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El Mundo como Cuerpo de Dios.

Dios y el Mundo
Sallie McFAGUE 

«Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales


todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago;
más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a
mí, como al nacido a destiempo (1 Cor 15,6-8)».

Los relatos de las apariciones son una cuarta característica distintiva de la


historia paradigmática de Jesús de Nazaret. Algunos especialistas pretenden
ahora que la «aparición» de Jesús, la conciencia de la continuidad de su
presencia y de su señorío es «lo que realmente sucedió» en la resurrección: «...y
he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt
28,2 0b)1. Es decir, un aspecto esencial de la historia de Jesús como historia
paradigmática de la relación de Dios con el mundo es que continúa. La
permanencia del camino de la cruz, el camino del autosacrificio, el ofrecimiento
del amor invitando a todos a la plenitud, significa no sólo la permanencia de un
ejemplo, sino de un señorío. La resurrección es una forma de expresar la
conciencia de que la presencia de Dios en Jesús es una presencia permanente en
nuestro presente. Los relatos de las apariciones reflejan esta conciencia mejor
que las narraciones de la tumba vacía, con la interpretación que llevan aparejada
de la resurrección corporal de Jesús y su ascensión a los cielos. Las narraciones
de la tumba vacía fueron elaboradas para indicar que el tránsito personal,
corporal, al otro mundo para reunirse con el Salvador es la forma en que la
presencia divina se hace permanente para nosotros, y que, mientras llega ese
tiempo de presencia plena, vivimos en un entretanto, sostenidos por los
momentos simbólicos de la presencia de Dios en los sacramentos y por la
predicación de la Palabra. Pero, desde este punto de vista, la mayor parte de los
1
Véase, por ejemplo, Norman Perrin, The Resurrection according to Matthew, Mark, and Luke,
Fortress Press, Philadelphia 1977, donde pretende que 1 Cor 15,3-7 precede en veinte o cuarenta
años a las narraciones sinópticas de la tumba vacía, y que la resurrección en Marcos, Mateo y
Lucas-Hechos debería interpretarse en el contexto de las apariciones, y no al revés. Así, el señorío
continuo de Dios, a la luz de las diversas interpretaciones de la salvación, es el significado de la
resurrección. «Lo que realmente sucedió en aquella primera mañana de Pascua, según los
evangelistas, es que se hizo posible conocer a Jesús como realidad última en la historicidad de cada
día (Marcos), que se hizo posible vivir la vida del cristiano en la Iglesia (Mateo), que se hizo
posible imitar a Jesús en una vida plena de sentido en el mundo (Lucas)» (p. 78).
tiempos y los lugares están vacíos de Dios: Dios no es, según esto, una presencia
permanente en nuestro presente, no es «omnipresente», no está presente en todo
lugar y en todo tiempo, sino parcialmente, a rachas, de manera selectiva. Los
relatos de las apariciones sugieren, sin embargo, como da a entender la narración
de Pablo, que Dios, en Cristo, estará presente incluso a lo último y a lo más
pequeño. Sea como sea, la resurrección, si la interpretamos a la luz de los relatos
de las apariciones, es inclusiva; tiene lugar en cada presente; es la presencia de
Dios a nosotros, no nuestro traslado a la presencia de Dios.

Como otros aspectos de la historia paradigmática de Jesús, la resurrección ha


sido interpretada de formas muy diferentes. La interpretación que aquí se sugiere
es la de la comprensión del evangelio cristiano como visión desestabilizadora,
inclusiva y no jerárquica, de realización plena para toda la creación. La pregunta
que entonces se plantea es: ¿cómo hay que entender la presencia de Dios en el
mundo para que esa interpretación sea válida? De alguna manera, la
sorprendente invitación a los oprimidos, a los últimos y a los más pequeños,
expresada en las parábolas, la mesa compartida y la cruz, debe percibirse
imaginativamente como permanentemente presente en todo tiempo y lugar: es
preciso captarla, en el más profundo sentido, como una realidad de este mundo.
Es obvio que la visión tradicional de la resurrección no cumple estos requisitos,
pues en esa visión son algunos, no todos, los incluidos; la salvación tiene lugar,
principalmente, en el pasado (la resurrección de Jesús) y en el futuro (la
resurrección de los elegidos), no en el presente, en cada presente; y tal redención
no es terrena, sino ultraterrena.

Pero ¿qué sucedería si entendiésemos la resurrección y la ascensión, no como


el traslado corporal de unos individuos a otro mundo —una forma mitológica
que a nosotros ya no nos resulta verosímil—, sino como la promesa de Dios de
estar permanentemente presente, «corporal -mente» presente a nosotros en todo
tiempo y en todo lugar de nuestro mundo? 2 ¿De qué forma deberíamos pensar la
relación entre Dios y el mundo si tuviéramos que experimentar con la metáfora
del universo como «cuerpo» de Dios, como presencia palpable de Dios en todo
tiempo y lugar? Si lo que se necesita en nuestra era ecológica y nuclear es una
visión imaginativa de la relación entre Dios y el mundo que haga hincapié en su
interdependencia y reciprocidad, que incite a una sensibilidad de solicitud y

2
Considerar la resurrección de Jesús como expresión de la presencia de Dios en todo lugar y en
todo tiempo no puede, de ninguna manera, restringir esa presencia a la comunidad cristiana. La
metáfora del mundo como cuerpo de Dios está ligada, fundamentalmente, no a la resurrección de
Jesús, sino a Una interpretación de la creación (véase cap. 4, pp. 185-189). Para la comunidad
cristiana la resurrección es, sin embargo, una expresión poderosa y Concreta de esa realidad de la
creación. Otras tradiciones religiosas tienen sus particulares expresiones de esa misma realidad.
responsabilidad hacia todas las formas de vida, ¿de qué modo nos ayudaría el
contemplar el mundo como cuerpo de Dios?

Al hacer esta sugerencia, debemos tener siempre presente su carácter


metafórico: no estamos retrocediendo sigilosamente en busca de la presencia
divina inmediata (algo que los desconstruccionistas tanto han criticado). No hay
forma de atravesar esta metáfora ni cualquier otro constructo de la relación Dios-
mundo; a lo sumo, una metáfora encaja con alguna interpretación del evangelio
cristiano y es iluminadora y provechosa cuando la vivimos durante un cierto
tiempo. Imaginar el mundo como cuerpo de Dios es hacer precisamente eso:
imaginarlo de esa forma. Eso no significa que el mundo sea el cuerpo de Dios o
que Dios esté presente para nosotros en el mundo. Eso es algo que no sabemos.
Lo único que la fe en la resurrección puede hacer es imaginar las formas más
significativas de hablar de la presencia de Dios en nuestro tiempo. Y la metáfora
del mundo como cuerpo de Dios puede ser una buena forma de hacerlo.

Esta imagen, por radical que pueda parecer (a la luz de la metáfora dominante
del rey y su reino) para imaginar la relación entre Dios y el mundo, es muy
antigua y hunde sus raíces en el estoicismo y, elípticamente, en las Escrituras
hebreas. La noción sedujo a muchos, incluidos Tertuliano e Ireneo, y, aunque
apenas recibiera apoyo del platonismo o del aristotelismo, a causa del desprecio
que ambos manifestaron por la materia y el cuerpo (y, por consiguiente, no
pasara a formar parte de las corrientes principales de la teología, ni de la
agustiniana ni de la tomista), emerge a la superficie con gran fuerza en Hegel, así
como en las teologías procesuales del siglo xx 3. La tradición mística del
cristianismo ha mantenido esta noción implícitamente, aun cuando la metáfora
del cuerpo pueda no aparecer de manera explícita: «El mundo está impregnado
de la grandeza de Dios» (Gerard Manley Hopkins); «Hay comunión con Dios y
comunión con la tierra, y una comunión con Dios a través de la tierra» (Pierre
Teilhard de Chardin)4.

Nos preguntamos si una forma de remitologizar el evangelio en nuestro


tiempo no podría ser por medio de la metáfora del mundo como «cuerpo» de
Dios, más que como «reino» de Dios. Si experimentamos con esta metáfora,
resulta obvio que las imágenes regias y triunfalistas —Dios como rey, señor,
gobernador o patriarca— serán inapropiadas para él. Se necesitarán otras

3
Para el tratamiento de algunas de estas tradiciones filosóficas véase Grace Jantzen, God's World,
God's Body, Westminster Press, Philadelphia 1984, cap. 3.
4
Gerard Manley Hopkins, «God's Grandeur», en Poems and Prose of Gerard Manley Hopkins,
Penguin Books, London 1953, p. 27 (trad. cast.: Poemas, Visor, Madrid 1974, p. 35); Pierre
Teilhard de Chardin, Writings in Time of War, William Collins Sons, London 1968, p. 14 (trad.
cast.: Escritos del tiempo de guerra, Taurus, Madrid 1967, p. 25).
metáforas que sugieran reciprocidad, interdependencia, solicitud y sensibilidad.
Propongo las de Dios como madre (padre), amante y amigo/a. Si imaginamos
que el mundo es una autoexpresión de Dios; si es un «sacramento» —presencia
externa o visible, o cuerpo— de Dios; si el mundo no es algo extraño frente a
Dios, sino expresión de su mismo ser, ¿cómo le responderá Dios y cómo
deberemos hacerlo nosotros? ¿No resultarán sugerentes las metáforas de
padre/madre, amante y amigo/a, con sus implicaciones de creación,
mantenimiento, preocupación apasionada, atracción, respeto, apoyo,
cooperación, reciprocidad? Si el universo entero es expresión del ser de Dios —
o, si se prefiere, de la «encarnación»—, ¿no nos encontramos entonces ante los
rasgos iniciales de una imaginativa representación de la relación entre Dios y el
mundo, especialmente apropiada como contexto para la interpretación del amor
salvífico de Dios en la actualidad?

Es esta representación la que, tan minuciosamente como nos sea posible,


estudiaremos en estas páginas. La cuestión es cómo remitologizar la
proclamación cristiana «¡Cristo ha resucitado!», la promesa de la permanente
presencia salvífica de Dios, en nuestro tiempo y en nuestro entorno.
Consideraremos primero la mitología monárquica tradicional utilizada para
reflejar la relación entre Dios y el mundo. La representación clásica, de gran
fuerza imaginativa, utiliza metáforas regias y triunfalistas y describe a Dios
como rey, señor y patriarca que gobierna el mundo y a los seres humanos,
habitualmente con benevolencia. ¿Es esta concepción de la presencia de Dios en
el mundo y para el mundo, y, por tanto, de nuestra presencia en el mundo y para
el mundo, la más apropiada y útil para una era holística y nuclear? Yo creo que
no, y más adelante propondré que consideremos el mundo como cuerpo de Dios.
¿En qué medida es esta metáfora un contexto adecuado para interpretar la visión
desestabilizadora, no jerárquica e inclusiva, de la realización plena de toda la
creación? ¿Cuál sería nuestra forma de sentir y de actuar si percibiéramos el
mundo como cuerpo de Dios?

Finalmente, si aceptáramos la representación imaginativa del mundo como


cuerpo de Dios, es obvio que las metáforas triunfalistas e imperialistas dejarían
de ser apropiadas. He propuesto la metáfora de Dios como progenitor, amante y
amigo/a de la tierra como expresión del verdadero ser de Dios. Analizaremos
detalladamente estas metáforas en los próximos capítulos, pero antes debemos
considerar algunas cuestiones relacionadas con estas imágenes.

Un problema que se plantea, por ejemplo, es el de s: conviene utilizar o no


una metáfora personal para imaginar la presencia de Dios. ¿No serán preferibles
unas metáforas más abstractas, impersonales o naturalistas, para fomentar una
sensibilidad ecológica? En la parte final de este capítulo consideraremos la
viabilidad de las metáforas que aluden a una presencia personal, como las de
madre (y padre), amante y amigo/a. ¿Son estas metáforas demasiado íntimas,
demasiado personales y hasta demasiado individualistas? ¿Qué puede alegarse
en favor de la propuesta de imaginar a Dios a partir de una analogía con los seres
humanos y mediante metáforas que reflejen nuestras relaciones más
fundamentales?

Al comenzar este ejercicio de desconstrucción y reconstrucción de aquellas


metáforas mediante las cuales representamos el poder salvífico de Dios en
nuestro mundo contemporáneo, debemos recordar la naturaleza de nuestro
proyecto. No definiremos ni describiremos el mundo, o el universo, como cuerpo
de Dios, ni la relación de Dios con el mundo como la de una madre, un/a amante
o un/a amigo/a, sino que, más bien, utilizaremos descripciones que se aplican
debidamente en otros contextos, y veremos cuáles son sus posibilidades en la
difícil tarea de expresar algunos aspectos significativos de la relación Dios-
mundo en nuestro tiempo. Que en alguna ocasión no alcancen su propósito o
resulten absurdas, no deberá sorprendernos. La teología heurística juega con las
ideas como medio de llegar a hacer algún descubrimiento; busca más
formulaciones plausibles que definiciones. El objetivo de este tipo de teología es
sugerir metáforas que provoquen el impacto del reconocimiento. ¿Tienen las
metáforas del «mundo como cuerpo de Dios» o de «Dios como amante» las
marcas distintivas de una buena metáfora, es decir, tanto la capacidad de impacto
como la de reconocimiento? ¿Desorientan y reorientan? ¿Evocan el tipo de
respuesta que podría suscitar el escuchar algo nuevo e interesante? ¿Son
reveladoras e iluminadoras? ¿Son una revelación y, en algún sentido,
verdaderas? Desearía evitar a toda costa la «tiranía de una imaginación
absolutizadora» que tuviera la pretensión de que las nuevas metáforas que
pudieran sugerirse para expresar el amor salvífico de Dios fuesen las únicas o
tuviesen validez permanente. No tengo tales pretensiones; en su lugar, presentaré
un caso para mostrar que las metáforas son apropiadas, iluminadoras y
preferibles a otras alternativas.

El modelo monárquico

«El modelo monárquico  de Dios como Rey se desarrolló sistemáticamente


tanto en el pensamiento judío (Dios en tanto que Señor y Rey del universo) como
en el pensamiento cristiano medieval (con su énfasis en la omnipotencia divina)
y en la Reforma (especialmente con la insistencia de Calvino en la soberanía de
Dios). En la descripción de la relación de Dios con el mundo, el modelo histórico
dominante en Occidente fue el del monarca absoluto gobernando su reino» 5.
5
Ian G. Barbour, Myths, Models andParadigms: A Comparative Study in Science and Religión,
Harper & Row, New York 1974, p. 156. Edward Farley y Peter C. Hodgson coinciden: «...el
Esta imagen es tan predominante en la corriente principal del cristianismo que
muchas veces no se la reconoce como tal imagen. Tampoco se percibe
inmediatamente su carácter opresivo. Mucho más frecuentemente, se acepta
como la forma natural —y una forma que nos resulta gratificante— de entender
la relación entre Dios y el mundo. Piénsese por un momento en la sensación de
triunfo, alegría y poder que se apodera de nosotros cuando cantamos a coro el
«Aleluya» de El Mesías de Handel. Probablemente no pensamos en las
implicaciones de las imágenes que cantamos, pero sabemos que nos hacen
sentirnos satisfechos de nuestro Dios y de nosotros mismos como súbditos:

«Rey de Reyes y Señor de Señores», «pues el Señor Dios reina omnipotente».


Nuestro Dios es realmente Dios, el Señor todopoderoso y Rey del universo, al
que nadie puede vencer; en consecuencia, también nosotros somos invencibles.

Es una representación imaginaria llena de fuerza, pero también muy peligrosa.


Como ya hemos señalado, ha dado lugar a lo que Gordon Kaufman llama un
modelo de «dualismo asimétrico» entre Dios y el mundo, en el que ambos son
únicamente parientes lejanos, y todo poder—bien sea como dominación, bien
como benevolencia— está del lado de Dios 6. Mantiene la idea de Dios como un
ser que existe en algún lugar fuera del mundo y lo gobierna desde el exterior, ya
sea directamente mediante su divina intervención, ya indirectamente mediante el
control de las voluntades de sus súbditos. Crea sentimientos de temor en los
corazones de los súbditos leales, y así mantiene su «divinidad»; pero estos
sentimientos son contrarrestados por otros de miedo abyecto y humillación: en
este cuadro, Dios sólo puede ser Dios si nosotros no somos nada. La idea de
salvación que acompaña a esta idea es sacrificial, la expiación sustitutoria, y en
la clásica interpretación anselmiana de ese concepto predominan las imágenes de
soberanía. Puesto que un simple guiño del vasallo al Señor feudal del universo
sería un pecado sin remisión, debemos, como siervos despreciables, depender
totalmente de nuestro Dios soberano, que «se hizo hombre» para sufrir una
muerte sacrificial, sustituyendo nuestra vileza por su inmenso mérito. De nuevo
sentimos la fuerza de esta representación: puesto que somos totalmente
incapaces de ayudarnos a nosotros mismos, debemos estar totalmente a merced
de su solicitud. No sólo somos perdonados por nuestros pecados, quedando así
reconciliados con nuestro Rey, de nuevo como leales vasallos, sino que podemos
esperar también un futuro en el que nos reuniremos con él en su reino celestial.

movimiento cristiano nunca abandonó la metáfora regia para Dios y la relación de Dios con el
mundo. La lógica de la soberanía, que supone que Dios emplea cualquier medio que sea preciso
para asegurar la realización de su divina voluntad, impregna en definitiva la criteriología total de la
cristiandad» («Scripture and Tradition», en (Peter C. Hodgson / Robert H. King] Christian
Theology: An Introduction to Its Traditions and Tasks, Fortress Press, Philadelphia 1985, p. 68).
6
Para un análisis de este punto, véase cap. 1, pp. 43-48.
Esta representación, aunque simple y anacrónica, pervive a pesar de sus
limitaciones, debido a su fuerza psicológica: nos hace sentirnos bien con Dios y
con nosotros mismos. Inspira fuertes sentimientos de temor, gratitud y confianza
hacia Dios y genera en nosotros un satisfactorio impulso, desde la culpa
execrable, hacia el alivio gozoso. Su misma fuerza es parte de su peligro, y
cualquier otra representación que intente reemplazarla deberá tener en cuenta su
atractivo. Muchos han criticado el modelo monárquico, que ha sido radicalmente
rechazado por gran número de teólogos contemporáneos 7. Mi crítica se centra
aquí en su incapacidad, como estructura imaginaria, para ayudar a una
comprensión del evangelio en tanto que visión desestabilizadora, inclusiva y no
jerárquica de plenitud para toda la creación. En este sentido, el modelo
monárquico tiene tres grandes fallos: Dios se mantiene distante del mundo, se
relaciona sólo con el mundo humano y controla ese mundo mediante el dominio
y la benevolencia. La relación de un rey con sus súbditos es necesariamente
distante: la realeza es «intocable». Es la distancia, la diferencia, la alteridad de
Dios, lo que se subraya con esta imagen. Dios como rey está en su reino —que
no es de este mundo—, y nosotros estamos en otro lugar, lejos de su morada. En
esta representación, Dios no tiene mundo, y el mundo no tiene Dios: el mundo
está vacío de la presencia de Dios, pues es demasiado humilde para ser
residencia real. El tiempo y el espacio no están llenos de Dios: los eones del
tiempo humano y geológico se extienden como un enorme vacío que retrocede a
su origen, carente de la presencia divina; los lugares singulares y amados de
nuestra tierra, así como el espacio insondable del universo, no son la casa de
Dios. Lo que hacemos por el mundo no es, en definitiva, importante en este
modelo, pues su soberano no lo habita como primera residencia, y sus súbditos
están advertidos de que tampoco se comprometan demasiado con él. El poder del
rey se extiende sobre el universo entero, desde luego, pero su ser no: se relaciona
con él externamente, sin formar parte de él, manteniéndose como esencialmente
diferente y distante.

7
Dorothee Soelle afirma que la religión autoritaria que representa a Dios como poder dominador
está detrás de la «obediencia» del nazismo y, por lo tanto, del holocausto judío (The Strength of the
Weak: Toward a Christian Feminist Identity, Westminster Press, Philadelphia 1984). John B. Cobb
Jr. y David R. Griffin consideran al Dios occidental clásico como «la moralidad cósmica», cuyo
atributo principal es el poder sobre las criaturas, más que el entusiasmo amoroso que conduciría a la
realización plena de todas ellas (Process Theology: An Introductory Exposition, Westminster Press,
Philadelphia 1976). Jürgen Moltmann se opone al «monoteísmo monárquico» del cristianismo, que
sostiene la jerarquía y el individualismo, e insiste, en cambio, en la necesidad de una doctrina
trinitaria, social, de Dios (The Trinity and the Kingdom of God, Harper & Row, San Francisco 1981
[trad. cast.: Trinidad y Reino de Dios, Sígueme, Salamanca 1983]). Edward Farley afirma que la
aplicación de metáforas regias a Dios ha alimentado la idea de «historia de salvación» y su «lógica
del triunfo» (Ecclesial Reflection: An Anatomy of Theological Method, Fortress Press, Philadelphia
1982).
Aunque, a primera vista, estas observaciones puedan parecer más una
caricatura que una descripción imparcial del clásico modelo monárquico
occidental, en realidad son el desarrollo lógico de ese modelo. Si las metáforas
tienen importancia, deberemos considerarlas seriamente en el nivel en que
operan, esto es, en el nivel de la representación imaginaria de Dios y del mundo
que proyectan. La aplicación a Dios de metáforas triunfalistas y regias tiene
consecuencias, y una de las más importantes es la idea de un Dios distante del
mundo y sin compromiso alguno con él. La lejanía de Dios y su falta de
implicación intrínseca en este mundo quedan subrayadas cuando el verdadero
reino de Dios es de otro mundo: Cristo es resucitado de la muerte para unirse al
Padre soberano —como también lo seremos nosotros— en el reino verdadero. El
mundo no es autoexpresión de Dios: el ser, la satisfacción y el futuro de Dios no
están conectados con nuestro mundo. No sólo el mundo está sin Dios, sino que
Dios, como rey y señor, no tiene mundo en ningún sentido, salvo en el más
externo. Sin duda, los reyes quieren que sus súbditos sean leales y que su reino
se mantenga en paz; pero eso no significa un compromiso interno, intrínseco.
Los reyes no tienen por qué amar —y habitualmente no lo hacen— a sus
súbditos o su reino; lo más que se espera de ellos es que sean benevolentes.

Pero tal benevolencia se extiende únicamente a los seres humanos; en el


modelo monárquico no existe preocupación por el cosmos, por el mundo no
humano. Ésta sería nuestra segunda objeción al modelo: permanece ajeno a todo
lo que está fuera del ámbito humano. Como modelo político centrado en el
gobierno de los seres humanos, deja fuera a nueve décimas partes de la realidad.
Podría decirse que, como sucede con todos los modelos, tiene limitaciones y ha
de ser complementado con otros. Pero tal observación no recoge la gravedad de
las limitaciones del modelo monárquico en relación a la realidad no humana,
pues, como modelo dominante en Occidente, no permitió que surgieran modelos
opuestos o alternativos. La tendencia fue, más bien, la de elaborar otros modelos
en su misma línea, como resulta evidente en el modelo de Dios como padre. Éste
podría haber ido en la dirección del modelo padre-madre (y ése es, claramente,
su sentido en el Nuevo Testamento), con las ideas asociadas de sustento,
solicitud, guía, preocupación, y autosacrificio; pero, bajo la poderosa influencia
del modelo monárquico, el padre-madre se convierte en patriarca, y los
patriarcas actúan más como reyes que como padres: gobiernan a sus hijos y les
exigen obediencia.

La hegemonía del modelo monárquico, con su indiferencia hacia lo que está


fuera de la esfera humana, constituye un gran problema. Si buscamos un modelo
que pueda expresar la visión inclusiva y no jerárquica del evangelio, no es ése el
que necesitamos. Su antropocentrismo (la otra cara de su falta de interés por el
mundo natural) puede percibirse, por ejemplo, en el clásico énfasis del
protestantismo en la Palabra de Dios. El modelo monárquico y la tradición oral
se conjugan de forma natural, pues los reyes dan órdenes, y los súbditos
obedecen; pero el modelo no ofrece un lugar para las criaturas que no pueden
escuchar ni obedecer. Una interpretación del cristianismo que se centre en oír la
Palabra, en escuchar la Palabra predicada o en leerla en la Escritura que la
contiene, es una tradición limitada a los seres humanos, pues sólo éstos poseen
lenguaje. Dios está presente en las palabras y está presente a aquellos que pueden
oír; y si Francisco de Asís predicó a los pájaros, pocos han seguido su ejemplo.
La tradición oral es antropocéntrica: somos los únicos que podemos «oír la
palabra de Dios». Una tradición visual es, sin embargo, más inclusiva: si Dios
puede estar presente, no sólo en lo que se oye, sino también en lo que se ve,
entonces, potencialmente, todas y cada una de las cosas del mundo pueden ser
símbolos de la divinidad. No se predica  a  los pájaros, pero un pájaro puede ser
una metáfora que exprese la presencia de Dios en el mundo: «...el Espíritu Santo
sobre el mundo inclinado lo incuba en su cálido seno y con sus resplandecientes
alas»8.

Una tradición visual tiene un lugar para los pájaros y para muchas más cosas;
si tenemos en cuenta los otros sentidos —el olfato, el gusto y el tacto—,
entonces, como escribiera Agustín en su libro 10 de las Confesiones, uno ama
«la luz y la melodía, la fragancia, el manjar y el abrazo» cuando ama a Dios. En
otras palabras, se abre al mundo en su totalidad: no sólo las palabras son
expresión de la presencia salvífica de Dios, sino que todo puede serlo 9. Puede
contemplarse el mundo como «cuerpo» de Dios. No es, pues, un libro la
Escritura; lo único que constituye el medio específico de la presencia divina,
sino que también el mundo es morada de Dios. Si una visión inclusiva del
evangelio debe incluir al mundo, es evidente que el modelo monárquico —que
no sólo no puede incluir al mundo, sino que es totalmente antropocéntrico y
excluye modelos alternativos— es lamentablemente inadecuado.

8
Gerard Manley Hopkins, «God's Grandeur», en Poems and Prose, p. 27 (trad, cast.: Poemas, p.
35).
9
La tradición oral que aquí se critica es, obviamente, sólo una versión, característica del
protestantismo, de una teología del Logos. Estoy muy agradecida a Rosemary Radford-Ruether por
un comentario sobre este punto en carta fechada el 16 de mayo de 1986, en la que escribe sobre «la
fuerte corriente que en el neoplatonismo cultiva una "piedad cósmica" hacia el mundo visible como
materialización de Dios, corriente que se encuentra en la teología hermética e incluso en Plotino y
en el Timeo de Platón. Esta tradición desemboca en la sacramentalidad cristiana, que considera el
conjunte del cosmos como sacramental, es decir, como encarnación del Logos divino. Esta es una
interpretación del Logos muy diferente de la ''palabra escuchada'', que está ausente. Es el Logos
como Fundamento del Ser encarnándose no sólo en los seres humanos, sino en todas las cosas
visibles. Habría que prestar más atención a esta antigua teología del cosmos, con una visión muy
similar a la nuestra».
Este modelo antropocéntrico es también dualista y jerárquico. No todo
dualismo es jerárquico; por ejemplo, en la idea china del  yin  y el yang  se busca
el equilibrio, y ninguno de los dos principios se considera superior al otro, pues
no es deseable que haya preponderancia de uno o de otro. Pero el dualismo del
rey y los súbditos es intrínsecamente jerárquico y propicia un pensamiento
jerárquico y dualista, como el que ha alimentado numerosas formas de opresión,
incluidas (además de la que los humanos han ejercido sobre lo no humano) las
que surgen de las oposiciones masculino/femenino, blanco/de color, rico/pobre,
cristiano/no cristiano y mente/cuerpo. El modelo monárquico alienta una forma
de pensamiento que es perniciosa y lo impregna todo, en un momento en que el
modelo fundamental que se necesita es precisamente el opuesto. El modelo
jerárquico y dualista está tan extendido en el pensamiento occidental que,
habitualmente, no se le percibe como tal, sino que se piensa que ésa es,
simplemente, la forma de ser de las cosas. A muchos les parece natural que los
varones, los blancos, los ricos, los cristianos y la mente sean superiores; y sugerir
que han sido los seres humanos, bajo la influencia de poderosos modelos
dominantes, como el monárquico, los que han construido esas jerarquías
dualistas es, para esas personas, algo difícilmente creíble. O, por decirlo de
manera más sutil, aunque la tolerancia sea una virtud cívica contemporánea, y no
habría mucha gente que manifestase abiertamente que esos dualismos son
naturales, sí lo creen así en lo más profundo de sí mismos.

Llegamos, pues, a la tercera objeción al modelo monárquico: en este modelo,


Dios no sólo está distante del mundo y no sólo se relaciona únicamente con el
mundo humano, sino que además controla ese mundo a través de una
combinación de dominio y benevolencia. Ésta es la consecuencia lógica del
dualismo jerárquico: la acción de Dios es una acción sobre el mundo, no en el
mundo, y es un tipo de acción que inhibe la responsabilidad y el crecimiento
humano. (Tal acción representa la clase de poder que oprime —y realmente
esclaviza— a los otros; pero ya se ha insistido bastante en estas páginas, y
también lo han hecho otros autores, sobre ese aspecto del modelo, que es su
defecto más obvio). Lo que es igualmente importante, aunque menos obvio, es
que el modelo monárquico implica un tipo negativo de actividad divina en
relación al mundo, una actividad que estimula la pasividad por parte de los seres
humanos.

Sería demasiado simplista culpar, como algunos han hecho, a la tradición


judeocristiana de la crisis ecológica, sobre la base de que el Génesis ordena a los
seres humanos «dominar» la naturaleza; no obstante, la imagen de soberanía
alienta las actitudes de control y utilización del mundo no humano 10. Aunque la
fuerza del mundo natural es temible cuando se desata, como es evidente en los
terremotos, tornados y erupciones volcánicas, el equilibrio del poder se ha
inclinado en nuestro favor en detrimento de la naturaleza, y un aspecto esencial
de la nueva sensibilidad es reconocerlo y aceptarlo. La Naturaleza puede destruir
y destruye, pero no está en situación de destruirlo todo, como podemos hacer
nosotros. La extinción de las especies por la naturaleza es una dimensión
diferente de la extinción planificada que sólo nosotros podemos llevar a cabo.
Este pensamiento estremecedor añade una nueva importancia a las imágenes que
utilizamos para caracterizar nuestra relación con los demás y con el mundo no
humano. Si somos capaces de extinguirnos a nosotros mismos e incluso a la
mayor parte de las formas de vida, si no a todas, debe reconocerse que las
metáforas que apoyan actitudes de distanciamiento y dominación respecto a
otros seres humanos y a la vida no humana son peligrosas. No importa lo antigua
que pueda ser una tradición metafórica; pese a las credenciales que le otorguen la
Escritura, la liturgia y las afirmaciones del credo, puede, no obstante, descartarse
si amenaza la continuidad de la vida. ¿Qué atención cabe prestar a unas
metáforas de la relación Dios-mundo que fomentan, por parte de los seres
humanos, actitudes destructivas respecto a sí mismos y al cosmos que sustenta
toda vida? Si el núcleo del evangelio cristiano es el poder salvífico de Dios, las
metáforas triunfalistas no pueden expresar esa realidad en nuestro tiempo, por
más adecuadas que puedan haber sido en el pasado.

Y este hecho no cambia aun cuando el poder de Dios sea entendido como
benevolencia más que como dominio.

Porque, si el gobierno de Dios se interpreta desde la óptica de la benevolencia,


ello implicará que todo está bien, que el cuidado del mundo no precisa ninguna
ayuda de nuestra parte. El rey, en tanto que soberano dominante, alienta
actitudes de militarismo y destrucción; el rey, como patriarca benevolente,
estimula actitudes de pasividad y efusión de la responsabilidad 11. En el modelo
10
Véase el conocido ensayo de Lynn White, que formula esta acusación en su forma más enérgica:
«The Historical Roots of Our Ecological Crisis», en (David y Eileen Spring, eds.) Ecology and
Religión in History, Harper & Row, New York 1974. Véase también una refutación del argumento
de White en Arthur R. Peacocke, Creation and the World of Science, Clarendon Press, Oxford
1979. Traducción al castellano en la Agenda Latinoamericana 2010, disponible en
latinoamericana.org/2010/info
11
Hay, sin embargo, otra tradición metafórica de benevolencia que se orienta en una dirección más
positiva: Dios como jardinero, protector y. por tanto, conservador del mundo y de su vida. Aquí la
benevolencia no es una distante buena voluntad, como en la metáfora regia, sino solicitud personal.
Los jardineros «tocan» la tierra y la vida, que ellos cuidan con el objetivo de crear condiciones en
las que otras vidas distintas de la suya puedan crecer y prosperar. Tal benevolencia promueve la
responsabilidad humana, no el escapismo y la pasividad; de ahí que esas metáforas sean útiles en
nuestro tiempo. Para un análisis adicional, véase Phyllis Trible, God and the Rhetoric of Sexuality,
real y triunfalista, ya se ha conseguido la victoria en la cruz y en la resurrección
de Jesucristo, y nada se requiere de nosotros. Podemos descansar
confortablemente, en la seguridad de que nuestro poderoso Señor se enfrentará
con todo el mal, presente y futuro, de la misma manera que lo hizo siempre. Esta
visión de la benevolencia de Dios invalida cualquier tipo de esfuerzo humano.

El modelo monárquico es peligroso en nuestro tiempo: alienta el sentimiento


de lejanía del mundo, tiene en cuenta únicamente su dimensión humana y
mantiene actitudes tanto de dominación como de pasividad respecto al mundo.
Como modelo alternativo, propongo considerar el mundo como cuerpo de Dios.
Este «disparate» suscita muchas preguntas. Es una idea escandalosa. ¿Es también
iluminadora? ¿Qué significa desde la perspectiva divina y qué desde la nuestra?
¿Es panteísta? ¿Queda Dios, o quedamos nosotros, reducidos al mundo? ¿Cómo
podríamos, con esta metáfora, hablar del Dios que actúa en el mundo, lo conoce
y lo ama? ¿Qué ocurre con el mal y el pecado? ¿Qué sucede
con nuestra  libertad, individualidad y conducta en ese mundo?

El mundo como cuerpo de Dios

Veamos ahora cuál es el grado de validez de la metáfora del mundo como


cuerpo de Dios12. Experimentaremos con esa especie de disparate para ver si
puede haber en él algo de verdad. Podríamos preguntamos: ¿y si la «resurrección
de la carne» no se entendiera como la resurrección de los cuerpos particulares
que ascienden, empezando por Jesús de Nazaret, a otro mundo, sino como la
promesa de Dios de estar siempre con nosotros en este mundo como cuerpo de
Dios? ¿Y si la promesa divina de su presencia permanente en todo tiempo y
lugar fuera imaginada como una realidad de este mundo, como una presencia
palpable y corporal? ¿Y si no tuviésemos entonces que ir a ningún lugar especial
(iglesia) o a ninguna otra parte (otro mundo) para estar en la presencia de Dios,
sino que pudiéramos sentirnos en esa presencia en todo tiempo y lugar? ¿Y si
imaginásemos la presencia de Dios en nosotros y en todos los demás, incluyendo
lo último y lo más pequeño?

Fortess Press, Philadelphia 1978, pp. 85ss.


12
La metáfora, especialmente en la forma de la analogía yo-cuerpo/Dios-mundo, está muy
difundida, particularmente entre los teólogos procesuales, como una forma de superar la
exterioridad del conocimiento de Dios y de la actividad de Dios en el mundo. Los teólogos de la
naturaleza, que se toman en serio la realidad evolutiva del mundo, también la encuentran atractiva
como forma no intervencionista de hablar de la acción de Dios en la historia y en la naturaleza.
Véase, por ejemplo, Claude Stewart, Nature in Grace: A Study in the Theology of Nature, Mercer
Univ. Press, Macon, Ga. 1983. Incluso entre teologías más tradicionales, la materialización de Dios
está recibiendo atención. La posición de Grace Jantzen, por ejemplo, es que, dada la comprensión
holística contemporánea de la personalidad, un Dios personal encarnado es más creíble que uno
desencarnado, y es congruente con los atributos tradicionales de Dios (God's World, God's Body).
Al comenzar este experimento, debemos recordar de nuevo que una metáfora
o modelo no es una descripción.

Trataremos de pensar en modo condicional sobre la relación Dios-mundo,


porque no tenemos otra forma de hacerlo. Ninguna metáfora se adecúa
completamente a la realidad, y algunas son más absurdas que plausibles. Pensar
la relación Dios-mundo según el esquema rey-reino, nos parece que tiene sentido
porque estamos acostumbrados a ello; pero la reflexión pone de manifiesto que
en nuestro mundo es un disparate. Para que una metáfora sea aceptable, no es
necesario que pueda aplicarse en todas sus formas —lo cual ni siquiera es
posible, porque, si lo fuera, sería una descripción—. Hemos de darnos cuenta de
cómo no debe aplicarse una metáfora (¡decir que Dios es el Padre no significa
que tenga barba!) y de dónde falla o dónde pisa terreno poco firme. La metáfora
del mundo como cuerpo de Dios tiene el problema contrario a la metáfora del
mundo como reino de Dios: si ésta establece una distancia demasiado grande
entre Dios y el mundo, aquélla raya en el exceso de proximidad. Dado que
ambas metáforas son inadecuadas, hemos de preguntarnos cuál es mejor para
nuestro tiempo y matizarla con otras metáforas y modelos. ¿Qué es mejor: una
representación de Dios como soberano lejano que controla su reino mediante un
poder exterior y benevolente, u otra en la que Dios esté tan íntimamente
relacionado con el mundo que éste pueda ser imaginado como su cuerpo? Hay,
desde luego, diferentes formas de plantearse «lo mejor». ¿Es mejor para nosotros
y para la preservación y realización del mundo? ¿Es mejor en términos de
coherencia, comprensibilidad y claridad? ¿Es mejor en el sentido de expresar
más adecuadamente la interpretación cristiana de la relación entre Dios y el
mundo? Todos estos criterios son importantes, pues una metáfora que sea total o
fundamentalmente disparatada habrá tenido su oportunidad y habrá fracasado.

Por consiguiente, una teología heurística y metafórica, aunque abierta


inicialmente al absurdo, está obligada también a buscar el sentido. Los cristianos,
dada su tradición, deberían estar más predispuestos a encontrar el sentido de un
lenguaje «corporal», no sólo a causa de la resurrección de la carne, sino también
en virtud del pan y el vino de la eucaristía como cuerpo y sangre de Cristo, y de
la Iglesia como cuerpo que tiene a Cristo por cabeza. Los cristianos tienen una
sorprendente tradición «corporal»; sin embargo, hay una diferencia entre los
usos tradicionales del «cuerpo» y la visión del mundo como cuerpo de Dios:
cuando se contempla el mundo como cuerpo de Dios, ese cuerpo incluye algo
más que a los cristianos y algo más que a los seres humanos. Cabe especular
sobre si el cristianismo podría haber estado dispuesto —caso de haber tenido su
origen en una cultura menos dualista y contraria a lo físico que la del siglo i del
mundo mediterráneo, y dada la antropología y la teología más holística de sus
raíces hebreas— a hacer extensiva a Dios su metáfora corporal 13. En cualquier
caso, dada la visión holística contemporánea de la personalidad, en la que la
encarnación es un sine qua non,  la idea de una encarnación personal de la
divinidad no es más inverosímil que la de una divinidad incorpórea; en realidad,
lo es menos. En una cultura dualista en la que mente y cuerpo, espíritu y carne,
son separables, un Dios personal incorpóreo es más verosímil, pero no en la
nuestra. Lo que pretendo sugerir es únicamente que la idea de la encarnación de
Dios —la idea como tal, dejando aparte las particularidades— podría no
considerarse absurda; de hecho, es menos absurda que la idea de un Dios
personal incorpóreo.

Una cuestión fundamental es la de si la metáfora del mundo como cuerpo de


Dios es panteísta o, por decirlo de otra forma, si reduce a Dios al mundo. La
metáfora está mucho más cerca del panteísmo que el modelo rey-reino, que raya
en el deísmo, pero no identifica totalmente a Dios con el mundo, del mismo
modo que nosotros no nos identificamos totalmente con nuestros cuerpos. De
otros animales puede decirse que son cuerpos que poseen espíritu; de nosotros se
puede decir que somos espíritus que poseemos un cuerpo 14. Esto no es introducir
un nuevo dualismo, sino únicamente reconocer que, aunque nuestros cuerpos son
expresión de nosotros mismos, tanto inconsciente como conscientemente,
podemos distanciarnos y reflexionar sobre ellos. El hecho mismo de que
podamos hablar de nuestro cuerpo es una prueba de que no somos totalmente
uno con él. En este modelo, Dios no queda reducido al mundo, aunque el mundo
sea el cuerpo de Dios. Sin embargo, sin la utilización de metáforas que recojan el
carácter agente y personal e incluyan, entre otros elementos, a Dios como madre,
amante y amigo/a, la metáfora del mundo como cuerpo de Dios podría ser
panteísta, pues el cuerpo lo sería todo. No obstante, el modelo es monista, y tal
vez pudiera designarse de manera más precisa como panteísta; es decir, es una
visión de la relación Dios-mundo en la que todo tiene su origen en Dios y nada
existe fuera de él, aunque esto no signifique que Dios esté reducido a ello 15. Hay,
13
Véase el magnífico estudio de Jantzen sobre el contexto dualista y antimaterial de la teología
cristiana primitiva, en el cap. 3 de God's World, God's Body.
14
John Cobb señala este punto y añade que la identificación total con nuestros cuerpos se hace
imposible cuando están enfermos, mutilados, envejecidos, esclavizados o moribundos. En tales
ocasiones, no somos nuestros cuerpos. Véase su «Feminism and Process Thought», en (Sheila
Greeve Davaney, ed.) Feminism and Process Thought, Edwin Mellen Press, New York 1981.
15
La definición de panteísmo de Paul Tillich está próxima a la de Karl Rahner y Herbert
Vorgrimler: «El panteísmo es la doctrina de que Dios es la substancia o la esencia de todas las
cosas, no la afirmación absurda de que Dios es la totalidad de las cosas» (Systematic Theology,
Univ. of Chicago Press, Chicago 1963, p. 324 [trad. cast.: Teología sistemática, Sígueme,
Salamanca 1984, vol. I, p. 301]). «Esta forma de panteísmo no pretende simplemente identificar al
mundo y a Dios de manera monista (Dios = el "todo"), sino que, por el contrario, intenta concebir el
"todo" del mundo "en" Dios, como modificación y apariencia interna de Dios, aun cuando Dios no
se agota en el "todo"» (Kleines theologisches Wortenbuchen, Herder & Herder, Freiburg i.B. 1961,
por así decirlo, un límite de nuestro lado, no del de Dios: el mundo no existe
fuera o aparte de Dios. El teísmo cristiano, que siempre pretendió que no hay
sino una única realidad, y que ésa es la realidad de Dios —pues no hay ninguna
realidad opuesta a él (el mal)—, es necesariamente monista, aunque la
representación monárquica que lo ha acompañado es implícitamente, si no
abiertamente, dualista; sitúa a Dios frente a los poderes, presumiblemente
ontológicos, que se le oponen, y frente al mundo como una realidad ajena que
hay que controlar.

No obstante, aunque Dios no quede reducido al mundo, la metáfora del mundo


como cuerpo de Dios pone a Dios «en peligro». Si seguimos hasta el final las
consecuencias de la metáfora, vemos que Dios se hace dependiente, a través de
su ser corporal, de un modo en que un Dios totalmente invisible y distante nunca
lo sería. Así como nosotros cuidamos nuestros cuerpos, somos vulnerables por
su causa y debemos atender a su bienestar, así también Dios estaría sometido a
las contingencias corporales. El mundo como cuerpo de Dios puede ser
descuidado, maltratado y —como ya estamos empezando a darnos cuenta—
destruido totalmente, pese a la atención amorosa que Dios le presta, por culpa de
unas criaturas —nosotros— que pueden optar por unirse o no a Dios en el
cuidado consciente del mundo. Probablemente, si este cuerpo explotara, sería
creado otro; por lo tanto, Dios no es tan dependiente de nosotros ni de cualquier
cuerpo concreto como lo somos nosotros de nuestros cuerpos. Pero en la
metáfora del universo como autoexpresión de Dios —encarnación de Dios— las
nociones de vulnerabilidad, responsabilidad compartida y riesgo son inevitables.
Ésta es una interpretación de la relación Dios-mundo notablemente diferente de
la que corresponde a la metáfora monarca-reino, pues subraya el consentimiento
de Dios a sufrir por y con el mundo, hasta el punto de asumir un riesgo personal.
El mundo como cuerpo de Dios puede entenderse, por tanto, como una forma de
remitologizar el amor inclusivo y sufriente de la cruz de Jesús de Nazaret. En
ambos casos, Dios corre un riesgo a manos humanas: igual que hace siglos, en
una mitología del pasado, los seres humanos mataron a su Dios en el cuerpo de
un hombre, también ahora tenemos de nuevo ese poder; pues, en una mitología
más apropiada para el tiempo que vivimos, podríamos matar a nuestro Dios en el
cuerpo del mundo. ¿Podríamos realmente hacerlo? Creer en la resurrección
implica que no. Nosotros no podemos destruir a Dios; pero el Dios encarnado es
el Dios en peligro: se nos ha concedido la responsabilidad crucial de cuidar el
cuerpo de Dios, nuestro mundo.

Si Dios, aunque en peligro y en dependencia de otros, no queda reducido al


mundo en la metáfora del mundo como cuerpo de Dios, ¿qué más podemos decir

p. 275).
del significado de este modelo desde el punto de vista de Dios?; ¿cómo conoce
Dios el mundo, cómo actúa en él y cómo lo ama?; ¿qué se dice del mal en esta
metáfora? En el modelo monárquico, Dios conoce el mundo desde el exterior,
actúa sobre él, bien por intervención directa, o bien indirectamente, por medio de
los súbditos humanos, y lo ama de manera benevolente y caritativa. El
conocimiento, la acción y el amor de Dios son muy diferentes en la metáfora del
mundo como cuerpo de Dios. Dios conoce el mundo de manera inmediata, del
mismo modo que nosotros conocemos nuestros cuerpos. Se podría decir que
Dios está al tanto de todas las partes del mundo mediante una comprensión
interior. Además, este conocimiento es un conocimiento empático, íntimo,
«simpatético», más próximo al sentimiento que a la racionalidad 16. Es
conocimiento «por relación directa»; no es «información sobre». Así como
nosotros estamos íntimamente relacionados con nuestros cuerpos, así Dios —el
Tú más radicalmente relacional— está relacionado íntimamente con todo lo que
es. Dios se relaciona «simpatéticamente» con el mundo, así como nosotros nos
relacionamos «simpatéticamente» con nuestros cuerpos. Esto supone, desde
luego, una inmediatez y una preocupación en el conocimiento que Dios tiene del
mundo imposibles en el modelo rey-reino.

Por otra parte, ello supone que la acción de Dios en el mundo es igualmente
interior y solícita. Si el universo entero, todo lo que es y lo que ha sido, es cuerpo
de Dios, entonces Dios actúa en y a través del increíblemente complejo proceso
evolutivo físico e histórico-cultural que comenzara hace eones 17. Esto no
significa que Dios quede reducido al proceso evolutivo, pues Dios sigue siendo
siempre el agente, el sí mismo, cuyas intenciones se manifiestan en el universo.
No obstante, el modo en que se expresan estas intenciones es interno y,
consecuentemente, providencial, es decir, reflejo de una relación «solícita». Dios
no interviene en el proceso natural o histórico como un deus-ex-machina, como
ocurre en el modelo del rey, ni siente, simplemente, de manera caritativa hacia el
mundo. La sugerencia, sin embargo, de que Dios cuida del mundo como uno
cuida de su propio cuerpo, esto es, con un alto grado de preocupación
16
La mayor parte de los teólogos que utilizan la analogía yo-cuerpo/Dios-mundo hablan en estos
términos sobre el conocimiento del mundo por parte de Dios. Puesto que Dios está relacionado
internamente con el mundo, el conocimiento divino es un conocimiento inmediato, «simpatético».
Véase, v.g., Charles Hartshorne, «Philosophical and Religious Uses of "God"», en Process
Theology: Basic Writings, Newman Press, New York 1977, p. 109; Schubert Ogden, «The Reality
of God», en Ibid., p. 123; y Jantzen, God's World, God's Body, op. cit., pp. 81ss.
17
Comprender la acción de Dios como acción interior a todo el proceso evolutivo no significa que
algunos acontecimientos, aspectos y dimensiones no puedan ser más importantes que otros. Véase,
v.g., el análisis del «acto» de Dios de Gordon Kaufman en God the Problem, Harvard Univ. Press,
Cambridge 1979, pp. 140ss., donde distingue entre acto «maestro» (el proceso evolutivo total) y
actos «subordinados» (como el camino de Jesús a la cruz en tanto que componente esencial del acto
maestro).
«simpatética», no implica que todo esté bien o que el futuro esté asegurado, pues
con la metáfora del cuerpo Dios está en peligro. Sin embargo, confiar en un Dios
cuyo cuerpo es el mundo supone confiar en un Dios al que le interesa
profundamente el mundo.

Además, el modelo del mundo como cuerpo de Dios sugiere que Dios ama los
cuerpos: al amar al mundo, Dios ama un cuerpo. Esta idea lleva consigo un
marcado desafío a la larga tradición cristiana de oposición a lo corporal, lo
físico, lo material. Esta tradición ha reprimido la sexualidad sana, ha oprimido a
las mujeres como tentadoras sexuales y ha definido la redención cristiana de
forma espiritualista, negando así que las necesidades básicas, sociales y
económicas de los seres encarnados tengan que ver con la salvación. Decir que
Dios ama los cuerpos es restablecer el equilibrio para una comprensión más
holística de la realización. Esto equivale a decir que los cuerpos son dignos de
amor, sexual y de otro tipo; que el amor apasionado, lo mismo que la atención a
las necesidades de la existencia corporal, es parte integrante de esa realización.
Equivale a decir, además, que las necesidades básicas de la existencia corporal
—comida y vivienda adecuadas, por ejemplo— son aspectos fundamentales del
amor de Dios a todas las criaturas corpóreas, y que, por lo tanto, deberían ser
preocupaciones fundamentales de todos nosotros, colaboradores de Dios. En una
sensibilidad holística no puede existir la división espíritu/cuerpo: si ni nosotros
ni Dios somos incorpóreos, la denigración del cuerpo, de lo físico y lo material,
debería acabar. Tal división no tiene ningún sentido en nuestro mundo: espíritu y
cuerpo o materia son un continuum, pues la materia no es sustancia inanimada,
sino vibraciones energéticas en continuidad esencial con el espíritu. Amar los
cuerpos no es, por tanto, amar lo opuesto al espíritu, sino lo que es uno con él, y
el modelo del mundo como cuerpo de Dios lo expresa plenamente.

La inmanencia de Dios al mundo, implícita en nuestra metáfora, plantea la


cuestión de la relación de Dios con el mal. ¿Es Dios responsable del mal, tanto
del mal natural como del que es producto de la voluntad humana? Las
representaciones del rey y su reino y de Dios y el mundo como cuerpo de Dios
sugieren, obviamente, muy diferentes respuestas a esas preguntas tan
extraordinariamente difíciles y complejas. En la construcción monárquica, Dios
está implícitamente en lucha con los poderes del mal, bien como rey victorioso
que los aplasta, bien como siervo sacrificado que (momentáneamente) asume un
aspecto de este mundo para liberar a sus súbditos del control del mal. Las
consecuencias del dualismo ontológico que supone oponer los poderes del bien y
del mal es el precio exigido por separar a Dios del mal, y es ciertamente un alto
precio, porque sugiere que el lugar del mal es el mundo (y nosotros mismos) y
que para escapar de las garras del mal necesitamos liberarnos de «el mundo, el
demonio y la carne». En esta construcción, Dios no es responsable del mal, pero
tampoco puede identificarse con el sufrimiento causado por el mal.

Esa identificación tiene lugar en la metáfora del mundo como cuerpo de Dios.
El mal del mundo, toda clase de mal, sucede en Dios y a Dios tanto como a
nosotros y al resto de la creación. El mal no es un poder enfrentado a Dios; en
cierto sentido, es «responsabilidad» de Dios; parte del ser de Dios, si se prefiere.
Una posición monista no puede evitar esta conclusión 18. En un proceso evolutivo
de carácter físico, biológico e histórico-cultural tan complejo como el universo,
tendrá lugar mucho de lo que desde distintas perspectivas se considera mal; y si
consideramos ese proceso como autoexpresión de Dios, entonces Dios está
implicado en el mal. Pero la otra cara de esta circunstancia es que Dios está
también profunda, palpable y personalmente implicado en el sufrimiento causado
por el mal. El mal sucede en y al cuerpo de Dios: el dolor que sienten aquellas
partes de la creación afectadas por el mal, también lo siente Dios, y lo siente
corporalmente. Todo dolor en cualquier criatura es sentido inmediata y
corporalmente por Dios: nadie sufre solo. En este sentido, el sufrimiento de Dios
en la cruz no duró unas cuantas horas, como en la antigua mitología, sino que es
permanente y está continuamente presente. Como cuerpo del mundo, Dios está
para siempre «clavado en la cruz», pues lo que ese cuerpo sufre, lo sufre también
Dios.

¿Equivale esto a decir que Dios está desamparado ante el mal o que no conoce
la alegría? No, pues el camino de la cruz, el camino del amor inclusivo y radical,
es una forma de poder, aunque muy diferente del poder del rey. Esto significa
que, a diferencia del Dios rey, el Dios que sufre con el mundo no puede acabar
con el mal: el mal no es sólo una parte del proceso, sino que su poder depende
también de nosotros, compañeros de Dios en el camino del amor inclusivo y
radical. Y lo que se afirma del sufrimiento puede decirse también de la alegría.
Dondequiera que en el universo haya nueva vida, éxtasis, serenidad y
realización, Dios experimenta esos placeres y goza con cada criatura en su
alegría.

Cuando vemos esta representación del mundo como cuerpo de Dios desde la
perspectiva que a nosotros nos corresponde, debemos preguntarnos si quedamos
reducidos a ser meras partes del cuerpo. ¿En qué consiste nuestra libertad?
¿Cómo se entiende aquí el pecado? ¿Cómo deberíamos comportarnos según este
modelo? El modelo no se adecúa plenamente a Dios, y tampoco a nosotros.
18
Esta posición no es distinta de la de Boehme, Schelling y Tillich, que consideran que, en algún
sentido, el mal tiene su origen en Dios. Sin embargo, desde una perspectiva evolutiva, la cuestión de
qué es el mal es tan compleja que afirmar que el mal tiene su origen en Dios significa algo muy
diferente de lo que puede significar en teólogos no evolutivos como los antes citados.
Parece especialmente problemático en lo referente al tema de la responsabilidad
y la libertad. En el modelo rey-reino, los seres humanos parecen tener al menos
alguna libertad, puesto que son controlados exteriormente, no interiormente. El
problema surge a causa de la naturaleza de los cuerpos: si somos parte del cuerpo
de Dios —si el modelo es totalmente orgánico—, ¿estamos entonces totalmente
inmersos, junto con todas las demás criaturas, en el proceso evolutivo, sin
ninguna trascendencia ni libertad? Parece, sin embargo —al menos así nos
parece a nosotros—, que somos una parte especial. Pensamos en nosotros
mismos como imago dei, no sólo poseedores de un cuerpo, sino también sujetos
agentes. Nos consideramos espíritus encarnados en el cuerpo mayor del mundo
que influye en nosotros y en el que nosotros influimos. Es decir, somos la parte
moldeada según el modelo yo-cuerpo Dios-mundo. Nosotros somos sujetos
agentes, y Dios posee un cuerpo: ambas facetas del modelo nos incumben a Dios
y a nosotros. Esto significa que no somos simples partes sumergidas del cuerpo
de Dios, sino que nos relacionamos con Dios como con otro Tú. La presencia de
Dios en nosotros, en y a través de su cuerpo, es una experiencia de encuentro, no
de inmersión. Si el amor salvador de Dios está presente en los seres humanos,
debe estarlo de forma diferente de como lo está en otros aspectos del cuerpo del
mundo, de una forma acorde con la clase peculiar de criaturas que nosotros
somos, a saber, criaturas con una especial libertad, capaces de participar de
manera consciente (así como de ser influidos inconscientemente) en el proceso
evolutivo. Esto nos confiere un status particular y una especial responsabilidad:
somos los únicos en ser como Dios; somos «yoes» que poseen cuerpos, y ésa es
nuestra gloria. Y es también nuestra responsabilidad, pues sólo nosotros
podemos decidir ser compañeros de Dios en el cuidado del mundo; sólo nosotros
podemos —como Dios— cuidar maternalmente, amar y amparar al mundo, el
cuerpo que Dios ha dispuesto para nosotros como presencia divina y como
hogar.

Nuestro particular status y responsabilidad no se limita, sin embargo, a la


consciencia de nuestros cuerpos personales o incluso del mundo humano, sino
que se extiende a toda la realidad material, pues somos aquella parte del cosmos
en la que el propio cosmos se hace consciente. Si nos extinguimos, el cosmos
perderá su consciencia humana, aunque, probablemente, no su consciencia
divina. Como señala Jonathan Schell: «En la extinción, la oscuridad cae sobre el
mundo, no porque las luces desaparezcan, sino porque los ojos que perciben la
luz se han cerrado»19. La tragedia de la aniquilación humana por la guerra, aun
cuando algunas plantas y animales sobrevivieran, consistiría en que no quedaría

19
Jonathan Schell, The Fate of the Earth, Avon Books, New York 1982. Respecto a este párrafo,
estoy en deuda con Rosemary Radford Ruether.
nadie que fuera consciente de la realidad encarnada: el cosmos habría perdido su
consciencia.

Es obvio, pues, en qué consiste el pecado en esta metáfora del mundo como
cuerpo de Dios: en la negativa a ser parte del cuerpo, la parte especial que somos
en tanto que imago dei. Por contraste con el modelo rey-reino, en el que el
pecado es contra Dios, aquí el pecado es contra el mundo. Pecar no es negar
fidelidad al señor feudal, sino negarse a aceptar la responsabilidad de alimentar,
amar y amparar al mundo y a todos sus componentes. El pecado es la negativa a
darse cuenta de la radical interdependencia de uno mismo con todo lo que vive:
es el deseo de situarse aparte de todos los demás, como si no los necesitáramos o
como si ellos no nos necesitaran a nosotros. El pecado es la negativa a ser los
ojos y la consciencia del cosmos.

A lo que finalmente llega este experimento con el mundo como cuerpo de


Dios es a la conciencia, estremecedora y asombrosa, de que, como seres del
mundo, como seres corporales, estamos en presencia de Dios. Éste es el
fundamento de un sacramentalismo renacido, es decir, de una percepción de lo
divino como algo visible, presente, palpablemente presente en nuestro mundo.
Pero es un tipo de sacramentalismo que es dolorosamente consciente de la
vulnerabilidad del mundo, de su valor inapreciable, de su unicidad. El mundo,
con su belleza y su capacidad para mantener a la vasta multitud de especies que
contiene, no está ahí para que nos lo apropiemos. El mundo es un cuerpo que
debe ser cuidadosamente atendido, que debe ser alimentado, protegido, guiado,
amado y amparado por su valor en sí mismo, pues, como nosotros, es expresión
de Dios, e igualmente necesario para la continuación de la vida. Nos
encontramos con el mundo como con un Tú, como el cuerpo de Dios donde Dios
está presente a nosotros siempre, en todo tiempo y en todo lugar. En la metáfora
del mundo como cuerpo de Dios, la resurrección se convierte en una realidad de
este mundo, presente, inclusiva, pues este cuerpo se ofrece a todos: «Éste es mi
cuerpo». Como ocurre con todos los cuerpos, a pesar de su belleza y de su valor
inapreciable, este cuerpo es vulnerable y está en peligro: sólo deleitará nuestros
ojos si lo cuidamos; sólo nos alimentará si lo alimentamos. Por consiguiente, es
innecesario decir que, si esta metáfora arraigara en nuestra consciencia tan
profundamente como lo hizo la metáfora regia y triunfalista, resultaría de ello
una manera diferente de estar en el mundo. No habría ninguna posibilidad de
seguir considerando a Dios sin el mundo o al mundo sin Dios. Ni tampoco
esperaríamos que Dios se ocupara de todo, ya fuera mediante el dominio o
mediante la benevolencia.

No vemos directamente, sino por medio de imágenes; y las que representan al


rey y a su reino y al mundo como cuerpo de Dios son formas de hablar, modos
de imaginar la relación entre Dios y el mundo. Una establece una gran distancia
entre Dios y el mundo; la otra los imagina intrínsecamente relacionados. En
última instancia, hay que preguntarse qué deformación (admitiendo que todas las
representaciones son falsas en algunos aspectos) es mejor, analizando qué
actitudes alienta cada una. Ésta no es la primera pregunta que hay que formular,
pero puede muy bien ser la última. El modelo monárquico potencia actitudes de
militarismo, dualismo y escapismo; permite que continúe el control mediante la
violencia y la opresión y no tiene nada que decir acerca del mundo no humano.
El modelo del mundo como cuerpo de Dios alienta actitudes holísticas de
responsabilidad y solicitud hacia lo vulnerable y lo oprimido; es no jerárquico,
actúa mediante la persuasión y la atracción y tiene mucho que decir sobre el
cuerpo y la naturaleza. Ambos son representaciones, pero ¿qué distorsión es más
auténtica para el mundo en que vivimos y para la buena noticia del cristianismo?

Podría ocurrir, desde luego, que ninguna de las dos fuera apropiada para
nuestro tiempo y para el cristianismo; de ser así, habría que proponer otras.
Nuestra profunda necesidad de una representación convincente y atractiva del
modo en que Dios se relaciona con nuestro mundo exige no sólo desconstruir,
sino también reconstruir nuestras metáforas, permitiendo que aquellas que
parezcan prometedoras tengan posibilidad de demostrar su validez. Con este
espíritu, continuamos nuestra teología heurística y metafórica, volviendo ahora a
los modelos concretos de Dios como madre, amante y amigo/a del mundo.

Dios como madre, amante y amigo/a

La tarea que nos planteamos es proponer una representación imaginativa de la


relación entre Dios y el mundo capaz de expresar la presencia salvadora de Dios
en nuestro tiempo. Hemos interpretado esa presencia salvadora como una visión
desestabilizadora, inclusiva y no jerárquica de realización plena para toda la
creación. Puesto que lo que estamos buscando es una formulación plausible de
las relaciones entre Dios y el mundo, ¿podemos considerar el cosmos como
presencia corporal de Dios en todo tiempo y lugar? Y si aceptamos esta imagen,
¿serán adecuadas las metáforas de la madre, el amante y el amigo/a para
describir la relación de Dios con el mundo? Antes de desarrollar en detalle esta
representación (capítulos 4-6), debemos tratar algunas cuestiones preliminares
referentes a las metáforas personales. Hasta ahora, a lo largo de nuestra
exposición, hemos aceptado la idea de la acción divina personal. La analogía yo-
cuerpo/Dios-mundo descansa en este supuesto, pero ahora debemos preguntarnos
por su viabilidad.

En cualquier análisis de las metáforas personales, a la hora de interpretar la


relación entre Dios y el mundo hay dos preguntas esenciales: ¿por qué utilizar
metáforas personales?; ¿y por qué utilizar unas determinadas metáforas y no
otras? No todas las tradiciones religiosas utilizan metáforas personales, al menos
no en la medida en que lo hace la tradición judeocristiana. Algunas religiones
místicas, así como las íntimamente vinculadas con los ciclos de la naturaleza,
son mucho menos personalistas en sus imágenes. Si lo que pretendemos es
sugerir imágenes que superen la distancia entre Dios y el mundo, al tiempo que
hacemos hincapié en la inmanencia de Dios respecto al mundo, ¿no será
contraproducente continuar utilizando metáforas personales? Esta es una
cuestión muy importante y que no afecta únicamente a nuestra presente crisis
ecológica y nuclear. A lo largo del tiempo, a muchas personas les ha resultado
inverosímil la idea de un Dios personal, pues parece implicar la existencia en
algún lugar de un ser cuya única forma de actuar en el mundo fuera intervenir en
sus asuntos. No es posible trazar aquí la historia moderna de este tema, pero el
Dios lejano de los deístas fue ciertamente un primer paso en dirección contraria
al Dios intervencionista y personal, y tanto la vuelta de Schleiermacher al «yo»
en cuanto lugar en que se percibe la presencia de Dios, como la cuasi-
identificación hegeliana entre Dios y el mundo son parte de esa historia. Estos
modelos fueron recogidos por la negativa de Bultmann a hablar de Dios y de la
actividad divina, excepto como realidades implícitas en los estados humanos, y
la cautela de Tillich con las imágenes personales de Dios y su preferencia por el
«Ser en sí mismo» como designación esencial. Podemos observar la dirección
que la cuestión del Dios personal tomó durante los dos últimos siglos,
recordando el desconcierto que este concepto «primitivo» de Dios produce en el
presente, así como la auténtica perplejidad que causa cuando intentamos
concebir la actividad de tal Dios en un mundo concebido como nexo evolutivo y
causal que no permite interferencias de agentes externos. ¿No es el Dios personal
un anacronismo de la infancia de la humanidad, afortunadamente superada, y
una imposibilidad en una época en que la acción, sea divina o humana, se
concibe como algo que forma parte de una matriz evolutiva y ecológica de
agentes múltiples, con una elevada complejidad, y caracterizada por el azar y la
necesidad? ¿No sería mejor, como sugiere Gordon Kaufman, concebir a Dios
como la multiplicidad de condiciones físicas, biológicas e histórico-culturales
que han hecho posible la existencia humana, más que en términos cuasi
personales? Kaufman piensa que las imágenes políticas, personales, de la
tradición sustentan actitudes pasivas y militaristas, mientras las imágenes
familiares son demasiado individualistas para funcionar eficazmente en nuestro
mundo evolutivo y ecológico. A lo sumo, dice Kaufman, puede hablarse de
«creatividad oculta» o de «gracia imprevisible» que obra en y a través de la
increíblemente compleja matriz física, biológica e histórico-cultural que ha dado
como resultado la situación presente. Estoy completamente de acuerdo con
mucho de lo que dice Kaufman, y en particular con su observación de que «la
devoción a un Dios concebido en términos distintos de éstos [la matriz física,
biológica e histórico-cultural] no será devoción a Dios, esto es, a esa realidad
que de hecho (que nosotros sepamos) nos ha creado» 20. Debemos entender a
Dios y la actividad de Dios en el mundo de un modo que no sólo sea
proporcionado a la sensibilidad ecológica y evolutiva, sino intrínseco a ella.
Estoy en desacuerdo con la posición de Kaufman, sin embargo, en que sea
deseable o necesaria la reducción del Dios personal a una creatividad oculta o a
una gracia imprevisible21.

No es deseable, porque, como sugerí anteriormente, una representación


imaginativa que intente derrocar el modelo regio y triunfalista debe ser al menos
tan atractiva como éste. Ha de ser una concepción de la relación Dios-mundo que
mueva a la gente a vivir y trabajar por ella; debe tener su origen en una
experiencia humana profunda. No es accidental que muchas de las imágenes de
mayor fuerza de la tradición tengan ese origen. Son imágenes que reflejan el
comienzo y la continuidad de la vida, imágenes vinculadas con el sexo, la
respiración, el alimento, la sangre y el agua, como el segundo nacimiento, el
soplo del Espíritu Santo, el pan y el vino, la sangre de la cruz, la resurrección de
los cuerpos y el agua del bautismo. Este lenguaje sigue teniendo fuerza, porque
las imágenes que afloran del nivel básico de la existencia física —el nivel de
nuestro tenue asidero a la existencia y que necesitamos para mantenernos en ella
— son imágenes de vida y de muerte. No estoy sugiriendo que existan algunas
metáforas sagradas, permanentes, que puedan reemplazar al modelo triunfalista y
regio; pero podemos buscar en él metáforas de una profundidad mayor que las
del ámbito político, del que proceden los más antiguos modelos de la relación
Dios-mundo en Occidente. En el terreno político, la cuestión es cómo
organizamos nuestra vida; una cuestión más profunda es cómo vivimos y qué tal
vivimos. Las metáforas de madres, amantes, amigos/as y cuerpos proceden de
este nivel, así como el modelo clásico del padre concebido como progenitor. Si
las imágenes de madres, amantes, amigos/as y cuerpos resultan verosímiles para
plasmar la relación entre Dios y el mundo, también son, ciertamente, atractivas,
pues poseen una fuerza incomparable: contienen, no sólo el poder propio de los
simples reyes, sino el poder de la vida y la muerte.

Pero, aunque pueda no ser deseable suprimir las imágenes personales de Dios,
sí puede, sin embargo, ser necesario. ¿Cómo pueden ser verosímiles las
20
Gordon Kaufman, Theology for a Nuclear Age, Westminster Press, Philadelphia 1985, p. 42.
21
Kaufman afirma a menudo en Theology for a Nuclear Age, op. cit., que son las imágenes
concretas de Dios las que influyen más profundamente en las actitudes y en la conducta, pero
fracasa al proponer el tipo de imágenes que podrían sostener su concepto «formal» de Dios como
aquel que «relativiza» y «humaniza». Debemos preguntarnos si su concepto de Dios tiene el
atractivo del modelo alternativo, el triunfalista o regio.
metáforas personales en nuestro tiempo? ¿No presuponen una concepción
externa e intervencionista de la relación entre Dios y el mundo? Aparentemente,
muchos no piensan así, pues además del movimiento que en los dos últimos
siglos se ha distanciado del modelo de la acción personal de Dios, también ha
existido un movimiento en sentido contrario. Por tanto, otra manera de ver la
historia teológica de los dos últimos siglos es como tendencia hacia la
consideración del yo del hombre y de su relación con el cuerpo como un modelo
—si no como el modelo fundamental— para imaginar a Dios y su relación con el
mundo. No son sólo místicos corno Teilhard de Chardin o teólogos procesuales
como Charles Hartshorne quienes insisten en ello, sino un número
sorprendentemente elevado de teólogos y desde una gran diversidad de
perspectivas22. Una razón fundamental para este cambio está en la interpretación
general de la persona, no como individuo material separado de los otros y del
mundo, con los que entra en relación por decisión propia, sino como ser-en-
relación en su naturaleza más radical y completa. El modelo, como apunté en el
primer capítulo, no es el de una máquina con sus partes independientes
relacionadas externamente, sino el de un organismo cuyos aspectos están todos
intrínseca e interiormente relacionados. La persona humana es el organismo más
complejo que conocemos y existe como un todo encarnado dentro de un
complejo orgánico, increíblemente rico, con partes, aspectos y dimensiones
mutuamente interrelacionadas e interdependientes. Ser persona, por tanto, no
consiste en estar exteriormente relacionado con otros seres individuales, sino en
ser parte —y, que yo sepa, la parte más sofisticada, compleja y unificada— de
22
Mi constatación aquí es ilustrativa, no exhaustiva. La posición de Karl Barth, el teólogo más
tradicional del panorama contemporáneo, sirve como recordatorio de que aquellos que rechazan a
un Dios personal van contra la más profunda convicción de la tradición judeocristiana. Ello no
significa de por sí que estén equivocados, pero nos sugiere que solo muy a regañadientes podríamos
renunciar a la idea de un Dios personal, y únicamente cuando se haya mostrado incapaz de expresar
el poder salvífico de Dios en nuestro tiempo. Entre aquellos que creen que un Dios personal no es
sólo defendible, sino perfectamente verosímil, está Charles Hartshorne, que ve a Dios como
ejemplo supremo de personalidad, pues Dios es de manera suprema relacional y, por tanto, el
«amor» es predicable «literalmente» de Dios (The Divine Relativity, Yale Univ. Press, New Haven
1948, p. 36); Schubert Ogden, que defiende que la tradición pregunta cómo un Dios impersonal
puede ser concebido en términos personales cuando Dios, como el único que está en relación con
todos los otros, es, fundamentalmente agente: un Tú («The Reality of God», en Process Theology,
ed. Cousins, p. 129); Maurice Wiles, que, aun considerando el concepto «padre» demasiado
individualista, encuentra la realidad personal en el origen de todo y ve el lenguaje del espíritu como
el mejor modelo para expresar la actividad de Dios como sujeto agente (Faith and the Mistery of
God, SCM Press, London 1982); Grace Jantzen, que en God's World, God's Body (op. cit., p. 17)
escribe: «Difícilmente puede una teología llamarse cristiana a menos que reconozca como
fundamental la naturaleza personal de Dios»; y la mayoría de los teólogos de la liberación, que
insisten en la naturaleza personal de Dios como «liberador» de los oprimidos, o como la «Diosa»
(véase, por ejemplo, la provocativa noción de Rosemary Radford-Ruether de «Dios/a», la Matriz
Primordial que crea y transforma la realidad, en Sexism and God-Talk, Crossroad, New York 1983,
cap. 2).
un conjunto orgánico que abarca todo lo que es. Si, por consiguiente, hablarnos
de Dios con metáforas personales, no estaremos hablando de un ser que se
relaciona exterior-mente con el mundo como, por ejemplo, un rey con su reino,
sino que estaremos concibiendo a Dios según el modelo de la parte más
compleja del todo que es el universo, es decir, según nuestro propio modelo. Hay
varios puntos que señalar en favor del modelo personal para la relación Dios-
mundo: es el que mejor conocemos, el que nos ofrece una mayor riqueza, aparte
de que el tipo de actividad divina en el mundo que sugiere es verosímil y
necesario para el tiempo que vivimos.

Tal vez sea simplista apoyarse en que el modelo personal es el que mejor
conocemos, pero los argumentos en su contra suelen pasar este hecho por alto Es
la única metáfora que conocemos desde dentro: nada podemos decir sobre Dios
con la ayuda de cualquier otro modelo que tenga para nosotros la misma
verosimilitud, pues no conocemos de la misma manera ningún otro aspecto del
universo, con el privilegio del que está dentro de él. La tradición dice que somos
imago dei, y eso significa, inevitablemente, que imaginamos a Dios a nuestra
imagen. Probablemente, si los delfines o los monos tienen alguna noción de una
realidad superior, la imaginen según el modelo que mejor conocen: ellos
mismos. Esto no está dicho en tono de burla, sino con el propósito de dejar claro
por qué las metáforas personales, es decir, las que están elaboradas sobre el ser
humano tal como lo entendemos hoy, resultan adecuadas para nosotros. Otra
manera de plantear el problema es considerar la alternativa al modelo personal.
Las metáforas no personales serían, o bien metáforas de la naturaleza (otros
animales o fenómenos naturales tales como el sol, el agua, el cielo, las
montañas), o bien conceptos de una u otra tradición filosófica (tales como «Ser
en sí mismo», «sustancia» y «fundamento del Ser»), que en alguna medida son
también, desde luego, metafóricos. Estamos limitados en cuanto a las formas en
que podemos configurar la relación Dios-mundo, y, aunque ciertamente
podríamos incluir un extenso número de metáforas de muy diversas fuentes,
parece insensato excluir la que mejor conocemos o relegarla a un plano
secundario, subordinándola a otras que conocemos peor.

También sería poco aconsejable por otra razón: de todos los modelos de que
disponemos, es el que posee una mayor riqueza. Esto no es orgullo
antropocéntrico, sino simplemente el reconocimiento de que, dado que somos las
criaturas más complejas y unificadas que conocemos, con lo que para nosotros
son misteriosas e insondables profundidades, somos el modelo más apropiado.
Dada la naturaleza de la teología heurística y metafórica, esto no equivale a decir
que Dios sea una persona o que el lenguaje personal pueda describir o definir a
Dios. Significa, más bien, que hablar de Dios con la ayuda de ese lenguaje y a
través de las imágenes que nos proporciona es una forma de referirse a él más
adecuada que otras. Es, por ejemplo, más interesante, iluminador y rico hablar de
Dios como amigo que como roca, aunque la frase «una fortaleza poderosa es
nuestro Dios» tenga un lugar en el discurso sobre Dios. Su lugar es, no obstante,
limitado, y la metáfora de la roca no acaba de tener la capacidad potencial de
elaboración que posee la metáfora del amigo. Hablar de la presencia salvadora
de Dios en nuestro tiempo con la sola ayuda de las imágenes del viento y la roca,
o con cualesquiera otras metáforas naturales, es pasar por alto la fuente más rica
de que disponemos: nosotros mismos.

Finalmente, el argumento más sólido en favor de la utilización de metáforas


personales en la actualidad es que la interpretación generalizada de la acción
personal permite que las metáforas de esta índole reflejen una visión de la
actividad de Dios en el mundo radicalmente relacional, inmanente,
interdependiente y no intervencionista. La atención teológica actual a la cuestión
de la actividad divina en el mundo es considerable y variada, pero existe un
amplio acuerdo en que la comprensión del yo, en relación al propio cuerpo
(como yo encarnado) y en relación a los demás (en tanto que profundamente
imbricado en los otros y constituido por ellos), es un modelo útil y clarificador 23.
El complejo orgánico evolutivo es considerado como el contexto en el que
interpretar la acción personal —con el sujeto agente como parte de una
intrincada red causal en la que influye y por la que es influido—, y esto deja un
margen para la comprensión de una presencia personal verosímil en el marco de
la nueva sensibilidad. Además, es el modelo que hoy necesitamos para
representar la actividad de Dios en el mundo, pues imaginar a Dios como
presencia personal en el universo que la personalidad sintetiza, y que, por tanto,
tiene una relación intrínseca con todo lo que existe, es disponer de un modelo
altamente sugerente de la presencia salvadora de Dios. Si, en el modelo
actualmente vigente, se define a la persona en términos de relación, entonces,
como dice Schubert Ogden, Dios como «el Tú con el grado más alto concebible
de relacionalidad real con los otros —a saber, relacionalidad con todos los demás
— es, por esa misma razón, el Tú más verdaderamente absoluto que cualquier
mente pueda concebir»24. Si la personalidad se define en función de las
relaciones intrínsecas con los demás, pensar a Dios en términos personales no
tiene por qué suponer, en modo alguno, que sea un ser separado de los otros
seres y que se relacione con ellos de manera externa y distante, tal como lo

23
De nuevo la documentación será ilustrativa más que exhaustiva. Los teólogos procesuales son
quizá los líderes en lo que a este punto se refiere —véase la obra de John B. Cobb Jr., Schubert
Ogden, Marjorie Suchocki y muchos otros—, pero encontramos una visión semejante de la acción
divina como acción radicalmente relacional e inmanente (aunque la analogía yo-cuerpo no sea
siempre explícita) en teólogos tan diversos como Paul Tillich, Karl Rahner, Pierre Teilhard de
Chardin, Gordon Kaufman, Langdon Gilkey, Maurice Wiles, Cárter Heyward y Grace Jantzen.
24
Schubert Ogden, «The Reality of God», op. cit., p. 129.148.
sugiere el modelo personal rey-reino. Por el contrario, sugiere, creo yo, que Dios
está presente en el mundo y al mundo como el otro, como el Tú, mucho más
parecido a una madre, amante o amigo/a que al rey o al señor. Las relaciones
intrínsecas e interdependientes que mejor conocemos son también las más
íntimas e interpersonales: son aquellas con las que da comienzo la vida, las que
la sostienen y la alimentan.

Esta defensa del modelo personal para la interpretación de la relación Dios-


mundo nos lleva, finalmente, a la cuestión de las metáforas concretas de madre,
amante y amigo/a. Si aceptamos el modelo personal, deberemos preguntarnos
cuáles son los modelos personales más apropiados para expresar la capacidad y
la presencia salvadora de Dios en nuestro tiempo. Aunque la mayor parte de las
metáforas personales de la tradición judeocristiana proceden del terreno político,
una interpretación del evangelio como visión desestabilizadora, inclusiva y no
jerárquica de realización plena para toda la creación debería dirigir su mirada
hacia otros ámbitos. Debería mirar hacia ese nivel de la experiencia humana
relacionado con los orígenes, la continuación y el mantenimiento de la vida; el
nivel en el que se refleja, no cómo gobernamos nuestras vidas, sino cómo
vivimos y cuál es la calidad de esa vida. En una interpretación del evangelio para
una era holística y nuclear, en la que la continuidad y la calidad de vida deben
considerarse preocupaciones centrales, debemos volver a las realidades y a las
relaciones fundamentales de la existencia para encontrar metáforas que nos
permitan expresar esa interpretación. Los símbolos referidos al sexo, al alimento,
al agua, a la respiración y a la sangre (todo lo que hace posible que la vida
encarnada comience y continúe), así como la relación de madres (y padres),
amantes y amigos (las relaciones básicas que, más que cualesquiera otras,
contienen el potencial necesario para expresar la plenitud más profunda), son los
elementos a partir de los cuales pueden elaborarse las metáforas que expresen la
presencia salvífica de Dios.

En particular, quisiera plantear la posibilidad de experimentar con los modelos


de madre, amante y amigo/a, que han sido extrañamente ignorados en la
tradición judeocristiana. Los tres representan relaciones humanas fundamentales;
realmente, podría decirse que los tres, junto con el modelo del padre, constituyen
las relaciones humanas básicas 25. Por lo tanto, si se va a utilizar un modelo

25
Centrarse en estas metáforas no es, desde luego, negar la importancia de otros modelos
personales particularmente apropiados para nuestro tiempo, como el de Dios liberador, por
ejemplo. Ese modelo, sin embargo, ha recibido una gran atención, y sobre él se han
construido teologías. Las tres metáforas que yo quiero considerar han sido, en
comparación, dejadas de lado. Una relación humana básica que no trataré es la existente
entre hermanos. La «hermandad» de todas las mujeres con la Diosa ha recibido alguna
personal, habrá que considerar seriamente estos tres. Y así han sido considerados
por la mayor parte de las tradiciones religiosas, por la sencilla razón de que,
cuando las personas intentan expresar lo inexpresable, utilizan lo que tienen más
cerca y les es más querido: invocan las relaciones humanas más importantes.
Una relación humana fundamental, la del padre, ha recibido en nuestra tradición
una atención excepcional; las otras han sido, en el mejor de los casos,
desdeñadas y, en el peor, reprimidas. Pueden encontrarse sus huellas en la
Escritura y en la tradición, pero nunca han llegado a ser, o nunca se les ha dejado
llegar a ser, modelos fundamentales.

No obstante, espero que sea ya evidente que, teniendo en cuenta el tipo de


interpretación del evangelio adecuada para una era holística y nuclear, ésas
pueden ser muy bien las metáforas personales más reveladoras que tenemos a
nuestro alcance. De modos diferentes, los tres modelos sugieren formas de
intimidad, reciprocidad y relación que pueden ser un recurso fecundo para
expresar cómo, en la hora actual, la vida puede ser conservada y llevada a su
culminación, y no destruida. Son modelos inmanentes, en contraste con los
modelos del Dios radicalmente trascendente de la tradición occidental. Como
hemos visto, parte de la dificultad con el modelo dominante de Dios es su
trascendencia, una trascendencia presidida por una iconografía triunfalista,
soberana y patriarcal que contribuye a crear una sensación de lejanía entre Dios
y el mundo. Los modelos de Dios como madre, amante y amigo/a del mundo
alientan la condición relacional de toda vida y, por tanto, la responsabilidad de
los seres humanos en el destino de la tierra.

Además, estas metáforas proyectan una visión del poder, de la forma de


modificar la realidad, distinta de la que propone el modelo del rey. No es el
poder de control mediante la dominación o la benevolencia, sino el poder de
respuesta y responsabilidad, el poder del amor en sus distintas formas (ágape,
eros y filia), que actúa mediante la persuasión, la solicitud, la atención, la pasión
y la reciprocidad. La forma de estar en el mundo que estas metáforas sugieren
está próxima al camino de la cruz, el camino de la identificación radical con todo
lo que el modelo del siervo expresó en su momento. Es una forma de estar con
los demás totalmente diferente de la de los reyes y señores.

atención, como, por supuesto, la relación de todos los cristianos como hermanos y
hermanas unos de otros y con «Cristo como hermano». La insistencia en el modelo fraterno
en los círculos cristianos tiende a enfatizar la dependencia de los seres humanos respecto a
Dios en cuanto padre, así como la continuidad de la iconografía familiar como modelo
central. Mucho de lo que yo defendería como válido en los modelos de hermana y hermano
encaja mejor en el modelo de Dios como amigo/a.
Antes de dejar el tema de los modelos personales, y en especial de los que
hemos elegidos, hay que plantearse una última pregunta: ¿son tal vez demasiado
íntimos e individualistas? Ya nos hemos ocupado del asunto de la intimidad:
cuanto más íntimo, en el sentido de más cercano a las realidades más básicas de
la existencia humana, mejor. Sin embargo, una tendencia ascética ha impedido al
cristianismo reconocer la base física, y a menudo sexual, de muchos de sus
símbolos dotados de mayor fuerza, y su cautela al tratar del lenguaje erótico y
maternal en relación a Dios surge de este mismo puritanismo. Parte de la tarea de
la teología heurística es considerar lo que no ha sido considerado, especialmente
si las posibilidades de clarificar algunos aspectos de la relación Dios-mundo son
importantes, tal como, en mi opinión, ocurre con las metáforas de madre y
amante. (El modelo de amigo/a es menos problemático a este respecto; pero,
como veremos, hubo otras razones para su olvido).

La acusación de que estas metáforas pueden ser individualistas, cuando lo más


necesario en este momento es lo radicalmente relacional, incluyéndolas
metáforas, es una objeción digna de ser tenida en cuenta. Sería irrebatible si las
metáforas sugiriesen una relación individualizada entre Dios y los seres humanos
considerados uno a uno. Cierto es que, en un contexto en que el poder salvífico
de Dios se entiende como si estuviera dirigido a individuos específicos (que son
también percibidos como entidades independientes), hablar de Dios como madre,
amante y amigo/a acentúa la interpretación, ya de por sí particularizada, de la
salvación. Pero una visión radicalmente inclusiva del evangelio implica que las
relaciones básicas entre Dios y todo lo demás no puede ser una relación uno-a-
uno; o, más bien, sólo puede ser una relación uno-a-uno cuando lo incluye todo.
El evangelio de Juan da la clave: pues tanto amó Dios al mundo... No son los
individuos quienes son amados por Dios como madre, amante y amigo/a, sino el
mundo. Esto significa que no hemos de interpretar estas metáforas personales
como si sugiriesen una relación uno-a-uno entre Dios y los seres humanos
individuales: podemos utilizar las metáforas que tienen para nosotros una mayor
fuerza y significado en un sentido universal; y, de hecho, sólo cuando las
aplicamos universalmente pueden también ser adecuadas desde un punto de vista
individual. Como madre del mundo, Dios cuida de todos y de cada uno: si el
amor maternal divino puede ser particular, es precisamente por ser universal. Si
entendemos que la presencia salvadora de Dios está orientada a la plena
realización de toda la creación —siendo cada uno de nosotros una parte de ese
conjunto—, participaremos en el amor de Dios no como individuos, sino como
miembros de un conjunto orgánico, el cuerpo de Dios. De este modo, metáforas
que podrían ser individualistas quedan radicalmente socializadas cuando se
aplican al mundo. Además, tienen la capacidad potencial de ser politizadas, pues,
como imago dei, estamos llamados a cuidar; amar y amparar al mundo, a los
otros seres humanos y a la tierra. Que seamos o no madres o padres en nuestra
vida personal, que estemos o no enamorados de una persona o tengamos o no un
amigo o amiga, no tiene importancia: estas formas básicas del amor están
profundamente arraigadas en todos nosotros. El modelo de Dios como madre,
amante y amigo/a del mundo nos plantea una ética de respuesta y
responsabilidad hacia todos los seres humanos y hacia todas las formas de vida,
en la que nuestros profundos instintos parentales, eróticos y sociables puedan
socializarse y politizarse.

En resumen, creemos que los modelos personales de Dios para expresar la


relación entre Dios y el mundo son los que mejor conocemos, los que poseen una
mayor riqueza y verosimilitud y, por tanto, los que actualmente necesitamos.
Hemos propuesto las metáforas concretas de madre, amante y amigo/a, que
proceden de los niveles más profundos de la vida y están relacionadas con su
más plena realización, como posibilidades reveladoras para expresar una
comprensión inclusiva y no jerárquica del evangelio. Hemos defendido que el
objeto de este evangelio no son los individuos, sino el mundo, y hemos
propuesto que el mundo —el cosmos o universo— se contemple como cuerpo de
Dios.

Hemos intentado imaginar la promesa de la resurrección de la presencia


divina —«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo»— como una realidad de este mundo, como presencia de Dios en el
cuerpo de nuestro mundo. Hemos imaginado a Dios cuidando intensamente del
mundo y llamándonos también a nosotros a cuidar de él. Esta imagen es
radicalmente distinta de la de un rey resucitado y ascendido a los cielos en
relación con su reino; pero me parece particularmente apropiada para interpretar
la historia de Jesús de Nazaret como una sorprendente invitación a los últimos y
a los más pequeños, expresada en sus parábolas, en la mesa compartida y en la
cruz. Esa visión desestabilizadora, inclusiva y no jerárquica de plenitud puede
percibirse cuando concebimos el mundo como cuerpo de Dios en el que Dios
está presente como madre, amante y amigo/a de lo último y lo más pequeño de
toda la creación.

Tomado de Modelos de Dios. Telogía para una era ecológica y nuclear


Sal Terrae, Santander 1994, 109-153. Original de 1987.  

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