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Copleston
Él pensaba que el método deductivo puede ser utilizado para desarrollar las
ideas y verdades esenciales de la metafísica, la física, la jurisprudencia, e
incluso la teología. El descubrimiento del simbolismo matemático
adecuado proporcionaría un lenguaje universal, una characteristica
universalis, y, mediante el uso de dicho lenguaje en las diferentes ramas de
la erudición, el conocimiento humano podría desarrollarse indefinidamente
de tal modo que no habría ya más lugar para teorías rivales que el que hay
en el campo de la matemática pura.
Pero las proposiciones no son todas de la misma especie, y hay que hacer
una distinción entre verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras
son proposiciones necesarias, en el sentido de que son o proposiciones
evidentes por sí mismas o reducibles a otras que lo son. Todas las verdades
de razón son necesariamente verdaderas, y su verdad descansa en el
principio de contradicción. No se puede negar una verdad de razón sin caer
en contradicción.
Entre las verdades de razón están aquellas verdades primitivas que Leibniz
llama “idénticas”. Son conocidas por intuición, y su verdad es evidente por
sí misma. Ejemplo de afirmativas idénticas son “cada cosa es lo que es”, y
“A es A”. Un ejemplo de negativa idéntica es “lo que es A no puede ser no-
A”. Todo eso —dice Leibniz— puede ser afirmado independientemente de
toda prueba o de la reducción a la oposición o al principio de contradicción,
cuando esas ideas son suficientemente entendidas para no requerir análisis
Pero Liebniz complica las cosas al decir que algunas verdades de hecho
también pueden ser analíticas. El fundamento y última razón suficiente de
la certeza de una verdad de hecho ha de buscarse en Dios, y se requeriría
un análisis infinito para conocerla a priori. Ninguna mente finita puede
llevar a cabo ese análisis; y, en ese sentido, Leibniz habla de las verdades
de hecho como “inanalizables”.
El principio de perfección.
Si de entre todos los mundos posibles, Dios ha elegido crear este mundo
particular, se plantea la pregunta de por qué lo eligió. Leibniz no se
conformaba con responder simplemente que Dios hizo esa elección. Porque
responder de ese modo equivaldría a “mantener que Dios quiere algo sin
una razón suficiente”, lo cual sería “contrario a la sabiduría de Dios, como
si Éste pudiera obrar de modo irrazonable[613]”. Tiene que haber, pues, una
razón suficiente para la elección divina. Se necesita algo más, un principio
complementario al principio de razón suficiente; y Leibniz encuentra ese
principio complementario en el principio de perfección.
Dios ha hecho al hombre de tal modo que éste elige lo que le parece ser lo
mejor, y, para una mente infinita, las acciones del hombre son ciertas a
priori. No obstante, obrar de acuerdo con un juicio de la razón es obrar
libremente.
Absolutamente hablando, hay que decir que podría existir otro estado (de
cosas); sin embargo (hay que decir también) que el presente estado existe
porque se sigue de la naturaleza de Dios que Éste prefiera lo más perfecto”.
¿no se sigue también que la creación del mundo más perfecto posible es
necesaria? si no hubiese habido una óptima serie posible, Dios no habría
creado, puesto que no puede obrar sin una razón, ni preferir lo menos
perfecto a lo más perfecto”. Eso parece implicar que la creación es en
cierto sentido necesaria.
La substancia.
Una substancia es, pues, un sujeto que contiene virtualmente todos los
predicados que puede tener. Pero no podría desarrollar sus potencialidades,
es decir, no podría pasar de un estado a otro sin dejar de ser el mismo
sujeto, a no ser porque, posea una tendencia interna a su auto-desarrollo o
auto-despliegue. No trato de sugerir que Leibniz derivase su noción de la
substancia como esencialmente activa simplemente a partir de la reflexión
sobre la inclusión virtual de los predicados en su sujeto; pero conectó su
teoría de la substancia activamente auto-desplegante con su teoría de la
relación sujeto-predicado. Y, en general, no es tanto que derivase su
metafísica de su lógica cuanto que conectó mutuamente a ambas, de modo
que la una influyó en la otra. Lógica y metafísica constituyen distintos
aspectos de la filosofía de Leibniz.
La ley de continuidad.
El “panlogismo” de Leibniz.
Me parece sumamente difícil negar que hay una estrecha conexión entre las
reflexiones lógicas y matemáticas de Leibniz por una parte y su filosofía de
las substancias por otra. En ciertos puntos hay una tendencia a subordinar
la metafísica a las reflexiones lógico-matemáticas. Hay una estrecha
conexión entre la teoría lógica de las proposiciones analíticas y la teoría
metafísica de las mónadas “sin ventanas”, esto es, de substancias que
desarrollan sus atributos puramente desde dentro, según una serie
preestablecida de cambios continuos. Y en la ley de continuidad, tal como
se aplica a las substancias, podemos ver la influencia del estudio
leibniziano del análisis infinitesimal en matemáticas. Ese estudio tiene
también su reflejo en la idea leibniziana de que las proposiciones
contingentes requieren un análisis infinito, es decir, que sólo son
infinitamente analíticas, y no finitamente analíticas como las verdades de
razón.
observamos que los cuerpos visibles, los objetos de los sentidos, son
divisibles: es decir, son agregados o compuestos. Esas substancias simples,
de las que están compuestas todas las cosas empíricas, son llamadas por
Leibniz “mónadas”. Son “los verdaderos átomos de la naturaleza, y, en una
palabra, los elementos de las cosas. No debe entenderse que el empleo de la
palabra “átomo” signifique que la mónada leibniziana se parezca a los
“átomos” de Demócrito y Epicuro. “La mónada, que no tiene partes, no
posee extensión, figura ni divisibilidad[660]”. Una cosa no puede poseer
figura o forma a menos que sea extensa; ni puede ser divisible a menos que
posea extensión. Pero una cosa simple no puede ser extensa, puesto que
simplicidad y extensión son incompatibles. Eso significa que las mónadas
no pueden entrar en la existencia de otro modo que por creación, ni pueden
perecer de otro modo que por aniquilación. Por supuesto, las substancias
compuestas pueden entrar en la existencia y perecer por agregación y
disolución de mónadas; pero éstas, al ser simples, no admiten tales
procesos. En ese aspecto hay, ciertamente, algún parecido entre las
mónadas y los átomos de los filósofos; pero los átomos de Epicuro poseían
forma, aunque se dijera que eran indivisibles. Leibniz concibió la mónada
por analogía con el alma. Porque cada mónada es en algún sentido una
substancia espiritual.
Pero aunque las mónadas son sin extensión y sin diferencias de cantidad y
figura, tienen que ser, según la teoría de la identidad de los indiscernibles,
cualitativamente distinguibles unas de otras. Cada mónada difiere
cualitativa e intrínsecamente de toda otra mónada; sin embargo, el universo
es un sistema organizado y armonioso en el que hay una variedad infinita
de substancias que se combinan para formar una armonía perfecta. Cada
mónada se desarrolla según su propia ley y constitución interior; ninguna
mónada es susceptible de incremento o disminución por la actividad de
otras mónadas, puesto que lo simple no puede tener partes que se le añadan
o substraigan. Pero cada una de ellas, dotada de algún grado de percepción,
refleja el universo, esto es, el sistema total, a su propio modo.
Esa entelequia o forma substancial no tiene que concebirse como una mera
potencialidad para obrar, que requiera un estímulo externo que la haga
activa: contiene lo que Leibniz llama un conatus o tendencia positiva a la
acción, que se cumple por sí misma inevitablemente, a menos que sea
obstaculizada.
Dado que Leibniz mantenía una teoría relacional del espacio y el tiempo, es
perfectamente natural que se opusiese vigorosamente a las teorías
mantenidas por Newton y Clarke, que veían el espacio y el tiempo como
absolutos. Para Newton el espacio era un infinito número de puntos, y el
tiempo un infinito número de instantes.
La armonía preestablecida.
Percepción y apetito.
Hemos visto que cada mónada refleja en sí misma la totalidad del universo
desde su propio punto de vista finito. Eso equivale a decir que cada mónada
goza de percepción. Leibniz define la percepción como “el estado interno
de la mónada que representa cosas externas [714]”. Además, cada mónada
tendrá percepciones sucesivas que correspondan a los cambios del medio, y
más particularmente del cuerpo del cual es mónada dominante, si es una
mónada dominante, o del cuerpo del que es miembro. Pero, debido a la
falta de interacción entre las mónadas, el paso de una percepción a otra
tiene que deberse a un principio interno. Y la acción de ese principio es
llamada por Leibniz “apetición”. Cuando Leibniz dice que toda mónada
tiene percepción, quiere decir simplemente que, debido a la armonía
preestablecida, cada mónada refleja interiormente los cambios que tienen
lugar en su medio. No se necesita que esa representación del medio vaya
acompañada de consciencia de la representación. Y cuando Leibniz dice
que cada mónada tiene apetito, quiere decir fundamentalmente que el
cambio de una representación a otra es debido a un principio interno en la
mónada misma. La mónada ha sido creada según el principio de perfección,
y tiene una tendencia natural a reflejar el sistema infinito del cual es
miembro.
Alma y cuerpo.
Por otra parte, aunque no hay interacción en sentido estricto entre alma y
cuerpo, los cambios en las mónadas inferiores que componen el cuerpo
humano tienen lugar, según la armonía preestablecida, en vistas a los
cambios que tienen lugar en el alma, que es una mónada superior. El alma
humaría o espíritu obra de acuerdo con su juicio sobre la mejor cosa a
hacer, y su juicio es objetivo en proporción a la claridad y distinción de sus
percepciones. Puede decirse, pues, que es perfecta en la medida en que
tiene percepciones claras. Y los cambios en las mónadas inferiores que
componen el cuerpo son correlacionados por Dios con los cambios en la
mónada superior o alma humana. Así pues, en ese sentido puede decirse
que el alma, en virtud de su mayor perfección, domina al cuerpo y actúa
sobre éste.
Ahora bien, está perfectamente claro que el cuerpo humano no está siempre
compuesto por las mismas mónadas. El cuerpo está siempre, por así
decirlo, desprendiéndose de algunas mónadas y ganando otras. Y se plantea
la cuestión de en qué sentido se puede hablar legítimamente de esa
cambiante reunión de mónadas como de “un cuerpo”. No parece que baste
decir que las mónadas formen un cuerpo porque hay una mónada
dominante, si por “mónada dominante” se entiende simplemente una
mónada que goza de percepciones claras. Porque el alma o mónada
dominante es distinta de las mónadas que forman el cuerpo humano.
Ideas innatas.
La distinción entre ideas que son innatas e ideas que no lo son no puede ser
una distinción entre ideas que, para decirlo crudamente, sean impresas
desde fuera e ideas nacidas desde dentro. La mente o mónada dominante
puede tener percepciones claras, y, en la medida en que las tiene, se dice
que es activa. Pero puede también tener percepciones confusas, y, en la
medida en que las tiene, se dice que es pasiva. La razón de que se la llame
“pasiva” es que las “razones a priori” de las percepciones confusas en la
mónada dominante han de buscarse en cambios en las mónadas que
componen el cuerpo humano.
Leibniz dice también que las ideas de los sentidos, esto es, las ideas que no
son innatas, están marcadas por la exterioridad, en el sentido de que
representan cosas externas. “Porque el alma es un pequeño mundo en el que
las ideas distintas son una representación de Dios, y en el que las ideas
confusas son una representación del universo”.
Ciertas ideas derivan de la mente misma, y no de los sentidos externos. Por
ejemplo, las ideas de cuadrado y círculo derivan de la mente misma. Esas
ideas se derivan de la reflexión, y son, pues, ideas innatas. Están, además,
presupuestas (y aquí Leibniz se aproxima a la posición de Kant) por el
conocimiento sensible.
El argumento ontológico.
Kant objetó más tarde, contra esa línea de argumentación, que la existencia
no es una perfección, y que la existencia no se predica de ningún sujeto del
modo en que se de" Dios son buenos y pueden ser de utilidad, si los
perfeccionamos Consideraré ante todo lo que Leibniz dice acerca del
llamado “argumento ontológico”. predica una cualidad. Pero Leibniz creía
que la existencia es una perfección, y hablaba de la misma como un
predicado . Estaba así favorablemente dispuesto hacia el argumento, y
convenía en que sería absurdo decir de Dios que es un ser meramente
posible. Leibniz estaba convencido de que el argumento, tal como había
sido expuesto, no era una demostración estricta, puesto que daba por
supuesto que la idea de Dios es la idea de un ser posible. Decir que, si Dios
es posible, existe, no prueba, sin más, que Dios sea posible. Antes de que el
argumento pueda ser concluyente hay que demostrar que la idea de Dios es
la idea de un ser posible, sin que implique contradicción. En consecuencia,
Leibniz dice que el argumento, sin esa demostración, es imperfecto.
Según Kant, ese argumento depende del argumento ontológico. Es, sin
duda, verdad que “si el mundo solamente puede explicarse por la existencia
de un ser necesario, entonces tiene que haber un ser cuya esencia implique
la existencia, puesto que eso es lo que quiere decir “ser necesario[768]”.
Pero de ahí no se sigue que la posibilidad de un ser necesario sea
presupuesta por la línea de argumentación basada en la existencia de cosas
finitas y contingentes. El propio Leibniz aceptaba el argumento ontológico,
como hemos visto, a condición de que pudiese proporcionársele un eslabón
perdido; pero su argumento a posteriori en favor de la existencia de Dios
no supone el argumento ontológico.
Dios, según Leibniz, obra siempre en vistas a lo mejor, de modo que este
mundo tiene que ser el mejor de los mundos posibles. Absolutamente
hablando, Dios podría haber creado un mundo diferente, pero, moralmente
hablando, solamente podía crear el mejor mundo posible. En eso consiste el
optimismo metafísico de Leibniz.