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EL CONQUISTADOR ESPAÑOL
Sergio Villalobos
Historia del Pueblo Chileno. Tomo I.
Editorial Zig-Zag. 2a edición. Santiago, Chile 1983
Pág.111 - 144

La monarquía y la epopeya de España

El año 1492 anuda felizmente dos empresas que marcan el rumbo histórico de España: la consolidación
interna mediante la rendición de Granada, último baluarte de los árabes en la Península, y el descubrimiento del
Nuevo Mundo con su proyección universal.
Se había puesto término a una lucha de más de siete siglos, que había dado forma y espíritu a la
sociedad de los reinos cristianos y, una vez lograda la unidad y la organización, se pasaba a una expansión que
trascendería los límites hispánicos en todas direcciones.
La recuperación del territorio desde que en el siglo VII el rey don Pelayo, refugiado en las montañas
asturianas, iniciase la reacción, pasó por etapas de dura hostilidad, acomodos y convivencia, en que los pequeños
reinos cristianos no tenían en común más que su cultura —considerada en grandes rasgos—, su religión y el interés
por anexarse las tierras cercanas. Las rivalidades perturbaron muchas veces la acción común, pero la integración
paulatina en reinos mayores creó las condiciones para la unidad. Cuatro eran los reinos que existían en la segunda
mitad del siglo XV: Castilla, el más poderoso, poblado y extenso; Aragón que le seguía en importancia; el
pequeño de Navarra, junto a la frontera con Francia, y el reino moro de Granada, sin contar a Portugal, llamado
a un destino separado.
Castilla, por su gravitación y su amplio dominio de las regiones del norte, del centro y del sur, debía ser el
eje de la unificación.
En el avance de la reconquista hacia el sur no había bastado el poder de los reyes, sino que había sido
esencial la participación de los grandes señores con sus huestes de guerreros y de las formaciones de las órdenes
de caballería. Muchas veces las campañas contra los musulmanes fueron el resultado de acciones individuales de
los señores o de alianzas entre ellos y los reyes. La misma caída de Granada, no obstante ser un hecho tan tardío,
se originó en la audaz iniciativa del marqués de Cádiz de apoderarse de la ciudad y fortaleza de Alhama, en
medio del reino moro, que arrastró a otros nobles a apoyarle y a los reyes católicos a acudir apresuradamente
con socorro de hombres, armas y pertrechos, hasta convertir en victoria una empresa descabellada.
Bajo esas modalidades, la acción de los señores nobles se había visto recompensada con la adquisición de
grandes dominios y privilegios especiales que habían consolidado su situación. Poseían no sólo la renta de sus
tierras, sino también el derecho a percibir la tributación de sus vasallos, utilizar la prestación de servicios y
desempeñar una autoridad jurisdiccional que incluía la administración de justicia en ocasiones.
El interés material había sido el gran impulsor de la lucha, sin que dejase de estar presente el motivo
religioso que revestía de un sentido superior todo lo que se ejecutaba contra el infiel. La necesidad de los pastos
y del agua para la ganadería ovejuna, de acuerdo con los comienzos de una transhumancia, fue uno de los
factores para avanzar la frontera cristiana hasta el Duero y luego el Tajo. Más tarde, la riqueza de las ciudades
árabes, como Toledo, Córdoba y Sevilla, fueron nuevos estímulos, al tiempo que el comercio del vino y del
aceite y la perspectiva de ocupar las buenas tierras de Valencia, Andalucía y Granada, aumentaba la atracción
para toda clase de gente. Así andaban mancomunados los grandes guerreros, los traficantes, los maestres y
comendadores de las órdenes de caballería, los pastores y labradores, los abades y los obispos.
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La tarea de la unificación era más que problemática antes del advenimiento de los reyes católicos. La
situación interna de Castilla era caótica y también la de Aragón. Los reyes carecían de verdadero poder y de
prestigio moral. En su lucha con la nobleza se veían envueltos en rencillas y pequeñeces, que les hacían aparecer
como señores entre señores, sin poder ejercer una dirección superior.
Los antecesores de Isabel la Católica, su padre Juan II y su hermanastro Enrique IV, dejaron mala fama
en Castilla por el desorden y las arbitrariedades. Fue la época de preocupaciones mundanas que, con voz
dolorida, recordaría Jorge Manrique para señalar la suerte final de las banalidades.
En ese ambiente gris, el año 1451, nació la princesa Isabel en un pueblo de nombre luminoso y alegre:
Madrigal de las Altas Torres.
Desde tempranos años, Isabel mostró una sólida formación cristiana, la bondad de su espíritu, sus
virtudes personales, una clara inteligencia y una entereza de carácter que luego desplegaría en el gobierno con
excepcional habilidad. Estando ya reconocida como heredera del trono, cuando sólo tenía dieciocho años de
edad, desafió la voluntad de su hermanastro el rey celebrando compromiso matrimonial con Fernando de
Aragón y luego la boda. Comenzaba así demostrando la independencia de sus inclinaciones y una clarividencia
política que jamás la abandonaría.
El ascenso al trono se produjo cinco años más tarde, al morir el rey, pero no sin antes tener que
combatir contra el monarca de Portugal, pretendiente al trono que casó con doña Juana la Beltraneja, rival de
Isabel en la sucesión por ser hija del rey fallecido, aunque había fuertes dudas sobre la paternidad. La lucha
debió ser más dolorosa y necesaria, en cuanto un fuerte bando de castellanos había adherido a la causa del
portugués. Pero la victoria de los Reyes Católicos, en que Fernando demostró su vigor y su habilidad
guerrera, consolidó el reinado que se iniciaba.
La unión de Castilla y Aragón en la persona de unos mismos monarcas era, en sentido institucional,
incompleta y endeble. Cada reino mantenía sus leyes y privilegios; el Consejo de Castilla y el Consejo de
Aragón, como organismos superiores de gobierno seguían siendo los asesores de las respectivas coronas, pero
había una voluntad de realizar una tarea común y correspondería a los reyes echar las bases de una unión más
estable, que superando el término de su vida, adquiriese plena realidad en sus herederos.
En un comienzo, las gentes de Castilla, de cualquier condición que fuesen, no podían ver con buenos ojos
la ingerencia de un príncipe aragonés; pero las atribuciones quedaron repartidas de manera de evitar roces.
Ambos esposos harían las designaciones para cargos eclesiásticos y municipales y ambos podrían administrar
justicia, conjunta o separadamente; las ordenanzas y reales cédulas se despacharían con la firma de los dos y
su efigie quedaría grabada en las monedas. Isabel se reservó, en cambio, las designaciones en cargos de la real
hacienda y el manejo de ella y el derecho a recibir en forma exclusiva el homenaje de los alcaides de las
fortalezas, que era una manifestación de obediencia.
Aunque ese acuerdo dejaba en un papel menor a Fernando, que lo aceptó a regañadientes, en la realidad el
poder fue compartido a causa de la similitud de puntos de vista con Isabel. Por otra parte, fue muy notoria la
inclinación de la reina por la política y los asuntos internos de Castilla, mientras el rey entendía en las guerras
y manejaba con habilidad los asuntos internacionales que por las vinculaciones de Aragón con Francia y el
mundo mediterráneo le interesaban especialmente.
Por sobre todo, debe tenerse en cuenta que no fue la situación de derecho lo que habría de pesar, sino la
mística de la unión, con intuición del porvenir, que traspasando los diversos sectores sociales era una fuerza en
marcha. Es por eso que la gente se complacía en repetir de manera sentenciosa "tanto monta, monta tanto,
Isabel como Fernando".
Una de las primeras tareas a que se entregaron los Reyes Católicos fue lograr el verdadero imperio de la
justicia, organizando de manera adecuada su administración, para que así pudiesen tener efecto el respeto a la ley
y el orden. El Consejo Real, que tenía, entre otras funciones la de tribunal superior de justicia, fue
reorganizado y en él se dio preferencia a los juristas en detrimento de los caballeros y prelados. En una
instancia inferior, recibió su organización definitiva la Audiencia o Cancillería, cuyo asiento fue fijado en
Valladolid. Conocía en materias de derecho civil en grado de apelación.
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Mayor eficacia que esas medidas tuvo la preocupación de los reyes por prestigiar a los tribunales y hacer
respetar sus sentencias. Personalmente se interesaron por la administración de justicia y resucitaron la vieja
costumbre de dar audiencia a los agraviados, pudiendo concurrir ante ellos desde los nobles de más alta
condición hasta la gente humilde. Sus procedimientos eran rápidos y directos y las sentencias tan rigurosas que
atemorizaban a cualquier acusado. Se contaba en la época que la primera vez que Isabel y Fernando estuvieron
en Sevilla causaron tanta preocupación sus dictámenes, que muchos que tenían cuentas pendientes con la
justicia abandonaron la ciudad que, al decir de un cronista imaginativo, corrió el peligro de verse despoblada.
Igualmente eficaz fue la creación de un cuerpo armado, la Santa Hermandad, especie de policía rural que
se desplazaba con rapidez, llevando sus propios alcaldes o jueces, sin papeles, tinteros ni tinterillos. El ritual
judicial era mínimo y rápidamente los homicidas, bandoleros y a veces grandes señores —malhechores
revestidos de dignidad— pasaban de las pesquisas a la sentencia y su cumplimiento.
Todavía los reyes se preocuparon del grave problema que significaba en Castilla la existencia de leyes
dispares y a veces contradictorias, fueros locales y disposiciones diversas, que hacían incoherente el cuadro
jurídico. Para superar esa situación, encomendaron al licenciado Díaz de Montalvo la recopilación de las normas
vigentes. El resultado fueron las Ordenanzas conocidas con el nombre de aquél y que, debidamente sancionadas,
fueron publicadas en 1485, siendo una de las primeras obras impresas en España.
La acción más difícil que embargó a los monarcas fue el sometimiento de la nobleza, en que debieron
emplear unas veces el tacto y la persuasión y otras la fuerza de su poder. El apoyo de los caballeros de alcurnia en
las funciones del estado era imprescindible en una época en que la burocracia recién comenzaba a desarrollarse
y, por otra parte, era necesario doblegarlos para poner fin a sus abusos y asentar el poder real.
Gran parte de la nobleza estuvo junto a la corona, colaborando en los trabajos del estado y en las
guerras. Sus miembros se honraban en cumplir adecuadamente los encargos y comisiones y también en
desempeñar altos cargos, cuyas rentas les ayudaban a componer sus entradas, apenas suficientes para atender
deudas y obligaciones y llevar una vida ostentosa.
Pero los que se aferraban a sus antiguos poderes y privilegios debieron ser combatidos por diversos medios.
Por la fuerza de las armas se obligó a muchos de ellos a devolver lugares fortificados, villas y territorios
jurisdiccionales que habían usurpado a la corona, y en forma práctica y a la vez simbólica se ordenó arrasar
numerosas fortalezas de señores caídos en desgracia.
Un avance muy importante fue la sumisión de las órdenes de caballería, que por su fuerza militar, sus vastas
posesiones y sus beneficios económicos constituían organizaciones poderosas. Con gran habilidad, la reina
aprovechó las disensiones ocurridas en la orden de Santiago con motivo de la elección de gran maestre, para que
se confiriese a su esposo el cargo y evitar así problemas más graves. Posteriormente, las otras órdenes adoptaron
igual decisión y el rey incrementó así su poder y sus rentas.
La administración de justicia y la tarea de imponer el orden también fue dirigida contra los nobles,
incluidos los más elevados y los parientes de los reyes. Isabel fue intransigente en esa empresa y personalmente,
montando su mula de paso lento o un brioso corcel de guerra, según las circunstancias, se dirigía con su séquito
o su guardia a los lugares donde era necesario enfrentar a los caballeros contumaces. Normalmente bastaban la
persuasión y la figura delicada pero enérgica de la Reina para desarmar toda resistencia.
El prestigio moral de los reyes iba adquiriendo un peso real.
Un apoyo no despreciable para los monarcas provino de la gente modesta y de la burguesía, aunque
esta última no tuvo en España la importancia que en otros países europeos. Los campesinos y los plebeyos, que
debían sufrir los abusos y las exacciones que les imponían los señores, se sintieron amparados por la corona y
preferían quedar bajo su jurisdicción en las tierras realengas y las ciudades reales. El célebre diama Fuente ovjuna,
de Lope de Vega, basado en hechos reales, aun cuando exhiba el colorido recargado de las obras literarias,
bosqueja las fuerzas puestas en juego: las tropelías del maestre de Calatrava suscitan el levantamiento de los
aldeanos, que armados de garrotes y guadañas se apoderan de aquel noble y le dan muerte tomando la justicia
en sus propias manos. Ese hecho irregular, lejos de ser condenado por los reyes, que se presentan en el
momento culminante, es aprovechado por ellos para colocar el lugar bajo su jurisdicción en medio del
contento popular.
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La colaboración de la burguesía se debió al apoyo que este nuevo elemento requería frente a la
nobleza, como asimismo a la necesidad de un orden que superase los ámbitos locales y asegurase el
desenvolvimiento de sus negocios en amplios territorios. Por otra parte, los burgueses más favorecidos
aspiraban a que se les reconociese la calidad de hidalgos y por esa razón buscaban la proximidad de la corte. Los
reyes, a su vez, necesitaban su colaboración y de aquel sector social salieron consejeros y funcionarios para una
burocracia pequeña pero eficaz, donde los juristas y los estudiosos compartían la influencia con los nobles.
También la monarquía impuso su autoridad frente al papa y la Iglesia. Algunos incidentes con sacerdotes
extranjeros designados por Roma en cargos eclesiásticos, movieron a los reyes a reclamar ante el sumo pontífice,
que después de una dura confrontación aceptó que la corona propusiese en adelante a los sacerdotes destinados
a cargos de la Iglesia en la Península. Al mismo tiempo que se mostraban tan celosos de sus prerrogativas, los
reyes se esforzaron en proponer sacerdotes virtuosos y preparados y combatieron duramente la relajación del
clero.
La pureza de la fe fue otra preocupación para Isabel y Fernando, de acuerdo con el exaltado espíritu
religioso de la época. Acogiendo los rumores populares que acusaban a la extensa población de judíos,
aparentemente conversos, de seguir practicando sus ritos en forma oculta y con el fin de evitar cualquier otra
disidencia, aceptaron crear la inquisición moderna, que se mostró muy activa en sus tétricas funciones. En
aquel reinado y los siguientes, infinidad de acusados fueron quemados en la hoguera y muchos arrepentidos o
"reconciliados" sufrieron prisión perpetua, mientras los bienes de todos ellos eran confiscados y sus
descendientes heredaban la infamia.
Igualmente drástica fue la expulsión de los judíos, ordenada el mismo año del descubrimiento de
América bajo condiciones inhumanas. Los expulsados debieron vender sus propiedades a precios miserables,
cargar los pocos bienes que pudieron sacar y llevarse su dinero sólo en letras de cambio, porque se les prohibió
sacar oro y plata.
Pero en esas medidas no sólo había un propósito religioso, sino también el interés sórdido por despojar de
sus bienes a los perseguidos y, en todo caso, el de deshacerse de personas que eran mal vistas por sus negocios,
especialmente la práctica de la usura, aceptada por la ley judaica.
Todas las medidas de política interna, más la integración territorial con la incorporación de los reinos de
Granada y de Navarra a la corona de Castilla, representan una etapa de consolidación, tras la cual España
desbordaría sus fronteras en diversas direcciones.
Durante el mismo reinado de los Reyes Católicos se iniciaron las guerras de Italia, que comprometieron a la
corona aragonesa por su vinculación dinástica con los reinos de Nápoles y Sicilia.
Hubo que combatir allí contra el invasor francés, en largas y difíciles campañas que cubrieron de gloria
a los tercios españoles comandados por Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán. Posteriormente, gracias al
impulso dado por el cardenal Jiménez de Cisneros, los castellanos iniciaron la conquista del norte de África,
devolviendo la mano a los árabes, que vieron invadido su territorio y debieron contemplar las enseñas
cristianas flameando en Oran, Argel y Túnez.
Todo ello ocurrió mientras el área del Caribe era explorada y colonizada por otros grupos hispánicos. Aquel
enorme regazo con sus islas, que acogió a los exploradores y colonizadores castellanos, rendía sólo frutos
limitados; pero fue el campo de ensayo de la conquista, donde se emplearon diversos métodos frente al indígena
y la explotación de los recursos naturales. La política y la organización de esos nuevos dominios no fue del todo
clara y hasta las disputas con Colón y sus herederos representaron cambios en la línea inicial de la corona.
El Almirante se vio despojado de sus privilegios, la corona tomó las funciones gubernativas y
emprendió tareas colonizadoras y económicas por su propia cuenta, para abrir, finalmente, la exploración y los
negocios a quienes se interesasen.
Al concluir el reinado de los Reyes Católicos se había puesto término a varias tareas fundamentales en la
ruta histórica de España. Se había unificado su territorio, había surgido un estado moderno y centralizado bajo
el signo de una monarquía absoluta, se había avanzado en la unidad de la fe sin escrúpulos humanos, la cultura
también se había desenvuelto, y el pueblo español exhibía una potencialidad para empresas mayores.
Estaban echadas las bases de España y de su preponderancia mundial.
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La muerte de Isabel la Católica en 1504 abrió un corto período de inestabilidad en que la unión corrió el
peligro de desaparecer, pero la voluntad unitaria creada por ella y su esposo demostró ser sólida.

La desgraciada suerte de doña Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos, casada con Felipe el
Hermoso, hizo que el gobierno de Castilla recayese en su hijo Carlos, que, luego, por la muerte de su abuelo don
Fernando, obtuvo también el trono de Aragón, quedando así unidas para siempre las dos coronas.
Al iniciar su reinado, Carlos tenía sólo diecisiete años. Aunque de carácter taciturno, albergaba altos
pensamientos, como lo proclamaba la divisa de su escudo: Plus ultra. Nacido y educado en Flandes, no hablaba
el español y por sus inclinaciones y la influencia de sus consejeros y colaboradores flamencos no estaba en
situación de comprender la realidad de España.
Además, Carlos V, que así lo llamaremos por costumbre, no era un gobernante exclusivamente español,
sino que reunía en su cabeza derechos hereditarios de su padre sobre Flandes, Artois, el Francocondado,
aspiraciones al ducado de Borgoña y algunos dominios de la casa de Austria o Habsburgo, que fueron los que le
dieron opción a la corona imperial de Alemania. El trono de Aragón le aportaba aun los reinos de Nápoles, Sicilia
y Cerdeña.
Por todas esas razones, los comienzos de su reinado fueron un choque a veces tenue y otras violento con
las costumbres sociales y políticas de España, siendo la elección de emperador de Alemania el hecho que
suscitó los problemas más graves.
Necesitado de recursos para enfrentar la elección, convocó a las cortes en Santiago de Galicia con el fin
de que aquel cuerpo, integrado por la nobleza, el clero y el estado llano representado por procuradores de las
ciudades más importantes, le acordase un tributo especial. Pero ante la resistencia que se originó, trasladó las
cortes a la Coruña y utilizando el soborno o el amedrentamiento obtuvo los fondos que requería, embarcándose
luego para Alemania.
La indignación cundió en las ciudades de Castilla y un levantamiento popular llamado de las comunidades
puso en serias dificultades a las autoridades reales. El rey supo atraerse, sin embargo, a la nobleza, y el
movimiento de los comuneros, trabajado por rivalidades internas, fue aplastado en la batalla de Villalar.
Paralelamente, había estallado en Valencia y las Baleares la sublevación de las germanías que, con una clara
orientación social, fue dirigida contra la nobleza y el clero, hasta ser igualmente derrotada.
A partir de entonces la autoridad de Carlos V quedó afianzada y aunque hubo algunos duros
escarmientos, el rey supo actuar con cautela. De todas maneras, las libertades castellanas sufrieron un retroceso
y el efecto sicológico de la derrota contribuyó a robustecer el absolutismo de la corona.
La elección de Carlos V como emperador de Alemania, que había sido vista con falta de interés por la
nobleza y el pueblo español, significó una nueva perspectiva y no demoró mucho en atraer todas las voluntades.
Aquella alta dignidad carecía de verdadero poder material, pero la "idea del imperio", no del todo ajena a
España, era una fuerza espiritual inspirada en la vieja Roma y consagrada luego por el carácter universal del
catolicismo. El emperador, como señala Menéndez Pidal, "era un ser único, un supremo jerarca del mundo todo,
en derecho al menos, ya que no de hecho. Tal concepción revestía una grandeza verdaderamente romana. Hacer
de todos los hombres una familia, unidos por los dioses, por la cultura, por el comercio, por los matrimonios y la
sangre, fue la gran misión del imperio romano, encabezada por los paganos desde Plinio hasta Galo
Namaciano y por los cristianos a partir de los españoles Prudencio y Orosio y del africano San Agustín. El
imperio era la forma más perfecta de la sociedad humana" 1. Esa era la responsabilidad teórica que había
echado sobre sus hombros Carlos V, primero con escasa conciencia y luego de manera más madura.
El pueblo español también hizo suya esa responsabilidad y se identificó de tal manera con ella que en forma
ampulosa denominó César al emperador. Es el César de las cartas de Pedro de Valdivia y la "Sacra Católica
Cesárea Majestad" de todos los documentos. La tarea propiamente española de Carlos V, quien tenía que viajar

1
Ramón Menéndez Pidal, Idea imperial de Carlos V (Madrid, 1955), pág. 12. La "hispanización" del concepto de imperio hecha
por Menéndez Pidal es muy convincente, pero la visión general dada por Karl Brandi en su Carlos V, que hace gravitar
poderosamente la acción del Emperador en torno a los problemas de Alemania y sus otros dominios europeos, resulta más
equilibrada que la visión entregada por los historiadores españoles.
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incesantemente para atender los negocios de sus dominios, es infinitamente menor que la realizada por los Reyes
Católicos; pero a la vez el pueblo español salió de su encierro para emplearse en guerras, expediciones y
conquistas por todos los rincones del mundo.
En el panorama mental de los españoles y su rey, los sucesos de Europa eran lejos los más importantes.
Podía formarse una conflagración en torno a un pequeño ducado, mientras la conquista de extensos territorios
en América era apenas algo más que una noticia que arrastraba a unos pocos hombres y recursos. Pero la
incorporación de los grandes imperios indígenas de México y del Perú y la influencia increíble de sus tesoros
comenzó a dar relieve a los hechos americanos hasta colocarlos en el lugar que merecían dentro del imperio. Por
sobre todo, dentro de su economía.
Durante el reinado de Carlos, sus súbditos concluyeron el recorrido por todas las tierras americanas que en
definitiva compondrían las colonias, y aun otras más. Se avanzó considerablemente en la conquista, pudiendo
estimársela virtualmente concluida, con la excepción de comarcas de menor interés, como las pampas del Río de
la Plata, otras alejadas y difíciles de alcanzar y otras pobladas de indios belicosos, caso de Chile, que darían
trabajo para muchos años más.
Paralelamente, la organización de los virreinatos mexicano y peruano y de los gobiernos locales, creaban
las bases de una organización estable.
En Europa, tres son las orientaciones básicas que comprometieron a Carlos V: la rivalidad con Francisco I
de Francia, la lucha contra los turcos y el esfuerzo por dominar el protestantismo surgido en Alemania.
Francia era una nación bien poblada y organizada, interesada en expandir su territorio y su influencia, de
manera que su poderío estaba a disposición de sus ambiciosos monarcas. Esa posibilidad, sin embargo, se vio
tronchada por la unión de diversos dominios en la persona de Carlos V y su elección como emperador, que dejó
a Francia rodeada de territorios hostiles.
El espíritu altivo y emprendedor de Francisco I no podía tolerar ese estado de cosas y pronto estallaron
conflictos por los Países Bajos, el noroeste de Francia y el ducado de Milán. En esas luchas, que con
intermitencia se prolongaron por veintitrés años, estaba envuelto el problema de la hegemonía de las dos
monarquías, con su secuela de intereses económicos, y también la mentalidad de los dos reyes, que no veían la
guerra tanto como una catástrofe sino como una fuente de virtudes caballerescas, pues ambos seguían imbuidos
de la ética medieval en tal sentido.
La suerte de las armas fue, en general, favorable a Carlos V que si bien debió ceder en el noreste de
Francia, consolidó sus posiciones en Italia. La batalla de Pavia en 1525, con la prisión de Francisco I, y el
posterior saqueo de Roma, según una concesión que solía darse a la soldadesca, fueron hechos culminantes de la
acción militar.
La lucha contra el infiel, tarea honrosa y provechosa para un príncipe cristiano, debió librarse en las
fronteras de Austria con Hungría para detener el avance por ese lado. Y a la vez hubo que desplegar la defensa
naval en el Mediterráneo y emprender campañas de utilidad dudosa en Argel y Túnez, para limpiar de turcos y
berberiscos los mares y asegurar puntos defensivos en el norte de África.
En esos trabajos bélicos, de por sí rigurosos y costosos, y que representaban no sólo la defensa de los
propios dominios, sino de toda la cristiandad, hubo que experimentar la deslealtad de Francisco I que buscó
la alianza con los turcos.
La aparición del protestantismo en Alemania, que estaba destinado a tener las más profundas
consecuencias en la política de los estados y en la cultura occidental, se inició en un conflicto local que pronto
derivó en un movimiento herético de gran fuerza. Martín Lutero, atormentado por el problema de la salvación y
convencido de la imperfección humana, sustentó la idea de que el justo se salva por la fe y no por sus acciones. El
libre examen era la forma de comunicarse con Dios, sin la tuición de la Iglesia, que había caído en toda clase de
corruptelas.
El papa León X condenó el movimiento y lo propio hizo Carlos V después de escuchar al heresiarca en la
dieta de Worms, donde se negó a retractarse. La grave situación creada por una herejía que cundía rápidamente,
en momentos que las fuerzas imperiales debían luchar contra Francia y los turcos, obligó al Emperador a actuar
con calma y buscar un arreglo; pero sus esfuerzos fueron inútiles y debió recurrir a las armas para derrotar a los
protestantes que habían formado la Liga de Smalkalda. En la batalla de Mühlberg obtuvo una brillante victoria,
tras la cual aún demostró su espíritu de conciliación. Pero cansado de una brega tan larga y de la contumacia de
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los protestantes, permitió que en 1555, en la dieta de Augsburgo, se llegase a un acuerdo entre aquéllos y los
católicos.
Ese acuerdo daba carta blanca a la existencia del protestantismo y significó para Carlos V, ya agotado por
los duros trabajos de su vida, un doloroso revés.
El pueblo español, aunque no se vio envuelto directamente en el problema alemán, había sentido tocada
su conciencia religiosa que, por otra parte, se exaltaba en la lucha continua contra los turcos y los berberiscos.
En el fondo, España había aceptado una misión universal y esa perspectiva entusiasmaba a su gente pese a
los esfuerzos que irrogaba. Los triunfos en lugares lejanos, la fama de sus capitanes, la lucha religiosa, el arribo
de embajadas de los países más diversos, el papel de primer orden de su rey, la expansión por mares y
continentes y la adquisición de grandes riquezas, la habían transformado en la potencia hegemónica y eso era
más que suficiente para hinchar el pecho de su gente. En todas partes donde el emperador movilizaba sus tropas,
ahí estaban sus fieles españoles, que fueron su apoyo más seguro.
El mismo emperador había terminado españolizándose: había llegado a hablar el idioma con perfección
y se enorgullecía de usarlo. En cierta ocasión, delante del papa, espetó a un obispo francés que oficiaba de
embajador y que entendía sus palabras con dificultad: "Señor obispo, entiéndame si quiere y no espere de mí
otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble, que merece ser sabida y entendida de toda la
gente cristiana".
Consecuente con su cariño por España, después de abdicar sus poderes, agobiado por las graves
responsabilidades que le habían embargado y aquejado su cuerpo por dolorosa enfermedad, se retiró en
1556 al monasterio de Yuste, en Extremadura, para pasar los últimos años de su existencia.
Los dominios reunidos por Carlos V, que habían carecido de cohesión geográfica y de estructura orgánica,
fueron desmembrados de la siguiente manera: las posesiones alemanas quedaron en poder de su hermano
Fernando, que luego fue elegido emperador, mientras Felipe II, su hijo, recibió en patrimonio Castilla y los
territorios americanos, Aragón, el Rosellón, Cerdeña, el Milanesado, Nápoles, Sicilia, los diversos puntos
ocupados en África del norte, el Francocondado y los Países Bajos.

Desde entonces los Habsburgos españoles quedaron separados de la dinastía austríaca, pero entre ambas
casas hubo lazos de simpatía y comprensión.
A diferencia de su padre, Felipe fue un rey esencialmente español. Nacido en Valladolid y criado en su
patria, se sentía español, sin que el deambular de la corte y los compromisos oficiales en diversos países,
mientras fue príncipe heredero, le alejasen de su pueblo. Sus maestros y consejeros le dieron una férrea
formación religiosa y en los años de madurez, su vida, encerrada entre los muros de los palacios, parecía la de
un asceta más que la del monarca de medio mundo.
Con un sentido riguroso de su responsabilidad, se preocupaba hasta el detalle de los asuntos de sus
dominios, abocándose a su estudio y centralizando en extremo las decisiones. Informes, expedientes y toda
clase de papeles llenaban su despacho, esperando largos plazos para ser revisados. Los archivos crecían,
amanuenses y covachuelistas se movían diligentes, mientras los consejos reales y los altos funcionarios
asesoraban al monarca y aguardaban sus decisiones. Burocracia y lentitud caracterizaron el reinado; pero esa
minucia era parte de un esfuerzo por establecer una sólida organización, decidir con pleno conocimiento y
hacer llegar la voluntad real hasta el rincón más apartado.
Al subir al trono Felipe II, la situación financiera era desastrosa. Los enormes gastos de la corte, el
financiamiento de las guerras, la concesión de rentas y privilegios, el endeudamiento con banqueros y
mercaderes y la enajenación de las entradas futuras, conformaban una situación de quiebra. Hubo que poner
arreglo en las cuentas, escrutadas personalmente por el rey, negociar con los acreedores para aplazar el
vencimiento de las deudas y modificar sus condiciones, establecer nuevos impuestos, obtener subsidios
especiales de las cortes y donativos de los grandes señores y empresarios. A ello se agregó afortunadamente la
plata americana, que con la explotación de Potosí alcanzó una afluencia asombrosa. Así se pudo aliviar la
situación al cabo de algunos años, pero numerosas obligaciones y necesidades provocarían retrocesos
sucesivos.

Las colonias del Nuevo Mundo alcanzaron una organización estable que ya no tendría variaciones hasta el
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siglo XVIII. Virreyes y gobernadores tuvieron atribuciones precisas dentro del marco burocrático del estado
moderno, olvidadas ya las concesiones y privilegios personales que tuvieron los jefes conquistadores. El
monopolio comercial y la navegación controlada de las flotas tomó sus formas más restrictivas; la tributación
de los indios bajo el sistema de encomiendas quedó reglamentada con variaciones regionales dentro de una
tendencia uniformadora; la Iglesia, la actividad misionera y la enseñanza superior se cimentaron sobre bases
sólidas, etc.
En Sudamérica, el desempeño del virrey don Francisco de Toledo "supremo organizador del Perú", se
tradujo en un amplio ordenamiento y reglamentación de la actividad colonial, que abarcó la minería, el trabajo de
los indígenas y la propiedad de sus tierras, la real hacienda y mil otros aspectos. Las "ordenanzas" del virrey,
relativas a muchas materias, constituyeron una reglamentación que sobrevivió a través de los siglos y sirvió de
pauta en las otras colonias hispanoamericanas.
Se había entrado de lleno en la etapa colonial y, por otra parte, el mundo americano comenzaba su fuerte
gravitación en la totalidad del imperio.
El panorama europeo es menos halagüeño aun cuando el impulso ascendente todavía guía a España.
Un triunfo internacional íntimamente ligado con la expansión colonial fue la coronación de Felipe II
como rey de Portugal, a cuyo trono tenía ciertos derechos hereditarios, que tuvo que hacer valer mediante una
fácil campaña militar. Ese hecho significó la unidad ibérica, aunque Portugal conservó todas sus instituciones
y jamás vio extinguirse su espíritu nacional.
El reino lusitano aportó a Felipe su extenso imperio que, con la excepción del Brasil, era más bien una red
marítima con valiosas islas, pequeños territorios y factorías con gran ajetreo
comercial. Entre aquellas posesiones deben destacarse las islas de Cabo Verde, Madera y Azores en la ruta de
América, Fernando Poo y Annobon en las cercanías de África, los territorios de Guinea, Congo, Angola y
Mozambique. En Asia los establecimientos del Golfo Persa, en la India los puertos de Goa, Cananor y otros,
Malaca,.Macao en la China, y las islas Molucas y Timor en Oceanía. Si a ello se agrega la incorporación de
Filipinas a la corona castellana, se completa la geografía de los dominios de Felipe II.
En la lucha contra los musulmanes, que seguían sus depredaciones en el Mediterráneo, las flotas aliadas
veneciana, pontificia y española, tripuladas por 50.000 hombres de mar y 30.000 soldados y dirigidas por don
Juan de Austria, hermano natural del rey, obtuvieron en 1571 la resonante victoria de Lepante. Ese triunfo, que
dio a España el carácter de campeona de la cristiandad, pues había sido el alma y principal apoyo de la empresa,
contuvo a turcos y árabes sin poner término a sus ataques esporádicos.
La lucha con Francia, muerto ya Francisco I, entró en un período de apaciguamiento después de una
campaña que puso a las tropas de Felipe II a las puertas de París. Afortunadamente, la prudencia y el espíritu de
conciliación del monarca evitaron males mayores y facilitaron un arreglo entre los dos países. En cambio, los
Países Bajos e Inglaterra constituyeron un "quebradero de cabeza y el motivo de duros fracasos.
Antes de subir al trono de España, Felipe había casado con la reina María Tudor de Inglaterra, que por su
religión católica era mirada con recelo por la mayoría de sus súbditos, adeptos del anglicanismo. El
fallecimiento de la reina, ocurrido poco tiempo más tarde, y la coronación de Isabel Tudor, que hizo retornar a
los anglicanos al poder, alejó a Felipe II que debió ocuparse del gobierno de sus dominios, mientras la más dura
hostilidad se desencadenaba contra los católicos ingleses.
En Flandes, mientras tanto, habían surgido otros problemas. Felipe era considerado un monarca
extranjero escasamente informado de los asuntos del país y que no tuvo siquiera la preocupación de visitarlo
durante su reinado. El espíritu nacionalista miraba con malos ojos la presencia de tropas españolas y a todo eso
vino a agregarse la expansión del calvinismo para acentuar los recelos.
En el plano económico, los intereses comerciales de la poderosa burguesía flamenca, en contacto con
Inglaterra y los países del norte, pugnaban por desenvolverse libremente, llegando a coincidir con los ideales
libertarios que afloraban en la nobleza local.
La intransigencia religiosa de Felipe II desencadenó el conflicto, que habría de prolongarse durante
cinco décadas en sus etapas más violentas. A los ataques de los calvinistas contra las iglesias respondió el rey
con el envío del duque de Alba al mando de fuerte; contingentes que impusieron su autoridad en forma
severa. El conflicto, que aún era reducido por las crueldades se transformó en un movimiento irresistible que fue
imposible ahogar. Se sucedieron diversos gobernantes, fracasando unos tras otros, mientras la guerra consumí;
9

hombres, pertrechos y recursos. Las grandes figuras militares, entre ellas don Juan de Austria; Alejandro
Farnesio, haciendo prodigios de resistencia con sus tercios, evitaron el descalabre total.
El enfrentamiento con Inglaterra estuvo íntimamente ligado al problema de Flandes cuyos rebeldes
recibían la ayuda de la isla. Además, corsarios y piratas ingleses atacaban en las rutas de América a las naves de
su comercio y llevaban su audacia a presentarse en los mismos puertos españoles. Para concluir con esos
problemas, Felipe se decidió a efectuar una invasión en 1588 y ordenó la construcción de una poderosa armada
que debía recalar en Flandes, para embarcar cerca de 60.000 hombres. La Invencible Armada, como se la
conoce, contaba con más de sesenta grandes navíos de guerra y otros tantos de menor calado.
La importancia de aquella fuerza expedicionaria debió haberle dado el triunfo, pero una serie de sucesos
malograron su objetivo. Poco antes de su partida falleció el mejor marino
español, don Álvaro de Bazán, y el mando fue entregado por el rey, en un acto incomprensible, al duque de
Medina Sidonia, que carecía de experiencia.
Pero el fracaso se debió a la excelente táctica y pericia de los marinos ingleses, entre los que se contaban
Howard y Drake, que en lugar de trabar una batalla al abordaje, como era la vieja costumbre, prefirieron
combatir desde la distancia empleando la artillería. Sus naves eran pequeñas y más marineras que los pesados
navios españoles y ello les permitió maniobrar con rapidez en las aguas del canal de la Mancha. La nota española
sufrió graves pérdidas y fracasada ya la posibilidad de llevar adelante la invasión, debió soportar una terrible
tempestad que causó nuevos daños e hizo naufragar a muchas de las naves que restaban. Las que lograron ponerse
en salvo se dirigieron al Mar del Norte para rodear las islas británicas y regresar a España.
Mientras los sucesos internacionales indicaban que el poder español estaba periclitando, dentro de España
había síntomas desalentadores.
Entre los moriscos de la región de Granada se había ido creando un descontento por la discriminación de
que eran objeto en una sociedad que los miraba con recelo y menosprecio. Algunas medidas económicas, como
la confiscación de tierras y el alza del impuesto a la seda, cuya elaboración era una de sus principales
actividades, aumentaron aun más el descontento hasta que las medidas dictadas en 1567, que les prohibían el
uso de sus vestimentas típicas, su idioma y sus ceremonias, desataron la rebelión.
Refugiados en las serranías de Alpujarras, los moros opusieron una fiera resistencia, hasta ser derrotados
en 1571, con las pérdidas humanas y materiales que era de temer y con un grave deterioro de la convivencia. Un
tercio de los sublevados pereció, muchos sobrevivientes fueron esclavizados y otros dispersados.
Los últimos años del reinado transcurrieron dentro de aprietos financieros a causa de los enormes gastos
que debía atender la real hacienda en un imperio tan extenso y envuelto permanentemente en conflictos. El afán
por regularizar esa situación en los primeros tiempos y las medidas que entonces se tomaron, a la postre
resultaron insuficientes y ni siquiera los tesoros americanos pudieron solventar los gastos.
Tan desastroso llegó a ser el estado de las finanzas, que al morir el rey el endeudamiento total equivalía a
las entradas de siete años.
Otro orden de hechos, íntimamente ligados a la vida de la corte, significaron experiencias dolorosas que
presagiaban la descomposición moral. Los desvaríos mentales del príncipe Carlos, heredero del trono, que debió
ser recluido en sus habitaciones hasta su misteriosa muerte, y el asesinato del secretario de don Juan de Austria,
autorizado por el rey a insinuación de su confidente Antonio Pérez, pusieron una nota negra en la vida palaciega.
Con el agravante de que Felipe II, al conocer que había sido engañado, ordenó la prisión de Pérez sin el menor
éxito. Refugiado éste en Cataluña, fue protegido por los fueros locales y debieron destacarse tropas para
someter a los rebeldes que se oponían a la intromisión real.
El resultado deplorable fue la ejecución del justicia mayor Juan de Lanuza, defensor de los derechos
catalanes, mientras el culpable de todo huía al extranjero.
Entre esos sinsabores transcurrieron los últimos años de Felipe II, quien sin dejar nunca los asuntos
oficiales recluyó su existencia en el monasterio de El Escorial. Aquella imponente y sobria construcción del más
puro estilo clásico, erigida por el monarca en los faldeos de la sierra de Guadarrama, fue a la vez un lugar de
retiro espiritual y centro aislado del más poderoso imperio que jamás haya existido. Era la síntesis de la tarea
terrenal de la monarquía que sólo encontraba sentido en comunicación con la divinidad.

En su modesta habitación, con aspecto de celda, que abría un ventanuco hacia el altar de la iglesia para
10

asistir al sacrificio de la misa, Felipe consumió sus días aquejado de dolorosa enfermedad mientras su cuerpo se
cubría de horribles llagas. "Es la prueba que me envía el Señor", afirmaba con resignación, convencido de que
no obstante todo su poder no pasaba de ser un hombre.
Con el fallecimiento del célebre rey, ocurrido al aproximarse el otoño de 1598, se cierra la gran etapa
formativa de España y de su imperio, algo más de un siglo bullente de vida, choques y oportunidades, que vio
partir a los conquistadores de América.

Hidalgos en busca de posición

La sociedad española formada en la lucha secular contra el moro perfiló sus categorías sociales de manera
nítida, adquiriendo una estructura y costumbres destinadas a larga vigencia. En ella se cumplió claramente el
aforismo medieval de que los caballeros combaten, los sacerdotes oran y los villanos trabajan.
La necesidad bélica y el sentido heroico de la vida valoraban especialmente todo lo que se relacionase con
ellas y así el guerrero llegó a ser un arquetipo idealizado al que se concedían todas las virtudes. Era el mejor
símbolo de una sociedad apremiada por la lucha constante para sobrevivir o ampliar el territorio en que
desenvolvía sus actividades. Al mismo tiempo, la fortuna acumulada en la lucha de la reconquista en forma de
botín y de tierras, elevaba su condición 'e influía en su situación dentro de la nobleza2. Los más modestos, que
podían adquirir un caballo, pasaban a ser caballeros y desde ahí hacia arriba otros bienes, especialmente la
propiedad de la tierra, les distribuían en la estructura nobiliaria.
El poder representado por la espada, la riqueza y la estimación colectiva, fueron la base de privilegios
especiales acumulados por los guerreros más afortunados. Así el derecho de jurisdicción, la explotación del
trabajo de sus vasallos, el cobro de tributos, la propia exención del pago de contribuciones y, en general, el
papel preponderante, no ajeno a los abusos, colocaban a los señores a la cabeza de la sociedad
A ello debe agregarse la acumulación de riquezas provenientes de la explotación de la tierra, que
conformaba sus entradas regulares, mientras el botín y el pillaje eran sólo circunstanciales.
Esas características se encontraban morigeradas en el siglo XVI, sobre todo después de los cambios sufridos
por la sociedad y la acción de los Reyes Católicos, pero sobrevivían algunos de sus rasgos y mucho de la ética
señorial.
Dentro del estamento noble se podían distinguir varias categorías marcadas por diferencias
profundas. En la cúspide se encontraban los "grandes", que eran seguidos por los "nobles con título", vale decir,
duques, condes y marqueses. Todos ellos no sumaban más de sesenta en Castilla al comenzar el reinado de
Carlos V, pero disfrutaban del poder social y de gran parte de la riqueza privada3. Aunque el desarrollo inicial del
capitalismo comercial había deteriorado las condiciones económicas del mundo rural, los señores mantenían con
decoro su posición de grandes propietarios de tierras y de las instalaciones agrarias, como asimismo muchos
de ellos seguían detentando la posesión de castillos.
En un nivel más bajo, los comendadores de las cuatro órdenes de caballería, que sumaban menos de ciento
noventa, y otros miembros, poseían regulares rentas y privilegios, antes que aquellas instituciones tomasen un
carácter honorífico sin provechos materiales.
Los caballeros ocupaban también una situación más o menos holgada, eran un elemento urbano cuya
calificación era muy superior al simple hecho de poseer caballo para combatir, de donde se había originado el
término.

El nivel más bajo de la nobleza estaba compuesto por los hidalgos, cuyas familias alcanzaban a la alta

2
José Ángel García de Cortázar, La época medieval en Historia de España, Alfaguara II (Madrid, 1973),
cap. 5.
3
Las cifras relativas a la sociedad las hemos tomado de El Antiguo Régimen: los Reyes Católicos y los
Austrias de Antonio Domínguez Ortiz, en Historia de España, Alfaguara III (Madrid, 1973), cap. 6
11

cifra de 133.476 en Castilla a fines del siglo XVI. Los había de diversas categorías, desde los hidalgos
notorios hasta los llamados de gotera, cuya situación les era reconocida solamente dentro de los límites de su
pueblo. Entre medio estaban los hidalgos de solar conocido, cuya calidad provenía de la posesión de casa
solariega, que solía ostentar el escudo grabado en piedra. Este podía ser de mayor o menor tamaño, de
magnífica o pobre factura, de acuerdo con la fortuna de la familia.
Hidalgos por los cuatro costados eran aquellos que descendían de abuelos paternos y maternos de
condición hidalga.
Un caso singular lo constituyeron los vascos que, movidos por un espíritu de igualdad, obtuvieron que les
fuera reconocida masivamente la hidalguía.
Al igual que todos los nobles, los hidalgos no pagaban contribuciones y ésa era una razón más para hacer
valer su condición. En América, sin embargo, ese privilegio no fue reconocido.
Uno de los aspectos más interesantes en la vida de la nobleza, desde el rango más bajo hasta el más alto,
fue el culto de la honra, principio moral que guiaba sus pasos. Se trataba no sólo de la valentía y la honestidad,
sino de normas de conducta que recuerdan vagamente las leyes de la caballería andante: el proceder recto, el
amparo de los débiles, la defensa de la justicia, el servicio del rey y, en fin, todo aquello que daba prestigio
moral al hombre. Por esta misma razón estaba muy ligada al espíritu religioso y, en otro plano, al servicio
de la comunidad.
La honra se heredaba, había que mantenerla y era posible acrecentarla mediante el esfuerzo en la
práctica de las virtudes. La riqueza también realzaba la honra y obtenerla era otra forma de mejorar en la
estimación social. Un conquistador de Chile consideraba en 1562 que para un hidalgo una renta anual de ocho
o diez mil pesos era "menester para sustentarse honradamente, conforme a su calidad"4. Pero el dinero tenía
por objeto llevar una vida ostentosa, ser pródigo y generoso con amigos y servidores, porque la tacañería y la
avaricia afeaban la conducta y deterioraban la honra.
El trabajo manual y los oficios viles, esto es de villanos, estaban reñidos con la honra y quien se dedicaba
a ellos perdía su hidalguía. Una concepción tan singular, que inclinaba al ocio y a vivir del trabajo de los demás,
derivaba de la mentalidad bélica de la sociedad, preocupada de que los guerreros se dedicasen sólo a la lucha y
a prepararse para ella. De ahí la ejercitación en las armas, los juegos caballerescos y los torneos, y la práctica
de la caza que servía de distracción y de preparación física.
Semejante sistema había podido existir en una sociedad dividida en estamentos, donde los campesinos y
los vasallos de los señores habían sustentado el esfuerzo productivo. Pero debilitada esa situación, y
concluidas las guerras de la reconquista que daban lugar al pillaje, las condiciones de vida se tornaban patéticas
para los hidalgos pobres, que seguían mirando con desprecio los oficios.
El código ético de la nobleza, casi es innecesario decirlo, constituía sólo una concepción ideal para
moldear la conducta de sus miembros; pero en el diario acontecer su cumplimiento se relajaba según la
consistencia moral de cada uno. Muchos abusos y hasta las más grandes bellaquerías menudeaban a medida que
se bajaba en la escala nobiliaria.
El grupo de los hidalgos, que es el que más nos interesa, vivía de preferencia en aldeas y pueblos de
marcado sabor rural, donde sus casas solariegas o de calificación menos pomposa, se apretujaban en callejuelas
desordenadas. Muchos poseían cortas tierras agrícolas y ganados entregados a muchachos pastores, pero un
gran número vivía en condiciones cercanas a la indigencia y no faltaban los que entraban en la categoría de
mendigos. Su tono y sus ademanes eran altaneros, aunque bajo la capa y junto a la espada, que eran de uso
riguroso, se ocultaban los andrajos.
Su carencia de situación les obligaba a vivir de la guerra y la aventura, siendo un elemento siempre
disponible allí donde se necesitase gente intrépida. Muchos andaban en busca de oportunidades, corriendo
lances y viviendo a salto de la mata. Así los presenta Cervantes, viajando por los caminos y de paso en las
ventas, rozándose con arrieros, truhanes y cuadrilleros de la Santa Hermandad.

El gran drama de los hidalgos era su calidad de nobles y la imposibilidad de vivir como

4
"Probanza de méritos y servicios de Santiago de Azoca". CDIHCh, tomo XII, pág. 77. Interesantes y bien
fundamentadas consideraciones sobre la riqueza y la honra contiene La transformación social del
conquistador (México, 1953), de José Durand.
12

grandes señores.
El paso de los nobles a América ha llamado permanentemente la atención de los historiadores,
dándose por sentado que el grueso de los contingentes estaba formado por hidalgos. El error ha provenido de
las frases de los cronistas que al referirse a cualquier hueste conquistadora expresan que estaba compuesta por
gran número de hidalgos. Sin embargo, si se leen con atención esos testimonios se comprueba que nunca
manifiestan que la mayoría fuera de hidalgos, resultando así una apreciación discutible. ¿Cuántos hidalgos
constituían un gran número para los cronistas?
Para entender la opinión de ellos, debe considerarse que escribían bajo la impresión del panorama de
España, donde la proporción de hidalgos en la población era más reducida. Al parecer, la cifra sería de ll,6°/o
mientras en América ese porcentaje fue por lo menos duplicado5.
Debe tenerse en cuenta, además, el afán constante de los cronistas por ennoblecer a los grupos de
conquistadores, como una manera de hacer resaltar sus hazañas. Los mismos protagonistas, por lo demás,
preocupados de señalar sus méritos, en las informaciones de servicios que enviaban a la corte se atribuían
categorías superiores a las que les correspondían. El hidalgo pobretón se hacía pasar por hidalgo de solar
conocido y el villano de manos encallecidas en un oficio artesanal aludía vagamente a su hidalguía. La distancia
de América y la connivencia de los amigos que apoyaban su testimonio, ocultaba la superchería.
Contribuye también a una falsa apreciación el hecho de que en los documentos figuren de preferencia
los hidalgos, cosa comprensible porque solían ser los que se destacaban y obtenían las posiciones de
importancia. El error ha sido fomentado aun por los genealogistas y los hispanistas de viejo estilo, preocupados
de descubrir brillantes linajes y de dar realce a la conquista de América.
El estudio concienzudo de todos los antecedentes arroja un resultado muy distinto. Los hidalgos no sólo
no eran la mayoría, sino que correspondían a un porcentaje relativamente bajo de los que emigraron a América.
Entre los 168 hombres que se encontraron con Pizarro en el apresamiento de Atahualpa en Cajamarca,
alrededor de 38 eran hidalgos, lo que significa un 22,6°/o, existiendo un margen de soldados sin datos sobre su
nivel social6.
En Chile, durante el período 1536-1565, figuran 209 hidalgos en un total de 792 personas con
información, lo que representa un 26,38°/o. Sin embargo, este porcentaje no es representativo de la
realidad, ya que figuran además 1.900 hombres sin datos, que debieron ser en su inmensa mayoría de origen
villano y plebeyo. Este hecho resulta lógico si se considera que esta gente era la que dejaba menos huella en la
documentación, mientras los hidalgos solían tener mayor figuración por su situación social. Por estas razones y
por estudios comparativos puede afirmarse que los hidalgos no alcanzaron a ser el 20°/o de los conquistadores de
Chile7.
Los hidalgos que pasaron al Nuevo Mundo eran generalmente de los estratos modestos y encubrían su
categoría bajo la designación genérica de hidalgos. Cuando eran de solar conocido o notorio, procuraban que así
constase.

En cuanto a los nobles con título, virtualmente estuvieron ausentes de la conquista y sólo se les encuentra
5
Nos atenemos a los datos de Domínguez Ortiz en El antiguo régimen, pág. 72, donde señala la existencia de 1.148.674
vecinos y 133.476 hidalgos en Castilla el año 1591.
6
James Lockhart, The Men of Cajamarca (Texas, 1972).
7
El porcentaje que señalamos ha sido establecido en la investigación que hemos titulado "La sociedad de la Conquista" que
estamos realizando con la colaboración de las señoras Mariana Silva y Sonia Pinto y del señor Sergio Vergara. En dicho estudio
se analizan las características de 2.692 hombres y 814 mujeres que llegaron a Chile entre 1536 y 1565.La investigación aludida
se basa fundamentalmente en las obras de Tomás Thayer Ojeda, la Colección de documentos inéditos para la historia de
Chile,|de José T. Medina, y diversas monografías.En general, nuestras conclusiones coinciden con otras investigaciones más o
menos recientes. Thayer Ojeda en Valdivia y sus compañeros (Santiago, 1950) anota la presencia de 39 caballeros e hidalgos
entre los 150 hombres que componían la hueste que llegó al valle del Mapocho, lo que arroja un 26°/o.
Mucho menor es la proporción que establece Mario Góngora en Los grupos de conquistadores en Tierra Firme (Santiago,
1962), que en una lista de 88 conquistadores descubre sólo 3 hidalgos y 8 escuderos, estos últimos no necesariamente nobles.
Ángel Rosenblat en Los conquistadores y su lengua (Caracas, 1977) vierte informaciones y opiniones contradictorias. Por una
parte, transcribe testimonios de cronistas que indican una gran mayoría de
hidalgos y, paradójicamente, estima que acaso formaron el 15°/o. Véase págs. 17, 21, 60 et passim.
13

por rara excepción, como a don Andrés de Mendoza, marqués de Cañete, y su hijo don García Hurtado de
Mendoza, que con posterioridad a su estancia en Chile heredó aquel título. Pero en ambos casos se trata, más
que de típicos conquistadores, de altos funcionarios del estado.
Hubo también caballeros de gran alcurnia, como Pedradas Dávila, gobernador de Panamá, y don Pedro de
Mendoza, que procuró colonizar en el Río de la Plata.

Villanos y plebeyos en la aventura

En la época de transición de la Edad Media al Renacimiento, las personas que no pertenecían al


estamento nobiliario eran designadas, en España, como plebeyos y villanos. Los primeros correspondían al
elemento urbano que desempeñaba toda clase de oficios y los segundos a los pobladores de las villas ligados al
trabajo rural. En ambos sectores existía una estratificación, desde los grupos de mayor pobreza a otros que
disfrutaban de regular fortuna.
El término de villanos, aunque designaba a personas de menor consideración social, no estaba cargado
del sentido de desprecio que adquirió después.
Para una adecuada comprensión de las cosas debe tenerse presente también que la milicia no era ajena a
villanos y plebeyos cuando existía algún peligro o era necesario emprender campañas de largo aliento. Entonces
se levantaba bandera de enganche en algunos lugares públicos y al son de tambores se atraía a los más inquietos,
prometiéndoles recompensas y la posibilidad del botín.
La importancia militar de aquellos elementos se hizo mayor con la introducción de la artillería, el
transporte y lo que hoy llamaríamos ingeniería militar, pues esas artes, que tenían más semejanza con el trabajo
que con la lucha, no atraían a los guerreros. Pero por sobre todo fue el éxito de la infantería con sus cuadros de
piqueros, que a imitación de los peones suizos y los Landsknecht alemanes se lucieron en las guerras de Italia
y Flandes, lo que hizo indispensable el empleo de muchos hombres de modesto origen.
El cronista Oviedo, refiriéndose a la conquista de Puerto Rico se admiraba de la participación de
villanos en la lucha, señalando una diferencia entre la inclinación guerrera de la nación española en comparación
con otras: "... en Italia, Francia y en los demás reinos del mundo, solamente los nobles y caballeros son especial
o naturalmente ejercitados o dedicados a la guerra... y las otras gentes populares, e los que son dados a las artes
mecánicas e la agricultura e gente plebeya, pocos dellos son los que se ocupan en las armas o las quieren. Pero en
nuestra nación española no parece sino que comúnmente todos los hombres nacieron principal y especialmente
dedicados a las armas y a su ejercicio, y les son ellas e la guerra tan apropiada cosa, que todo lo demás les es
accesorio, e de todo se desocupan de grado para la milicia"8.
La situación de los villanos había mejorado hacia la época de la Conquista por la desaparición de la
servidumbre y el relajamiento de las obligaciones de los campesinos para con los señores en Castilla y sus reinos
anexos. Una situación favorable significó también la tranquilidad reinante en los campos, que facilitó las
faenas y el transporte, contribuyendo a que los villanos gozasen del producto de sus esfuerzos.
Los plebeyos, por su parte, resultaron favorecidos con el desarrollo del comercio, que giraba en función
de las ciudades, y por la mayor sujeción de éstas al poder real y su ordenamiento.
Es indudable que durante el siglo XVI el ascenso relativo de los villanos y la movilidad operada dentro de
su ámbito fueron hechos de importancia, aunque no llegase a quebrarse la estructura estamental. El teatro del
Siglo de Oro recogió esa situación y se complació presentando tipos de villanos dicharacheros y
desenfadados o invadiendo el escenario con grupos de labriegos, en trajes pintorescos, reclamando con decisión
sus derechos9.
8
9
Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, Historia natural y general de las Indias, libro XVI, cap. VII.
El empleo que a veces hacemos de ejemplos tomados de la literatura no tiene otro objeto que retratar con claridad
determinadas situaciones. De ninguna manera pretendemos que los hechos narrados sean de absoluta fidelidad, aun cuando
suelen ser tomados de la vida real o de antiguos relatos. Nadie puede pensar que los sucesos de Fuenteovejuna, por ejemplo,
fuesen exactamente como los relató Lope de Vega. Por sobre todo, nos interesa coger las ideas y los principios morales que
flotaban en el ambiente, que los literatos suelen expresar con pluma maestra. Ellos escribían para un público que aplaudía sus
obras y, por lo tanto, el éxito dependía de que los móviles de los personajes y el sentido de la trama coincidiesen con las
ideas y los sentimientos de la gente. En esa forma reflejaban el acervo cultural común. Si tomamos un ejemplo anterior a la
época que estamos tratando, el del Poema de Mió Cid, podemos ver con claridad que el personaje, aunque existió y llevó a cabo
las empresas relatadas, la solidez de sus virtudes y sus principios morales debieron ser exageradas por los trovadores, deseosos de
exaltar a sus oyentes, hasta recibir la forma literaria definitiva. De ese modo, el poema expresa la mentalidad de una época.
14

Lope de Vega en El villano en su rincón, aunque el escenario ficticio es el de Francia, nos presenta a Juan
Labrador, nombre genérico de sentido simbólico, que vive dichoso en buena casa en medio de sus trigales,
viñedos y ganados, orgulloso de las virtudes campestres y despreciativo de la vida cortesana.
Pero donde aparece con mayor vigor la existencia de los villanos enriquecidos y su entereza es en El
alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca.
Un destacamento militar al mando de don Lope de Figueroa se dirige al pueblo para aposentar a los
soldados en casa de los vecinos por aquella noche. Antes de llegar, uno de los soldados ya comenta con ironía
que serán alojados en casa de villanos, porque si fuese en casa de hidalgos correrían peligro de morir de hambre.
Juan Crespo, el alcalde, es el campesino más acaudalado y respetable del lugar y en su casa se aloja don
Lope, que es un viejo militar de las guerras de Flandes, duro de carácter pero recto. Entre ambos personajes se
insinúa y luego estalla el choque entre la mentalidad villana y la hidalga. Crespo brinda gustoso la hospitalidad
de su casa, pero no ceja en voluntad frente al militar. Jura y reniega igual que él, responde con iguales palabras y
ademanes bruscos, dando a entender el respeto que merece. Una oculta simpatía surge entre los dos personajes y
don Lope, agradecido del buen trato solicita a Crespo llevarse su hijo como soldado. Ello da oportunidad al viejo
villano de dar consejos llenos de sabiduría a su hijo, recomendándole no avergonzarse de su condición y
agradecer a la vez el honor que le hace don Lope.
El drama se desencadena cuando uno de los capitanes de don Lope viola a la hija de Crespo y éste en su
condición de juez hace ajusticiar al culpable, atropellando el fuero militar. Las cosas amenazan empeorar con la
indignación de don Lope, pero el rey llega inesperadamente e informado de los hechos dictamina que lo
ejecutado está bien, aunque la causa correspondía a un tribunal militar y el alcalde es perdonado, "que errar lo
menos no importa, si acertó lo principal". Además, el monarca concede a Crespo la alcaldía perpetua de
Zalamea. Sería difícil encontrar en otra obra literaria mayor cantidad de elementos representativos de una época
de transición.
Los villanos que emigraron a América no fueron los más acomodados, sino los más pobres, pero
estaban animados de cierta prestancia y muchos tenían aspiraciones mayores. Lo mismo ocurre con los plebeyos,
que por sus actividades y residir en centros más poblados tenían mayores inquietudes y oportunidades.
En los primeros tiempos de la conquista de Chile los hombres de condición modesta pasaron en calidad
de soldados, pero pronto la mayoría debió comenzar a ejercer sus oficios en las ciudades recién fundadas, ya
que las buenas granjerias quedaron de preferencia en mano de los hidalgos.
Cada vez que fue necesario emprender algún tipo de trabajo hubo gente capacitada para hacerlo, así se
tratase de establecer faenas mineras, construir naves o carretas, reparar armas y levantar casas, sin contar los
oficios corrientes de sastres, zapateros, herreros y muchos otros.
Las tareas más humildes fueron las de campesinos, pastores, mineros y albañiles. Una condición mejor
tuvieron los artesanos, entre los cuales contamos hasta 1565, por lo menos, 25 sastres, 11 calceteros, 12
zapateros, 19 carpinteros, 16 herreros y 8 plateros. Hubo cantidades menores de fundidores, espaderos y
silleros10.
En los oficios figuran 24 barberos y cirujanos, 6 maestros de escuela y, como curiosidad, 1 músico y 1
bailarín.
Es obvio que esas cifras son muy incompletas, pero sirven al menos para percibir la proporción de los
dedicados a las diversas tareas.
Los personajes que poseían cualquier oficio tuvieron buenos alicientes, porque con su trabajo obtenían
ganancias adecuadas, pudiendo los más responsables reunir sumas importantes para su condición.
Los médicos, cirujanos, sangradores y boticarios, que solían atender a los enfermos y heridos, cobraban
sumas apreciables por sus servicios, variando según el grado de competencia. Médicos y cirujanos, en el
despertar de los estudios de medicina eran los más estimados, mientras que sangradores y boticarios, algunos
de ellos yerbateros, eran menos apreciados. Pero dadas las necesidades, había que recurrir a cualquiera y este
hecho permitía que los menos expertos se hiciesen pasar por médicos y cirujanos. A veces, algún soldado hábil
asumía el papel de curador práctico.

Entre los hombres de Cortés hubo un cirujano que curaba heridas a excesivos precios y un boticario y

10
Investigación citada, "La sociedad de la Conquista".
15

barbero que también ejercía de médico11.


En Chile hubo dos hermanos de apellido Bazán, uno cirujano y boticario y el otro herrero, que eran
muy bien pagados, aunque el primero dejó serias dudas sobre su competencia12. Pero el ejemplo más claro es
el del médico Hernando Enríquez, que junto con otro de apellido Marín, estuvo al servicio de Almagro. Ambos
poseían algún conocimiento de medicina y pasaban por bachilleres. Marín acompañó a la expedición desde su
salida del Cuzco y Enríquez se le juntó en Copiapó al regresar al Perú13.
Almagro prometió a Marín mejores recompensas que a los demás, bajo condición de que le cuidase a él y
atendiese a los expedicionarios. En Copiapó, el Adelantado aceptó también a Enríquez, que llegó con sus armas y
caballo, y "le tomó por hábil y suficiente en el dicho oficio de cirujano e que tenía muy buena gracia en curar".
No le asignó sueldo, pero prometió pagarle más adelante por todos sus servicios.

Cada curación hecha por Enríquez con los remedios que él mismo proporcionaba, era estimada en 100
pesos de oro aproximadamente, que debieron haber sido pagados en dinero o especies, pero de acuerdo con el
compromiso contraído con Almagro, no cobraba, estimándose que por los veinte meses que estuvo al servicio de
aquél, merecía una cantidad que fluctuaba entre 3.000 y 5.000 pesos, según los testigos.
La medicina debió estar entre los oficios mejor pagados, pero también dejaban buenos ingresos otros
trabajos, como el de los herreros y los escribanos.
Una consideración especial merecen los "hombres de mar", designación genérica para gente de muy
baja estofa que desempeñaba diversas tareas a bordo. La vida promiscua y no pocas veces nauseabunda en las
naves sólo podía atraer a individuos muy duros. Las tensiones causadas por esas condiciones inclinaban al
delito y los vicios, amparados todavía por una existencia inestable y errabunda. Eran aficionados a beber y
jugar a las cartas; de su boca salían las más gruesas palabras y contínuas blasfemias, que tanta impresión
causaban a la gente de la época.
El trabajo de los marineros aparecía vinculado al corso y la piratería y era frecuente que a bordo
anduviesen mezclados mozos incautos con prófugos de la justicia, homicidas y antiguos galeotes. Las
condenas a galera y el empleo de esclavos en la navegación, que se usó mucho en América, tendían a rebajar aún
más la categoría de la gente de mar.
En opinión del cronista Oviedo, "la mayor parte en los hombres que ejercitan el arte de la mar, hay mucha
falta en sus personas y entendimiento para las cosas de la tierra; porque además de ser, por la mayor parte gente
baja y mal doctrinada, son codiciosos e inclinados a otros vicios, así como gula, e lujuria, e rapiña, e mal
sufridos"14.
Con tales características no es de extrañar que el término de "chusma" con que eran designados se
convirtiese en una expresión peyorativa.
En esa categoría no debe incluirse a los soldados de guarnición, que eran embarcados para la lucha naval y
que tenían sus propios oficiales, siendo sintomático también que muchas veces tuviesen que imponer el orden a
bordo.
Debido a la importancia de la navegación para comunicarse con América y dentro de ella, el número de
marineros fue significativo en la Conquista. En Chile aparecen 54 en los primeros tiempos, sin contar 37
maestres, 11 pilotos y í capitanes, que estaban en un plano superior y escapaban a la calificación de hombres de
mar.
La participación de villanos y plebeyos en la Conquista fue ampliamente mayoritaria. Oviedo señala,
refiriéndose a la época de Colón, que "en aquellos principios, si pasaba un hombre noble y de clara sangre,
venían diez descomedidos y de otros linajes obscuros e bajos", aunque nunca dejaron de pasar hombres de
condición noble.
Una lista de 88 de los fundadores de la ciudad de Panamá en 1519 es útil para conocer la proporción en que

11
Bernal Díaz, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, caps. CL1 y CLV1I.
12
"Información de Francisco de Niebla". CDIHCh, tomo XVII pág. 327. Lautaro Ferrer, Historia general de la
medicina en Chile, (Santiago, 1904).
13
"Información del bachiller Peñaranda sobre cierta manda de Almagro", 1546. CDIHCh, tomo VII, pág. 70.
14
Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, libro II, cap. XII.
16

intervenían los diversos sectores sociales 15. En ella figuran 11 campesinos, 19 artesanos, 7 personas que
prestaban servicios (escribanos, boticarios, etc.) y 16 sin oficio, que indudablemente estaban en muy baja
categoría. Si se suman las personas que prestaban servicios como los artesanos, se tiene un total de 26 plebeyos,
que superan considerablemente a los 11 campesinos.
Figuran, además, 9 hombres de mar, que agregados a los anteriores, suman 62 personas de origen modesto,
ajenos a cualquier categoría nobiliaria. Todavía es posible agregar a esa cifra 12.
personas sin antecedentes, que por no tenerlos debieron ser de baja condición16. Esto entrega aproximadamente
un 84°/o de villanos y plebeyos.
En Cajamarca, los hombres de Pizarro eran en un 67,4°/o villanos y plebeyos y si se agregan a ellos los
que aparecen sin antecedentes, serían el 73,8°/o17.
Para Chile tenemos en el período 1536-1565 la llegada de 583 hombres de origen modesto, en un total
de 792 identificados, lo que arroja un porcentaje de 73,61, quedando sin considerar 1.900 sin datos. Si
pensamos que estos últimos, como ya hemos dicho, debieron ser de manera abrumadora plebeyos y villanos,
por el hecho de dejar menor huella en la documentación, el porcentaje verdadero tuvo que ser mayor. Debió
pasar del 80°/o.
La conquista fue realizada, pues, por plebeyos y villanos.

Mercaderes, funcionarios y sacerdotes

La rígida estratificación de la sociedad hispánica que distribuía a la gente por estamentos, había
comenzado a hacerse más flexible en la Edad Media tardía. Había ámbitos de contacto entre las diversas
categorías, como el caso de los pajes y escuderos, mozos de espuela y palafrenes, que podían ser plebeyos y
que por su función en el séquito señorial tenían buenas expectativas, llegando eventualmente a transformarse en
hidalgos.
Una situación especial representaban también los mercaderes y funcionarios, que por su trabajo y la
importancia social alcanzaron papeles de gran estimación. Eran los exponentes más destacados de la burguesía,
que en España nunca adquirió el relieve que en otros lugares.
Por regla general, los mercaderes que vinieron a América eran personas de poco caudal que traían
pequeños cargamentos de acuerdo con la reducida demanda de los grupos de conquistadores. Solían vender a
crédito, prestaban dinero, remitían caudales a España por cuenta de otros y efectuaban operaciones similares.
También negociaban con productos de la tierra una vez que se asentaban las tareas pacíficas de la colonización.
Solamente algunos de los comerciantes habían tenido ese oficio en España y muchos lo adquirieron en el
Nuevo Mundo para aprovechar oportunidades que se les presentaban. Cualquier plebeyo que obtuviese
ganancias en una expedición o mediante su trabajo, compraba unas cuantas especies que luego podía revender
profitando de la escasez o la angustiosa demanda en un territorio de nueva conquista.
Los hidalgos también aprovechaban esas oportunidades, aunque es difícil calificarlos como
negociantes, porque ése no era el objeto principal de sus afanes.
Por otra parte, los mercaderes, en el primer momento de una conquista, no dejaban de participar como
guerreros, de manera que todas las cosas andaban un poco confundidas.
En España, el encumbramiento de los mercaderes, su mayor cultura, su estilo de vida holgado y los
servicios prestados a la corona, junto con el respeto que infunde la riqueza —"Poderoso caballero es don
Dinero"— habían dado importancia a este sector. Ya no se les miraba con menosprecio y su conducta,
generalmente honesta y muy arreglada, les diferenciaba de su modesto origen plebeyo. Mediante matrimonios se
habían vinculado con familias hidalgas y los reyes habían reconocido a algunos de ellos la categoría de
15
Publicada por Mario Góngora en Los grupos de conquistadores en Tierra Firme, pág. 70.
Nuestra calificación de las personas es algo diferente a la de Góngora a causa de los criterios distintos que hemos empleado.
Especialmente diversa es respecto de los hombres de mar, que no nos parece posible asimilar a los guerreros
16
17
La lista publicada por Góngora se completa con 10 personas de séquito (pajes, escuderos, etc.), 1 piloto y 3 hidalgos.
Lockhart, obra citada, pág. 32.
17

hidalgos. Se trataba, por cierto, de los más encumbrados, mientras los mercachifles, tenderos y buhoneros
seguían en su burda existencia.
El aprecio logrado por los mercaderes se extendió a América, según se desprende del siguiente párrafo
del Inca Garcilaso de la Vega que recuerda la llegada a Cuba de "una muy
hermosa nao de un Diego Pérez, natural de Sevilla, que andaba contratando por aquellas islas y, aunque andaba
en traje de mercader, era muy buen soldado de mar y tierra. No sé cuál fuese la calidad de su persona, más la
nobleza de su condición y la hidalguía que en su conversación, tratos y contratos mostraba decían que
derechamente era hijodalgo porque lo es el que hace hidalguías"18.
Los comerciantes españoles de mayor relieve que trazaron sus líneas hacia América fueron los Espinoza19.
Originarios de una aldea cercana a Burgos se habían trasladado a Medina de Rioseco, cuyas ferias les hicieron
prosperar en los negocios, al mismo tiempo que por enlaces matrimoniales y la dedicación de algunos de ellos a la
jurisprudencia y los cargos públicos, alcanzaron un papel destacado. Cuando la gravitación comercial se trasladó
a Sevilla como intermediaria del comercio americano y de los intereses genoveses y florentinos, que allí
entraban en contacto, la familia centró sus trabajos en esa ciudad.
Las vinculaciones comerciales y la fortuna acumulada les permitieron convertirse en banqueros,
ejerciendo. así las funciones económicas más lucrativas. La red familiar daba cohesión a los negocios y
aseguraba el despacho de ellos a través de sus miembros, dispersos por regiones y países variados.
No menos de cuarenta y cuatro miembros de la familia pasaron a América o mantuvieron relaciones
comerciales con ella. Eran agentes de la casa principal, que además hacían sus propios negocios.
Durante los primeros años de la conquista de Chile figuró un número no inferior a 142 personas dedicadas
a trabajos mercantiles, cifra que da una buena idea de la importancia de este grupo social y de sus funciones.
Muy ligado al anterior por su origen social se encuentra el grupo de los funcionarios. Los de más alto rango
eran los licenciados y doctores en derecho, que por la mayor gravitación del estado centralizado y la
profesionalización de la administración eran requeridos en esas tareas y acentuaban, por lo mismo, su poder
oficial y social. El hecho de que la corona ennobleciese las funciones públicas forma parte de aquel
encumbramiento.
A medida que el estado superpuso su aparato en el Nuevo Mundo, sin que dejase de estar presente desde el
primer momento, fue creciendo el número y la influencia de los funcionarios.
El choque entre la mentalidad guerrera, basada en la fuerza de las armas, y la mentalidad jurídica, derivada
de una ética superior, se encarnó en la pugna de capitanes y letrados, fenómeno frecuente en la historia. Pero
en ello había algo más: los guerreros deseaban disfrutar a sus anchas de la situación que habían ganado con sus
armas y su esfuerzo, cayendo en el abuso y la arbitrariedad, mientras los funcionarios y los abogados
procuraban imponer las normas de la corona y el respeto por lo justo, aunque muchas veces enredasen las cosas
con sus manejos. Suspicacias mutuas daban mayor complejidad a las relaciones de los unos con los otros,
derivadas, por una parte, de la propensión militar de ver sólo lo inmediato y palpable y, por la otra, del espíritu
de la gente con estudios y culta, que percibe con mayor profundidad el acontecer.
Existía, además, la idea generalizada de que en territorios de conquista la actuación de los letrados era
perturbadora y que debía primar la voluntad de los hombres de armas. Tal concepto lo expresa muy bien el
cronista Bernal Díaz del Castillo cuando recuerda que los conquistadores de México suplicaron al rey "que no'
enviase letrados, porque entrando en la tierra la pondrían revuelta con sus libros, e habría pleitos y disensiones".
A lo mismo alude otro cronista, Alonso Borregán, cuando recomienda al rey que no establezca tribunal de la
Audiencia en Chile porque se destruiría la tierra y "los oidores no habrían de ir a conquistar ni descubrir".

La intención de excluir a los abogados no fue extraña a la monarquía, que en 1509 prohibió su paso a
18
La Florida, libro I, cap. IX.
19
Guillermo Lohmann Villena, Les Espinosa: une famille d'hommes d'affaires en Espagne et aux Indes a
l'époque de la colonization (París, 1968
18

América y reiteró la disposición en oportunidades posteriores. En la capitulación celebrada con Almagro


para la conquista de Chile, en 1534, se insistía en la prohibición del paso de "letrados ni procuradores para usar
de sus oficios".
No obstante, la necesidad de imponer el derecho en los territorios que comenzaban a organizarse, obligó a
dejar sin efecto la prohibición y la misma corona debió utilizar los servicios de altos funcionarios con estudios de
derecho.
En 1549 llegó a Chile el primer licenciado, Antonio de las Peñas, a quien Pedro de Valdivia designó
justicia mayor, cargo que correspondía al de juez superior.
Pero siempre el número de hombres de leyes fue muy escaso, derivando su importancia relativa más bien
de las funciones que desempeñaban.
En un nivel más bajo se encontraban otros funcionarios y quienes ejercían los llamados oficios de pluma
tales como escribanos, secretarios, contadores, etc.
Los oficiales reales, que tenían a su cargo la real hacienda, habían sido enaltecidos por la corona en el afán
de hacer respetar convenientemente los intereses económicos del estado. Solían estar presentes en todas las
grandes expediciones y desde luego en cada territorio que comenzaba a organizarse. Ellos mismos se daban
importancia si hemos de dar crédito al Inca Garcilaso, que en la Florida recuerda a un tesorero del rey que se
negaba a hacer ronda en el campamento excusándose con aquella investidura, hasta que el capitán, el famoso
Hernando de Soto, a grandes voces, en medio de la noche hizo reunir a toda la gente, ordenando que oficiales de
la real hacienda o no oficiales, todos debían servir, bajo amenaza de cortar la cabeza a cualquiera que se
resistiese.

El prestigio alcanzado por las funciones reales, el poder que otorgaban y la buena remuneración, hizo
que los hidalgos también se interesasen por cargos de esa índole. Varios casos son recordados por Bernal Díaz
en la conquista de México y por el Inca Garcilaso en la expedición de la Florida20.
El primero señala que incluso un cargo de escribano fue ejercido en México por un "hijodalgo de mucha
bondad y religión, cual se requería y convenía que lo fueran todos los que ejercitaran este oficio pues se les fía la
hacienda, vida y honra de la república".
Si se acepta para el término "funcionario" una acepción amplia, debe también incluirse a todo tipo de
empleados, como administradores, mayordomos y amanuenses, que prestaban sus servicios en forma privada. Su
importancia fue mayor desde el momento en que, establecida la dominación, comenzaron a desenvolverse las
actividades corrientes.
Los sacerdotes que participaron en la conquista no fueron muy numerosos, pero ejercieron una gran
influencia en razón de su investidura. A Chile llegaron 81 sacerdotes entre 1536 y 1565, siendo ese guarismo,
probablemente muy cercano al total, ya que la información sobre sacerdotes suele ser bastante completa.
Hubo, además, 67 que tomaron el hábito en Chile, aunque tal número incluye datos posteriores a 156521.
Debido al carácter del sacerdocio, el clero constituyó otro ámbito de encuentro de la gente de arriba y
de abajo, enlazando con la nobleza y estando siempre abierto a las personas de origen humilde.
Los eclesiásticos, además de cumplir con las tareas propias de su ministerio, participaban en otras
actividades de tipo mundanal que les alejaban de su misión divina. Algunos desempeñaron cargos o
comisiones gubernativas, como el obispo de Panamá fray Tomás de Berlanga, encargado de arreglar la querella
entre Pizarra y Almagro, o el licenciado Pedro la Gasea, enviado por el rey para gobernar el Perú y sofocar la
rebelión de Gonzalo Pizarro.
El comercio y los negocios financieros no fueron ajenos al clero secular ni tampoco la lucha armada
contra los indios cuando la situación era apremiante. Fue el caso del padre Juan Lobo, que el día que los
naturales asaltaron Santiago "andaba como lobo entre ías pobres ovejas", según refiere un cronista.

La participación en asuntos terrenales, en ocasiones arrastraba a los sacerdotes a cometer acciones

20
Verdadera historia de ¡a conquista de la Nueva España, caps. XXI, CXIII y CXXXVI. La Florida,
libro III, cap. XXXVIII; libro IV, cap. XI; libro V (Parte segunda), cap. I.
21
Investigación "La sociedad de la Conquista", ya citada
19

descarriadas, igualándose con el común de los conquistadores.


El cronista del Perú, Francisco Cieza de León, escribe a propósito de la traición de dos clérigos contra el
rey, que "ya es plaga ya dolencia general en estos infelices reinos del Perú no haber traición, ni motín, ni se
piensa cometer otra cualesquier maldad que no se hallen en ellas por autores o consejeros clérigos o frailes, lo
cual ha procedido que debajo de su observancia quieren ser tenidos y reverenciados como a dioses, y ha sido su
soltura grande y a rienda suelta han corrido sin que hallen quien les impida, porque ni los obispos ni priores ni
custodios, les han castigado ni reprendido. Y esto no entienda el lector que es generalmente en todos, porque
sería cosa ridiculosa creerlo, pues sabemos que hay algunos de muy buen ejemplo y bondad e que han
mostrado notable sentimiento por las cosas que veíamos"22.
Para entender la conducta de los eclesiásticos debe tenerse en cuenta que aquella era la época
descompuesta en que se gestó la Reforma y que la situación era peor en la Conquista, donde los hombres eran
arrebatados por un ambiente relajado e inestable, donde concurrían todas las oportunidades y roces
imaginables.

El papel olvidado de la mujer

Dentro de la visión tradicional de la Conquista, que no consideró más que el esfuerzo bélico, casi no
hubo cabida para la mujer, a la que se presentó de manera aislada y anecdótica para recordar algunos rasgos de
valor y carácter. El papel de ella fue, sin embargo, mucho más importante en el proceso dinámico y formativo de
la nueva sociedad.
Debe partirse del hecho, claramente documentado, de que el número de mujeres que llegó a Chile, si bien
más reducido que el de los varones, fue bastante apreciable. Es cierto que ninguna mujer blanca acompañó a
la expedición de Almagro y que con Pedro de Valdivia sólo vino Inés Suárez; pero en años posteriores, en los
diversos refuerzos, llegaron otras y una vez que la vida de las ciudades y el tráfico marítimo adquirieron alguna
estabilidad, el paso de ellas aumentó.
El total de mujeres blancas, mestizas y negras registradas entre los años 1540 y 1565, es de 814, que en
consideración a los 2.692 hombres, representa el 23,21% del elemento que participó en la Conquista. Las
mujeres blancas que se ha logrado identificar son 366, que en relación a los 1.901 hombres de igual raza,
corresponden al 16,14°/o del elemento blanco23.
Ambos porcentajes debieron ser, en realidad, un poco más altos, atento al hecho de disponerse de menos
información sobre la mujer que sobre el hombre.
En los primeros años, como es fácil comprender, el destino de las mujeres era bastante aventurado y
en el corto número de las que arribaron menudeaban las de vida desenvuelta. A medida que la dominación se
fue asentando y comenzaron a obtenerse beneficios, algunos de los conquistadores casados en España hicieron
venir a sus esposas e hijos para establecer aquí su hogar.

La corona estimuló y en algunos casos concretos obligó a los conquistadores a traer a sus esposas o regresar

22 Tercero libro de ¡as guerras civiles del Perú, el cual se llama la Guerra de Quito, cap. CXL.
23 Nuestros datos provienen fundamentalmente de la memoria inédita de la señora Mariana Silva Hübner "La mujer en la
Conquista de Chile". Universidad de Chile, Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia. Santiago,
1977.
James Lockhart en Spanish Perú, pág. 151, indica la presencia de 550 mujeres blancas en el Perú entre 1532 y 1560, estimando
que se trata de una pequeña parte del total.
20

a España a "hacer vida maridable", de acuerdo con una intención moralista y organizadora de la sociedad, como
asimismo con el fin de remediar el desamparo en que quedaban las familias 24 . Para favorecer la
reconstrucción de los hogares en América se otorgaban exenciones tributarias por cierto monto a las "joyas"
que trajesen las esposas, entendiendo por tal a las joyas propiamente, la vajilla y el menaje.
Por regla general, las mujeres de los conquistadores eran acompañadas de otras parientes, que esperaban
contraer matrimonio ventajoso en América. Los personajes destacados trajeron a sus cónyuges rodeadas de
cierto boato, muchos parientes y servidores, entre los cuales venía cierto número de mujeres. La propia esposa
de Valdivia, doña Marina Ortiz de Gaete, pasó seguida de varios deudos y criados, una hermana y dos
sobrinas. Jerónimo de Alderete, designado gobernador, se trasladó rumbo a Chile con cerca de 200 personas,
"mucha gente noble, hombres y mujeres, doncellas, niños y niñas", que al morir aquél en las cercanías de
Panamá quedaron en difícil situación. El número de mujeres era exactamente de 24, incluyendo a la esposa de
aquel capitán25.
Las mujeres solteras, que debe incluir a niñas en la pubertad a causa de la costumbre de casarlas muy
tempranamente, y las viudas, se trasladaban o eran traídas con el fin principal del matrimonio. Comúnmente
carecían de posibilidades en España por no contar con dote o haber dado algún mal paso en la vida; pero en las
tierras de conquista, donde el grupo femenino era reducido y los hombres poco exigentes para elegir mujer, los
enlaces eran seguros. Hasta las concubinas, reconocidas como tales, podían encontrar marido si lo deseaban.
Las tres amantes que tuvo Pedro de Valdivia contrajeron honesto y provechoso matrimonio con
posterioridad.
A causa del menor número de mujeres blancas que de hombres, estos no rechazaron el enlace con
mestizas y muchas familias se constituyeron sobre esa base. Generalmente se trataba de hijas de conquistadores
importantes, que aportaban una dote regular y cuyos rasgos físicos no diferían mucho del tipo blanco.
La presencia de mestizas en la conquista de Chile se debió al carácter tardío de ésta, cuando ya se había
difundido el mestizaje en otras partes de América, de manera que no era raro que en las huestes viniesen personas
de sangre mixta nacidas en el Perú, Panamá u otros lugares. Por otra parte, debido a la larga duración de la lucha
por dominar a los indios de Chile, hubo tiempo más que suficiente para que los mestizos nacidos en el país
participasen en aquel proceso.
Si bien los conquistadores contraían vínculo matrimonial con las mestizas, no ocurría lo mismo con las
indias y las negras, que eran por lo general objeto de uniones pasajeras e irresponsables.
El papel desempeñado por la mujer en la lucha fue, naturalmente, insignificante y accidental, con la
sola excepción del de Inés Suárez que colaboró con decisión y valentía desde el primer momento 26. Podrían
recordarse rasgos de heroísmo de otras mujeres, como Mencia de los Nidos, la "belígera española", que en tono
airado enrostró su cobardía a los hombres "que precipitadamente abandonaban Concepción el año 1554 ante el
avance de los araucanos. Pero hechos de esa índole no son representativos del comportamiento general de la
mujer, cuya vida se desenvolvió pacientemente en la aspereza de la nueva existencia, el dolor y la angustia, siendo
arrastrada por los acontecimientos.

En la misma ocasión del despueble de Concepción la terrible situación creada a la mujer es descrita de

24
Juan de Matienzo consigna en Gobierno del Perú, segunda parte, cap. XXX, que "por leyes y premáticas y
provisiones dirigidas al Presidente y oidores del Perú está proveído y mandado que se informen qué personas hay en este reino,
casados o desposados, que tengan sus mujeres en España, y se les notifique que en los primeros navíos se partan y embarquen
para traer a sus mujeres, y no vuelvan sin ellas...". Matienzo escribía en la década de 1560.
25
JoséT. Medina, Vida de Ercilla (México, 1948), pág. 296.
26 Concesión de encomienda a Inés Suárez, 20 de enero de 1544. Domingo Amunátegui Solar, Las
encomiendas de indígenas en Chile (Santiago, 1910), tomo II, apuntaciones y documentos, pág. 6.
21

manera vivida por el cronista Marino de Lobera, refiriéndose al desastre de las armas españolas en Marihueñu:
"Salían por las calles las mujeres preguntando a voces por sus maridos, hermanos, hijos y padres y se les dolía tan
infelices respuesta de sus desastradas muertes...". Alonso de Ovalle, por su parte, agrega otras sombras al cuadro:
"Parecía día de juicio, según el alboroto y confusión que causó en la ciudad este suceso. Llora ésta a su padre;
aquella, su marido; quien llora hijos, quien, hermanos; las mujeres como locas tuercen las manos, arrancan los
cabellos, llenan el aire de lastimosos ayes y clamores... Llegada la noche aumentando con sus tinieblas el miedo y
confusión"27.
Por mucho que atribuyamos a esos párrafos una inspiración literaria, habrá que estar de acuerdo que
sobraron motivos trágicos para desesperar a las mujeres durante la Conquista. Ellas perdieron tanto o más que los
hombres.
Debido a los problemas creados por la guerra, las mujeres jugaron un papel importante en las tareas
económicas, asumiendo responsabilidades que eran propias del hombre. No podía ser de otro modo, cuando
los maridos y los hijos mayores partían a la lucha o habían perecido en ella.
Hubo mujeres que además de correr con el manejo de la casa tuvieron que dirigir o vigilar el trabajo de las
tierras o de algún pequeño taller donde laboraban unos cuantos indios.
La principal preocupación eran las encomiendas, que obligaba a las esposas o herederas de encomenderos,
quizás con la ayuda de algún capataz, a conducir y mantener a los indios en las faenas agrícolas o de otra índole.
Ello representaba un esfuerzo odioso por la suspicacia y reticencia de los naturales y la huida de los más
contumaces.
La guerra fue causa también de que la mujer participase de manera importante en la posesión de los
bienes económicos, el goce de las encomiendas y la trasmisión de ambos. Al enviudar, la mujer heredaba casas,
chacras y tierras en general, y si su marido había tenido encomienda, pasaba a disfrutar de ella a falta de hijo
varón mayor de edad.
Las viudas quedaban, así, en situación expectable y atraían rápidamente el interés de los hombres, tanto
por su riqueza como por la falta de mujeres. Los matrimonios por interés eran frecuentes y en ocasiones los
gobernadores y los virreyes, que debían entender en la distribución de las encomiendas, no eran ajenos a la
concertación de bodas con el objeto de satisfacer a un servidor o a cualquier pretendiente de encomienda.
De ese modo, las esposas de los primeros conquistadores contribuyeron a traspasar la riqueza a los recién
venidos y a los que no habían obtenido recompensas.

Lugares de procedencia

Los conquistadores españoles provenían mayoritariamente de las regiones del centro y sur de la Península
y en menor cantidad del norte y el levante.
El mapa adjunto muestra la cantidad de conquistadores originarios de cada región y el porcentaje que
representan del total de 1.676 que tienen información sobre su lugar de nacimiento.
El predominio de la gente de Andalucía se debe a razones de diversa índole. Desde el punto de vista
geográfico resulta evidente su orientación hacia el mar y América, como que los puertos de embarque de los
conquistadores, Palos, San Lúcar de Barrameda y Sevilla se encontraban en su territorio. Era natural,
entonces, que los andaluces participasen en las expediciones que salían hacia el Nuevo Mundo.
Por otra parte, la gran extensión territorial de Andalucía y el número de su población explican su alta
participación en la conquista.
Pero había también razones de orden social y económico que explican aquel hecho. Andalucía era un
territorio de incorporación más o menos reciente, especialmente la región de Granada, donde se habían
producido distorsiones en la posesión de la tierra y otros bienes económicos y donde la existencia de una
fuerte población laboriosa de origen morisco determinaba un menor arraigo para los españoles. La
superposición del dominio de los señores laicos y eclesiásticos y las posesiones de las órdenes militares, habían

27 Citados por Mariana Silva en la memoria ya mencionada, pág. XXXV. En aquella ocasión había en Concepción 50 mujeres y 150
hombres, según indica Jerónimo de Bibar en su Crónica y relación copiosa y verdadera, cap. CXXXI.
22

contribuido también a crear una situación de inestabilidad entre quienes se habían trasladado al sur en busca de
oportunidades.
El gran número de conquistadores originarios de Castilla la Vieja y la Nueva se comprende por la pobreza relativa
de esas regiones, la ruptura de los lazos que habían ligado a la gente a la tierra y la movilidad espacial de sus
hombres, acostumbrados a engancharse en los destacamentos que habían expandido el dominio cristiano y
luchado, luego, en los escenarios de Europa. El papel aglutinador de la corona castellana y el hecho de ser
Castilla el centro del poder, desde donde partía toda acción hacia la periferia, contribuyen a explicar el
fenómeno. Dentro de esa misma perspectiva, debe tenerse en cuenta que el continente descubierto por Colón
había sido incorporado a la corona de Castilla por la donación del papa y que, por lo •tanto, sus subditos más
directos debían sentir la empresa de la conquista como propia, en una :a en que las diferencias regionales eran
muy acentuadas.
La vieja idea de la gran cantidad de extremeños que habrían pasado a América no tiene base real. Su
número guarda proporción con el de andaluces y castellanos si se atiende a las condiciones de las respectivas
regiones. El error ha provenido de la coincidencia de que algunos de los capitanes más notables, entre ellos
Cortés, Pizarro y Valdivia, proviniesen de Extremadura y de que reuniesen a su alrededor a muchos coterráneos.
Las causas de la emigración de los extremeños deben encontrarse en la proverbial pobreza de su tierra,
donde difícilmente se mantenían algunos cultivos, descansando la producción más bien en la ganadería de
ovejunos. El dominio de las órdenes de caballería, especialmente las de Alcántara y Santiago y la presencia de
hidalgos con escasos recursos, siempre dispuestos a partir a la lucha o a correr mundo, ayuda a explicar la
tendencia de los extremeños a abandonar sus lugares nativos28.
Las otras regiones participaron en la conquista en proporción menor debido a muchas circunstancias,
siendo la más general la lejanía de los puertos de salida a América. Galicia, Asturias y el País Vasco, retienen a
su gente por las mejores condiciones económicas derivadas de la agricultura, la minería y la artesanía, aunque los
vascos, siguiendo la tradición marinera, hacen un aporte regular a la emigración. Aragón, Cataluña, Valencia y
Murcia, por su riqueza agrícola y artesanal y su orientación hacia el Mediterráneo, aportan bajísimo número de
conquistadores y, en el caso del primero, además, a causa de la tardía disolución del vínculo de los siervos con la
tierra.
Las investigaciones realizadas por Boyd Bowman sobre la procedencia de los conquistadores americanos
dejan ver las mismas tendencias observadas en Chile: predominio de andaluces, castellanos nuevos y viejos y
extremeños29. Solamente la proporción de vascos es inferior, lo que situaría a Chile en una posición especial,
que se explicaría posiblemente por ser una conquista tardía.
El predominio de conquistadores del sur y del centro sobre los del norte y el este tiene un significado
importante en el proceso de la Conquista y de la formación de las nuevas comunidades en América. En
lugar de primar las costumbres sobrias y el espíritu industrioso, tenaz y ordenado de gente como los gallegos,
vascos y catalanes, prevaleció la tendencia más despreocupada y fantasiosa del prototipo andaluz, influido
por el espíritu árabe, menos dispuesto al trabajo perseverante y más inclinado a confiar en la buena suerte y los
golpes de la fortuna.
América era, en tal sentido, un mundo atractivo, que podía deparar riquezas maravillosas y hacer
imaginar otras más fantásticas aún.
El elemento conquistador, integrado de esa manera y poseído de tales inclinaciones, se mostró, sin
embargo, a la altura de la tarea que emprendió, demostrando entereza de carácter, espíritu de sacrificio y
tenacidad para vencer todas las dificultades.

Los hechos que señalamos nos parecen más importantes para comprender la formación de la sociedad

28 Jaime Vicens Vives, Historia social y económica de España y América, tomo II.
29 índice geobiográfico de cuarenta mil pobladores españoles de América en el siglo XVI (Bogotá, 1964).
23

chilena que la estrafalaria teoría del doctor Nicolás Palacios expuesta en Raza chilena y adoptada por
Francisco A. Encina, según la cual habría habido una especie de selección que habría determinado el paso a
América del elemento con ancestro godo, cuya sangre le inclinaba a la guerra. Se habría producido así el roce y
la mezcla con los araucanos, también aficionados a la lucha, dando por resultado el pueblo chileno, definido
como góticoaraucano 30. De-ahí habrían derivado las características nacionales, adecuadas para la guerra y
deficientes para el esfuerzo económico.
Tales ideas, basadas en concepciones racistas, no soportan el menor análisis. Para empezar, no consta de
manera alguna un predominio de gente con antepasados godos, tema casi imposible de ser investigado, y,
por otra parte, la mayoría villana y plebeya de los que emigraron, en lugar de los hidalgos, deja muy atrás a las
personas con aficiones bélicas.
Por otro lado, de acuerdo con lo que hemos expuesto, la mayoría andaluza, extremeña y castellana, en
parte influida por los árabes, predomina fuertemente sobre los grupos situados más al norte, especialmente los
catalanes, navarros y vascos, donde la sangre goda pudo ser más abundante.
En verdad, no habría valido la pena refutar, ni siquiera de paso, las ideas de Palacios si no hubiesen sido
difundidas por Encina, haciendo derivar de ellas una interpretación proyectada a toda la historia de Chile.
La partida de los hombres hacia la conquista de América no se efectuó, por lo general, directamente desde
el campo o las aldeas, sino de pueblos o ciudades mayores, en un proceso creciente de desarraigo31. Los
centros urbanos ejercían primero su atractivo sobre los habitantes de la comarca y allí los que no adquirían
alguna situación estable quedaban disponibles para empresas lejanas.
Una vez en América, los conquistadores no mostraron preferencia por las regiones que ofrecían similitud
geográfica con las de España. Se distribuyeron por todas partes según las expectativas del momento. En
cada lugar, sin embargo, tendían a agruparse los que procedían de una misma región, reproduciendo las
diferencias que existían en España y derivando ocasionalmente a cierta animosidad.
Buscando explicación a algunas rivalidades entre los conquistadores, Fernández de Oviedo se preguntaba
"¿quién concertará el vizcaíno con el catalán, que son de tan diferentes provincias y lenguas? ¿Cómo se
avendrán el andaluz con el valenciano y el de Perpiñán con el cordobés, y el aragonés con el guipuzcoano, y el
gallego con el castellano (sospechando que es portugués) y el asturiano y montañés con el navarro?" 32.
En esas diferencias puede encontrarse la clave de algunas de las querellas que hubo entre los
conquistadores, agravadas por otras circunstancias.
Alonso Borregán apunta en su crónica diversos incidentes ocurridos en el Perú en razón de diferencias
regionales, desde las burlas de que era objeto un vizcaíno Zorruco por su lenguaje enrevesado, hasta hechos más
graves, como una celada que pretendió tender Pizarro con sus seguidores extremeños a Almagro, que era
manchego33.
Además de los españoles, hubo extranjeros que participaron en la conquista, aunque su número fue muy
bajo. A Chile llegaron entre 1536 y 1565 no menos de 99, cifra que se descompone de la siguiente manera: 43
portugueses, 21 griegos, 21 de los estados italianos, 6 de los Países Bajos, 4 alemanes y 4 franceses.
Los portugueses pasaron por la proximidad de España, simulando, aveces, ser de Galicia, y por su
experiencia en los oficios del mar. Esta última razón explica también el número de griegos y el de los italianos,
entre los cuales se contó el destacado piloto genovés Juan Bautista Pastene. Los nacidos en Alemania y los Países
Bajos pudieron pasar a causa de las vinculaciones dinásticas y la tarea imperial de Carlos V.

Los extranjeros, por lo general, eran de baja extracción y solían poseer habilidades que los españoles
desconocían o por las cuales sentían poca inclinación. Fabricaban pólvora, construían embarcaciones, carretas o

30 Raza chilena (Valparaíso, 1904).


31 Jesús María G. López Ruiz, Hernández de Serpa y su "hueste" de 1569 con destino a la Nueva
Andalucía (Caracas, 1974).El excelente libro de López Ruiz, que emplea novedosos enfoques, es de valor limitado para utilizarlo de
modo comparativo en el estudio de la conquista de Chile, ya que la hueste a que se refiere fue formada en España y con propósitos
preestablecidos por los organizadores. En cambio, los grupos que se dirigieron a Chile se formaron al azar y en la misma América, sin que
mediasen propósitos selectivos de ninguna clase.
32
Historia general y natural de las Indias, libro II, cap. XIII.
33
Crónica de la conquista del Perú, págs. 43, 45, 46 y 64.
24

puentes y no desdeñaban ningún trabajo. Se les atribuían además, conocimientos esotéricos, como los de aquel
míser Codro, mezcla de astrólogo y nigromante, que predijo a Balboa el momento en que moriría.
Finamente, hasta el año 1565 aparecen en Chile 255 nacidos en América, indudablemente mestizos casi
todos ellos, debiendo ser la cifra real bastante superior, dado que pasaban inadvertidos por su condición y su
vida, compartida muchas veces con los indios.

El tono de la vida entre los conquistadores

La historiografía del siglo XIX, preocupada de buscar enseñanzas morales, describió con tintas oscuras a
los hombres que participaron en la Conquista, dando lugar a lo que se ha denominado la leyenda negra.
Durante el siglo actual se ha operado una revisión de aquel panorama sombrío, pasando al extremo opuesto,
o sea, la leyenda rosada, que ha pretendido reivindicar la actuación de los conquistadores.
Ninguna leyenda puede ser la expresión de la realidad histórica. Es necesario un esfuerzo de objetividad,
evitando distorsiones hasta donde sea posible y penetrar más profundamente en los hechos para encontrar la
explicación de ellos. Este último propósito es el que realmente cuenta y no el afán de condenar o alabar.
Como toda conquista, la de América atrajo principalmente a elementos inestables de la sociedad, que
andaban en busca de oportunidades y de una mejor vida. La dureza de la conquista, las penurias de la
navegación, las molestias y miseria de las expediciones sólo podían ser soportadas por gente hecha a los
sufrimientos y, en general, por quienes no tenían posiciones que perder en España. Por esas razones se
comprende que pasasen al nuevo .continente muchos malentretenidos, buscavidas, descontentos, personas
rudas y entre ellos delincuentes. Pero es igualmente cierto que la aventura americana atrajo también a
individuos de mayor categoría y que su actuación tendió a elevar, dentro de lo posible, el nivel ético de la
Conquista. Por sobre todo, el esfuerzo de algunos personajes logró encauzar el proceso hacia metas un poco más
elevadas.
En los primeros tiempos, durante los viajes de Colón, los Reyes Católicos autorizaron el paso de
delincuentes; así en la expedición descubridora pudieron embarcarse un homicida y tres amigos suyos acusados
de delito menor. Posteriormente, en 1497, ante las dificultades para reunir gente, se autorizó para que se
embarcasen con el Almirante cualesquier personas, hombres o mujeres, que hubiesen cometido crímenes u
otros delitos34.
Según Fernández de Oviedo y el padre Las Casas, la última disposición permitió que un crecido número de
delincuentes, algunos de ellos "homicianos", llegaran a la isla de Santo Domingo, donde algunos causaron
alboroto y se incorporaron a la rebelión de Francisco Roldan. Otros adoptaron una vida pacífica.
En época más avanzada, la monarquía procuró controlar el tipo de personas que emigraban hacia
América y dictó diversas disposiciones, por lo general reiterativas. De acuerdo con los criterios imperantes, se
prohibió el paso de los que podían corromper la fe, como judíos, moros, conversos y condenados por la
Inquisición, y la gente de mal vivir, considerados como tales los gitanos y los reos rematados de la justicia35.
Se procuraba de esa manera permitir la venida sólo de gente sin lacras morales; pero esa buena intención
quedó burlada infinidad de veces por la simulación de los interesados o la complicidad de los funcionarios
menores. Además, muchas personas sin los impedimentos señalados eran de carácter indeseable.
Un vistazo ligero sobre los grupos de conquistadores habría bastado para darse cuenta de que muchos
tenían un pasado borrascoso. Abundaban los que mostraban en manos, brazos y rostros las cicatrices de las
guerras o de una vida pendenciera. En la hueste de Diego Hernández de Serpa, formada en España en 1569, de
un total de 686 hombres, incluyendo adolescentes, 164, o sea el 23,9°/o, tenía rastros de heridas,
principalmente en la cara y la cabeza36.
La impresión que deriva de esos datos se confirma con la opinión de Fernández de Oviedo, que
afirmaba que los capitanes que iban a España a enganchar gente "no buscan los soldados de mejor conciencia ni
conocidos, sino los primeros que topan o les parece que mejor les ayudarán a robar y saquear, y unos pláticos y

34 Ángel Rosenblat, Los conquistadores y su lengua, pág. 10.


35 Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, libro VIII, título XXVI.
36 Jesús María Q. López Ruiz, Hernández de Serpa y su "hueste", pág. 283.
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desalmados que nunca vieron ni conocieron; el uno porque dice que se halló en la batalla de Rávena, y el otro en
la de Pavía, o en el saco de Génova o de Roma, y [el] que más charlatán y desvergonzado es; y de estos tales, basta
uno solo para hacer malos a muchos"37.
El cronista recomendaba a los capitanes que acudían a las graderías de la catedral de Sevilla y sus
patios, donde pululaban soldados, vagabundos y mercaderes, que tuviesen cuidado al enganchar gente porque
"en aquel sagrado lugar no dejan unos de negar su patria y aun el propio nombre" con tal de pasar a América.
Algunos conquistadores que llegaron a ser capitanes destacados, pasaron a América en condición muy
modesta y con cuentas pendientes en España. Ese es el caso de Almagro, muchacho desamparado que
corriendo mundo, en una riña hirió gravemente a otro joven, viéndose obligado a huir y ocultarse hasta
poder embarcarse para Panamá. Otro capitán connotado, Rodrigo Ordónez, favorito de Almagro, pasó a
América cuando en su persona recaían los más serios impedimentos. Hijo natural de personas modestas, era
tenido por descendiente de judíos; muy joven se había acuchillado con otro mozo, huyendo a Italia para
participar en sus guerras. Allí se destacó en algunas acciones, habiéndose encontrado en Pavía y Tolón, según sus
declaraciones. De regreso de aquellas campañas, cuando se aprestaba con algunos amigos a volver a Italia, fue
encarcelado por proferir blasfemias y haber protagonizado una riña, pero logró zafarse del asunto sin que la
justicia le ajustase cuentas y se trasladó de inmediato hacia América38.
Otro hecho de gran importancia para comprender las actitudes de los conquistadores es la juventud de la
gran mayoría.
"La Conquista, hazaña de jóvenes -escribe José Durand-. La Conquista, época juvenil: un hecho tan
cierto que a ningún historiador podrá extrañar, pero que no ha recibido, ni con mucho, la atención que exige su
enorme importancia. Los hombres que ganaron las Indias vivían la edad de las grandes locuras, de la ambición
sin freno, de los grandes impulsos renovadores. Todo el mundo de la Conquista —ilusorio, heroico,
sanguinario— recibe un golpe de luz ante esta sola idea.
"La abundancia de gente moza, y sobre todo el predominio de espíritus juveniles, se mantuvieron por
buen tiempo debido a varios hechos: uno, la llegada continua de soldados, gentes que vivían la flor de su edad:
otro, la muerte temprana que sufrían muchos, en acción de armas o por las penurias de la vida de campaña; otro
más, la circunstancia de que muchos pasasen cuando apenas eran adolescentes, de modo que contaban como
veteranos cuando tenían la edad de los bisónos; y en fin, debe observarse que los hombres maduros, no escasos,
se hallaban recios de cuerpo y plenos de aliento juvenil, según sus empresas lo requerían"39.
La juventud de los conquistadores es comprensible en una sociedad poco evolucionada, como era la de
aquella época, en que el período formativo de las personas era breve, de modo que los muchachos que aún no
salían de la adolescencia ya estaban en situación de enfrentar el mundo. Por otra parte, el ciclo de la vida, más
reducido que en nuestra época, relativizaba el concepto de edad, de suerte que personas que hoy día podrían
considerarse en la madurez, eran vistas como gente de edad avanzada. Con ese criterio, el cronista Marino de
Lobera se refiere en una oportunidad a varios hombres tan ancianos que tenían de sesenta años adelante40.
Contribuye a explicar la presencia de gente joven, la sugestión de América y su desafío, que tenían que
prender mejor entre personas ardorosas e inquietas.
Si se estudia la edad de los compañeros de Valdivia que llegaron al valle del Mapocho en 1540, ateniéndose
a los 96 casos con datos fehacientes, el promedio de edad era de 29 años. El expedicionario más joven tenía 15
años y el mayor 5141.
Desde tempranos años, como señala Durand, las responsabilidades recaían en los conquistadores. Juan
Gómez de Almagro, alguacil mayor de la expedición de Valdivia, especie de jefe policial, tenía sólo 24 años. El
propio Valdivia frisaba en los 40 y los otros capitanes que se sumaron a su hueste eran menores aún: Jerónimo
de Alderete tenía 23 años, Rodrigo de Quiroga 27, Francisco de Villagra 28, Alonso de Monroy 30 y Francisco
de Aguirre 32.

Un contingente humano en la plenitud de la vida, poseído de energía y pasión, pudo dominar en forma

37 Historia general y natural de las Indias, libro XXIV, cap. IV.


38 José Armando de Ramón Folch, Descubrimiento de Chile y companeros de Almagro (Santiago, 1953), pág. 165.
39
José Durand, La transformación social del conquistador (México, 1953).
40
CHCh, tomo VI, pág. 390.
41
Tomás Thayer Ojeda y Carlos J. Larraín, Valdivia y sus compañeros (Santiago, 1950)
26

acelerada un continente, sin reparar ni detenerse en la violencia y los atropellos.


Para comprender muchos hechos de la Conquista es necesario tener en cuenta, todavía, la extrema libertad
en que se encontraron sus protagonistas.

El ambiente era de relajamiento en tierras de horizontes sin límites, donde el control de la sociedad sobre
sus miembros apenas se ejercía y donde las mismas autoridades, también poco sujetas a control, ejercían el poder
siguiendo muchas veces los intereses personales o de grupo. De ahí los abusos y crímenes cometidos con los
indios y semejantes faltas y delitos entre los mismos conquistadores, que les llevaron en ocasiones a graves
enfrentamientos. Las intrigas y las traiciones aparecieron en el Caribe en vida de Colón, fueron continuas entre
los expedicionarios del Darién y Panamá, adquirieron gravedad con la rebelión de Martín Cortés en México,
fueron terribles y sangrientas en la rebelión del "tirano" Lope de Aguirre en su expedición amazónica y, por
sobre todo, crearon una situación larga y caótica durante las llamadas guerras civiles del Perú.
Ante ese cuadro, el hecho admirable es que la cordura terminase por imponerse y que el esfuerzo de los
monarcas y de sus enviados por establecer un orden regular tuviese éxito a la larga. Al menos, eso es visible en
el panorama gubernativo general, aunque los abusos diarios siguiesen sin remedio.
La cultura intelectual de los conquistadores es otro aspecto importante para establecer la calidad de ellos
y comprender su estilo de vida. En términos generales, el nivel era muy bajo, en consonancia con la época, y no
hay razón alguna para pensar que fuese mejor o peor que el promedio español o europeo.

Los datos que presentamos a continuación, relativos a los conquistadores de Chile del período
1536-1565, permiten avanzar algunas apreciaciones42.
Analfabetos 523
Firmaban 588
Leían y escribían 394
Sin datos 1.187

Total 2.692

En esas cifras cabe hacer algunos distingos. No se sabe si los que firmaban sabrían leer y escribir, pues era
frecuente aprender sólo a firmar para cumplir con algunas formalidades. Es probable, además, que los que
aparecen sin datos fuesen en su inmensa mayoría analfabetos, por el hecho mismo de no constar su situación o
no poder deducirla de los documentos de la época.
Una ponderación de esos antecedentes daría por resultado una cantidad de alrededor del 63°/o de
analfabetos43.
Es importante señalar que entre los que sabían leer y escribir había 127 personajes con estudios superiores,
principalmente sacerdotes, y algunos licenciados en derecho.
Aunque el panorama cultural resulta bastante sombrío para los criterios actuales, la verdad es que
todas las gamas del hombre se distribuían en los contingentes de la Conquista. Hubo un gran número de
ignorantes consumados, groseros en sus modales, junto a otros de mejor condición y no faltaron espíritus de
alto vuelo y estilo cortesano.
Entre los grandes capitanes hubo algunos que descollaron por su preparación e inteligencia.
Gonzalo Jiménez de Quezada era licenciado y Martín Fernández de Enciso bachiller. Hernán Cortés
mantenía siempre un alto tono, como recuerda Bernal Díaz: "Era muy afable con todos nuestros capitanes y
compañeros... y era latino, y oí decir que era bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados y hombres
latinos, respondía a lo que le decían en latín.

Era algo poeta, hacía coplas en metros y en prosa; y en lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena

42 Investigación "La sociedad de la Conquista", ya citada.


43 Para obtener el porcentaje indicado hemos dividido por partes iguales el número de los que firmaban
entre los analfabetos y los que sabían leer y escribir; y hemos agregado 3/4 partes de los que aparecen
sin datos a los analfabetos y 1/4 a los que sabían leer y escribir.
27

retórica".
Un caso tan interesante como excepcional es el de don Pedro de Mendoza, fallido conquistador del Río
de la Plata, en cuyo equipaje se encontraban libros de Virgilio, Petrarca y Erasmo44.
Tanto Cortés como Jiménez de Quezada y Pedro de Valdivia manejaron con destreza la pluma, dejando
cartas y relaciones de estilo vigoroso y animado.
Muchos soldados, llevados de su inquietud y del deseo de inmortalizar las hazañas en que participaron,
escribieron largas crónicas, redactadas de manera forzada la mayoría de ellas, pero reveladoras de alguna
preparación. Jerónimo de Bibar y los capitanes Alonso de Góngora Marmolejo y Pedro Marino de Lobera
fueron buenos ejemplos en Chile, para no mencionar a don Alonso de Ercilla, cuyo nombre trasciende a la
literatura de habla española y la épica universal.
Muchas veces es sorprendente encontrar en aquellos soldados, convertidos en narradores, pequeños datos
que denotan su cultura. En México, Bernal Díaz pone' en boca de Panfilo de Narváez una frase glosada de las
coplas de Jorge Manrique, cuando recuerda que los soldados de Cortés eran en ventura como Octaviano, en vencer
como Julio César y en las batallas más que Aníbal. El mismo cronista menciona, en otra parte, entre los
grandes pintores al "antiguo Apeles, y de los de nuestros tiempos, que se dicen Berruguete y Micael Angel"45.
En Chile, Jerónimo de Bibar menciona de paso al "Dante Aligero".
Los casos individuales que consignamos constituyen la excepción, indudablemente, pero bastan para
matizar el cuadro y evitar apreciaciones demasiado ligeras.

44 Irving A. Leonard, Los libros del conquistador (México, 1953), pág. 90.
45 Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, caps. CLXII y CCÍX.-

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