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Sumario.
1. El Derecho altomedieval y el orden natural del mundo. 2. La ordenación de
la sociedad y el poder (Iglesia, reyes, nobles). 3. La pluralidad de ordenamientos
jurídicos en la Alta Edad Media hispánica; “reconquista” y repoblación. 3.1. La
pluralidad de ordenamientos jurídicos. 3.2. “Reconquista” y repoblación. 4. Elementos
formativos del Derecho altomedieval hispano. 4.1. En torno a la vigencia del “Liber
iudiciorum” visigótico. 4.2. Desarrollo de un Derecho autóctono y posible
revigorización de tradiciones jurídicas antiguas. 4.3. Derechos de aplicación personal.
4.4. La influencia del Derecho franco. 4.5. Feudalismo y Derecho feudal. 5. El sistema
de fuentes altomedieval. 5.1. La costumbre. 5.2. Cartas pueblas y fueros municipales.
En los dos últimos siglos del Imperio se advirtió una tendencia moralizante,
influida por el cristianismo. Se llegó incluso a desplazar a la antigua voz ius por la
palabra del bajo latín derectum, que, derivada de derigo, implicaba en su origen la idea
de enderezar o poner en línea recta. Pero, por influencia estoica, este término comenzó a
emplearse figuradamente para denotar una cierta “disposición” o “ajustarse” a una regla.
Así, al término derectum se le atribuyó la función de señalar o de ordenar un cierto
camino recto en el obrar, visión que, reforzada por las ideas de una moral cristiana que
comenzaba a enseñar la existencia de un orden inmutable en el mundo identificado con
la bondad y rectitud divinas, acabó por consolidarse, de modo que en el bajo latín la voz
derectum recluyó casi al olvido a la tradicional ius.
La voz derectum fue tomada por las lenguas romances en el curso del medievo,
evidenciando el orden al que había de ajustarse la conducta humana, coincidente con los
designios de Dios y contraria al desorden o maldad.
Había, pues, un orden natural de las cosas, que era el querido por Dios, cuya
voluntad era la misma justicia y el derecho, de modo que en el mundo no cabía a los
hombres más que ajustarse a él, porque así cumplían los designios divinos y, al hacerlo,
obraban la justicia, de modo que al derecho no le tocaba más que conservar el orden
natural.
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El éxito de la idea de orden natural del mundo también vino porque a través del
mismo se otorgaba una certeza a una vida cotidiana asaltada por la inseguridad (plagas,
hambre, violencias de guerras y pillajes, debilidad de los pobres y débiles frente a los
magnates, etc.). Esa idea de un orden natural querido por Dios permitía fundar y generar
diversos mecanismos para combatir el miedo y para procurar la firmeza y la seguridad:
1. El renovado uso del juramento, no sólo para garantizar la fidelidad del
pueblo a su rey, o de sus clientes y patrocinados a sus señores, sino para corroborar la fe
de los acuerdos entre particulares, o para garantizar la veracidad en los juicios.
2. El recurso a los juicios de Dios u ordalías para evitar la incertidumbre del
juicio humano y sujetarse a la justa voluntad divina, como la ordalía del agua hirviente
hispánica, cuya práctica consta desde mediados del siglo X en León, o la del hierro
rusiente recogida en el Fuero General de Navarra (siglo XIII).
3. La lid o duelo judicial, ampliamente extendida por toda Europa.
4. La propia constitución de la familia, que se convertía en un refugio frente a
un mundo exterior amenazante.
En ese escenario social se produjo, durante los cinco primeros siglos del
medievo, la instalación de la figura del rey, y la consiguiente noción del reino, pues
aquel fue otro de los poderes. Un rey y un reino que avanzarían, a lo largo de la Alta
Edad Media, desde unas concepciones originarias y exclusivamente ligadas a poderes
sobre las personas cimentados en la fidelidad personal, hacia unas realidades en las que,
sin que se perdiera la preponderancia de la fidelidad, el asentamiento sobre un cierto
suelo ya definitivo las movió a asumir unas determinadas formas de dominación y
señorío sobre el territorio.
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De entre los caracteres de los reyes y los reinos de estos siglos iniciales del
Medievo, interesa destacar tres aspectos:
1. La difusión de una imagen cristiana del rey, junto a un discurso legitimador
y a unos dispositivos políticos coherentes con él.
2. La estrecha dependencia y vinculación entre el rey y el sector dirigente o
“noble” de su reino.
3. La especial posición que, como consecuencia de los dos aspectos anteriores,
asumió el rey de cara al derecho en su reino.
Los reyes, durante los primeros siglos del Medievo, sin perjuicio de su
inserción en el orden cristiano de las cosas del mundo, se movieron sobre dos puntos de
legitimación de cara a sus pueblos: de un lado, la pertenencia a una cierta familia
dominante y, de otro, una determinada relación de consenso con el orden de los nobles
de sus reinos, que actuaban directamente en su elección o asentían la designación de un
sucesor.
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Ahora bien, si la falta de un poder unitario, capaz de cohesionar los pueblos de
la Hispania cristiana, facilitó su disgregación en los grupos familiares o tribunales
antiguos (astures, cántabros, vascones...), la creación de nuevas monarquías populares
en Asturias o Navarra, y la dependencia de los condados pirenaicos de la marca
hispánica del Imperio Carolingio, permitió atenuar los efectos de esta disgregación;
contenida, asimismo, en el campo jurídico, por la pervivencia del Liber Iudiciorum
como ley común de la monarquía asturleonesa, de los mozárabes de Al-Andalus y de los
hispani, acogidos al régimen de confesionalidad de los musulmanes o al de personalidad
de los francos.
El progreso de los reinos norteños hacia el sur fue desigual, tanto en las fases
en que se desarrolla como en los territorios conquistados. En cualquier caso, el inicio de
este proceso suele situarse en el año 718 (victoria del magnate visigodo don Pelayo,
huido desde el sur, en la batalla de Covadonga). Entre los siglos XI y XII, el final del
Califato y la aparición de los reinos musulmanes de taifas facilitaron el avance cristiano
por la Meseta norte y el valle del Ebro. El avance fue desigual: mientras que la Ribera
tudelana no se conquistó por el rey navarro-aragonés, Alfonso I el Batallador, hasta
1119, los castellanos lograron tomar Toledo en 1085. La reacción musulmana
impulsada desde el norte de África –los almorávides primero y los almohades después–,
frenaron la progresión cristiana. En 1212 los diferentes reinos cristianos conciertan una
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alianza para penetrar en la Andalucía musulmana. El triunfo en la batalla de Las Navas
de Tolosa (Jaén) permitió la rápida conquista del sur peninsular, salvo el reino de
Granada, que sobrevivió hasta 1492.
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sólo en atención a la existencia de diferentes territorios como formaciones políticas
independientes, que hacen pensar ya, en principio, en diferentes sistemas jurídicos,
propios e independientes también, sino que más allá de esta diversidad política o
territorial, las diferentes regiones o comarcas y aún las diferentes localidades pudieron
contar, de una manera más o menos completa o parcial, con ordenamientos peculiares y
específicos de tales regiones o comarcas. Así, pues, la nota de particularismo parece
sobresalir en la caracterización del Derecho medieval peninsular.
El Liber iudiciorum o Liber iudicum (Libro de los juicios o de los jueces) fue
promulgado en el año 654 por el monarca hispano-godo Recesvinto para el reino
visigodo de Toledo, que por aquellos años se extendía a todo el conjunto peninsular.
Escrito en latín, es una ambiciosa y completa recopilación de leyes de monarcas
visigodos que estaban todavía vigentes en la fecha de publicación de este cuerpo de
normas. Constituye el punto final de la tradición histórica del derecho visigodo. Está
dividido en títulos, y éstos en 515 leyes o capítulos. Algo más de 300 provendrían del
Código de Eurico y, el resto, correspondían a los precedentes monarcas hispano-godos
Sisebuto, Recaredo, Chindasvinto y Recesvinto. La obra estaba destinada a la práctica
judicial, y se componía mayormente de leyes de Derecho penal, civil, mercantil y
procesal. El texto seguía el orden sistemático del Código justinianeo, con un contenido
muy romanizado. Fue revisado en dos ocasiones, añadiendo nuevas leyes, en los
reinados de de Ervigio (681) y Égica (693).
El Liber Iudiciorum, como cristalización del Derecho legal del reino visigodo,
llegó a ser ley común del mismo desde su promulgación recesvindiana, pero se discute
si el Liber iudiciorum se aplicó o no en la convulsa monarquía visigótica.
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Los francos, que profesaban el personalismo jurídico, respetaron el Derecho de los
hispani, los hispano-godos acogidos a su dominación, que se cifraba en el viejo Liber
Iudiciorum. La aplicación del mismo en buen número de sus disposiciones perduraría en
Cataluña hasta bien entrado el siglo XIII (desplazado entonces por el Derecho común), e
informaría algunos códigos territoriales o locales del país. El conocimiento y difusión
del Liber copiosamente atestiguados en el plano documental y bibliológico ofrece un
calificado exponente en la existencia de una versión catalana del mismo (siglos XI ó
XII) conservada tan sólo de manera muy fragmentaria.
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Tampoco parece que lograra una vigencia apreciable la ley gótica en los
territorios de Navarra y Aragón, poblados con gentes del Pirineo, es decir, de sectores
aparta-dos también de la acción romanizante y visigotizante en épocas anteriores. Sin
embargo, es posible detectar en los primeros textos locales o comarcales de estos reinos
huellas de un conocimiento del Liber por parte de sus redactores, que podría hacer
pensar en cierta aplicación del mismo, aunque muy precaria y limitada a círculos
reducidos.
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parcialmente o desbordaría los cauces normativos del Liber Iudiciorum. O que a una
economía primitiva, basada en el grupo doméstico y la producción familiar, a una
organización política en que las funciones del Estado se hallan muy reducidas, a una
sociedad absorbida por necesidades de defensa y represalia, correspondiera
naturalmente un Derecho completamente diverso del romano y del visigodo, dominado
por principios de acentuado primitivismo y concepciones rudimentarias, así en las
instituciones públicas como privadas.
El resurgimiento del Derecho pudo realizarse, por tanto, al calor de las nuevas
situaciones políticas, económicas y sociales antes mencionadas. Es indudable que éstas
constituyeron terreno abonado para el desarrollo de aquel complejo de costumbres rudas
y primitivas –fueran germánicas o prerromanas o romano vulgares–, toda vez que estas
últimas correspondían a unas formas y estadios de vida social y cultural muy próximas a
las que imperaban en los grupos de población cristiana de la “reconquista”. Es probable,
que instituciones debidas en parte a influencia germánica (como la venganza privada, la
prenda extrajudicial, etc.), no se hubiesen desenvuelto de no haberse visto favorecidas y
estimuladas por las circunstancias del ambiente, propicias a su auge y consolidación. De
nuevo, pues, cabría registrar otro posible fenómeno de fusión o aproximación de
instituciones anteriores con prácticas de nuevo origen, en razón al análogo contexto
histórico de desarrollo de unas y otras.
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Dentro de esta reestructuración social del Derecho, diferentes minorías vieron
reconocidos sus Derechos propios, como los mudéjares o moros de paz y los judíos,
acogidos a la protección especial del rey que garantizaba la vigencia de sus respectivos
ordenamientos confesionales en los pactos o capitulaciones de conquista, a salvo sus
obligaciones públicas o tributarias.
Por el contrario, otros grupos sociales, como los francos inmigrantes –de los
que trataremos a continuación– o los mozárabes, a los que también en principio se les
reconoció su Derecho propio, no tardaron en confundirse con el resto de la población
cristiana, incorporando sus respectivos ordenamientos al acervo común local o
territorial, como ocurrió en los fueros de Jaca, Pamplona o Toledo.
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mercantil (así, por ejemplo, la prescripción de año y día, el régimen de hospedaje, etc.),
y se extendió incluso hasta zonas más interiores de la Península.
La pirámide social del feudalismo tenía en la cúspide a la persona del rey, cuya
autoridad provenía de Dios. En el escalón inmediatamente inferior se situaban los
señores feudales (duques, marqueses, condes, barones), entre los que también podían
anudarse relaciones formales de vasallaje. Por debajo se encontraban los milites
(caballeros), soldados profesionales que carecían de vasallos. La base de la pirámide
estaba constituida por el pueblo llano (siervos de la gleba y, en algunos territorios,
campesinos libres). El alto clero estaba asimilado a la nobleza y disponía de un notable
poder económico.
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oficios de gobierno, etc.), que implicaba la efectiva toma de posesión. El señor podía en
cualquier momento pedir al vasallo que le devolviera la potestad del feudo, y el vasallo
estaba obligado a dársela, bajo pena de incurrir en traición.
5.1. La costumbre
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La costumbre, en la medida que vertebra el Derecho altomedieval, dejó
numerosas huellas de su aplicación en la diplomática de la época. Tanto en los actos
jurídicos privados –contratos, testamentos, pactos matrimoniales...–, como en las
relaciones de poder, que conforman un incipiente Derecho público (deber militar,
contribución fiscal, etc.), se manifiestan muchas costumbres que encontraron un cauce
idóneo de expresión en los iuditia o decisiones judiciales del rey, de sus condes y
obispos, y en las asambleas populares y concejiles (concilium).
A partir de siglo XI las costumbres comienzan a recogerse por escrito, sin que
ello supusiera la desaparición de la costumbre no escrita.
Las Cartas pueblas o Cartas de población eran textos que fijaban las
condiciones que iban a regir el asentamiento de una población en determinado territorio
perteneciente al rey, a un noble o a una autoridad monasterial o episcopal. Se refería la
Carta a cuestiones relacionadas con la tenencia y el disfrute de tierras. En ocasiones
regulaban también otros aspectos de la vida local, por lo que resulta difícil distinguirlas
de lo que llamaremos después fueros breves.
Las Cartas pueblas surgieron con los movimientos de repoblación del siglo IX
y siguieron redactándose a lo largo de toda la Edad Media e, incluso, durante la Edad
Moderna, cuando se trata de realizar repoblaciones de tierras.
José María Font Rius ha clasificado las cartas pueblas en las siguientes
categorías básicas:
a) Carta puebla simple, que regula cuestiones agrarias. Algunas de ellas
aparecen firmadas por el concedente y los campesinos, y guardan semejanza con un
contrato. Algunos autores (Hinojosa) las consideran contratos agrarios colectivos. Pero,
pese a su apariencia, son textos normativos, puesto que obligaban también a los futuros
pobladores de ese territorio.
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b) Cartas pueblas con franquicias y exenciones. Incluían cuestiones
relacionadas con el ejercicio de autoridad pública y las relaciones de los campesinos con
el rey: administración de justicia, impuestos, etc. Algunas contenían ciertos privilegios
para atraer población a los territorios que se quería repoblar.
c) Cartas que contienen el estatuto jurídico de la vida local, al contener ya
castigos para algunos delitos, cuestiones procesales, etc.
Los fueros breves son textos escritos con pocas disposiciones, similares y a
veces difíciles de distinguir de las Cartas pueblas. Eran concedidos por el rey o señor a
un concejo con motivo del nacimiento de una población o para la reorganización de una
entidad local preexistente, o mejora del régimen jurídico existente. El período de apogeo
de los fueros municipales breves se extiende entre los siglos IX y XII.
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costumbres de la tierra, tributos, competencias y modo de nombramiento de las
autoridades municipales, derecho penal, procesal, civil y mercantil.
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