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Tema 3.

EL DERECHO CRISTIANO ALTOMEDIEVAL: ELEMENTOS,


CARACTERES Y FUENTES

Sumario.
1. El Derecho altomedieval y el orden natural del mundo. 2. La ordenación de
la sociedad y el poder (Iglesia, reyes, nobles). 3. La pluralidad de ordenamientos
jurídicos en la Alta Edad Media hispánica; “reconquista” y repoblación. 3.1. La
pluralidad de ordenamientos jurídicos. 3.2. “Reconquista” y repoblación. 4. Elementos
formativos del Derecho altomedieval hispano. 4.1. En torno a la vigencia del “Liber
iudiciorum” visigótico. 4.2. Desarrollo de un Derecho autóctono y posible
revigorización de tradiciones jurídicas antiguas. 4.3. Derechos de aplicación personal.
4.4. La influencia del Derecho franco. 4.5. Feudalismo y Derecho feudal. 5. El sistema
de fuentes altomedieval. 5.1. La costumbre. 5.2. Cartas pueblas y fueros municipales.

1. El Derecho altomedieval y el orden natural del mundo

En los dos últimos siglos del Imperio se advirtió una tendencia moralizante,
influida por el cristianismo. Se llegó incluso a desplazar a la antigua voz ius por la
palabra del bajo latín derectum, que, derivada de derigo, implicaba en su origen la idea
de enderezar o poner en línea recta. Pero, por influencia estoica, este término comenzó a
emplearse figuradamente para denotar una cierta “disposición” o “ajustarse” a una regla.
Así, al término derectum se le atribuyó la función de señalar o de ordenar un cierto
camino recto en el obrar, visión que, reforzada por las ideas de una moral cristiana que
comenzaba a enseñar la existencia de un orden inmutable en el mundo identificado con
la bondad y rectitud divinas, acabó por consolidarse, de modo que en el bajo latín la voz
derectum recluyó casi al olvido a la tradicional ius.

La voz derectum fue tomada por las lenguas romances en el curso del medievo,
evidenciando el orden al que había de ajustarse la conducta humana, coincidente con los
designios de Dios y contraria al desorden o maldad.

El desplazamiento de la voz ius por la de derecho era sólo un signo de un


proceso más amplio y profundo. Un proceso que acabó por definir una cierta
concepción del mundo que campeó a lo largo de los siglos posteriores a la disolución de
la vida civil romana y que, en principio, hizo del mundo y del derecho unas realidades
indisponibles, en cuanto que ellas sólo pendían de Dios, quien, en palabras de San
Agustín, había querido que todas las cosas de su creación estuvieran perfectamente
ordenadas, de modo que este orden querido y realizado por Dios se identificaba con la
misma justicia y el derecho. Este padre de la Iglesia llegó a afirmar que “aquello que
Dios quiere es la misma justicia”, contenida en la ley eterna, única ley verdadera como
razón o voluntad divina, que mandaba conservar el orden natural y vedaba perturbarlo.

Había, pues, un orden natural de las cosas, que era el querido por Dios, cuya
voluntad era la misma justicia y el derecho, de modo que en el mundo no cabía a los
hombres más que ajustarse a él, porque así cumplían los designios divinos y, al hacerlo,
obraban la justicia, de modo que al derecho no le tocaba más que conservar el orden
natural.

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El éxito de la idea de orden natural del mundo también vino porque a través del
mismo se otorgaba una certeza a una vida cotidiana asaltada por la inseguridad (plagas,
hambre, violencias de guerras y pillajes, debilidad de los pobres y débiles frente a los
magnates, etc.). Esa idea de un orden natural querido por Dios permitía fundar y generar
diversos mecanismos para combatir el miedo y para procurar la firmeza y la seguridad:
1. El renovado uso del juramento, no sólo para garantizar la fidelidad del
pueblo a su rey, o de sus clientes y patrocinados a sus señores, sino para corroborar la fe
de los acuerdos entre particulares, o para garantizar la veracidad en los juicios.
2. El recurso a los juicios de Dios u ordalías para evitar la incertidumbre del
juicio humano y sujetarse a la justa voluntad divina, como la ordalía del agua hirviente
hispánica, cuya práctica consta desde mediados del siglo X en León, o la del hierro
rusiente recogida en el Fuero General de Navarra (siglo XIII).
3. La lid o duelo judicial, ampliamente extendida por toda Europa.
4. La propia constitución de la familia, que se convertía en un refugio frente a
un mundo exterior amenazante.

2. La ordenación de la sociedad y el poder (Iglesia, reyes, nobles)

La disolución de las instituciones políticas y administrativas en la parte


occidental del Imperio implicó que el poder imperial y sus estructuras y agentes en las
provincias desaparecieran paulatinamente, como ocurrió también con los poderes
locales de los antiguos municipios, de manera que la población dejó de tener la certeza
de sujetarse a unos mismos poderes ciertos y definidos.

En ese ambiente, la Iglesia y sus obispos se afirmaron como núcleos de poder,


al igual que los pueblos bárbaros que habían irrumpido en el interior del Imperio y se
habían instalado en el mismo, creando renovadas formas de poder. Así, en los siglos que
corrieron hasta concluir el primer milenio, acabaron por constituirse unas sociedades
nuevas en las que el poder aparecía especialmente fragmentado: la Iglesia, sus obispos y
monjes en unos campos ordinariamente temporales y no solo espirituales; un orden de
próceres y magnates de vieja raigambre romana y de las nuevas gentes bárbaras, que
tendería a fundirse en un solo sector superior; y unos reyes que, en una constante
dinámica de relaciones con la Iglesia y la nobleza, luchaban por afirmar su posición
sobre la población y el territorio de sus reinos.

Las diversas fuentes, desde el siglo V en adelante, daban cuenta de la


existencia de una sociedad medieval europea en la que aparecía, como constante, una
gran distinción: poderosos y débiles, aunque expresada con una terminología variable,
muchas veces dependiente del punto de vista desde el que se apreciaba la diferencia:
honestiores y humiliores, potentes y pauperes, o dominos y servi. Todas ellas dejaban al
descubierto la presencia de una minoría poderosa.

En ese escenario social se produjo, durante los cinco primeros siglos del
medievo, la instalación de la figura del rey, y la consiguiente noción del reino, pues
aquel fue otro de los poderes. Un rey y un reino que avanzarían, a lo largo de la Alta
Edad Media, desde unas concepciones originarias y exclusivamente ligadas a poderes
sobre las personas cimentados en la fidelidad personal, hacia unas realidades en las que,
sin que se perdiera la preponderancia de la fidelidad, el asentamiento sobre un cierto
suelo ya definitivo las movió a asumir unas determinadas formas de dominación y
señorío sobre el territorio.

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De entre los caracteres de los reyes y los reinos de estos siglos iniciales del
Medievo, interesa destacar tres aspectos:
1. La difusión de una imagen cristiana del rey, junto a un discurso legitimador
y a unos dispositivos políticos coherentes con él.
2. La estrecha dependencia y vinculación entre el rey y el sector dirigente o
“noble” de su reino.
3. La especial posición que, como consecuencia de los dos aspectos anteriores,
asumió el rey de cara al derecho en su reino.

Los reyes, durante los primeros siglos del Medievo, sin perjuicio de su
inserción en el orden cristiano de las cosas del mundo, se movieron sobre dos puntos de
legitimación de cara a sus pueblos: de un lado, la pertenencia a una cierta familia
dominante y, de otro, una determinada relación de consenso con el orden de los nobles
de sus reinos, que actuaban directamente en su elección o asentían la designación de un
sucesor.

Entre los reyes y los nobles de su reino mediaban múltiples y diversas


relaciones que tenían en su base la fidelidad y que condicionaban los dispositivos a
través de los cuales se ejercían los poderes en el reino. Esas relaciones de fidelidad
estuvieron, desde temprano, vinculadas a beneficios económicos.

En los últimos decenios del siglo X comenzaron a advertirse ciertos hechos,


usos y costumbres novedosas en algunas regiones de la cristiandad occidental, que
empezaban a redefinir las relaciones personales entre los reyes y los nobles.
Aparecieron los castillos, que se convirtieron en centros de un señorío que comenzó a
asumir poderes económicos, judiciales y políticos sobre la población que estaba sujeta
al señor del castillo; empezaron también a surgir los primeros feudos, jurídicamente
entendidos como pactos en que se fusionaban, de una parte, el “beneficio” y, de otra, el
“vasallaje”, es decir, una especial relación de lazos de fidelidad entre nobles, uno de los
cuales concede al otro un beneficio, inicialmente de tierras u otros bienes; quien recibía
el beneficio prestaba vasallaje, es decir, se comprometía bajo juramento a prestarle una
serie de servicios, iniciándose, de este modo, la formación de una compleja red de
relaciones entre los reyes y los nobles, que se desarrollará plenamente en los siglos
posteriores al primer milenio.

3. La pluralidad de ordenamientos jurídicos en la Alta Edad Media


hispánica; “reconquista” y repoblación

3.1. La pluralidad de ordenamientos jurídicos

La conquista de la mayor parte de la Península Ibérica por los musulmanes a


principios del siglo VIII acarreó la pérdida de la unidad política y jurídica
trabajosamente conseguida por romanos y visigodos. A la nueva realidad dual de su
concepto, Hispania cristiana e Hispania musulmana o Al-Andalus, se sumó todavía la
partición de la primera en nuevas unidades políticas al calor del rebrote pujante de los
viejos particularismos indígenas. El resultado fue la formación de diversos reinos con
ordenamientos jurídicos diferentes, sin duda la nota más característica del Derecho
hispánico medieval.

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Ahora bien, si la falta de un poder unitario, capaz de cohesionar los pueblos de
la Hispania cristiana, facilitó su disgregación en los grupos familiares o tribunales
antiguos (astures, cántabros, vascones...), la creación de nuevas monarquías populares
en Asturias o Navarra, y la dependencia de los condados pirenaicos de la marca
hispánica del Imperio Carolingio, permitió atenuar los efectos de esta disgregación;
contenida, asimismo, en el campo jurídico, por la pervivencia del Liber Iudiciorum
como ley común de la monarquía asturleonesa, de los mozárabes de Al-Andalus y de los
hispani, acogidos al régimen de confesionalidad de los musulmanes o al de personalidad
de los francos.

Pese a ello, se dejó sentir con fuerza la nota de pluralidad de los


ordenamientos jurídicos de la Hispania cristiana, no sólo por su misma multiplicidad
sino por la aparición de nuevas costumbres o la renovación de otras antiguas en el
ámbito familiar y local propio de la época. Estos ordenamientos consuetudinarios, en
parte contra legem y en parte complementarios del Liber Iudiciorum, todavía se
fraccionaron en diversos círculos estamentales (nobles, eclesiásticos...), étnicos
(francos, hispani...) y religiosos (judíos, mudéjares...) característicos de la sociedad
cristiana, dando una imagen de extrema diversidad jurídica al conjunto de reinos que
formaban la Península Ibérica.
3.2. “Reconquista” y repoblación

Tal y como se ha descrito en el Tema 2 (vid. Derechos religiosos, IV, Derecho


musulmán), los musulmanes atravesaron el estrecho de Gibraltar en el 711, originando
el final del reino visigodo de Toledo, que se había creado hacía más de un siglo con
Leovigildo. La derrota musulmana en la batalla de Poitiers (732), en el norte de Francia,
y el retroceso paulatino de los musulmanes hacia posiciones cada vez más meridionales
provocó que en las cordilleras cantábrica y pirenaica de la Península Ibérica fuesen
apareciendo diversos núcleos cristianos de resistencia, en un proceso que se ha
denominado “Reconquista”. El término ha sido discutido por la historiografía –de ahí
que el entrecomillado–, que lo ha considerado inexacto por varias razones:
a) la conversión masiva de los hispanos de Al-Andalus al Islam y el escaso
aporte poblacional de origen exógeno, africano u oriental.
b) La diversidad de los reinos cristianos, las luchas entre ellos mismos, y las
fronteras fluctuantes no concuerdan con la unidad territorial del antiguo reino visigodo.
c) La pretendida “Reconquista” es un proceso excesivamente dilatado en el
tiempo –siete siglos– como para responder a un proyecto continuado y unitario. Incluso,
con el derrumbe del Califato (comienzos del siglo XI), los reinos cristianos mantienen
una política de parias (dominio tributario) sobre las taifas, que frenó la expansión sobre
territorio musulmán.

El progreso de los reinos norteños hacia el sur fue desigual, tanto en las fases
en que se desarrolla como en los territorios conquistados. En cualquier caso, el inicio de
este proceso suele situarse en el año 718 (victoria del magnate visigodo don Pelayo,
huido desde el sur, en la batalla de Covadonga). Entre los siglos XI y XII, el final del
Califato y la aparición de los reinos musulmanes de taifas facilitaron el avance cristiano
por la Meseta norte y el valle del Ebro. El avance fue desigual: mientras que la Ribera
tudelana no se conquistó por el rey navarro-aragonés, Alfonso I el Batallador, hasta
1119, los castellanos lograron tomar Toledo en 1085. La reacción musulmana
impulsada desde el norte de África –los almorávides primero y los almohades después–,
frenaron la progresión cristiana. En 1212 los diferentes reinos cristianos conciertan una
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alianza para penetrar en la Andalucía musulmana. El triunfo en la batalla de Las Navas
de Tolosa (Jaén) permitió la rápida conquista del sur peninsular, salvo el reino de
Granada, que sobrevivió hasta 1492.

A la “reconquista” siguió la repoblación de los territorios ganados al Islam.


La repoblación fue consecuencia de la fuerza expansiva de los núcleos cristianos y, más
adelante, provino de las conquistas militares a gran escala que llevaron a cabo los
diferentes reinos. Tuvo importantes consecuencias en el ámbito político, económico y
cultural (por ejemplo, la expansión de las lenguas romances en el territorio: se debe a la
repoblación la creación del dominio lingüístico galaico-portugués, castellano, catalán –
en la Catalunya nova, Valencia y las islas Baleares– e, incluso, del euskera en la Rioja
alta e incluso en algunas zonas orientales de Burgos).

En una primera etapa, tuvo una gran influencia la repoblación privada,


protagonizada por hombres libres de cualquier clase social y religión deseosos de un
mayor desahogo económico que sería posible en las zonas fronterizas. Buscaban tierras
sin dueño, formando aldeas cuyo nombre recordaba la ascendencia de sus fundadores
(Villavascones, Villagallegos…). Vino después la repoblación oficial, dirigida
directamente, y en ocasiones personalmente, por el rey. Se realizó mediante el
otorgamiento de cartas pueblas, que recogían los derechos y privilegios del colectivo
que se instalaba en el lugar repoblado. En los primeros años de la “reconquista”, la
repoblación oficial no tuvo mayor trascendencia, pero a partir del siglo XII, la dirección
de los monarcas de la empresa repobladora fue ganando protagonismo, situándose al
mismo nivel que la dirigida por las órdenes militares, mientras que desaparecieron casi
por completo la repoblación concejil y privada. Esta forma de repoblación también
podía ser monacal, eclesiástica o laica. Supone que el rey confiaba la empresa
repobladora a un magnate o institución. Se halla en el origen de grandes dominios
señoriales y monacales.

Desde mediados del siglo XI la actividad repobladora llegó a Castilla la


Nueva, el valle del Guadalquivir, Tarragona, el valle del Ebro, y el levante y sur de
Portugal. Ahora no se trataba de ocupar tierras yermas, sino de asegurar el dominio de
zonas que ya estaban pobladas por musulmanes o mozárabes. Encontramos en esta fase
dos tipos de repoblación: 1) La concejil, dirigida por los municipios, al amparo de las
posibilidades que les ofrecían sus fueros, como ampliación de las cartas pueblas. 2) La
repoblación de las Órdenes militares que se habían creado en el siglo XII. Los
monarcas recurrieron a su auxilio para repoblar los amplios territorios de la mitad sur de
la Península.

4. Elementos formativos del Derecho altomedieval hispano

Expuestas ya las bases o factores de índole varia, predominantemente


políticas, económicas y sociales que condicionaron la formación y desarrollo del
Derecho de la “reconquista” y de la repoblación, podemos abordar el estudio de la
caracterización general del mismo, para ocuparnos más tarde de su sistema de fuentes.
Es preciso advertir, de antemano, la nota de acentuada complejidad que presenta el
Derecho hispánico medieval reflejada, ante todo, por su doble vertiente, de un Derecho
hispano-musulmán y un Derecho hispano-cristiano. Pero aún prescindiendo del primero,
debe señalarse que lo que consideramos como Derecho de la zona cristiana ofrece ya de
por sí una extremada diversidad y pluralismo. Esta característica no queda explicada tan

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sólo en atención a la existencia de diferentes territorios como formaciones políticas
independientes, que hacen pensar ya, en principio, en diferentes sistemas jurídicos,
propios e independientes también, sino que más allá de esta diversidad política o
territorial, las diferentes regiones o comarcas y aún las diferentes localidades pudieron
contar, de una manera más o menos completa o parcial, con ordenamientos peculiares y
específicos de tales regiones o comarcas. Así, pues, la nota de particularismo parece
sobresalir en la caracterización del Derecho medieval peninsular.

4.1. En torno a la vigencia del “Liber iudiciorum” visigótico

El Liber iudiciorum o Liber iudicum (Libro de los juicios o de los jueces) fue
promulgado en el año 654 por el monarca hispano-godo Recesvinto para el reino
visigodo de Toledo, que por aquellos años se extendía a todo el conjunto peninsular.
Escrito en latín, es una ambiciosa y completa recopilación de leyes de monarcas
visigodos que estaban todavía vigentes en la fecha de publicación de este cuerpo de
normas. Constituye el punto final de la tradición histórica del derecho visigodo. Está
dividido en títulos, y éstos en 515 leyes o capítulos. Algo más de 300 provendrían del
Código de Eurico y, el resto, correspondían a los precedentes monarcas hispano-godos
Sisebuto, Recaredo, Chindasvinto y Recesvinto. La obra estaba destinada a la práctica
judicial, y se componía mayormente de leyes de Derecho penal, civil, mercantil y
procesal. El texto seguía el orden sistemático del Código justinianeo, con un contenido
muy romanizado. Fue revisado en dos ocasiones, añadiendo nuevas leyes, en los
reinados de de Ervigio (681) y Égica (693).

El Liber Iudiciorum, como cristalización del Derecho legal del reino visigodo,
llegó a ser ley común del mismo desde su promulgación recesvindiana, pero se discute
si el Liber iudiciorum se aplicó o no en la convulsa monarquía visigótica.

Fuera como fuere, la importancia práctica de esta fuente radica en la vigencia


de esta compilación en los primeros reinos cristianos, con mayor o menor intensidad
según territorios y según épocas, bien con una vigencia directa de su propio texto, bien
como una fuente inspiradora de nuevos textos y ordenamientos legales. Desde luego, la
persistencia de la ley visigoda en los primeros tiempos de la “reconquista” no hay que
concebirla como efecto de una explícita formulación oficial por parte del naciente poder
público, sino más bien por obra de la tradición, mantenida como inercia o rutina en la
aplicación cotidiana del Derecho. Menos debe pensarse en que se tratara de una
aplicación absoluta y total de su contenido normativo, antes bien, de índole relativa,
parcial, condicionada. En líneas generales, vendría a constituir como un fondo común o
supletorio del nuevo Derecho, que lentamente se iría gestando al calor de las nuevas
situaciones vitales de manera más popular y espontánea.

Consta que durante la Alta Edad Media se aplicó en Cataluña y en el reino


astur-leonés a partir de la conquista de León. Es dudosa su vigencia en el reino de
Pamplona, en el de Aragón, y en Castilla la Vieja.

La aplicación del Liber en los territorios de la Cataluña Vieja (entre Pirineo y


Llobregat) podría explicarse, (aparte de la tradición de una anterior vigencia positiva
durante la época visigoda, como zona más romanizada e integrada en la estructura
oficial,) por no haber experimentado aquellos territorios una sensible crisis del poder
público, al pasar del dominio visigodo al carolingio casi sin solución de continuidad.

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Los francos, que profesaban el personalismo jurídico, respetaron el Derecho de los
hispani, los hispano-godos acogidos a su dominación, que se cifraba en el viejo Liber
Iudiciorum. La aplicación del mismo en buen número de sus disposiciones perduraría en
Cataluña hasta bien entrado el siglo XIII (desplazado entonces por el Derecho común), e
informaría algunos códigos territoriales o locales del país. El conocimiento y difusión
del Liber copiosamente atestiguados en el plano documental y bibliológico ofrece un
calificado exponente en la existencia de una versión catalana del mismo (siglos XI ó
XII) conservada tan sólo de manera muy fragmentaria.

La profesión del Liber Iudiciorum por parte de las comunidades mozárabes


integradas en el mundo musulmán aparece como una reacción conservadora, propia de
los grupos que habían de vivir en un medio aislado y extraño, constreñidos por ello a un
mayor apego a la tradición propia. Los mozárabes andaluces y toledanos, respetados en
su religión y en su Derecho mantuvieron celosamente la vigencia del Liber en sus
relaciones jurídico civiles (al igual que la colección canónica Hispana en la vida
eclesiástica) y ayudaron a su difusión en las zonas del norte cuando emprendieron la
emigración hacia las mismas.

La zona del noroeste peninsular presenta una significación muy destacada


como área jurídica visigótica. En Asturias la restauración de la ley gótica tanto en lo
civil como en lo eclesiástico por uno de sus primeros caudillos, Alfonso II (791-842) al
organizar la corte en Oviedo, revistió un carácter político, el de legitimación de la
naciente monarquía mediante su entronque con la visigoda. Pero en realidad, esta
afirmación neogótica se consolidó un siglo después, al trasladarse la corte a León y
convertirse esta ciudad y región en centro de la nueva entidad política gracias,
principalmente, al considerable aflujo de mozárabes del sur, que repoblaron el territorio
leonés e implantaron en el mismo la vigencia jurídica del Liber, mantenido en sus sedes
de procedencia. Esta vigencia, que alcanzaba asimismo a Galicia y Portugal, fue intensa
y duradera en el centro del reino de León, hasta el punto de constituir el Liber
Iudiciorum como su ley general y tenerse por tal durante toda la Edad Media. Un
aspecto interesante de tal vigencia lo refleja el prolongado funcionamiento del Juicio del
Libro en la capital leonesa, tribunal así llamado por juzgar exclusivamente a tenor del
Liber Iudiciorum en las apelaciones procedentes de León y Galicia.

En cambio, hay que registrar la menor vigencia o aplicación de la ley goda en


los territorios comprendidos entre León y Cataluña. Así, Castilla la Vieja, avanzada
fronteriza del reino leonés, distanciada geográfica y políticamente de la corte, ofrece
una tónica jurídica francamente contrapuesta a la de León. Debe recordarse que aquella
zona castellana había sido repoblada con cántabros, autrigones y vascones procedentes
de sectores no romanizados ni visigotizados que, de manera espontánea, accedieron a la
libre propiedad en zona de peligro y organizaron su vida política al margen del poder
oficial. Por ello, la independencia del condado de Castilla respecto al reino de León, con
sentido de franca oposición popular a la mentalidad gótica de la aristocracia dirigente
del mismo, aparece envuelta en una actitud jurídica de resistencia a regirse por el Liber
leonés (expresada de manera algo mítica en la leyenda de los primeros jueces castella-
nos que quemaron en Burgos el ejemplar del Liber recibido de la corte de León). La
vigencia de la ley gótica en el viejo rincón castellano fue prácticamente nula en el
período altomedieval.

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Tampoco parece que lograra una vigencia apreciable la ley gótica en los
territorios de Navarra y Aragón, poblados con gentes del Pirineo, es decir, de sectores
aparta-dos también de la acción romanizante y visigotizante en épocas anteriores. Sin
embargo, es posible detectar en los primeros textos locales o comarcales de estos reinos
huellas de un conocimiento del Liber por parte de sus redactores, que podría hacer
pensar en cierta aplicación del mismo, aunque muy precaria y limitada a círculos
reducidos.

Durante la Baja Edad Media, el Derecho visigodo, si es cierto que pierde


terreno en alguna zona (así en Cataluña y Portugal), mantiene decididamente su
vigencia en el antiguo territorio leonés y va a prolongarla, ya desde el estrato oficial de
la corona castellano-leonesa, no sólo como fuente inspiradora de nuevos textos forales
(Fuero de Soria y, sobre todo, el Fuero Real de Alfonso X el Sabio, de amplia
expansión por la parte septentrional del reino unido), sino especialmente por su
espectacular extensión hacia los nuevos territorios meridionales incorporados al mismo
en el siglo XIII. Semejante fenómeno puede explicarse por el incremento del poder real,
que pudo dirigir y encauzar la restauración de estas zonas, pero también porque en las
mismas se operó sobre comunidades mozárabes de antiguo arraigo (sobre todo en
Toledo, que dio la pauta para las ciudades andaluzas) carentes de otro Derecho especial
anterior. Esta general vigencia del Liber en el norte y en el sur de la corona castellano-
leonesa, avanzada ya la Edad Media, dio origen a diversas traducciones del mismo a las
lenguas romances (castellano y gallego), rematadas por la efectuada, al parecer por
mandato oficial de Fernando III el Santo (1217-1252) para las ciudades del sur. Tales
versiones romances adoptaron el nombre de Fuero Juzgo y tomaron como base la
redacción vulgata, aunque a veces presenten diferencias importantes entre el texto
original y la traducción romance.

4.2. Desarrollo de un Derecho autóctono y posible revigorización de


tradiciones jurídicas antiguas

Junto a esta continuidad de la legislación visigoda, debe registrarse otro


importante elemento en la conformación del Derecho medieval hispano y de su peculiar
fisonomía. Se trata, en efecto, de la aparición de un Derecho nuevo, notoriamente
discrepante y aún francamente opuesto al contenido en el Liber visigodo y caracterizado
por una nota de acentuada rudeza y primitivismo, con una base eminentemente
popular y consuetudinaria. Sin embargo, podemos afirmar que la caracterización
precisa, la naturaleza y la explicación de este elemento jurídico nuevo (reflejado sobre
todo en los abundantes documentos de aplicación del Derecho de los siglos
altomedievales y en los primeros fueros municipales) constituye todavía un enigma en
la Historia del Derecho.

La doctrina ha discutido sobre si se trata de un Derecho autóctono, fruto de las


nuevas situaciones de la época medieval, o la de una mera continuidad del complejo de
ordenamientos consuetudinarios mantenidos subterráneamente durante la época
visigoda y revigorizados en los primeros siglos de la Reconquista.

Es lógico, pues, que atendiendo a las nuevas situaciones aludidas, derivadas de


la crisis política provocada por la destrucción del reino visigodo y de la nueva empresa
de “reconquista” y repoblación de los diferentes reinos hispánicos surgiera –o
resurgiera, tal vez– un Derecho especial, producto de tales factores que completaría

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parcialmente o desbordaría los cauces normativos del Liber Iudiciorum. O que a una
economía primitiva, basada en el grupo doméstico y la producción familiar, a una
organización política en que las funciones del Estado se hallan muy reducidas, a una
sociedad absorbida por necesidades de defensa y represalia, correspondiera
naturalmente un Derecho completamente diverso del romano y del visigodo, dominado
por principios de acentuado primitivismo y concepciones rudimentarias, así en las
instituciones públicas como privadas.

El resurgimiento del Derecho pudo realizarse, por tanto, al calor de las nuevas
situaciones políticas, económicas y sociales antes mencionadas. Es indudable que éstas
constituyeron terreno abonado para el desarrollo de aquel complejo de costumbres rudas
y primitivas –fueran germánicas o prerromanas o romano vulgares–, toda vez que estas
últimas correspondían a unas formas y estadios de vida social y cultural muy próximas a
las que imperaban en los grupos de población cristiana de la “reconquista”. Es probable,
que instituciones debidas en parte a influencia germánica (como la venganza privada, la
prenda extrajudicial, etc.), no se hubiesen desenvuelto de no haberse visto favorecidas y
estimuladas por las circunstancias del ambiente, propicias a su auge y consolidación. De
nuevo, pues, cabría registrar otro posible fenómeno de fusión o aproximación de
instituciones anteriores con prácticas de nuevo origen, en razón al análogo contexto
histórico de desarrollo de unas y otras.

En resumen, el Derecho consuetudinario altomedieval se generó


fundamentalmente en la propia época, respondiendo a situaciones nuevas nacidas de la
coyuntura de la caída de la monarquía visigoda y la consiguiente “reconquista” y la
repoblación, es decir, como fruto natural de la presión de las nuevas necesidades
políticas y económicas en que se desenvolvía la sociedad hispánica cristiana en los
primeros siglos altomedievales.

4.3. Derechos de aplicación personal

La regresión de la sociedad a estadios primitivos de organización y autotutela


en los primeros siglos medievales, comportó una crisis parcial de la concepción
territorial del Derecho de la época anterior. El nuevo Derecho popular y consuetudinario
tendió a disgregarse en torno a los núcleos familiares o locales, áulicos o palatinos,
monásticos o señoriales de los reinos cristianos, sin mayor corrección oficial. La
incapacidad de los reyes-caudillo de las nuevas monarquías para articular
orgánicamente la sociedad altomedieval, permitió aflorar viejos y nuevos personalismos
familiares, sociales o de clase, confesionales..., que acabaron por desvirtuar la esencia
de aquella concepción territorial del Derecho heredada de la tradición romano-gótica
que quedaría como un valor de referencia ideal, al igual en parte que el Liber que la
encarnaba.

Así, si la falta de un poder político efectivo se convirtió en un detonante de


antiguos particularismos, reflejados en los derechos consuetudinarios de ciertas áreas de
la España cristiana, todavía a ellos se sumarían los nuevos nacidos en torno a los
privilegios señoriales, a las reglas y pactos monacales, a las franquicias y exenciones
concedidas a los habitantes de las villas y ciudades repobladas, conformando un orden
jurídico estamental de muy larga proyección temporal.

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Dentro de esta reestructuración social del Derecho, diferentes minorías vieron
reconocidos sus Derechos propios, como los mudéjares o moros de paz y los judíos,
acogidos a la protección especial del rey que garantizaba la vigencia de sus respectivos
ordenamientos confesionales en los pactos o capitulaciones de conquista, a salvo sus
obligaciones públicas o tributarias.

Por el contrario, otros grupos sociales, como los francos inmigrantes –de los
que trataremos a continuación– o los mozárabes, a los que también en principio se les
reconoció su Derecho propio, no tardaron en confundirse con el resto de la población
cristiana, incorporando sus respectivos ordenamientos al acervo común local o
territorial, como ocurrió en los fueros de Jaca, Pamplona o Toledo.

4.4. La influencia del Derecho franco

Otro elemento no desdeñable en la forja del Derecho medieval de la Península


está representado por el influjo ejercido por el Derecho franco o, mejor, por diversas
costumbres e instituciones aportadas por la inmigración de francos en la Península en
diferentes momentos y circunstancias.

El Derecho franco presenta diferentes cauces de penetración con cierta


heterogeneidad tanto en el procedimiento como en el contenido.

1. El primero de ellos, en orden cronológico, lo constituye la integración de los


territorios de la Cataluña septentrional en el Imperio carolingio, como Marca Hispánica
del mismo, con el consiguiente dominio político sobre tales territorios y su población
durante los dos primeros siglos inmediatos a la invasión musulmana. El influjo franco
se expresa aquí en la estructura política establecida por la monarquía carolingia para la
organización de los territorios catalanes, su gobierno condal, las relaciones de
dependencia de sus habitantes respecto a las autoridades, la administración de justicia.
Esta estructura política se vio afectada por el progresivo desarrollo de las instituciones
feudales que transformaron sensiblemente la fisonomía del Estado franco y, por
consiguiente, de la mencionada organización de los condados catalanes dependientes
del mismo. Ello explica que el nuevo sistema presidiera la estructuración político-
administrativa de los territorios catalanes desprendidos ya del reino franco, así como el
profundo arraigo del feudalismo en Cataluña durante los siglos medievales y su
repercusión, muy atenuada ya, en Aragón y en Valencia, a diferencia de los reinos
centrales de la Península.

2. En segundo lugar, el Derecho franco fue introducido por las grandes


corrientes migratorias de gentes procedentes de las regiones meridionales francesas,
advertidas en la Península sobre todo a partir del siglo XI, a consecuencia de las
peregrinaciones a Santiago y también de la atracción de pobladores para animar las
nuevas fundaciones locales en Aragón y Navarra. Comerciantes y menestrales de origen
franco se instalaron en numerosas poblaciones que jalonaban las diferentes rutas del
Camino de Santiago; fundaron incluso burgos o barrios especiales en las mismas y aún
villas enteras en las zonas navarro-aragonesas y riojana-burgalesa, principalmente. La
aportación del Derecho y costumbre de estos burgueses en la formación de los nuevos
ordenamientos locales de las villas y comarcas donde se establecieron es indudable. El
impacto del Derecho franco en los fueros y otros textos jurídicos de las mencionadas
regiones es especialmente visible en diversos aspectos de Derecho privado, civil y

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mercantil (así, por ejemplo, la prescripción de año y día, el régimen de hospedaje, etc.),
y se extendió incluso hasta zonas más interiores de la Península.

3. Y, finalmente, el influjo jurídico franco se debió también a la venida de los


monjes cluniacenses, adelantado el siglo XI, que difundieron la regla de Cluny por la
península, y rigieron numerosos monasterios. Su influencia se concretó, por ejemplo, en
el endurecimiento del régimen castellano-leonés, especialmente en los señoríos de
abadengo, por la implantación de prácticas y costumbres feudales franco-borgoñonas en
las relaciones de los monasterios cluniacenses y, en general, de los señores franceses
con sus vasallos o colonos, más gravosas que las acostumbradas en el país.

4.5. Feudalismo y Derecho feudal

El feudalismo es el régimen político basado en las relaciones de servicio y


protección que se dispensaban, respectivamente, el vasallo al señor y el señor al vasallo.
Surgió en Europa a principios de la Edad Media, con la monarquía franco-merovingia, a
partir de la batalla de Poitiers (732), aunque tuvo antecedentes a partir del Bajo Imperio,
y se consolidó entre los siglos X-XII.

La crisis urbana en la época del Bajo Imperio abrió un proceso de ruralización


que favoreció la aparición de las relaciones señoriales. Las clases bajas de las ciudades
huyeron al campo y los campesinos, ante la situación de inseguridad, se acogieron a la
protección de los latifundistas, cediendo en pago sus propiedades. Quedaban en una
situación de semilibertad.

La pirámide social del feudalismo tenía en la cúspide a la persona del rey, cuya
autoridad provenía de Dios. En el escalón inmediatamente inferior se situaban los
señores feudales (duques, marqueses, condes, barones), entre los que también podían
anudarse relaciones formales de vasallaje. Por debajo se encontraban los milites
(caballeros), soldados profesionales que carecían de vasallos. La base de la pirámide
estaba constituida por el pueblo llano (siervos de la gleba y, en algunos territorios,
campesinos libres). El alto clero estaba asimilado a la nobleza y disponía de un notable
poder económico.

En cuanto a las particularidades del feudalismo hispánico, existe una amplia


discusión historiográfica sobre si el feudalismo propiamente dicho se implantó en León
y Castilla, Aragón y Navarra. Pero en estos reinos no se desarrolló un régimen feudal
organizado y bien definido, aunque existieron algunas manifestaciones feudales que no
llegaron, sin embargo, a informar toda la organización política y social. No existió, por
tanto, un sistema social y político como el que representó el feudalismo en Francia o en
la misma Cataluña. En el caso de Castilla, la lucha contra los musulmanes se acompañó
de la repoblación por presura, que creó una clase de campesinos libres inexistente en el
feudalismo continental. También en Navarra el estado de la libertad personal se
extiende a la mayor parte del campesinado.

Cataluña conoció formas más puras de feudalismo debido a la influencia


carolingia. El vínculo o sumisión feudal se establecía en Cataluña, como en otras partes
de Europa, por el homenaje. Prestarlo suponía prometer fidelidad bajo juramento,
además de los servicios y obsequios debidos al señor. La ceremonia del homenaje era
seguida de la investidura o entrega del feudo u objeto infeudado (tierras, castillos,

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oficios de gobierno, etc.), que implicaba la efectiva toma de posesión. El señor podía en
cualquier momento pedir al vasallo que le devolviera la potestad del feudo, y el vasallo
estaba obligado a dársela, bajo pena de incurrir en traición.

El vasallo que deseaba enajenar o vender el feudo recibido necesitaba del


consentimiento del señor, que recibía por la autorización la tercera parte del precio de la
venta. De autorizar la venta, el señor podía ejercitar un derecho de tanteo y recobrar el
feudo por el mismo precio que ofreciera el presunto comprador. Los feudos catalanes
eran hereditarios y se transmitían por línea directa masculina y, a falta de ésta, la
colateral. Cabía romper el vínculo del vasallaje por voluntad de cualquiera de las partes.

El señor tenía cierta jurisdicción sobre sus vasallos –aunque la suprema


administración de justicia estuviera reservada al príncipe–, y la ejercía por medio del
batlle.

El vasallo catalán debía al señor fidelidad y había de defenderle; y prescriben


los Usatges de Barcelona que debía preferir la vida del señor a la suya propia. Tenía
que acudir siempre al llamamiento de su señor, acompañándole en la Corte, en los
juicios o pleitos y en las expediciones militares; debía también albergar al señor en su
feudo. El señor, por su parte, debía fidelidad y ayuda a su vasallo, auxiliándose contra
sus enemigos. Debía resarcirle de los daños y pérdidas que sufriera en el servicio de las
armas, sin aumentar o hacer más gravosos los obsequios y servicios debidos por el
vasallo.

5. El sistema de fuentes altomedieval

5.1. La costumbre

La costumbre es la fuente del Derecho principal de los reinos peninsulares


altomedievales.

La falta de actividad legislativa de los reyes en los primeros siglos medievales,


a excepción de las normas singulares otorgadas con carácter de lex privata o privilegio,
devolvió su protagonismo histórico al Derecho consuetudinario, bien al antiguo
originario de los pueblos norteños, ahora remozado, o al nuevo nacido al calor de las
circunstancias económicas y sociales de la época.

Esta costumbre, que en el lenguaje de la época recibe distintas denominaciones


(usus, usus terrae, usaticum, consuetudo, forum...), se refiere genéricamente a esa
creación popular y espontánea del Derecho, arraigada en una práctica no escrita,
consagrada por el tiempo y aceptada por la comunidad o grupo social. Normalmente su
ámbito de aplicación fue local o comarcal (usus terrae); pero también, a veces, personal
o familiar en referencia a esas costumbres de un pueblo o de una clase social (more
gótico, como destacan algunas fuentes francas en relación con algunas costumbres de
los nobles godos acogidos en la corte carolingia); de una comunidad (more monástico
en alusión a ese conjunto de reglas y pactos que rigen por tradición la vida monacal); o,
incluso, personal (usus mercatorum, concebido en principio como un privilegio propio
de mercaderes, difundido luego más o menos largamente en el ámbito local).

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La costumbre, en la medida que vertebra el Derecho altomedieval, dejó
numerosas huellas de su aplicación en la diplomática de la época. Tanto en los actos
jurídicos privados –contratos, testamentos, pactos matrimoniales...–, como en las
relaciones de poder, que conforman un incipiente Derecho público (deber militar,
contribución fiscal, etc.), se manifiestan muchas costumbres que encontraron un cauce
idóneo de expresión en los iuditia o decisiones judiciales del rey, de sus condes y
obispos, y en las asambleas populares y concejiles (concilium).

A partir de siglo XI las costumbres comienzan a recogerse por escrito, sin que
ello supusiera la desaparición de la costumbre no escrita.

Un concepto vinculado a la costumbre es el sistema del juicio de albedrío,


instaurado inicialmente en Castilla y que también fue conocido en el resto de territorios
peninsulares. Los jueces solucionaban los problemas aplicando el derecho a su libre
albedrío, mediante la indagación en cada caso de la solución más justa o conveniente.
Dictaban sentencias orales llamadas fazañas (Castilla, Navarra) o exempla (Aragón).
Estos fallos judiciales no tenían en cuenta textos legales (casi inexistentes), sino los
usos y costumbres del lugar o la comarca. Las fazañas pronunciadas conforme al
sistema del juicio del albedrío reconocían el Derecho consuetudinario, y servían de
precedente para la resolución de casos similares. En el siglo XIII se recogieron en
Castilla colecciones de fazañas, como El libro de los fueros de Castilla (mediados del
siglo XIII), que sirvió de base para el posterior Fuero viejo de Castilla. El sistema de
albedrío castellano entró en decadencia a finales del siglo XIII. En Bizkaia se mantuvo
hasta finales del siglo XV. El Fuero General de Navarra incluye también un capítulo
dedicado a las fazañas.

5.2. Cartas pueblas y fueros municipales

Tanto la repoblación producida a raíz de la “reconquista” como el


renacimiento urbano medieval, generaron un nuevo derecho local, que en buena medida,
se concreta en las cartas pueblas y fueros municipales.

Las Cartas pueblas o Cartas de población eran textos que fijaban las
condiciones que iban a regir el asentamiento de una población en determinado territorio
perteneciente al rey, a un noble o a una autoridad monasterial o episcopal. Se refería la
Carta a cuestiones relacionadas con la tenencia y el disfrute de tierras. En ocasiones
regulaban también otros aspectos de la vida local, por lo que resulta difícil distinguirlas
de lo que llamaremos después fueros breves.

Las Cartas pueblas surgieron con los movimientos de repoblación del siglo IX
y siguieron redactándose a lo largo de toda la Edad Media e, incluso, durante la Edad
Moderna, cuando se trata de realizar repoblaciones de tierras.

José María Font Rius ha clasificado las cartas pueblas en las siguientes
categorías básicas:
a) Carta puebla simple, que regula cuestiones agrarias. Algunas de ellas
aparecen firmadas por el concedente y los campesinos, y guardan semejanza con un
contrato. Algunos autores (Hinojosa) las consideran contratos agrarios colectivos. Pero,
pese a su apariencia, son textos normativos, puesto que obligaban también a los futuros
pobladores de ese territorio.

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b) Cartas pueblas con franquicias y exenciones. Incluían cuestiones
relacionadas con el ejercicio de autoridad pública y las relaciones de los campesinos con
el rey: administración de justicia, impuestos, etc. Algunas contenían ciertos privilegios
para atraer población a los territorios que se quería repoblar.
c) Cartas que contienen el estatuto jurídico de la vida local, al contener ya
castigos para algunos delitos, cuestiones procesales, etc.

Los fueros municipales contienen los privilegios y exenciones que disfrutan


los habitantes de las respectivas ciudades y villas, y las reglas de la constitución
político-administrativa del municipio. Con la finalidad de preservarlos, los municipios
se esfuerzan por obtener la confirmación expresa del rey y de recogerlos por escrito.

Un municipio es un término técnico-jurídico. Existe cuando una población


dispone de instituciones gubernativas propias y diferenciadas, sea el colectivo humano
chico o grande, ya se dedique a la agricultura, al comercio o a la industria, o sólo a
alguna de estas actividades, y ya participe de una cultura urbana, rural o mixta. Lo que
diferencia a un municipio medieval de un lugar (locus o vicus), según advirtió Luis
García de Valdeavellano, es su naturaleza jurídica adquirida mediante la concesión de
estatutos jurídicos de excepción que reconocen y consagran las costumbres jurídicas
locales y conceden a los habitantes de un lugar exenciones que los situaban en una
posición privilegiada respecto de quienes viven en el distrito circundante. De ahí que
entendamos por derecho local al que se aplica a una población o ciudad que se rige por
su propio sistema de normas reguladoras de la organización y vida jurídica del
municipio. Cada población dispone de costumbres jurídicas y de preceptos especiales
que provienen de los privilegios concedidos por el poder real o el señorial para ordenar
o favorecer la vida municipal, que resultaba así jurídicamente diferenciada de las demás.

En la Alta Edad Media distinguimos dos tipos de fueros municipales: los


breves y los extensos.

Los fueros breves son textos escritos con pocas disposiciones, similares y a
veces difíciles de distinguir de las Cartas pueblas. Eran concedidos por el rey o señor a
un concejo con motivo del nacimiento de una población o para la reorganización de una
entidad local preexistente, o mejora del régimen jurídico existente. El período de apogeo
de los fueros municipales breves se extiende entre los siglos IX y XII.

Los fueros no permanecían estáticos. El Derecho local iba expandiéndose con


sentencias de los jueces locales, nuevos privilegios de los reyes o señores, acuerdos de
los concejos, nuevas costumbres… y había costumbres que dejaban de practicarse.
Surgió así la necesidad de redactar los fueros extensos, así llamados por consistir en una
redacción completa del derecho propio de una localidad o comarca. Suceden
cronológicamente a los fueros breves. Aparecen a finales del siglo XII y se continúan
promulgando hasta el XIV.

Los fueros extensos son muy numerosos, y se redactan y aplican en las


Extremaduras o territorios fronterizos de Castilla y León. También son frecuentes en
Navarra, Aragón y la vieja Castilla (La Rioja y Burgos). Difieren en extensión y en el
contenido y ordenación de sus disposiciones. Generalmente abarcan muchas materias,
llegando algunos a incluir varios cientos de capítulos. Recogen principalmente las

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costumbres de la tierra, tributos, competencias y modo de nombramiento de las
autoridades municipales, derecho penal, procesal, civil y mercantil.

Los fueros extensos se presentan como la compilación de todo el derecho


vigente en la localidad respectiva. En ellos cabe distinguir, en ocasiones: a) el núcleo
originario de ese Derecho Municipal (la primera Carta Puebla, el primer fuero); b) las
costumbres y usos de esa localidad; las confirmaciones regias; las sentencias de valor
normativo (fazañas); c) los privilegios posteriores concedidos por reyes, señores, etc.
que aparecen otorgados como otorgamientos o amejoramientos; d) los ordenamientos
dictados por el propio concejo en uso de su capacidad normativa, fundamentalmente en
temas relacionados con la seguridad policial, del mercado o de la corporación
municipal; e) y preceptos del Liber que completan el contenido.

Debido a la similitud en el contenido –a veces respondían a un mismo módulo


o plantilla–, los fueros municipales suelen agruparse en familias de fueros, que toman
como denominación el fuero fundamental extendido a otras localidades (así el fuero de
Jaca, de Estella, de Logroño, de Viguera…). El efecto de esta expansión de un mismo
modelo de fuero a varias poblaciones es la uniformización del derecho y la superación
del localismo jurídico.

Para la elaboración de la lección se han adaptado y actualizado los textos,


entre otros, de:
Barrientos Grandón, Javier, “Derecho, sociedad y cultura entre la Antigüedad
y el Medievo (siglos III-X)”, M. Lorente y J. Vallejo (coords.), Manual de Historia del
Derecho, Valencia: Tirant lo Blanch, 2012, pp. 17-58.
Coronas González, Santos M., Estudios de historia del derecho público,
Valencia: Tirant lo Blanch, 1998.
Escudero, José Antonio, Curso de Historia del Derecho. Fuentes e
Instituciones político-administrativas, Madrid: edic. del autor, 1990 (1995, 2ª edic.).
García-Gallo, Alfonso, Manual de Historia del Derecho Español. I. El origen y
evolución del Derecho, Madrid: Ed. del autor, 1982, 9ª ed.
Monreal Zia, Gregorio y Jimeno Aranguren, Roldán, Textos histórico-
jurídicos navarros. I. Historia Antigua y Medieval, Pamplona: Gobierno de Navarra,
2008.
Tomás y Valiente, Francisco, Manual de Historia del Derecho español,
Madrid, 1992, 4ª edición, 5ª reimpresión.

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