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El laberinto de los deseos

El fenómeno de la conciencia y el deseo


Canción “De Atar” – La Vela Puerca
Letra Interpretación
Hay algo que ya no puedo contener Algo que del autor brota, no consigue callar,
Me tira un sueño y no le puedo contestar (para mi es la conciencia) y no le puede contestar.
Arranca sola y no se va a detener Es algo que él no le dio impulso, solo aparece y le da
Caigo de tripa, no me va a dejar volar “mal estomacal” por ansiedad. Lo tira abajo.
Me pregunta si hoy traigo mi fe Pregunta si comienza con confianza en lo que hace,
Siempre quiere saber, aunque sea un poco más y cada vez va más hondo.
Si no me cuelgo no me puedo poner Si no se distrae de esta “voz”, no puede acallarla,
A dar patadas a mi propio malestar quiere control sobre sí, aunque sea violento.

Va a descubrir porque ahora no quiero pensar Esa voz vuelve, y parece que le quita libertad a su locura,

Y me va a reprimir la locura a punto de empezar a su diversión o entretenimiento.

Me tiro al suelo y no me quiero parar Tanto en la pereza,


Y si me paro va a ser para despegar
Salgo de casa, creo que voy a estallar como en el movimiento
Me sale al vuelo y yo que le quiero escapar vuelve la voz.
Me pregunta si hoy traigo mi sed Pregunta no solo por confianza, también por deseo,
Siempre quiere morder, aunque sea un poco más
Se tranca todo y yo me quiero matar Sentimiento de frustración.
Y me preocupa no tener que mendigar Porque el no tener deseo (mendigar) provoca hastío.

Va a descubrir porque ahora no quiero pensar


Y me va a reprimir la locura a punto de empezar

Esto no es joda, voy avisando Expresión en el estribillo de todo lo emotivo del resto de
Me pongo malo y estoy de atar la lírica, a modo de bronca.
Solo te cuento que estoy tratando Pero sabe: no es algo malo lo que le pasa, lo que busca.
De ya no perderme nunca más
Esto no es joda sigo gritando
Voy caminando y quiero volar Busca trascender, ser libre, alegre.
Solo te digo que voy tocando
La rabia de los demás No solo es algo de él, le pasa a los demás, cotidiano.

Tomar decisiones y orientar las propias acciones en situaciones de


incertidumbre y frente a impulsos internos contradictorios es el ámbito del
ejercicio del discernimiento. El Espíritu habla y actúa a través de los
acontecimientos de la vida de cada uno, pero los eventos en sí mismos son
mudos o ambiguos, ya que se pueden dar diferentes interpretaciones.
Entre estos deseos, ¿qué es lo que buscamos?
San Agustín: biografía, memoria y deseo de felicidad

San Agustín tuvo esta experiencia y dice que cuando probamos una cosa,
y luego otra, estamos buscando algo que en nuestro interior deseamos, y que esto
es la felicidad. El lo expresa en sus Confesiones hablando de una de las partes
del alma: la memoria. Lo comentaremos a continuación1
Reconocer algo que si nos acordamos qué es

Perdió la mujer la dracma y la buscó con la linterna; pero si no la hubiese


recordado, no la encontraría tampoco; porque si no se acordara de ella, ¿cómo podría
saber, al encontrarla, que era la misma?
1
Cf., SAN AGUSTÍN, Confesiones: Libro X, Capítulos XVIII-XXVII

1
Yo recuerdo también haber buscado y encontrado muchas cosas perdidas; y sé
esto porque cuando buscaba alguna de ellas y se me decía: «¿Es por fortuna esto?»,
«¿Es acaso aquello?», siempre decía que «no», hasta que se me ofrecía la que buscaba,
de la cual, si yo no me acordara, fuese la que fuese, aunque se me ofreciera, no la
hallara, porque no la reconociera. Y siempre que perdemos y encontramos algo sucede
lo mismo.

Sin embargo, si alguna cosa desaparece de la vista por casualidad —no de la


memoria—, como sucede con un cuerpo cualquiera visible, se conserva interiormente su
imagen y se busca aquél hasta que es devuelto a la vista; el cual, al ser hallado, es
reconocido por la imagen que llevamos dentro. Ni decimos haber hallado lo que había
perecido si no lo reconocemos, ni lo podemos reconocer si no lo recordamos; pero esto,
aunque ciertamente había perecido para los ojos, pero era retenido en la memoria.

Reconocer algo que no recordamos qué es

¿Y qué cuando es la misma memoria la que pierde algo, como sucede cuando
olvidamos alguna cosa y la buscamos para recordarla? ¿Dónde al fin la buscamos sino
en la misma memoria? Y si por casualidad aquí se ofrece una cosa por otra, la
rechazamos hasta que se presenta lo que buscamos. Y cuando se presenta decimos:
«Esto es»; lo cual no dijéramos si no la reconociéramos, ni la reconoceríamos si no la
recordásemos. Ciertamente, pues, la habíamos olvidado. ¿Acaso era que no había
desaparecido del todo, y por la parte que era retenida buscaba la otra parte? Porque la
memoria sentía no revolver conjuntamente las cosas que antes conjuntamente solía, y
como cojeando por la truncada costumbre, pedía que se le devolviese lo que le faltaba:
algo así como cuando vemos o pensamos en una persona conocida, y, olvidados de su
nombre, nos ponemos a buscarle, a quien no le aplicamos cualquier otro distinto que se
nos ofrezca, porque no tenemos costumbre de haberle pensado con él, por lo que los
rechazamos todos hasta que se presenta aquel nombre con que, por ser el acostumbrado
y conocido, descansamos plenamente.

Pero este nombre, ¿de dónde surge sino de la memoria misma? Porque si alguien
nos lo sugiere, el reconocerlo surge de aquí, de la memoria. Porque no lo aceptamos
como cosa nueva, sino que, recordándolo, aprobamos ser lo que se nos ha dicho, ya que,
si se borrase plenamente del alma, ni aun advertidos lo recordaríamos.

No se puede, pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto que nos
acordamos al menos de habernos olvidado y de ningún modo podríamos buscar lo
perdido que absolutamente hemos olvidado.

Buscando la vida feliz tras la memoria

¿Cómo, pues, busco la vida bienaventurada? —porque no la poseeré hasta que


diga «Basta» allí donde conviene que lo diga—, ¿cómo la busco, pues? ¿Acaso por
medio de la reminiscencia, como si la hubiera olvidado, pero conservado el recuerdo del
olvido? ¿O tal vez por el deseo de saber una cosa ignorada, sea por no haberla conocido,
sea por haberla olvidado hasta el punto de olvidarme de haberme olvidado?

¿Pero acaso no es la vida feliz la que todos apetecen, sin que haya ninguno que
no la desee? Pues ¿dónde la conocieron para así quererla? ¿Dónde la vieron para

2
amarla? Ciertamente que tenemos su imagen no sé de qué modo. Yo no sé cómo han
tenido conocimiento de ella, y, consiguientemente, ignoro qué noción tienen de ella,
sobre la cual noción deseo ardientemente saber si reside en la memoria; porque si está
en ésta, ya fuimos en algún tiempo felices. Oímos este nombre y todos confesamos que
apetecemos la realidad misma.

Luego es de todos conocida aquélla; y si pudiesen ser interrogados «si querían


ser felices», todos a una responderían sin vacilaciones que querían serlo. Lo cual no
podría ser si la cosa misma, cuyo nombre es felicidad, no estuviese en su memoria.

Dios en la memoria como verdad

Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria buscándote a ti, Señor; y no


te encontré fuera de ella. Porque, desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no
me haya acordado; pues desde que te conocí no me he olvidado de ti. Porque allí donde
hallé la verdad, allí encontré a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde
que la conocí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo
cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti. Estas son las santas delicias mías que tú me
donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi pobreza.

En qué lugar de la memoria está Dios

Pero ¿en dónde moras en mi memoria, Señor; en dónde permaneces en ella?


¿Qué morada te has construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has edificado? Tú has
otorgado a mi memoria este honor de permanecer en ella; pero en qué parte de ella
permaneces es de lo que ahora voy a tratar.

Porque cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes de las cosas
corpóreas, traspasé aquellas sus partes que tienen también las bestias, y llegué a aquellas
otras partes suyas en donde tengo depositadas las afecciones del alma, y ni aun allí te
encontré. Y penetré en la misma sede que mi propia alma tiene en mi memoria —
porque también el alma se acuerda de sí misma—, y ni aun aquí estabas tú; porque así
como no eres imagen corporal ni sentimiento vital, como es el que se siente cuando
nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos y demás
cosas por el estilo, así tampoco tú eres alma, porque eres el Señor Dios del alma, y
todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable sobre todas
las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te conocí.

Pero ¿por qué busco el lugar de ella en que habitas, como si hubiera lugares allí?
Ciertamente habitas en ella, porque me acuerdo de ti desde que te conocí, y en ella te
encuentro cuando te recuerdo.

Dónde encontró Agustín a Dios

Pues ¿dónde te encontré para conocerte —porque ciertamente no estabas en mi


memoria antes que te conociese—, dónde te encontré, pues, para conocerte, sino en ti
sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no
obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos
los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te consultan, aunque sean
cosas diversas.

3
El deseo de felicidad puesto por Dios

San Agustín descubre que aquello que nos hace buscar, esa conciencia interior
de la que hablamos al principio que molesta, muerde, rompe, está en nosotros desde
siempre. Sucede porque fuimos creados por el Logos divino, y ello nos ha dejado una
huella que nos atrae hacia el bien y la verdad. Y es el mismo Logos, luz que habita en
nosotros (ahora por gracia), el que nos da respuesta desde lo universal a nuestras
preguntas por la verdad y deseos de felicidad. Aquí entra en contacto lo filosófico y lo
vivencial.

“(…) nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti.”

Agustín cree Dios, cuando lo creó, le puso ese deseo al hombre en el corazón. El
deseo de ser feliz.2 De ahí viene esa inquietud.

En verdad es a Dios a quien buscamos

Y a ti, Señor, ¿de qué modo te puedo buscar? Porque cuando te busco a ti, Dios
mío, la vida bienaventurada busco. Que te busque yo para que viva mi alma, porque si
mi cuerpo vive de mi alma [espíritu], mi alma vive de ti. No hay absolutamente lugar, y
nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh
Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan, y a un tiempo
respondes a todos los que te consultan, aunque sean cosas diversas (él es el que da
respuesta a todos los pequeños deseos y preguntas en el fondo). Claramente tú
respondes, pero no todos oyen claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas
no todos oyen siempre lo que quieren.

Dios puso este deseo de felicidad y además lo sacia


Justamente, porque Dios nos ha puesto este deseo, él ha de colmarlo. De
nuestra parte, este deseo, nos puede ayudar a prepararnos para recibir lo que
Dios quiere darnos. Es en el envío de Jesús en donde se descubre la respuesta del
Dios. Si Dios nos hubiese abandonado, no nos hubiese enviado a su Hijo, que es
Jesús.
Dios quiere que seamos felices, y como no es un Dios avaro, ni tampoco
tiene nada que perder, nos ofrece su misma alegría. La misma alegría y amor que
tiene Dios, esa misma nos quiere dar. No nos quiere dar nada inferior. De aquí el
lema del encuentro.
Como dice el evangelio de Juan, cuando habla del Pastor: “El que entra
por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan
2
CATIC 1718: (…) deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo
ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:
«Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay
nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente
enunciada» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1, 3, 4).
«¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz,
haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de
ti» (San Agustín, Confessiones, 10, 20, 29).
«Sólo Dios sacia» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet
«Credo in Deum» expositio, c. 15).

4
su voz. Él llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado
a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz.”
(Juan 10,2-4)
Nosotros lo seguimos, porque reconocemos su voz desde dentro nuestro.
Reconocemos que es verdadera. Reconocemos la verdad, la voz del que nos creó
nos llama: nuestros sentidos, sentimientos, emociones, deseos, pasiones saben y
se dan cuenta cuando están de frente a quien las creó. Eso sentimos cuando
escuchamos la voz de Jesús: que es quien da respuesta a lo mas interior mío, no
es un extraño.

¿Cómo llegar a esta alegría del amor?


Creer significa ponerse a la escucha del Espíritu y en diálogo con la
Palabra que es camino, verdad y vida (cfr. Jn 14,6) con toda la propia
inteligencia y afectividad, aprender a confiar en ella “encarnándola” en lo
concreto de la vida cotidiana, en los momentos en los que la cruz está cerca y en
aquellos en los que se experimenta la alegría ante los signos de resurrección, tal
y como hizo el “discípulo amado”.
El espacio de este diálogo es la conciencia. Como enseña el Concilio
Vaticano II, esta es «el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que
éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de
aquélla» (Gaudium et spes, 16). Por lo tanto, la conciencia es un espacio
inviolable en el que se manifiesta la invitación a acoger una promesa. Discernir
la voz del Espíritu de otras llamadas y decidir qué respuesta dar es una tarea que
corresponde a cada uno: los demás lo pueden acompañar y confirmar, pero
nunca sustituir.
Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra
escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De
esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La
Virgen María es la realización más perfecta de la misma.
  La vida y la historia nos enseñan que para el ser humano no siempre es
fácil reconocer la forma concreta de la alegría a la que Dios lo llama y a la cual
tiende su deseo, y mucho menos ahora en un contexto de cambio e incertidumbre
generalizada. Otras veces, la persona tiene que enfrentarse al desánimo o a la
fuerza de otros apegos que la detienen en su camino hacia la plenitud: es la
experiencia de muchos, por ejemplo la del joven que tenía demasiadas riquezas
para ser libre de acoger la llamada de Jesús y por esto se fue triste en lugar de
lleno de alegría (cfr. Mc 10,17-22). La libertad humana, aun necesitando ser
siempre purificada y liberada, sin embargo, no pierde nunca del todo la
capacidad radical de reconocer el bien y de hacerlo: «Los seres humanos,
capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a
optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos
mentales y sociales que les impongan» (Laudato si’, 205).

5
Pasos previos (no podemos buscar a Dios, la alegría, con el corazón
oscurecido)
La remoción de obstáculos: Catequesis sobre las bienaventuranzas:
7. Bienaventurados los que tienen el corazón puro:
Hoy leemos juntos la sexta bienaventuranza, que promete la visión de
Dios y tiene como condición la pureza de corazón.
Un salmo dice: «Digo para mis adentros: “Busca su rostro”. Sí, Señor, tu
rostro busco. No me ocultes tu rostro» (27,8-9).
Este lenguaje manifiesta la sed de una relación personal con Dios, no
mecánica, no algo nublada, no: personal, que el libro de Job también expresa
como signo de una relación sincera. Dice así el libro de Job: «Yo te conocía sólo
de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5). Y muchas veces pienso que
este es el camino de la vida, en nuestra relación con Dios. Conocemos a Dios de
oídas, pero con nuestra experiencia avanzamos, avanzamos, avanzamos y al final
lo conocemos directamente, si somos fieles... Y esta es la madurez del Espíritu.
¿Cómo llegar a esta intimidad, a conocer a Dios con los ojos? Se puede
pensar, por ejemplo, en los discípulos de Emaús, que tienen al Señor Jesús a su
lado, «pero sus ojos estaban retenidos para que no lo conocieran» (Lc 24,16). El
Señor les abrirá los ojos al final de un camino que culmina con la fracción del
pan y que había empezado con un reproche: «¡Oh, insensatos y tardos de
corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!». Es el reproche del principio
(Lc 24,25). Este es el origen de su ceguera: el corazón insensato y tardo. Y
cuando el corazón es insensato y tardo, no se ven las cosas. Se ven las cosas
como nubladas. Aquí reside la sabiduría de esta bienaventuranza: para
contemplar, es necesario entrar dentro de nosotros mismos y hacer espacio a
Dios porque, como dice San Agustín, «Dios es más interior que lo más íntimo
mío " (“interior intimo meo”: Confesiones, III,6,11). Para ver a Dios no hay que
cambiar de gafas o de punto de mira, o cambiar de autores teológicos que
enseñen el camino: ¡hay que liberar el corazón de sus engaños! Este es el único
camino.
Es una madurez decisiva: cuando nos damos cuenta de que nuestro peor
enemigo se esconde a menudo en nuestro corazón. La batalla más noble es
contra los engaños internos que generan nuestros pecados. Porque los pecados
cambian la visión interior, cambian la valoración de las cosas, muestran cosas
que no son verdaderas, o al menos que non son tan verdaderas.
Por lo tanto, es importante entender qué es la “pureza de corazón”. Para
ello debemos recordar que para la Biblia el corazón no consiste sólo en los
sentimientos, sino que es el lugar más íntimo del ser humano, el espacio interior
donde la persona es ella misma. Esto, según la mentalidad bíblica.
El Evangelio de Mateo dice: «Si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué
oscuridad habrá!» (6,23). Esta “luz” es la mirada del corazón, la perspectiva, la
síntesis, el punto de lectura de la realidad (cf. Evangelii gaudium, 143).
¿Pero qué significa corazón “puro”? El puro de corazón vive en la
presencia del Señor, conservando en el corazón lo que es digno de la relación
con Él; sólo así posee una vida “unificada”, lineal, no tortuosa sino simple.

6
El corazón purificado es, por lo tanto, el resultado de un proceso que
implica una liberación y una renuncia. El puro de corazón no nace así, ha vivido
una simplificación interior, aprendiendo a negar el mal dentro de sí, algo que en
la Biblia se llama circuncisión del corazón (cf. Dt 10:16; 30,6; Ez 44,9; Jer 4,4).
Esta purificación interior implica el reconocimiento de esa parte del
corazón que está bajo el influjo del mal: —“Sabe, Padre, siento esto, veo esto y
está mal”: reconocer la parte mala, la parte que está nublada por el mal — para
aprender el arte de dejarse siempre adiestrar y guiar por el Espíritu Santo. El
camino del corazón enfermo, del corazón pecador, del corazón que no puede ver
bien las cosas, porque está en pecado, a la plenitud de la luz del corazón es obra
del Espíritu Santo. Él es quien nos guía para recorrer este camino. Y así, a través
de este camino del corazón, llegamos a “ver a Dios”.
En esta visión beatífica hay una dimensión futura, escatológica, como en
todas las Bienaventuranzas: es la alegría del Reino de los Cielos hacia la que
vamos. Pero existe también la otra dimensión: ver a Dios significa comprender
los designios de la Providencia en lo que nos sucede, reconocer su presencia en
los sacramentos, su presencia en los hermanos, especialmente en los pobres y los
que sufren, y reconocerlo allí donde se manifiesta (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2519).
Esta bienaventuranza es un poco el fruto de las anteriores: si hemos
escuchado la sed del bien que habita en nosotros y somos conscientes de que
vivimos de misericordia, comienza un camino de liberación que dura toda la
vida y nos lleva al Cielo. Es un trabajo serio, un trabajo que hace el Espíritu
Santo si le damos espacio para que lo haga, si estamos abiertos a la acción del
Espíritu Santo. Por eso podemos decir que es una obra de Dios en nosotros —en
las pruebas y en las purificaciones de la vida— y esta obra de Dios y del Espíritu
Santo lleva a una gran alegría, a una paz verdadera. No tengamos miedo,
abramos las puertas de nuestro corazón al Espíritu Santo para que nos purifique
y nos haga avanzar por este camino hacia la alegría plena.
Video en español:
https://www.youtube.com/watch?
v=jukL_dDEvNs&ab_channel=ROMEREPORTSenEspa%C3%B1ol

  El don del discernimiento             


Tomar decisiones y orientar las propias acciones en situaciones de
incertidumbre y frente a impulsos internos contradictorios es el ámbito del
ejercicio del discernimiento. Se trata de un término clásico de la tradición de la
Iglesia, que se aplica a una pluralidad de situaciones. En efecto, existe un
discernimiento de los signos de los tiempos, que apunta a reconocer la presencia
y la acción del Espíritu en la historia; un discernimiento moral, que distingue lo
que es bueno de lo que es malo; un discernimiento espiritual, que tiene como
objetivo reconocer la tentación para rechazarla y, en su lugar, seguir el camino
de la plenitud de vida. Las conexiones entre estas diferentes acepciones son
evidentes y no se pueden nunca separar completamente.
    El Espíritu habla y actúa a través de los acontecimientos de la vida de
cada uno, pero los eventos en sí mismos son mudos o ambiguos, ya que se
7
pueden dar diferentes interpretaciones. Iluminar el significado en lo concerniente
a una decisión requiere un camino de discernimiento. Los tres verbos con los que
esto se describe en la Evangelii gaudium, 51 – reconocer, interpretar y elegir –
pueden ayudarnos a delinear un itinerario adecuado tanto para los individuos
como para los grupos y las comunidades, sabiendo que en la práctica los límites
entre las diferentes fases no son nunca tan claros.

Reconocer       

El reconocimiento se refiere, en primer lugar, a los efectos que los


acontecimientos de mi vida, las personas que encuentro, las palabras que
escucho o que leo producen en mi interioridad: una variedad de «deseos,
sentimientos, emociones» (Amoris laetitia, 143) de muy distinto signo: tristeza,
oscuridad, plenitud, miedo, alegría, paz, sensación de vacío, ternura, rabia,
esperanza, tibieza, etc. Me siento atraído o empujado hacia una pluralidad de
direcciones, sin que ninguna me parezca la que claramente se debe seguir; es el
momento de los altos y bajos y en algunos casos de una auténtica lucha interior.
Reconocer exige hacer aflorar esta riqueza emotiva y nombrar estas pasiones sin
juzgarlas. Exige igualmente percibir el “sabor” que dejan, es decir, la
consonancia o disonancia entre lo que experimento y lo más profundo que hay
en mí.            
En esta fase, la Palabra de Dios reviste una gran importancia: meditarla,
de hecho, pone en movimiento las pasiones como todas las experiencias de
contacto con la propia interioridad, pero al mismo tiempo ofrece una posibilidad
de hacerlas emerger identificándose con los acontecimientos que ella narra. La
fase del reconocimiento sitúa en el centro la capacidad de escuchar y la
afectividad de la persona, sin eludir por temor la fatiga de silencio. Se trata de un
paso fundamental en el camino de maduración personal, en particular para los
jóvenes que experimentan con mayor intensidad la fuerza de los deseos y pueden
también permanecer asustados, renunciando incluso a los grandes pasos a los
que sin embargo se sienten impulsados.
Entonces, ¿en dónde encuentro elementos para poder reconocer las
cosas? En las fuentes de la oración. La Fuente es Cristo. Pues bien, en la vida
cristiana hay manantiales donde Cristo nos espera para darnos a beber el Espíritu
Santo. Cristo es la Palabra del Padre, la única, la que es para nosotros.3
Interpretar       

No basta reconocer lo que se ha experimentado: hay que “interpretarlo”,


o, en otras palabras, comprender a qué el Espíritu está llamando a través de lo
que suscita en cada uno. Muchas veces nos detenemos a contar una experiencia,
subrayando que “me ha impresionado mucho”. Más difícil es entender el origen
y el sentido de los deseos y de las emociones experimentadas y evaluar si nos

3
El CATIC (2653-2659) destaca lugares desde donde “beber” Espíritu Santo para la
oración, en nuestro caso, de discernimiento: La Palabra de Dios, La Liturgia de la Iglesia, Las
virtudes teologales, y el “Hoy”.

8
están orientando en una dirección constructiva o si por el contrario nos están
llevando a replegarnos sobre nosotros mismos.            
Esta fase de interpretación es muy delicada: se requiere paciencia,
vigilancia y también un cierto aprendizaje. Hemos de ser capaces de darnos
cuenta de los efectos de los condicionamientos sociales y psicológicos. También
exige poner en práctica las propias facultades intelectuales, sin caer sin embargo
en el peligro de construir teorías abstractas sobre lo que sería bueno o bonito
hacer: también en el discernimiento «la realidad es superior a la idea» (Evangelii
gaudium, 231). En la interpretación tampoco se puede dejar de enfrentarse con la
realidad y de tomar en consideración las posibilidades que realmente se tienen a
disposición.            
Para interpretar los deseos y los movimientos interiores es necesario
confrontarse honestamente, a la luz de la Palabra de Dios, también con las
exigencias morales de la vida cristiana, siempre tratando de ponerlas en la
situación concreta que se está viviendo. Este esfuerzo obliga a quien lo realiza a
no contentarse con la lógica legalista del mínimo indispensable, y en su lugar
buscar el modo de sacar el mayor provecho a los propios dones y las propias
posibilidades: por esto resulta una propuesta atractiva y estimulante para los
jóvenes.
Este trabajo de interpretación se desarrolla en un diálogo interior con el
Señor, con la activación de todas las capacidades de la persona; la ayuda de una
persona experta en la escucha del Espíritu es, sin embargo, un valioso apoyo que
la Iglesia ofrece, y del que sería poco sensato no hacer uso.
Elegir           

Una vez reconocido e interpretado el mundo de los deseos y de las


pasiones, el acto de decidir se convierte en ejercicio de auténtica libertad
humana y de responsabilidad personal, siempre claramente situadas y por lo
tanto limitadas. Entonces, la elección escapa a la fuerza ciega de las pulsiones, a
las que un cierto relativismo contemporáneo termina por asignar el rol de criterio
último, aprisionando a la persona en la volubilidad. Al mismo tiempo se libera
de la sujeción a instancias externas a la persona y, por tanto, heterónomas,
exigiendo asimismo una coherencia de vida.            
La decisión debe ser sometida a la prueba de los hechos en vista de su
confirmación. La elección no puede quedar aprisionada en una interioridad que
corre el riesgo de mantenerse virtual o poco realista – se trata de un peligro
acentuado en la cultura contemporánea –, sino que está llamada a traducirse en
acción, a tomar cuerpo, a iniciar un camino, aceptando el riesgo de confrontarse
con la realidad que había puesto en movimiento deseos y emociones. Otros
movimientos interiores nacerán en esta fase: reconocerlos e interpretarlos
permitirá confirmar la bondad de la decisión tomada o aconsejará revisarla. Por
esto es importante “salir”, incluso del miedo de equivocarse que, como hemos
visto, puede llegar a ser paralizante.4

4
Cf. Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, Sínodo de los Obispos

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