se­
guía leyendo. Apuntaba obras de ciencias humanas y de
listona «para sus próximos viajes». Nosotras le ammá-
jamos. Héléne ya no salía de casa salvo para ir al taller,
,¡luado al fondo del jardín. La casa e re l^ °
:errada. Yo iba con frecuencia a Goxwiller, y me alojaba
ihora en la antigua habitación de Lione .
En diciembre de 1989, en Nochevieja, pusimos un

215

E sca ne ad o C am S ca nn er
mantel bordado en la mesa y sacamos las copas de cristal
Engalanada con un vestido gris de encaje, el pelo recogido
por detrás y ligeramente maquillada, Héléne no aparenta­
ba los setenta y nueve años que ya tenía. Alrededor del
cuello llevaba un \iejo collar de plata, heredado de su ma­
dre, que realzaba su elegancia. Pero ni siquiera con una
copa de champán en la mano conseguía ocultar su pesar.
Fue una velada triste, la verdad. En el antiguo co­
medor, habilitado ahora como habitación de enfermo,
Lionel cenaba solo, pues no podía aguantar sentado en
la mesa. Varios cojines le sostenían la espalda. Tenía la
bombona de oxígeno al alcance de la mano, pues debía
recurrir a ella con frecuencia. Así, a los dolores de oído y
a los mareos se habían sumado ahora las crisis de aho­
go. Encerrado en casa, deambulando con dificultad has­
ta la biblioteca, apenas le quedaba ya energía. Su cuer­
po había llegado al límite. Lionel ya no podía esperar
nada más de la vida, y él lo sabía.
Unos meses después, Lionel se extinguió en presen­
cia de la mujer a la que había amado. Esta vez tuvimos
que cruzar a la orilla derecha y recorrer las alamedas del
cementerio del Pére-Lachaise para acompañarlo hasta
su última morada, en el panteón de la familia De Roulet.
Héléne, con traje sastre y guantes negros, un pañuelo de
encaje en la mano, avanzaba detrás del ataúd, apoyán­
dose en Sandro. Tan sólo estaban presentes los amigos;
Gégé Pardo, compañera de la época estudiantil de Si-
mone y de Héléne, y su hijo Frédéric, ahijado de Sartre y
también pintor, la rodeaban. Héléne era ahora la última
superviviente de esa generación. Con Lionel desapare­
cía el último testigo de su juventud. Igual que hizo con
Simone, Héléne arrojó en la tumba algunas rosas y le
lanzó, con la mano, varios besos al hombre que la había
hecho feliz durante más de cincuenta años.
Por la noche, cenamos en un restaurante cercano a
mi casa con Sandro, Gégé Pardo, la hermana de Lionel y
otros amigos. El barrio de Montpamasse estaba cam­
biando. Los edificios nuevos reemplazaban a los viejos
palacetes y los talleres de artistas. Yo acompañé a Hélé-

216
.V .
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
ne a La Rotonde, a La Closerie des Lilas, después de dar
una \ uelta por el cementerio. Aunque Héléne no creía
en el más allá, le habría gustado «decirle» a Simone que
también ella había perdido a su compañero. Luego la
llevé a la estación: «Usted tiene que volver a París, Hélé-
ne. Es necesario.» Ella sacó fuerzas para sonreír, subió
al tren y, volviéndose hacia mí, añadió: «Por fortuna,
aún me queda mi taller. Venga a verme en cuanto pue­
da. Seguramente tendré más cuadros para mostrarle.»
Mientras el tren se alejaba en la bruma, recuperé la
esperanza. Las hermanas Beauvoir albergaban en su in­
terior un recurso inagotable: su obra. A la de Héléne,
aún le quedaba mucho para estar acabada.

Cuatro años habían transcurrido desde la desapari­


ción de Simone y unos cuantos meses desde la de Lionel.
Mientras subía la escalera de piedra de Goxwiller, encon­
tré a Héléne pálida, agotada, con ojeras. Su mirada, tan
chispeante y cálida por lo general, parecía apagada. Con
voz vacilante, me cuchicheó: «Rápido, entre.»
En el salón, rodeada de sus gatos aficionados al biz­
cocho de frutas, Héléne sirvió el té. Ambas lo bebimos
en silencio. Hasta que yo aventuré por fin: «¿Pasa algo?»
Sobre la mesa, yacía abierto el primer tomo de las
cartas de Simone a Sartre. Héléne posó la taza con gesto
de cansancio.
-Yo creía haber vivido ya las mayores penas de mi
vida, pero... -añadió en un suspiro- estaba equivocada.
¡En esas cartas, Simone no cesa de denigrarme! ¡Y yo
que pensaba que me quería! Escuche esto: «Sesión si­
niestra en el Salón de Mayo con mi hermana y De Rou-
let. [Poupette] intenta demostrarme que los demás pin­
tores de su edad son tan malos como ella, ¡lo cual es casi
verdad!»1

1. Lettres á Sartre [Cartas a Sartre], tomo I, 1930-1939; tomo II, 1940-


1963 edición presentada, establecida y anotada por Sylvie Le Bon-de
Beauvoir. Gallimard, París. 1990; carta n.“ 312, de finales de mayo de
1954, p. 424.

217

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
1: lia rompió a llorar La agarré en mis brazos y la es*
treché con cariño.
-Héléne, esas frases no tienen ninguna importancia.
Probablemente las escribió en un momento de irritación
pasajera, tal y como suele ocurrir en esos casos. Lo cual
no la impedía ser feliz a su lado, y quererla. Yo vi cómo
se comportaba con usted, y ella la quería, ¿me oye?
¿Cómo iba a oírme? Descubrir algo tan brutal, a los
ochenta años, resulta muy doloroso. Desde niña, Pou-
pette había admirado a su hermana, le había dado su
confianza, la había apoyado en los momentos difíciles,
demostrándole continuamente su cariño. Y ahora, en
esas cartas, Simone despotricaba de los puestos oficiales
que ocupaba Lionel, a quien no perdonaba que hubiese
entrado «en el sistema». Se burlaba de la pintura de su
hermana, que, a sus ojos, no tenía ningún valor. Ello me
hizo pensar en las palabras de Marcel Proust sobre las
intermitencias del corazón. Si bien los juicios de su her­
mana mayor eran a veces tajantes y despiadados, eso no
significaba que no quisiera a Hélene, la cual, además,
no era la única despellejada: los amigos mas íntimos de
Simone y de Sartre, su «familia» libremente constituida,
también eran víctimas de la acidez de su pluma.
-Simone y Lionel fueron los dos grandes amores de
mi vida -prosiguió ella-. ¿Cómo ha podido alguien per­
mitir que se publiquen esos pasajes cuando yo aún estoy
en este mundo? ¿Qué he hecho para merecer tal cosa?
Esa noche, Hélene no paró de hacerse preguntas so­
bre el comportamiento de Sylvie, a quien Simone no ha­
bría podido adoptar sin su consentimiento. Ella la había
acogido como si fuera su sobrina real. Acabados los trá­
mites, Sylvie no le había vuelto a dirigir la palabra más
que en dos ocasiones: para anunciarle, primero, la hos­
pitalización y luego la muerte de Simone. Hélene se pre­
guntaba si las familias adoptivas no estarían a veces ce­
losas de las familias de verdad. En cualquier caso, no
entendía la razón de ese ensañamiento con ella. Hasta
vo estaba estupefacta. Durante dieciséis años, había vis­
to cómo Simone protegía a su hermana, incluso aunque

218

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
a veces la tratara con rudeza. En cuanto al comporta­
miento de Svlvie... Me desconcertaba.
H él ene lloró intensamente, tapándose la cara con el
pañuelo. Sartre tampoco se había quedado corto con la
pequeña. En sus cartas a Simone, el filósofo también
hacía alardes de un humor cruel a costa de Poupette.2
Estas revelaciones, acaecidas en un momento en el
que Héléne ya no podía pedirle explicaciones a su her­
mana, eran de una gran crueldad. Cuando al fin recobró
el aliento, Héléne me recordó las palabras afectuosas
que su hermana mayor le había dedicado en los diferen­
tes tomos de sus memorias: «Tenga -me dijo abriendo el
cajón de la cómoda-, lea las cartas que ella me escribió.
¡Mire esas palabras tiernas, esas pruebas de amor!»
En el papel amarilleado, reconocí la letra ancha e incli­
nada de Simone. Comentarios afectuosos, anécdotas gra­
ciosas... ¡Qué diferencia con el tono que empleaba para di­
rigirse a Sartre! Allí no había el menor desprecio, sino un
vocabulario cálido, protector, divertido. Héléne me mos­
tró más de ochenta cartas de Simone, todas ellas cariño­
sas y cómplices, cartas que, más tarde, intentó publicar.
Pero para ello necesitaba el permiso de Sylvie Le Bon-de
Beauvoir, que no se lo dio. Y eso que la publicación de esas
cartas permitiría restablecer una verdad distinta.
También había allí, entre aquella correspondencia,
un texto que Sartre había escrito para el catálogo de la
exposición en Brest, en abril de 1975: «La obra que ex­
pone hoy Héléne de Beauvoir es el resultado de una lar­
ga búsqueda. Ella descubrió, ya desde el principio, que
la fabricación de simulacros conduce al fracaso a la
hora de alcanzar las cosas: sin embargo, le gusta dema­

2. La consulta de estas cartas, en el Departamento de Manuscritos de


la Biblioteca Nacional (microfilmes 8658 y 8659) confirma que S. de
Beauvoir había suprimido los pasajes (entre corchetes en el manuscrito)
poco elogiosos respecto a su hermana. Lo correcto es no citarlos. Así que
no se suelen citar. Trabajo de investigación efectuado por Anne Strasser-
Weinhard para su doctorado: «Les figures féminines dans íes autobiogra-
phies de Simone de Beauvoir» [Las figuras femeninas en las autobiografías
de Simone de Beauvoir], Universidad de Nancy-II, 2001.

219
E sca ne ad o C am S ca nn er
siado la naturaleza -bosques, jardines, lagunas, plantas,
animales, cuerpos hum anos- como pan» renunciar a ins­
pirarse en ella. Entre las xanas obligaciones de la imita­
ción y la aridez de la abstracción pura, ella ha abierto su
propio camino. Contraria al trampantojo, ella ha recu­
perado. deliberadamente, la ingenuidad de los primi­
tivos que inscriben su universo en superficies planas;
pero, en ese espacio imaginario, liberado de las leyes de
la perspectiva, el boceto de una flor, de un caballo, de un
pájaro, de una mujer, evoca la realidad. En Alicia en el
país de las maravillas, un gato se desintegra, dejando an­
te las miradas atónitas su sola sonrisa; de igual modo,
en los cuadros de Héléne de Beauvoir, la dicha o la an­
gustia emanan, con cautivadora evidencia, de imágenes
cuyos contornos no están trazados. No hay nada gratui­
to en estas composiciones en las que la forma y el fondo,
las invenciones y las evocaciones se interpenetran y se
comunican. Sin embargo, bajo ese rigor, se adivina una
exuberancia feliz. Por encima de sus invenciones con­
certadas, la pintora se entrega libremente al placer de
pintar, y por eso su obra, al tiempo que convence, sedu­
ce.»3
Héléne releyó el artículo con mirada sombría, luego lo
dejó a un lado y miró el volumen de la correspondencia:
-E sas frases son terribles para mí. Jamás me recupe­
raré de esto. Simone y Lionel se han ido. Y ahora estas
cartas... Lo he perdido todo. Todo.
Yo me quedé aterrada. Sobre la mesa había un mon­
tón de cartas de mujeres, admiradoras de Simone, la
mayoría universitarias, provenientes de todo el mundo.
Al igual que su hermana, Héléne respondía a todos los
requerimientos: «Así tengo la impresión de que Simone
sigue cerca de mí», solía decir. ¿Qué ocurriría a partir
de ahora? A la tristeza de la pérdida se sumaba ahora la
puñalada de la traición, poniendo en tela de juicio todos
los recuerdos felices.

3. Catálogo de la exposición de las obras de Héléne de Beauvoir en el


museo de Brest, abril de 1975.

220

E sca n e a d o co n C am S ca nn er
Héléne decidió denunciar la publicación de las car­
tas de Simone a Sartre en Les Demiéres Nouvelles d ’Alsa-
cc. No entendía por qué se había arrojado tanta negrura
sobre personas que aún estaban vivas. Pero las frases
ofensivas sobre ella no eran el único motivo de su pesar.
También le había afectado el hecho de que salieran a
la luz los amores de su hermana con muchachas muy jó­
venes.
Héléne era solidaria con las reivindicaciones por los
derechos de los homosexuales, tal y como demostraría
al conceder una entrevista sobre su pintura a una revis­
ta feminista homosexual, Lesbia Magazine.4 Estaba al
corriente de las inclinaciones de Simone por los amores
femeninos, aunque sin medir su importancia. Varias
alumnas menores,5 y no sólo Olga, habían sucumbido a
los encantos de su hermana mayor. ¿Significaba eso
una falta de lucidez por parte de Héléne? La duda la
mortificaba. Ella me miró con aire interrogador.
-¿Sabe Héléne? Nosotras tampoco éramos conscien­
tes de la bisexualidad de Simone.
-Ella siempre fue muy discreta a ese respecto. Duran­
te años, creí que el Ministerio de Educación había sido
injusto al expulsarla, durante la guerra. Ahora sé que es­
taba equivocada. Mi hermana no debería haber corteja­
do a sus alumnas. Ahora entiendo a los padres que se que­
jaron.
Yo pensaba en nuestras reuniones de los domingos.
Simone se quedaba de piedra cuando le preguntaban
sobre sus inclinaciones. Las negaba una y otra vez. Sin
duda porque le preocupaba el daño que eso podría cau­
sar a su familia y a su reputación. Y, sin embargo, nunca
hizo lo necesario para evitar que sus allegados descu­
briesen, después de su muerte, lo que tan cuidadosa­
mente había ocultado en vida.
4. Lesbia Magazine, n.° 105, mai 1992, páginas 24-28. Esta revista ho­
mosexual feninista realiza una labor considerable para la promoción de
las mujeres artistas. .
5. En aquella época, se alcanzaba la mayoría de edad a los veintiún
años.

221
E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
Poco después, Héléne leyó el testimonio de Bianca
Lamblain.6 Bajo la ocupación alemana, esta joven judía
había sido cortejada por Simone, y luego arrojada en
brazos de Sartre para form ar el trío tan querido por el
autor de El Ser y la Nada. Luego, en plena guerra, des­
preocupados de las consecuencias de su acto, la habían
abandonado. Al aparecer la correspondencia, Bianca
también había descubierto los pasajes que hablaban de
ella. Simone, a quien ella tanto había amado, expresaba
en sus caitas un profundo desprecio hacia Bianca. En
venganza, ésta había escrito, con toda la rabia de su co­
razón, su versión de la historia. Una versión que dejaba
por los suelos a los dos mandarines. Héléne se pregunta­
ba, además, si no habría sido ese episodio la verdadera
causa de la adopción posterior de Arlette: la manera en
la que Sartre se perdonaba a sí mismo su cobardía y su
inconsciencia durante la guerra, ya que Arlette, al igual
que Bianca, era judía.
-Después de leer su testimonio, escribí enseguida a
Bianca -m e dijo Héléne-. Quería que supiese que com­
prendía muy bien lo mucho que había sufrido. Y ella me
respondió. La publicación de estas cartas nos ha des­
truido a ambas.
Yo posé mi mano sobre la suya.
-Sim one la quería, Héléne, lo sé porque fui testigo
de su am or por usted. En ese mundillo literario tan ce­
rrado, todos se criticaban mutuamente. Despreciaban a
los que no eran de los suyos. Pero eso no impidió que su
hermana se sintiera unida a usted.
La pequeña bajó la cabeza. Se sabía de memoria mis
argumentos, pero necesitaba volver a oírlos, una y otra
vez, como si hieran el estribillo de una canción familiar.
Héléne me escuchaba con atención pero, tras serenarse
un momento, volvía a ser presa de la duda. Entonces le­
vantaba la cabeza y empezaba a decir de nuevo:
-Pero ¿cómo, cómo ha podido publicar estas cartas?

6. Bianca Lamblain, Mémoires d ’une ¡enríe filie dérangée [Memorias de


una joven informal], Balland, París, 1993.

222
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
a °„<?ue ahora estaba sola en su casa, sola con sus
gatos, Héléne pintaba impulsada por la energía de la
desesperación. En Le Grand Départ [El gran viaje] se
\t‘ía un paquebote alejándose de la orilla. Las serpenti­
nas que lo ligaban al muelle estaban rotas. En el embar­
cadero, una mujer recogía los jirones de papel:
—Esa mujer soy yo -m e dijo Héléne-, Lionel y yo so­
líamos lanzar serpentinas a los pasajeros que partían a
alta mar.
—¿No ha hecho usted ningún retrato nuevo de él?
-No. No me he atrevido... Y, además, ya tengo uno
junto a mí, el que le hice cuando era joven. Mis muertos
están ahí, en pintura.
Mis visitas no llegaban a llenar su soledad. Yo la ani­
mé a ir a París, a salir, y ella aceptó, conoció a gente nue­
va, expuso en Bruselas. Participó en la preparación de un
libro dedicado a su trabajo.7Tras publicar sus Memorias
en 1987, cuya publicación sólo había despertado una
cierta estima, este libro la reconfortó y la tranquilizó:
-¿Lo ve, Claudine? Mi obra pictórica es reconocida...
-P o r supuesto, y aún lo será más, y usted montará
nuevas exposiciones... Además, su libro va a ser traduci­
do en Alemania...
-Sí, estoy encantada. Mis cuadros siempre se han
vendido muy bien al otro lado del Rin. Sin duda por su
temática ecologista... y por mi defensa de las mujeres.
Sentí un gran alivio. Héléne tenía un montón de pro­
yectos nuevos.
-H e conocido a una pareja encantadora a la que le
entusiasma mi obra. Quieren convertirme en una pinto­
ra célebre. Dicen que, con este talento, no entienden
cómo mis amigos no han conseguido darme a conocer
en el mundo entero. Están dándole vueltas a varias ideas
para m ontar exposiciones, y van a venir a Goxwiller a
llevarse varios cuadros míos, para exponerlos...
Sus palabras me alertaron. El torbellino de activida­

7. Patricia Niedzwiecki, Hélene de Beauvoir, peintre, op. cit„ libro con


reproducciones de sus cuadros.

223
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
des en el que Héléne se estaba metiendo no lograba
ocultar su pesar. A sus casi ochenta y cinco años. Héléne
era una mujer muy vulnerable. «Estoy segura de que es­
tos próximos años van a ser muy hermosos», me dijo
mientras cenábamos. Yo quería creerla, pero, en mi in­
terior, no estaba tan segura. Aquel entusiasmo repenti­
no por unas improbables exposiciones a lo largo y an­
cho del planeta me incitaba a la prudencia.

Héléne empezaba a declinar. Unos meses después, le


diagnosticaron un soplo en el corazón. Tenía que some­
terse a una operación a corazón abierto. Aun así, seguía
subiendo por los caminos del monte Sainte-Odile y del
Champ du Feu, recorriendo los senderos de los Vosgos
cada semana. Nosotros, sus más allegados, sentíamos
todos la misma inquietud: temíamos que aquella inter­
vención pudiera provocarle más desgastes y agravar su
estado. «Mi salud ha empeorado -me confió Héléne-.
Sin duda a causa de la edad y del cúmulo de tristezas. La
muerte de Simone, la de Lionel, y luego la publicación
de esas cartas... me extenuaron. Pero he decidido some­
terme a esa intervención, porque, según me han dicho,
ya está muy controlada.»
Para poder sobrevivir, Héléne se zambullía en su tra­
bajo. A pesar de la artritis que padecía y que le agarrotaba
las manos, seguía pintando día y noche en su taller baña­
do de luz, donde resonaba la voz de la Callas. La artista no
quería hundirse en la tristeza: «A pesar de todo, la vida es
bella», me repetía con una convicción que a mí me pare­
cía algo exagerada. La operación se retrasó unas sema­
nas. Antes de someterse a ella, Héléne quería hacer un via­
je a las orillas de su juventud. Una amiga de Portugal, que
había ido a vistarla a Goxwiller, había encontrado, en el
taller de Héléne, detrás de unos tabiques polvorientos, los
cuadros que ésta había pintado durante la guerra en Alva-
re, en Porto y en Lisboa. La pintora nunca los mostraba.
Tan sólo le interesaban sus obras actuales o recientes, y
relegaba las telas de antaño al olvido. Con todo, la idea de
realizar un peregrinaje, una vuelta a las fuentes, se había
¿tr-n-dUi cío -
ouo.o
224

■. ■ ’ .i • • . ■.

E sca ne ad o C am Scanne
abierto paso en su mente: «No he vuelto a Portugal desde
la gucn a \ desde que me casé con Lionel -m e dijo emocio­
nada—.Ya han pasado cincuenta años. ¡Acompáñeme!»
Yo acepté. Monique también vino con nosotras. Mo­
nique, amiga íntima de Lionel y de Héléne, era la madre
natural de Sandro, al que Lionel había adoptado con
ocho años. A pesar de todas las exposiciones que ella ha­
bía hecho durante la Segunda Guerra Mundial, Portu­
gal no había prestado el menor interés a la obra de Hélé­
ne durante medio siglo, cosa que daba a nuestro periplo
una resonancia especial. Esta vez, la pintora iba invita­
da oficialmente por la Universidad de Aveiro, al sur de
Porto, para inaugurar tres exposiciones dedicadas al
conjunto de sus cuadros del período portugués.
El presidente de la República de entonces, Mario Soa­
res, iba a estar presente, pero se rompió el brazo el día an­
terior y tuvo que cancelar su visita. En su lugar fue el se­
cretario de Estado para la Cultura. En el recinto de la
universidad, de estilo ultramoderno, Héléne dio una con­
ferencia sobre la mujer y la creación, un tema crucial
para entender su trabajo y sobre el que muchas veces le
había pedido su opinión a Simone sin preocuparse por la
suya. Ahora era el momento de que Héléne denunciara
alto y fuerte la injusticia que sufrían las mujeres artistas,
todas las trabas angustiosas que encontraban en su cami­
no y que ella tan bien conocía por experiencia propia.
«No hay más que ver la misoginia que reina en los
museos franceses -decía-. Las obras que hay colgadas
de Suzanne Valadon dejan mucho que desear. Apenas
se exponen las telas de Sonia Delaunav, comparadas
con las de su marido, y eso que ella fue una gran pinto­
ra. De hecho, ya se sabe que fue ella quien le contagió el
gusto por el color.8 Y Viera da Silva sólo tiene un cuadri-
to pequeño en el pasillo.» Yo entendía su frustración.
«La sociedad sigue sin tomarse en serio la labor creado­
8. Durante los últimos veinte años, gracias al dinamismo de la direc­
tora del Museo de Arte Moderno de París, varias mujeres artistas empeza­
ron a alcanzar un auténtico reconocimiento. Pero aún queda mucho por
hacer para promocionarlas como se merecen.

225
E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
ra de las mujeres -repetía-. Me gustaría que las creado­
ras Fueran tratadas igual que sus homólogos masculi­
nos, o sea, como profesionales.»
Las cámaras de televisión, los objetivos de los fotó­
grafos ya no apuntaban a Simone. Su hermana estaba
recibiendo una atención y una gloria inesperadas. Hélé-
ne contó la historia abrumadora de las olvidadas del
arte a través de los siglos. Al escucharla, el tema parecía
inagotable y los obstáculos aún considerables.
El público, numeroso y compacto, escuchaba en si­
lencio. La nueva generación portuguesa se expresaba
ahora en inglés: en cincuenta años, la lengua france­
sa había perdido su lugar preponderante. Y, sin embar­
go, había universitarios, pintores, escritores, mujeres de
la política que se habían desplazado desde Porto, pero
también desde Lisboa. Todos se quedaban vivamente
asombrados ante aquellos cuadros que representaban el
mundo campesino, agrícola y obrero del Portugal de la
década de 1940. «¡Ese Portugal ya no existe! -decían-.
¡Su obra pertenece ahora al patrimonio de nuestro país!»
Héléne asentía complacida. Su obra era un homena­
je luminoso a aquellas mujeres y a aquellos hombres
que trabajaban tan duramente. Las escenas campesi­
nas, el trabajo de las mujeres combadas sobre el agua de
las salinas dejaban adivinar una mirada crítica sobre la
vida social de la época. La pintora, que por entonces te­
nía treinta años, había desechado las escenas intimistas
para plasmar una realidad más dura, más auténtica.
Esta vez, la benjamina de las Beauvoir estaba rozan­
do la celebridad. Nadie hizo la menor alusión a su her­
mana. Al finalizar su estancia, Héléne donó sus cuadros
a la Universidad de Aveiro, puesto que ésta quería crear
un museo con su nombre. Por fin, Héléne se sentía en
paz consigo misma. Aquel regreso a las fuentes le había
aportado una energía insospechada. Y yo... Yo estaba
asombrada y encantada.9
9. El museo aún no existe como tal. pero una sala de exposiciones de
obras de arte, situada en el recinto de la Universidad de Aveiro, lleva, en
efecto, el nombre de Héléne de Beauvoir.

226

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
La víspera de nuestro viaje de vuelta a París, visita­
mos una bodega de Porto. El dueño, alertado de su llega­
da, le ti ajo en una bandeja de plata tres oportos añejos:
«jPruébelos, señora!» Héléne olvidó su cansancio y se be­
bió, riendo, los tres vasitos. Por la noche, estuvimos escu­
chando fados hasta las dos de la mañana. Estábamos
agotadas, pero Héléne parecía lanzadísima: «Dentro de
una semana, me operaré. ¡Quiero aprovechar estos últi­
mos momentos!», exclamaba mientras se mecía con la
música. ¡Qué bien la entendía yo! Su soplo en el corazón
no parecía molestarla, y sin embargo... Sus días y sus ho­
ras estaban contadas. Y ella lo sabía. En el aeropuerto,
me plantó sendos besos, alegre y satisfecha de su viaje.
-¡Hasta la semana que viene, en el hospital!

Pasaron los meses. De vuelta en su casa, tras una


operación de corazón y una larga convalecencia en un
centro especializado, Héléne se dedicaba a leer el correo,
los periódicos y algunos libros. Deambulaba a paso lento
por la casa. Los días se sucedían uno tras otro, sin una vi­
sita a su taller, sin su pintura. Junto a ella, sentada siem­
pre en el gran diván, el teléfono era su vínculo de unión
con el mundo exterior. Pero la calma no duró. Algunos
fines de semana, aquella pareja con la que había hecho
amistad volvía a verla. La casa se llenaba entonces de
gritos y de risas, de chocarrerías dichas al tuntún. La se­
ñora María, la asistenta, era relegada a la cocina. Aque­
llas personas querían controlarlo todo. Iban al banco y,
generosamente, con el dinero de la cuenta de Héléne, pa­
gaban el sueldo de la señora María y las facturas: «Estoy
muy feliz con estas nuevas amistades -me repetía Hé­
léne-. Muy pronto, gracias a ellos, seré realmente famo­
sa.»
La esperanza había germinado en ella. Una esperan­
za que la revitalizaba tras años de luto y de desolación,
cosa que yo comprendía. Pero el caso fue que empezaron
a desaparecer joyas, cubiertos de plata... Justo por aquel
entonces, entró a trabajar una joven para ayudar a Hélé­
ne con los quehaceres de la casa. Una chica que, en la co­

227

E sca n e a d o c o n C am S ca t
ciña, no paraba de empujar a la señora María: «¡Quite,
quite, usted es demasiado vieja! ¡Déjeme a mí! ¡Venga,
lárguese!» Los gritos llegaban hasta el cielo. A sus ochen­
ta y cinco años, la señora María seguía siendo fiel a quien
había servido durante años. Sin embargo, a causa de sus
problemas de espalda, ya no podía subir las escaleras. La
señora María había nacido en 1910, igual que Héléne.
Había conocido la Alsacia ocupada por los nazis. Había
trabajado como sirvienta en París, antes de volver a su re­
gión y casarse. De esa unión había nacido un hijo disca­
pacitado. El valor y la tenacidad de la señora María eran
ejemplares. Cuando, a los sesenta años, entró a servir en
la casa de los De Roulet, también cultivaba la tierra y re­
partía los periódicos al alba. Cuidaba con pudor a Héléne
y a los suyos. Pero ahora todo estaba patas arriba. En
Goxwiller, Héléne, debilitada, escuchaba sin reaccionar
aquellas disputas domésticas. «No pienso volver más a
casa de la señora De Roulet -me dijo la señora María en
una de mis visitas-, lo paso muy mal.»
Desde entonces, la casa solía quedar en manos de
esa pareja que quería conducir a Héléne por los sende­
ros de la gloria. Un día, llegó una camioneta de París
para buscar un lote de cuadros y un centenar de graba­
dos, entre ellos, los más hermosos de su autora. Los ve­
cinos del pueblo estaban conmocionados. Poco des­
pués, le pregunté a Héléne acerca de esa repentina
mudanza:
-¿Dónde los van a exponer?
-Aún no sé el lugar, pero creo que van a organizar
una o dos exposiciones con ellos.
-¿No ha esperado usted a conocer los nombres de
las galerías?
-Pues no, porque me fio. En la vida, es muy impor­
tante fiarse de los amigos, Claudine.
En mi siguiente visita, constaté que su coche había
desaparecido:
-La nueva chica de la limpieza, la que se ocupa de
mí, quería comprármelo. Y se lo vendí.
-¿Y ya le ha pagado?

228

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
-No.
-Bueno, pues, al menos le habrá dado un anticipo...
-1 ampoco. La chica no tiene mucho dinero, ya sabe...
Pero no se preocupe, me lo dará en cuanto pueda.
Los habitantes del pueblo observaban, perplejos, a
aquella joven que se paseaba al volante del coche de la
mujer a la que ellos consideraban su señora.* En Gox-
willer, la gente quería mucho a Héléne: durante años,
ella había corregido, por la noche, los deberes de los niños
que venían a llamar a su puerta. Les ofrecía un tazón de
chocolate o una limonada y, con suma amabilidad, leía
sus redacciones o les hacía repasar las tablas de multi­
plicar. Saludaba a los vecinos que a veces la obsequia­
ban con una lechuga, unos tomates o unas flores de su
jardín. Pero desde la llegada de aquella pareja, se habían
disparado los rumores. La casa ya no era la misma. Allí
pasaban cosas muy raras. ¿En qué acabaría aquello? La
gente estaba apenada por Héléne, pero ¿qué podía ha­
cer? Así que los agricultores seguían su camino, suspi­
rando por el tiempo que pasa y la triste soledad de las
personas mayores.
Los cuadros y los grabados no volvieron nunca.
Cada dos por tres surgían gastos imprevistos, y los «nue­
vos amigos», claro, no tenían un céntimo, así que había
que echarles una mano. Héléne seguía esperando en
vano esas grandes exposiciones que iban a darle la con­
sagración con la que tanto soñaba. En medio de ese am­
biente, una llamada telefónica vino a dar la alarma.
Eran los del banco, que llamaban para pedirle a la seño­
ra De Roulet que pusiera al día su cuenta, porque estaba
en números rojos. Héléne ya no estaba en condiciones
de viajar, ya no pintaba y tan sólo recibía a sus amigos.
Lionel le había dejado una cuantiosa pensión de viude­
dad y una cartera de valores, que, supuestamente, le
permitían vivir sin apuros económicos. Pero el banco
era serio. Héléne estaba en números rojos; los ahorros
acumulados por Lionel a lo largo de su vida se habían

* Chátelatne: «Castellana» [señora del castillo], en el original. (N. del T.)

229

E sca ne ad o C am S car
esfumado en dos años. La señora De Roulet había fir­
mado cheques de varios miles de francos casi semanal­
mente para financiar los gastos de sus «amigos». Ahora,
a sus ochenta y siete años, Héléne se encontraba, de la
noche a la mañana, arruinada. Un desastre que venía a
sumarse a la desaparición de sus cuadros. Si los gastos
seguían aumentando, muy pronto tendría que hipotecar
la casa.
Héléne no parecía ser consciente de los peligros que
la amenazaban. Me repetía constantemente, como si no
pasara nada: «Yo no necesito gran cosa para vivir.» Y era
cierto. Desde la operación, no había conseguido recupe­
rar sus fuerzas, y su existencia se limitaba a la lectura. El
taller estaba cerrado. Cuando me atrevía a aludir a su si­
tuación económica, siempre me respondía: «Eso no tie­
ne importancia», y apartaba la vista. Con todo, una no­
che me confesó que se sentía perdida. Su mirada fue a
posarse en los retratos de Simone y de Lionel que colga­
ban de las paredes. Me agarró la mano y añadió: «Es
muy duro quedarse a solas con los muertos.»
Durante los meses siguientes, Héléne aceptó poner­
se bajo tutela judicial. La primera curaduría estuvo con­
trolada por un agente de la ciudad de Estrasburgo. Al
año siguiente, se estableció otra nueva, controlada por
el Estado francés. Ningún miembro de su círculo de
allegados estaba vinculado a la curaduría. Así, ésta po­
dría llevarse a cabo sin la menor ambigüedad y con toda
confianza. Héléne ya no llevaba encima ningún talona­
rio de cheques, de manera que, en muy poco tiempo, su
cuenta bancaria se restableció. ¡Ya era hora! La famosa
pareja pretendía visitar su casa de Trebiano para coger
allí unos cuadros indispensables para las grandes expo­
siciones que, en teoría, estaban preparando... Al ente­
rarse, un viejo amigo italiano de Lionel y de Héléne ex­
clamó por teléfono: «¡Que vengan, que vengan! ¡Les
estaré esperando con una escopeta!»
Desde entonces, los «amigos» se fueron esfumando
poco a poco. Dejaron de ir junto al lecho de Héléne. De
vez en cuando, una esporádica llamada telefónica nos

230

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
recordaba su existencia. En seis años» Héléne no recibió
ni una visita suya, y mucho menos el dinero de los cua­
dros que, supuestamente, habían vendido. Los cuadros
y los grabados nunca le fueron devueltos... Tal vez apa­
rezcan algún día en una sala de subastas. En cuanto a
las exposiciones internacionales, jamás tuvieron lugar.

Pero, ahora, la mayor preocupación de Héléne era


otra: quería quedarse en su casa hasta el final. Nos hizo
prometer a Sandro, a Chantal, a la hermana de ésta, a su
sobrina Catherine y a mí, que no permitiríamos que aca­
bara su vida en un asilo. Y eso hicimos, aunque no nos
resultó nada fácil. En diciembre de 1995, Héléne pasó
su primera Navidad encamada. Le costaba mucho des­
plazarse de una habitación a otra.
-Despiérteme por la noche, si necesita levantarse.
-Se lo prometo -me dijo.
Pero de noche se levantó sola, tropezó en un escalón
y se desplomó gritando en la entrada. Yo me levanté de
un brinco. Héléne estaba en el suelo, gimiendo, sufrien­
do mucho. Llamé a una ambulancia. Aquella Navidad,
la nieve caía sobre los campos de Alsacia. Fuimos al
hospital de Estrasburgo. Tumbada en una camilla, Hé­
léne lloraba:
-Lléveme de vuelta a casa, enseguida.
-No, Héléne, primero hay que hacerle una radiogra­
fía. Tiene que examinarla un médico.
-Pero si estoy muy bien.
El enfermero protestó:
-No, señora: está usted herida.
En el hospital, le diagnosticaron una fractura del
cuello del fémur. Pensé en Simone y en la promesa que
le había hecho de proteger a su hermana pequeña. No
había sido capaz de evitar lo peor. El año que ya había
transcurrido se resumía, en el caso de Héléne, en un sin­
fín de pesares y de estancias en el hospital. Yo ya no me
atrevía a confiar en que mejorara su estado. No obstan­
te, unas semanas después, la benjamina de las Beauvoir
volvió a su casa, a sus cuadros y a sus gatas. «Desde

231

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
siempre, asisto con pena a la muerte de mis gatos -me
dijo-. Viven menos tiempo que nosotros, y los añora­
mos.» En su diván, sus dos nuevas compañeras, la sia­
mesa Artémise y Agathe, una europea, solían acurrucar­
se entre sus piernas. No se separaban de ella.
Esa primavera, apoyándose en un bastón y ayudada
por una enfermera, Héléne pudo bajar al jardín; observó
los peces rojos en los estanques y admiró las nuevas llo­
res. Al pasar por delante del taller, le echó un vistazo,
pero breve, como para no reabrir la herida: «Aún estoy
un poco cansada como para ponerme a pintar de pie,
delante del caballete, pero, de aquí al verano, debería
coger de nuevo los pinceles.» Yo la animé a ello, mien­
tras ella se dejaba sentar en una butaca y contemplaba
su universo: Goxwiller. Su pensión apenas llegaba para
pagar las noches y los días de las enfermeras que la
atendían por tumos. Mujeres jóvenes -estudiantes de
psicología, en su mayoría- que traían un soplo de juven­
tud a su casa. Yo, al verlas allí, me percataba de hasta
qué punto habían pasado los años: Mayo del 68, las lu­
chas por los derechos de las mujeres con las hermanas
Beauvoir, todo parecía tan lejano... Cuando evocaba
esos momentos con ellas, me respondían: «Señora, no­
sotras no habíamos nacido en aquella época. ¡Para nos­
otras, eso es historia!»
Entonces me daba cuenta de que yo misma había en­
vejecido. Me veía como una antigua combatiente año­
rando el pasado. Esa misma primavera, Héléne recibió
una buena noticia. Una pareja de amigos alemanes que
regentaban una galería habían conseguido vender mu­
chos cuadros suyos. Héléne recibió de sus manos el fruto
de su trabajo y me dijo: «Con todo, de vez en cuando, me
gano la vida con mis cuadros. Simonese habría alegrado,
¿a que sí?» Y, por unos instantes, recuperó su radiante
sonrisa. La misma sonrisa que había seducido a Jean Gi-
raudoux y a Lionel. Aunque enseguida volvió a zambu­
llirse en una lectura que no se sabía si era real o fingida.
Poco a poco, allí en Goxwiller, Héléne pareció recu­
perarse del todo de su caída. Comía en la mesa, con diíi-

232

E sca n e a d o c o n Cam Scanne


cuitad pero siempre con alegría. Lenta, suavemente iba
recuperando sus fuerzas. La serenidad.

Cogí el teléfono. Oí una voz, una voz alterada, al otro


lado del hilo. La enfermera de Héléne había perdido su
calma habitual: «La señora De Roulet tuvo visita esta
tarde. Unos amigos de Estrasburgo le trajeron Cartas a
Nelson Algren de su hermana, que acaban de salir. Em­
pezó a leerlas y luego se quedó dormida. ¿Qué hago?»
Me eché a temblar. Estaba convencida de que Hélé­
ne no aguantaría otra impresión tan fuerte. La publica­
ción de las cartas de Simone a Sartre ya le había causa­
do una herida de la que no se había recuperado. Cartas a
Nelson Algren contenían varias frases increíblemente
despreciativas sobre Poupette. Si las leía, sentiría una
pena desmesurada. Acabaría sus días hundida en la de­
sesperación. Cuando por ñn recobré el aliento, respondí
con voz firme:
-¡Esconda el libro!
-Pero ¿y qué le digo cuando despierte?
-Finja que ya lo había acabado.
-No me creerá.
-Al menos inténtelo. Y haga desaparecer ese libro.
Colgué el teléfono temblando. Las palabras sobre
Héléne y Lionel que Simone había escrito a su amante
habrían anonadado a su frágil hermana. ¿Para qué ha­
cerla sufrir más? Se moriría si las leía. ¿Cómo iba a en­
tender ella la falta de compasión de Simone para con
Lionel cuando éste, en 1948, perdió su trabajo? El 26 de
enero de ese año, Simone le escribió a su amante de Chi­
cago: «El cuñadito* llegó ayer, cené con él y con mi ma­
dre, y no dejaron de pelearse, aunque ninguno tenía ra­
zón, los dos son igual de mezquinos [...] Por supuesto,
las está pasando canutas, pues está sin trabajo (debido a
la reducción de la plantilla funcionarial) y sin techo bajo
el que cobijarse. De aquí un mes, mi hermana volverá de
Yugoslavia; están pelados y no saben qué hacer [...] Él

* Véase nota de la p, 181 al respecto de esta palabra. (N. del T.)

233

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
considera, por su cuenta y riesgo, que tiene derecho [su­
brayado por Simone de Beauvoir] a que todo quisque le
ayude, y yo odio a la gente que cree tener el menor dere­
cho sobre cualquiera [ídem] [...] Además, se pasa el día
gruñéndome porque en junio mi hermana va a tener
una exposición, a exhibir sus cuadros en una galería, y
opina que yo debería [ídem] hacer acto de presencia.
Pues bien, no pienso hacerlo, y usted sabe la razón.
¿Cómo le voy a transmitir a ella algo de talento si no lo
tiene? [...] Lo que debe hacer es pintar buenos cuadros,
y, si no, que deje de pintar. No puedo convencer al pú­
blico de su genio cuando no lo tiene, so pretexto de que
es mi hermana...»10
Ese pasaje me consternaba. El mundillo existencia-
lista del Saint-Germain-des-Prés de la posguerra tenía
dos caras. La cara afectuosa, presente, inquieta por su
familia, que yo había conocido y visto con mis propios
ojos. La Simone atenta con su hermana, preocupada
por ella, haciéndome preguntas sobre su bienestar. Yo
era testigo de esas pruebas de afecto. Aún podía escu­
char sus risas al teléfono, cuando volvían a ser las dos
hermanitas cómplices. Y luego estaba ese correo ínti­
mo, privado, de un cariz bien distinto.
Nada más despertarse, Héléne buscó el libro, y la en­
fermera aguantó el chaparrón como pudo. Desde su
cama, la hermana pequeña de Simone le lanzó una mi­
rada de reproche a la joven que intentaba protegerla.
A la semana siguiente, otros amigos inconscientes le lle­
varon de regalo esas «maravillosas» cartas de Simone a
su amante. Y volvió a darse la misma situación. Ante la
desaparición del tercer ejemplar, Héléne dejó de protes­
tar. Las cartas de Nelson Algren guardaron su secreto.

El siglo xx tocaba a su fin. En la cena de Nochevieja,


habíamos conseguido levantar a Héléne y acomodarla
a la mesa. La señora De Roulet ya no era más que un

10. Simone de Beauvoir, Letires á Nelson Algren, un amour transatlan-


tique, Gallimard, París, 1997, carta n.°66, del 26 de enero de 1948, p. 157.

234

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
fantasma. Sus ojos azul claro ya no nos miraban con la
misma intensidad. Ovillada en una butaca, sostenida
por unos cojines, apenas tenía fuerzas para beber un
vaso de burdeos y mordisquear un trocito de chocolate
negro.
Ante su silencio y su dificultad para alimentarse, yo
sentía una inmensa nostalgia. Las jocosas cenas con
Lionel, las conversaciones chispeantes, todo aquel uni­
verso que los gatos observaban tranquilamente desde
los sillones Luis XVI había desaparecido para siempre.
La casa parecía poblada de sombras, y su último espec­
tro era Héléne. Como le temblaban las manos, agarré su
tenedor y la ayudé a comer. Su fragilidad me conmovía.
Durante el postre, volvió a alzar la cabeza y contempló
largamente su retrato de Simone con una túnica de seda
roja, y luego el de Lionel de joven: «Me gusta mucho es­
tar aquí. Así veo mis cuadros. Es todo lo que me queda.
Aquí estoy con ellos.»
Héléne me indicó que deseaba volver a acostarse, así
que la instalamos suavemente en el sillón que estaba pe­
gado a su cama. Me quedé a solas con ella y la ayudé a
ponerse el camisón. Cada movimiento era un martirio
para ella. De repente, me sonrió:
-Claudine...
-Sí, Héléne...
Me estaba mirando fijamente.
-Creo que pronto voy a morir.
Al oír aquello, casi se me cae el camisón de las ma­
nos, el corazón se me aceleró. Tenía que tranquilizarme.
Rápido. Muy rápido. Así que le sonreí a mi vez y adopté
un tono firme:
-De eso nada, Héléne, ¡está usted mucho mejor que
el año pasado! Insisto, ¡mucho mejor!
Su voz se llenó de esperanza:
-¿Usted cree? Sí, es cierto: el año pasado estaba muy
fatigada... Dígame, ¿alguna vez piensa usted en Lionel?
¿Se acuerda de lo bien que lo pasábamos juntos? ¿A que sí?
-Sí, Héléne. No sólo le hizo usted feliz durante cin­
cuenta años, sino que, además, ¡le salvo la vida! Sin su

235

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
amor, sin su apoyo, él jamás se habría curado de su tu­
berculosis. ¡Tal vez se habría quedado paralítico!
Durante unos segundos, me pareció que estaba tan
atenta como antes. Entonces me preguntó con voz tem­
blorosa:
-Dígame, ¿cree usted que mi obra perdurará?
-¡Desde luego, Héléne!
-E n París, ¿todavía hablan de mí?
-Pues claro, ¡usted es conocida y reconocida! No tie­
ne por qué preocuparse.
Aferrándose a mis manos con las suyas, pequeñas y
descamadas, me lanzó una mirada que, más bien, pare­
cía una súplica:
-Y eso no es porque lleve el apellido de mi hermana,
¿verdad?
-E n absoluto, Héléne. Se lo aseguro. ¡Usted es céle­
bre por derecho propio!
-Qué bien, eso me complace mucho. Echo tanto de
menos a Simone y a Lionel. Ellos amaban mi pintura.
Muy pronto, regresaré al taller, ¿verdad?
-Sí, Héléne, pero espere unos días. Aún hace dema­
siado frío.
Después la acosté y cerré la ventana. El viento del Nor­
te soplaba con fuerza, trayendo un frío glacial. En apenas
unos minutos, Héléne se durmió, serena y distendida. Sus
labios esbozaban una sonrisa. Habíamos hablado de su
pintura. De su pintura y de sus muertos que, dentro de
ella, aún estaban vivos. Yo había exagerado su fama, pero
no me arrepentía en absoluto. Aunque su obra no estaba
cotizada, aún se vendía bien en Alemania y en Japón.
Tumbada en su cama, arrebujada bajo las sábanas. Hélé­
ne daba la impresión de haberse quedado tranquila.

Muy pronto, empezó a pasarse los días y las noches


durmiendo. Entre siesta y siesta, agarraba un periódico
o una revista, Les Tetnps modemts, por ejemplo, a la que
estaba subscrita. Era un gesto maquinal, poique «penas
podía mantener la atención unos minutos, y enseguida
volvía a sumirse en su torpor.

236

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
A veces me llamaba y, con una presencia de ánimo
sorprendente, charlaba igual que antes de la operación.
Esos momentos de gracia me llenaban de alegría y de
emoción. Entonces, su conversación era muy viva, aten­
ta y divertida, y yo me acordaba del pasado. Héléne, a
quien yo quería tanto, volvía a la vida. Pero, al día si­
guiente, ya no se acordaba ni de las palabras que había
dicho ni de haberme llamado.
La mañana del 9 de junio de 2000, cogí la carretera
de Goxwiller llena de aprensión. La noche anterior, me
habían advenido de que Héléne se sentía muy débil, que
se hundía en el sueño y la melancolía. Se acercaba su
cumpleaños: iba a cumplir noventa años, y nosotros es­
tábamos decididos a estar junto a ella en ese día tan es­
pecial.
A la altura de Verdón, telefoneé a Goxwiller. ¿Y si
aún no se había despertado? Pero, para gran sorpresa
mía, no fue la enfermera la que me respondió, sino la
propia Héléne, con voz rejuvenecida y alegre:
-Mi pequeña Claudine, ¡estoy cubierta de flores!
¡Qué cumpleaños tan maravilloso! ¡Les espero con im­
paciencia! ¡Vamos a montar una buena fiesta!
Y, en efecto, allí estaba, esperándonos, toda puesta y
maquillada. Sus pómulos marcados y sus ojos azules re­
velaban hasta qué punto había sido hermosa. La habían
acomodado en su sillón preferido. Desde allí, el come­
dor, no paraba de observarlo todo: «No esos vasos no,
mejor las copas alargadas. Pero, bueno, ¿cuándo vamos
a bebemos el champán?»
Las visitas y los amigos seguían llegando. Catherine,
la hija de su prima Jeanne, había venido desde Estras­
burgo. La vecina, la señora Grucker, le trajo rosas de su
jardín. La alcaldesa y el teniente de alcalde le regalaron
una planta. Por fin, servimos el champán. Yo llevé la
tarta de cumpleaños -un pastel de moca- y ella apagó
las velas.
La casa rebosaba vida, otra vez. Durante las dos ho­
ras que duró la merienda, Héléne se explayó en sus re­
cuerdos. Colgado en la pared, el retrato de Simone atraía

237

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
irresistiblemente nuestras miradas. Los colores vivos de
los óleos hacían más presente a la autora de El segundo
sexo. En un rincón, encima de la cama de su cuartito,
Lionel nos observaba con su mirada enigmática y los la­
bios fruncidos. Nosotros escuchábamos a Héléne con
esa intensidad con la que se disfrutan los raros momen­
tos junto a un ser querido. Por mi mente volvían a pasar
nuestros veinticinco años de amistad, de complicidad,
grabados para siempre en mí.
Antes de cenar, Héléne se sintió cansada y se fue a la
cama: durmió durante toda esa noche y el día siguiente.
Por la mañana, tuve que despertarla para despedirme de
ella antes de volver a París. Ella se sobresaltó, murmuró
unas palabras confusas. Había olvidado la fiesta del día
anterior.
A partir de entonces, su salud empeoró. Catherine la
visitaba varias veces por semana. Todos deseábamos ro­
dearla con nuestra presencia afectuosa, así que sus más
allegados se sucedían en la casa. Los contactos telefóni­
cos se hacían más breves, pues a Héléne le costaba reco­
brar el aliento, y yo notaba cómo se le iba yendo la voz
en el auricular. Una noche de otoño, me llamó. Acababa
de leer mi biografía sobre Sartre y Simone, Les Amanís
de la liberté [Los amantes de la libertad]:
-He revivido muchos momentos felices -me dijo,
emocionada-. Y, como ni Simone, ni Sartre, ni Lionel
están ya aquí, estoy apenada. Por eso quería decirle a
usted, que los conoció, que me siento triste y un poco
sola. Lo entiende, ¿verdad?
Yo no sabía qué responderle. ¿Qué podía añadir a eso?
Las lágrimas ahogaban su voz. Antes de colgar, añadió:
-Me ha hecho tanto bien oírla...
La cena de fin de año de 2001 fue triste. Héléne no
había logrado recuperar su energía pasajera del 9 de ju­
nio. Cuando me marché, el 2 de enero, sus ojos se empa­
ñaron. Su sonrisa se había esfumado. Cuando la abracé
-tan frágil con su camisón azul-, me miró fijamente,
con una mirada desbordante de tristeza. «Hasta muy
pronto, Héléne», le dije alzando la voz.

238

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
“ Pero ¿qué me dice?
Me sobresalté. Tumbada sobre el diván de la habita­
ción principal, con la gata Agaíhe a su lado, Héléne aca­
baba de despertarse. El tema que yo había sacado le
concernía directamente: se trataba de la venta del piso
de Simone. Anne Zelensky y yo estábamos intentando
convencer al Gobierno francés para que lo comprara v
lo convirtiera en un museo. Pero no era fácil...
Héléne intentó levantarse, en vano. Con un hilillo de
voz, murmuró: «¡Eso no es posible! A Simone le habría
gustado tanto transformar su piso en un museo o en una
casa para las mujeres! Es un lugar lleno de historia. ¡No
pueden darse por vencidas!»
Le temblaban las manos.
_¿Y qué hay del proyecto de la fundación?
-¿El que propuso Anne? Hace ya tiempo que se des­
cartó.
Héléne me pidió que me acercara a ella. Yo me in­
cliné sobre el diván, pues su voz era cada vez más inau­
dible.
-Entonces, no habrá fundación, ni museo, y el piso
será vendido, ¿no es eso?
-Sí, corremos ese riesgo, Héléne...
Ella cerró los ojos, recobró el aliento y añadió:
-¡Menudo lío!
Me quedé un buen rato junto a ella, asida a aquella
mano tan pequeña. Mientras ella descansaba, sentí que
me invadía una pena inmensa. El piso de la calle Schoel-
cher había abrigado los momentos más intensos de la
vida de Simone. Su amor con Claude Lanzmann, sus ve­
ladas con Sartre y el equipo de Les Temps modemes, y
aquellos domingos en los que, durante años, con alegría
y buen humor, habíamos preparado nuestras batallas
por los derechos de las mujeres en Francia. La verdad es
que tuve que hacer grandes esfuerzos para no llorar.
El Gobierno no tuvo tiempo de estudiar el informe,
porque, apenas unas semanas después, el piso halló
comprador. Desde entonces, nosotras, las feministas,
evitamos siempre pasar por la calle Schoelcher.

.. 239
E sca ne ad o C a m S ca n n e r
En el mes de mayo de 2001, la curaduría no encon­
tró otra enfermera disponible para cuidar a Héléne día y
noche, y ésta tuvo que ser hospitalizada tres semanas en
Obemai. Las enfermeras se ocupaban de ella amable­
mente; cuando les preguntábamos por su salud, siem­
pre nos respondían: «Ponemos a la señora De Roulet de­
lante del televisor, pero ella duerme mucho.» Por fin, a
finales de mayo, la llevaron de vuelta a casa. Le había
salido una llaga en el pie derecho, y tenía varias escaras
que la hacían sufrir. A las hermanas Beauvoir, les ha­
bían enseñado a no quejarse nunca del dolor. Héléne,
después de cinco años de pruebas físicas y de melanco­
lía, tan sólo lloraba cuando ya nos habíamos marchado.
Todas las mañanas, la enfermera le cambiaba la ven­
da. Los gemidos de la anciana atravesaban el tabique:
-¡Mi pie, se lo suplico, no me toque el pie!
Los medicamentos no le hacían efecto. La carne de
la planta del pie se había ido, poco a poco, corroyendo.
Héléne ya no podía caminar. Dormía en el antiguo co­
medor, transformado en cuarto de enfermo cuando la
salud de Lionel se había deteriorado. Su gran amor ha­
bía yacido en esa misma cama en la que ella estaba aho­
ra. Tan sólo el cartel de un coloquio en el que Simone
había participado y algunas fotos de Lionel alegraban la
habitación, amén de un grabado realizado por Héléne,
un testimonio de su trabajo. Los cuadros, y sobre todo
los retratos de los seres queridos, adornaban las otras
estancias de la casa. Nosotros no nos atrevíamos a cam­
biarlos de sitio, porque ella se habría dado cuenta de
que ya estaba condenada.
Héléne quería salir de ese cuarto que le traía demasia­
dos recuerdos penosos. Reclamaba su comedor, desde el
que veía la calle, las casas colindantes, a los habitantes de
Goxwiller y a los niños que iban a la escuela. La estructu­
ra de la casa complicaba sus desplazamientos. La mora­
da estaba compuesta, en realidad, por dos casas de estilo
alsaciano, adosadas en los primeros niveles. Para llegar a
la cocina y al salón, había que subir o bajar unas escale­
ras. Una enfermera sola no podía transportarla de una

240

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
habitación a otra. La única solución era utilizar una silla
de ruedas, pero Héléne se negaba en rotundo.
A principios de junio, todos confiábamos en que se
le curase el pie. Pronto sería su cumpleaños. Queríamos
recrear el ambiente festivo del año anterior, cuando ha­
bía cumplido los noventa. Desde París, telefoneé a la al­
caldesa de Goxvviller, una mujer simpática y afectuosa,
para pedirle que se uniese a nosotros en la merienda. El
9 de junio, Catherine y su marido fueron a buscarme a
la estación de Estrasburgo:
-Héléne está muy débil, pero se acuerda perfecta­
mente de que hoy es su cumpleaños.
En Obemai compré la misma tarta de moca. Moni­
que, la madre de Sandro y la enfermera habían conse­
guido llevar a Héléne a su habitación preferida, donde
nos estaba aguardando. Unos cuantos ramos de flores
decoraban el salón. La alcaldesa había traído champán.
Pensé en la fiesta anterior, y me produjo una fuerte im­
presión. Ahora, Héléne ya no hablaba. Su pie vendado,
apoyado en un cojín, la hacía sufrir al menor roce. Tenía
los labios hundidos. La vida parecía haber huido de su
cuerpo. Tan sólo su mirada evidenciaba su presencia.
Una por una, fuimos contándole nuestros recuerdos
más disparatados, confiando en sacarla de su torpor.
Héléne asentía con la cabeza, sonreía a pesar del can­
sancio que se leía en sus rasgos. Yo le recordé nuestro
viaje al oeste de Estados Unidos. Ella murmuró: «Lo re­
cuerdo muy bien», con una voz tan débil que tuve que
descifrar las palabras en sus labios.
Héléne aguantó el tirón durante dos horas, hasta
que se durmió y tuvimos que tumbarla en el diván. El
resto del día lo pasó sumida en el silencio. Por la noche,
Monique y yo la ayudamos a comer. La casa, tan alegre
antes, se había convertido en un santuario. Ya no tenía­
mos ganas de hablar. Me acerqué a ella para trocearle
los alimentos, sostenerle el tenedor, darle el vaso de bur­
deos. Necesitaba estar ahí, darle la mano, protegerla,
pues me había percatado de que acabábamos de com­
partir la merienda del adiós de su último cumpleaños.

241

Esca ne ad o C a m S ca n n e r
Al día siguiente, volví con Monique a París. Como en
tocias las despedidas de por entonces, Héléne estaba
tumbada en su cama, con la cabeza inclinada sobre la al­
mohada, la cara crispada, vuelta hacia las ventanas de su
jardín. Nos agachamos para besarla, ella giró la cabeza y
luego cerró los ojos. Salimos de la casa sin hacer ruido.
Durante los siguientes días, la llaga de su pie se agran­
dó. La carne estaba hecha jirones, como corroída por den­
tro. Los antibióticos ya no le hacían efecto. «Cada vez su­
fre más cuando le cambio la venda», me decía, turbada,
su enfermera preferida. A mediados de junio, Héléne
apenas conseguía alimentarse. La llaga seguía extendién­
dose. Los estafilococos que le producían las escaras no
cesaban de carcomerle la carne, con riesgo de provocarle
una septicemia. Sandro, que estaba en contacto con el
médico, fue informado de que había que amputar a Hélé­
ne la pierna derecha. La noticia lo sobresaltó. ¿Cómo iba
a soportar una señora tan mayor y al límite de sus fuerzas
semejante operación? Su cuerpo descarnado no pesaba
más de cuarenta kilos. Lo más probable es que no aguan­
tara ni siquiera la anestesia general.
Los escasos allegados que le quedaban a Héléne y yo
compartíamos los temores de Sandro. Aquello parecía
una locura de dudosos resultados. Así que le animamos
a esperar, pero, al final, Héléne fue sacada de su cama y
transportada en ambulancia a Estrasburgo a la consulta
de un cirujano. Tumbada en una camilla, apenas tuvo
fuerzas para susurrar:
-Quiero volver a mi casa.
-¿Sabe lo que eso significa? No podemos garantizar­
le, de ninguna manera, su salud.
-Déjenme morir.
La ambulancia la llevó de vuelta a Goxwiller. Al día
siguiente, el médico vino a preguntarle si aceptaba que
la operasen. Delante del curador,* la enfermera y San­
dro, que, destrozado, había acudido desde París, Héléne
abrió los ojos:

* El encargado de la curaduría o tutela legal. (N. del T.)

242

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
-Quiero quedarme en mi casa.
-Señora De Roulet, ¿es usted consciente de las con­
secuencias de esa decisión?
-Déjeme en paz. Déjeme morir.
Héléne había elegido. Pese a su extrema debilidad,
aún conservaba su lucidez. Esa misma lucidez que ha­
bía fortalecido a su hermana mayor. Nadie podía pasar
por alto su decisión.
El médico no le daba más que unos días, dos sema­
nas como mucho, de vida. Nuestro deseo era unánime:
Héléne no debía sufrir. El 29 de junio de 2001, comen­
zaron los cuidados paliativos. Las dosis de morfina le
calmaban el dolor. Héléne ya no gemía, salvo cuando
le cambiaban la venda. Pero la llaga se había adueñado de
toda la carne. Tenía el pie negro. El pus no paraba de su­
purar. El 30 de junio, Héléne dejó de comer. Parecía su­
mida en un coma del que nadie sabía si despertaría. Yo
rabiaba en París. Por razones profesionales y familiares,
no podía estar junto a ella. Catherine fue a verla el 1 de
julio. Nos llamábamos por teléfono cada dos horas.
A las 19.10 horas, Catherine se acercó a Héléne y le
dijo con una sonrisa forzada: «Claudine acaba de lla­
mar, ¡le envía un beso muy fuerte! Ya ve, ¡todo el mundo
piensa en usted!» Poupette entreabrió los ojos. ¿Habría
entendido aquellas últimas palabras? Un minuto des­
pués, su prima le cerró los ojos.

Cuando me comunicaron su muerte, me quedé sin


habla. Más que abatida, estaba agobiada. «Héléne ha
dejado de sufrir -pensé al momento-. Ahora descansa
en paz.» Por eso, al tiempo que la impresión del golpe,
sentí un cierto alivio. Sandro y Catherine se encargaron
de las exequias, y yo de avisar a las asociaciones de mu­
jeres que la habían conocido o que se sentían herederas
de las dos hermanas. Pronto empezaron las llamadas,
los mensajes de consuelo. Las reacciones de las antiguas
«hijas» del MLF se unían a mi sentimiento y al de tantas
otras: «En cierta medida, es como si Simone hubiese
muerto por segunda vez -decían-, pero una Simone

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
más afectuosa, más alegre.» Una vez más, estábamos de
luto por una Beauvoir. Con Héléne desaparecía el últi­
mo testigo de una generación que había cambiado la si­
tuación de las mujeres. Con ese espíritu, hicimos publi­
car una esquela en Le Monde; los grupos feministas
fundados por Simone, el espacio Simone de Beauvoir de
Nantes, así como unas cuarenta asociaciones, rindie­
ron, junto con Yvette Roudy y conmigo, un postrero ho­
menaje a la pintora y a la feminista. Como debía ser. De
hecho, Héléne me había expresado muchas veces su de­
seo de que las amigas de Simone la acompañaran hasta
su última morada.
El jueves 5 de julio a las 11 de la mañana, nos reuni­
mos en las alamedas del cementerio del Pére-Lachaise.
Las dos hermanas iban a separarse para siempre. Para
Simone, el privilegio de no abandonar el barrio de su in­
fancia y de reposar, junto a su compañero, en el cemen­
terio de Montpamasse. Para Héléne, el destino de las es­
posas, ser inhumada junto a su marido, en el panteón de
la familia De Roulet. Héléne de Beauvoir volvía a con­
vertirse en la señora de Lionel de Roulet para toda la
eternidad.
Delante de la entrada principal del cementerio, no
éramos más que unas cuantas. Aquellas exequias no te­
nían nada que ver con las de Sartre y las de Simone. San­
dro, Monique, Catherine, los amigos íntimos y Chantal
Dell, hermana de Lionel, acompañada de su hijo Ariel.
También habían acudido varias feministas y represen­
tantes de asociaciones.
Detrás de Sandro y de Catherine, fuimos siguiendo
al cortejo hasta llegar a la parte más alta del cementerio.
Bajo aquella llovizna fina, la marcha parecía intermina­
ble, resbalábamos sobre el pavimento mojado. En mi in­
terior, oía resonar la voz de Héléne, sus palabras de
aliento. Ella no se cansaba de repetirme, con alegría y
con frescura: «¡Sea feliz!» Sandro leyó un texto en el que
describía a Héléne, vista a través de los ojos del mucha­
cho que él fue a su lado. Yolanda Astarita Patterson,
presidenta de la Sociedad Literaria Simone de Beau-

244

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er
voir, contó sus recuerdos sobre Hélene. Yo pronuncié
unas palabras sobre su obra pictórica y su compromiso.
Luego arrojamos rosas en la tumba, sus flores preferi­
das, y, agarradas de la mano, emprendimos el camino
de regreso.
Mientras nos alejábamos, yo pensaba en la fuerza vi­
tal, en la energía que me habían legado Simone y Hélé-
ne. Los momentos de dicha compartidos volvían a aflo­
rar en mí. Incluso antes de salir del cementerio, supe
que aún me quedaba algo por hacer. Una vez desapare­
cidas Simone y Hélene, experimentaba la necesidad de
devolverlas a la vida.
Al alba del día siguiente, comencé a escribir.

245

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
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ria bilingüe francés-inglés, editada por la Société Simone
de Beauvoir (18 volúmenes).
Nouvelles Questions féministes, revista fundada por Simone
de Beauvoir y Christine Delphy, dirigida por Chrisiine
Delphy.
Lesbia Magazine, entrevistas con Héléne de Beauvoir y otios
artículos culturales sobre las mujeres artistas,
Les Temps medentes, 1945-2002, revista lundada por Jean-
Paui Sartre, Gallimard.

257

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r
D isc o

I'SC M I: 1 irnaiiut’lk 'Sim<«m do Beauv


Agradecimientos

Esta obra debe mucho a mi primera lectora, Héléne


Monties, que, con paciencia y delicadeza, me aportó su
mirada crítica y, al mismo tiempo, benévola sobre el
texto. Vaya aquí, para ella, la expresión de mi amistad.
Annick Dain, Liliane Lazar, Michéle Clément, Miché-
le Mazier, Thérése Ponthieu, Rebecca Chalker, Yolanda
Astarita Patterson, Patrick Pommier, Victor Kohskin-
Youritzin y Cecelia Yoder, me animaron a escribir esta
biografía que es también un testimonio. Su apoyo fue
muy valioso. Jean-Pierre Pouget, director adjunto del
Centro Cultural Francés de Turín, tuvo la amabilidad de
ayudarme a recoger información sobre la estancia en Mi­
lán de Lionel de Roulet y de Héléne de Beauvoir. Andrée
Rizzuto, antigua documentalista del Centro Cultural
Francés de Milán, cooperó gustosamente con su testi­
monio.
Una familia togolesa, el señor y la señora Ametepee
y sus cinco hijos, dos de los cuales son ahijados de Hélé­
ne de Beauvoir y de Lionel de Roulet, me testimoniaron
su fidelidad intachable hacia ellos. Desde aquí les envío
mi amistad y mi afecto.
Mi gratitud también para Jeanne Fayard, especialis­
ta en Camílle Claudel y Rodin, que tuvo la gentileza de
mostrarme las conclusiones de sus investigaciones so­
bre los dos artistas.
Desearía finalmente expresar mi gratitud a Anne
Strasser-Weinhard, que, en diciembre de 2001, defendió

259

E sca ne ad o C a m S ca n n e r
su tesis doctoral en lengua y literatura francesas en la
Universidad de Nancy-II sobre «Las figuras femeninas
en las autobiografías de Si mono de Beauvoir», y que
tuvo la gentileza de confirmarme, tal y como menciona
en su tesis, que Simone de Beauvoir había hecho, inclu­
so antes de publicar las Cartas al Castor de Jean-Paul
Sartre, importantes cortes en la correspondencia que
Sartre le había enviado.
Simone de Beauvoir había eliminado, en particular,
todos los pasajes críticos escritos por Sartre con respec­
to a Héléne de Beauvoir, lo cual implica que no deseaba
ver publicada ninguna frase que pudiera herir a su her­
mana.
Este libio también debe mucho a las conversaciones
mantenidas a lo largo de los años con Simone de Beau­
voir, Héléne de Beauvoir y Lionel de Roulet.
Las lectoras y los lectores que deseen obtener infor­
mación complementaria pueden acudir a los diferentes
volúmenes de las M emorias de Simone de Beauvoir, a
los S ou ven irs de Héléne de Beauvoir y a la obra de Patri­
cia Niedzwiecki relativa a la obra pictórica de ésta.

Claudine Monteil
claudinemonteii@hotmail.com

260

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r
ÍNDICE

P r ó l o g o ...................................................................................................... 7

I. Dos jóvenes form ales....................................... 11


II. La libertad.......................................................... 23
III. La consecución................................................. 63
IV. La causa de las m u jeres.................................... 107
V. El crepúsculo de los mandarines....................... 157
VI. Goxwiller............................................................ 213
B ib l io g r a f ía ............................................................................................2 4 7
A g r a d e c im ie n t o s ....................................................... 259

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r

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