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Consideraciones sobre nómadas y sedentarios en Oasisamérica: la defensa del espacio común

(Relato)

Cuando los “Indios Pueblo” se rebelaron en 1680 y lograron liberarse, durante al menos 12 años,
de los conquistadores iberos al servicio de su decadente majestad Carlos II “El Hechizado”; tanto la
llegada de, la resistencia a, la lucha en contra y el restablecimiento del dominio español en los
confines del camino real Tierra Adentro estuvieron atravesados por una cuestión central: de qué
manera hacer viable la existencia en esta tierra precaria de culturas milenarias (Sí, milenarias,
aunque cueste creerlo a quienes nos escuchan).

En 1680, el territorio de Nuevo México contaba con alrededor de 30 mil habitantes originarios, la
mitad de los que había al arribo de los invasores europeos en busca de las míticas ciudades de oro,
Cíbola y Quivira. Al paso de un siglo, la población originaria había sido reducida a la mitad de los 60
mil que eran; esto a causa de las epidemias, el hambre, los desplazamientos y el trabajo forzado
en las tristemente recordadas Encomiendas y repartimientos.

Esta región, llamada por arqueólogos y antropólogos Oasisamérica, era, en ese momento, un
territorio habitado por no pocos pueblos sedentarios como los Hopi y los Zuñi (que perviven hasta
nuestros días en reservaciones norteamericanas) presumiblemente descendientes de los Anasazi,
una cultura milenaria de quienes existe evidencia material de cómo ejercieron una presión
excesiva sobre su entorno que pudo haber provocado un "colapso" ecológico por la
sobreexplotación de los bosques, lo cual podría haber tenido efectos adversos en el clima de la
región y en el nivel de erosión del terreno, problema que se mantiene hasta nuestros días.

Pero Oasisamérica no solo fue un espacio de pueblos sedentarios que dejaron huella con su
arquitectura de adobe, con su cerámica decorada, con su ingeniería hidráulica que dio viabilidad a
sus cultivos en tierras de ríos no navegables y, claro, también por su insostenibilidad ecológica
como en el caso de los Anasazi.

Oasisamérica también fue territorio de nómadas. Ya desde el siglo XVI (y seguramente con
anterioridad), se dejaban sentir las incursiones Apaches (“enemigo” en Zuñi), quienes, junto a sus
prácticas de caza y recolección, veían en el despojo a los pueblos sedentarios una forma válida de
subsistencia ante la escasez (Una forma violenta de expropiación para hacer compartir a “los
otros” los frutos escasos de la naturaleza).

Así pues, nómadas y sedentarios fueron dos formas de vida que se cruzaron y coexistieron en esta
región, no sin conflictos, pero también con periodos de convivencia e intercambio (trueque) en
paz; esto, claro está, mientras el entorno lo soportaba. Dos alternativas de convivencia con la
naturaleza que también se manifestaron en los territorios que abarca Oasisamérica de los actuales
estados mexicanos de Chihuahua y Sonora donde, por ejemplo, la sedentaria cultura Paquimé
sucumbió presumiblemente ante los embates de las tribus nómadas, mal llamadas bárbaras; esto
poco antes de la llegada de los conquistadores españoles.

Así pues, lo mínimo que podemos decir ante la destrucción de la cultura Paquimeíta es preguntar:
¿Quién amenazaba a quién?
Podemos inferir que ante el consumo irracional, ante la acumulación como "la presión excesiva
sobre el entorno” por parte de los pueblos sedentarios; esto podría verse como una amenaza a los
espacios vitales de los pueblos nómadas. Un proceder, en apariencia pacífico que pudo muy bien
ser leído como una declaración de guerra, como una amenaza de exterminio, producto de la
insostenibilidad ecológica del desarrollo cultural de un determinado pueblo sedentario, una
devastación paulatina a la que los pueblos nómadas serían particularmente sensibles dada su
integración al espacio vital que los sustentaba.

Querer ver el nomadismo como un estadio inferior en el desarrollo de las sociedades humanas que
tarde o temprano aterrizan o escala al sedentarismo, es una visión -considero- miope o torpe que
no nos ayuda a comprender, al menos, esta particular región que ya para el siglo XVIII se conocería
como la Apachería.

El historiador Ricardo León nos dice, a propósito de los tarahumaras, un pueblo nómada que en el
siglo XVIII se extendía desde el suroeste de Chihuahua hasta la región sur de Oasisamérica, en un
área donde la orden religiosa de los Jesuitas intentaba incorporarlos al sedentarismo y al
cristianismo mediante la evangelización, en su propia lengua, y mediante el trabajo en sus
Misiones:

“El rarámuri, al ver que todo su trabajo agrícola podría convertirse en nada por una fuerte helada,
por una sequía o por una plaga que arrasaban con todos sus cultivos, no podía menos que
impugnar los defectos de la vida sedentaria, pues si no se movía del lugar al que estaba atado,
moriría de hambre o de viruelas; pero si se trasladaba de un lado a otro, dejando a la naturaleza
reproducirse, el país que tenía a su disposición era lo suficientemente grande para encontrar
varios lugares en los cuales su vida no estuviera amenazada.” (León, 36)

El rarámuri, como nos explica Ricardo León, si bien era nómada, no consideraba vacío el espacio
por donde se movía, ya que dependiendo de la época del año tal o cual lugar era aprovechado
para refugiarse, cazar, recolectar, o incluso para sembrar maíz y calabaza. El espacio y su uso era
común, alejado de cualquier apropiación privada, comunión que condiciona la articulación de sus
relaciones interpersonales, su autosubsistencia sin acumulación, la práctica de la trashumancia
(pastoreo migratorio) y su preferencia por las fiestas profanas o ceremoniales por sobre el trabajo.

Los Rarámuri, no rechazaron, de entrada, la migración del hombre blanco a sus espacios vitales,
sino hasta que se vieron amenazados en su forma de vida y convivencia con la naturaleza. Nos
dice Ricardo León: “Hacer producir a la naturaleza a través del trabajo ajeno se contraponía a
recoger de la naturaleza lo que ofrecía.”

Los rarámuris del siglo XVII terminaron rebelándose y combatiendo a los “chabochi”, un
conquistador español envalentonado, tras las reformas borbónicas, es su “espíritu emprendedor”,
que empezó a disputar la fuerza de trabajo a las Misiones Jesuitas hasta la expulsión de éstos en
1767, porque, a decir del muy liberal Carlos III, “nacieron para callar y obedecer”.

“La lucha del rarámuri, según León, era contra el trabajo [enajenado] que los ataba y para devolver
a la tierra la libertad despojada por hombres, bestias y plantas que depredaban el medio ambiente
en poco tiempo” La ganadería española transformó el paisaje, sus lugares de pastoreo devinieron
en yermos no aprovechables para su trashumancia.
Hombres y animales “salvajes” se vieron en la necesidad de emigrar a las serranías ante el embate
de los españoles, las vacas y el trigo, pero no sin antes luchar y derramar no poca sangre en
defensa del territorio.

Para el siglo XIX, los nómadas apaches combatieron, no pocas veces, en defensa de su territorio y
su forma de vida contra los colonos mexicanos y norteamericanos, los nuevos sedentarios del
espacio común en la ahora llamada Apachería.

Algunos derrotados aceptaron el destino sedentario de la Reservación. Otros pelearon hasta ser
reducidos a pequeñas bandas. En el caso de los aguerridos Chiricahuas, encabezados por Victorio,
Juh y Jerónimo lucharon prácticamente hasta su exterminio.

Durante estas luchas, cada incursión apache fue acompañada de la expropiación altamente
violenta a los nuevos autoproclamados propietarios de lo común de ambos lados de la frontera.
Cada golpe despiadado y crueldad de sus enemigos a los suyos lo devolvieron con la misma
intensidad hasta donde les fue posible. Si algo nos legaron en su despiadado proceder contra
nosotros fue un espejo de nuestra barbarie civilizada contra los suyos.

Ya sin la fuerza combativa del s. XVII, el rarámuri de hoy nos interpela cuando se acerca a nosotros
en la calle a solicitar “Korima”, palabra que suele interpretarse erróneamente como limosna,
cuando es en realidad el mismo reclamo de hace más de 300 año en estas tierras: El derecho que
tiene todo rarámuri a solicitar que compartamos de lo que estamos acumulando del espacio
común en detrimento de otros.

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