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CULTURA
FERNANDO SAVATER
Entonces ¿era o no era filósofo? Digamos que fue un espontáneo que saltó al
ruedo de la filosofía sin llevar nada más que su hambre vital de voyou argelino y
la vergüenza torera de no aceptar una existencia irreflexiva. El capote con que
dio sus primeros pases en esa faena improvisada (“El mito de Sísifo”) fue el
absurdo, mucho más que una palabra y algo menos que un concepto. El
absurdo no es el sinsentido del mundo, sino la falta de sentido en un mundo
que nosotros –los inventores y huérfanos del sentido- reclamamos que lo
tenga: “El hombre se encuentra ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo
de felicidad y de razón. El absurdo nace de esa confrontación entre la llamada
humana y el silencio sin razones del mundo”. El absurdo no es un dato
elemental sino un divorcio: la demanda de los hombres y la callada por
respuesta del universo, un amor imposible. La peculiaridad del absurdo es que
deja der serlo si lo aceptamos como tal: es un pensamiento inaceptable y sólo
si no lo aceptamos, si nos sublevamos contra él, podemos pensarlo. No es una
idea, ni mucho menos una doctrina, ni siquiera algo que pueda explicarse en el
aula, como las categorías de Aristóteles o la dialéctica trascendental de Kant. El
absurdo… ¡eso hay que vivirlo! Tal como decimos de otros padecimientos. Por
eso se presta mejor a la narración que al tratado. Pero se equivocan quienes
expulsan a Camus del jardín de la filosofía, porque sin la filosofía no se
entienden ni se justifican sus ficciones, que son el modo que utiliza para
hacerla comprensible. “¿Por qué escribes novelas o dramas teatrales?”,
pregunta la filosofía; y Camus responde: “Para vivirte mejor…”.
En Youtube puede verse una breve filmación de Albert Camus en la que, con
una sonrisa y aire de pillo, finge ante la cámara muletazos sin toro ni muleta. Es
un espontáneo, el maletilla que aspira a la gloria. O que ya la conoce:
“Comprendo aquí lo que se llama gloria: el derecho de amar sin medida”
(Bodas).
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