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Sentidos externos y sentidos internos

Todos sabemos que tenemos cinco sentidos: tacto, vista, oído, gusto y olfato,
comunes a todos los seres humanos. Pero tb existen los sentidos internos, que se
corresponden exactamente con los externos. Tenemos la capacidad interior de ver con
una mirada que va más allá de lo que descubren los ojos de la carne, pues esa mirada
interior permite leer con profundidad e intuir una realidad diferente. Son ojos
espirituales que saben vislumbrar una realidad espiritual que, parte siempre de los datos
ofrecidos por la percepción física visual. A estos sentidos internos se les llama tb
sentidos espirituales o sentidos del corazón.
El ser humano habla, ve, oye, toca, huele.. de una manera que nunca es
meramente material y física, pues tiende a un objeto que tampoco es nunca material y
físico, si bien no siempre es consciente de ello. Hay un vínculo entre los sentidos
externos e internos. Los sentidos externos son mensajeros, mediadores entre la materia y
el espíritu, y del deseo espiritual y del dolor y del amor. Jesús mismo dijo que “la
lámpara de tu cuerpo es el ojo” (Mt 6,22), refiriéndose a una acción que va mucho más
allá de los límites del cuerpo. San Ignacio de Loyola decía que “no el mucho saber harta
y satisface el ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente”.
La misión de nuestros sentidos es garantizar la relación con la realidad. Los
sentidos son como un puente entre el mundo y nosotros, una especial de puente levadizo
de aquel castillo que es nuestro mundo interior, para que no se aísle de la realidad con la
que linda. Sin ellos no sería posible la relación con nosotros mismos y mucho menos la
relación con los otros, ni con Dios, el sentirnos amados y amar y también el sufrir y el
participar en el dolor de los demás. Los sentidos son las orillas de nuestro corazón. El
ser humano, en efecto es capacidad relacional, aún antes de ser capacidad racional.
Somos imagen de Dios, Uno y Trino, Dios-relación, Dios-comunión, del Dios-Trinidad.
Los sentidos humanos son como el cordón umbilical mediante el cual nos
nutrimos de la realidad, como el embrión se nutre de las sustancias vitales presentes en
el útero materno, Nuestra realidad está compuesta de personas, situaciones, relaciones,
acontecimientos, provocaciones, palabras… y todo aquello con lo que estamos en
contacto en el presente; realidad como tierra y cielo, espíritu y materia, hombre y Dios,
lo que se ve y lo que no se ve, lo que es objeto inmediato de la percepción sensorial y
también con aquello que lo es solamente de forma mediada, o que parece más allá de los
mismos sentidos.
Los sentidos son importantes para vivir ahora en el presente. Son una mediación
indispensable e insustituible para recibir del exterior, pues no tenemos otro modo de
entrar en contacto con la realidad. Los sentidos, también los internos, espirituales, nos
permiten conocer algo como presente. Y también nos permiten dar algo de nosotros a la
realidad: palabras, contactos, miradas, encuentros… La acción de los sentidos siempre
deja una huella. Precisamente en este contacto con la realidad, los sentidos nos permiten
descubrir que la realidad no es simplemente lo que se ve, se toca o se oye.
Nuestra época se caracteriza por la pérdida de los sentidos. Perder los sentidos
significa que corremos el riesgo de hacernos insensibles, de perder otra dimensión o
componente típico de nuestra humanidad: la sensibilidad. La fe no es modo alguno
insensibilidad, antes bien está hecha (también) de sensibilidad o, si se quiere, de un
modo específico de vivir la propia sensibilidad. Por un lado, en realidad, en cuanto
creyentes, tenemos el sentir (“el pensar”) de Cristo: Nosotros tenemos la mente de
Cristo ( 1 Cor 2, 16) y, por otro, estamos llamados a tener los mismos sentimientos del
Hijo: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Phil 2, 5). Ya
nos ha sido infundida la gracia de la configuración con Cristo; pero, al mismo tiempo,
tenemos que llegar a convertir nuestra propia sensibilidad para tener la del Hijo y ser
seres humanos como Él. En nuestro Dios también hay sensibilidad, y una sensibilidad
de un cierto tipo, tal como dos reveló el Hijo.

El sexto sentido

El hombre está compuesto de alma y cuerpo, de espíritu y materia y, por tanto,


de facultades o dinamismos psíquicos que operan en ambos sectores; es necesaria una
concepción que logre que estas polaridades se comuniquen entre sí.
Los sentidos humanos tienen como objetivo último y final, no simplemente lo
que se ve, se oye, se toca, se huele, se domina en su evidencia aparente, sino algo que
está más allá de todo eso y que, sin embargo, pasa a través o está detrás de la realidad
inmediatamente perceptible o se encuentra profundamente oculto en ella (tanto que
muchos no la advierten en absoluto no sospechan su existencia), o incluso llega a ser la
respuesta verdadera a la continua búsqueda de nuestras sentidos humanos.
Es la realidad del misterio que los sentidos internos, particularmente, intuyen y
captan; misterio entendido no como evento necesaria e inmediatamente religioso, ni
como lo que es en sí incognoscible y oscuro, sino, al contrario, como realidad luminosa:
tan luminosa que nuestros ojos no pueden mirarla directamente, pero que tampoco
pueden renunciar a buscar y a mirar, porque es demasiado bella; más aún, es bella,
verdadera y buena, y atrae hacia sí; es la dimensión ulterior y trascendente de la vida y,
no obstante, está presente en toda realidad y es alcanzable en toda actividad sensorial,
hasta la más material.
Misterio es el sentido oculto de las cosas: está oculto, pero al mismo tiempo
quiere revelarse y se deja, al menos, rozar, intuir, vislumbrar, imaginar, pregustar,
desear…Por eso nos envía mensaje (o sms) constantemente. Y lo asombroso es que
nuestros sentidos lo buscan aunque no lo sepan; o lo buscan aunque le den otros
nombres más o menos pertinentes (felicidad, bienestar, serenidad, éxito, sentido del
vivir y del morir, del amar y del sufrir…): y están capacitados para buscarlo, si bien a
menudo parecen olvidarlo; y aprenden, poco a poco a reconocerlo y contemplarlo, pero
sin poder nunca traspasar su umbral. Tal vez este sentido del misterio es el verdadero y
propio sexto sentido, aquel que podría desentumecer o despertar a los otros cinco.
El misterio es respetuoso con los sentidos humanos, hasta el punto de “pasar” a
través de ellos y dialogar con ellos, pero también desde el punto del sentido que da a la
vida. El misterio recuerda al hombre que él mismo es misterio, que ser misterio es su
perenne dignidad, precisamente porque el ser humano nunca es reducible a lo que hace,
dice o escucha, o a aquel con quien entra en contacto, sino que, en todo cuanto hace y
es, está siempre abierto a un significado superior, a lo trascendente.
Los sentidos, a partir de los externos, son como la avanzadilla de nuestra
humanidad personal en la relación con la realidad en general, y así son ellos los
primeros en indicarnos la presencia del misterio, o en abrirnos en tal dirección, o en
descubrirnos que la realidad nunca es simplemente lo que ellos mismo tocan, oyen o
ven inmediatamente. Los sentidos están “hechos” para esta otra realidad, predispuestos
para llegar a la intuición-percepción del misterio o, cuando menos, a sus umbrales.
Bloquearlos antes o condicionarlos para que se habitúen a contentarse con un objetivo
inferior es como hacerles funcionar solo a medias (solo como sentidos externos), por
debajo de su capacidad; significa violentarlos e inhibirlos en su potencialidad. Hacer
esto es desconocer su dignidad (que es, además, la dignidad del hombre), y se
terminaría frustrando su rico potencial de aportación.
Los sentidos humanos tienen una naturaleza ambivalente: por un lado, expresan
nuestra humanidad a nivel instintivo-elemental; por otro lado, son como los primeros
“enviados especiales” a una tierra que será siempre prometida y siempre más allá de
nuestra misma humanidad, y que solo los sentidos, como radares que apuntan a lo más
elevado, podrán identificar. Por una parte, nos permiten conocer algo como presente;
por otro, nos proyectan a un tiempo y a un espacio más allá del presente.
Los sentidos humanos están hechos para llegar hasta el espíritu. Si no se les
permite llegar a esas alturas, se entumecen y disminuyen, se empobrecen y banalizan, se
vuelven vacíos y apagados, infantiles y nunca desarrollados ni madurados, sea cual sea
la edad de la persona. Hoy hay muchos adultos con sentidos de niño o de adolescentes,
porque solo han aprendido a captar el aspecto material y exterior de la vida, solo lo que
parece responder a las exigencias del primer nivel (vinculadas a las necesidades
elementales de la supervivencia y el bienestar físico, de la comida y la bebida…) o del
segundo nivel (las conectadas con las necesidades de comprensión, benevolencia,
amistad, compromiso personal…)Es como si en la escuela de la vida se hubiesen
detenido en el alfabeto.

Relación entre los sentidos externos y los sentidos internos

Los sentidos internos se alimentan sólo de lo que les “ofrecen” los sentidos
externos. Como dice el clásico adagio tomista: “Nihil est in intellectu quod prius non
fuerit in sensu” “No hay nada en la mente que no pase a través de los sentidos”. Si los
sentidos externos, por ejemplo, la vista o el oído, perciben solo o predominantemente un
cierto tipo de estímulos visuales o auditivos (por ejemplo, material pornográfico con el
que gratifica frecuentemente su curiosidad sexual) eso condiciona necesariamente los
sentidos internos correspondientes, hasta el punto de restringir y reducir el ámbito de su
actividad, que se orientará según el input dado por los sentidos externos (en el caso de
ejemplo del que mira o escucha material pornográfico, su mente dará vueltas a fantasías
eróticas, y se sentirá impulsado a mirar a los otros como objeto de placer, no como
personas, y no respetará su dignidad ni sabrá apreciar su belleza interior; y, desde luego,
sus sentidos internos no podrán apreciar realidades espirituales, pues están dirigidos en
otra dirección.
Si esa misma persona quisiera tener unos ojos limpios y un corazón puro, capaz
de sentir atracción también por realidades espirituales, tendría que tener la valentía de
intervenir para decidir qué alimento le da a sus sentidos, renunciado con toda libertad a
satisfacer, si fuera el caso, su propia curiosidad sexual. Esta renuncia que restringe el
material con el que alimenta sus sentidos, por ser elegida y querida consciente y de
forma coherente con lo que esa persona quiere ser, es siempre liberadora. Desde luego,
si una persona quiere verlo todo, oírlo todo y experimentarlo todo, nunca podrá gozar de
la alegría y el dominio de sí que da un corazón puro fruto de una mirada limpia.
Es claro que, en este sentido, los sentidos internos ejercen cierta influencia sobre
los sentidos externos. “El ojo es el espejo del alma”. Si nuestra mirada interior busca la
verdad y la belleza de la verdadera sabiduría, eso provocará que sus sentidos externos
busquen por esos mismos caminos y, desde luego, no se envilezcan con materiales de
escasa calidad.

La vida del creyente como parábola a través de la cual Dios nos va


formando
La meta de la vida de un cristiano es parecernos a Jesús. Para este proyecto
hemos sido creados por Dios y sólo Dios, nuestro Padre Dios puede llevarlo a cabo, su
cuenta, lógicamente, con nuestra libre cooperación, pues las personas somos libres y el
destino de nuestras vidas lo ha dejado Dios en nuestras manos.
La vida de cada uno de nosotros, con todas sus circunstancias, encuentros,
etapas, éxitos y fracasos, la salud y la enfermedad, la gente que nos rodea, es uno de los
instrumentos que Dios aprovecha para enseñarnos y formarnos. Para que esto se haga
realidad, nosotros hemos de descubrir en todas esos situaciones existenciales el mensaje
que Dios ha dejado en ellas para dejarnos “tocar” por él. Y aquí tienen un papel
importante nuestros sentidos externos e internos, pues son ellos los que puedes
descubrir ese mensaje en las situaciones ordinarias de la vida.
Jesús, con sus parábolas, nos enseñó a saber reconocer en las cosas más sencillas
de la vida el misterio, o mensaje de Dios que Él nos quiere revelar. Jesús, con las
parábolas nos enseña a leer la realidad más corriente de manera que lo corriente es
transfigurado y así desprende su sentido más profundo, ese que no emerge de una
lectura superficial. Jesús se sirve de las parábolas para hablarnos de su Padre Dios, del
reino de los cielos y de sus altísimos misterios. Y lo asombroso es que expresa todo eso
con palabras, imágenes y matices de la vida de cada día de la gente de su tiempo,
encontrándolo en esas historias sencillas con cuyos personajes todos los podemos
identificar.
Pero como nuestros sentidos están muchas veces enfermos y por eso no pueden
captar lo profundo que se esconde en lo que se ve a primera vista, por eso Jesús dedica
en su vida pública mucha atención a curar los sentidos enfermos: abre los ojos a los
ciegos, los oídos a los sordos, desata la lengua a los mudos. Pero nos hace comprender
que existe como una enfermedad grave e invisible, como un cáncer de los sentidos o un
virus que penetra sutilmente en su actividad y los atrofia y los incapacita para leer en el
misterio en la realidad, en la vida de cada día. Jesús no cura sólo los sentidos internos,
sino, sobre todo, los internos. Y eso lo hace proponiendo a la gente; su mismo modo de
ver y escuchar el mundo: Él ve y escucha constantemente al Padre que obra; se da
cuenta de que alguien le ha tocado para curarse, cuando todos le apretujan; que escucha
el corazón de los que le hablan. Y así trata de reeducar los sentidos de esas personas que
no saben ver, aunque miran, ni escuchar aunque oyen (Cfr. Mt 13,13). Por eso decía al
terminar las parábolas: El que tenga oídos, que oiga, es decir, es posible no tener oídos,
o haberlos perdido totalmente.

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