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Ética y etiqueta.

Bensayag Schmit.

Las transformaciones que empujan a una medicina de la clasificación se inscriben en una


tendencia más global de las culturas occidentales, cada vez más marcadas por la
problemática de la modelización. Es decir, por la representación en forma matemática y
sistemática de lo real, con el objetivo de comprenderlo y modificarlo. Pero la perversión de
esta tendencia reside en el hecho de que nuestras sociedades terminan por creer, en el
sentido profundamente antropológico del término, que lo real debe disciplinarse y ordenarse
de acuerdo con grillas, modelos y conceptos. Se diría que, una vez establecidas, las
etiquetas y las clasificaciones toman el lugar del mundo: nuestra relación con este se torna
una relación con los modelos que representan el mundo mismo. Y detrás de esta
taxonomía, toda paradoja o incertidumbre se escapa, es percibida como el aspecto
incómodo de lo real. Deploramos el hecho de que lo real, el mundo, los animales y las cosas
en general tengan esa fastidiosa tendencia a escapar al bonito modelo epistemológico de
la jaula clasificatoria. Habiendo construido esa jaula para que habiten en ella, en el peor de
los casos, o para que desaparezcan detrás del modelo que los representa (en el mejor de
los casos).
Dicho esto, es evidente que, sin modelización, sin un trabajo de clasificación o de
diferenciación, no puede existir ningún saber, ningún pensamiento. Para comprender los
ejemplos que expondremos en este capítulo, tal vez habría que recordar el consejo de Karl
Marx: no hay que confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas...

Etiqueta y multiplicidad de la persona.


En el dominio de la clínica, esto se traduce muy simplemente de la siguiente manera: uno
puede decir que la habitación 301 es una cirrosis, o bien saber que en una habitación
alguien sufre de cirrosis. En el ámbito de la medicina somática se aborda a menudo este
problema; rara vez se lo resuelve, pero al menos la identificación de una persona con su
enfermedad es percibida como un exceso, una deformación.
En contrapartida, en el campo psicosocial, esas cuestiones están lejos de aclararse.
Digamos que es relativamente fácil para el señor Pérez salirse o escapar a la etiqueta
cirrosis, hacer valer su derecho de ser y de existir como multiplicidad sin que se identifique
la cirrosis con la multiplicidad. Pero es mucho más difícil, incluso imposible, para alguien
que ha sido diagnosticado como esquizofrénico o catalogado como discapacitado escapar
a esa etiqueta. Por el contrario, todo lo que concierne a su personalidad, incluido aquello
que no tiene nada que ver con el diagnóstico o la clasificación, será arbitrariamente
identificado como partes, síntomas o signos de tal clasificación. Se verá a un esquizofrénico
que pinta y su pintura será una pintura de esquizofrénico, se verá a un discapacitado
comprometerse en política y será antes que nada un discapacitado que hace política, Antes
que nada, será la etiqueta la que ubicará, en la percepción social, al ser en el mundo de
aquellos que han sido etiquetados.
La cuestión de la etiqueta nos remite a la de la norma (es decir a la norma social, que ya
hemos analizado un poco) y a su funcionamiento en el seno de nuestras culturas. Es normal
por así decir aquello que no se ve..., lo que no escapa a la etiqueta. Por ejemplo, a nadie
se le ocurriría subrayar que el presidente francés es un hombre, pero en todas partes se
comenta que el primer ministro de la India era una mujer; del mismo modo, nadie diría con
un aire más o menos consternado que el ministro del Interior es heterosexual, pero si el
alcalde de una ciudad importante es homosexual la gente tiene algo que comentar (para
bien o para mal, eso no viene al caso).
La norma está ligada así a una suerte de circulación de la mirada, a una distribución de la
mirada: es normal aquello que no llama la atención, aquello que se consigna bajo la fórmula
nada llamativo. La mirada, aquello que se ofrece a la vista, aquello que hay que ver y sobre
lo que hay que hacer como si no se viera: todo eso determina, desde un punto de vista
antropológico, los principales elementos de cada cultura, los límites que no se deben
franquear. Esos elementos pueden ser muy diferentes, pero el mecanismo de base es el
mismo: una mirada que intenta ver más allá de lo que el otro ofrece a la vista y de lo que la
cultura considera como aquello que puede escapar a los límites de lo correcto, que se
vuelve obsceno o abusivo.
Tomemos el ejemplo de la sociedad afgana. En sus reportajes en Afganistán publicados en
enero de 2002 en el diario Libé- ration, la periodista Florence Aubenas explicaba lo que los
hombres y las mujeres miran en las mujeres, sometidas a la portación obligatoria de la burka
(esa vestimenta que cubre todo su cuerpo). Las mujeres confiesan que al mirar a una mujer
oculta bajo su burka, ellas observan sus manos: llevando su mirada a las manos pueden
saber cómo es esa mujer, si es joven o vieja, si es cuidadosa de sí misma o no..; Finalmente,
ellas ven a través de las manos todo lo que las mujeres de cualquier cultura intentan ver y
que está limitado desde el interior por aquello que está permitido dejar ver.
Los hombres afganos, por su parte, confiesan que al ver pasar a una mujer sus miradas se
dirigen a los tobillos. Es por eso que las mujeres compiten entre sí a través del tipo de
medias que llevan, sabiendo que es lo que se deja ver de ellas. Juegan ese papel universal
que consiste en evocar lo que se oculta, ío que no debe ser mostrado, o incluso lo que no
se debe intentar ver en público.
Dada la opresión que soportan las mujeres afganas, este ejemplo puede parecer
provocador. Pero nuestra intención es muy pacífica, se trata simplemente de explicar el
mecanismo de la norma-mirada que se aplica, con enormes diferencias, en toda norma
social. Más allá de las diferencias, en efecto, ocurre lo mismo en Occidente: la minifalda es
justamente lo que, al ser visto, evoca lo no-visible. Eso es precisamente lo que da a las
playas nudistas un sabor tan marcado a puritanismo. La desnudez de los cuerpos, en esas
playas, no es erótica, al contrario, esa desnudez dice claramente aquí, no hay
absolutamente nada que ven., ¡circulen! Pero existe otra clase de desnudez, erótica esta,
en la que la bailarina (o el bailarín) desnuda evoca a través de los movimientos eróticos las
delicias que se podrían probar, pero que el espectador no puede ver. Es la evocación de lo
que podría ocurrir en otra escena, en una escena privada.
Este mecanismo de lo que se mira, de lo que se ve y de lo que se da a ver determina en
cada sociedad el respeto por el otro, por los otros y por sí mismo. No existir como un objeto
transparente a la mirada del otro es la base de la sociabilidad. La división entre las escenas
públicas y las escenas privadas es una base de existencia de toda comunidad; puede tomar
diferentes formas pero, en todas partes, se encuentra la misma estructura de separación.

La dinámica de la mirada sobre el otro.


La etiqueta hace creer, gracias a la clasificación y al diagnóstico, que se ha hecho visible
algo que en una persona sería del orden de la esencia y que se transforma en esencia
visible. Es por eso, justamente, que en el dominio psicosocial las etiquetas plantean tantos
problemas: adoptamos una mirada normalizadora.
Cuando por ejemplo dirigimos nuestra mirada a un discapacitado, vemos por lo general una
etiqueta que lo recubre completamente y que, socialmente, lo hace desaparecer detrás de
ella. Cuando alguien sale a la calle en silla de ruedas, se cruza con las miradas equívocas
e incómodas de los transeúntes: ellos evitan mirarlo o lo miran con un respeto exagerado.
La mirada está llena de incomodidad porque el otro, el que se desplaza sentado, muestra
algo que nos da la impresión de ser su esencia fundamental, su etiqueta-naturaleza, la que
todo el mundo esconde, la que, como todos sabemos, separa claramente el espacio
definido por la mirada privada y el de la mirada pública; sería, de un modo imaginario, como
mirar al otro en una suerte de desnudez forzada. Es por eso que en esa mirada se sospecha
una suerte de obscenidad.
Esta dinámica de la mirada está tan codificada en cada cultura que forma parte de la
educación de los niños. De esta forma, asistimos con frecuencia a la escena en la que un
niño mira a un enano, un discapacitado o alguien que lleva un estigma de diferencia: lo mira
fijo y el adulto le enseña ese límite de la mirada. No hay que mirar asi. El otro está ahí, el
niño puede verlo, pero así como se le enseña sobre las partes púdicas de su propio cuerpo,
debe aprender a no mirar aquello que no debe ser visto, o al menos a hacer como si no
viera aquello que el otro muestra a pesar de sí.
Es el milagro de la etiqueta: da la impresión de que la esencia del otro es visible. Y entonces
el otro ya no es una multiplicidad contradictoria que existe en ese juego de luces y sombras,
de lo velado y lo desvelado, es inmediatamente visible, conocible. Uno cree que a través
de la etiqueta va a estar en condiciones de saberlo todo sobre lo que el otro es, sobre
aquello que desea y que organiza su vida, puesto qué la etiqueta no se limita a la
clasificación, sino que establece un sentido, una suerte de orden en la vida de aquel que la
lleva. La pregunta entonces sería esta: ¿qué sabemos verdaderamente del otro cuando
conocemos su etiqueta? He aquí la cuestión, en el enunciado que mezcla el saber con el
eso a ver1,
Pero esta dinámica es particularmente compleja en nuestras sociedades, porque el derecho
de mirar se asimila a un ejercicio de poder sobre el otro. Sabemos que una familia
etiquetada con problemas debe aceptar ser mirada: los profesionales (jueces, psicólogos,
educadores, asistentes sociales) tienen un derecho de mirada sobre su espacio privado. En
nuestras sociedades, aquel que se aparta de la norma, o que la transgrede, pierde sobre
todo sus derechos en el dominio privado y del secreto. Dicho de otro modo, el derecho a
una cierta no-visibilidad, el derecho a una opacidad privada se asocia a un privilegio, es un
derecho que debe ser merecido y que se puede perder desde el momento en que uno se
aparta, de un modo u otro, de la norma social. En tal caso, uno se ve confrontado a la
mirada del otro. Existen numerosas razones para ser arrojado a la gran bolsa de aquellos
que se desvian de la norma y para ser, de hecho, expuesto a la mirada pública: un accidente
que lo deja a uno discapacitado, un delito, una gran dificultad para organizar su vida, una
enfermedad genética...
Una vez más, el problema es que al ver una etiqueta, creemos, equivocadamente, saberlo

1
Juego de palabras entre le savoir (el saber) y lega á voir (el eso a ver) [N. del T.j.
todo de aquel que la porta. En la clínica de la tristeza social, en la clínica psi, el proyecto de
escucha y de ayuda debe pasar por un trabajo previo sobre uno mismo cuyo propósito es
no ver en la persona una etiqueta. Pero eso no es en absoluto suficiente, hay que ir más
allá y ayudar al otro, al individuo o a la familia, a despegarse de esa etiqueta con la que a
menudo se identifica y que a veces asimila a un modo de estar en el mundo.

Etiqueta y determinismo.
Comprendemos ahora que verse revestido de una etiqueta equivale a ser encerrado en una
suerte de destino determinado. Uno se encuentra, a pesar suyo, en una configuración de
determinismo social o individual: nuestros deseos, nuestro devenir y lo que podemos
esperar y construir en nuestras vidas forman parte de un saber y de una estadística
preestablecidos, que nos exilian de nuestra propia incertidumbre, condición de la libertad
de todo ser humano o grupo social
Este determinismo social, del que la consulta psicológica participa a menudo, forma parte
de la visibilidad de nuestra historia hecha pública. La visibilidad comparte esa idea de
determinismo y de fatalismo. Al mismo tiempo, el determinismo significa claramente una
violencia muy fuerte ejercida contra la gen» te arrojada por el etiquetamiento al campo de
lo visible. Se verifica, efectivamente, que el saber y el eso a ver sobre una persona son
finalmente compartidos y aceptados por esa persona que es objeto de la mirada y del saber.
Explícitamente o no, esa persona sabe que la sociedad espera de ella una identificación
con su etiqueta, pero no de manera recalcitrante porque entonces no podrían ayudarla.
Frente al etiquetamiento y al saber normalizador, el único medio de resistencia para aquel
que quiere existir como persona implica muy a menudo una violencia sintomática hacia los
otros, hacia su propio medio y hacia sí mismo.
Pero la historia muestra que es sobre todo la acción colectiva lo que permite escapar al
determinismo de la etiqueta. Esto es claro para las diversas minorías sociales que han
cambiado de lugar en el dispositivo de la norma social por medio del juego de la resistencia-
construcción. Es por ejemplo el caso de las comunidades homosexuales objeto del discurso
y de la mirada, objeto de represión y de tratamiento (para su bien...), objeto de tentativas
de exterminio, los grupos homosexuales figuraban entre esos visibles. Cuando alguien era
identificado como homosexual, esa etiqueta lo volvía visible, era clasificado en referencia a
la mirada normal; sus actos eran interpretados como síntomas y esos síntomas instalaban
a la persona en una unidimensionalidad patológica que permitía tener un saber sobre ella
y sobre su destino. Y lejos de buscar establecer un saber compartido con la persona en
cuestión, la etiqueta la invalida como sujeto del discurso: hay quienes saben en lugar de
ella.
Esta es la lógica que los homosexuales consiguieron romper con sus luchas, sus trabajos
y sus escritos. Se han transformado poco a poco en sujetos del discurso, criticando y
desplazando la norma heterosexual dominante. Pero al tomar la palabra y expresarse, este
grupo no se vuelve más claró o más transparente. Por el contrario, ese cambio les permite
ser vistos en su multiplicidad: para el grupo y para cada uno de los que lo componen, esto
significa que la sociedad les reconoce otra cosa, que no se resume en una etiqueta, dado
que la multiplicidad no se puede limitar a un solo elemento que toma el lugar del todo.
Paradójicamente, el hecho de comunicar les da el derecho a una cierta privacidad y
opacidad que son el fundamento concreto de toda objetividad en el discurso.
El ejemplo afortunado y alegre de la cultura sorda ilustra bien esta dinámica. Es sabido que
con frecuencia los sordos han sido duramente reprimidos: quince mil sordos fueron
esterilizados por los nazis, y otros conocieron la misma suerte en países democráticos
como Suecia o los Estados Unidos; su lengua, consistente en señas, fue prohibida, y en el
mejor de los casos se les proponía la oralización con el fin de acceder al estatuto de
disminuidos aceptables y de imitadores de la norma. Al esgrimir la noción de cultura sorda,
aquellos que se han enfrentado a esta normalización nos han enseñado mucho. Por
ejemplo que una subjetividad perceptible, es decir un modo particular de percepción del
mundo, va a construir una singularidad conceptual concreta.

El sordo no se define por la falta» es un ser humano que percibe y habita un medioambiente
diferente al del oyente. La lengua de señas no es una especie de muleta que reemplazaría
a la maravillosa lengua de los oyentes; es simplemente una lengua diferente. Y» como todo
el mundo sabe» una lengua no es una simple herramienta de comunicación, es también
una combinatoria pensante y creadora de conceptos, de preceptos y de afectos que le son
propios.
En este sentido, la integración social de los sordos no debe pensarse como un favor de
parte de los normales para con los pobres deficientes. Se trata más bien de una ampliación
del mundo por obra de una sensibilidad conceptual, artística y humana suplementaria:
combinada con la cultura dominante no sorda, la cultura sorda enriquece a la sociedad. Así
es como la etiqueta sordo, que condenaba a la persona a un determinismo estrecho (en el
sentido de que, a la pregunta ¿qué es lo que un sordo desea?, la respuesta normalizadora
era desea oír), da lugar a una multiplicidad nueva y profusa. Allí donde el eso a ver, a
propósito del sordo, nos hacía creer en un saber sobre él, aparece una opacidad creadora.
A través de estos ejemplos, se comprende de qué modo la etiqueta social es parte de una
disciplina, de un esfuerzo permanente por un ajuste a la norma, por una normalización. Al
contrario, una sociedad democrática, no esclerosada, es una sociedad en la que esas
etiquetas, esas determinantes pueden evolucionar, cambiar y desaparecer. Es en ese punto
donde se juega una buena parte del destino de nuestras sociedades occidentales, sobre su
capacidad de resistir a la gran tentación de reemplazar los saberes múltiples y
contradictorios por saberes tecno- científicos. Es difícil para nuestros contemporáneos
adherir a la idea de que el aumento de los saberes científicos sobre la vida y sobre las
sociedades no debe reemplazar la multiplicidad. Pero esta última no debe ser comprendida
como una ignorancia que va en el sentido de un oscurantismo, sino como la cohabitación
de los saberes producidos por la ciencia y la técnica con saberes de otra naturaleza.
Seamos claros: la resistencia a la ideología cientificista no se opone a las prácticas
científicas. Esa resistencia contribuye a su desarrollo puesto que las libera de la carga
abusiva que las hace responsables del devenir de la sociedad. Nuestras sociedades viven
hoy un evidente déficit de pensamiento y de sentido; pero no se trata de acusar a la ciencia
y a la técnica de robar o de monopolizar este pensamiento, este sentido. Más bien hay que
desarrollar los lazos y las prácticas que permiten llenar ese vacío y acompañar el desarrollo
de la tecnociencia.
Por lo tanto, si el saber y el eso a ver se refieren a prohibiciones fundantes de cada cultura,
debemos comprender que la ciencia explica solamente mecanismos y que eso no nos
exime en absoluto de reflexionar sobre ellos.

Inventar una clínica de la multiplicidad.


Si calificamos el territorio de lo real de continente negro, de espacio inaccesible a las luces,
podemos decir entonces que la educación, la reeducación, la cura, la normalización
(llámeselo como se quiera) toman parte en la conquista del continente negro, territorio a
conquistar por y para las luces de la razón y del bien. La conquista del continente negro es
una de las metáforas para designar esa actitud (demasiado vista y demasiado repetida) de
las sociedades de la norma, de la vigilancia y el castigo, frente al otro de la razón. Ese otro
podría ser, en el caso de la enfermedad mental, el loco o el marginal. En el seno de la
educación, era el ignorante de la cultura dominante. El otro servía igualmente para aludir a
la mujer, identificada con un continente negro. En todo caso lo negro, lo inaccesible a la
razón panóptica, es lo que nuestras sociedades asocian al bárbaro: al radicalmente otro
cuya mera existencia amenaza y pone en peligro la supervivencia de nuestras culturas.
Etimológicamente, la palabra bárbaro designa en el mundo grecorromano a aquel que no
posee la lengua, al que chapurrea. Por lo tanto no está capacitado para respetar los tres
fundamentos de la cultura: come lo que está prohibido, o en todo caso no come de manera
civilizada; sus relaciones sexuales o la manera de utilizar sus órganos genitales no son
normales y no posee la lengua de la civilización (por extensión, se dirá que no posee una
lengua en absoluto). Pero el bárbaro no es solamente aquel que amenaza las fronteras de
la civilización, es también aquel que, en el seno mismo de la civilización, no se adapta ni
puede asumir la norma social que ella impone; al mismo tiempo, es aquel que disfruta de
cosas no permitidas, sin límites y sin control.
Desde este punto de vista, toda persona desviada o anormal será, como el bárbaro,
sospechosa de no saber controlar su goce. O bien se considerará que debería abandonar
todos los goces. La cultura se define muy claramente por este encierro del goce que no es
respetado ni por el bárbaro, ni por el desviado (evidentemente las razones de uno y otro
para no respetarlo son muy diferentes). Aquel que de por sí está poco habituado al mundo
de lo psicosocial habrá reconocido en estas tres desviaciones (relacionadas con el alimento,
el sexo y la palabra) los rasgos de base que sirven para calificar, en nuestra cultura, a todos
los desviados y enfermos.
Por supuesto, el discapacitado puede hablar, al igual que el psicótico; pero su palabra,
atrapada por los planes de lectura y por la etiqueta, ya no es una palabra, se convierte en
un síntoma. Es esta posición disciplinaria la que, como profesionales, nos esforzamos por
superar radicalmente, con el fin de comenzar nuestra intervención allí donde termina la
visión normalizadora. Nuestra clínica no parte de la clasificación para determinar
imposibilidades, apunta al contrario a descubrir, junto con aquellos que nos consultan, las
potencialidades que posee cada uno. O más bien aquellas que es susceptible de apropiarse
una vez que la unidimensionalidad de la etiqueta es dejada de lado y sobreviene la
multiplicidad. Es al mismo tiempo una clínica del compromiso: no podemos acompañar a
aquel que nos consulta en una verdadera superación de su unidimensionalidad si nos
quedamos tranquilamente escondidos detrás de nuestra propia etiqueta de técnicos.
Esto no implica en absoluto que el profesional olvide los saberes y las técnicas que le son
propias, o que establezca falsas simetrías con el paciente. Pero se trata sí de adentrarse
con él en un camino común del que conocemos tal vez algunos trazos, pero del que
ignoramos (aceptamos ignorar) la dirección del trayecto.
El síntoma y el modo de ser.
Aquellos que nos consultan llegan a nosotros más o menos libremente; incluso si la mayoría
de las veces vienen por propia iniciativa, es difícil saber en qué medida su consulta no es
producida de manera normalizadora e imperativa. Las personas que llegan a nuestros
consultorios se quejan de uno o de varios síntomas molestos y nos piden que por favor les
ayudemos a desembarazarse de ellos para poder seguir viviendo. En principio, esto parece
algo totalmente banal, salvo porque los síntomas psi no se comparan con ios de una
apendicitis aguda (y aquí ni siquiera hablamos de los síntomas ligados al malestar social y
que nosotros clasificamos como psicológicos).
El saber psi trabaja fundamentalmente con metáforas, con hipótesis metafóricas, pues los
conceptos y categorías que describen el funcionamiento psíquico de una persona no
existen en un en sí del que bastaría tomarlos para luego aplicarlos a cada caso. Por el
contrario, hablamos y trabajamos con algo que no sabemos a ciencia cierta qué es, aun
cuando no nos condena a una subjetividad agnóstica: esas hipótesis pueden ser
productivas (si las aplicamos al trabajo profesional, se revelan satisfactorias).
Queda que el paciente nos hable de lo que se supone que debemos considerar un síntoma,
o de lo contrario debemos identificar por diversos medios aquello que en nuestro saber se
llama síntoma. Pero es allí donde otro problema comienza: ¿qué hacer con ese síntoma?
¿Hay que procurar hacerlo desaparecer a toda costa? La respuesta no es tan evidente. En
efecto, lo que el paciente puede llamar síntoma es al mismo tiempo un elemento a menudo
importante, de lo que nosotros podríamos llamar de una manera más global su modo de
estar en el mundo, su dasein (según el término de Heidegger). Eso significa que no se \
puede hablar de una persona hipotéticamente sana, a la que se habrían incorporado una
serie de síntomas.
Por eso es que nuestra preocupación principal no será en ningún caso eliminar esos
síntomas lo más rápido posible, sino más bien intentar comprender su sentido en el seno
de la multiplicidad de la persona. Dicho de otra manera, se trata de tomar como punto de
partida, en nuestra clínica, el famoso principio existencialista que enunciaba Sartre: “La
existencia precede a la esencia". La multiplicidad de la existencia, siempre contradictoria y
compleja, precede (sin reducirse nunca a una etiqueta) al síntoma o al carácter único que,
una vez reconocido, reduciría a cambio a la persona a un elemento-esencia (es una
anoréxica, un esquizofrénico, etcétera).
Vayamos más lejos todavía: contrariamente a lo que creen ciertos psicólogos, el hecho de
que un síntoma sea realmente molesto para un paciente y que él afirme sinceramente
querer eliminarlo no autoriza para nada a concluir que la multiplicidad contradictoria que lo
constituye desee realmente deshacerse de él. Por eso es que no debemos tomar a la gente
al pie de la letra: aun si todo lo que dicen es digno de fe, nunca es todo lo que pueden decir.
Todos conocemos personas toxicómanas o alcohólicas que incesantemente repiten actos
que les son perniciosos mientras afirman sinceramente que quieren abandonarlos... Pero
no hay que dejarse llevar a la posición simplista de creer que, puesto que ha sido dicho
sinceramente, ese enunciado compromete al conjunto de la persona en su multiplicidad.
Esta posición le parecerá incómoda a los psicólogos que deseen poseer un poder (el de
curar) sobre sus pacientes. Pero una clínica de la situación se desarrolla justamente a partir
de una exigencia de creación de una base común con nuestros pacientes, un trabajo de co-
pensamiento, que desde el comienzo nos impide estar en la posición del sujeto frente a su
objeto a reparar. El trabajo terapéutico en psiquiatría no puede apuntar a la mera supresión
de los síntomas (más allá de algunos casos precisos, ¿acaso podría hacerlo?). Debe tener
en cuenta la multiplicidad inherente a todo sujeto y el lugar que el síntoma tiene en ella.
Sin embargo esto no implica (puntualicémoslo) descuidar la molestia que puede constituir
el síntoma, como lo expresa a contrario sensu un chiste que se cuenta en Francia y en la
Argentina (donde la práctica del psicoanálisis está muy difundida). Es la historia de dos
amigos, uno de los cuales le dice al otro: “¡Hace diez años que estás en análisis!”. Y el otro
le responde: “Sí, pasó que todavía me hacía pis en la cama a los cuarenta años y fui a
consultar con alguien”. Intrigado, su amigo le pregunta: ‘Y ahora, después de diez años,
¿qué pasa?”. Y el otro le explica: “Por supuesto que me sigo haciendo pis en la cama, ¡pero
ahora no me importa!”.
De modo que no se trata para nada de hacer la apología de una ausencia de cambio en
nuestros pacientes, sino de cuestionarnos como profesionales sobre el sentido de ese
cambio necesario y sobre su fundamento. Para ilustrar este punto, evoquemos la historia
verídica —a diferencia de la del paciente enurético— de una niña epiléptica, que hace unos
diez años nos contaba un psiquiatra muy conocido, cuando se iniciaba en Francia el trabajo
llamado de integración de los discapacitados en el ámbito escolar. La niña hacía cinco o
seis crisis por día y, después de que se integró en una escuela primaria, el número de sus
crisis se redujo a la mitad. Era un muy buen resultado, por supuesto. Pero desde nuestro
punto de vista, la integración debería consistir también en que la escuela pudiera incluirla,
cualquiera fuese la evolución del número de sus crisis, aun en el caso de que estas
aumentasen. Deseamos una escuela en la que no se trate de ser fuerte, sino de no ser ni
fuerte ni débil (sino de asumir juntos la fragilidad propia de la vida).
Desde nuestro punto de vista, tanto la integración como la cura pasan por la puesta en
multiplicidad de la persona. Esta puesta en multiplicidad no concierne únicamente a
aquellos que tienen problemas, pues también sería preciso que aquellos que se consideran
normales pudieran por fin abandonar, con un gran alivio, esa terrible y dolorosa etiqueta del
normal, con el fin de poder asumir y habitar las múltiples dimensiones de la fragilidad. En
nuestras sociedades de la dureza y de las pasiones tristes nos interrogamos sobre el
fracaso de aquellos a quienes llamamos débiles, cuando, nos parece, deberíamos
cuestionamos un poco más sobre aquello que se reconoce como el triunfo y el éxito.
Esto se suma a lo que exponíamos a propósito del ideal de dominación. Ahí donde nadie
mira, en ese límite de la norma, hay una serie de seres humanos que viven
permanentemente en el temor de tener que ser fuertes, estar a la altura. Triunfar en las
sociedades de la tristeza es por lo menos igual de grave que fracasar: implica siempre pagar
el precio de la tristeza, de la dureza y de pasar por alto la angustia de encontrarse uno
mismo incluido algún día en el lote de las personas que revelan una falla. Triunfar supone
alejarse de las propias dimensiones de fragilidad y de complejidad. Y fracasar es ahogarse
en la amargura de los sentimientos de revancha y de envidia, las dos caras de una misma
moneda.

El caso del señor emperador.


El ejemplo de un paciente con el cual uno de los autores de este libro, Miguel Benasayag,
compartió muchos años de trabajo, de pensamientos y de emociones contribuirá tal vez a
explicitar lo que intentamos exponer aquí. (El siguiente pasaje estará, necesariamente,
escrito en primera persona).
Hace años, Marc, de diez años de edad, vino a una consulta en el hospital. Como ocurre
con frecuencia, aquel niño preocupaba mucho a su entorno: la consulta estaba motivada
por una mala experiencia en la colonia de vacaciones, en la que un comportamiento, que
hasta entonces había pasado más o menos inadvertido, había explotado.
Un lunes por la mañana, recibo a este joven con sus padres, muy preocupados (como la
mayoría de los padres que acompañan a su hijo al consultorio de un psiquiatra, su angustia
se ve redoblada por el temor implícito de ser juzgados: ¿somos buenos padres?; ¿no se
nos considerará como a gente que no ha sabido educar a sus hijos, al punto de que la
sociedad, para su bien, ahora tendrá que ocuparse de ellos?). Me cuentan que todo
comenzó en la colonia de vacaciones, donde Marc se negaba a bañarse delante de otros
niños. Luego, Marc me explica que, también en su casa, él se ducha vestido (con una
especie de combinación) y que se enjabona a través de una tela muy fina. Me explica que
los coordinadores de la colonia se habían inquietado mucho por lo que él contaba...
Marc explicaba, continúa la madre, que él es el emperador de un planeta que se llama
Orbuania y que, en tanto que emperador de ese planeta, viene todos los días a la Tierra a
observar. Pero todas las noches abandona su cuerpo y viaja a su planeta donde continúa
viviendo su vida normal de emperador. Les pregunto entonces a los padres si Marc ya les
había hablado antes de todo eso, y me responden que sí, naturalmente. Marc había escrito
además una serie de cuadernos en los que explicaba la vida en Orbuania. Les había dado
a leer esos cuadernos a sus profesores. Al igual que los padres, consideraban que incluso
si el niño estaba un poquito obsesionado con su historia, no era otra cosa que la expresión
de un niño que deja trabajar mucho su imaginación...
Es necesario puntualizar que Marc había revelado, en el curso de pruebas en el hospital,
una inteligencia superior. Y les había dicho a los psicólogos que le habían realizado los
tests que deseaba hablar sobre su imperio con alguien, pero que no deseaba ser tratado
psicológicamente. Yo le pregunté por qué. Desde lo alto de sus diez años, me respondió
que los psicólogos son gente que no entiende nada de las cosas, que lo interpretan todo y
que él lo que quería era hablar, pero de una manera más compleja y más profunda, con un
adulto que no lo catalogara.
Yo no daba crédito a mis oídos: este niño me decía que no quería ser tratado como un
síntoma. Me decía muy claramente que deseaba hablar, pero que dicha conversación no
debía caer en un reduccionismo técnico. Le dije inmediatamente que yo era un psi, pero
que también era filósofo, que su historia me interesaba mucho y que de veras quería hablar
con él, pero que no comprendía del todo por qué él quería hablar con alguien. Pienso que
al principio el deseo de comunicar su visión provenía de dos razones muy distintas: por un
lado, la gente reaccionaba mal cuando él les hablaba de su imperio; y por otro lado, como
no todo estaba claro para él en esta historia, la opinión de alguien que no lo juzgara le sería
inestimable. Ese fue nuestro primer acuerdo, que permaneció intacto durante más de diez
años de trabajo compartido y de mutua amistad.
El señor emperador, así es como muy pronto empecé a llamarlo. Se había convertido en
su nombre, o más bien su sobrenombre, que él aceptaba con un cierto placer (y yo no era
el único que lo llamaba así). Las secretarias, al verlo llegar para su hora de conversación
(ya que eso no fue nunca una sesión), lo saludaban, sin ningún tipo de burla, diciéndole:
“¡Buen día, señor emperador!".
Poco a poco, Marc me iba contando sobre su planeta. También hablábamos de la dificultad
de vivir en la Tierra, una dificultad que en muchos puntos compartíamos (con la desventaja
para mí de que, contrariamente a él, yo ni siquiera soy emperador durante algunas horas al
día). Desde las primeras sesiones, le pregunté lo que pensaba de la realidad de Orbuania.
El desarrolló al respecto una teoría que no cambió jamás en el curso de los años, incluso
si con el tiempo se fue afinando. Orbuania y sus constelaciones, los otros planetas que
dependían de su imperio, así como los enemigos de este, existían realmente, pero él no
podía demostrarlo. Entonces me proponía pensar la existencia de su imperio como la
apuesta de Pascal a propósito de la existencia de Dios. Deben imaginarse mi asombro (y
no iba a ser el último) cuando oía semejante argumento de labios de un niño de esa edad.
La realidad de Orbuania no dependía de una creencia personal, sino del nivel de existencia
determinado por la necesidad de que ese objeto existiera...
Algunos años más tarde, cuando Marc comenzaba a tener el perfil del matemático que es
hoy, vino en calidad de oyente a unas reuniones que yo coordinaba con dos investigadores
(uno matemático, el otro físico), a propósito de un libro de lógica matemática. Entre los
asuntos que abordábamos, estaba el problema ontológico del estatuto de existencia del
objeto de la ciencia. El emperador daba su opinión sobre los teoremas fundamentales de
Gódel y de Cohén, entre otros. Y, siempre que era posible, daba noticias de Orbuania, lo
cual evidentemente interesaba en el más alto grado a mis cómplices científicos, incapaces
por su parte de definir lo que existe o no, e incluso de saber más o menos lo que esa palabra
significa.

Un día viví un episodio bastante cómico con el emperador. Era una tarde de verano y hacía
mucho calor en el consultorio; recibí a Marc y le propuse ir a beber algo en el bar, lo cual
era una cosa bastante corriente. Cuando estábamos en el bar, vienen a tomar el pedido y
yo pregunto: “¿Qué va a tomar, señor emperador?”. El responde y, cuando se van con
nuestra orden, me dice con un tono un tanto protector: “¿Sabe, Benasayag...? A mí no me
molesta para nada, pero si usted me sigue llamando así en público, lo van a terminar por
creer un poquito trastornado”; y acompañó su afirmación con un gesto inconfundible del
índice girando sobre sí mismo cerca de la sien... Así, poco a poco yo aprendía a darme
cuenta de cuándo podía llamarlo señor emperador. Y por su parte él aprendía, tal vez al
mismo tiempo que me lo enseñaba, que no todo el mundo puede oír las interesantes
informaciones sobre su planeta, por la buena y simple razón de que muy poca gente está
en condiciones de comprender, para empezar, los Pensamientos de Pascal...
Esta historia no nos debe hacer olvidar lo que todavía no se ha dicho: que Marc no fue
jamás medicado, que jamás fue hospitalizado, en psiquiatría, ni etiquetado, que tampoco
fue nunca objeto de un programa de integración... Sólo cuando entró en la Ecole Nórmale
Supérieure, después de haber hecho matemática superior y la especialización en
matemática, y cuando yo le aconsejé que se dedicara sobre todo a la investigación y no
tanto a la enseñanza, compartió mi opinión y siguió mi consejo.
En un momento de esta historia con Marc, le propuse hacer una pequeña película en la que
explicara su imperio, los delicados mecanismos de ese mundo en el que los dos sexos no
se distinguen por ningún signo exterior, siendo uno y el otro idénticamente lisos, donde el
partido mayoritario es misógino, donde las mujeres (que él era el único que podía identificar)
eran genéticamente inferiores a los hombres, donde el imperio subvencionaba a los
miembros de un partido anarquista como si fuesen payasos oficiales... Contrariamente a lo
que se podría creer, los relatos de Orbuania no se parecían en nada a una novela de ciencia
ficción. El emperador me contaba con el correr de los años detalles sobre la circulación
vehicular, los impuestos, la educación, entre otras cosas. Y me informaba de las
interminables guerras y conflictos que su imperio mantenía con sus colonias, porque el
señor emperador realmente no era un izquierdista...
Le interesó mucho hacer un documental, pero como siempre había que ponerse de acuerdo
en un punto: no utilizar ese film como material psi. Podía ser mostrado a filósofos,
antropólogos u otros intelectuales, pero en ningún caso a técnicos que no verían en él otra
cosa que síntomas, que no verían, según los términos de Marc, nada.
Podemos enunciar la base del trabajo con Marc a través de algunos principios. Para
empezar, se trata de decir claramente que la gente que nos consulta está muy bien tal como
es. No son personas con defectos de fabricación: son como son y, juntos, tratamos de ver
cómo pueden descubrir sus potencialidades, cómo pueden ser no solamente emperadores
sino también otra cosa como, en el caso de Marc, investigadores matemáticos por ejemplo,
o, como en el de Julien, de quien hablaremos más adelante 14, músicos.
Nuestro trabajo puede hacerse en una puesta entre paréntesis de una parte de la realidad,
con el fin de construir con nuestros pacientes esa base común a partir de la cual es posible
comenzar a integrar, a construir y a caminar. Una clínica de la situación es un trabajo de
liberación del potencial, de los potenciales presentados por Spinoza como las pasiones
alegres. Se trata de evitar el camino de la tristeza, el de un saber normalizador que aprisiona
al otro en su etiqueta.

A partir de esa base común, podemos pasar a un trabajo global de descubrimiento y de


desarrollo de las posibilidades, de los potenciales.
Al referirnos a Blaise Pascal, ese filósofo tan apreciado en Orbuania, podemos decir que,
en la terapia de situación, nos embarcamos. Desarrollar los posibles no es otra cosa que el
proyecto de la ética de Spinoza, puesto que (contrariamente a una clínica del síntoma, que
sabe en el lugar del otro) nosotros partimos del principio central de la Etica: “Nunca
sabemos lo que un cuerpo puede”. 'Ya lo hemos explicado, ese no saber no representa en
absoluto una ignorancia; por el contrario, permite el desarrollo de todos los saberes y de
todos los deseos, porque no condena al otro a su síntoma-etiqueta.
Hoy, Marc sigue siendo emperador pero, como en el chiste del hombre que se hace pis en
la cama, eso no le molesta... Porque, en tanto que investigador e intelectual, en tanto que
hombre, él no es solamente el emperador de Orbuania... ¿Y quién sabe? Tai vez algún día,
en una noche primaveral clara y fresca, echado en mi cama, haré por fin ese viaje a
Orbuania, a ese planeta donde no sólo tengo a un amigo, sino a alguien que allí es
realmente muy influyente...

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