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La resurrección como origen del Tiempo1

Vino entonces, en un momento prefijado, un momento en el tiempo y hecho de tiempo,


un momento no fuera del tiempo, sino en el tiempo, en lo que llamamos historia; cortando,
biseccionando el mundo del tiempo, un momento en el tiempo pero no como un momento del tiempo,
un momento en el tiempo, pero el tiempo fue hecho por ese momento; pues sin significado no hay tiempo,
y ese momento del tiempo trajo el significado

(T. S. Eliot, Choruses from The Rock).

Cuando se desveló por primera vez el fresco del Juicio final en la Capilla Sixtina, Pablo III se hincó de rodillas,
en acto de humilde reverencia, temeroso ante la figura majestuosa del Cristo juez. Esta impresión de un Cristo
terrible que condena a los réprobos a llama perpetua ha permanecido viva en la imaginación de muchos fieles. Sin
embargo, no es la única forma de entender el gesto de Jesús en la celebrada obra de Miguel Ángel. En realidad,
su mano alzada puede indicar tanto el rechazo de los malvados como un impulso para que suban hacia él los
santos. De este modo se explica mejor un hecho innegable en el conjunto de la pintura: Cristo se presenta como
centro dinámico, aquel que pone la escena entera en movimiento. ¿Estará aquí la explicación de la postura y el
gesto de Jesús en el fresco?

Tal interpretación toma fuerza si consideramos que la intención original de Miguel Ángel parece haber sido así lo
indican algunos bocetos preparatorios no tanto retratar el Juicio final como pintar la resurrección de entre los
muertos. Si esto es así, entonces el artista quería concentrarse precisamente en el cuerpo del Redentor y de los
otros resucitados. El punto focal de la obra sería la fuerza vivificadora que emana de la carne de Cristo y hace
girar todo en torno a él.

He aquí por qué este cuerpo no encaja del lodo en los cánones griegos. Aunque la cabeza diseñada en Jesús es la
de Apolo, el torso no corresponde a las formas perfectas del antiguo dios. No se ve en Cristo la lejanía intocable
que caracteriza la aparición del hijo de Zeus. Y es que se trata aquí de retratar el cuerpo cristiano, plasmado para
la comunión, llamado a henchirse de vida, luz, espíritu. que se difunden y comunican. Solo así se explica la
atracción magnética que el cuerpo de Jesús ejerce sobre el resto de los cuerpos en la Sixtina, solo así se vislumbra
la fuerza que emana de él hacia las cuatro esquinas del cuadro.

Este dinamismo que el cuerpo resucitado de Jesús confiere a la escena ilustra la visión cristiana de la historia. La
resurrección no es solo el punto de destino de los siglos, como jaque mate de una larga serie de jugadas de
ajedrez; se trata, más bien, de la fuerza que dirige todo desde sus comienzos. La pascua, por eso, no se sitúa ni
como un tiempo más entre los tiempos, ni como nuevo eón desvinculado del tiempo, más allá del tiempo. Por el
contrario, como veremos, trae consigo una nueva forma de entender el tiempo, a cuya luz se esclarecerán todos
los demás tiempos. Hay un tiempo pascual, un tiempo resucitado de la carne gloriosa, y de él brota el dinamismo
de los siglos, desde su alborada hasta su consumación.

Dado que el cuerpo resucitado de Cristo es llamado por Pablo «cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 44), podríamos
hablar también de un «tiempo espiritual», es decir, plenamente animado por el Espíritu. V como el Espíritu es el
motor eficaz de la historia desde sus orígenes, este tiempo espiritual explicaría la fórmula de todo tiempo, su
realidad última, purificada de toda ganga.

Este capítulo sirve como remanso donde se represa el curso de este libro. Más que nuevos datos, ofrece una
visión de conjunto que los relaciona. Su novedad es la de una síntesis que, recogiendo el estudio precedente,
permita abordar cuanto sigue. Voy a proceder en varios pasos. Primero, describiré el centro de la fe en la
resurrección de Jesús (1) y lo que esta implica en el fluir de la historia (2). Vincularé luego este tiempo resucitado
a nuestra experiencia cotidiana del tiempo (3) para ver cómo la atravesó Jesús a lo largo de su vida (4); así, la
pascua aparecerá como plenitud de los tiempos anteriores, su manantial y su motor, y no como pegote imprevisto
que se acopla desde fuera a la historia mundana. Estaremos entonces listos para considerar la resurrección como
inicio de un tiempo nuevo, resucitado, espiritual, recapitulación de todos los tiempos (5).

1. La resurrección: venir del Padre

1
J. GRANADOS, Teología del Tiempo, Sígueme, Salamanca, 2012, 259-290.

1
Las primeras confesiones de fe en la resurrección de Jesús se forjaron en la asamblea litúrgica. Atestiguan la
alegría ante el evento sorprendente de la pascua y la transformación vital que significaba para los creyentes: el
mismo Jesús de Nazaret que predicó en Galilea y fue luego ajusticiado bajo Poncio Pilato, había sido alzado por
el Padre a su derecha. Una historia humana había alcanzado cima inigualable y arrastraba en su marcha otras
historias. Hacia él caminaban los tiempos, en espera de su parusía gloriosa. Para interpretar este evento singular,
la Iglesia tenía a su disposición un trasfondo: las Escrituras del Antiguo Testamento. ¿Cuáles eran las
expectativas judías sobre la resurrección? Esta no consistía solo en una vuelta a la vida, sino en la inauguración
de un nuevo estadio, el cumplimiento escatológico del tiempo: Dios iba a llevar a cabo la mudanza definitiva del
mundo. ¿Debemos deducir que la resurrección traía consigo un desprecio de la historia? ¿Una suerte de huida
espiritual hacia un lejano más allá? Muy al contrario, esta plenitud era descrita en continuidad con el camino de
Israel por el tiempo. El Dios que había cerrado una alianza con su pueblo había descendido a su templo para vivir
entre los suyos con su pueblo, prometía reconstruir ese templo con sus propias manos, otorgando a sus hijos
nueva vida para fundar entre ellos morada permanente. Es decir la resurrección significaba que nuestro mundo e
historia serían asumidos en su destino pleno, hacia el que caminaban desde siempre. La parábola de Ezequiel
sobre los huesos secos que vuelven a la vida (Ez 37, 1-14) es a la vez, y sin contradicción, una imagen del pueblo
que toma a Jerusalén tras el destierro y de la resurrección final de entre los muertos.

Este trasfondo judío fue de mucha ayuda para formular el vínculo entre la historia terrena de Jesús y el evento de
pascua, y eso sin que menguara la transformación que la resurrección suponía. La imagen del cuerpo de Cristo
como nuevo templo, destruido y otra vez levantado, muestra la continuidad. La frase «uno y el mismo», que la
Iglesia había de aplicar más tarde para expresar la unidad de Dios y el hombre en Cristo, encuentra su raíz última
en la unidad entre el Resucitado y el Crucificado. Es uno y el mismo el que subió a la cruz y el que subió al
Padre. «Soy yo mismo» (Lc 24. 39). Dice Jesús cuando se aparece a sus discípulos, y les enseña las llagas de las
manos y el costado (cf. Jn 20. 20). Ciertamente, y aun siendo necesario el contexto veterotestamentario para
interpretar la pascua, esta sobrepasó en mucho las expectativas de Israel. ¿Cuáles eran las diferencias? En primer
lugar, la resurrección se concebía en círculos judíos como evento que afectaba a todos los justos, muertos y por
morir; de ahí que solo fuera a acontecer una vez que la historia llegara a término. Sin embargo, he aquí lo
novedoso, en el caso de Jesús este final acaecía en medio de la historia y no allende su curso. Es verdad que el
evento, con ser distinto de lo esperado, se interpretaba según mismas categorías comunitarias de la Escritura
antigua: los discípulos entendieron que no se trataba solo de un cumplimiento de la vida del individuo Jesús, sino
del comienzo de una nueva era con consecuencias para la historia del mundo. La cuestión se planteaba, pues:
¿cómo es posible que el tiempo del cumplimiento definitivo tenía lugar junto a la marcha continua de la historia,
con sus sufrimientos, sus expectativas, sus pruebas?

La segunda diferencia consistía en que la elevación de Jesús no se detuvo solo al llegar a un puesto privilegiado,
muy cercano a Dios, como correspondía a los mártires de Israel en su resurrección. La exaltación de Jesús y su
entronización a la derecha del Padre significaban que había recibido el nombre que está por encima de todo
nombre, el nombre mismo de Dios (cf. Flp 2, 9; Heb 1, 4). ¿Cómo era posible a un ser humano alcanzar esta
altura insuperable? ¿Cómo podía una historia concreta, vivida en medio de la incertidumbre, acechada a cada
paso por la muerte, culminar su curso en el corazón de la esencia divina? ¿No debemos decir, con quienes
condenaron a Jesús: «¡Blasfema!»?

La primera cristología de la Iglesia nace de una reflexión sobre estas preguntas. Su método consiste en iluminar el
camino terreno del Maestro a la luz de su destino, la glorificación final. Nace de aquí una visión nueva de Dios,
del hombre y del elemento que los une, el tiempo.

En primer lugar, la pascua, puesto que en ella Cristo arribaba al centro mismo de la esencia divina, no podía ser
solo la continuación de una trama intrahistórica. Nadie podía llegar tan alto si no venía ya de arriba; nadie podía
ascender al cielo si no descendía del cielo (cf. Jn 3, 13). La fe en la resurrección conducía a confesar la
preexistencia del Hijo y su procedencia eterna del Padre; es una línea de lógica que, prolongada, llegaría a las
profesiones de Nicea y Constantinopla. Por eso, el misterio de pascua se refiere tanto al destino final de Jesús
como a su origen primordial; tanto a su marcha al Padre como a su venida desde él. Y así es como el resucitado
se muestra, de hecho, a sus discípulos: viene del Padre, Con la misma autoridad y gloria paternas (cf. Mt 28, 20).
El lenguaje usado en el Nuevo Testamento para hablar de la pascua refleja cuanto hemos descrito. Se usan dos
esquemas: Jesús que se alza de nuevo a la vida (resurrección), Jesús glorificado a la derecha del Padre
(exaltación). El primero subraya la continuidad de la pascua con la historia de Cristo; el segundo, su novedad. El
énfasis se pone siempre en la acción del Padre, aunque se menciona también la actividad del Hijo. Y es que la
resurrección se presenta como nuevo nacimiento, con lo que se suscita la pregunta por el origen de Jesús en Dios.
Pablo describirá así su encuentro con el Resucitado- «El Padre se digno revelar en mí a su Hijo» (Gal 1, 16).
De este modo, como se ha observado, la fe en la resurrección redefine nuestra visión de Dios y del hombre.

a) En lo que se refiere a Dios: la pascua revela de forma radical su paternidad. En efecto, los discípulos
experimentaron al encontrar al Resucitado que Dios tiene espacio en sí para recibir a Jesús como Hijo
único. Ahora bien, si esto es así, entonces esta relación con el Hijo era propia de Dios desde siempre.
Pues, en caso contrario. Dios se habría constituido a sí mismo como Padre a lo largo de la historia;

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habría experimentado transformación, y no en los aledaños de su ser, sino en su esencia. En
consecuencia, sería incapaz de traer salvación estable al hombre. Por tanto. Dios es, desde siempre,
diálogo de Padre e Hijo; no el Dios solitario, sino el Dios Padre que engendra por amor y el Dios Hijo
que, en el amor, lo recibe todo.
b) En lo que se refiere al hombre: si la historia humana es capaz de entrar en comunión tan plena con
Dios, es porque era capaz de ello desde sus principios. El destino final del hombre ilumina su origen y
su ruta como un viaje hasta la plenitud de la filiación divina: el tiempo del hombre es capaz de ser
asumido en la corriente divina de amor que une al Padre y su Elijo. Máximo el Confesor resumió así
este principio de claridad pascual: «El que ha sido iniciado en la fuerza inefable y escondida de la
resurrección conoce el propósito por el que Dios creó originalmente todas las cosas»".

Tenemos, pues, dos enunciados sobre la pascua que, estando en continuidad con las expectativas judías, resultan
a la vez novedosos: 1. la resurrección es la plenitud escatológica de la historia, anticipada en la persona de Jesús;
2. la resurrección es la exalta Lion de Jesús hasta Dios, de modo que alcanza su mismo centro, como su Hijo. La
teología cristiana de la historia se desarrolla a partir de la unión de sendos asertos. De ellos resulta que el sentido
definitivo de los siglos, alcanzado en pascua, consiste en quedar éstos incluidos en el dinamismo de amor entre
Padre e Hijo, en el misterio más hondo de Dios. Es decir, el curso terreno de los eventos no está dejado al azar, ni
lo fija una ley anónima y determinista, sino que se explica solo a la luz del camino del Hijo, desde el Padre hasta
el Padre (cf. Jn 16, 28).

Los Padres de la Iglesia formularon tal pretensión al decir que la pascua ocurrió el octavo día, número que,
mientras sigue la serie de la semana después del séptimo, va más allá del ritmo circular para entrar en lo eterno*.
Aún más, el día octavo, como nuevo comienzo después del séptimo, se contaba también como primero y
coincidía con el día del Sol: era el día en que Dios empezó la creación del mundo, separando la luz de las
tinieblas. Escribe así Justino Mártir: «Nos reunimos todos juntos en el día del Sol, pues es el primer día, en que
Dios, transformando la oscuridad y la materia, hizo el universo. Y en el mismo día Jesucristo, nuestro salvador,
resucitó de entre los muertos». De esta manera, la pascua aparece también como la revelación del origen de todas
las cosas en Dios.

Todo esto nos confirma que la resurrección no suscita solo la pregunta por el destino, sino también por la fuente
de donde todo brota. La pascua pone en marcha una búsqueda que, a partir de la vida de Jesús, se mueve hacia
atrás para colonizar la totalidad del tiempo. Por eso la reflexión del Nuevo Testamento sobre el nacimiento
virginal, sobre Cristo, nuevo Adán, sobre el eterno nacimiento del Hijo, pertenece en modo intrínseco a la
experiencia pascual. Desde este punto de vista, la resurrección no es solo un misterio más, sino una dimensión
que pertenece a cada misterio de la vida de Jesús, la luz con que se ha escrito y debe ser leída la Buena Nueva.

2. La historia y su sentido

Podemos decir pues que la pascua es el entronque de la historia del mundo con ese dinamismo eterno en que el
Hijo desde siempre procede del Padre y es reconducido a Él. De ahí que la resurrección nos hable tanto de la
eternidad como del tiempo. Cuanto revela sobre el destino vale también para descifrar el origen y el rumbo. Y así
los cristianos confiesan en pascua no el deseo de escapar de la historia, sino la confianza definitiva en su curso,
que contemplan según su comienzo primero y su destino último en el abrazo paterno.

Tal vínculo entre la resurrección y la historia concreta del mundo se ha negado muchas veces. Reside aquí el
núcleo de la tentación gnóstica: afirmar el retorno de Jesús al Padre y la manifestación de su divinidad, sin decir
que asumió consigo la carne y el tiempo del hombre en su materialidad concreta. El extravío, que ha tomado
distintas formas en la historia de la Iglesia, se descubre en algunos esfuerzos hodiernos por reducir la resurrección
a una experiencia mística, como si hubiera tenido lugar solo en la interioridad del hombre. Se ha llegado a
sostener, por ejemplo, que la tumba vacía no es necesaria para la fe en la resurrección, o que la experiencia de los
discípulos es simplemente una luz que les permite reinterpretar sus recuerdos de Jesús.

Pues bien, el trasfondo del Antiguo Testamento excluye de entrada esta explicación. Dado que la Escritura narra
la historia de la venida de Dios a la carne y en la historia, su plenitud debe estar relacionada con el cuerpo y con
el tiempo’ . Desvincular la resurrección del espacio y de la historia concretos únicamente puede hacerse si se
arrancan de la Biblia las páginas narrativas, pues ellas confiesan la capacidad del tiempo para albergar en si. sin
ser destruido ni ninguneado la presencia salvadora de Yahweh.

Además, se toca aquí el problema que el cristianismo debe afrontar en la era postmodema: la posibilidad de que
Dios se manifieste y actúe en la marcha concreta de los siglos. Aislar de estos ámbitos de realidad la le cristiana,
para hacerla aceptable al hombre de hoy. termina solo por relegarla al olvido. Como ha notado Romano Guardini,
si Dios no es capaz de actuar en nuestro cuerpo v tiempo, entonces no es lo bastante poderoso, no es un Dios real,
no está presente de modo significativo en la vida del hombre1. C. S. Lewis pone estas ideas en imágenes en El
gran divorcio, al describir los cuerpos resucitados no como espíritus gaseosos y sutiles, sino sólidos hasta el

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extremo, de pingüe consistencia. ¿No se podría añadir la solidez a las propiedades tradicionales del cuerpo
glorioso, como la agilidad o la claridad?

Robert Spaemann, en un artículo donde debate argumentos sobre la existencia de Dios, insiste en vincular la
pascua al curso concreto del tiempo1'’. ¿Qué significa -se pregunta- creer en Dios? La respuesta yace en el nexo
entre dos esferas de la experiencia humana. El hombre actúa, por un lado, asumiendo -al menos de modo
implícito- que existe un sentido para su obrar y que este puede encontrarse, que hay una bondad en el mundo y
que es dado vivir de acuerdo con ella. Por otro lado, el ser humano percibe continuamente la irrefutable facticidad
de las cosas y los eventos; las leyes de la naturaleza que rigen su curso no dependen de nosotros ni conspiran sin
más -si acaso, parecen oponerse- a la construcción de una vida con sentido. Estos dos ámbitos de lo real
coinciden tan solo de vez en cuando, en ocasiones felices. Por lo general, el hombre descubre que las cosas del
mundo marchan independientes de sus intenciones, siguiendo su propia y anónima ley. ¿Es posible reconciliar las
dos esferas?

Pues bien, Spaemann piensa que en esto consiste precisamente creer en Dios: en sostener la coincidencia final de
estos dos ámbitos. Todo el mundo conoce que hay en el mundo áreas de sentido y bondad; igualmente, todo el
mundo sabe que hay en el mundo fuerzas electivas más allá de nuestro control y voluntad, y que guían el curso de
los eventos. Pues bien, el creyente es quien entiende que estas dos esferas no son extrínsecas una a la otra, de
modo que Dios es capaz de unirlas Es decir, el creyente acepta dos cosas: primera que Dios es bueno: segunda,
que su bondad tiene poder suficiente para determinar el curso de los eventos. Se queja Spaemann de que Dios sin
mencionar la fe en su omnipotencia. Pues una confesión del amor de Dios que no lo proclame todopoderoso solo
confiesa en el fondo un amor que estará colmado, si, de buenas intenciones, pero que no es lo bastante real y, por
tanto, no es lo bastante bueno. Por otro lado, un Dios poderoso que no tuviera bondad no sería en verdad tan
poderoso, pues se le concebiría siempre en oposición a otras fuerzas que, por tanto, lo limitarían.

Si esto es así. entonces la confesión pascual recoge la quintaesencia de la fe en Dios cuando vincula la vida
terrena de Cristo con su condición exaltada a la diestra del Padre. Esto implica, en efecto, que el curso concreto
de la historia encuentra su plenitud en la corriente de comunión que une al Padre y al Hijo. La historia, con su
complejidad, con sus azares e imprevistos, con sus planes truncados o exitosos, donde se mezclan las intenciones
humanas y la facticidad de eventos naturales que parecen ciegos, puede explicarse en su conjunto con una
ecuación simple: camino que lleva del amor originario de Dios a su abrazo final. Y así, la pascua, como palabra
definitiva de Dios sobre la vida y muerte de Jesús, muestra que el amor divino tiene poder para actuar en el
mundo concreto y transformarlo eficazmente. Y nótese: este poder es precisamente el poder del amor, pues no se
impone por la fuerza sobre el rumbo de las cosas, sino que reina en el cosmos respetando su integridad y sus
leyes. La resurrección es, pues, el punto exacto donde confluyen ambas afirmaciones: Dios es bueno. Dios es
omnipotente.

Entendemos entonces el poder extraordinario que la resurrección requiere de Dios. Pues la pascua no es
simplemente un final feliz que dejara atrás las huellas del mal acumuladas por los siglos, ni un nuevo comienzo
que coronara la ruta sin preocuparse de completar, enderezándolo cuando hiciera falta, el trazado anterior. No, la
resurrección ha de conferir significado a la totalidad de los tiempos, desde su principio hasta su fin. Si es
resurrección de la carne, habrá de ser también resurrección del tiempo, pues la carne está hecha de tiempo y vive
de tiempo: memoria del origen, sello de la promesa fiel de Dios, manantial de fecundidad futura. Las llaves que el
Resucitado tiene en la mano, llaves de la muerte y del abismo según el Apocalipsis (Ap 1. 18), deben no solo
revelar el sentido de cada evento de la historia del mundo (mostrando lo que estaba oculto en él), sino también
transformarlo, purificándolo del mal y permitiéndole llegar a plenitud para, así, ser asumido en lo eterno.

La resurrección, por consiguiente, no es un fácil milagro que devolviera la vida al cuerpo de Jesús, sino que
ejerce su eficacia sobre todo el tiempo del mundo, pasado y futuro. Benedicto XVI, en su encíclica Spes salvi,
cita este pensamiento de Theodor W. Adorno: «[Adorno] ha afirmado que la justicia, una verdadera justicia,
requeriría un mundo 'en el cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es
irrevocablemente pasado’. Pero esto significaría [...] que no puede haber justicia sin resurrección de los muertos
[...] una tal perspectiva comportaría 'la resurrección de la carne, algo que es totalmente ajeno al idealismo, al
reino del espíritu absoluto’»17. La resurrección de la carne resulta el acto más poderoso y enigmático de Dios (cf.
Flp 3, 10), que nos hace preguntarnos cómo ha podido ser. «El que resucitó a Jesús de entre los muertos» (cf.
Rom 4, 24; 8, 11) se convierte en su nombre honorífico (nomen honoris) por excelencia.

¿Es posible que confluyan el poder y la bondad de Dios en el modo en que lo proclama la fe en la resurrección?
¿Puede Dios ponerlo todo en orden, el ayer y el mañana, respetando a la vez su consistencia, su curso, su libertad
y su sorpresa, sin avasallarlo desde fuera? ¿Puede su amor ser poderoso sin dejar de ser amor? A responder nos
ayudará un convencimiento: si la historia es capaz de acoger en sí la plenitud de la presencia y actividad divinas,
si puede entrar en relación íntima con Dios, es que ya estaba preparada, desde su mismo exordio, para tal
plenitud. Para entender la resurrección como punto clave de la historia, hemos de atender, pues, al camino que
conduce del tiempo cotidiano al tiempo pascual, pasando por el tiempo de Jesús durante su vida. que sirve de
puente en esta transformación. Tal vez encontremos ya allí presagios de la síntesis que se habría de consumar en

4
la tumba de Jesús para vaciarla. He aquí. pues, las tres fases que toca estudiar, en que desembocan los resultados
de los anteriores capítulos: nuestro tiempo (3), el tiempo terreno de Cristo (4). el tiempo resucitado (5).

3. El misterio de nuestro tiempo

No han faltado intentos de concebir la resurrección como evento puramente interno a la conciencia del creyente.
Este se manifestaría luego al exterior, pero solo por sus efectos en los discípulos, en palabras y obras. Cuando
Rudolf Bultmann, representante de tal postura. aceptó que se resumiera su pensamiento en la frase «Jesús ha
resucitado en el kerygma». insistía en que para él esta predicación no era mera palabra humana: estaba llena de la
novedad y potencia del Espíritu, ardía con la llama del encuentro existencial con Cristo vivo. Aun así. Bultmann
rechazó, por mitológico, el discurso sobre la corporeidad de la resurrección. Le parecía que entraba en conflicto
insuperable con las afirmaciones de la ciencia y de la visión moderna del mundo y hacía imposible al hombre
contemporáneo abrazar la fe. Así. el estudioso alemán creaba una zona segura para el cristiano, inmune a las
intromisiones de la ciencia.

El coste de esta operación, sin embargo, era muy alto, pues una gran región del ser -el universo material quedaba
excluida del poder transformador del Evangelio. La experiencia cristiana, capaz de hablar solo a la conciencia
solitaria del hombre, perdía su relevancia para dar forma a la convivencia en sociedad. No entendió Bultmann que
la contribución del cristianismo a nuestra cultura no pasa por aceptar la gran grieta que divide el horizonte
moderno, esa división que existe entre la conciencia y el mundo, la libertad humana y el determinismo de la
física, el espíritu grácil y la materia plúmbea: sino por sanarla, reconciliarla, reunirla. Y la resurrección de la
carne constituye el mayor testimonio de que esa curación es posible Una dificultad para acercarse al evento
pascual es que, influido:, por el dualismo cartesiano, concebimos la materia y el tiempo corno incapaces de
albergar sentido. Por eso la relación del hombre con lo divino, plenitud de luz y de palabra, sucede siempre lejos
de nuestra presencia corporal en el mundo. Tal punto de vista, sin embargo, no corresponde con la visión bíblica
del hombre, Es precisamente su concreta situación en la tierra de que ha sido formado, su lugar entre los eventos
concretos de la historia, lo que le permite vincularse a Dios. Cuerpo y tiempo no son opacos al sentido; se trata,
más bien, del lineal y de la ocasión que se abren en el mundo para acogerlo.

a) Apertura del cuerpo a la trascendencia

La reflexión hodierna sobre el cuerpo, en armonía con la visión bíblica del hombre, ha buscado alternativas al
dualismo cartesiano. Mientras Descartes consideraba el cuerpo como esfera accesoria, secundaria frente al núcleo
pensante del cogito, abundan hoy intentos de desarrollar otra visión del hombre. El cuerpo aparece en ellos como
dimensión constitutiva de la identidad personal, punto de partida de su comprensión. Gracias al cuerpo, la
persona se incardina en el mundo, establece relaciones con las cosas, participa en la vida que le rodea. La
consecuencia es de gran calado: a causa de su condición encarnada, el ser humano no es un ser autónomo o
aislado, sino abierto desde lo profundo a la relación. Más aún. al encontrarse en su carne con la alteridad del
mundo, la vida humana se abre hacia nuevos encuentros, en un viaje que conduce a horizontes siempre mayores.

Entre las novedades que experimenta el hombre a través de su cuerpo, destaca la experiencia del amor. Las demás
formas de participar en el mundo a través del cuerpo no encuentran plenitud en sí mismas, sino que apuntan más
allá, hacia el horizonte de la comunión interpersonal. El alimento, por ejemplo, no consiste solo en la asimilación
de comida, sino que expresa la integración del hombre en el mundo y su capacidad de compartir ese mundo con
otros como recoge el símbolo del banquete fraterno. Del mismo modo, el deseo sexual no busca únicamente un
placer físico o una unión afectiva entre hombre y mujer, sino que pide ser integrado en una comunión que acepta
cabalmente a la otra persona . El cuerpo, que hace al hombre capaz de relacionarse con el mundo, aparece aquí
como lugar donde el misterio desbordante del otro entra en la vida y llama a caminar más allá de uno mismo.

Es justamente aquí, en el encuentro interpersonal, hecho posible por la condición encarnada, donde la presencia
de lo divino irrumpe en la vida. Si Dios se mostrara a la mente, siempre luminosa. de Descartes, correría el riesgo
de quedar encerrado por la mirada de su criatura, contemplado desde fuera, como se observan los objetos. Se
convertiría entonces en un ídolo, un objeto enfrentado al hombre, a quien se sirve o contra quien uno se rebela; en
ningún caso sería el misterio que abraza y sostiene la existencia, que nunca puede ser aprehendido desde fuera
porque en él vivimos. nos movemos y somos.

Esta percepción de Dios como misterio es posible, de nuevo, solo cuando aceptamos nuestra condición
encarnada. El cuerpo, al definimos a partir de la relación con el mundo y los otros; el cuerpo, que revela a la otra
persona tanto exterior y sorprendente, como cercana e íntima; ese cuerpo abre un espacio para que Dios pueda
hacerse próximo a su criatura sin disminuir por ello su majestad. En la Biblia, tal espacio de acogida está
representado por el corazón, juntura entre cuerpo y alma, centro del hombre en cuanto tocado y definido por el
amor, lugar donde la vida se abre para que descienda sobre ella el Espíritu divino.

Se desprende de aquí que la condición encarnada del hombre, al permitir encontrar la alteridad del mundo en el
horizonte de la trascendencia, confiere a la vida la forma de un camino. El cuerpo nos invita a preguntarnos por

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un origen y se constituye, así, en la memoria más antigua que poseemos. Además, la pregunta por la debilidad del
cuerpo abre el horizonte de la muerte, de un mundo del que no formaremos parte, y nos invita a preguntarnos por
el destino último. Nuestra vida en la carne se liga así, profundamente, a la vida en el tiempo. ¿Se da también en
esta última, en la dispersión a que nos empujan el pasado, presente y futuro, una apertura a la trascendencia? Así
lo hemos probado en los anteriores capítulos. Repasamos ahora los surcos abiertos.

b) Tiempo y trascendencia

La persona vive en el tiempo, y en el tiempo encuentra su propia llamada y camino. Para decir quién es, necesita
el hombre contar su historia, partiendo del pasado inmemorial hasta llegar al futuro impredecible; únicamente en
la mediación de este relato alcanza a expresar su misterio. Esto significa que no solo «tenemos» tiempo, sino que
«somos» nuestro propio tiempo: memorias, proyectos, ilusiones, frutos.

La existencia temporal parece entonces muy frágil, muy sujeta a dispersión. Inmersa en el flujo de las horas, la
vida se desperdiga en el continuo traqueteo del ayer, el hoy, el mañana. Al reconocer que pasado y futuro son
parte de su identidad, el hombre descubre regiones de su ser que no caen bajo su control directo, oscuridades que
no son ilustradas por la luz de su mente pensante. Por eso decía el poeta: «El tiempo pasado y el tiempo futuro, /
permiten solo un poco de consciencia. / Ser consciente es no estar en el tiempo».

Ahora bien, en esta apertura del tiempo a lo que es distinto, a lo que no cae bajo control directo del yo, la
existencia gana un horizonte nuevo: puede convertirse en éxtasis, en estar y vivir fuera de sí, y llegar a ser éxodo,
camino allende los estrechos confines del yo. Es decir, al aceptar su tiempo, el hombre entiende que no puede
mantener un cómodo aislamiento del mundo y las cosas. La alteridad que el tiempo introduce en el centro de su
persona lo empuja a abrirse a la alteridad de cuanto lo rodea, a que acoja en sí el mundo y los otros.

Es por eso imposible a la conciencia aislada encontrar significado a su condición temporal: solo la percibirá como
deleznable y fastidiosa fragmentación. El enigma que constituye la temporalidad de la persona, dada su
dispersión hacia el pasado y el futuro y la fugacidad del presente, encuentra luz solo más allá de las fronteras del
individuo. El hombre inmerso en el tiempo descubre la necesidad de mediaciones personales para configurar una
relación significativa con su ayer, su hoy y su mañana; es decir, para descubrir el misterio del propio existir.
Porque estamos en el tiempo, los otros no son solo compañía accesoria, colaboradores prescindibles, sino que su
presencia habita el centro más sagrado de la propia identidad. Exploremos ahora brevemente las tres dimensiones
del vínculo entre el tiempo y el encuentro interpersonal.

1. Vivir en el tiempo invita, en primer lugar, a comprender el propio origen. El hombre, por tener pasado,
sabe que ha de contar siempre con una herencia recibida, que no puede cambiar a capricho y que lo
acompaña en cada acción: ha nacido en tal o cual sitio, con tal o cual cara, en tal o cual paisaje y clima.
Esta experiencia puede llevarle a interpretar su vida como si estuviera gobernada por un destino ciego, o a
ver su existencia como propia de un «ser arrojado en el mundo». Ahora bien, a la pregunta «de dónde
vengo», puede darle también una respuesta esperanzada. Es necesario para ello la experiencia de la
relación filial, cuando el niño descubre que es el fruto del amor de sus padres. A la luz de este vínculo
entiende que, cuanto en su vida se encuentra ya dado, no es producto de arbitrariedad o suerte; requiere
ser vivido como don personal que, aceptado con gratitud, le permite actuar y ser libre. En los capítulos
anteriores hemos hablado por extenso de esta conexión entre filiación y memoria.

2. La existencia del hombre en el tiempo le obliga también a plantear la cuestión de la continuidad de su


propia vida. ¿Cómo encontrar coherencia en medio de la dispersión continua a que lo somete el correr del
minutero? ¿Hay un hilo conductor que le permita hallar sentido a la sucesión de pasado, presente y futuro?
^a conocemos la respuesta: es la experiencia de recibir y dar una promesa -posible solo en el encuentro de
amor- la que asegura al hombre que tal continuidad es posible. Todo hombre que viene a este mundo pide
ser acogido en una promesa, viva en su familia, donde descubre que su tiempo nace en el tiempo de otros.
Mas tarde cuando sea capaz de la promesa esponsal, vera que su tiempo se hace un solo tiempo con el de
otra persona, tiempo compartido en el amor que se abre a la eternidad. La promesa, al asegurarme la
presencia fiel del otro y permitirme a mi vez hacerme presente en fidelidad, expande la estrechez del
instante y construye la narración de la propia vida. Solo así se vive el momento presente.

3. Finalmente, estar en el tiempo significa encarar la pregunta por el propio destino. ¿Qué nos espera en el
futuro, ese tiempo de incertidumbre que se abre a nuestros pies? ¿Puede el porvenir ser plenamente
deducido del pasado, como cuando alguien percibe que un férreo destino gobierna su rumbo? ¿O es su
indeterminación inquietante la cifra de una amenaza, la disolución de nuestro ser en lo que es
radicalmente distinto e inasumible? De nuevo, solo el encuentro de amor interpersonal -ahora en su
dimensión de fecundidad- permite al hombre medir su relación con el futuro. El amor no asegura solo la
continuidad en el tiempo, como en la promesa, sino también una sobreabundancia de ser, un crecimiento
más allá de uno mismo en el «nosotros» de la unión con el amado. A través de este encuentro el futuro
aparece a una luz diferente: la propia vida descubre una novedad que la extiende más allá de los propios

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planes y proyectos. La cosa adquiere su cifra ideal en el nacimiento de un hijo, fruto del amor de los
padres, que inaugura para estos un tiempo nuevo, tiempo de creatividad, en que pueden colonizar otro
futuro más allá de su futuro.

En este punto nuestras reflexiones sobre el tiempo se juntan con cuanto dijimos sobre el cuerpo. Si el cuerpo es el
espacio de apertura de la vida humana hacia el mundo, los otros. Dios, y donde el hombre aprende que la relación
constituye su propia identidad, entonces el tiempo es el modo concreto en que se fragua esta apertura. En el
tiempo podemos pertenecer a otros por la memoria filial, la promesa fiel, la fecundidad sobreabundante; podemos
realizar una alianza con ellos constitutiva del propio ser.

Permanece abierta una pregunta: ¿puede el tiempo de estas experiencias interpersonales aplicarse al ámbito
entero de la actividad humana? ¿Es lícito explicar todo evento que se refiere al pasado a la luz de la memoria
filial, todo presente duradero como fidelidad a una promesa, todo futuro según la analogía de 1a fidelidad una
nueva vida'.’ El que no siempre parezca ser así, el que muchas situaciones vitales no las veamos venir ni expresar
fidelidad, ni generar ningún fruto, conduce a una crisis de tiempo en el hombre. Privado de sentido, el tiempo
atestigua solo la ruptura de la propia identidad, su falta de integración su tedio. El tiempo, equiparado entonces a
un tiempo mecánico, desemboca en el tiempo de la muerte, del que hemos de libramos. En vez de salvar el
tiempo, tratamos de salvarnos del tiempo.

En este horizonte, la muerte constituye el definitivo obstáculo para una comprensión significativa del tiempo. La
visión de una existencia que depende del cuerpo y del tiempo -que es el propio cuerpo y tiempo vuelve el
problema de la muerte más difícil de resolver que para una interpretación dualista del hombre. Dado que el
cuerpo es parte crucial de la identidad personal, la muerte no puede verse en ningún caso como liberación de una
prisión: es amenaza real contra la persona: su pérdida es verdadera pérdida; su escándalo. la negación de toda
bondad y significado.

Por otro lado, este punto de vista permite abrir un nuevo horizonte hacia la esperanza. Pues la pregunta por la
muerte puede ahora plantearse no solo en términos de subsistencia del yo individual, sino en clave de las
relaciones personales que la persona ha trenzado en su vida. Solo si estas relaciones permanecen es dado al
hombre conservar su nombre y destino. La presencia del hombre en el cuerpo y tiempo, al revelar su apertura a la
trascendencia mas allá del aislamiento de una conciencia autosuficiente. abre el camino para una respuesta a la
pregunta por el más allá en términos de inmortalidad dialógica.

Son precisamente estas categorías mencionadas de filiación, promesa y fecundidad las que permiten al hombre
descubrir la conexión de su tiempo con la trascendencia. Esta se percibe primero como origen primero (filiación),
fundación de nuestra capacidad de mantenernos en el tiempo (promesa) y destino último en que culmina la propia
vida (fecundidad). He aquí un apoyo sólido para esperar en la victoria final sobre la muerte. Aun cuando es
verdad que el cuerpo es el elemento más frágil de la constitución humana y que el tiempo es testigo de la
dispersión y la mortalidad, cuerpo y tiempo son también la forma en que el hombre abre su vida hacia la alianza
con el Dios inmortal.

¿Quién vence en esta lucha entre vida y muerte, que se entabla en el campo de batalla del cuerpo? Mientras la
muerte del cuerpo es irrefutable, también lo es -para quien sabe ver en profundidad- la presencia de la eternidad
en el encuentro de amor, hecha posible por nuestra condición encarnada. Como dice Quevedo en uno de sus
sonetos, la muerte tiene el poder de volver polvo el cuerpo del hombre, pero este mismo cuerpo, precisamente por
el amor que ha contenido en sí, pronuncia una promesa que permanece constante más allá del último umbral:

Alma, a quien todo un dios prisión ha sido,


venas, que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado
(Francisco de Quevedo).

4. El misterio del tiempo de Jesús

Una respuesta definitiva a las preguntas que hemos planteado llega solo con la vida de Jesús.

El cuerpo, ámbito de encuentro entre el hombre y su mundo y de apertura a la trascendencia, es el lugar que el
Hijo de Dios, total relacionalidad al Padre, asume cuando entra en el mundo. Es lógico que así sea: el que es
relación entra en el lugar donde se trenzan las relaciones. La presencia del Hijo eterno en el cuerpo ha de verse no
solo como contraste entre la infinitud de su divina esencia y las limitaciones de la carne, sino sobre todo como
armonía y correspondencia entre la persona del Hijo, completa referencia al Padre, y el cuerpo, lugar donde la

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vida del hombre se abre a la comunión con los otros y con Dios. Un cuerpo humano, que revela la venida del
hombre desde Dios y el camino hacia El, acoge el dinamismo que une al Hijo con su Padre. Vemos así que lo
asumido por Jesús no es una suerte de carne transparente, leve, carne solo en apariencia, sino la plenitud de lo
corporal .

El nexo entre el Hijo y su cuerpo es clave para entender el modo en que Jesús interpretó su mundo y los eventos
que le acaecían. Por ser el Hijo de Dios, Cristo experimenta su presencia corporal entre las cosas a la luz de su
venida del Padre, es decir, a la luz de ese don primordial que constituía su identidad y le permitía actuar. A causa
de esta precedencia del don paterno, su aceptación de la facticidad concreta de los eventos de la vida no era
resignación pasiva ante las leyes del destino, sino acogida operosa de la relación fontal con su Padre, de la que
vive y actúa siempre el Hijo. Ha nacido en Belén, de madre María, en tiempos del emperador Tiberio. No son
hechos brutos. Se reciben como parte del legado paterno.

Transparentan el amor del Origen. Desde este punto de vista, la encamación es ya un anticipo de la resurrección,
que hemos descrito como cumplimiento del curso de la historia en términos del amor entre el Padre y el Hijo. Por
supuesto, lo acaecido en Nazaret no implica todavía la total coincidencia de estos dos ámbitos, el de los hechos,
por un lado, y el de la bondad, amor y sentido, por otro. Muchas cosas de la vida de Jesús no encajaban
fácilmente con la bondad de Dios y su plan de amor por la humanidad. Hubo de encarar el Maestro la presencia
tangible del mal en el mundo, que formaba parte del pasado que heredaba de su pueblo y que incubaba las
amenazas futuras que se cernían sobre él y culminaron en la muerte en cruz. Para integrar y recapitular la
totalidad del tiempo. Jesús debía atravesar el tiempo. Hemos citado ya a Eliot: «Solo a través del tiempo se
conquista el tiempo».

Llegado este momento, entra en escena otro personaje del drama. el Espíritu Santo, que actúa a lo largo de la vida
de Jesús, des de su encarnación a su resurrección gloriosa. La capacidad divina para aparecer en el ámbito
concreto del tiempo y el cuerpo humanos; para hacerse presente sin eclipsar a la criatura, respetando sus rasgos
propios, pata invitarla a caminar hacia una comunión plena con él e impulsar su ascensión, todo esto se asocia en
la Escritura al Espíritu Santo. En la visión bíblica, Espíritu y cuerpo no son realidades opuestas; están en tensión
de atracción mutua, se corresponden en contraste fructífero. Así, el cuerpo es la apertura del hombre hacia el
Espíritu de Dios, y el Espíritu, por su parte, es la capacidad que tiene el Dios de la alianza de hacerse presente al
hombre sin disminuir su trascendencia. Es propio del Espíritu animar el dinamismo que mueve la creación hacia
Dios; la historia constituye su campo favorito de actividad.

Precisamente porque la carne asumida por el Hijo está sujeta a la temporalidad y a su desarrollo paciente, el
Espíritu tiene que actuar también durante la vida de Cristo. El cuerpo del Hijo, particularmente dotado para
acoger cada evento vital a la luz del amor del Padre, atraviesa ahora el tiempo común de la humanidad, tiempo
movido por el Espíritu, que es experto en dirigir el universo hacia una plena comunión con el Padre. La vida
entera de Jesús es un proceso en el que el cuerpo -es decir, el lugar donde el hombre se une al mundo, a los otros,
a Dios- recibe la acción del Espíritu-es decir, el nexo de comunión con el mundo, los hombres- Dios-. A la
plenitud de la presencia del Hijo a partir de la encarnación, corresponde por eso la progresiva donación del don
del Espíritu durante el tiempo de la vida de Cristo. Mientras el Hijo confiere estructura filial a la salvación, el
Espíritu imparte el dinamismo que permite a la carne de Jesús configurarse totalmente con la persona del Elijo.
Las dos manos de Dios que, según la conocida expresión de san Ireneo, son el Hijo y el Espíritu, trabajan
conjuntamente solo en la creación de Adán, sino también en su recreación a lo largo del tiempo de Jesús. Esta
perspectiva abre una visión de la vida de Cristo que tiene plenamente en cuenta su necesidad de crecer. Podemos
describir su camino como un proceso en que su tiempo y su carne se hacen cada vez más espirituales, al ser
incluidos por el Espíritu en el dinamismo que congrega a Padre e Hijo.

De esta forma, las dimensiones del tiempo que he descrito más arriba, junto con las experiencias ligadas a ellas -
el pasado a la luz de la filiación, el presente en unión con la promesa mantenida, el futuro colmado y fecundo-,
son vividas por Jesús en plenitud. Al recibir su existencia en modo filial y al encontrar en su origen la presencia
del Padre, Jesús acepta todo su pasado con gratitud de Hijo. Esta confianza en Dios como fundamento de su
existencia le permite vivir en el tiempo de la promesa del Padre, lo que asegura la unidad de todos los momentos
de su vida. Apoyado en esta alianza, Jesús camina con fidelidad en cada situación, hasta la muerte en cruz. De
este modo, la promesa abre el futuro, hacia una plenitud que asegura la fecundidad de sus acciones. Cristo es
capaz de generar un tiempo nuevo para él y para los hijos que Dios le ha dado (cf. Heb 2. 10-13).

El pasado de Jesús es el pasado de la filiación, de su continua venida desde el Padre. El presente de Jesús es el
presente de la fidelidad, de un tiempo para recibir y guardar la promesa divina. El futuro de Jesús es el tiempo en
que la promesa da fruto, futuro de fecundidad y de generación de nueva vida. Cada momento se vive de acuerdo
con estas coordenadas, intrínsecamente unidas: el recuerdo grato y filial sostiene a la promesa y abre la
fecundidad del porvenir. De este modo, el tiempo de Jesús no es la dispersión de su ser y obrar, sino el
recogimiento gradual de su pasado, presente y futuro en la unidad determinada por su hora, que está en la mano
del Padre. Por eso puede decir Jesús «mi hora» del mismo modo que dice «mi Padre».

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Dado que, como hemos dicho, el Espíritu es el agente de esta progresiva unificación, la pascua puede verse
entonces como la última etapa de un proceso gradual de espiritualización del tiempo del Hijo . Desde esta
perspectiva, la resurrección se preparaba en el tiempo, como el fruto maduro del vientre de la historia, y la pascua
puede verse como el momento de la asunción del tiempo en la eternidad, la reunión final y completa del pasado,
presente y futuro. En qué consistió este último cambio? Cuál es la textura del tiempo resucitado de Jesús? Se
trataba de la recapitulación final de todos los momentos.

5. El tiempo resucitado

La pascua es la entrada de Jesús en la eternidad de Dios. ¿Quiere esto decir que Cristo deja entonces de estar en
relación con el tiempo? Para responder, recordemos que, en la Biblia, esta eternidad divina no es lo opuesto al
tiempo, sino la soberanía de Yahweh sobre el tiempo. Dios se revela en el tiempo y hace de la historia un camino
hacia Él. Israel encuentra a Yahvé porque recuerda sus acciones salvíficas y espera su acto salvador definitivo .
El tiempo, por tanto, es un tejido en que Dios puede bordar su imagen, si Dios se plasma en el tiempo, entonces el
tiempo cabe también en Dios y no tiene que desdibujarse, como estrella matutina, cuando alborea el astro eterno.

Sobre este trasfondo, la resurrección de Cristo, lejos de separarlo del tiempo, lo imbuye más en él, a la vez que en
ella se comunica al tiempo una nueva cualidad. La historia humana es capaz ce narrar ahora el camino del Hijo
desde el Padre hasta el Padre, es decir, resulta asumida en el dinamismo del amor trinitario.

Este punto de vista pascual nos entrega la clave para destilar la esencia del tiempo. El tiempo no es una dispersión
o degradación del ser. Ni una herida por la cual se escapa la existencia. Se trata más bien, del ámbito abierto a la
presencia y obra del Espíritu de amor, que agrupa las horas, como un haz de trigo, en la unidad de la comunión
trinitaria. Esta es la nueva fórmula del calendario, que plenifica la historicidad humana: el pasado se vuelve
espacio filial, el presente, fidelidad en la promesa; el futuro, horizonte de fecundidad.

Sin la pascua, el tiempo no arribaría a su verdadera altura, sería solo tiempo a medias, tiempo mutilado, que no ha
dado lo bastante de sí. Por eso la resurrección no cancela el tiempo, sino que aumenta su densidad, lo satura de
comunión. En este sentido vive Jesús la plenitud del tiempo.

Dado que todos los momentos del tiempo están relacionados, la pascua no es solo la última etapa de un viaje: su
acción vivificadora se deja sentir sobre todos los segmentos temporales. En la resurrección. amén de revelarse el
sentido escondido de la historia, se transforma su gramática misma. Este evento, que algunos han descrito como
no histórico, es por el contrario la verdadera fuente de donde surge la historia. Ya decía Levinas que «la
resurrección constituye el evento principal del tiempo»' . La pascua se convierte entonces en piedra de la historia
que, incluso cuando sufre el rechazo de los historiadores, es angular (cf. Mt 21, 42). Como clave de bóveda, este
momento no está en el comienzo del arco, sino en su punto medio. El primer Adán viene antes, y solo después
llega el segundo Adán (cf. 1 Cor 15,47). Pero todas las fuerzas convergen hacia este centro, el único que confiere
solidez y aplomo a la construcción entera. Esta imagen desvela que la resurrección actúa tanto hacia el futuro y su
incertidumbre, como hacia el pasado y su rigidez.

La resurrección, confirmamos, inaugura una nueva medida del tiempo y una nueva forma de vivirlo en plenitud.
En la pascua, no es solo que algo ocurre en el tiempo, sino que algo le sucede al tiempo'. El tiempo resucita; la
textura y el ritmo de la temporalidad humana se transforman para revestirse de eternidad. Por eso, igual que hay
un cuerpo espiritual, que es la vocación definitiva de la carne, hay también un tiempo espiritual, que es la última
llamada de la historia. Describiré ahora con más detalle el tiempo resucitado de Jesús, así como la forma en que
se comunica al resto de los hombres. Prepararé de este modo el camino para ver, en el siguiente capítulo, la
recapitulación de todas las épocas en Cristo.

a) La pascua y el pasado: una memoria resucitada

Los relatos pascuales mencionan continuamente la memoria Jesús invita a los suyos a recordar que el había
predicho su pasión y exaltación (el. Lc 24, 6-9). San Juan insiste: solo después de pascua rememoraron los
discípulos ciertos eventos de la vida del Maestro, desenredando su enigma (cf. Jn 2, 22). Esta es también la
ocasión de releer las antiguas profecías y constatar que todas han encontrado sobreabundancia en Jesús (cf. Lc 24,
25-27.32.45): ha resucitado según las Escrituras.

La conexión entre pascua y memoria muestra el poder transformativo de la resurrección sobre el pasado. En
primer lugar, la pascua fortalece la memoria frágil, siempre amenazada por la erosión del olvido. Cuando se
borran las huellas del recuerdo, es la misma identidad personal la que se difumina. ¿Cómo sobreponerse a la
angustia y el miedo de olvidar no solo cuanto nos ha pasado, sino, en ello, nuestro origen, nombre, misión?

Que las memorias nazcan vinculadas a otros, que permanezcan vivas en el seno de una comunión, es la primera
pista hacia la respuesta. Recordar no es esfuerzo solipsista; recibimos nuestros recuerdos y los conservamos

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gracias a los vínculos interpersonales a que pertenecemos. Ahora bien, todos estos refuerzos no parecen resistir
un embate violento: ¿pueden oponerse al último olvido, el de la muerte? Juan Ramón Jiménez, tras hablar con
nostalgia de su fin, lo hacía definitivo al decir: «Se morirán aquellos que me amaron». Pues bien, incluso en esta
noche brilla una luz. Dado que el encuentro interpersonal se abre a una perspectiva eterna, dado que Dios se hace
presente en el amor, es posible vislumbrar un rayo de esperanza. Como Israel sabía bien, la memoria contiene la
presencia de lo divino, la intervención salvífica de Yahvé en favor de su pueblo. Y si Dios deja su huella en la
memoria, es porque está dispuesto a recordar cuanto sucede, incluso aunque el hombre olvide, incluso cuando
todos olviden al hombre. Solo a esta luz puede la memoria desafiar el olvido de la muerte, plantarle cara de tú a
tú.

La respuesta final a esta pregunta llega con la venida de Cristo. Su memoria, propia del Hijo, estaba siempre
arraigada en Dios. Y fiado que se apoyaba totalmente en el Padre, Origen de todo, era memoria de fundamento
inamovible. Pues bien, la cruz aparece como la prueba más difícil de la memoria, pues entonces Cristo se enfrenta
a la gran borradora de recuerdos, la muerte. Y la resurrección surge como salvación de la memoria, testigo de que
esta se sobrepone a la amenaza de la corrupción. En pascua, el Padre recuerda la vida entera de su Hijo, más allá
del último olvido, y devuelve a Jesús la memoria de su vida terrena. El hecho de que las heridas de la cruz
permanezcan en el cuerpo del Señor es signo de que su memoria ha sido preservada para siempre. Su cuerpo
resucitado es el definitivo memorial en que toda la historia permanece.

Ahora bien, no es suficiente con preservar la memoria. Que todo se recuerde significa tanto bendición como
maldición. La capacidad de olvidar constituye también la base para una memoria sana, que no se obsesiona con el
lado oscuro de la historia, capaz de tomar distancia del ayer. Desde el olvido se alcanza asimismo una
transformación del pasado, para cerrar sus heridas y permitir la continua renovación. ¿Es posible que la pascua no
solo preserve la memoria, sino que la transforme, olvidando el dolor y haciendo vigorosa la alegría, dando nueva
forma también al tiempo que precede a la resurrección?

Tendemos a pensar que la flecha del tiempo sigue solo la dirección que va del pasado al futuro, según la cadena
de causas mecánicas, que provocan determinados efectos. El tiempo humano, sin embargo, es una combinación
de pasado, presente y futuro en que cada momento se entrelaza con el resto. Debido a este vínculo, hay
experiencias en que la flecha del tiempo resulta cambiar de dirección y un evento del futuro modifica la textura
del pasado. El perdón es un caso ejemplar de esta posibilidad de extender hacia atrás el sentido de un evento.
Sabemos ya que perdonar no consiste solo en borrar las huellas del mal cometido. Dado que el pasado de la
persona pertenece a su propio nombre, el simple olvido destruiría, junto al mal cometido, al mismo que lo
perpetró. Lo que que se pide del perdón es que confiera otra forma de pasado, que lo purgue de su amargura, que
lo incorpore en un relato diferente de la vida personal. Perdonar es desatar los lazos de la culpa, liberando al
ofensor hacia un nuevo futuro. Para que esta operación sea posible hace falta referirse a un pasado más original
que el pasado del mal cometido, a un manantial en lo profundo de la persona que el acto malvado no logró tocar y
desde donde se hace posible su regeneración

Así, somos capaces de perdonar a un amigo porque recordamos la bondad inicial, cuando se inauguró nuestra
amistad con él. ; estimamos que esta promesa que entonces percibimos llega mucho más hondo que la ofensa
cometida. La dificultad del crece con la profundidad de la ofensa y decrece con la capacidad de percibir el fondo
valioso de la persona. Este fondo, por su parte, es lo bastante profundo solo porque está unido a un origen
trascendente, a la referencia radical de la persona amada a Dios. La memoria tiene entonces que arraigarse en
nuestra venida de Dios, como hijos suyos y, por eso, hermanos. Esta unión de la memoria con la filiación y la
fraternidad constituye la garantía de que se puede ofrecer el perdón.

En todo caso, el perdón es solo un aspecto de la habilidad humana para reconfigurar el pasado. Mientras el
perdón se ocupa de mal cometido, hay también una memoria que profundiza en la bondad del ayer, desvelando
sus raíces. Se trata de la memoria feliz que reconoce la hondura del propio origen como testimonio de nuestra
venida del Padre. Al contemplar el pasado a la luz del don de la existencia y de la bondad continua de Dios que
está al comienzo de todas nuestras sendas, la memoria restaura en plenitud el ayer, consigue que fructifiquen
todas sus semillas. Solo de lo pasado llega a decirse: «Todo es gracia».

Podemos ahora ver cómo la resurrección es capaz de transformar la historia transcurrida. Los testigos de pascua
hablan de un nuevo nacimiento, una nueva generación del Hijo por el Padre (cf. Sal 2. 7. citado en Hch 13. 33).
En pascua, la historia de Jesús, que incluye en sí la historia de la humanidad, se inserta plenamente en la corriente
de amor que une al Padre y al Hijo. Dado que el Resucitado es el Hijo eterno del Padre, aquel que viene del
Origen primigenio, anterior a todo pasado, se hace ahora disponible, dentro de la historia, un nuevo origen, un
nuevo manantial del tiempo. La conexión de la historia con este Origen raíz permite que todo el pasado se
reestructure. No hay ningún mal, por muy profundo que sea. que pueda llegar más hondo que la bondad primera
del Padre que el Hijo ha hecho accesible, desde dentro del tiempo, al resucitar. Ahora todos los eventos pasados
pueden conectarse con este Origen fundante. La pascua se puede describir, por eso, como el acto más poderoso de
la memoria. Pues entonces se une el tiempo concreto de Jesús de Nazaret, un tiempo humano que incluye todo
nuestro tiempo, con su Origen eterno en el Padre. Esta transformación del tiempo se extiende así a todos los

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siglos, hasta alcanzar al primer hombre. En el próximo capítulo abordaré este tema, situando esta victoria
definitiva de Jesús en el contexto del sentido global de la historia.

b) La resurrección, tiempo de la promesa

El Resucitado, por venir del Padre, ilumina toda la historia pasada desde el punto de vista de su principio y
fundamento originarios. Dado que se sitúa en las raíces de la historia, Cristo es capaz de pronunciar una palabra
que confiere unidad a los siglos: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 20).
La pascua inaugura el tiempo de la promesa de Jesús, que mantiene trabados días, meses, años.

En el capítulo quinto estudiamos cómo la capacidad de prometer hace posible la continuidad de la historia. Se
puede pronunciar una promesa cuando se posee por anticipado el propio futuro y se está cierto de que no se
olvidará el pasado. De otro modo, la promesa quedaría en veleidad sin fundamento, en mentira o autoengaño.

¿Es posible que un hombre, de existencia limitada entre el nacimiento y la muelle y sujeta al viento del cambio,
mantenga la unidad temporal requerida para pronunciar la promesa? Un análisis del acto de prometer muestra que
este excede la capacidad de un individuo aislado. El sujeto, encerrado en su fugitivo instante, no dispone del arco
entero de una vida. Como decía Roben Spaemann, para prometer es necesario aceptar que uno mismo es una
promesa, que cada persona es ya promesa ontológica, originaria, en la que se funda su capacidad de cerrar pactos.
Gabriel Marcel ha confirmado tal referencia de la promesa a algo más primitivo que la voluntad del hombre: solo
la confianza en los cimientos últimos de la existencia, que mantienen unida la historia, garantiza que pueda darse
y mantenerse la palabra. Hay una promesa originaria, que nos ofrece ya un tiempo compacto para que en él
actuemos (dimensión filial de la promesa) y nos invita a unir nuestro tiempo con el tiempo de otros, haciendo de
ellos un solo tiempo fecundo (dimensión esponsal de la promesa).

El Dios de Israel es el Dios de la promesa, que mantiene fidelidad a su pueblo y así capacita al hombre para
mantener sus propios pactos. Solo porque Dios ha entrado en la historia y asegura la unidad del camino de los
suyos puede a su vez el hombre guardar su palabra. Y aun así, la historia de Israel da testimonio de la
inconstancia humana: la alianza se rompe una y otra vez, incluso aunque Yahvé sea siempre leal. ¿Cuál es el final
de este camino? 6Puede Dios custodiar su nombre y honor, cuando lo ha dejado en manos tan frágiles?

La respuesta llega solo con la vida de Jesús: el Padre nos da ahora su Palabra (nos promete) en modo nuevo, la
confia a la historia y sus vericuetos, para que atraviese sin romperse la prueba de la muerte y reciba la
resurrección. En pascua se da el cumplimiento de todas las promesas divinas al hombre y se confiere firmeza a
las promesas humanas. La resurrección asegura que mantener la palabra es posible, tanto por parte de Dios, ya
que el Padre hizo volver a Jesús de entre los muertos, como por parte del hombre, dada la fidelidad de Jesús al
Padre hasta su muerte en la cruz. El tiempo de la Iglesia recibe su cohesión de esta promesa inaugurada en la
pascua: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

c) La resurrección y el futuro: una nueva fecundidad

Pronunciar la promesa no solo asegura la continuidad del presente. sino que abre también el horizonte del futuro.
Cuando prometemos fidelidad a un amigo no nos basamos en nuestro supuesto carácter inmoble, más propio de
una piedra que de una persona. Pues para un ser vivo la estabilidad es posible solo si va unida a una renovación
continua. He aquí por qué la promesa tiene siempre un elemento de expectación y se dibuja sobre un horizonte de
plenitud. Podemos hablar, a este respecto, de la fecundidad de la promesa. La generación, en paternidad o
maternidad, es posible porque, arraigada en la alianza, fecunda de los esposos.

En modo parecido, la promesa que Jesús recibió y guardó no contenía solo una forma de vivir en continuidad los
presentes: estaba también abierta al futuro. Jesús sabía, como atestigua su obra y su predicación, que su fidelidad
al Padre era capaz de traer un nuevo tiempo, de acercar la hora final de la historia. La pascua fue la confirmación
final de esta pretensión, pues entonces la fidelidad de Cristo generó las primicias del cielo nuevo y la tierra nueva.
En la resurrección, Jesús no solo recibe vida de Dios, sino que es también capaz de hacerse fuente de vida para
otros. Este poder de comunicar vida, que es propio del Padre, ha sido concedido al Resucitado: «Como el Padre
resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere» (Jn 5,21). La pascua ve
convertirse a Jesús en fuente de agua viva (cf. Jn 7, 38).

La fidelidad de Cristo, al igual que ocurre en la generación de un hijo, inaugura un nuevo porvenir. Platón ya
había señalado en su
Simposio que la forma de alcanzar la inmortalidad es dar a luz en la Belleza . La fecundidad, el fruto de un
encuentro de amor con lo bueno y bello, instaura una relación diferente entre el hombre y mañana. El futuro de la
pascua es el futuro de una paternidad plena, : por ser indefectible: Jesús se convierte en padre de una nueva edad
«pater futuri saeculi» (cf. Is 9, 6).

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¿Qué transformación aporta Cristo al tiempo de la paternidad? La generación está unida, en nuestra experiencia, a
la muerte. La transmisión de vida al hijo anuncia la decadencia del padre. El progenitor debe marcharse, para
abrir un espacio al hijo. Pero la fecundidad pascual de Jesús viene precisamente de su victoria definitiva sobre la
muerte. Jesús revela la paternidad cumplida porque se vuelve fuente de vida sin que le sea preciso retirarse. La
apertura de un nuevo espacio para sus hijos no requiere que el Maestro desaparezca: él sigue siendo continuo
manantial de vida para los nacidos de nuevo. De acuerdo con esto, la vida que brota de Cristo no viene a nosotros
solo del pasado, sino por así decirlo, también del futuro: de la plenitud del tiempo en que Jesús reina.

Podemos decir, pues, que para el cristiano el verdadero futuro no es el futuro de incertidumbre y riesgo, ni
tampoco el futuro ce los propios proyectos autónomos. El futuro resucitado, el futuro que durará para siempre, es
el futuro del fruto, futuro de paternidad y maternidad. Porque Jesús ha resucitado, es posible a reces los eventos
convertirse en eventos fecundos, preñados de novedad y primicias. Porque Jesús ha resucitado, el tiempo se hace
tiempo de juventud, y no de decaimiento, tiempo en que el mejor vine se guarda para el final (cf. Jn 2, 10). Si este
futuro todavía contiene sufrimientos, se trata de los dolores del parto, en los que no predomina el miedo sino la
esperanza, es el tiempo en que la creación gime (Rom 8,22) porque la Iglesia da a luz a sus hijos (Ap 12,2).

Conclusión

Volvemos ahora al fresco de Miguel Ángel. Su visión del cuerpo no encaja en los cánones de la armonía griega.
El cuerpo heleno manifiesta una presencia que, guardando sumo equilibrio, se contiene a sí misma en plenitud de
forma. Miguel Ángel, sin embargo, pinta un cuerpo que va allende sus confines, capaz de expansión v
comunicación, porque está abierto a Dios, modelado y colmado por Él. A partir del dinamismo del cuerpo de
Jesús, como el gran artista lo pintó en la Sixtina, toda la historia recibe impulso y destino hacia su meta.

El cuerpo resucitado de Jesús es la fuente de un tiempo resucitado, tiempo espiritual porque está colmado de la
presencia del Espíritu. Este tiempo glorioso no es ajeno al tiempo terrestre. Su estructura preserva una analogía
con la experiencia humana del pasado, presente y futuro, entendidos a la luz del encuentro interpersonal. El
pasado es uno con nuestro venir de Dios y atestigua que el Padre es fuente y origen. El presente es presente de
fidelidad, tiempo para guardar la promesa, recibida primero de Dios y pronunciada luego por el hombre. El futuro
se transfigura en la fecundidad del amor, la continua sobreabundancia de nuestro encuentro con lo divino.

Ya que el tiempo se ha hecho en la pascua un tiempo compartido por entero con Dios y los otros, el tiempo de
Jesús puede donarse al hombre, puede comunicamos su propio ritmo. Más aún. se trata de un tiempo capaz de
expandirse hacia el pasado y futuro para abrazar la totalidad de los siglos. La historia, de principio a fin. ha
entrado en un dinamismo de filiación, promesa y fecundidad. dinamismo propio del ser eterno de Dios. Al final
del tiempo la historia quedará unida plena y definitivamente al abrazo de amor del Padre y el Hijo en el Espíritu.
Y se realizará lo que pidió Miguel Ángel en uno de sus poemas: «Haz de todo mi cuerpo un ojo solo no haya
parte de mí que no te goce».

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