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Algunos tienen a los filósofos por personas ajenas a la vida real. Sin embargo,
quien examine más en detalle esas preguntas que ellos plantean y que afectan a
la humanidad en general descubrirá enseguida cuestiones parciales o
subordinadas que nada tienen de ajeno a la realidad:
1 a) ¿Hay una materia originaria o básica constitutiva de la totalidad de la
naturaleza?; ¿existe eso que significa la palabra «átomo» en sentido literal: un
componente último e indivisible de la naturaleza? 1 b) ¿Es la naturaleza espacial y
temporalmente infinita, o, por el contrario, finita y, por tanto, obra de un creador, de
una divinidad? Es posible que estas preguntas no tengan relevancia existencial,
pero no cabe duda de que las siguientes sí la tienen: la cuestión referente 2a) al
bien y el mal y
2 b) a la libertad, sobre todo la libertad de la voluntad, y 2c) la que inquiere por la
justicia del derecho y el Estado. Para terminar, también queremos saber 3 a) si
nuestro bienestar, la felicidad, depende de nuestro buen comportamiento, de una
vida moralmente buena: ¿es rentable la honradez moral o, por el contrario, la
persona honrada es, en definitiva, un tonto? 3b) Y, en el caso de que la
compensación no se dé «en esta vida», ¿hay esperanza de un alma inmortal, una
vida eterna y una recompensa en el más allá? Aunque es posible eludir estas
preguntas, resulta difícil negarlas.
Los filósofos no suelen narrar, en general, aquello que los griegos llamaban
«mitos»: historias sobre dioses y héroes o sobre el principio y el orden tanto de la
naturaleza como de la sociedad. Tampoco apelan a una revelación religiosa, a una
palabra de Dios o a una transmisión, una tradición. Aunque se ocupen de todo
ello, trabajan exclusivamente con los medios de la razón humana común: con
conceptos (idóneos), con razonamientos y argumentos (explicativos y no
contradictorios) y con experiencias elementales, por ejemplo la de que existe un
mundo poblado por seres diversos y que entre ellos hay ciertos seres vivos
capaces de hablar y pensar. Los filósofos buscan en esos tres «medios»—el
concepto, el argumento y la experiencia—una validez amplia, a menudo incluso
universal. Pero aunque no la consigan, se espera que obtengan al menos la
«hermana menor» de esa validez: una posibilidad de comprobación general. Dado
que cada uno de esos tres medios filosóficos existe en múltiples formas, la
filosofía amplía pronto su campo de acción para buscar una relación ordenada.
Los griegos llamaban «logos» tanto a los conceptos como a los argumentos y,
muy en especial, a su orden y su forma verbal. El elixir de la vida de la filosofía es
el logos, con sus cuatro facetas: el concepto, la argumentación, el orden «lógico»
y el lenguaje. El lenguaje convierte el filosofar en diálogo e, incluso, en polémica,
en discusión, tanto con los contemporáneos como con los grandes filósofos de la
historia. En efecto, la filosofía no está compuesta por un tesoro de verdades
eternas, sino que consiste en una búsqueda realizada con otros y contra otros, sin
que en ese proceso podamos dar por supuesto un progreso lineal.
El hecho de que respecto a otras regiones conozcamos tan solo, como mucho, la
existencia de unos primeros indicios de filosofía puede deberse a nuestra
deficiente información sobre esas culturas. Por tanto, el progreso en su
conocimiento puede sacar también a la luz en su caso una filosofía desarrollada.
Hay, sin embargo, otra razón para que las cosas sean así, y es que el propio
perfeccionamiento del saber, la filosofía, está vinculado a tres condiciones muy
exigentes. En primer lugar, la veracidad del dicho de que «los dioses han puesto el
sudor antes del premio». Como ocurre con cualquier otra disposición natural, el
ansia de saber no se hace realidad sin un esfuerzo.