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Dios y el Mundo
Sallie McFAGUE
2
Considerar la resurrección de Jesús como expresión de la presencia de Dios en todo lugar y en
todo tiempo no puede, de ninguna manera, restringir esa presencia a la comunidad cristiana. La
metáfora del mundo como cuerpo de Dios está ligada, fundamentalmente, no a la resurrección de
Jesús, sino a Una interpretación de la creación (véase cap. 4, pp. 185-189). Para la comunidad
cristiana la resurrección es, sin embargo, una expresión poderosa y Concreta de esa realidad de la
creación. Otras tradiciones religiosas tienen sus particulares expresiones de esa misma realidad.
responsabilidad hacia todas las formas de vida, ¿de qué modo nos ayudaría el
contemplar el mundo como cuerpo de Dios?
Esta imagen, por radical que pueda parecer (a la luz de la metáfora dominante
del rey y su reino) para imaginar la relación entre Dios y el mundo, es muy
antigua y hunde sus raíces en el estoicismo y, elípticamente, en las Escrituras
hebreas. La noción sedujo a muchos, incluidos Tertuliano e Ireneo, y, aunque
apenas recibiera apoyo del platonismo o del aristotelismo, a causa del desprecio
que ambos manifestaron por la materia y el cuerpo (y, por consiguiente, no
pasara a formar parte de las corrientes principales de la teología, ni de la
agustiniana ni de la tomista), emerge a la superficie con gran fuerza en Hegel, así
como en las teologías procesuales del siglo xx 3. La tradición mística del
cristianismo ha mantenido esta noción implícitamente, aun cuando la metáfora
del cuerpo pueda no aparecer de manera explícita: «El mundo está impregnado
de la grandeza de Dios» (Gerard Manley Hopkins); «Hay comunión con Dios y
comunión con la tierra, y una comunión con Dios a través de la tierra» (Pierre
Teilhard de Chardin)4.
3
Para el tratamiento de algunas de estas tradiciones filosóficas véase Grace Jantzen, God's World,
God's Body, Westminster Press, Philadelphia 1984, cap. 3.
4
Gerard Manley Hopkins, «God's Grandeur», en Poems and Prose of Gerard Manley Hopkins,
Penguin Books, London 1953, p. 27 (trad. cast.: Poemas, Visor, Madrid 1974, p. 35); Pierre
Teilhard de Chardin, Writings in Time of War, William Collins Sons, London 1968, p. 14 (trad.
cast.: Escritos del tiempo de guerra, Taurus, Madrid 1967, p. 25).
metáforas que sugieran reciprocidad, interdependencia, solicitud y sensibilidad.
Propongo las de Dios como madre (padre), amante y amigo/a. Si imaginamos
que el mundo es una autoexpresión de Dios; si es un «sacramento» —presencia
externa o visible, o cuerpo— de Dios; si el mundo no es algo extraño frente a
Dios, sino expresión de su mismo ser, ¿cómo le responderá Dios y cómo
deberemos hacerlo nosotros? ¿No resultarán sugerentes las metáforas de
padre/madre, amante y amigo/a, con sus implicaciones de creación,
mantenimiento, preocupación apasionada, atracción, respeto, apoyo,
cooperación, reciprocidad? Si el universo entero es expresión del ser de Dios —
o, si se prefiere, de la «encarnación»—, ¿no nos encontramos entonces ante los
rasgos iniciales de una imaginativa representación de la relación entre Dios y el
mundo, especialmente apropiada como contexto para la interpretación del amor
salvífico de Dios en la actualidad?
El modelo monárquico
movimiento cristiano nunca abandonó la metáfora regia para Dios y la relación de Dios con el
mundo. La lógica de la soberanía, que supone que Dios emplea cualquier medio que sea preciso
para asegurar la realización de su divina voluntad, impregna en definitiva la criteriología total de la
cristiandad» («Scripture and Tradition», en (Peter C. Hodgson / Robert H. King] Christian
Theology: An Introduction to Its Traditions and Tasks, Fortress Press, Philadelphia 1985, p. 68).
6
Para un análisis de este punto, véase cap. 1, pp. 43-48.
Esta representación, aunque simple y anacrónica, pervive a pesar de sus
limitaciones, debido a su fuerza psicológica: nos hace sentirnos bien con Dios y
con nosotros mismos. Inspira fuertes sentimientos de temor, gratitud y confianza
hacia Dios y genera en nosotros un satisfactorio impulso, desde la culpa
execrable, hacia el alivio gozoso. Su misma fuerza es parte de su peligro, y
cualquier otra representación que intente reemplazarla deberá tener en cuenta su
atractivo. Muchos han criticado el modelo monárquico, que ha sido radicalmente
rechazado por gran número de teólogos contemporáneos 7. Mi crítica se centra
aquí en su incapacidad, como estructura imaginaria, para ayudar a una
comprensión del evangelio en tanto que visión desestabilizadora, inclusiva y no
jerárquica de plenitud para toda la creación. En este sentido, el modelo
monárquico tiene tres grandes fallos: Dios se mantiene distante del mundo, se
relaciona sólo con el mundo humano y controla ese mundo mediante el dominio
y la benevolencia. La relación de un rey con sus súbditos es necesariamente
distante: la realeza es «intocable». Es la distancia, la diferencia, la alteridad de
Dios, lo que se subraya con esta imagen. Dios como rey está en su reino —que
no es de este mundo—, y nosotros estamos en otro lugar, lejos de su morada. En
esta representación, Dios no tiene mundo, y el mundo no tiene Dios: el mundo
está vacío de la presencia de Dios, pues es demasiado humilde para ser
residencia real. El tiempo y el espacio no están llenos de Dios: los eones del
tiempo humano y geológico se extienden como un enorme vacío que retrocede a
su origen, carente de la presencia divina; los lugares singulares y amados de
nuestra tierra, así como el espacio insondable del universo, no son la casa de
Dios. Lo que hacemos por el mundo no es, en definitiva, importante en este
modelo, pues su soberano no lo habita como primera residencia, y sus súbditos
están advertidos de que tampoco se comprometan demasiado con él. El poder del
rey se extiende sobre el universo entero, desde luego, pero su ser no: se relaciona
con él externamente, sin formar parte de él, manteniéndose como esencialmente
diferente y distante.
7
Dorothee Soelle afirma que la religión autoritaria que representa a Dios como poder dominador
está detrás de la «obediencia» del nazismo y, por lo tanto, del holocausto judío (The Strength of the
Weak: Toward a Christian Feminist Identity, Westminster Press, Philadelphia 1984). John B. Cobb
Jr. y David R. Griffin consideran al Dios occidental clásico como «la moralidad cósmica», cuyo
atributo principal es el poder sobre las criaturas, más que el entusiasmo amoroso que conduciría a la
realización plena de todas ellas (Process Theology: An Introductory Exposition, Westminster Press,
Philadelphia 1976). Jürgen Moltmann se opone al «monoteísmo monárquico» del cristianismo, que
sostiene la jerarquía y el individualismo, e insiste, en cambio, en la necesidad de una doctrina
trinitaria, social, de Dios (The Trinity and the Kingdom of God, Harper & Row, San Francisco 1981
[trad. cast.: Trinidad y Reino de Dios, Sígueme, Salamanca 1983]). Edward Farley afirma que la
aplicación de metáforas regias a Dios ha alimentado la idea de «historia de salvación» y su «lógica
del triunfo» (Ecclesial Reflection: An Anatomy of Theological Method, Fortress Press, Philadelphia
1982).
Aunque, a primera vista, estas observaciones puedan parecer más una
caricatura que una descripción imparcial del clásico modelo monárquico
occidental, en realidad son el desarrollo lógico de ese modelo. Si las metáforas
tienen importancia, deberemos considerarlas seriamente en el nivel en que
operan, esto es, en el nivel de la representación imaginaria de Dios y del mundo
que proyectan. La aplicación a Dios de metáforas triunfalistas y regias tiene
consecuencias, y una de las más importantes es la idea de un Dios distante del
mundo y sin compromiso alguno con él. La lejanía de Dios y su falta de
implicación intrínseca en este mundo quedan subrayadas cuando el verdadero
reino de Dios es de otro mundo: Cristo es resucitado de la muerte para unirse al
Padre soberano —como también lo seremos nosotros— en el reino verdadero. El
mundo no es autoexpresión de Dios: el ser, la satisfacción y el futuro de Dios no
están conectados con nuestro mundo. No sólo el mundo está sin Dios, sino que
Dios, como rey y señor, no tiene mundo en ningún sentido, salvo en el más
externo. Sin duda, los reyes quieren que sus súbditos sean leales y que su reino
se mantenga en paz; pero eso no significa un compromiso interno, intrínseco.
Los reyes no tienen por qué amar —y habitualmente no lo hacen— a sus
súbditos o su reino; lo más que se espera de ellos es que sean benevolentes.
Una tradición visual tiene un lugar para los pájaros y para muchas más cosas;
si tenemos en cuenta los otros sentidos —el olfato, el gusto y el tacto—,
entonces, como escribiera Agustín en su libro 10 de las Confesiones, uno ama
«la luz y la melodía, la fragancia, el manjar y el abrazo» cuando ama a Dios. En
otras palabras, se abre al mundo en su totalidad: no sólo las palabras son
expresión de la presencia salvífica de Dios, sino que todo puede serlo 9. Puede
contemplarse el mundo como «cuerpo» de Dios. No es, pues, un libro la
Escritura; lo único que constituye el medio específico de la presencia divina,
sino que también el mundo es morada de Dios. Si una visión inclusiva del
evangelio debe incluir al mundo, es evidente que el modelo monárquico —que
no sólo no puede incluir al mundo, sino que es totalmente antropocéntrico y
excluye modelos alternativos— es lamentablemente inadecuado.
8
Gerard Manley Hopkins, «God's Grandeur», en Poems and Prose, p. 27 (trad, cast.: Poemas, p.
35).
9
La tradición oral que aquí se critica es, obviamente, sólo una versión, característica del
protestantismo, de una teología del Logos. Estoy muy agradecida a Rosemary Radford-Ruether por
un comentario sobre este punto en carta fechada el 16 de mayo de 1986, en la que escribe sobre «la
fuerte corriente que en el neoplatonismo cultiva una "piedad cósmica" hacia el mundo visible como
materialización de Dios, corriente que se encuentra en la teología hermética e incluso en Plotino y
en el Timeo de Platón. Esta tradición desemboca en la sacramentalidad cristiana, que considera el
conjunte del cosmos como sacramental, es decir, como encarnación del Logos divino. Esta es una
interpretación del Logos muy diferente de la ''palabra escuchada'', que está ausente. Es el Logos
como Fundamento del Ser encarnándose no sólo en los seres humanos, sino en todas las cosas
visibles. Habría que prestar más atención a esta antigua teología del cosmos, con una visión muy
similar a la nuestra».
Este modelo antropocéntrico es también dualista y jerárquico. No todo
dualismo es jerárquico; por ejemplo, en la idea china del yin y el yang se busca
el equilibrio, y ninguno de los dos principios se considera superior al otro, pues
no es deseable que haya preponderancia de uno o de otro. Pero el dualismo del
rey y los súbditos es intrínsecamente jerárquico y propicia un pensamiento
jerárquico y dualista, como el que ha alimentado numerosas formas de opresión,
incluidas (además de la que los humanos han ejercido sobre lo no humano) las
que surgen de las oposiciones masculino/femenino, blanco/de color, rico/pobre,
cristiano/no cristiano y mente/cuerpo. El modelo monárquico alienta una forma
de pensamiento que es perniciosa y lo impregna todo, en un momento en que el
modelo fundamental que se necesita es precisamente el opuesto. El modelo
jerárquico y dualista está tan extendido en el pensamiento occidental que,
habitualmente, no se le percibe como tal, sino que se piensa que ésa es,
simplemente, la forma de ser de las cosas. A muchos les parece natural que los
varones, los blancos, los ricos, los cristianos y la mente sean superiores; y sugerir
que han sido los seres humanos, bajo la influencia de poderosos modelos
dominantes, como el monárquico, los que han construido esas jerarquías
dualistas es, para esas personas, algo difícilmente creíble. O, por decirlo de
manera más sutil, aunque la tolerancia sea una virtud cívica contemporánea, y no
habría mucha gente que manifestase abiertamente que esos dualismos son
naturales, sí lo creen así en lo más profundo de sí mismos.
Y este hecho no cambia aun cuando el poder de Dios sea entendido como
benevolencia más que como dominio.
p. 275).
del significado de este modelo desde el punto de vista de Dios?; ¿cómo conoce
Dios el mundo, cómo actúa en él y cómo lo ama?; ¿qué se dice del mal en esta
metáfora? En el modelo monárquico, Dios conoce el mundo desde el exterior,
actúa sobre él, bien por intervención directa, o bien indirectamente, por medio de
los súbditos humanos, y lo ama de manera benevolente y caritativa. El
conocimiento, la acción y el amor de Dios son muy diferentes en la metáfora del
mundo como cuerpo de Dios. Dios conoce el mundo de manera inmediata, del
mismo modo que nosotros conocemos nuestros cuerpos. Se podría decir que
Dios está al tanto de todas las partes del mundo mediante una comprensión
interior. Además, este conocimiento es un conocimiento empático, íntimo,
«simpatético», más próximo al sentimiento que a la racionalidad 16. Es
conocimiento «por relación directa»; no es «información sobre». Así como
nosotros estamos íntimamente relacionados con nuestros cuerpos, así Dios —el
Tú más radicalmente relacional— está relacionado íntimamente con todo lo que
es. Dios se relaciona «simpatéticamente» con el mundo, así como nosotros nos
relacionamos «simpatéticamente» con nuestros cuerpos. Esto supone, desde
luego, una inmediatez y una preocupación en el conocimiento que Dios tiene del
mundo imposibles en el modelo rey-reino.
Por otra parte, ello supone que la acción de Dios en el mundo es igualmente
interior y solícita. Si el universo entero, todo lo que es y lo que ha sido, es cuerpo
de Dios, entonces Dios actúa en y a través del increíblemente complejo proceso
evolutivo físico e histórico-cultural que comenzara hace eones 17. Esto no
significa que Dios quede reducido al proceso evolutivo, pues Dios sigue siendo
siempre el agente, el sí mismo, cuyas intenciones se manifiestan en el universo.
No obstante, el modo en que se expresan estas intenciones es interno y,
consecuentemente, providencial, es decir, reflejo de una relación «solícita». Dios
no interviene en el proceso natural o histórico como un deus-ex-machina, como
ocurre en el modelo del rey, ni siente, simplemente, de manera caritativa hacia el
mundo. La sugerencia, sin embargo, de que Dios cuida del mundo como uno
cuida de su propio cuerpo, esto es, con un alto grado de preocupación
16
La mayor parte de los teólogos que utilizan la analogía yo-cuerpo/Dios-mundo hablan en estos
términos sobre el conocimiento del mundo por parte de Dios. Puesto que Dios está relacionado
internamente con el mundo, el conocimiento divino es un conocimiento inmediato, «simpatético».
Véase, v.g., Charles Hartshorne, «Philosophical and Religious Uses of "God"», en Process
Theology: Basic Writings, Newman Press, New York 1977, p. 109; Schubert Ogden, «The Reality
of God», en Ibid., p. 123; y Jantzen, God's World, God's Body, op. cit., pp. 81ss.
17
Comprender la acción de Dios como acción interior a todo el proceso evolutivo no significa que
algunos acontecimientos, aspectos y dimensiones no puedan ser más importantes que otros. Véase,
v.g., el análisis del «acto» de Dios de Gordon Kaufman en God the Problem, Harvard Univ. Press,
Cambridge 1979, pp. 140ss., donde distingue entre acto «maestro» (el proceso evolutivo total) y
actos «subordinados» (como el camino de Jesús a la cruz en tanto que componente esencial del acto
maestro).
«simpatética», no implica que todo esté bien o que el futuro esté asegurado, pues
con la metáfora del cuerpo Dios está en peligro. Sin embargo, confiar en un Dios
cuyo cuerpo es el mundo supone confiar en un Dios al que le interesa
profundamente el mundo.
Además, el modelo del mundo como cuerpo de Dios sugiere que Dios ama los
cuerpos: al amar al mundo, Dios ama un cuerpo. Esta idea lleva consigo un
marcado desafío a la larga tradición cristiana de oposición a lo corporal, lo
físico, lo material. Esta tradición ha reprimido la sexualidad sana, ha oprimido a
las mujeres como tentadoras sexuales y ha definido la redención cristiana de
forma espiritualista, negando así que las necesidades básicas, sociales y
económicas de los seres encarnados tengan que ver con la salvación. Decir que
Dios ama los cuerpos es restablecer el equilibrio para una comprensión más
holística de la realización. Esto equivale a decir que los cuerpos son dignos de
amor, sexual y de otro tipo; que el amor apasionado, lo mismo que la atención a
las necesidades de la existencia corporal, es parte integrante de esa realización.
Equivale a decir, además, que las necesidades básicas de la existencia corporal
—comida y vivienda adecuadas, por ejemplo— son aspectos fundamentales del
amor de Dios a todas las criaturas corpóreas, y que, por lo tanto, deberían ser
preocupaciones fundamentales de todos nosotros, colaboradores de Dios. En una
sensibilidad holística no puede existir la división espíritu/cuerpo: si ni nosotros
ni Dios somos incorpóreos, la denigración del cuerpo, de lo físico y lo material,
debería acabar. Tal división no tiene ningún sentido en nuestro mundo: espíritu y
cuerpo o materia son un continuum, pues la materia no es sustancia inanimada,
sino vibraciones energéticas en continuidad esencial con el espíritu. Amar los
cuerpos no es, por tanto, amar lo opuesto al espíritu, sino lo que es uno con él, y
el modelo del mundo como cuerpo de Dios lo expresa plenamente.
Esa identificación tiene lugar en la metáfora del mundo como cuerpo de Dios.
El mal del mundo, toda clase de mal, sucede en Dios y a Dios tanto como a
nosotros y al resto de la creación. El mal no es un poder enfrentado a Dios; en
cierto sentido, es «responsabilidad» de Dios; parte del ser de Dios, si se prefiere.
Una posición monista no puede evitar esta conclusión 18. En un proceso evolutivo
de carácter físico, biológico e histórico-cultural tan complejo como el universo,
tendrá lugar mucho de lo que desde distintas perspectivas se considera mal; y si
consideramos ese proceso como autoexpresión de Dios, entonces Dios está
implicado en el mal. Pero la otra cara de esta circunstancia es que Dios está
también profunda, palpable y personalmente implicado en el sufrimiento causado
por el mal. El mal sucede en y al cuerpo de Dios: el dolor que sienten aquellas
partes de la creación afectadas por el mal, también lo siente Dios, y lo siente
corporalmente. Todo dolor en cualquier criatura es sentido inmediata y
corporalmente por Dios: nadie sufre solo. En este sentido, el sufrimiento de Dios
en la cruz no duró unas cuantas horas, como en la antigua mitología, sino que es
permanente y está continuamente presente. Como cuerpo del mundo, Dios está
para siempre «clavado en la cruz», pues lo que ese cuerpo sufre, lo sufre también
Dios.
¿Equivale esto a decir que Dios está desamparado ante el mal o que no conoce
la alegría? No, pues el camino de la cruz, el camino del amor inclusivo y radical,
es una forma de poder, aunque muy diferente del poder del rey. Esto significa
que, a diferencia del Dios rey, el Dios que sufre con el mundo no puede acabar
con el mal: el mal no es sólo una parte del proceso, sino que su poder depende
también de nosotros, compañeros de Dios en el camino del amor inclusivo y
radical. Y lo que se afirma del sufrimiento puede decirse también de la alegría.
Dondequiera que en el universo haya nueva vida, éxtasis, serenidad y
realización, Dios experimenta esos placeres y goza con cada criatura en su
alegría.
Cuando vemos esta representación del mundo como cuerpo de Dios desde la
perspectiva que a nosotros nos corresponde, debemos preguntarnos si quedamos
reducidos a ser meras partes del cuerpo. ¿En qué consiste nuestra libertad?
¿Cómo se entiende aquí el pecado? ¿Cómo deberíamos comportarnos según este
modelo? El modelo no se adecúa plenamente a Dios, y tampoco a nosotros.
18
Esta posición no es distinta de la de Boehme, Schelling y Tillich, que consideran que, en algún
sentido, el mal tiene su origen en Dios. Sin embargo, desde una perspectiva evolutiva, la cuestión de
qué es el mal es tan compleja que afirmar que el mal tiene su origen en Dios significa algo muy
diferente de lo que puede significar en teólogos no evolutivos como los antes citados.
Parece especialmente problemático en lo referente al tema de la responsabilidad
y la libertad. En el modelo rey-reino, los seres humanos parecen tener al menos
alguna libertad, puesto que son controlados exteriormente, no interiormente. El
problema surge a causa de la naturaleza de los cuerpos: si somos parte del cuerpo
de Dios —si el modelo es totalmente orgánico—, ¿estamos entonces totalmente
inmersos, junto con todas las demás criaturas, en el proceso evolutivo, sin
ninguna trascendencia ni libertad? Parece, sin embargo —al menos así nos
parece a nosotros—, que somos una parte especial. Pensamos en nosotros
mismos como imago dei, no sólo poseedores de un cuerpo, sino también sujetos
agentes. Nos consideramos espíritus encarnados en el cuerpo mayor del mundo
que influye en nosotros y en el que nosotros influimos. Es decir, somos la parte
moldeada según el modelo yo-cuerpo Dios-mundo. Nosotros somos sujetos
agentes, y Dios posee un cuerpo: ambas facetas del modelo nos incumben a Dios
y a nosotros. Esto significa que no somos simples partes sumergidas del cuerpo
de Dios, sino que nos relacionamos con Dios como con otro Tú. La presencia de
Dios en nosotros, en y a través de su cuerpo, es una experiencia de encuentro, no
de inmersión. Si el amor salvador de Dios está presente en los seres humanos,
debe estarlo de forma diferente de como lo está en otros aspectos del cuerpo del
mundo, de una forma acorde con la clase peculiar de criaturas que nosotros
somos, a saber, criaturas con una especial libertad, capaces de participar de
manera consciente (así como de ser influidos inconscientemente) en el proceso
evolutivo. Esto nos confiere un status particular y una especial responsabilidad:
somos los únicos en ser como Dios; somos «yoes» que poseen cuerpos, y ésa es
nuestra gloria. Y es también nuestra responsabilidad, pues sólo nosotros
podemos decidir ser compañeros de Dios en el cuidado del mundo; sólo nosotros
podemos —como Dios— cuidar maternalmente, amar y amparar al mundo, el
cuerpo que Dios ha dispuesto para nosotros como presencia divina y como
hogar.
19
Jonathan Schell, The Fate of the Earth, Avon Books, New York 1982. Respecto a este párrafo,
estoy en deuda con Rosemary Radford Ruether.
nadie que fuera consciente de la realidad encarnada: el cosmos habría perdido su
consciencia.
Es obvio, pues, en qué consiste el pecado en esta metáfora del mundo como
cuerpo de Dios: en la negativa a ser parte del cuerpo, la parte especial que somos
en tanto que imago dei. Por contraste con el modelo rey-reino, en el que el
pecado es contra Dios, aquí el pecado es contra el mundo. Pecar no es negar
fidelidad al señor feudal, sino negarse a aceptar la responsabilidad de alimentar,
amar y amparar al mundo y a todos sus componentes. El pecado es la negativa a
darse cuenta de la radical interdependencia de uno mismo con todo lo que vive:
es el deseo de situarse aparte de todos los demás, como si no los necesitáramos o
como si ellos no nos necesitaran a nosotros. El pecado es la negativa a ser los
ojos y la consciencia del cosmos.
Podría ocurrir, desde luego, que ninguna de las dos fuera apropiada para
nuestro tiempo y para el cristianismo; de ser así, habría que proponer otras.
Nuestra profunda necesidad de una representación convincente y atractiva del
modo en que Dios se relaciona con nuestro mundo exige no sólo desconstruir,
sino también reconstruir nuestras metáforas, permitiendo que aquellas que
parezcan prometedoras tengan posibilidad de demostrar su validez. Con este
espíritu, continuamos nuestra teología heurística y metafórica, volviendo ahora a
los modelos concretos de Dios como madre, amante y amigo/a del mundo.
Pero, aunque pueda no ser deseable suprimir las imágenes personales de Dios,
sí puede, sin embargo, ser necesario. ¿Cómo pueden ser verosímiles las
20
Gordon Kaufman, Theology for a Nuclear Age, Westminster Press, Philadelphia 1985, p. 42.
21
Kaufman afirma a menudo en Theology for a Nuclear Age, op. cit., que son las imágenes
concretas de Dios las que influyen más profundamente en las actitudes y en la conducta, pero
fracasa al proponer el tipo de imágenes que podrían sostener su concepto «formal» de Dios como
aquel que «relativiza» y «humaniza». Debemos preguntarnos si su concepto de Dios tiene el
atractivo del modelo alternativo, el triunfalista o regio.
metáforas personales en nuestro tiempo? ¿No presuponen una concepción
externa e intervencionista de la relación entre Dios y el mundo? Aparentemente,
muchos no piensan así, pues además del movimiento que en los dos últimos
siglos se ha distanciado del modelo de la acción personal de Dios, también ha
existido un movimiento en sentido contrario. Por tanto, otra manera de ver la
historia teológica de los dos últimos siglos es como tendencia hacia la
consideración del yo del hombre y de su relación con el cuerpo como un modelo
—si no como el modelo fundamental— para imaginar a Dios y su relación con el
mundo. No son sólo místicos corno Teilhard de Chardin o teólogos procesuales
como Charles Hartshorne quienes insisten en ello, sino un número
sorprendentemente elevado de teólogos y desde una gran diversidad de
perspectivas22. Una razón fundamental para este cambio está en la interpretación
general de la persona, no como individuo material separado de los otros y del
mundo, con los que entra en relación por decisión propia, sino como ser-en-
relación en su naturaleza más radical y completa. El modelo, como apunté en el
primer capítulo, no es el de una máquina con sus partes independientes
relacionadas externamente, sino el de un organismo cuyos aspectos están todos
intrínseca e interiormente relacionados. La persona humana es el organismo más
complejo que conocemos y existe como un todo encarnado dentro de un
complejo orgánico, increíblemente rico, con partes, aspectos y dimensiones
mutuamente interrelacionadas e interdependientes. Ser persona, por tanto, no
consiste en estar exteriormente relacionado con otros seres individuales, sino en
ser parte —y, que yo sepa, la parte más sofisticada, compleja y unificada— de
22
Mi constatación aquí es ilustrativa, no exhaustiva. La posición de Karl Barth, el teólogo más
tradicional del panorama contemporáneo, sirve como recordatorio de que aquellos que rechazan a
un Dios personal van contra la más profunda convicción de la tradición judeocristiana. Ello no
significa de por sí que estén equivocados, pero nos sugiere que solo muy a regañadientes podríamos
renunciar a la idea de un Dios personal, y únicamente cuando se haya mostrado incapaz de expresar
el poder salvífico de Dios en nuestro tiempo. Entre aquellos que creen que un Dios personal no es
sólo defendible, sino perfectamente verosímil, está Charles Hartshorne, que ve a Dios como
ejemplo supremo de personalidad, pues Dios es de manera suprema relacional y, por tanto, el
«amor» es predicable «literalmente» de Dios (The Divine Relativity, Yale Univ. Press, New Haven
1948, p. 36); Schubert Ogden, que defiende que la tradición pregunta cómo un Dios impersonal
puede ser concebido en términos personales cuando Dios, como el único que está en relación con
todos los otros, es, fundamentalmente agente: un Tú («The Reality of God», en Process Theology,
ed. Cousins, p. 129); Maurice Wiles, que, aun considerando el concepto «padre» demasiado
individualista, encuentra la realidad personal en el origen de todo y ve el lenguaje del espíritu como
el mejor modelo para expresar la actividad de Dios como sujeto agente (Faith and the Mistery of
God, SCM Press, London 1982); Grace Jantzen, que en God's World, God's Body (op. cit., p. 17)
escribe: «Difícilmente puede una teología llamarse cristiana a menos que reconozca como
fundamental la naturaleza personal de Dios»; y la mayoría de los teólogos de la liberación, que
insisten en la naturaleza personal de Dios como «liberador» de los oprimidos, o como la «Diosa»
(véase, por ejemplo, la provocativa noción de Rosemary Radford-Ruether de «Dios/a», la Matriz
Primordial que crea y transforma la realidad, en Sexism and God-Talk, Crossroad, New York 1983,
cap. 2).
un conjunto orgánico que abarca todo lo que es. Si, por consiguiente, hablarnos
de Dios con metáforas personales, no estaremos hablando de un ser que se
relaciona exterior-mente con el mundo como, por ejemplo, un rey con su reino,
sino que estaremos concibiendo a Dios según el modelo de la parte más
compleja del todo que es el universo, es decir, según nuestro propio modelo. Hay
varios puntos que señalar en favor del modelo personal para la relación Dios-
mundo: es el que mejor conocemos, el que nos ofrece una mayor riqueza, aparte
de que el tipo de actividad divina en el mundo que sugiere es verosímil y
necesario para el tiempo que vivimos.
Tal vez sea simplista apoyarse en que el modelo personal es el que mejor
conocemos, pero los argumentos en su contra suelen pasar este hecho por alto Es
la única metáfora que conocemos desde dentro: nada podemos decir sobre Dios
con la ayuda de cualquier otro modelo que tenga para nosotros la misma
verosimilitud, pues no conocemos de la misma manera ningún otro aspecto del
universo, con el privilegio del que está dentro de él. La tradición dice que somos
imago dei, y eso significa, inevitablemente, que imaginamos a Dios a nuestra
imagen. Probablemente, si los delfines o los monos tienen alguna noción de una
realidad superior, la imaginen según el modelo que mejor conocen: ellos
mismos. Esto no está dicho en tono de burla, sino con el propósito de dejar claro
por qué las metáforas personales, es decir, las que están elaboradas sobre el ser
humano tal como lo entendemos hoy, resultan adecuadas para nosotros. Otra
manera de plantear el problema es considerar la alternativa al modelo personal.
Las metáforas no personales serían, o bien metáforas de la naturaleza (otros
animales o fenómenos naturales tales como el sol, el agua, el cielo, las
montañas), o bien conceptos de una u otra tradición filosófica (tales como «Ser
en sí mismo», «sustancia» y «fundamento del Ser»), que en alguna medida son
también, desde luego, metafóricos. Estamos limitados en cuanto a las formas en
que podemos configurar la relación Dios-mundo, y, aunque ciertamente
podríamos incluir un extenso número de metáforas de muy diversas fuentes,
parece insensato excluir la que mejor conocemos o relegarla a un plano
secundario, subordinándola a otras que conocemos peor.
También sería poco aconsejable por otra razón: de todos los modelos de que
disponemos, es el que posee una mayor riqueza. Esto no es orgullo
antropocéntrico, sino simplemente el reconocimiento de que, dado que somos las
criaturas más complejas y unificadas que conocemos, con lo que para nosotros
son misteriosas e insondables profundidades, somos el modelo más apropiado.
Dada la naturaleza de la teología heurística y metafórica, esto no equivale a decir
que Dios sea una persona o que el lenguaje personal pueda describir o definir a
Dios. Significa, más bien, que hablar de Dios con la ayuda de ese lenguaje y a
través de las imágenes que nos proporciona es una forma de referirse a él más
adecuada que otras. Es, por ejemplo, más interesante, iluminador y rico hablar de
Dios como amigo que como roca, aunque la frase «una fortaleza poderosa es
nuestro Dios» tenga un lugar en el discurso sobre Dios. Su lugar es, no obstante,
limitado, y la metáfora de la roca no acaba de tener la capacidad potencial de
elaboración que posee la metáfora del amigo. Hablar de la presencia salvadora
de Dios en nuestro tiempo con la sola ayuda de las imágenes del viento y la roca,
o con cualesquiera otras metáforas naturales, es pasar por alto la fuente más rica
de que disponemos: nosotros mismos.
23
De nuevo la documentación será ilustrativa más que exhaustiva. Los teólogos procesuales son
quizá los líderes en lo que a este punto se refiere —véase la obra de John B. Cobb Jr., Schubert
Ogden, Marjorie Suchocki y muchos otros—, pero encontramos una visión semejante de la acción
divina como acción radicalmente relacional e inmanente (aunque la analogía yo-cuerpo no sea
siempre explícita) en teólogos tan diversos como Paul Tillich, Karl Rahner, Pierre Teilhard de
Chardin, Gordon Kaufman, Langdon Gilkey, Maurice Wiles, Cárter Heyward y Grace Jantzen.
24
Schubert Ogden, «The Reality of God», op. cit., p. 129.148.
sugiere el modelo personal rey-reino. Por el contrario, sugiere, creo yo, que Dios
está presente en el mundo y al mundo como el otro, como el Tú, mucho más
parecido a una madre, amante o amigo/a que al rey o al señor. Las relaciones
intrínsecas e interdependientes que mejor conocemos son también las más
íntimas e interpersonales: son aquellas con las que da comienzo la vida, las que
la sostienen y la alimentan.
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Centrarse en estas metáforas no es, desde luego, negar la importancia de otros modelos
personales particularmente apropiados para nuestro tiempo, como el de Dios liberador, por
ejemplo. Ese modelo, sin embargo, ha recibido una gran atención, y sobre él se han
construido teologías. Las tres metáforas que yo quiero considerar han sido, en
comparación, dejadas de lado. Una relación humana básica que no trataré es la existente
entre hermanos. La «hermandad» de todas las mujeres con la Diosa ha recibido alguna
personal, habrá que considerar seriamente estos tres. Y así han sido considerados
por la mayor parte de las tradiciones religiosas, por la sencilla razón de que,
cuando las personas intentan expresar lo inexpresable, utilizan lo que tienen más
cerca y les es más querido: invocan las relaciones humanas más importantes.
Una relación humana fundamental, la del padre, ha recibido en nuestra tradición
una atención excepcional; las otras han sido, en el mejor de los casos,
desdeñadas y, en el peor, reprimidas. Pueden encontrarse sus huellas en la
Escritura y en la tradición, pero nunca han llegado a ser, o nunca se les ha dejado
llegar a ser, modelos fundamentales.
atención, como, por supuesto, la relación de todos los cristianos como hermanos y
hermanas unos de otros y con «Cristo como hermano». La insistencia en el modelo fraterno
en los círculos cristianos tiende a enfatizar la dependencia de los seres humanos respecto a
Dios en cuanto padre, así como la continuidad de la iconografía familiar como modelo
central. Mucho de lo que yo defendería como válido en los modelos de hermana y hermano
encaja mejor en el modelo de Dios como amigo/a.
Antes de dejar el tema de los modelos personales, y en especial de los que
hemos elegidos, hay que plantearse una última pregunta: ¿son tal vez demasiado
íntimos e individualistas? Ya nos hemos ocupado del asunto de la intimidad:
cuanto más íntimo, en el sentido de más cercano a las realidades más básicas de
la existencia humana, mejor. Sin embargo, una tendencia ascética ha impedido al
cristianismo reconocer la base física, y a menudo sexual, de muchos de sus
símbolos dotados de mayor fuerza, y su cautela al tratar del lenguaje erótico y
maternal en relación a Dios surge de este mismo puritanismo. Parte de la tarea de
la teología heurística es considerar lo que no ha sido considerado, especialmente
si las posibilidades de clarificar algunos aspectos de la relación Dios-mundo son
importantes, tal como, en mi opinión, ocurre con las metáforas de madre y
amante. (El modelo de amigo/a es menos problemático a este respecto; pero,
como veremos, hubo otras razones para su olvido).