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CULTURA

ALBERT CAMUS, UN SIGLO DE LITERATURA Y COMPROMISO »

Albert Camus, filosofía de un espontáneo


Sin su filosofía no se entienden sus ficciones

Albert Camus en 1947. HENRI CARTIER-BRESSON(MAGNUM PHOTOS/CONTACTO)

FERNANDO SAVATER

7 NOV 2013 - 00:00 CET

¿Camus, filósofo? En todo caso “un filósofo para alumnos de bachillerato”, se


burlaron en su día los detractores. Hoy sigue siendo la opinión de no pocos
académicos. En efecto, como señaló Sartre desde la primera hora (ni siquiera
se conocían personalmente aún) “Camus pone cierta coquetería en citar textos
de Jaspers, de Heidegger, de Kierkegaard, que por otra parte no siempre
parece entender bien”. ¡Tocado! En “El mito de Sísifo”, añado yo, repite el
tópico de un Schopenhauer indecente predicando el suicidio ante una mesa
bien servida: pues bien, Schopenhauer no recomendó el suicidio, todo lo
contrario. Ese tipo de erudición no es lo suyo, lo cual no le descarta como
pensador como aclara el propio Sartre de los buenos tiempos: “Sus
verdaderos maestros son otros: el contorno de sus razonamientos, la claridad
de sus ideas, el corte de su estilo de ensayista y un cierto tipo de siniestro
solar, ordenado, ceremonioso y desolado, todo anuncia un clásico, un
mediterráneo”. Más tarde también Czeslaw Milosz, que le estaba agradecido
por ser uno de los poquísimos intelectuales que le acogió bien cuando huyó del
comunismo, le defendió contra la acusación común de que carecía de
doctorado filosófico: “Pero, en primer lugar, ¿qué se entiende por filosofía?
Para algunos, como Camus, la filosofía exige una alimentación casi carnal y se
rehúsan a hablar de las cosas que no tocan por sí mismos”.

¿Por qué escribes novelas o dramas teatrales?”,


pregunta la filosofía; y Camus responde: “Para vivirte
mejor…

Entonces ¿era o no era filósofo? Digamos que fue un espontáneo que saltó al
ruedo de la filosofía sin llevar nada más que su hambre vital de voyou argelino y
la vergüenza torera de no aceptar una existencia irreflexiva. El capote con que
dio sus primeros pases en esa faena improvisada (“El mito de Sísifo”) fue el
absurdo, mucho más que una palabra y algo menos que un concepto. El
absurdo no es el sinsentido del mundo, sino la falta de sentido en un mundo
que nosotros –los inventores y huérfanos del sentido- reclamamos que lo
tenga: “El hombre se encuentra ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo
de felicidad y de razón. El absurdo nace de esa confrontación entre la llamada
humana y el silencio sin razones del mundo”. El absurdo no es un dato
elemental sino un divorcio: la demanda de los hombres y la callada por
respuesta del universo, un amor imposible. La peculiaridad del absurdo es que
deja der serlo si lo aceptamos como tal: es un pensamiento inaceptable y sólo
si no lo aceptamos, si nos sublevamos contra él, podemos pensarlo. No es una
idea, ni mucho menos una doctrina, ni siquiera algo que pueda explicarse en el
aula, como las categorías de Aristóteles o la dialéctica trascendental de Kant. El
absurdo… ¡eso hay que vivirlo! Tal como decimos de otros padecimientos. Por
eso se presta mejor a la narración que al tratado. Pero se equivocan quienes
expulsan a Camus del jardín de la filosofía, porque sin la filosofía no se
entienden ni se justifican sus ficciones, que son el modo que utiliza para
hacerla comprensible. “¿Por qué escribes novelas o dramas teatrales?”,
pregunta la filosofía; y Camus responde: “Para vivirte mejor…”.

Para Camus, la democracia –despreciada por los


revolucionarios y por Sartre- tiene el gran mérito de
solicitar modestia: nadie puede zanjarlo todo por sí mismo,
hace falta el consejo de otros y el acuerdo

Intelectualmente el absurdo es un callejón sin salida aunque la vida consiste


precisamente en hacer como si la tuviera. El muro que nos cierra el paso es
infranqueable, pero nosotros pintamos voluntariosamente una puerta en él y la
puerta se abre…o al menos nos permite imaginar que se abre y salimos por
ella. De esa puerta pintada en el muro de la realidad, imposible pero
irrenunciable, es de lo que habla “El hombre rebelde”, donde por segunda vez
el espontáneo Camus se echa al ruedo de la filosofía. La primera faena se la
perdonaron como una manifestación de simpática inexperiencia, pero por esta
otra ya fue seriamente sancionado por los comisarios de la plaza. “Me rebelo,
luego somos”: ¿habrase visto mayor atrevimiento? Sublevarse entonces no es
una consecuencia histórica de la solidaridad, sino que la solidaridad nace a
partir de la individualidad que se subleva por impulso metafísico. El ser humano
se rebela y al hacerlo descubre la humanidad que le vincula a los demás. Los
dogmáticos de la revolución comprendieron que ésta, violenta y totalitaria,
forma parte del muro de la realidad contra el que se insurge el rebelde. “Los
hombres mueren y no son felices”, resume Calígula. Pero cada hombre puede
rebelarse contra lo que impone la muerte y la infelicidad, descubriendo así su
camaradería con los demás. Y esa rebelión no es simple grandilocuencia, sino
búsqueda de soluciones políticas, es decir, contra el estado de guerra que exige
mantenerse en el odio. Para Camus, la democracia –despreciada por los
revolucionarios y por Sartre- tiene el gran mérito de solicitar modestia: nadie
puede zanjarlo todo por sí mismo, hace falta el consejo de otros y el acuerdo.
Rebelarse contra la infelicidad del terror exige evitar el absolutismo decapitador
de los principios y a menudo atenerse a los matices, a las medias tintas: ¡qué
bien comprendemos hoy, tras las contradicciones de las primaveras árabes, la
actitud tentativa y fluctuante de Camus ante el conflicto de Argelia a finales de
los años cincuenta!

En Youtube puede verse una breve filmación de Albert Camus en la que, con
una sonrisa y aire de pillo, finge ante la cámara muletazos sin toro ni muleta. Es
un espontáneo, el maletilla que aspira a la gloria. O que ya la conoce:
“Comprendo aquí lo que se llama gloria: el derecho de amar sin medida”
(Bodas).

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