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EL DERECHO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA DE LA RECONQUISTA

La irrupción sarracena es el gran acontecimiento que determina el principio de


la tercera época del derecho español. Fue tan grande el sacudimiento que esa
invasión produjo en España qué, a juzgar por los hechos aislados, hubiera
podido creerse que la España goda, con sus hábitos, sus leyes, su religión,
había muerto para siempre y que en su lugar surgía la España árabe,
enteramente distinta; pero no sucedió así: Un puñado de españoles se
agrupaban las montañas de Austrias, inaugura contra los Invasores una guerra
que dura ocho siglos después de los cuales reaparece la España goda y
cristiana para ocupar regenerada un alto puesto entre las naciones. Esos ocho
siglos forman el objeto de esta tercera época llamada por algunos feudal y que
con más exactitud se debe llamar de la reconquista desde que verdadero
feudalismo no existió nunca en España.

Vamos a dar principio a su estudio no si echar antes una Ojeda sobre las
causas que repararon la invasión de los árabes y que explica la rapidez con
que se verificó.

Cuando en 711 se presenta la raza árabe en las costas de España


apenas hacía medio siglo que el código visigodo regia como ley única y aún no
había habido tiempo para que se realizará la función que él iba preparando.
Existía, pues, todavía una numerosa población hispano - romana que sufría el
yugo de la raza goda y que veía con indiferencia una invasión que sólo
significaba para ella un cambio de señores. Sí a esto se agrega que los godos
habían tomado, junto con la civilización, el lujo y la molicie del mundo romano;
qué hubo una larga paz había enervado su energía y valor primitivos y que la
raza árabe, vigorosa y en el período de su virilidad iba, además, impulsada por
unas dogma religioso que la fanatizada, no debe sorprender la facilidad con
que Los Invasores consumaron la conquista del país.

No es no esto todo: La invasión musulmana fue el último golpe dado al


mundo antiguo y a la fuerza que más contribuyó a destruir la materialista
civilización romana, que aún se enseñoreaba del mundo. Mirándola bajo este
aspecto, se puede decir que tuvo un carácter de necesidad imperiosa y que
llenó una misión providencial.
Añadiremos que no contribuyó un poco a facilitar el establecimiento de la
dominación árabe, la política observada por los conquistadores, los cuales
dejaron a los españoles su religión, sus leyes y hasta la mayor parte de su
propiedad, cómo lo prueba la existencia los muzárabes, que no era otra cosa
que los descendientes de las familias cristianas, a quienes los sarracenos
habían dejado sus propiedades y permitido el culto de su religión.

Pero sí, merced a las causas indicadas, el poder de los musulmanes se


extendió rápidamente en España y si ellos no encontraron resistencia de parte
del pueblo, en cambio, la nobleza y algunos hombres esforzados se retiraron a
las montañas de Asturias y agrupados en torno, la bandera cristiana forman el
núcleo de la nueva nacionalidad, que desde Covadonga se extendió bien
pronto por aquellas conmarcas y dio origen a los reinos de Asturias, León Y
Castilla. Reunidos godos y españoles para combatir al enemigo común y
ocupado exclusivamente en guerra durante los primeros tiempos de la
reconquista, me pudieron contraerse a legislar, me querían separarse del
código que les recordaba la pérdida patria. No cabe duda que fuero juzgó fue la
ley común por la que se rigieron los nacientes reinos, quedando, al parecer,
alcanzaba así la unidad de derecho verificada, no obstante, esta unidad, más
bien fuerza de las circunstancias que por la voluntad y conveniencia general
muy pronto desaparece en la práctica, para dar lugar a la más extraordinaria
variedad.

En efecto, el carácter especial que reviste la reconquista parte activa que


en ella toman los pueblos y la necesidad en que los reyes se encuentran de
buscar en ellos apoyo contra las exigencias grandes, son causas de que se
conceda esos cuadernos de legislación especial, qué se llama Fueros Y Cartas
- pueblas y que introducen en el derecho español La inmensa variedad A qué
nos hemos referido. En la apariencia, el Fuero Juzgó continúa siendo la
legislación común; pero la autoridad de sus disposiciones casi desaparece ante
la multitud legislación foral. Este estado de contradicción legal comienza a
penas se inaugura reconquista y dura hasta el siglo XIII, esto es, hasta que,
habiendo adquirido el poder real la plenitud de su potestad bajo los reinos de
Don Fernando III y don Alfonso X, estos Reyes tratan de uniformar la
legislación. Sus esfuerzos no producen, sin embargo, todo el efecto deseado, a
causa de la oposición de la nobleza, del clero y de los mismos pueblos, celoso
todos de sus prerrogativas; y la verdadera unificación no comienza hasta la
época de los Reyes Católicos.

De lo que precede resulta que la tercera época se debe dividir en dos


períodos: El primero, de variedad absoluta, cuya forma externa se revela en los
Fueros municipales, Cartas- Pueblas, Fazañas Y Albedríos: Y el segundo, por
la tendencia a la unidad, qué caracteriza los trabajos legislativos de San
Fernando y don Alfonso el sabio. El primero principia con la reconquista y
termina en el siglo XIII; el segundo comienza en el siglo XIII y termina en el XV
con el reinado de Don Fernando y doña Isabel.

PRIMER PERIODO.- iniciada la reconquista, tomaron parte activa en ella


Los Reyes, los señores, el clero y el pueblo, todos los cuales estaban
profundamente interesados en su triunfo. Para apreciar este periodo es
indispensable conocer el carácter de cada uno de esos elementos y las fuerzas
que representan.

Monárquica era, cómo sabemos, la forma de gobierno de la España


goda ya reunirse los restos vencidos de los godos, no puede dudarse que
aceptarían esa misma forma, con tanta mayor razón, cuánto qué, para luchar
con éxito es necesaria la unidad de mando, mi dirección de poder; pero como
al mismo tiempo, era preciso que ese poder fuera confiado a quien tuviera las
dotes que las circunstancias requerían, la monarquía fue electiva en los
primeros tiempos de la reconquista. Puede también asegurarse qué fue
absoluta. Radicaba el Monarca el poder legislativo, el Ejecutivo y el judicial Y
sólo él tenía la jurisdicción, el derecho de batir moneda y la fonsadera o
derecho para obligar a los nobles y prelados a quienes había dado territorios,
para que acudiesen con su hueste al servicio militar.

La nobleza Ejerció considerable influencia en este periodo.


Constantemente en pie de guerra, tomó parte activa en la reconquista,
recibiendo en pago, de Los Reyes, grandes Mercedes y extensos territorios,
que la hicieron rica y poderosa y qué, naturalmente, le dieron grande influencia
en los Concilios, en las Cortes y en el Palacio, cuyos oficios ejercía. No pudo,
sin embargo, cimentar un poder fuerte y duradero, porque tuvo constantemente
como contrapeso de su poder a los dos elementos que vamos a ocuparnos.

El clero pierden parte de la ciencia y las virtudes ostentaba en la época


anterior y, cediendo a las circunstancias, cambia la pluma por la lanza y se
hace Guerrero. Derramando su sangre por el triunfo de la religión y la
independencia, se erige en un poder que contrabalanceada constantemente el
de los grandes, por más que los obispos y el alto clero tengan el mismo
carácter de grandes y ricos- hombres.

El pueblo, resto tal vez de los hispanos- romanos, conserva de estos el


municipio y, sí mantenerse ocioso en la lucha, combate al lado del Rey y de los
señores. Muy pronto comprendieron los reyes que el pueblo era el gran punto
de apoyo con que contaban para oponerse a las exigencias de La Nobleza y el
alto clero y comienzan a concederle franquicias, derechos y leyes especiales,
qué le sirve de medio para conservar su libertad y su independencia para
aumentar Su riqueza y poderío.

Los cuatros elementos que acabamos de examinar formaron los cuatro


brazos que constituyen las Cortes. Correspondían a los reyes convocarlas,
presidir las y presentar en ellas las peticiones que tenían por conveniente; la
nobleza, el clero o Estado llano, concurrían a íbera y decidir, conteniendo unas
veces a los reyes y uniéndose otras el pueblo a ellos para imponerse a los
señores y el clero.

Los pueblos se dividían en realengos, de señorío, behetría y de


abadengo, según que dependía directamente del Rey, de la nobleza, del poder
por ellos elegido o del clero; pero debemos notar que los reyes no se
desnudaron nunca por completo del dominio y señorío supremo.

Contrayéndonos ya que a las fuentes del Derecho en este periodo


resulta, qué dejamos expuesto, que ellas eran El Fuero Juzgó, Los Fueros
Particulares Y Cartas- Pueblas y las costumbres, que recibieron el nombre de
Fazañas Y Albedrío.

Hemos apuntado ya las causas por las que el fuero juzgó fue la ley
común durante los primeros tiempos de la reconquista; más, ese código había
sido formado para una nación constituida y para regir en tiempos normales y ni
los reinos estaban constituidos, ni las circunstancias eran normales. Aquellos
tenían que organizarse de una manera especial y muy distinta de la monarquía
goda, ya que su situación era muy diversa. En la lucha que por su
independencia sostenían los españoles, nadie estaba ocioso y, al propio tiempo
que todos querían sacar partido de sus trabajos y de sus sacrificios, era
necesario arbitrar medios para continuar con ventaja la reconquista.

A medida que los pueblos iba sacudiendo el yugo de los árabes y


entraba a formar parte de las nuevas nacionalidades, sentía necesidades
nuevas y distintas de las que experimentaban Cuándo se promulgó el Fuero
Juzgo, pidiendo nuevas leyes para satisfacerlas; y como los reyes
comprendieron cuán importante era aumentar el poder de los pueblos, ya para
estimular la guerra, ya para tener un elemento en que apoyar su poder, les
concedieron leyes y derechos especiales que varían de pueblo a pueblo y que
estaban contenidos en los Fueros Y Cartas- Pueblas.
El Derecho Español en el Primer Período de la Tercera Época

LOS FUEROS

Nos ocuparemos en el presente capítulo de los principales fueros que se dieron


en el primer período de la tercera época.

El primer Fuero digno de este nombre de que se tiene noticia es el de


León, dado en el Concilio que se celebró en esta ciudad el ario de 1020. Puede
considerarse como un cuadro de legislación general, eclesiástica y municipal y
contiene cuarenta y ocho cánones.

Trata este Fuero de los asuntos que deben llevarse a los Concilios, de la
adquisición de las iglesias, robos de los bienes de éstas, denuncias de los
homicidios cometidos en personas eclesiásticas, ante el merino del rey;
dispone que los homicidios, tomada esta palabra en el sentido de la pena
pecuniaria que se imponía por los delitos de muerte, y los rausos, o sea, las
composiciones por heridas, perteneciesen al rey; impone penas a los que
mataren a los alguaciles del rey; renueva la obligación de ir al fonsado, que era
lo mismo que ir a campaña; manda que en la ciudad de León y todos los
pueblos haya jueces nombrados por el rey.

Encargándose después de los privilegios de dicha ciudad, concede


derecho de asilo a los que se avecinden en ella; exonera a sus moradores del
rauso, la fonsadera, que era una contribución que redimía de ir a la guerra; la
mañería, que era otra contribución que, para poder testar, debían pagar los
pobres que no tenían hijos; y la minción o luctuosa, constituida por la mejor
cabeza de ganado que el señor debía dar al rey por la muerte de uno de sus
vasallos.

Proscribe después el fuero de sayonía, prohibiendo a los sayones y


merinos que entren violentamente en las casas; y prohíbe, igualmente,
demandar a las mujeres casadas en ausencia de sus maridos.

El Fuero de León se extendió a otros muchos pueblos, tales como


Villavicencio, Carrión y Llanes.
Medio siglo después que el anterior, se formó el celebrado Fuero de
Sepúlveda, capital de Extremadura. De .él existen dos colecciones: la primitiva,
escrita en latín, probablemente en 1076; y otra en romance, notablemente
aumentada.

Atribuyen algunos la primera al Conde Don Sancho García; mas otros


creen que ya existía en tiempo de Fernán González, García Fernández,
Sancho García y Don Sancho el Mayor. En cuanto a la segunda, parece del
tiempo de Don Sancho el Bravo o de Don Fernando IV y consta de 253
capítulos, insertos en cuarenta y ocho o cincuenta hojas de pergamino. Tiene
grandes puntos de afinidad con el Fuero de Cuenca.

Contiene el Fuero de Sepúlveda multitud de disposiciones notables, que


sirven para caracterizar esta época de la historia legal de España. Establece la
supremacía del vecino sobre el forastero hasta en los delitos, disponiendo que
si éste mata a un vecino, aunque sea en propia defensa, pague multa doble;
que nada pague el vecino matador en el mismo caso; y que si el forastero
homicida no tuvo la causa expresada, sea ahorcado o despeñado, sin que le
valga asilo.

Fijaba penas contra el que hería o mataba a moro o judío y contra éstos
si herían o mataban a un cristiano; designaba lo que el señor debía pagar por
la muerte de un vasallo, así como por las heridas o lesiones; penaba el
adulterio, el rapto y los delitos contra la castidad, contra la propiedad y los
daños causados en los campos; concedía a todo poblador el derecho de asilo,
no sólo por las deudas y fianzas, sino por los delitos; establecía el fuero de
troncalidad y la prescripción de las heredades por la posesión de un año y un
día.

Tan notable como el de Sepúlveda es el Fuero de Toledo, concedido a


esta ciudad y su territorio en 1118, por Don Alfonso VI. Reconoce cinco clases
en la población de Toledo: los muzárabes, los castellanos, los francos, los
moros y los judíos; permite a éstos que vivan según ley y concede fueros
especiales y privilegios importantes a cada una de las clases indicadas.
Pasando por alto muchos Fueros, como los de Avilés, Valencia, Zamora,
Alcalá de Henares y otros, ya que no es posible tratar de todos, vamos por fin
a dar idea, del de Cuenca, que es el más completo y perfecto de cuantos
existieron en Castilla y León. Más bien que como fuero municipal, puede
considerársele como un compendio de derecho civil y fue dado por Don Alfonso
VIII hacia el año de 1190. Contiene el Fuero de Cuenca cuarenta y cuatro
capítulos y en cada uno de ellos, excepto el último, un considerable número de
leyes.

Entre ellas merecen especial mención, las que mandan: que todo
domiciliado en Cuenca, sea cristiano, moro o judío, goce del mismo fuero; que
ninguno dé ni venda heredad ni raíz a hombre de orden ni monje; que todo el
que entre en orden lleve a ella sólo el quinto de sus muebles y no más; que el
resto de sus bienes pertenezca a sus herederos; que, en lo criminal, el que
mataré a alguno durante la feria, sea enterrado vivo debajo del cadáver; que el
homicida forastero no tenga asilo y sea despeñado; el ladrón pague el duplo de
lo robado y una multa al rey o sea despeñado; quemado el forzador de mujer
casada y el marido pueda matar a los adúlteros. Admite, finalmente, las
pruebas del hierro candente y el duelo.

Dando aquí por terminada la reseña de los fueros municipales, o sea de


la legislación que en este período se dio para el pueblo, pasamos a ocuparnos
de la Legislación consuetudinaria aristocrática, que aparece partir de las Cortes
de Nájera, celebradas en 1138, reinando Don Alfonso VII el Emperador y que,
con los títulos de Fueros de los fijo-dalgos, de las Fazañas y Albedríos,
compuso lo que se conoce con el nombre de Fuero Viejo. Muy digno de
notarse es que mientras en el período que nos ocupa se multiplicaron los
Fueros municipales de una manera prodigiosa, la Nobleza, que pidió y casi
obtuvo un Fuero nobiliario en las citadas Cortes, necesitó más de dos siglos de
lucha para que en 1348, se insertará en el título XXXII del Ordenamiento de
Alcalá, y en 1356, reinando Don Pedro de Castilla, se ordenara definitivamente
que se publicará el Fuero viejo.

Consta el Fuero viejo de cinco libros, divididos en títulos y éstos en


leyes. El libro primero fija los derechos del rey y de la nobleza, señalando,
como no, enajenables e inherentes a la corona, la justicia, la moneda, la
fonsadera, y el yantar (o derecho en el rey de cobrar una contribución para su
mantenimiento).

Establece la minción o luctuosa, tributo que ya hemos definido; declara


voluntario el servicio del vasallo; concede al rey el derecho de echar fuera del
país a cualquier señor; sanciona el duelo, prescribiendo reglas para su
celebración y determina los derechos del señor sobre el solariego.

El libro segundo trata del derecho criminal. Admite las composiciones


por homicidios, heridas, lesiones, mutilaciones, palabras injuriosas; señala
penas a los raptores y forzadores de mujeres; fija las causas por las que puede
hacerse pesquisas; y se ocupa, en fin, de las lesiones causadas a perros y
aves de caza y daños a los árboles.

El libro tercero se ocupa del procedimiento judicial. Habla de los árbitros,


alcaldes, voceros; de las demandas y emplazamientos; pena al demandante
que no prueba sus derechos; trata de las pruebas, de las sentencias, cobro de
deudas, prendas y fianzas. El título VII contiene una ley que faculta al acreedor
para tomar en prenda de propia autoridad a los solariegos del deudor moroso y
no darles de comer ni de beber, aunque se murieran de hambre.

El libro cuarto tiene por objeto la materia de los contratos. Dispone que
el hidalgo sólo pueda comprar y poblar heredades en pueblos en que fuese
devisero, esto es, poseedor de devisa, especie de señorío que tenían en
algunos lugares los fijosdalgo, en las tierras que habían heredado de sus
padres y demás ascendientes. Manda que las ventas se hagan públicamente y
de día, para que puedan los parientes ejercer el derecho de tanteo; y habla de
pescas en aguas ajenas, arrendamientos y labores de los molinos.

El libro quinto trata de la dote, según el sistema godo; de los


gananciales, nulidad de compras y ventas hechas por la mujer sin licencia del
marido; de las herencias, sistema troncalidad, modo de hacer las particiones,
guarda de huérfanos, permisión al mayor de diez y seis años para vender sus
bienes; pena con desheredación a la doncella contraiga matrimonio sin licencia
de sus parientes; y termina con un apéndice en que inserta varias fazañas.
Haciendo, para concluir, algunas observaciones generales acerca del
sistema foral y del período en que tuvo ori-gen, notaremos ante todo que si
fuéramos a enumerar todos los Fueros concedidos en este período,
hallaríamos casi tantos como pueblos.

Verdad es que en todos ellos había cierta unidad y que un solo Fuero
solía concederse a muchas ciudades, pueblos y lugares; pero esto no
disminuye en nada la variedad legislativa que el sistema foral mantuvo.

Por lo demás, las indicaciones que sobre los Fueros municipales


dejamos hechas, demuestran que ellos trataban de todos los ramos del
derecho, aunque tenían su mayor trataban bajo el aspecto político y social. Su
tendencia común fue dar vida, independencia y libertad a las municipalidades,
así como enriquecerlas y ponerlas en estado de luchar ventajosamente con la
nobleza y el alto clero.

En la parte civil tomaron mucho del Fuero Juzgo; mas, en la parte penal,
contienen una legislación bárbara, muy inferior a la de ese Código, si bien
conforme con el estado de España.

Sólo nos resta agregar que, al propio tiempo que se obtenían los fines
para que los que se habían concedido los Fueros y que la nación se
engrandecía, se sentía la necesidad de dar unidad a la ley, destruyendo así los
antagonismos entre los pueblos y preparando la unidad política. Esta tendencia
aparece en tiempo de San Fernando, quien transmitió a su hijo Don Alfonso el
cargo de realizarla; y en estos dos monarcas comienza el segundo período de
la tercera época.
EL DERECHO ESPAÑOL EN EL SEGUNDO PERIODO DE LA
TERCERA EPOCA

El estado social y político de España

La variedad absoluta que caracteriza el periodo anterior fue, durante él,


sostenida por las exigencias de una situación anormal, por la forma especial en
que se realizaba la reconquista y por el pensamiento político de los reyes,
interesados en elevar a los pueblos; mas, en el siglo XIII, el engrandecimiento
del poder real y de la monarquía, los progresos de la ciencia y las necesidades
del país, exigían un cambio radical de las instituciones.

Así lo comprendieron los reyes y los hombres más importantes de la


nación y se dedicaron con ardor a la grande obra de la unificación del derecho;
pero como no es posible cambiar en un momento dado las instituciones de un
país, ese pensamiento fue combatido por todos los elementos componentes de
la monarquía española, incluso los pueblos y merced a estos fueron estériles
los esfuerzos de San Fernando y Alfonso el sabio, así como los de sus
sucesores.

La nobleza, en efecto, apegada al Fuero de los fijosdalgo y al derecho


consuetudinario, que se traducía en Fazañas y Albedríos; el clero tratando,
apoyado en los cánones y decretales, de formar un estado independiente
dentro del estado social de la nación española; y el pueblo viendo en sus
fueros el elemento de su libertad y de su independencia; todos por su interés y
por el temor de que el poder absorbente del monarca mermase sus privilegios,
se opusieron directa o indirectamente a la obra emprendida por la monarquía.

A pesar de lo dicho, este periodo se diferencia mucho del anterior.


Aumentado el poder de la monarquía, reunidas las coronas de León y Castilla
en un solo monarca, minado el poder de la nobleza, ensanchados el poderío y
la riqueza de los pueblos, el elemento nobiliario va debilitándose de día en día,
hasta que en tiempo de los Reyes Católicos queda reducido a ser ornato del
trono. El pueblo, por el contrario, merced a sus fueros, a su participación en la
lucha y a su adhesión a los monarcas, conquista cada día nuevos derechos y
llega, antes que en ningún otro estado de Europa, a ser legislador, teniendo
voz y voto en las Cortes Españolas.

Los elementos constitutivos de la nacionalidad española son, en este


periodo, el monarca, el clero y el pueblo.

La monarquía, electiva en un principio, de hecho se había ido


convirtiendo en hereditaria, lo que por sí solo era un elemento de fuerza que,
unido a la extensión que tomaba el territorio y a las altas prendas de muchos
de los reyes de aquella época, la hacían fuerte y poderosa.

En tales condiciones, los reyes no hallan frente así otro poder


amenazante que la nobleza y tratan de destruirlo, o a lo menos de aminorarlo.
No tuvieron otro fin el deber impuesto por fuero a las municipalidades de
levantar huestes que auxiliasen al rey, asi en la guerra exterior y contra
infieles, como en la interior o civil; la administración de justicia otorgada solo a
los alcaldes nombrados solo por el pueblo o dados por el rey; la exención de
pena a los que destruyesen castillo o población de nobles, fundados en el
términos de las municipalidades; el ingreso a las cortes del tercer estado; la
creación de los adelantados de corte y de las provincias, merinos mayores y
menores, alcaldes de casa y corte y audiencias; y, en fin, la fundación del
Consejo Real.

Distintas opiniones hay acerca del origen del Consejo Real de la época
de su creación. Unos lo atribuyen a los reyes godos y buscan su origen en el
Oficio palatino; otros a San Fernando, algunos a Enrique II y otros, en fin, a
Don Juan I. De diversas opiniones, la más aceptable es la que atribuye la
creación del Consejo Real a Don Juan I, en 1385 aproximadamente. Doce
consejos componían ese Cuerpo, entre los cuales había cuatro letrados. Las
funciones de consejo eran meramente gubernativas y estaba presidido por un
gobernador.
Enrique III extendió el número de consejeros a diez y seis y Don Juan II
lo elevo a sesenta y cinco, dividiendo el Consejo en dos salas. Más tarde sufrió
otras alteraciones, de que oportunamente hablaremos.

En cuanto a la administración de justicia, hemos dicho ya que ella era un


atributo esencial del monarca, quien la ejerció por medio de jueces nombrados
por él y que recibieron los diversos nombres de adelantados, merinos mayores
y menores alcaldes de casa y corte. Esta organización se modificó con el
establecimiento de los tribunales colegiados que se conocen con el nombre de
audiencias. Algunos han atribuido equivocadamente su creación a Alonso XI,
siendo Enrique II quien las estableció y las Cortes de Toro de 1371 las
primeras en que se hace mención de los oidores.

Enrique II nombro siete oidores, de los cuales tres eran obispos y cuatro
letrados; los señalo los días de audiencia; les impuso la obligación de servir los
cargos por sí mismos y marco el orden y manera de proceder. Don Juan I
aumento a diez y seis el número de oidores, de los cuales diez eran letrados y
seis obispos, dio nuevas reglas para la sustanciación de los pleitos y fijo en
Segovia el asiento de la Audiencia. Dividióse ésta, durante la menor edad de
Don Juan II, constituyéndose una parte de ella en Sevilla; pero muy pronto
cesó esta separación.

Expuesto todo lo que se relaciona con el primero de los cuatro


elementos indicados, pasamos a dar idea del estado político y social de la
nobleza.

Turbulenta y ambiciosa, como en el periodo anterior, la nobleza lucha


con los reyes, tratando siempre de dominarlos; pero en este segundo período,
se encuentra ella frente a frente con dos poderes de gran importancia, que
contrarrestan sus esfuerzos y hacen que comience la época de su decadencia.

Nos referimos al clero, cuya tendencia era también a la dominación; y a


los pueblos, que trataban de conservar sus libertades.

Aquél y éstos se oponían constantemente a los deseos de los nobles y


prestaban su fuerza a los reyes para combatirlos. Así es qué, si la nobleza
conservó sus derechos en este periodo y consiguió verlos definidos y hasta
metodizados con la sanción dada por Don Pedro I, en 1356, al Fuero viejo, lo
cierto es que los fueros municipales y los derechos del pueblo mermaron
efectivamente los de la nobleza.

En este período surgen los mayorazgos, institución cuya tendencia fue


asegurar a la clase aristocrática grandes bienes y con ellos el poder y la
dominación; pero que puede considerarse como una prueba más de la
decadencia en que esa clase entraba. Ella fue fuerte y poderosa mientras el
valor fue el único elemento de engrandecimiento; mas, luego que al lado del
valor se colocó la inteligencia, la nobleza, menos instruida que el clero y el
pueblo, tiene que buscar su fuerza en la riqueza y en la vinculación.

Por lo que toca al clero, llega en este período al apogeo del poder.
Influido Alonso VI por sus mujeres y por los monjes de Cluni que, al dejar la
Francia para establecerse en España, llevaron a este país una legislación
desconocida en él, derogó la ley desamortizadora que había sancionado e hizo
nacer, contra la voluntad y los intereses de los pueblos, la mano muerta
eclesiástica. Tras el derecho de adquirir y vincular, estancando la propiedad,
obtiene el clero la exención de pechos, tanto reales como personales; la
ampliación extraordinaria del asilo sagrado, que se quiso hacer un derecho
inherente a la iglesia; la exención de la jurisdicción real, si bien al mismo tiempo
las leyes, especialmente las de Partida, mermaron la jurisdicción de los obispos
para aumentar la de los Papas.

Suceso digno de notarse, a propósito del punto que nos ocupa, es el


triunfo que en este período obtiene el Ultramontanismo. Con la introducción
de las Decretales y de Cánones y prácticas de otros países, la iglesia
española pierde su independencia para someterse a Roma y al Papado.

Esta dependencia aumenta de día en día, contribuyendo a cimentarla


las relaciones científicas de España con Italia; y el Ultramontanismo obtiene un
triunfo brillante en las Partidas de las cuales la primera es la sanción más
completa de cuanto se había ido preparando en ese terreno desde Don
Alonso VI.
Pasando, por fin, a ocuparnos del pueblo, cuarto de los elementos
constitutivos de la nacionalidad española, debemos decir que él alcanzó en
este período el más alto grado de preponderancia. La legislación especialísima
por que se habían regido los pueblos desde que se inauguró la reconquista,
tan a propósito para engrandecerlos; y la protección que los monarcas les
dispensaron, fueron causa bastante para que el pueblo adquiriese un poder tal
que le permite tomar asiento en las cortes, reservadas antes al alto clero y a los
ricos-hombres.

No fueron, sin embargo, las cortes la única base de la


preponderancia del pueblo. Antes que en ellas, buscó el verdadero elemento
de su poder y de su riqueza en los Consejo.

La mayor parte de los pueblos son1etidos a la dominación de la


antigua Roma tenían su municipio, esto es, un cuerpo administrativo nacido de
su seno e instituido como guardián de sus derechos y prerrogativas. Los godos
dejaron subsistir los municipios y en éstos, modificados por los tiempos y por
los acontecimientos, han creído ver algunos el origen de los Consejos. Entre
ambas instituciones hay, no obstante, diferencias que no permiten
confundirlas, tales como la de que los municipios eran cuerpos puramente
administrativos, mientras que los Consejos eran al mismo tiempo
administrativos, políticos y aún ejercían jurisdicción. Añadiremos que el
personal de aquéllos era permanente, al paso que el de éstos era amovible.

El verdadero origen de los Consejos se encuentra en la reconquista y en


el sistema foral. En estas causas, así como en las necesidades y manera
especial de ser aquella época, es donde también debe buscarse la razón de las
atribuciones de esos cuerpos.

Los Consejos, a cambio de las mercedes que recibían de los reyes por
la concesión de su legislación especial, contribuían al monarca y al Estado con
la moneda foreza, con pechos o contribuciones moderadas y sirviendo en el
ejército, ya contra los infieles, ya contra los demás enemigos de los monarcas y
de los pueblos, siendo soldado todo vecino.
El señor o gobernador y los alcaldes llevaban la enseña del Consejo y
juzgaban de los delitos cometidos en hueste; la jurisdicción civil y criminal y el
gobierno económico estaban depositados en el Consejo y se ejecutaban por
los jueces y alcaldes por él nombrados, ya el pueblo fuese realengo o de
señorío particular. Ningún miembro del Consejo podía ser emplazado en la
corte, fuera de los casos previstos expresamente, o en alzada; ni se admitía
demanda alguna que no hubiese sido sentenciada por los alcaldes foreros,
quienes, así como los jurados, eran nombrados por suerte y anual-mente. Para
atender a sus gastos, tenían los Consejos asignadas heredades, fundos y
bienes raíces, cuya enajenación era prohibida, y que se aumentaban con las
multas y penas, cuidándose singularmente de que sus términos estuviesen
perfectamente deslindados y amojonados.

En esos términos, propios exclusivamente del Consejo, nadie podía


establecer fortaleza, castillo, ni nuevas poblaciones, sin su expreso
consentimiento, ni adquirir territorios los señores, obispos, iglesias y
monasterios, a fin de que por ningún concepto se menoscabara la
independencia e integridad del Consejo. Estaba prohibido, también la
amortización por todo Fuero, como que la libertad en la propiedad, es uno de
los más poderosos elementos de riqueza y de engrandecimiento para los
pueblos.

Puede asegurarse que la base en que se asienta la poderosa influencia


de los Consejos, es la perfecta igualdad y bien entendida libertad civil que se
había concedido a todos los individuos y vecinos que los componían, sin
exceptuar a los judíos y mahometanos que se establecían en una población.

Al lado de los derechos de igualdad y libertad de que se gozaba en el


seno de los Consejos, podemos colocar el de la seguridad e inmunidad
personal de todos sus vecinos, que no podían ser castigados sin haber sido
antes oídos y juzgados en justicia; y ni al gobernador político, ni a otra persona
alguna, por alta que fuese, le era dado prender o desterrar a ningún vecino.

Finalmente, como complemento del carácter eminentemente libre y


popular de la institución que nos ocupa y de su poderío, no sólo los señores y
ricos hombres estaban sujetos al Fuero común del Consejo, sino que cualquier
miembro del común tenía el derecho de herir o matar al caballero a quien
encontrase haciendo violencia, estando también exento de pena el que hería o
mataba en justa defensa, por noble y grande que fuera el herido o muerto.

Por lo demás, como el poder de los comunes o Consejos, al mismo


tiempo que aminoraba el de los nobles, fortalecía el de los reyes, éstos le
dieron muy pronto entrada en las Cortes.

No está de más recordar que la participación del pueblo en las funciones


del gobierno no estaba limitada sólo a las Cortes, sino que en cierta forma
intervenía en los Ayuntamientos.

Las Cortes pretendieron tener un carácter popular, pero no siempre lo


consiguieron. Tenemos el ejemplo de Francia, donde por representar cierto
relativo gesto popular, los Estados Generales fueron suspendidos durante
mucho tiempo, reanudándose después de varios siglos, en época de Luis XVI,
cuando dichos Estados Generales decidieron tener una monarquía
constitucional y derribaron el poder de los Capetos.

En España, el fenómeno no fue tan duro, porque la autoridad real se


robusteció enormemente después de los Reyes Católicos y de Carlos V. Pero,
de todos modos, es indispensable recordar la diferencia entre esos
organismos, de bastante independencia en tiempo de la Reconquista, y los de
épocas más favorables al absolutismo, hasta culminar con las famosas Cortes
de Cádiz, que expidieron la Constitución del 12, con intervención de diputados
americanos.

Al lado de tales organismos de existencia precaria, coexistieron,


siempre, los Municipios, de organización típica en España.

El Cabildo fue una institución netamente popular, a pesar de que trataba


de guiarse por un sentimiento aristocrático en la designación de sus miembros.
Pero el mismo género de ocupaciones que tenían hizo que siempre
predominara ostensiblemente la influencia popular en él.
Cuando, más adelante, tratemos de América, veremos las
características sustanciales de los Municipios españoles, al trasplantarse a
nuestro suelo, objeto directo de este curso.

Por ahora, creemos necesario insistir en que el Municipio fue una de las
instituciones más típicas de España y que el sello popular de ellos singulariza
su fisonomía, en una edad poco propicia a tal linaje de instituciones.

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