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EL TRABAJO INTERIOR DE ESCUCHAR

Emmanuelle Gilbert1

- Mucha gente hoy busca lugares donde la escuchen. ¿Cómo interpretar


ese fenómeno social?

Es un fenómeno que corresponde a una necesidad y que nos invita a


reflexionar acerca del lugar que ocupa la palabra en nuestro mundo actual.

Primero se puede observar que somos inundados de una palabra sin


reciprocidad: radio, televisión, parlantes, publicidades, discursos políticos... Se
trata a menudo de una palabra que se oye más de lo que se escucha, una especie de
ruido de fondo permanente. Al mismo tiempo, numerosas ocasiones de
intercambio han desaparecido. La gente vive más aislada o en familias reducidas;
hay muchos desarraigados, menos vida comunitaria. La vida corriente se vuelve
más anónima [...]

Nos afecta también la aceleración de la vida: la acción nos arrastra, sin


dejarnos el tiempo suficiente para tomar distancia de nuestra propia vida. De ahí la
necesidad de ubicar nuevos espacios para pensar, recurriendo a profesionales.

- Así, muchos hablan y pocos escuchan. Y sin embargo cada uno desea ser
escuchado. ¿Qué cambia eso de ser escuchado?

Ser escuchado permite tomar conciencia de sí en cuanto ser humano. De


hecho, es la condición básica para el crecimiento de la psiquis. Para entenderlo
bien, hay que referirse al comienzo de la vida, a los primerísimos intercambios,
mucho antes de que la guagua hable. Desde el nacimiento, el infante se agita, grita,
se tensiona, se distiende, etc. Si la madre recibe esas señales, sabe escucharlas y
responderles de manera adaptada, el niño poco a poco va a adquirir la posibilidad
de establecer relaciones entre sus reacciones y las respuestas que recibe. Al mismo
tiempo puede instaurarse, entre él y su madre, un vaivén relacional a nivel corporal
y acústico, que le permite comenzar a organizarse. Nacemos a nosotros mismos
sólo a través de una relación con el otro.

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Psicóloga clínica, psicoterapeuta, París.
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Winnicot, el famoso psicoanalista inglés, supo mostrar cómo el niño, por
la escucha que recibe, se ve a sí mismo en el rostro de los que lo rodean y de ahí
recibe el sentimiento de existir y accede por eso mismo a la postura de sujeto. Ese
es el fundamento de la confianza en sí y de la creatividad que le servirán de apoyo
interno a todo lo largo de su existencia.

Bion, otro psicoanalista muy conocido, desarrolló igualmente, a propósito


de esos primeros intercambios, una dimensión fundamental. Para él, si la madre
acoge las reacciones de su guagua, les da sentido y sabe reflejárselas con gestos y
palabras adaptadas, entonces el mismo niño puede comenzar a captar poco a poco
lo que le pasa; así es como comienzan a armarse los primeros procesos de
pensamiento. Ahora bien, eso es lo que ocurre en un lugar de escucha: las personas
traen lo que viven... El hecho de sentirse escuchadas, de constatar que alguien
reflexiona con ellas acerca de sus sufrimientos o sus conflictos, les permite
ponerse ellas mismas a pensar y tratar de descubrir un sentido en lo que les pasa.

- Dice Winnicot, si no me equivoco, que la madre ha de ser


“suficientemente buena”. Buena, pero no perfecta. ¿No tranquiliza eso nuestra
propia escucha?

Cierto, sería un error idealizar la escucha, creerse capaz de una escucha sin
falla. Nuestra escucha siempre es limitada. Luego, si diéramos la impresión de
escuchar perfectamente, reforzaríamos en el otro la ilusión de un pensamiento
mágico que pueda adivinar todos los pensamientos. Al hacerlo, aniquilaríamos lo
que es del orden de la alteridad y no le permitiríamos al otro elaborar su propio
espacio de pensamiento. Y eso es lo que ocurre en una relación demasiado
“fusional”: se le impide al otro descubrirse como una verdadera persona, al
privarlo del esfuerzo de hacerse entender.

- ¿No sería, pues, el hacerse entender entenderse a sí mismo como


escuchado por el otro?

En cierto modo, sí. Se trata de un encuentro, del encuentro entre el que


habla y el que escucha. Los tropiezos en la escucha pueden producirse por ambos
lados. Por una parte, del lado del que habla: a veces, no está en condiciones de
hablar, de comunicar. Así, algunas personas no alcanzan a poner en palabras un
sufrimiento o un trauma demasiado intenso; otros no alcanzan a existir, en una
relación, porque nunca han podido hacer la experiencia de una escucha que les dé
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confianza. Esto genera variadas perturbaciones que vuelven el intercambio difícil:
la persona puede reaccionar, o bien de un modo depresivo, o bien huyendo con
terror de la relación que vive como demasiado peligrosa, o bien bajo la modalidad
de una relación conformista en la que se adapta completamente al otro,
manteniendo sepultada la parte viva de sí mismo. A veces hace falta mucho tiempo
antes que un clima de confianza pueda producirse. Hace falta igualmente que no
haya barreras por el lado del que escucha, y, ahí también, las dificultades pueden
ser múltiples.

- ¿Qué es lo que impide escuchar al otro?

Dos cosas esenciales: la falta de disponibilidad al otro y el hecho de no


encontrar la buena distancia en relación a él.

Nuestra falta de disponibilidad puede tener varios orígenes. Primero, la


falta de tiempo, la cual bien puede ser del orden del sentir interno o resultar de la
realidad externa: se es invadido por todo lo que hay que hacer, agarrado por un
activismo que deja poco lugar para la receptividad. El estar enredado en sí mismo,
luego el peso de las propias preocupaciones: bien sabemos que, en los momentos
difíciles, estamos menos abiertos al otro. En un nivel más inconsciente, podemos
tenerle miedo a ser sacudidos, descoyuntados en nuestro propio funcionamiento.
Escuchar a alguien es, en realidad, ser confrontado a la diferencia; es aceptar
escuchar cosas que están fuera de nuestro sistema de referencia habitual, al margen
de nuestra zona de seguridad. Una situación así puede amenazar nuestra
estabilidad y llevarnos a huir, o bien a protegernos, tratando de "recuperar" al otro
en nuestro propio modo de funcionar: "yo, en su lugar, esto es lo que haría". Ahora
bien, justamente, ¡no estamos en su lugar!

A propósito de la disponibilidad creo que es muy interesante darnos


cuenta, en un primer momento, cuán selectiva es nuestra atención al otro.

Tomemos el ejemplo de la lectura, es decir de la escucha de un texto


escrito. Comenzamos por elegir el libro, luego descubrimos su contenido bajo
cierto ángulo; si lo releemos, nuevos aspectos se nos revelan; si además hablamos
del libro con otros, tendremos la impresión que cada uno leyó un libro distinto. Por
otro lado, en el intercambio con las personas, interviene su presencia física. Así, la
voz exasperante de alguien o sus rasgos cansados pueden hacer derivar
completamente nuestra atención. Total, al escuchar, no dejamos de seleccionar,
filtrar, borrar... A veces somos tan selectivos que nuestros interlocutores, para
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llegar a hacerse entender, se ven obligados a amoldarse a nuestros intereses
propios.

- ¿Cómo podemos ensanchar el dial de nuestra receptividad?

De partida, podemos comenzar con un trabajo muy simple en torno a la


receptividad, procurando hacernos disponibles a lo que nos rodea: dejo ocurrir las
cosas, acojo lo que se produce en torno mío, me dejo sorprender. A propósito de la
técnica psicoanalítica, Freud habla de atención “flotante”. Aun cuando se trate
aquí de una actitud específica del terapeuta que busca procesos inconscientes,
podemos inspirarnos en esa actitud para la escucha ordinaria:

“No debemos dar particular importancia a nada de lo que oímos, y


conviene que prestemos a todo la misma atención “flotante”, según la
expresión que he adoptado. Se economiza así un esfuerzo de atención que
sería imposible mantener cada día durante horas, y se escapa así al peligro
irreparable de toda atención voluntaria, el de elegir entre los materiales
que nos proporcionan. En realidad, eso es lo que ocurre cuando fijamos a
propósito nuestra atención; el analista graba en su memoria tal punto que
le llama la atención, elimina tal otro, y lo que le dicta esa selección son
expectativas o tendencias. Eso es justamente lo que hay que evitar;
conformando uno la elección que hace a su expectativa, corre el riesgo de
no hallar sino lo que ya sabía de antemano.”2

Freud nos invita, pues, a una escucha abierta que intenta no seleccionar lo
que quisiera oír. Nos pone en guardia contra el gran peligro de saber de antemano
lo que el otro busca decirnos. Cuando así lo hacemos, damos la prioridad a nuestro
propio pensamiento sin dejar al otro el tiempo y la libertad de expresar realmente
el suyo.

- Decía Ud. que nuestra escucha, tan dependiente de esa disponibilidad


para atender, podía también ser perturbada por el temor de perder estabilidad.
¿De qué modo pueden nuestros miedos, nuestras proyecciones, parasitar nuestra
receptividad?

Por de pronto, la selectividad de nuestra atención está ligada a nuestra


subjetividad, al conjunto de lo que constituye nuestro equilibrio, nuestras bases

2 Consejos a los médicos, en La technique psychanalytique, P.U.F., París, 1967.


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narcísicas: escuchamos con nuestra edad, con nuestra historia personal, nuestro
medio socio-cultural, nuestra afectividad, marcada a su vez por tal o cual
acontecimiento, nuestras convicciones, etc. Ahora bien, abrirse al otro, tratar de
identificarse con él, es acoger algo extraño en uno, algo que corre riesgo de
desordenar nuestras certidumbres y tocar nuestros puntos frágiles. Nuestro sistema
de autoprotección está puesto en alerta y puede pesar más o menos sobre nuestra
capacidad de escucha, limitarla, o torcerla. Lo importante es tener conciencia de
esas derivas posibles. La cualidad de la escucha supone, pues, un verdadero
trabajo sobre sí mismo.

- ¿Cómo lo expresaría Ud.?

Sí, efectivamente se trata de un trabajo sobre sí mismo; hace Ud. bien en


subrayarlo. A ese respecto, quisiera indicar una fuente de malentendidos. Dado los
numerosos lugares y fórmulas de escucha que se desarrollan actualmente, algunos
podrían pensar que la escucha es un saber basado en la adquisición de técnicas y
conocimientos sicológicos. Numerosos libros sobre la comunicación lo dejan
entender y van a veces hasta dar recetas. Ahora bien, si los conocimientos y el
marco técnico son indispensables a los especialistas de la escucha, no dispensan en
modo alguno de un trabajo sobre sí mismo. Se sabe por ejemplo que los
psicoanalistas pasan ellos mismos por un proceso largo de sicoanálisis que les
permite tener una mejor conciencia de su subjetividad. Asimismo, los animadores
de grupos de escucha deben profundizar en su propio funcionamiento,
individualmente y en grupo, con la ayuda de alguna persona competente. Y
muchos de esos profesionales acuden periódicamente a un trabajo de supervisión
para mantener bajo cuestionamiento la calidad de su receptividad. Todo ello dice
la importancia de ese trabajo personal, trabajo que, por lo demás, nos incumbe a
todos en grados diversos.

Cada uno, en su vida relacional, debiera poder preguntarse de vez en


cuando cómo anda su escucha, y tomar más o menos conciencia de su subjetividad.
No se trata de intentar aniquilarla; se trata al contrario de reconocerla. Reconocer
los propios sentimientos hacia un interlocutor, y reflexionar sobre ello, es ya
ubicarse más claramente en la relación con él. Reconocer que se le encierra en una
imagen de él es, al mismo tiempo, darle la posibilidad de mostrar más fácilmente
otras facetas de su personalidad. Darse cuenta que uno limita su escucha, en
algunas situaciones, para evacuar la angustia que ellas provocan, es también
modificar la propia actitud, etc. Tomemos el ejemplo del acompañamiento de una
persona gravemente enferma: a menudo, mostramos activismo, buscamos
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tranquilizarla acerca de su salud, alentarla; rezamos, llenamos el espacio; en otros
términos, nos cuesta mucho dejar que exprese ella lo que está viviendo, porque
nuestro primer movimiento es huir de lo que se refiere a la enfermedad y la
muerte. Reconocer en nosotros esa angustia puede permitirle al enfermo hablar con
más profundidad.

- ¿Qué les dice Ud. a los que no han vivido un psicoanálisis y desean sin
embargo progresar en su escucha?

Que el trabajo sobre uno mismo no está reservado al psicoanálisis. Que es


necesario tomar conciencia de los límites de nuestra escucha, pero sin perdernos
por ello en mil escrúpulos. Sin embargo, resulta a veces difícil ver claro: uno se
siente emocionado, invadido, soporta mal una relación, no sabe cómo situarse...
Tal vez sea justamente benéfico el pasar por un período de incertidumbre, ¡con tal
que se le haga frente!

Creo muy útil entonces poder referirse a una tercera persona, sea quien
sea. No para que nos aporte soluciones, sino porque el hecho mismo de poder
hablar, de poner en palabras nuestro malestar, nos ayuda a ver más claro en
nosotros. Eso, lo saben bien los que pertenecen a equipos terapéuticos. Hablar,
individualmente o en una reunión de síntesis, de la relación difícil con un paciente
desbloquea lo que hemos sentido acerca de él y le permite a él modificar en algo su
comportamiento. Para los trabajadores sociales, un grupo de trabajo entre colegas
o una supervisión puede desempeñar esa misma función. El tomar algunos apuntes
después de una conversación permite también hacer un trabajo de elaboración: no
se trata de anotarlo todo, sino más bien de reflexionar después, sobre lo vivido en
el intercambio.

Pero también en la vida corriente conviene trabajar la fluidez de nuestra


escucha. Sin embargo, a veces es con la gente más cercana con la cual
experimentamos la mayor dificultad para escuchar: con un colega, en la familia, en
la pareja, etc. Note Ud. cómo muchos de nosotros tienen mayor facilidad para
conversar con desconocidos, en un tren, en un bar... ¿Por qué? Porque pensamos
que aquello no traerá consecuencias, porque el interlocutor no está dentro de
nuestra red afectiva y nuestra realidad cotidiana.

Cuando nos sentimos constreñidos por la imagen que tenemos del otro o
por la que pensamos que se ha formado de nosotros, la palabra circula con mucha
dificultad. Tal vez nos haga falta entonces hacernos preguntas acerca de nuestra
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escucha, tratar de flexibilizarla, corriendo el riesgo de vernos descolocados por el
otro.

- Escuchar supone, pues, aceptar que el otro nos modifique, ser a la vez
sólido y flexible.

Sí, exactamente. Hemos de preservar nuestra identidad, al mismo tiempo


que acogemos al otro, el que, por su diferencia, nos permite renovarnos. Esa es la
dificultad, pero es también toda la riqueza de la comunicación. El equilibrio nunca
es definitivo. Lo cual nos trae de vuelta a un problema mayor en el que creo no
haber insistido lo suficiente: la necesidad de hallar la buena distancia en el
intercambio.

Tomemos algunos ejemplos. Podemos muy bien, por falta de maleabilidad,


presentar un muro a las palabras del otro: “Siento muy bien, me decía un joven,
cuando una persona sigue el curso de sus pensamientos mientras yo le hablo. ¡Nos
hablamos paralelamente!” Podemos también tener el mero papel de un colador,
cuando no nos ubicamos bastante como sujeto en la escucha: las palabras ajenas
nos cruzan y no van a ninguna parte; la persona se vacía sin ser acogida. No le
prestamos así ningún servicio. Mientras es cierto que una escucha casual puede
aliviar por algún tiempo, y que es útil dar a veces tiempo a un interlocutor para que
se desahogue, el hecho de repetir hasta lo infinito palabras de desahogo es estéril.
Hace falta contener las palabras, que puedan circular con algo de "juego" entre yo
y el otro para poder desembocar en una reflexión. Podemos también -ya lo dije-
mantener una relación de excesiva proximidad que lleva a una confusión de las
personas y de los espacios de pensamiento: el otro entonces no tiene ninguna
posibilidad de elaborar su propio pensamiento, puesto que no puede siquiera
percibir quién piensa.

Desde luego, la distancia en el intercambio varía en función del momento,


del contexto y de la finalidad de la relación. Es cuestión de matices, donde la
empatía desempeña un gran papel. La mamá con su guagua está primero muy cerca
de ella, luego con la ayuda del padre la lleva progresivamente a tolerar una mayor
distancia. Y a medida que el niño madura, aprende él también a escuchar a los
demás, sin sentirse por ello herido en su identidad. La evolución del proceso ¿no
tiene por finalidad llegar a una escucha en la reciprocidad?

No hay que olvidar que los lugares de escucha no son un fin en sí mismos,
sino sólo un medio, una ayuda temporal, que debería normalmente poder
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prolongarse en dos direcciones. Primero, no se trata de instalarse indefinidamente
en la situación artificial de uno que "escucha" y otro que "es escuchado", sino de
desarrollar la aptitud para comunicar en la vida en general, y de llegar en cuanto
sea posible a una escucha compartida. Por otro lado, si los lugares de escucha
favorecen un trabajo del pensamiento, es importante que la gente pueda proseguir
ese trabajo en un nivel personal, es decir, que lleguen a interiorizar de manera
suficientemente positiva la situación del que escucha, para prolongar el diálogo
dentro de sí mismos y desarrollar así su vida interior. En resumen, el alcance de la
escucha es doble: ¡escuchar a los demás y saberse escuchar!3

3Entrevista efectuada por Claude Flipo, S,J., y publicada en la revista Christus, París, N.176, de Octubre
de l997. Cuadernos de Espiritualidad No 109 (Centro de Espiritualidad Ignaciana, Santiago)
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